LA CUARENTONA
Sonia salió al balcón a fumar un
cigarro. Los vecinos se habían puesto a aplaudir, Sonia sintió que la aplaudían
a ella por la actuación de toda su vida. Entonces le dio por llorar. Helena
apareció de pronto agarrándola por la cintura, sus manos eran frías como de fantasma.
--Entra, te vas a resfriar. Estamos todos en la fiesta-- Sonia no reaccionó, su
mirada se posó en los adolescentes de la ventana de enfrente, ¡hacía tiempo que
había dejado de ser niña pero seguía
sintiéndose la misma adolescente perdida! Había dado tumbos en la vida para
encontrarse en la misma habitación que habitó de cría, como si el tiempo fuera cíclico
o no hubiera pasado. Sintió que se reían de ella aquellos chavales, se abrazó a
sí misma, ¡si no se quería nadie la iba a querer! Se mesó el cabello, lo tenía
lacio como las princesas. Helena la sonrió, ¡era la risa del demonio que venía
del averno para llevársela! ¡Otro día más encerrada en aquella casa y se
volvería loca! ¡Otro día más mirando el mismo patio y no dudaría en tirarse! Se
sentía como obligada a asistir noche tras noche a una fiesta en la que no era
admitida, y en la que la obligaban a beber y beber un cubata tras otro. Seguían
aplaudiendo. Dentro seguía el bullicio de la fiesta. Helena quiso besarla en la
boca y Sonia se apartó, asqueada de sí misma. De pronto parecía que de la
habitación salían llamas, que Helena era una bruja de cuento, de esas con la
nariz puntiaguda y manos como garfios y que la empujaría de la balaustrada al
frío asfalto, aplastándola como a una mosquita muerta. La comunidad seguía
aplaudiendo. La fiesta allí dentro seguía. Eran sus compañeros de promoción
celebrando una fiesta de graduación eterna. Ella no era más que una insípida
cuarentona en crisis encerrada allí lo
que durara la cuarentena. Se acordó del cuento de Aly Baba y los cuarenta
ladrones. Los cuarenta ladrones eran
aquellos otros cuarentones, otros niños perdidos y ella; la Wendy, la Blanca
nieves de esos enanitos, princesa encerrada en aquel torreón fumando un cigarro
tras otro, mojada de luna, esperando la rescataran. Encerrada en aquel piso,
sólo respiraba saliendo al balcón siniestro con las madreselvas enroscadas a
los barrotes, haciendo el amago de tirarse a la dura acera, y recordó aquella
historia repetida en clase sobre un tal Platón y su caverna. Helena le quitó el
cigarro de las manos y la besó. Sonia se dejó caer, pero no a aquella vía
peatonal de Chueca sino en brazos de su compañera. Fue como un desmayo, fue
como en un cuento, que Helena tiró el cigarro por el balcón y volvió a la
fiesta queriendo gritar ¡soy una patética cuarentona que no ha cumplido sus
sueños y todos vosotros presos en esta caverna! Pero no dijo nada, se dejó
llevar por el baile nupcial. Algún día acabaría este cautiverio y se permitiría
ser feliz.