sábado, 1 de julio de 2023

El chico de la última fila

 

UN DRAMA PRÓXIMO

[i]El chico de la última fila[/i]: un inteligente análisis sobre la educación en la época posmoderna

Domingo 17 de julio de 201109:12h
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La docencia se sustentó tradicionalmente en la admiración al maestro. Pero el prestigio del magisterio parece tener sus días contados y la identificación del profesor como modelo y guía está más próxima hoy al chiste y el sarcasmo que a una práctica real efectiva y aceptada. Goethe, creador y máximo exponente de la novela de aprendizaje, o “bildungsroman”, expresó perfectamente esa concepción clásica del magisterio, ahora en bancarrota, cuando aconsejó: “Sigue la mente de tu maestro, porque caminar con él es avanzar”. Juan Mayorga, uno de nuestros dramaturgos con mayor alcance y proyección internacional, indaga, ahora, en El chico de la última fila, en el reverso oscuro de ese aprendizaje y explora las relaciones subterráneamente depredadoras que llegan a establecerse entre el discípulo y el maestro, de modo que seguir la mente del maestro no signifique un avance tranquilo, sino un duelo lleno de violencia psíquica.
El chico de la última fila, de Juan Mayorga
Director de escena: Víctor Velasco
Espacio escénico: Israel Muñoz y Víctor Velasco
Intérpretes: Miguel Lago Casal, Olaia Pazos, Samuel Viyuela, Segi Marzá, Rodrigo Sáenz de Heredia y Natalia Braceli
Lugar de representación: Cuarta Pared. Madrid

Por RAFAEL FUENTES

La docencia se sustentó tradicionalmente en la admiración al maestro. Pero el prestigio del magisterio parece tener sus días contados y la identificación del profesor como modelo y guía está más próxima hoy al chiste y el sarcasmo que a una práctica real efectiva y aceptada. Goethe, creador y máximo exponente de la novela de aprendizaje, o “bildungsroman”, expresó perfectamente esa concepción clásica del magisterio, ahora en bancarrota, cuando aconsejó: “Sigue la mente de tu maestro, porque caminar con él es avanzar”. Juan Mayorga, uno de nuestros dramaturgos con mayor alcance y proyección internacional, indaga, ahora, en El chico de la última fila, en el reverso oscuro de ese aprendizaje y explora las relaciones subterráneamente depredadoras que llegan a establecerse entre el discípulo y el maestro, de modo que seguir la mente del maestro no signifique un avance tranquilo, sino un duelo lleno de violencia psíquica.

Para mostrar ese soterrado combate psíquico, Juan Mayorga nos sitúa en El chico de la última fila con su drama en la intrahistoria de un aula en un colegio cualquiera de nuestro más inmediato presente. Germán, un profesor apasionado por la literatura, se enfrenta a la abulia adolescente, al desdén por el aprendizaje, a la desgana arrogante, a la ausencia absoluta de esfuerzo de sus estudiantes, hasta el punto de confesar a su esposa mientras corrige las desoladoras tareas escolares: “Los catastrofistas pronostican la invasión de los bárbaros y yo digo: ya están aquí. Los bárbaros ya están aquí, en nuestras aulas”.

A partir de aquí, Mayorga podría haberse deslizado hacia una crítica –en realidad, estamos más acostumbrados a una diatriba- contra el sistema educativo y la miopía de padres e hijos para adquirir una auténtica formación, en una línea costumbrista que tan buenos resultados comerciales ha dado en recientes películas que se deslizan por la superficie del problema. El autor de La tortuga de Darwin o La paz perpetua evita ese riesgo lanzándose a la pregunta mágica: “¿qué ocurriría si…?” En este caso: ¿qué ocurriría si entre un grupo de estudiantes apáticos, indiferentes y engreídos en su ignorancia, un profesor descubriese repentinamente a un alumno inteligente, observador, creativo y con una incipiente fuerte personalidad? Ahí surge Claudio, para demostrar que los verdaderos retos del aprendizaje y la enseñanza están más allá de la abulia o la indisciplina, pues aparecen con toda su agudeza cuando dos inteligencias se encuentran frente a frente. El costumbrismo y el discurso político estereotipado quedan de inmediato trascendidos a través de la apasionante lucha vital, emocional e intelectual entre Germán y Claudio, que atraviesa como una espina dorsal el conjunto del drama, proporcionándole un soporte y una progresión perfectamente medida que atrapa el interés del espectador de principio a fin.

La obra fue estrenada con un inteligente montaje por “Ur-Teatro” de Helena Pimenta y retomada con brillantez por Jorge Lavelli en el francés “Theatre de la Tempête”. Ahora el director Víctor Velasco nos ofrece una más que excelente puesta en escena, que destaca por su cercanía al espectador, una proximidad que realza importantes cuestiones que pudieran parecer secundarias en una representación más distante. Entre otras, cabría resaltar las relaciones entre la ficción y la realidad, donde la ficción no se muestra como una “evasión”, sino como una “creación”, quizá indispensable para hacer la vida más inteligible. El propio Mayorga concedió una gran importancia a la presencia de la ficción en nuestra vida cotidiana, cuando pensó titular esta obra: “Los números imaginarios”, esos números cuyas cifras no son reales pero son más lógicas y sólidas que la propia vida real y sirven para resolver problemas difíciles que de otro modo no podríamos comprender, al igual que pasa con los personajes del teatro, las vidas imaginarias en las novelas, nuestros proyectos, nuestros inventarios, el cálculo de nuestros planes. Cosas todas irrenunciables que hacen necesaria la presencia, a cada instante, de la fantasía en nuestra vida.

Desde esa necesidad, el autor introduce, en el duelo entre Germán y Claudio, importantes reflexiones sobre el arte de construir una historia que, sin duda, constituyen el esbozo de una poética del propio Juan Mayorga, y que se proyectan como una interesante propuesta de poética para la ficción teatral española. Mayorga critica el abuso de la farsa y lo bufo cuando son utilizados indiscriminadamente, la falta de veracidad de los conflictos que se suben al tribunal de los teatros, el rechazo a la fácil manipulación sentimental del lector o el espectador. Especial relieve merece la demanda para que la experimentación no desemboque en obras sin rostro humano, que por ello caen en el juego vacuo. La exploración artística y la búsqueda de la originalidad no deben perder nunca el contacto con la auténtica vida humana, pues incluso la vida aparentemente más banal esconde interrogantes, quimeras, dramas de alcance universal. Sin ello estaríamos en una originalidad vacía.

Ha hecho bien Víctor Velasco situando sus ágiles y precisos cambios de espacio y tiempo sobre los pupitres de un colegio. Sobre ellos caminan todos los personajes, pues cada paso que dan supone un aprendizaje, un descubrimiento, al igual que la pieza en su conjunto responde al propósito general de Mayorga, quien valora la categoría de una obra por su “capacidad para recoger y trasmitir experiencia”. Es ineludible subrayar el gran trabajo de interpretación de Samuel Viyuela que, pese a su juventud, deja constancia de ser un gran actor –en el que se adivina un más que prometedor futuro-, al encarnar al joven estudiante Claudio con soltura, precisión, sin tensiones corporales ni afectaciones, dando al personaje esa veracidad que su proceso de conflictivo aprendizaje requería, en una época posmoderna cuya anulación de jerarquías convierte la adquisición de sabiduría en sumamente problemática. Un aprendizaje de experiencia que no se limita a la evolución de este personaje, sino que se amplía hasta abarcar a todo el auditorio que asiste a la representación de este auténtico bildungsdrama posmoderno.

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