jueves, 28 de junio de 2018

UN FINDE EN EL ORGULLO


Es el día del orgullo en Bilbao. Lo celebran el fin de semana anterior al de Madrid, para que las locas de Vizcaya puedan ir todas juntas en el bus cantando Madona. Allí sí se debe montar gorda. En una misma noche el más timido se lía con cuatro. Son 40 e el viaje y otros 40 de vuelta. Y lo que salga la pensión, o el hostel o el hotel si tienes pasta. Sale mejor irse a casa de algún amigo, allí todos conocen a todos. O a casa de algún familiar, aunque estos te tratarán de controlar, te pondrán una hora de vuelta y te harán demasiadas preguntas. Aquí en Bilbao apenas hacen nada, una carrera de tacones, un concurso de Drag Queen de media hora, unos deportes vascos animados por las travestis Felini y una patética transformista vieja cantando Bilbao, Bilbao. Hay bastantes travestis en Bilbao y todos resbalan tópicos sobre la ciudad en unos números cargados de sexo, palabras soeces e insultos al público. En los cabarés la gente se presta a estas humillaciones de travesti. Muchos se ríen, estúpidamente, aunque se esté metiendo con ellos. Entra una mujer con abrigo de visón al local de Asier Norta. ¡Cuántas zorras han tenido qué matar para vestir a otra zorra!, comenta cuando llega. Si esa noche no se consumen suficientes cubatas en el bar el número termina a los veinte minutos. Un poco de taconeo, una peluca rubia a modo de medusa y enseñar un poco la media debajo del vestido de color platino estridente. 
  
Son bastante lamentables las celebraciones del Orgullo en Bilbao y ni siquiera hay un desfile de carrozas, sólo una manifestación con otro tipo de "carrozas" tocando la batucada y un par de locos que recitan poemas de autores homosexuales. La verdad que fui a verlo solo para ver que caras ponían esas viejas rapsodas de la asociación de “poesía cósmica del Inserso”, como yo las llamo. Todas escandalizadas de pronunciar palabras como “poya” y “culo”. Y destrozando la canción del mariquita de Lorca. Estuve dos horas seleccionando poesía de autores homosexuales y busqué más de 60 poemas, pero no se usó ninguna de ellas para este recital. Me encomendaron tal misión por ser gay, es como si por ser de Ávila te tuviera que gustar a la fuerza Santa Teresa. 

 
Paseo entre las multitudes de gente. Hay público para todo. También para ver pasar el barco gay que atraviesa la ría. Dentro hay una fiesta y locas bebiendo cubatas y bailando sin camiseta, como un Vacaciones en el mar que hubiera salido del armario. Creo que la fiesta costaba 30 e. Si hubiera sido gratuito el barco se habría desbordado de mariquitas y habría sido otra bilbainada más. Con el plano de las actividades gais y perdido en el Arenal parezco un turista. Al menos un turista sexual. Y sin embargo todos me ven cara de bilbaíno de toda la vida y me preguntan por los sitios de ambiente. La verdad es que en Bilbao hay cuatro. Antes, cuando empecé a salir por el ambiente sí que había una oferta considerable. Recuerdo muchos bares; conjunto convento consorcio congreso convento… entre otros muchos. Me acuerdo de todos esos porque todos empezaban por la silaba “con”. Pero ahora los han ido cerrando todos. En San Sebastián ha pasado lo mismo. Me contaron que en los años 20 Donostia era un paraíso gay, que había muchos locales y que venían de toda España. Pero ahora hay tres o cuatro bares contados. Creo que en Vitoria ni siquiera hay. En mi Norta natal han abierto uno, el único que hay. Digo bar gay porque una bandera con el arcoíris te da la bienvenida en la puerta, pero si no fuera por ella parecería un bar cualquiera. Los camareros son gais, compañeros de colegio míos, a los que he visto sin ropa en los vestuarios siendo víctimas de insultos y de latigazos de toallas mojadas En Burgos nos echaron del primer bar de ambiente, un local hortera con sofá de leopardo, como salido de una peli de Almodóvar. Nos pillaron liándonos en el cuarto de baño bar y nos hicieron fregarlo. También me echaron del bar de la Ochoa por besarme con un chico. Opinó aquel progresista defensor de los gais en su negocio para gais que “aquello no era besarse sino hacer el tonto” y nos llamó la atención. El portero lo entendió como una expulsión. Los amigos de la universidad a veces iban a estos antros por curiosidad y morbo, para ridiculizar a  los gais y reírse un rato. 

 
El grupo de ambiente con el que salgo por estos sitios me espera en unos bancos sentados. Han creado un grupo de wasap con todo el grupo y la gente lo usa para ligar y para mandar mensajitos subidos de todo. Una chica tuvo que aclarar que era lesbiana 100% pues le habían entrado un montón de chicos en un grupo supuestamente gay. Abro de oídas, porque yo no ligo nada. Antes sí, en mis mejores tiempos. Cuando tenía 20 añitos había que verme, tenía cara de niño y debía constituir la novedad, carne fresca. Luego ya eres conocido y la gente pasa de ti. En mis mejores tiempos he estado en saunas, cuartos oscuros, orgías, tríos en el parque e incluso en una casa de prostitutos en Zabalburu de la que salimos corriendo para no abonar la tarifa. Apenas me dio tiempo a un par de magreos con un árabe musculado porque salimos pitando del piso. También me he liado en ascensores, descansillos de escaleras, trasteros, en el cine… He tenido varias relaciones, pero en este articulo no voy a hablar de ello. 
 
Siento vacío en estos grupos, una sensación de soledad peor que si me quedara en casa leyendo un libro. En estos grupos es imposible una conversación intelectual o de corazón, sincera, porque la misma conversación no da pie a ello. Todo se reduce a un conjunto de risitas, chistes malos, exhibiciones de pluma como gallitos de corral, palmadita en el culo y frivolidades varias. Imitan a personajes de la tele y ponen voz de la Pantoja o cantan canciones de reggaetón y se pasan canciones tecno gay entre ellos. La verdad que uso al grupo, no me atrevo a acudir solo a estos lugares, pero a veces fantaseo con la idea de echarme un nuevo novio. Lo del amor romántico está reservado a la pareja clásica hetero patriarcal. Todo el romanticismo de las películas y libros se derrumba, como un pantalón bajado, en cuanto entras al cuarto oscuro de estos garitos. Una película porno en un televisor ilumina la estancia oscura como una gruta o caverna. Cuando pienso en la metáfora de Platón de los esclavos que vivían asistiendo a un teatro de sombras siempre recuerdo este lugar. Hay sillas donde hombres viejos se agarran el paquete y alguno incluso se masturba ante el escandalo de un adolescente que no sabe cómo ha aterrizado allí. “Estas pelis siempre tienen final feliz, al final se casan”, bromea uno cerveza en mano y un porro en la otra. 
 
Pero entrar a lo que es el cuarto oscuro en sí es aún más desazonador. Para empezar todo está a oscuras. Ya qué te vas a liar con un desconocido al menos deberías tener derecho a encender un mechero o el móvil para verle la cara al que te está morreando. Pero te dicen que la gracia de los cuartos oscuros es que están oscuros. Esa oscuridad lo convierte en un sitio muy peligroso. A mucha gente le han robado dentro carteras y móviles. Incluso ha habido gente a la que la han sacado una navaja. Son peligrosas las citas con desconocidos. Invitar a entrar a un desconocido a tu casa siempre tiene el riesgo de que te la desbalije, te secuestre, o te viole si es un psicópata. Ir a casas de desconocidos tiene el riesgo de que te cierre con llaves y te torture.   Una vez entró una pareja de lesbianas al cuarto oscuro y montaron un escándalo. Subió el dueño asegurando que no podían entrar en el cuarto porque era sólo para gais. Ellas habían pagado su entrada y su consumición y tenían su derecho. El las explicaba profesionalmente que había habido denuncias de mujeres violadas por hombres allí dentro. ¡Menos mal que es un local gay! 
Aparte del cuarto oscuro están las discotecas y en una entramos. El anfitrión de este grupo estuvo diez minutos con nosotros y luego se ausentó, sin dar ninguna explicación. El resumen de la noche fue que todos se fueron emparejando y morreando y me fueron dejando solo.  Cansado de ser porta-velas de todos, me puse a bailar a mi bola. Creo que me han echado algún tipo de droga en la bebida. Me encuentro sudoroso y me he empalmado. No sé que me han metido en el gin-kás, pero el bulto de mi pantalón crece tan escandalosamente que una loca se pone a bailar casi frotándome. Me muero de vergüenza. Y tampoco para mi monologo interior. A veces además de ligar se me ocurren personajes para mis novelas.Me emparanoio. ¿Qué quiere el que me mira? Y el que no me mira ¿Por qué no me mira? Al final lo de ligar se convierte en una tortura y todas las noches vuelvo a casa borracho en el metro confirmando el dicho de que en Euskadi no hay quien folle. Quizá eso solo nos pase a los feos. Los del grupo aseguran que ellos follan todos los días. Aquí la gente se va inventando las cosas a medida que hablan y se le ocurren. Todas son unas monjas puritanas que creen en el amor eterno. “Llevo tres meses con este chico sudamericano y todavía no nos hemos acostado” Esperan a la noche de bodas. Y sin embargo yo a este le vi ayer morreándose con otro en la puerta de la catedral. Todo son mentiras. Es imposible encontrar un mínimo de sinceridad en las conversaciones de estos borrachos drogadictos. 
 
Con Paolo es con el que más trato tengo. Alguna vez hemos cenado en el Burger, él con sus pantalones apretados y su camiseta trasparente y su chaquetita pija de Bershka de color amarillo. Lleva el pelo azul, a veces amarillo. Le he contado cosas personales, y luego, espiando una conversación que mantenía con su amigo portero de discoteca gay, le oí ponerme verde y reírse de todas mis confidencias. Sobrio puede mantener una conversación normal, pero en cuanto bebe un par de cubatas de red bull con ginebra se vuelve agresivo. El otro día llegué a la puerta de la discoteca Lola, de estilo ingles con una barra de pub irlandés y una pista de baile y tuberías en las columnas como imitando una fábrica, como son las discotecas del Soho londinense. Exclamé; ¡qué bien, así no entro solo a la discoteca! Entonces repentinamente y sin venir a cuento empezó a llamarme falso, mala persona. Y mamado perdido se puso a perseguirme por todo Bilbao la vieja para pegarme. Corría como una loca y jadeaba. El otro día bebí demasiado y estaba tumbado al borde del coma etílico en un banco junto a la ría, a la puerta del bar. Todos se preocuparon y preguntaban si llamar a una ambulancia o a mi casa. Entonces llegó él y me empezó a darme bien de bofetadas. “Despierta, maricón”.  Es mi mejor amigo.
 
En el ambiente no hay amigos, eso lo tengo claro. Conocidos de una noche, rollitos con los que te acuestas, que te llevan a la sauna o a su casa y al día siguiente como si no te conocieran. Entrar solo a una de esas discotecas da algo de miedo. Enseguida te viene un borracho baboso de cincuenta años a intentar invitarte a un trago. Los bares son tan pequeños que para entrar pasas por un angosto pasillo y los viejos se ponen en fila con las manos alzadas para tocarte el culo según pasas. Para entrar hay que ir con las manos detrás. Y ni si te ocurra entrar al cuarto oscuro con tu pareja, aunque no tengáis otro sitio donde hacer el amor, porque siempre habrá un viejo que os siga y os empiece a manosear. Siento no poder dar una imagen mas positiva del mundo gay. No sé si tengo un cartel en mi cabeza que reza tímido, una especie de señal de stop ante la que los chicos se paran, apartan, me evitan y se van. Mi voz, demasiado suave, nunca se oye en estas conversaciones del grupo, mi opinión no importa a nadie, cada vez que hablo pido perdón interiormente por interrumpir su dialogo de silencios ruidosos. En esas noches en el ambiente sale lo peor del ser humano, la gente se pelea y montan shows y numeritos, de repente uno se va todo digno, otro persigue a otros, los moros nos miran expectantes para robarnos los móviles.  Cada uno monta su escandalo y tienen sus 25 minutos de fama. Todo tiene la frivolidad de una hamburguesa y una canción de la Spyce Gilrs. Cansado de bailar sólo, invisible para todos, les dejó con sus tocamientos varios y sus bailes atrevidos. La droga de la bebida me ha dejado mareado y sin sueño, y encima sigo empalmado. Pero esta vez no subiré al cuarto oscuro, ni pasearé por el solitario parque. Para diez minutos de placer estás toda la noche recorriendo una y otra vez los mismos soportales. Puedes estar horas guiñándole el ojo a uno para luego ver cómo se va con un viejo. Allí a veces se sienta una pareja gay a cotillear y hablar mal de todos. Lleva el pelo rapado y una camiseta ceñida y escupe speed por la boca, con sus chismes maliciosos se envenena así mismo su lengua con pirsin. 
  
Hoy no veré a mi amante del parque. El chico está muy bueno, tiene pinta de hetero y el pelo engominado para arriba. Alguna vez nos hemos revolcado en el verde del parque. Me encontré un paquete de tabaco estando con él. Cuando iba a encender el pitillo una voz proveniente del árbol sobre nuestras cabezas me advirtió de que se le había caído a él. ¿Cuánto tiempo llevaba aquel árabe subido al árbol? El suficiente para vernos fornicando como animales salvajes. El árabe se quería añadir a nuestro juego. Pero yo no quería compartirle con todos los chicos que, pene en mano, se iban acercando. El hetero sólo en apariencia era el flautista que atraía a todas las ratas de aquel parque. Me lo traía a veces a casa, a practicar chemical sex, o seos drogados. Él venía con la ginebra y se liaba unos porritos y veíamos programas de José Mota por la televisión. No puedo fumar porros porque me entra la paranoia que acentúa mi mente ya de por sí dispersa. Me entraban paranoias con la película que estábamos viéndolo y ganas de besarle en la boca. Pero él la apartaba. No quería enamorarme.

Entonces no entiendo por qué se metió aquella noche en la cama de mi padre a dormir conmigo. Mi habitación estaba demasiado llena de libros para invitarle a ella. Él se quedó dormido en cinco minutos y yo le abrazaba el pecho hasta que su concierto de ronquidos se me hizo insoportable. Pasé toda la noche en vela emparanoiándome con él y otras cosas. y él tío dormía plácidamente como un niño. ¡qué sencillo debe ser dormirse así de rápido sin comerse la cabeza! Conseguí dormirme a eso de las cinco de la mañana, y a las 7 me despertó el portazo de mi progenitor. Nos había pillado. ¡En mi propia cama! ¡Y con un chico! Parecía el marido celoso que descubre a su mujer en la cama con otro. Al fin y al cabo, era su cama. Mi padre había abierto la puerta bruscamente y aquel sonido del manillar lo recordaré siempre. Fue a la cocina y vació el vaso de agua, sin darse cuenta de que dentro flotaban las lentillas de mi eventual amante. El chico estaba muy cortado, y le llamaba señor todo el tiempo. El chico dejó de hablarme. Era imposible convencerle para que volviera a mi casa. Mi padre empezó a tratarme distinto y quería que me fuera de casa. Me había salido caro el polvo.  Alguna vez he vuelto a pasar por aquel parque y le he visto con otros chicos en posiciones que mi buen gusto no describirá. Le da igual hacerlo a plena luz de las farolas del parque, ya sean las 12 o las 5 de la mañana.  Cada día se enrolla con uno distinto y cuando me ve me grita que me aleje. Cuando termina de correrse se va corriendo a coger el metro, como avergonzado. Pero esta noche no pasaría por aquel parque, ni tampoco entraría al cuarto para encontrarme viejos o tíos con faldas y tacones que se agachan no más verte. “No estoy a tu altura”, me reconoció uno de esos rollos de sexo rápido. Ya no necesito ir a estos lugares para aumentar mi autoestima. Más que sexo lo que iba a buscar allí era sentirme atractivo para alguien, pero en estos lugares no voy a encontrar el afecto que me falta ni a mi príncipe azul. Así que cojo el metro y me pongo los cascos para no oír los vómitos de la gente. Prefiero Chopin.    
 

miércoles, 27 de junio de 2018

HISTORIAS DE UN CENTRO DE TRABAJO PROTEGIDO PARA MINUSVALIDOS


Como ya estaba rehabilitado socialmente, aunque la enfermedad de la esquizofrenia no tiene cura, me obligaron a ir a un centro de día. Los viejos leían el periódico y sorbían café mientras los adolescentes aprendían a cocer espaguetis en una cazuela. Mis juicios por cleptomanía me obligaron a barrer una ONG y recoger los ceniceros con colillas de activistas.  Luego fui metido en una empresa de trabajo protegido, Lantegi Batua, “Trabajo Uniforme”, también lo llaman Usoa, “Palomita” en éusquera. 
Me enseñaron la planta de la cadena de montaje. Unos Down cortaban papel y lo metían a la trituradora. También juntabas cables. Ensobrabas nóminas. O hacías rollos de celo. ¡Era tan interesante y educativo! No duré mucho en la maquina de rollos de celo. Me lo había explicado la compañera una y otra vez, todos los días, y seguía poniendo el celo mal. Así que me cogía un libro y leía o escribía algo. De nuevo me arrebataron mis escritos. Pero esta vez la cuidadora los apreció. Era la misma que me pinchaba con un palo cuando me dormía y la que bajaba los brazos en puño en los que apoyaba mi sueño sobre la rueda de montaje. Yo me sentía Charlot en Tiempos modernos, perdido entre tubos y tubismos, entre cubos y cubismos. “Hemos pensado. ya que te niegas a trabajar en la producción, que lleves un taller de literatura, así les acercas el tema a tus compañeros” 

Aquello fue un show. Yo era el payaso del que se reían, cuando les explicaba los diferentes movimientos literarios.  Llenaba la pizarra de nombres; romanticismo, realismo, generación del 98… Aquella pizarra parecía la de Jhon Nass, esquizofrénico premio nobel en matemáticas.
Creo que aquel lío conceptual en la pizarra verde, lleno de flechas, subrayados, índices e interrelaciones no lo entendía ni yo. Y encima me empeñaba luego en copiar la pizarra en un papel para guardar el recuerdo de la clase. Así que elaboré unos Powers Point explicativos. Tampoco estos me los dejaron llevármelos a casa, porque eran propiedad informatica de la empresa, así que los copiaba absurdamente en un folio. Como no entendían una palabra de lo que intentaba contarles, dejé de poner texto y simplemente ilustraba aquella presentación con fotos de Baroja para que se rieran de su boina. Les hablaba de películas de la BBC basadas en novelas de Jane Austen pensando así hacerlo más dinámico o entretenido o buscar referencias cercanas que hubieran visto en televisión.  Tampoco mostraban asomo de orgullo, sentido, prejuicio o sensibilidad hacía estas peliculas. Quizá tendría que hablarles de Espinete, pensé. Eran incapaces de diferenciar un tocado barroco de una peluca del XVII. Les hacía exámenes y me divertía mucho con sus respuestas. En vez de surrealismo me pusieron “sombrerismo”, ¡realmente el sombrero de Baroja les había impactado más que sus “luces y sombras”! Por supuesto, que me reía de ellos y de sus deficiencias en sus exámenes. Igual que ellos se reían de mi predica al desierto.  

Me reía de las enanas, y a la deficiente que cortaba papel la robaba periódicos para rabiarla. Recortaba las noticias de cultura y ella se enfadaba mucho. Su labor era cortar papel y el que le robara de vez en cuando un periódico alteraba su importante misión a la que había sido destinada. Su cometido era cortar papel. Era la delegada de nivel 3 en materia de corte papelero. Había un gitano con pluma, señores mayores, síndromes de Down que bailaban salsa el día de la fiesta del centro. Ese día todos hacíamos un paripé ante el alcalde, las autoridades y las familias. Era una especie de lavado de imagen.

La fábrica estaba dividía en secciones.  Una cancerbera minusválida custodiaba la entrada. Arriba estaban las oficinas de dirección. Dos despachos, con dos jefas, una era la guapa y la otra la fea. Una era Marianne y la otra Elinor, las protagonistas de Orgullo y Prejuicio. La fea estaba amargada y firmaba entradas y salidas de empleados con la impasibilidad y sentido con que se firman sentencias de muerte. La guapa solo leía novelas románticas en su despacho. Arriba estaban los almacenes, que visité junto a las dos jefas, y dónde se confeccionaba ropa en máquinas de coser. Aquello me trajo al recuerdo las maquinas Singer de las costureras del franquismo que nunca había conocido. También lavaban ropa en la lavandería, planchaban y le daban tinte. ¡Vaya negocio que tenían montado, pagando cuatro duros! Eran como niños africanos cosiendo balones de fútbol para Nike. 

Abajo estaba la cadena de montaje de piezas, lo llamaban subcontratación, no sé si porque todos estábamos subcontratados, es decir, con un contrato ilegal para minusválidos. No se hablaba de sueldos o salarios sino de compensación económica. Es decir, legalmente teníamos condición de voluntarios. Pongo la mano en el fuego de que allí ninguno habíamos venido por nuestra propia voluntad sino presionados por padres y siquiatras, o centros de día. Es duro tener en casa todo el día a un Nini (ni estudia ni trabaja) jugando a la play station y más duro a un síndrome de Down molestando sus rutinas laborales. Así que aquel centro les ofrecía una solución fácil y rápida. Disfrazado de apoyar su integración social estaban aprovechándose de los minusválidos, explotándoles, cosificándoles e instrumentalizando su enfermedad, usándoles de mano de obra barata. Las compensaciones económicas eran de 100 euros, cifra que podía subir si ibas subiendo de nivel; nivel 1, nivel 2, nivel 3. Según cortaras papel o hicieras tareas más sublimes. Flejar publicidad en la máquina era nivel 2, y nivel 3 era imprimier en la impresora, escanear o repartir publicidad por los buzones subido a una furgoneta. De ese sueldo te descontaban el precio del menú, 1 e y medio al día, pues te obligaban a comer en el comededo que tenían y lo recortaban de los 100 e. Los jardineros cobraban algo más, pero tenían que levantarse a las 6 de la mañana para podar y barrer las hojas de los parques. Yo me sentía una Alicia loca en el País de las Pesadillas. Esos jardineros teñían las rosas de rojo para el gusto de la reina de corazones, la jefa encargada. Ella les sonría como el gato de Alicia y les echaba el humo como la oruga fumata . Sólo cuando abandoné aquella fábrica de explotación y subcontratación y pisé de nuevo un psiquiátrico para visitar a una amiga me sentí por primera vez “al otro lado del espejo”. 

A la amiga la acababa de dejar el marido, aportándola de sus hijos y sentía aquel ingreso como si estuvieran haciendo una película con ella. La trajo aqui la ertxaina porque se negaba a pagar la habitación de hotel donde había pasado la noche. Pero yo ya no era el loco, sólo venía de visita. Me avergonzó alegrarme del sufrimiento ajeno, pero aquella mujer estaba fatal, cada día que iba a verla la encontraba más zombi y más engordada por la medicación. Una vez la presenté a mi padre, un eterno ligón, a la que le pareció una neurotica escapada de Woody Allen. Vino ese día tan medicada que cuando le presenté a mis amigos todos pensaron que la había drogado. Se rieron de ella, pero en el fondo les molaba lo que se hubiera metido que le dejaba tan grogi. La pobre mujer me lloraba por la Gran Vía, "¿y ahora qué hago me suicido, me tiro del puente de la Salve?" La mujer se iba cayendo como en un calvario sin magdalena y en el metro cuando ya iba a coger el último a mi pueblo la oigo derrumbarse, y el bolso por el suelo...Aquella mujer se me había declarado sentimentalmente para afirmar un segundo despúes que quizá era lesbiana y por eso le atraían los gays. (Me hace gracia esto de los gays y lesbianas y los que se definen como indefinidos) Pensaba seriamente que yo era un actor contratado por la Paramont para la pelicula que rodaban con su vida, y me dio mucha pena.  Pero no quiero hablar de los cafés tristes de estas muertas en vida, sino seguir con la historia del centro de trabajo protegido.

Trabajo Unificado (Lantegi Batua) tenía como símbolo una paloma (Usoa), que es lo propio tanto para la paz como para los subnormales, desde que lo primero se le ocurrió a Dios con Noé y lo segundo al filocomunista de Alberti. 

En la parte de abajo estaba el sótano, donde la leyenda decía que ataban a los rebeldes con argollas ante un teatro de sombras. Y también estaba el gimnasio. Allí la monitora nos movía a ritmo de radiocasete. Los Down ensañaban su numero de baile y todos les aplaudíamos a rabiar; ¡unos subnormales capaces de bailar salsa! El teatro siempre es más teatro si lo hacen gitanos recogidos de la calle, aunque no sepan interpretar. Nosotros ensayábamos para el baile de la gran fiesta anual. Nada podía fallar, aunque aquello desafinara más que un coro escolar, y los pasos no fueran acompasados. Desde esta pluralidad y respeto al diferente, cada uno entendía la música a su forma y así sí uno daba palmas mientras él otro pegaba saltitos. Nadie seguía el ritmo ni el orden de pasos e intervenciones. Sólo la monitora de aerobic parecía disfrutar con todo esto. Esta mujer se machacaba en el gimnasio todo el día. Yo al gimnasio solo fui una vez a hacer posturitas y cunado me pusieron en la maquina trasportadora de esas me salió todo el flato y lo único bueno fue ver luego a los vigoréxicos fibrados de la sauna. Sin embargo, esta mujer se había obsesionado con el ejercicio físico. A cada paso de baile rítmico que daba soplaba a la casa de los tres cerditos, como si expulsara todo el dolor que le había causado su exmarido. “Inspiración. Expiración”.  Nosotros sólo la mirábamos los pechos, se movían cuando ella se inspiraba y cuando daba saltitos. La tirábamos balones para que se agachara a cogerlos. A veces los Down envolvían a otro entre dos colchones y lo llamaban “sándwich” entre risitas.

Muchos sándwiches se repartieron en platos de plástico en aquella fiesta. El alcalde había asistido y había pronunciado un discurso y ahora se sacaba fotos con la prensa. Las autoridades hablaban de la integración de los discapacitados en el mundo laboral. Nuestras familias también vinieron y les enseñaron los hornos de exterminio en los que trabajábamos. En la pared había un poster con las fotos de todos nosotros, con nuestros monos azules, aunque sin cascos azules. (La ONU creo que no conoce nuestra penosa situación.)  Había una máquina de fichar por la que había que pasar la tarjeta al entrar y salir. Les enseñaron los vestuarios y las taquillas. Un compañero, que me metía más presión que los propios encargados para que trabajara y no vagueara, les enseñó toda la fábrica y después todos comimos tres langostinos por persona. Contados. Aquella fiesta de serpentinas, sangría sin alcohol en pajitas, desenfreno de matasuegras y excesos rítmicos me llenó de una felicidad inolvidable. 

Al final de esta efemeride tuve que liarla. Bebí más coca cola light de la cuenta y borracho de bebidas azucaradas me reí de la subnormal que cortaba el papel y no me dejaba llevarme los Babelias del País. El alcalde lo vio. Y los periodistas fotografiaron mi corte de mangas, un gesto cariñoso hacía su persona tan servicial y obediente. La Down se echó a llorar, como una niña. Y malvado de mí, fui requerido al despacho de la superiora. De la jefa fea, claro. La otra no podía interrumpir el capitulo de la Montaña Mágica. No podía haber elegido mejor novela para enterarse de una vez por todas lo que pasaba en aquella casa de locos y jaula de grillos. Y de esta forma fui despedido también de allí. Y con lágrimas de felicidad, esta sí de verdad (y no la sonrisa de circustancias para la foto oficial de la fiesta), dejé aquel centro y a la paloma “políticamente correcta” grabada en la puerta del taller. Sentí que ella me despedía con una de sus alas rotas y la florecilla en el pico. Luego retomé los estudios de periodismo que mi enfermedad psiquiátrica había interrumpido. Pero eso es otra historia, que os cuento cuando apruebe el dichoso Trabajo fin de grado, y con el titulo bajo el brazo a modo de ala voladora. Una bandada de palomas en el cielo me señalaba por fin la Libertad. Usoas, Usoas...pio, pio.