“Lo Horaciano”
en la Nada de Laforet
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En
El ars poetica; Horacio dirá que ante
todo el discurso ha de tener una intención ética, que debe pronunciarlo el
hombre más justo, el Vir bonum
dicendi peritus (el hombre honrado experto en hablar) de Catón a
Quintiliano pasando por Séneca y Cicerón, entendida esa bondad al modo platónico
de abstracción, y en el sentido latino de un bonum pragmático económica, social, políticamente. Nada de Laforet es una obra de
dialéctica ética, narrada por una primera persona cándida, angelical (Andrea)
ahogada en “la parrilla del otro”, en
un caserón horrendo en la calle Aribau lleno de seres demoniacos, sombríos tal
que sus muebles entelarañados, corrompidos en la decadencia física y moral
franquista, con una psicología retorcida en la que todos tratarán de herir lo
más posible a sus otros familiares, llamas en las que Andrea terminará por quemarse.
Ni podrá escapar cuando salga a las opresivas calles de la Barcelona más
provinciana (que había idealizado) en la época más dura de posguerra, topando
con la placa del infierno de Dante: “¡Oh!,
¡Quienes entréis abandonar toda esperanza!”. La noche que llega a la casa
familiar, mientras se da una ducha con agua helada (han cortado la calefacción
por no poder afrontar su cuota esta familia arruinada)) no puede siquiera
intuir este averno terreno en que se achicharrará.
Nada retrata, la
melancolía de la adolescencia donde la vida cae en todo su peso; un mundo
perverso que se quería comer pero que la devora; la queja de una mujer a la que
se le ha connotado una condición inferior (de clase, género…); la orfandad y
vacío tras la guerra; una radiografía fotográfica (en blanco y negro) del
hambre, las cartillas de racionamiento de un régimen sin razonamiento, el mundo
del estraperlo, la sordidez, los apagones de luz, el peso de la religión, el
cinismo y sarcasmo falangista. La crítica
al régimen aparece en toda la obra, algo disimulada pero evidente
incluso para el lector de entonces. A pesar de tener solo 15 años y encontrarse
en Canarias al empezar la contienda se la puede considerar a esta narradora del
50 una “niña de la guerra”: este trauma lo refleja en toda su obra.
Además cuando la obra se escribe y cuando la protagoniza Andrea está empezando
la Segunda Guerra Mundial. La lucha interior en Andrea (o de Gloria) recuerda a
la de las heroínas cotidianas de V. Woolf (que oía retumbar cañonazos y aviones
bombardeando su cabeza, según afirmó) y Simone (en el fragor de La Comuna y
luego del Mayo), por citar solo algunos monólogos interiores en pugna, con voz
femenina. A Horacio le tocaron unos tiempos de relativa pax romana. Aunque el estilo sea realista (con una prosa más
cuidada que la normal y que trata de ser convencional y no “dar la nota”
al régimen), la temática torna mágica, fantástica y esa sensación de irrealidad
disimula la sólida denuncia. En el tono existencialista del diario se escucha
un grito romántico de protesta ahogado en ese estilo costumbrista naturalista.
De la guerra no se habla, alguna referencia y nunca explicita, debido claro a
la censura (disfrazada eufemísticamente en “Servicio de Lectura”) y a que Laforet
nunca ha escrito panfletario proselitista de un signo u otro, ni siquiera católico
cuando sufre “el brote cristiano-frénico”, y es más subjetiva que realista-socialista, aunque simpatice
con la izquierda exiliada. Sí aparece la fractura denotada en sus consecuencias
de pobreza y connotada en el recuerdo idealizado y nostálgico de una Barcelona
de infancia con los abuelitos. Angustias resume este contexto para que nos
demos por enterados: «La ciudad es un infierno. Y en toda España no hay
ciudad que se parezca más a un infierno que Barcelona»
Es una novela
trasparente, original, fresca, narrada en primera voz, con un lenguaje sencillo
y convencional en decoro horaciano con la situación social de sus actores. Se
trata de una familia burguesa que un día fue feliz, pero a la que la guerra ha
dejado en la miseria. Laforet se desenvuelve con maestría entre el desparpajo
de la joven reflexionando en su diario y la extraña situación. El titulo juega
con el nihilismo (el estoica Séneca cortándose las venas ante la caída del
imperio y el relativismo moral que Horacio y Laforet también denuncian) y el
existencialismo (el epicúreo vivir la existencia) que son los significados
filosóficos de la obra (pero la alegría de Andrea al llegar, al irse y en sus
momentos de nocturnos ensueños nos resperanza.) En este relato de la costumbre
no parece ocurrir Nada, pero sucede de todo. “¡Cuántos días sin importancia!
Los días sin importancia me pesaban como una cuadrada piedra gris en el
cerebro. De todo, sobre todo en lo referente a remover emociones y des-automatizar
el código de pensamiento del lector, cumpliendo esa característica que los
críticos formalistas veían por ejemplo en las obras surrealistas: el
extrañamiento. Conseguido con la originalidad, una característica en el
estilo de Laforet, que Horacio nunca negó aunque se haga luego una lectura tan
cerrada de él. La obra nos des-aliena
y des-enajena de nuestra vida diaria, nos saca de nuestros problemas hacía
una nueva enajenación (la de toda lectura.) La embriaguez de abandonar un
tiempo espacio físico para trasportarnos a un universo imaginario,
contagiándonos de las vicisitudes de Andrea. La fantasmal radiografía de este
inmueble en la calle Aribau y sus raros habitantes parece real y consistente en
nuestro cerebro por esa verosimilitud que piden Aristóteles-Horacio y el pacto de ficción entre
lo narrado y su receptor, quien suspende momentáneamente juicio e incredulidad
y se cree la ficción, por sobrenatural que a veces parezca. Bajo el aparente
relato de hechos pretendidamente existentes, lo fantástico (igual que lo
mitológico en el mundo grecolatino, incluso en algo tan objetivo como la
ciencia. Esta obra testimonial tampoco es imparcial) irrumpe integrándose al surrealismo
cotidiano de tan tremendista franquismo en una prosa sencilla pero
que llama la atención sobre su res y
verba.
El discurso
formal es de suave íntimo lirismo. Y sus temas impactan duramente: violencia
por género, la diferencia mental del tío en su dictadura en el hogar, el
misticismo irracional fanático de Angustias, venganzas, suicidios…Nada relata una cotidianidad de la
realidad en la que supuestamente no trascurre nada más que la “bonita”
posguerra. La crítica al franquismo y al papel que dejan a la mujer se sutiliza
y aparecen veladas bajo la forma de una historia romántica aconsejable para una
mujer afiliada a la Sección Femenina (ya que Andrea se mantiene virgen,
rechaza a los pretendientes) o una historia de fantasmas gótica comercial, y
gracias también a la evidente autocensura de sus páginas para pasar por el “Servicio
(censor) de lecturas.”, burlarla y reírse amargamente así de todo un
régimen. Nada es una obra falsamente
mimética sin llegar a esa imitación de lo natural y a la tradición que
recomendaban Aristóteles y Horacio, pues su lenguaje es totalmente sencillo,
naturalista y realista (obedeciendo a cómo debía o se esperaba que escribiera
un escritor femenino: clara, frívola, dulce, sencilla, sensible, poco
reflexiva) que además quisiera imitar el realismo que según cierta crítica “hidráulica”
e historicista (Menéndez Pidal, M. Pelayo y cya conservadora) era la condición
inseparable de la literatura española (lo cual no es cierto, y Cervantes mismo
lo demuestra.)
En
esta diegesis impura; la apariencia de mimesis se la otorga su lenguaje realista,
sencillo, y una descripción naturalista fiel a la realidad diaria, todo diario
pretende referenciar más menos denotativamente; pero todo narrador, este más,
distancia al lector de la historia contada.
Prevalece el
telling y las partes de showing son
escenas donde se incrustan diálogos en estilo
indirecto libre, y directo, casi siempre regidos y mediatizados por la connotación de este narrador que
valora, condena, idealiza o distorsiona incluso acciones y diálogos. No logra
desprenderse del clásico verbum
dicendi, por intención vanguardista de mostrar que tenga; no
puede este narrador dejar que lleguemos a conclusiones nosotros sobre su
familia sin haberla descrito antes como (lo que son): ¡unos monstruos! Y no con
el bonus del monstruo poeta en
Horacio. una
mimesis, porque esta poiesis de diegesis,
ficción asombrosa de realismo mágico,
describe la fractura abierta en medio del día a día y allí se inserta lo
fantástico, Gaite las llamaba “brechas en
la costumbre”. De ahí el juego constante que se trae el estilo realista y lenguaje sencillo (que aconsejaba
más Horacio que Cicerón) con su temática naturalista e imitativa
ontológicamente, pero llena de sustratos románticos: la descripción fantasmal
de espacios y actuantes; la hipersensibilidad y sentimentalidad sensorial,
incluso neurasténica, de su narrador; el tema amoroso; la soledad, nostalgia,
angustia y otros sentimientos existencialistas también; o el suicidio
(revindicado por Kinkegaard, el padre de esta corriente nihilista; “el mayor acto de libertad humana: quitarnos
lo que quizá nadie nos ha dado”) Y es que su principal influencia es
romántica: Cumbres borrascosas (traducida
por la propia Gaite); la novela de amor, las góticas, de terror, el realismo
mágico tan en boga en la época, la generación de sureños americanos (Faulkner,
Carson Mc Cullers, Flanery Cónnors; los
dramas de las supuestamente familias felices americanas del drama de Tennense
Williams, quien nos vuelve a traer de nuevo a su versión española: Lorca y sus
ambientes rurales; La casa de Bernarda alba: la dictadora del régimen,
la tía beata angustiada (se llaman igual, Angustias), o las pueblerinas que
Delibes deja que ellas mismas se ridiculicen (Cinco horas con Mario.) Y El
guardián entre el centeno: otro adolescente contando su vida en rebelde
primera persona y un Salinger tan misterioso y huidizo como ella. Podría llenar
este ensayo de referencias y relaciones intertextuales pero la idea con la que
nos quedarnos es: una narrativa tremendista en prosa lírica, de estilo
naturalista, con base filosófica existencialista/ nihilista; crítica social
disfrazada de “diario femenino” de aire romántico, que pasó la censura y a la
historia.
Emplea para
denunciarles un narrador intimista e hipersubjetivo, en primera persona
sentimental; heterodiegetico (le
cuentan historias los personajes, insertas en un relato marco; intradiegetico (coinciden en
esta autoficción autor, narrador y personaje testigo-protagonista incluido en
la narración actorial, en unas acciones que presentan una causalidad directa, perfecta,
aristotélica: toda consecuencia la provoca una causa y humanas (también podrían
causarlo fenómenos naturales o noúmenos “divinos”.) Establece relaciones temáticas y semióticas de
analogía, ejemplo, comparación y contraste. Las acciones acontecen
concatenadas para avanzar la trama,
aumentando en número e intensidad hasta su clímax final catártico con las huidas de Gloria, Ena y
Andrea (los personajes más libres) del patriarcado y el suicidio de Román,
justicia poética castigando al mal y premiando el bien platónico-horaciano. Esa
catarsis que tanto gustaba ver a
Aristóteles en Edipo al tomar
autoconciencia y en otras tragedias donde el héroe ofendía con su hybris las alturas. De que la heroína
Andrea comete una constante transgresión contra el horrible régimen, la
limitación por género, la estrecha religión…no hay duda. Es un relator cámara, una innovación o al menos un
recurso narrativo al que puso nombre la escuela crítica y corriente literaria
francesa nouveau romans. Influyen a
Laforet y por eso se estudia la obra como un neoromance al estilo de M. Duras o
Buenos días, tristeza de F. Sagan
(siendo además el diario de verano de otra adolescente), y que también inspira
a R.S. Ferlosio en su Jarama, con esa
relación con el cine francés a partir de los 60 (Truffault o E. Romher) por
ejemplo, y el cinematográfico neorrealismo italiano en este Ferlosio con madre
italiana. Narra lo que ve, oye y vive tal como grabaría una cámara de Buñuel el
retrato esperpéntico de esta familia castellana. Es una narración del yo, por más que Laforet negara constantemente la
parte autobiográfica ya que su familia la dejó de hablar, jamás le perdonó este
retrato familiar, de la abuelita, de su “casa de locos” (como definía Voltaire
a la Iglesia con tanto santo padre), del franquismo rancio…solo su hermano
asistió a su boda con Manuel Cerezales, quien además no le autorizó a escribir
nada referente a este matrimonio tan feliz cara a la galería y lleno de hijos.
Enfoca el malestar social franquista a través de lo personal y
existencial, encarnado en el proceso de maduración interior y el viaje
autoconsciente por su tiempo. En la búsqueda de su propia identidad, la
protagonista adopta una posición de observadora de la vida. A esa extranjera
nadie la conoce bien. Nos intriga su resistencia a ser clasificada. Ni siquiera
el espejo la refleja miméticamente, igual que los esperpénticos espejos del
callejón Del Gato distorsionaba a V. Inclán. Su hermetismo, su ausencia total
de coquetería, esa marginalidad, concebirse de forma tan etérea así misma,
despierta la curiosidad de sus compañeros de estudios por ella: la ven
distinta, infrecuente, la chica rara (de nuevo Gaite y el capítulo Laforet,
la chica rara de posguerra dentro de su ensayo Desde la ventana analizando
esta figura. Va a aparecer mucho Carmiña en mi análisis, le hubiera gustado a
la otra Carmen.) Y esa rareza es lo que atrae al lector del personaje. Es
solitaria, taciturna; pero lo más vivo en ese inmueble de fantasmas, secretos y
sombras. Romántica, sedienta de un amor no concebible en ese contexto gris
mediocre, pero no una adolescente de folletín rosa y carpeta escolar con
ripios. Testigo de una serie de conflictos ajenos, se limita a sentirse
desdichada, muchas veces autocompasiva en su rol de víctima: « Me parece que
de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de
nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros
para mirar la vida. Es imposible salirse, libertarme. Tenía un pequeño y ruin
papel de espectadora.” Pero no tan pasivo le diría yo a Laforet; no asiste
Andrea solo como un espectador solitario, sino como un ser histórico de Heidegger (su filosofo preferido),
testimoniando, preocupado en buscar una existencia auténtica, enraizada en la
tradición y en el devenir de la humanidad. Ya desde el título se insinúan
conceptos estáticos (vacío, quietud, calma, oquedad…) pero concretiza esa nada
en un espacio con elementos fuertes, bruscos, contrastantes, buscando
siempre un algo que de sentido existencial: su lugar en el mundo. Hay
mucha acción, pasan muchas cosas, el mismo estilo invita al dinamismo y se
muestra rebeldía contra el sistema impuesto. Toda la novela es un viaje
psicofísico: el éxodo rural de una niña de provincias (y sí añadimos “que
se vino a vivir a un Chagall” tenemos ya libro de Blanca Andreu para pedir
en la biblioteca), que constantemente vagabundea, pasea por cascos antiguos y
vuelve a desplazarse a Madrid. Los límites le esperan al final de su viaje pero
ella los cruza con su hybris como
un trágico héroe grecolatino o romántico frente al abismo nebuloso de sí mismo
en un cuadro de Caspar David Friedrich.
La subjetividad de la voz es profunda e
intencionadamente femenina y adolescente: idioma de sangre, dolor yr y parto que
empieza con la misma sustancia física cuando se es mujer. Toda la retórica
horaciana es una oda y tratado sobre la creación. H. Cixous ha señalado la
función esencialmente femenina de la maternidad y la identifica con la
escritura. Reconoce este idioma o lenguaje de su cuerpo femenino, preparado
para la maternidad, representada en la metáfora de su cuerpo “cargado de
semillas”. En su subconsciente, tiene sacralizada la idea de la familia y de
ser madre. Y la impulsa a reconocerse un soñado vínculo con su futuro hijo, que
desarrollaría alguna actividad reflejo del compromiso consigo misma y
relacionada con la literatura. Pero su familia cuestiona su capacidad para ser
madre pues la reprochan que “no sabe cuidar ni de sí misma.” Así que
dedica todos sus mimos a su hijo literario: este diario. ¿Por qué la novela la
muestra escribiendo? No solo porque Laforet se está retratando y con ella sus
preocupaciones creativas: todo héroe aventurero desde Ulises reclama contar su
odisea. Pero no hay un interlocutor soñado de Gaite a quien confiarle su drama
(salvo nosotros, sus lectores.)
Podemos intentar
ir cotejando ambos libros a la vez, buscando las conexiones y relaciones (y
también desencuentros) entre este tratado del arte retorico (La epistola a los Pisones) y la novela
de Laforet. Empezando por señalar que Laforet emplea también esa metáfora que
me encanta del poeta: un monstruo marginal al que evitar, al que tomar por
loco, imago destinado a cualquiera que escriba algo que no documente factualmente. Imagen descalificativa para quien se eleve y
atreva a soñar. Esta fama de chalado del poeta se multiplica cuando “el
intelectual” osa sacar a los esclavos de su platónica caverna de culpable
ignorancia.
A Spinoza la inquisición
le condenará “maldito entre los malditos”
(quizá se referían a qué seria lectura entre los enfantes terribles simbolistas franceses.) Y a otros la psiquiatría
nos etiquetará de esquizo-afectivos y
demás absurdos para legitimar el enriquecimiento de la macroindustria
farmacéutica de antipsicóticos. (Platón consideraba la filosofía un farmacum del alma, droga beneficiosa o
tan nociva que te mata.) Al personaje de
Román, Laforet le retrata cual monstruo de Frankenstein al que es muy difícil
encontrarle el corazón humano, helado lo tiene. Hace un retrato introspectivo
de su sique y differance emocional de
rasgos mefistofélicos.
Empieza Horacio el
tratado retorico pidiendo que se acepten los neologismos, pues la lengua evoluciona
en su dinámica diacrónica; unos términos mueren, otros nacen, como nosotros, y “una dicción formada nuevamente será bien
admitida. Ennio y Catón enriquecieron el idioma de Roma con la fuente griega”.
(Después analizaré esa fuente a la que se refiere la bella y fluida imagen.) Laforet
no emplea muchos, sí arcaísmos en los seres de mayor edad; y muestra los ruralismos
y regionalismos propios de esta familia emigrada en el éxodo rural hacía la
Barcelona urbana industrializándose en busca de trabajo (mas el abuelo
fallecido, pues ninguno de ellos parece capaz de sostenerse siquiera así
mismo.) Habla esta rara familia según su clase burguesa venida a menos y
consideración social, su ideología política franquista a la fuerza (algunos tan
convencidos como Angustias con su falsa y doble moral teológica.) Ningún
lenguaje especializado o técnico. Y los coloquialismos de su grupo bohemio de amigos
intelectuales universitarios, en tono distendido y fraternal, quizá emotivo retrato
generacional del 50, reunidos en bares a la salida de la facultad a luchar
intelectualmente contra Franco, filosofar y también a beber grandes jarras de
cerveza (A la Matute le apodaban “la cosaca” por su afición al vodka que nunca
ocultó.) Aquellos provincianos (la Salamanca de Gaite, la Zamora de G. Calvo o
la Vitoria de Aldecoa) se reunían en el Madrid de posguerra en unos cenáculos a
los que se sumó el grupo del 68 y autores de la democracia, llegada ya la
transición y gozada La Movida. (A la intelectual del café Manuela me refiero,
no a la del guateque con la petarda de Alaska.) Hay que incluirla en estas
generaciones de autores entre el 36
y el 50: las interminables, pero maravillosas descripciones de Juan
Benet no solo en Volverás a Región, Martin Santos (es el mismo Tiempo
de silencio) Alfonso Sastre, B. Vallejo en Historias de una escalera (aprovecho
para denunciar que alguno de los dos se ha robado al otro la escalera), Umbral
(y sus trilogías de Madrid y la guerra civil erigiéndose en Guía de la posmodernidad y escribiendo Cartas a una chica progre con el permiso
de María España a la que dedica su Carta
a mi mujer y que consentía a aquellas estudiantes entrevistar al genio para
sus TFM s), G. Hortelano, F. Santos, C. Barral, los poetas sociales como Blas
de Otero, J. Hierro, F. Grande, G. Fuertes, los Goytisolo, Valente y Á.
González, C. Bonald, Gamoneda y C. Rodríguez;, el novísimo De Biedma… No hay
que estudiarla solo junto a la Josefina Aldecoa de Mujeres de negro,
sino reconocerla el mismo pedestal que a los narradores más machos. Aunque su
crítica social no sea tan valiente como la de Ignacio Aldecoa (líder
generacional cuya prematura muerte sume a todo el grupo en melancolía: a su
viuda, pero también a C. M. Gaite en su homenaje Esperando el porvenir.)
Todos se conocieron en Salamanca. El vividor alcohólico en esas tertulias
contrastaría entre los universitarios trasladados luego a Madrid por estos años
de oscurantismo.
Y por supuesto,
hay que relacionarla con estas prosistas en voz femenina de posguerra (tema en
mi tesis fin de posgrado): la primera etapa de A.M. Matute y de C. M. Gaite
(con su crítica velada al franquismo y al papel que dejan a la mujer, no con la
de corte fantástico y metaliterario en democracia). Podríamos comparar esta
visión de la mujer provinciana de posguerra con Ritmo lento, Retahílas o
Entre visillos de la gran Gaite y con Los Abel, Fiesta al Noroeste,
Pequeño Teatro, Los hijos muertos, Primera Memoria, Los soldados lloran de
noche o Historias de la Artámila de la genial Matute. Ambas fueron
más que esas entrañables abuelitas contándonos cuentos a los niños fantasiosos,
que conocemos por su época mediática: critican muy duro su época (más dura
aún), reflejan su visión de género (Gaite dedica muchos ensayos al feminismo.) Carmiña (entre amigos) la dedica varios
artículos (La chica rara de posguerra) y habla de Andrea en Nubosidad
Variable. La consideraban ya no solo maestra: pionera entre las narradoras
femeninas y su amiga personal. La relación con estas dos autoras rebosa lo literario:
mantuvieron esta gran amistad durante toda su vida. Parece que estas mujeres
dentro de un grupo literario mayoritariamente hombruno se tenían que apoyar
entre sí. En las fotos que he encontrado siempre aparecen las tres compañeras.
Ella muere antes que las dos longevas narradoras, y además completamente
apartada del mundillo literario, así que la sustituyen por Josefina Aldecoa, al
menos fotográficamente. A la gran obra de la viuda de Aldecoa añadimos su
loable empeño en mantener vivo el espíritu krausista (neokantiano) del Instituto
libre y la Residencia de estudiantes, impulsada por Fernando de Los Ríos en
La II República con su Colegio Estilo para señoritas (de clase
alta intelectual.) Quería lograr algo parecido a aquella universidad que
concentró interno tanto genio por metro cuadrado (Lorca, Buñuel, Dalí) y
conferenciantes de talla internacional, pues no solo promocionaban estudios
humanistas sino científicos. Por allí pasaron premios nobeles: el mismo Ortega,
Einstein, Ramón y Cajal…
Los autores
masculinos del 50 engalanan su prosa con el mayor revestimiento retorico de
inspiración veneciana y según estas poéticas experimentales europeas, muy
alejada de esa rimbombante perorata franquista llena de tópicos, reiteraciones
machaconas y fascismo de mala fe. ¿Quién recuerda ahora a los Martin Vigil o el
Marcelino Pan y Vino que sin embargo se vendía como lectura progre en
ese tardofranquismo, trasnochado desde nuestra óptica? En cambio a Matute en
sus últimos años la hemos propuesto todos para el Nobel, quedando como una
especie de abuela universal y escritora del reino, no ya por su amistad con la
familia real sino por sus reinos de fantasía. La generación se rebela al estilo
realista castellano, denotado incluso en la generación del 98. Quieren evitar a
Azorín: una prosa sencilla, pero vacua, simplista, objetivista, conservadora,
que no lleva a reflexión profunda e impone una tesis naturalista, inductiva y behaviorista-mente. Pero este revestimiento
retorico de hipotactica poética (el de Benet o Ferlosio) no es el caso de ellas.
Ni de los autores tremendistas que buscan la mayor sencillez de forma para
potenciar la historia cruel de fondo. Gaite tiene la cualidad de (aunque cite
las más complicadas teorías posestructuralistas, búsquedas intertextuales,
personales o su poética) preocuparse mucho por los efectos en su receptor y una
comunicación sencilla. Presenta sus novelas atractivas, se recicla a las modas
y alturas de su tiempo, con un público mayoritariamente femenino. Sin
abandonar su original individualismo: te llena sus Cuadernos de Todo (textos
increíbles en los que lo mismo confiesa que hoy deja de fumar –una tabaquista
empedernida Laforet nunca lo logró- que su último descubrimiento de Todorov) que
inserta fotos personales, recortes de collages dadá y de revistas femeninas que
en su contexto personal se ridiculizan, fichas de libros, o da cuenta de la
elaboración de su obra (ella diría “tirando
del hilo, hilando la cometa.”) Su ex viudo Ferlosio parece enredado en una
marañosa madeja de ideas brillantes, pero ella halla “el hilo de oro” para
guiarnos la lectura. ¡Una con la Nada nihilista, y otra panteísta con el Todo!
Siento haberme
alejado tantas líneas de Horacio, pero a mí también me lleva el latino a la
generación del 50. La musa inspira, sigue diciendo Horacio, y es obvio que esta
metáfora del romanticismo (que viene de la
manía o inspiración platónica) ha
visitado a la talentosa y joven escritora (apenas tenía 22 años) cual iluminación de Rimbaud. Permite Horacio empezar
in media res, a lo Homero, aunque
Laforet comienza por el inicio de este curso académico en octubre (no sé si
cuando debería comenzarse según consideran algunos profesores, sí se permite el
humor) pero en realidad marca un proceso de maduración, de aprendizaje más
vital que universitario en Filología y
letras. Sigue Laforet un principio tradicional y un tiempo lineal, aunque
su avance queda en espacio de
indeterminación o lugar vacío a
rellenar por el lector implícito, y
no sepamos sí está inventariando un día, una semana, ¿un mes? A veces dedica
muchas páginas a una escena o conversación importante y hay días sin mencionar,
supuestamente no pasaría nada trascendental. (¡Cuánto insiste esta obra en que
ni pasa nada en aquel franquismo ni a la propia Andrea; huérfana, sin nadie que
la quiera, sin quererse a sí misma, sin nadie a quien amar, pobre…! ¡Sola! Ni
logra acabar la carrera. ¡Menos mal que no le ocurre nada!) Y es que la cronología real e histórica del fin
de la guerra, el 39 casi importa menos
que la temporalidad simbólica, pues universaliza unos
sentimientos muy individuales. El paso de las estaciones va en paralelo a la
evolución del personaje que muestra una degradación irreversible. La novela
sigue esta división temporal agrupando también en tres parcelas, y no en los
cinco actos de Horacio, este año de residencia en Aribau. Pasado, presente y
futuro se entremezclan. Su estancia cierra un ciclo estacional, de octubre a
septiembre, indicando la muerte de unos sueños con el simbolismo del otoño. Es
impresionista la novela en tanto nos dibuja un clima con cuatro pinceladas
difusas pero minuciosas que se concretiza y precisa el receptor. Añora el paraíso perdido infantil, el tema de En
busca del tiempo perdido y le influye de esta obra impresionista e
impresionante su clima retrospectivo y la descripción lírica y detallada, salvo
que Laforet sí pone puntos y comas a las frases, sencillez de estilo muy de
agradecer), y la motivación más psicoanalítica en todo escritor al rescribir su
experiencia en el filtro racional sereno, pero distorsionador, del rememoro
literario. Proyecta lo emocional en una atmósfera impalpable e inefable, materializada
en sinestesias sensoriales y sentimentales. Y con este tiempo atmosférico y las
fases del día exterioriza su sentir adolescente y femenino: el sol brilla en
los momentos felices; la lluvia cae en los melancólicos; el frio al temblar de
miedo o la sensación de estar desvalida; la noche es sinónimo del ensueño, los
amores prohibidos, el sufrimiento en soledad y silencio. Hace Andrea de público
crítico en los conflictos de unos seres descentrados un largo año que se le
hace eterno como infierno. La desdichada huérfana no parece tener otra familia
y además debe estarles agradecida: la han “recogido” para darla “posibles y
estudios” y sea “decente y de provecho”. La orfandad define a las protagonistas
de La insolación y La isla y los demonios (otras obras suyas.) Andrea busca a lo largo y ancho de
esta obra su interlocutora, diría Gaite, un modelo femenino (materno): su
abuela loca, su beata tía, su tía maltratada, su frívola amiga, la madre de
esta….La sicoanalista Barry Jordán opina (en una tesis más coherente que la morbosa
del supuesto lesbianismo, que ha tenido preocupada a toda la universidad de
Oxford): “ Su mayor problema no es su precariedad económica o la falta de
amor sino sus orígenes, estigma que explica su complejo de inferioridad.” Se
siente sola y perdida, anhela al otro, al margen de con quién quiera compartir
la estrecha cama turca prestada en la buhardilla del desván.
Cuenta sus
propias vivencias en una época difícil de su experiencia adolescente,
intentando encontrar su sitio en un mundo desalentador. Esa búsqueda de
identidad, modelos de identificación y libertad la causa la ausencia de madre. Representa
esa orfandad simbólicamente el estado de abandono, de falta de dirección e
incertidumbre de la época. Un divorcio eléctrico con “la madre patria”, en el
sentido freudiano del complejo de Electra, aunque tampoco se trata de someter a
la pobre Laforet a diván moderno, pues ya la siquiatrizan bastante en vida y
las explicaciones freudianistas de lo literario están muy superadas, aunque sí
recordar lo niña que se quedó sin mamá y que le reprochara el papel sumiso que
las circunstancias la obligaron a tomar. La protagonista relabora estos hechos
en una mirada retrospectiva al pasado; recordando y redimiendo un tiempo
perdido, un período clave en su proceso de crecimiento y de aserción de su
subjetividad como adolescente, mujer y ser humano. Horacio cree que el poeta no debe ser joven ni
viejo; el joven se inspira más, pero el talento distingue de edades, porque es
trabajo y la madurez se denota en la forma de aplicarse. No debemos escribir pendientes
del dinero, el honor y la fama. (Laforet huyó siempre de la prensa, rechazaba
las entrevistas y preguntas personales sobre sí quería más a sus hijos o a su
obra, ¡vaya preguntita! Enviaba cartas quejándose de la sobre interpretación de
los periodistas y críticos –mejor que considerarla mala o buena esta lectura
¡cómo si hubiera una sola lectura de la vida!- y fue insultada en un programa
televisivo de masas. Ella idealizaba la figura de Zubiri, el filósofo vasco
alejado de los medios literarios; y, siendo ella misma una persona tímida,
siempre rehuyó hablar de su vida privada.) Cinco actos debe tener cualquier fabula, y
estos serán los que se instauren normativamente en el Renacimiento a imitación
de las comedías de Plauto, Terencio; y de las tragedias latinas (aunque ahora
nos dicen los historiadores filológicos que muchas no cumplían esta imitación
de las cinco escenas de la tragedia griega, aparte de que Aristóteles
consideraba mejor tres, en esa obsesión por organizar sus ideas en tríadas -lirica, épica, dramática; inicio, nudo,
final; fundamento, causa, consecuencia etc.- quizá con un sentido numerológico pitagórico
en el que no pienso entrar). Nada
sigue esta estructura aristotélica en tres partes, claramente diferenciadas a
través de sus capítulos, la organización del infierno, purgatorio y paraíso de La Divina Comedía de Dante, quizá porque también es una forma
tópica en las escalas de elevación mística (S. J. de la Cruz o F.L. de León), y
por ello una Carmen Laforet escéptica cristiana explica en su prólogo a La mujer nueva que ha seguido esta
estructura en tres imitando La morada
interior de Santa Teresa de Ávila. Es la forma en que divide todas sus novelas
largas.
El “cielo” se corresponde con la infancia de
Andrea en el paraíso de las Islas Canarias y al recuerdo que la adolescente
guarda de su infancia más temprana con unos abuelos angelicales y entrañables,
la casa llena de vida, cuando fueron una familia feliz en una Barcelona
republicana, sin envidias, ni odios. La vida de la propia autora fue parecida:
la autora afirmaba haber sido solo feliz los tres primeros años de su vida allí
en esa casa de los abuelos, la de la obra. La muerte de su madre cuando acaba
de soplar las velas de sus 13 años y la llegada de una madrastra malvada de
cuento de hadas estropeo este jardín feliz de infancia. (Esta madre putiativa
aparece y otra vez en sus obras, y C. Laforet escribió que por más que se
resistiera a creer en estos cuentos de lamias, aquel ser le demostró que la realidad
supera la ficción. En su versión original tales cuentos no ocultan la crueldad
de esta contradictoria vida.) El infierno es esta casa se describe con
referencias constantes al fuego, humo, sombras, fantasmas, lo tétrico, dándole
un aspecto gótico que la crítica ha comparado con La casa Uster y otras obras de Poe,
Bécquer, Lovecraft y las novelas de terror románticas. La principal
referencia de la obra es ese romanticismo, padre de toda vanguardia estética y
filosófica, especialmente del existencialismo, que es donde mejor ubicamos esta
obra) Aparece representado a guisa del mismo demonio. (Comparte esta
descripción mefistofélica su compañera de generación y amiga personal C. M.
Gaite, en Caperucita en Manhattan en
el personaje lobezno que tenta a la niña, o en El cuarto de atrás donde un periodista satánico interrumpe en una
mala pesadilla a Gaite para realizarla una entrevista personal.) Y el
purgatorio: la aceptación de una vida dual, tan infernal como angelical, en la
huida a Madrid escapando de esta casa fantasmal. Debe haber 3 personas hablando
en la escena y si sale un cuarto que no hable mucho. Son recomendaciones u
orientaciones, fruto del análisis empírico experiencial descriptivo lector o
escénico, que se tomaron literales y normativas en el renacimiento. Así como
las estrictas tres unidades de tiempos, espacios etc. y no figuraban en la obra
original ni de Horacio ni de Aristóteles. Lope de Vega se quejó de este
constreñimiento peor que los miriñaques femeninos de la época en El arte nuevo de escribir comedias. No
debería haber un canto entre acto y acto. Otra recomendación que el tiempo ha
desfasado.
La obra sigue
esta estructura sencilla:
sus capítulos se ordenan en tres secuencias temporales y espaciales. Los
primeros dan cuenta de las impresiones que le produce la casa y sus fantasmas
de carne y hueso (enseguida íntima con su tía; asiste horrorizaba a la
confesión de este amor pasional por un hombre que la muele a golpes
diariamente. Y también se tiene que quitar encima al pesado tío Román que cree
haber encontrado una nueva víctima) En la segunda parte conoce a estos amigos
en la universidad, describiendo así ese mundillo intelectual bastante pobre, provinciano
y machista. Por último aparece en escena la madre de su amiga preguntándose qué
relación tenía su hija con Román y por qué se ha ido de la ciudad. Su hija ha
caído en las mismas redes que cayó ella cuando se conocieron de adolescentes en
el conservatorio de piano (¿Será Román el padre de Ena, y serán por tanto
primas?)
Así, de la mano
de Ena y su madre Margarita, Laforet la fuerza a regresar a la casa, a los
dramas particulares de estos seres extraños. Y enfrentarse a la realidad, pues
en una cita Laforet habla de afrontar la sombra y no esconderla en capas de
polvo. (De nada sirve reprimir el dolor si no se confronta, supera y sublima.)
“Uno se ha de enfrentar a sus fantasmas; huir de ellos acaba teniendo un
coste brutal". Andrea se queja al final de Nada: “Me voy sin
conocer nada de lo que me esperaba: vida en su plenitud, la alegría, el interés
profundo, el amor…de la calle Aribau no me llevaba nada más de lo que había
traído: nada.” Pero a Andrea se le escapa el comentario “al menos, así
creía entonces…”, con el que la narradora deja clara una diferencia de
opinión respecto a ella misma de joven y que también tacha la visión ilusa y
afirma la madura. Tanto Andrea como Carmen sí se llevaron consigo lo más
importante del viaje, que es un Todo: su propia vida.
La trinitaria
obra acaba como en muchas tragedias grecolatinas y románticas: con el suicidio,
del tío Román (la inmolación era arremeter contra la propia vida en cristo, y
moralmente censurada por la iglesia católica; aunque Jesús prácticamente se
dejase matar. El suicidio en Las desventuras del joven Werther contagió
oleadas de inmolaciones por Europa en la época más afectada por este “mal
del siglo”.) «La división tripartita de la estructura se corresponde con
los estadios por los que atraviesa en su lucha por alcanzar Ja independencia:
vence el primer obstáculo (Angustias) pero salen al paso otros: Román, el
hambre, el desencanto, la ruina de las ilusiones…», opina D. Rodenas. Ni el
supuesto progreso social, psicológico moral al marcharse de Barcelona le augura
un porvenir venturoso. Es el clásico viaje no ya solo de Beatrice sino
de Eurídice, Perséfone y toda mujer quemada en las hogueras por su género y su
reivindicación de libertad.) La tragedia
debe ser grave, ¡qué duda cabe de que esta obra, con suicidio, violencia de
género, casa fantasmal y personajes infernales incluidos es un melodramón peor
que el griego! También dirá que la comedia debe ser leve, y que aparezcan
sátiros en la sátira, silenos o pitias en su defecto, pero no debía haber más
sátiros en aquel franquismo que toda aquella iglesia nacional-católica de falsa
y doble moral. Habla de la ciencia que le enseñó Sócrates a Platón y este a
Aristóteles, y así repasa un poco la filosofía platónica: nos engaña la
apariencia y la sombra de lo bueno. Y en esta casa los fantasmas es lo que
tienen: son fantasmagorías, como el personaje de Helena de Troya que viajó en
forma de ídolo evanescente a Egipto, según Platón, quien aprovecha para
recordarnos que lo importante es el mundo ideal, esencial, intelectual y no las
carnes. Hay que ser breve y claro, no oscuro y seguir un orden claro. Y esta
obra se destaca por ello. Realiza una comparación entre la pintura y la
escultura, y rebosa de referencias al arte, en concreto a la arquitectura, el
padre era arquitecto, profesor de peritaje industrial en una universidad de Canarias;
al mundo literario al que perteneció la autora, a la pintura (Juan) y a la
música (Román.) Horacio también pone muchos ejemplos extraliterarios,
interartisticos: flautistas, actores, deportistas, oradores…incluso con el
mundo de la pintura y la ecfrasis (La clásica es el escudo de Aquiles.)
Escribir
consiste en escoger y desechar y saber guardar lo importante en la trama (el
elemento más importante en la fábula) para otro momento conveniente y
provechoso, según Horacio. El argumento de Laforet juega tanto con el misterio
que se la considera una novela de terror, muchos críticos la ven incluso antecedente
de esta moda de las novelas policiacas y de serie negra de las “dolores
redondos” comerciales de ahora, también con violencia por género, personajes
trastornados, suicidios y casas en penosas condiciones de salubridad
higiénico-sanitaria. Recuerda a una novela gótica, aunque en la calle Aribau no
se cometan más crímenes macabros (de los que informaba en la época el periódico
El Caso), que el de Román contra sí mismo y los que atentan contra la
dignidad humana. Mantiene ese estilo gótico que caracteriza parte de la obra
romántica. (La casa Usher, de Edgar Allan Poe o la ya mencionada de las
Bronte). Lo sobrenatural, los fantasmas y la muerte idealizada (sin iglesia
estorbando) están siempre presentes tanto en Laforet como en la corriente del
XVIII. La casa, la ciudad y la historia de amor son los tres ejes de este
relato, pero las tres son decadentes (decadentismo en Poe) Recuerda Horacio a
Cecilio, Plauto, Virgilio, Homero… Hay, sin embargo, poca intertextualidad, hipotextos y metaliteratura en Laforet, más allá
de la reflexión sobre la escritura de una Andrea aspirante a escritora (o
escritora en tanto ya escribe) que sueña con el éxito literario. Quizá por su
preocupación de comunicar trasparente y sencillo (idéntico a Gaite y al
contrario que los varones de su generación que seguían un estilo retorico
“veneciano” o italianizante opuesta por ejemplo al Kronen –que me ocupó en mi
tesis final de grado- , un estilo seco, escueto y transgresor que Cicerón
calificaría censurándolo de asianista, ático) y siempre hacía obras románticas
o existencialistas, pues la novela bebe obviamente de Cumbres Borrascosas. Es la principal inspiración, más que
directamente S. de Beavouir. Homenajea el romanticismo y a la vez lo
deconstruye. La reacción entre la joven y su tío es parecida a la de Catherine
con Heathcliff, el gitano salvaje
que adoptó su padre. Será el gran amor en la vida de esta mimada entre
algodones paternos, pero esta relación tormentosa no se podrá consumar cuando
él vuelva hecho así mismo con lo ganado en las apuestas en Londres. La dama le
busca por el páramo como loca en una noche de mucho “sturm und drag”, con su corazón congelado del
resfriado amoroso y repitiendo su nombre en el lecho mortis entre balbuceos y
estertores. La propia casa familiar remite constantemente a las borrascas de
aquella hacienda de los tordos en medio del bosque y el páramo.
Volvamos a
Horacio, aunque no se trata de buscar relaciones rebuscadas sino hacer una
lectura relajada de ambas obras sin obsesionarnos por buscar la interconexión. Hay
que guardar formas y normas para que nos saluden poetas, y ve en una competición
con las musas el origen de la poesía, caótica hasta Homero. Cíclico, el poeta,
comenzaba arrogante sus obras y también considera que Homero no ha de invocar a
la musa como ordenándola contar la historia, no deja de tener carácter divino y
a los dioses no se les manda nada. Empezó mejor Homero, aunque fuera in media res. Reconoce la ficcionalidad: Medea no despedaza a sus
hijos en realidad. (En una sociedad tan mitificada y politeísta como la griega
hasta les costaría entender esto a los espectadores.) Este tema de la verosimilitud lo consigue muy bien la
obra, haciendo pasar por reales y
creíbles hechos mágicos e inusuales. Y referente a esta verosimilitud esencial
en Aristóteles y Horacio (aunque sea algo falso que pase por real. Es
preferible a narrar un hecho existente pero increíble) no habría que
representar a los dioses si las dudas las pueden resolver los mortales, ni
subirlos a la tramoya (al deux ex machina)
innecesariamente solo para entrenar al público con el aparataje técnico
espectacular. Los dioses no aparecen en Carmen, en esta obra de juventud el
ataque a la religión católica es constante a través del personaje beato de tía
Angustias. Esta señora tan católica es
una mujer hecha y derecha y “de derechas”. Todos los personajes, además de
reflejar la pobreza espiritual de la sociedad nacional-católica, adquieren un
significado universal, bíblico: representaciones de los instintos y pasiones
más básicas. Caín Abel: Los dos hermanos peleando, la mujer perdida y pecadora
(la rebelde Lilith que rechaza al hijo de Dios, a Adán o la María Magdalena),
la expulsión del paraíso (pues a Andrea, en esa pelea final ante el suicidio de
Román, da la impresión de que al culparla la echan), el juego entre cielo e
infierno, divinizando y demonizando espacios y personajes (con su estructura en
paralelo a Dante)…Y no hemos de olvidar la fe católica autocritica de
Carmen Laforet. El Barrio Chino encarna sus aspiraciones de libertad personal
explorando un mundo externo peligroso y atrayente; parece atraerle más el
infierno que el cielo, fijarse más en la demonizada Gloria que en su católica
tía. Le moraliza a su sobrina con que la mujer solo tiene dos salidas honrosas:
bodorrio o dedicación al señor. Horacio sí insiste en la virtud, pero no
directamente teológica. Hay que favorecer solo a los más cuerdos, buenos,
comedidos, templados y justos. Y en esto insiste mucho Horacio, pues ya Platón
consideraba que la idea del bien corona toda su pirámide jerárquica de ideas y
esencias. Laforet, o Matute y Gaite, han llevado a su obra, y me parece que a
su vida personal, este ideario ético de valores basados en la bondad, en la
inocencia (con esta preocupación por el mundo infantil en todas), defendidos
con la entrada en la democracia, revindicando a su vez a la mujer sin culpas
católicas (ósea inocente de su género y rol sexual performativo) y a la
fantasía. El coro debe ser varonil. Los personajes de Laforet tienen mucho de
coro griego de plañideras, todo el día lamentándose de su destino (el uno
alcohólico, la otra maltratada, Andrea con toda esa problemática y traumas de
los que ya he hablado, la abuela vieja y sola,…y todos más pobres que las
ratas) y los personajes masculinos son tiránicos, egoístas y patriarcales. Rechaza
Horacio las formas libres, lo que consideraríamos hoy “la trasgresión por la trasgresión”, pues se necesita disciplina y
buen ejercicio en el arte; y aunque Nada
sea una obra innovadora (que sigue el vanguardismo de la nouveau romans francesa y el neorrealismo
italiano y filosóficamente es bastante nihilista, existencialista y
deconstructivista; no deja de ser todo un clásico en el canon.)
“No es nada el ingenio o el talento sin la
técnica o el arte y al revés”, lo cual comparto y Laforet también. “El estudio nada alcanza sin la fecundidad de
la inventiva, de Febo el dios y la musas. Ni la imaginación, inculta y burda
por sí sola es capaz de acierto. Pues han de darse unidas de concierto,
Naturaleza y arte mutua ayuda se prestan.” Demócrito cree que el ingenio es
más venturoso que el trabajo y existía, cuenta Horacio, la creencia en una
especie de fuente de Catalina de donde emanaba y fluía la inspiración en chorros
de creatividad (que viene a unirse a otras metáforas como el jardín de las ideas rindiendo culto a la diosa Diana-Artemisa,
un paraíso intelectual, entre nubes.Allí Fedro
quería quedarse eternamente, amando platónicamente a esta diosa virgen y a sus
vestales, bastante independientes de género en aquel Olimpo.) Pero también es
necesario trabajarlo ese genio, y como haría el barbero Licinio con sus romanas
barbas, pulir el estilo, como quien se corta las uñas (por cierto; Aristóteles
estuvo ocupado escribiendo un libro sobre “el templado modo de cortarse las
uñas de los pies”, no lo he leído pero supongo que lo estructuraría en tres
cortes.) En esta conjunción del arte o técnica y el ingenio de las musas hay
que darse “buen celo”, lo cual se
refiere tanto a que es necesario un laborioso trabajo y esfuerzo de buscar
figuras retoricas (aunque la temática la de la ninfa de las aguas Camenas o en
este caso CaRmenas) como a que deben ir unidas, con celo, ambos aspectos de la
creación. “Hay que tener moderación, como en el comer.” Pide Horacio que haya
una concordancia de géneros y
corresponderse los tonos, cierto decoro
a la natura, orden, adecuación y conveniencia. Y en lo primero Laforet no
le hace ni caso, pues su género de prosa poética hibrida lo narrativo y lirico,
pero en lo segundo le sigue a rajatabla, porque los personajes hablan según
esta condición social de familia franquista de procedencia rural a la que acabo
de referirme, e incluso cultural (se trata una familia de artistas.) “Un hombre ilustrado no puede meterse a una
taberna a decir groserías; tampoco «ponerse a atrapar el aire»” Está
incidiendo más que en el comportamiento cívico; en la coherencia al crear los
personajes y Laforet les hace hablar según este “decorum/ aptum.”
Término
introducido en el renacimiento para esa concordancia con la condición social,
económica etc. que pedía Horacio siguiendo a Aristóteles, pues en ambos es
primordial que la obra guarde armonía, y esta obra presenta un sentido unitario
en todas sus partes, conformando un corpus de coherencia, con esa rigurosidad
tan revindicaba por Horacio, y también sus personajes guardan esta adecuación.
“Que sean humildes, livianos, leves o
graciosos los versos y que piquen es tan malo como que resulten
grandilocuentes, altisonantes, en demasiado ornato.” Revindica el orden y
concierto, la claridad, la elocuencia, que las cosas vulgares no se acrecienten
en honor a algo grande. Luego habla de las silabas, métricas y prosodias (el
trimétrico yámbico), temas que nos interesa menos, pues aunque es prosa poética:
es prosa. En este sentido; el tono grave
y leve parece asociarlo a unas obras de arte mayor y otras a cierto tipo de
literatura en arte menor, quizá porque Aristóteles había preferido entre todos
los géneros la tragedia y la filosofía (“la tragedia de la filosofía”, mejor
dicho, pues es la encargada de decirnos “la
verdad siempre amarga.”) Se queja de los excesos en las obras de Plauto, de
la libertad sobrada, el vicio de murmurar, de las injurias y torpezas. No es un
modelo ni en formas ni en gracias. Se deben recitar las leyes del estado en un
pueblo seguro donde las puertas de estas audiciones de poesía estén abiertas
sin miedo.
Algunos autores
han vuelto la poesía rustica, vulgar, ociosa, aldeana, enturbiándola con lo
ruin y así mezclado con lo cívico, virtuoso y ciudadano. Aumentaron con osadía
el coro, y cometieron muchas trasgresiones como tanta variedad de flautistas.
Llenaron el teatro de sátiros desnudos y otras excesivas licencias, se
vulgarizó la creación en unas banales o dionisiacas. Los personajes se
dedicaban a beber, comer, a la insolencia, el desenfreno más frívolo, chancero,
humilde, llano, propio de la plebe que solo entiende lo burlesco. Otros parecen
dirigirse al aire vano con su banalidad vacua. Los dramas satíricos tratan
asuntos bajos, aparecen personajes que se sacan el dinero unos a otros, unos malnacidos les llama. Hay autores que
escriben a demasiada prisa. Ha evitado la censura y que su poética sea
normativa, pero asegura que la falta de armonía y cadencia no merece elogio.
Resultan torpes necios. “Plauto usa
gracejos, pero confundimos la gracia (humana) con la vil chocarrería.” El verso debe ser arreglado y bien
medido, hay que distinguir y para ello tener criterio estético. Esquilo
introdujo el uso de máscaras, ropajes nuevos, coturnos (calzados) y dio más
importancia y subió el tablado (el escenario). Considera que la comedia surge
de la tragedia, pero según Aristóteles, Nietzsche (y creo que ya es algo
aceptado entre los estudiosos), el nacimiento de la Tragedia está en el ditirambo, aquel canto de lamentación y
“resaca” tras una fiesta ritual en torno al dios Baco, para celebrar las buenas
cosechas en un monte. Solía terminar en libidaciones, orgías y estos cantos (mucho
que le pese a Jorge de Burgos aceptar este origen del auto de fe en el “valle
de lágrimas” teológico y quiera quemar y comerse la parte perdida de La comedía de Aristóteles en El nombre de la Rosa de U. Eco.)
Rechaza Horacio
el estilo insolente, torno, vicioso, insumiso, nocivo, propio de plebes de
inferior escala. Un poema se crea a base de al menos 10 correcciones, durante
muchos dias, trabajos y borrones hasta que quede “pulido y terso.” Cuando
escribe, el poeta hasta se retira del mundo, se deja crecer la barba y solo
existe la creación. (Laforet solía retirarse a la sierra de Madrid y allí, en
casas de campo, se encerraba a escribir, en un estado tan abstraído que cuenta
su hija en la biografia que tenía que encender ella la chimenea o que casi
quemaba la casa con sus inseparables cigarrillos.) Escribir es estar “al borrón y a la raya a cada paso” y “escribir muchos dias hasta que salga perfecto y pulido.” Pone el
latino de ejemplo los tres dramas de Anticirico: enseña las riquezas humanas,
el saber y la ciencia de las cosas, el amor por la patria, la amistad,
hermandad, retratan las buenas costumbres… las temáticas morales correctas para
una composición poética según Horacio. Cuando habla de “limar el estilo” casi
es sinónimo de imitar, en sentido
aristotélico. Y en esta copia del estilo de los maestros (no solo de la
naturaleza) es inevitable y muy aconsejable usar sentencias de elocuente
sapiencia, formas de honrar y alabar a los dioses. (Estos refranes populares y
máximas los pronunciarán en Nada los
personajes ancianos: la abuela con el refranero popular del “sancho panza” y la
tía beata con versículos de la biblia, consejos morales, proverbios y peroratas
a la joven sobre la correcta posición de la mujer en el régimen y hasta
latinajos y grandilocuentes pedanterías, con un claro sentido de ridiculización
de esta mentalidad por parte de la literata.) Pero la filosofía del poeta no
debe ser pragmática para Horacio; los malos y jóvenes poetas halagan a los
poderosos para buscarse sustento y consideran la poesía austera algo anticuado,
viven inmanentes y no ven la virtud de una alta poesía eterna. Y la compara con
el arte del músico, alabando “su destreza y gala.” Les dice a esos “mocosos”, a los jóvenes poetas, que
nunca dejen de aprender. Y que traten de ser tan buen orador (creador) como
Mésala o Causelio Aulo. Se trataría, como en Aristóteles, de medir bien, buscar
el punto medio (sin ser mediocre) y mejorar ayudado con “ánimas lustres” (ósea con una tradición de lecturas y maestros).
Hay que jugar las armas de la escritura como en una justa o torneo o competición
deportiva. Huye Minerva (la sabiduría) de aquellos que escriben por deudas
debidas a sus trampas en el juego y para comer en abundancia Se ofrece a que le
entreguen un buen poema a Mecio o a él mismo, dispuesto a aconsejarles. Amphion,
en el castillo de Tebas, movía hasta las piedras con su laúd. Escribir consiste
en celebrar un acto sagrado, y no lo profano de esculpir leyes para el becerro
de oro. Tyrtheo en sus batallas mostraba con sus versos el buen camino, y así
se lo disputaban los reyes. Aprende de Homero, aunque tiene más como referencia
a Virgilio.
“No tengas vergüenza de seguir tu musa
poderosa en tu dulce citara. Yo digo que no entiendo que se aproveche solo la
abundante vena del arte, ni solo el buen ingenio (de preceptos falto), porque de
aquestas la una y otra cosa piden su ayuda la una de la otra, y entre sí se
conjuran como amigas. El mancebo que estudia con cuidado llega a la señal de su
carrera y gana de ella el deseado premio. No es nada talento sin trabajo, ni al
revés. Escribir es sufrir, padecer, pasar frio, sudar…” El argumento debe
dar muestras de ingenio, virtud y talento, ser elegante y conveniente. Los poemas
elegiacos deben alabar a dioses, héroes, atletas y otros personajes virtuosos.
A Aristóteles le reconoce el gran maestro de la gramática. La lira es inspirada
por la musa Calíope y Eikasia (la de la imaginación) Menciona al poeta
Archiloco, Telefo y Peleo. Y que los poemas pueden ser inspirados por Baco o
Apolo (ese apolíneo-dionisiaco en que
Nietzsche divide no sólo lo estético sino lo ético, y cuya conciliación está en
la conjugación de lo hermético-prometeico,
sentido de trascender esta vida sin censurar o reprimir su parte física.).Se debe
mantener coherencia de principio a
fin y representar virtuoso al héroe, al viejo pintarle viejo etc. Pero no se tomarse
al pie de la letra (literal) a Homero ni copiar directamente a los clásicos, ni
traducirlos “como intérprete fiel que
nada inventa ni innova”. Le parecen serviles quienes se reducen a meros
copistas. Aunque en nombre de Horacio y Aristóteles esta haya sido la labor imitativa
y reproductiva escolástica. Su única y taxativa regla respecto a la creatividad
era no osar serlo. Horacio, en cambio, nos invita a atrevernos a componer un
verso no manido, en el que podamos “describir
lo mismo al gigante Caribdis y Escila que un ratón, "sin que haya otro
verso igual.” Homero y otros cantaron la historia de Antífates (rex de los
Lestrigones), de Polifemo, el regreso del extravagante Diogemes que mato a
Melandro y a Menelao. En dos huevos de Leda nacieron Castor y Pólux, Helena y
Clitemnestra. Entra a otras temáticas mitológicas, nos interesan menos, sí la
comparación del poeta con un músico de flauta en los juegos phiticos, o de la pitia
(en el oráculo de Delfos estas sacerdotisas o pitias eran llamadas así por
enfundarse en serpientes, almizcles e inciensos, siendo Casandra por enamorada
de Agamenón la que más ha trascendido) por esta visión simbolista del escritor
como profeta visionario. “Aprendes tras
temer al maestro. No se puede comprar este arte. Hago milagrosas poesías. A la postre
no quede sarnoso, es afrentoso ser postrero. Confieso con puro y sano ingenio
ignorar lo que nunca saber quise.”
Se denota una
temática romántica, una significación existencialista, un narrador con
perspectiva feminista intencionadamente adolescente que idealiza, degrada,
distorsiona este retrato en nada mimético más que en el estilo. En lo más formal, esa lírica
sinestesia constantemente enfatiza lo terrible a expresándose en
encabalgamientos retóricos confirma a la crítica calificarla de prosa poética y descriptiva tremendista
(por paradójico que pueda parecer esta unión de lo narrativo con lo descriptivo
y reflexivo que prevalece.) Horacio aconseja adornar con estas figuras y
recursos, aunque no
tanto como hará Cicerón
(metáforas, metonimias, símbolos, comparaciones, símiles, oximorones
encadenados en similicadencias), algunas casi de expresionismo pictórico, como
si les hubiera robado los pinceles a Juan, o cinematográficos en esa relación
con el neorrealismo latino, y siempre sensoriales (visuales, sonoros y
olfativos) Se resbalan los tonos oscuros, las formas distorsionadas,
exageradas, esperpénticas, las hipérboles, los hipérbatos, que cambiando el
orden gramatical lógico de la frase o su sentido (a través de contradicciones y
antagonismos constantes) nos hacen virar también nuestro mapa mental; extrañándonos, desalineándonos,
epatándonos a nosotros “los ojalá burgueses”, conmoviéndonos y removiendo, en
fin, todo lo emocional e intelectual que quede en nosotros. Pinta unas figuras
alargadas del El Greco, surrealistas y grotescas en el aquelarre goyesco.
Exhibe su sensibilidad artística con prosopopeyas y personificaciones,
asignando cualidades humanas a objetos, recurriendo a una actitud de evidencia
metafórica con esos espejos alegóricos del alma que se convierten en su madre o
muebles que tornan los enseres interiores de Andrea, creando un cuarto propio
privado y personal al que asistimos como auténticos voyeur. Merece especial significado estas descripciones a través de
la metamorfosis de animalización. Lo vemos en Cela, en el mundo ratero de
Delibes, en la descripción de Gloria como “gata” abandonada recogida por la
abuela y la metamorfosis ovidiana de Román en “lobo”. Le sirve, a modo de
fábula, para enfatizar la irracionalidad de la bestialidad humana. (C. M. Gaite
hace lo propio en Caperucita en Manhattan. Igual que hará Horacio con su literato friki o monstruoso. Pero
en ese ángel caído, al que le rompen sus alas, su marginalidad es su virtud.
En su prosa
pictórica abundan las descripciones realizadas con impresiones visuales o
acústicas y siempre el elemento gótico, de terror y misterio presente. Exagera el dramatismo de la situación, idealizando o
condenándolo de infernal, en estas partes expresivas y pensativas. La tercera y
parte final de la novela sí es más narrativa, de una acción trepidante y la
concatenación de acciones dramáticas (Ena huye de Barcelona, Juan y Gloria se
pelean, Gloria se escapa de noche de la casa, sale la abuela a buscarla, Román
se suicida…) nos hace desear ya el clímax catártico (el que tanto gustaba al de
Estagira) con un final feliz que nunca acaba por llegar, prolongando y
recreándose la autora en nuestra salivación por un desenlace aceptablemente
amable. Hay constancias veraces de una realidad incómoda, dura e hiriente. Por
supuesto, las alusiones al suicidio y las situaciones violentas y dramáticas
son inapelables. Su tono y textura suave, sencilla, delicada, silenciosa y
tímida, en voz baja femenina no ha de confundirnos: Nada es una denuncia
firme a un régimen duro, incluido el aspecto de patriarcado que englobaba, y
así fue entendida, aunque pusiera la etiqueta “Novela de amor para vosotras,
nuestras Dulcineas de la Sección Femenina.”
(A ese
nivel político la autora era rara avis, misántropa en su diagnosticada
fobia social, pero sospechamos que simpatizaba con el comunismo más anarquista;
clandestino y exiliado en su época.) La
entonación es exageradamente exclamativa, enfática, pero no empática (no
simpatiza con nada, le horroriza) y apela a la conmoción, compadecimiento,
simpatía y empatía de su lector. Los signos exclamativos y las inquisiciones
hacía si misma (su lector o narratario potencial, interlocutor soñado en Gaite) Son preguntas sin respuesta, desde el
dolor. El emisor real es
Laforet, el emisor implícito en el relato
Andrea y se dirige a un narratario
implícito (aunque no diga “escribo para releerlo pasado el tiempo”)
y es ella misma o más bien la Andrea futura (en eusquera “Andrea” significa
señora y no va descaminada la alusión: la adolescente trata de explicarse a sí
misma en un momento de cambio, en una situación dramática, desahogándose, y
también esperando que una Andrea adulta, y más madura, sea capaz de leerle el
sentido a los hechos que ahora no entiende.) Enseguida acabamos confundiendo a
la autora real, narrador, personaje protagonista; al narratario pretendido
real, al narratario que la obra deja intuir con Laforet. Más cuando la
entendemos una especie de ajuste de cuentas con su familia. El archilector
sería ese público masivo que acogió la novela en su primera
recepción en el 42 y hasta la actualidad. Su estructura de obra abierta permite
hablar de un lector implícito y
fomenta la curiosidad de un lector
informado. También en Horacio hay abundantes inquisiciones al lector
y auto reflexiones metaliterarias al tratarse de un tratado poético. En el
plano fónico, se sirve de recursos sonoros como aliteraciones y reiteración de
fonemas que se pronuncian y suenan parecido (a esta interrelación de la poesía
tan rítmica y armónica con la música también se refiere Horacio), para que una
música siniestra pero en voz suave y fantasmal nos acompañe por su galería de muebles
y seres envueltos en sábanas. Con ella se escucha una melodía que sin embargo
retrata un locus siniestrus.
Aristóteles sí consentía la mimesis de la fealdad si esta se daba en el ontos real, Platón jamás hubiera
consentido tal imitación pero sus criterios son “feos, malos y falsos” por cuanto excluyen de su canon y heterogénea
diferencia reducen al monismo. Hay partes que parecen versos. También la
naturaleza sirve de topografía
sentimental, y usa las pasivas para dar mayor sensación de quietud, estancamiento,
y mostrar así la parálisis permanente y la paraplejía cerebral de su país,
parecida a la de los tiempos convulsos y de crisis que sufrió Horacio, aunque
no los de Cicerón. Al susurrarle esta voz fantasmal en primera persona del
pasado a la Andrea del futuro, le preocupan especialmente esos efectos que
pueda causarse a sí misma, como haría un orador tras leer a Cicerón o a Horacio
(y a este efecto en el lector lo llamó decorum
externo.) Por ello no hay excesos verbales en Laforet: trata de expresarse
directa, sencilla, concisa, concreta, precisa, rigurosa (el rigor en Horacio es el ars) en su verosimilitud, va al
grano. No se anda con retoricas franquistas. Parece que la humildad que
caracterizaba su personalidad genial la traslada a su prosa y que no empleará
tantas veces el recurso estético de la falsa modestia, pues realmente
así de hundida se sentiría la escritora al derramar estos diarios, según nos
denota su narrador y voz dolorida y cansada. Emplea un registro culto pero no
cultista; sencillo y no vulgar (no en ese estilo humilis que caracterizaba la prosa escolástica católica.) Comunica
su subjetividad connotando su yo en todo momento en línea clara y efectiva.
Personifica el arquetipo de un adolescente auto (sico) analizándose
constantemente: mirándose en un espejo de Narciso, tan deformante como los de
Valle, en el río de Heráclito que refleja lo parecido, nunca igual.
Sufre Andrea de quijotismo
y bovarismo, distorsionando peligrosamente la realidad con su
fantasía alimentada de cine o novelas hasta el punto de querer vivir lo que ha
imaginado. No deja de ser una muchacha encerrada, soñadora, sin preparación
para enfrentarse con un mundo adulto, que fracasa en su experiencia amorosa o
de tener una familia normal. Resume muy bien dicho deseo: «Tal vez el
sentido de la vida para una mujer consiste únicamente en ser descubierta así,
mirada de manera que ella misma se sienta irradiante de luz». Al hacer de
sus vivencias una creación literaria, da prioridad a lo intelectual y dejará en
segundo plano el corazón, momentáneamente al menos, expresando así el triunfo
de la literatura y el derrumbe de los sueños. La moraleja recuerda que uno no
debe fiarse de las concepciones infantiles del amor y la vida. Ella es
consciente de su tendencia personal a distorsionar los hechos y por eso
configura de forma romántica esta redacción experiencial. No constituirá un
fracaso mientras pueda escribir, viajar y soñar, así de simple me parece.
Identifica la felicidad con ser amada por un hombre (titubea ante sus posibles
parejas. Envidia la relación de Ena y su novia) y fantasea ser rescatada por el
san Jorge, obvio en la ansiedad con que espera su primera fiesta, remitiendo a
la cenicienta pobre con una referencia a los zapatos, y cómo queda epatada por
un castillo lujoso con príncipe azul incluido, que en toda la obra de Carmen y
en la vida real destiñe y sale rana. La
distorsión de la fantasía, del ingenium máximo de Horacio, cree servirle para
negar su crisis existencial al recurrir a visiones idealizadas de los cuentos
de hadas. Fantasea transformarse en su alter ego (infantil): una
princesa rubia, bella y encantadora, la mujer que nunca fue. (La misma
cenicienta sufre un proceso de purificación, una trasformación incluso
metafísica como las que practicaban los alquimistas: el paso de la ceniza y los
metales al cristal, más etéreo, hasta llegar al oro, metáfora de toda la triada
platónica esencialista epistemológica, ética y estética que se prosigue en la
idea romántica, cristiana y clásica del amor.)
La imposibilidad de
serlo refleja el combate alegórico fatal entre la fantasía y la realidad y su
falta de modelos reales de mujer. Sigue empeñada en ser heroína romántica y
sueña con su príncipe fantaseado cuando le invita su compañero rico de la
Universidad a su fiesta. Fracasa en todas sus tentativas de amor, aunque sin
consecuencias fatales: se va a Madrid sin haber encontrado pareja, víctima aún
de las fantasías literarias, incapaz de entrar en la realidad. Crear historias
es todavía una compulsión a la cual no puede renunciar. Aunque sólo con la
literatura parece difícil que supere los traumas infantiles y logre habitar su
imaginario mundo de andrógina plenitud. Al empezar la novela, sabemos que
Andrea trae una maleta llena de libros y un deseo: estudiar Filosofía y Letras.
Su mirada libresca y bovarista va relacionando continuamente lo que ve con lo
que ha leído en diferentes obras literarias: «como en los cuentos»; «como
una novela del siglo pasado»; «una heroína de novela romántica». Se
siente ajena del cosmos familiar y su soledad existencial sólo puede atenuarla
evadiéndose a las musarañas o con la lectura. Se gasta el dinero en alimentos
del sueño más que del estómago: no come para poder pagar lo que cuestan los
dulces, el cine, las flores, un libro o los regalos para su amiga Ena. Desea
asumir la construcción de su propio destino, no lo hace. En sus relaciones solo
halla incomunicación, incomprensión, frustración y hombres tiránicos (Román,
Juan, los pretendientes) Las mujeres son víctimas de unas circunstancias y de
su actitud sumisa (Gloria) y el amor es una lucha trágica e infeliz de
voluntades de poder entre mundos cerrados de personajes fustados. Y como en las
obras románticas: la única salida es el suicidio, igual que Empédocles
arrojándose al volcán de la marginación a todo intelectual, y así nos lo
demuestra su tío Román.
Horacio aconseja “distinguir al buen y verdadero amigo del
mentiroso y adulador, del falso lisonjero” (refiriéndose más que al amigo al
amigo a quien ejerce como crítico, o a la crítica en sí) y encontrar el buen
camino solo, pero bien acompañado de buenos maestros y lecturas. “No les des a leer tu escrito a unos alegres
que dirán: ¡qué bonito, precioso! y te alagaran sin aportar nada; tampoco a
unos pesimistas de entierro que te sacaran mil fallos.” Busca bien la
crítica, nos dice. “Hacen y dicen con dolor
más grande del que te ven en tu propósito. El verdadero adulador es sincero con
su corazón. Huye a los raposas, a los envidiosos (de las criticas
destructivas sin fundamento.) Da tus
versos a quien sabrá mirarlos con ánimo sencillo y corregirlos; y aunque recitases
a Quintillo –Horacio Quintiliano- en alguna
cosa de las que compones, dirán: «amigo, enmendad esto y corrige aquello», y si
dijeses: «ya he probado dos y tres veces y no hallo cosa que pueda estar mejor
en lugar de eso», te ordenarán inflexible que lo borres todo y vuelvas a forjar
al torno o yunque lo mal pulido y mal torneado o el verso no acabado, y si
quisieses defender la falta o el pecado que te ordenar enmendar tomarán en vano
tu trabajo, tiempo y razones,. Yo te diría: que tú amases solo y sin competidor
tus mismas cosas. Así que no dejes tu obra en malas manos ni de mano en mano,
pues palabra escrita es palabra imborrable. No tiene vuelta la palabra
pronunciada y te sale mejor tener en casa bien guardado el pergamino y romperlo
si hace falta.” En relación a este concepto de fraternidad en Horacio,
Carmen tenía una idea muy férrea de la amistad. Hay que destacar la
significación de su afecto con Ena:
se convertirá en su principal y único apoyo, confiriendo la sensación se
sentirse querida por primera vez desde su llegada a la ciudad condal. Además,
la familia de Ena representa el polo contrario a la suya: seres rubios,
elegantes y amables, y de una clase social más alta, a la que las cosas les van
bien. Como buena romántica, no acepta la dualidad y contrapone un infierno a un
cielo, sin dejar de idealizar a su confidente. Como buena adolescente desea seducir,
envidia su belleza y éxito con los hombres: «A todos los de casa les hago
reír con los desplantes que doy a mis pretendientes... Me divierte que los
hombres sean idiotas y les guste yo mucho.» Ena es su alter ego ("todo
lo que no era: rica y feliz")
Y
la diablesa femme fatale, tan picara como Gloria (opuesta al ángel del
hogar o de morada de dios, Eva versus Lilith, la virgen frente a la prostituta
de Magdala), pero gracias a la inteligencia emocional (que a su tía le falta)
se sirve de su potencialidad sexual para abrirse paso, al contrario que la
maltratada. (Aunque se insinúa que su partida se debe a que el tío demoniaco la
ha dejado embarazada.) Para este personaje probablemente se basó en su
compañera universitaria, su mejor amiga: Inka, la adolescente polaca. La clase
social alta de su única amiga, un ser luminoso y libre, la hace sentir
inferior: Su amiga es desinteresadamente generosa pero la incómoda, no la puede
corresponder. Nunca pertenecerá a su mundo. Se siente una vagabunda (Laforet se
sentía vagabunda, un monstruo de Horacio con la autoestima por debajo de la de
Kafka) y así lo afirma en muchos pasajes; vaga “con los nervios afilados, el
estómago vacío, en el infinito laberinto de calles.” Será un nuevo modelo
de conducta femenina opuesto al tradicional de Angustias, más cercano a su ansia
de libertad. A Ena también le atrae más el infierno, interesándose por la casa
y por su tío y haciéndole enfrentarse por fin a ella. Es un personaje bueno,
guía del cuento y Bildungsroman
La madre de Ena es la “madre buena”, hada madrina de los Grimm o Andersen,
opuesta a la dura Angustias. La amistad constituye una fuente de fuerza
espiritual y la llena. La corresponde en fraternidad. Ve en ella
manifestaciones atrevidas de conducta opuestas al modelo franquista. A veces
desaprueba su carácter dominante, manipulador y frívolo. Le hará enfrentarse
con la casa, los dos mundos se tocarán y se producirá un nuevo avance: salir de
su rol de espectadora de la vida y aceptar con equidad la paradoja vital.
¿Qué habría pensado
Horacio de esta obra? Al menos no la habría censurado. “Que el poeta haga lo que quiera, pero que sea simple y puro”. Y
el lenguaje de Laforet es tan sencillo como virtuoso y profundo su propósito. Había que descartar todo poema que no
lleve dias y dias pulirlo como una estatua clásica. “Sin mal rival que estorbe en nada, el hombre de bien y de pulso sabrá
tachar el verso flojo, insulso y condenar los ásperos e ingratos. Escribe bien
quien trasciende su primaria necesidad de buen tocino, de engalanar al poderoso
por dinero. El buen varón, prudente y sabio, reprehende los versos que no
tienen más que el sonido sin sentencias ni arte, y también culpará los que son
duros. Y a los que estén sin lustre ni pulcritud dará una raya con la pluma
negra. Cercenará también los frívolos ornamentos que fueren muy floridos y afectados
y en los que no haya gracia ni arte. Y aclarará lo que quede dificultoso u
oscuro, tachando los dichosos dudosos o ambiguos y apuntando a lo que conviene
mudar. Debe hacerse uno un Aristarco muy severo, un auto-censor de su propia
obra en pro de la excelencia. Diana castiga a los demasiado elevados (recordemos
la versión original de Fedro castigado por Venus por recluirse en el mundo
ideal, y no la corrección de Platón que no podía permitir esta gran verdad: no
puedes quedarte siempre abstraído en un mundo de fantasía como pretendía la
boba-ry Andrea.) Laforet no sólo corregía y corregía obsesivamente con ese
sentido alejandrino de la literatura, al gusto de Horacio, no solo se
autocensuraba duramente como una Aristarca sino que hubo de sufrir ese “servicio
social de lecturas”, eufemismo con que se conocía la censura del régimen.) Sículo, poeta eterno, se arrojó al Empédocles
(nombre también del supuesto inventor de la retórica, un tipo tan extravagante
como G. Calvo que presentaba su última oda a lomos de un caballo, con peluca y
griegos disfrazados de sátiros chillando y bailando), ese volcán Etna ardiente. Nadie podrá quitarle una muerte tan famosa,
honrosa” (un suicidio por tanto, como el de Román, sin que nadie se lo
censure. El tema del honor, tan renacentista pero también un sentimiento
patriótico para el ciudadano romano republicano con el estado como absoluto, lo
encarna Angustias y la abuela.)
El
introductor subraya, adenda, expurga, y corrige. Igual que los árboles mudan de
hojas, nacen y mueren palabras. El
ánfora nueva, una vez llena, conservará el olor por mucho tiempo, bebiendo del
manantial de leche de la elocuencia” (esa metáfora de la poesía como un pozo de
deseos, una fuente pública romana de la que mana la creatividad que no se puede
contaminar, y que es eterna, pero fluida y llena de afluentes.) Y como no se
puede corromper la gran poesía; arremete contra lo mezquino, la timidez, la
tardanza, aquel que se quema en el pesimismo y no quiere a la vida, pues aburre
con sermones y engaños y nostalgias de su niñez a los jóvenes. “Hace menos impresión lo que se ve que lo que
se oye” (pero basta ver la fuerza ideologica que ejerce en esta sociedad de
la imagen todo lo visual.) Debemos escribir
decente, con propiedad y peso. Sosios da dinero a los libreros, a Cherilo, un
poeta malo, pero su libro dura dos dias y en cambio Homero es inmortal como C.
Laforet. Se irritaría si Homero se descuidara e hiciera algo mal, pero a veces es
lícito el descansar en el poeta. Como la pintura, hay poemas que gustan de
lejos y de cerca irritan (parece que se refiriera al impresionismo, yo
calificaría Nada de obra simbolista,
impresionista, tan influida por Proust) y en ciertas profesiones se puede
tolerar la medianía. En un letrado es imperdonable, o que el boticario te de un
mal remedio y te mate. Una mala orquesta se puede tolerar. La poesía fue
inventada para dar recreo (es gusto y
descanso da de las tareas) y por humana se la permiten ciertas licenciam. Pero igual que el deportista
debe lidiar en el campo de Marte y si ignora cómo va la pelota y el disco se abstiene
de jugar para que no se rían de su ignorancia inexperta; así debe esforzarse el
poeta (la perfección obsesionaba a Laforet y en lo referente a ese corregir,
borrar y borrar que repite Horacio tantas veces; la asistente de hogar de la
escritora exclamó: ¡Pero sí esta mujer no
escribe: sólo encesta hojas en la papelera!) “Así que si escribes sujétalo a la misma mesura y censura que a tu
padre. La palabra que se suelta no vuelve, así que atrápala bien. Orfeo el
divino separó lo vulgar y bárbaro de lo sublime. Anfión creó el muro tebano con
poesía. Sirva la poesía para mantener el eros y los matrimonios. Enseña los
secretos de la naturaleza, inspira las artes deportivas. Consigue el favor de
los reyes soberanos. Estas leves materias algún día tendrán resultas serias.”
Habla Horacio de
esa condena a ser novelista (incluso
de nuestra propia vida) a la que se refería Ortega; “No se sabe en verdad por qué delito al Poeta se le infundió su mala
estrella De escribir siempre versos está prurito. Sí profanó tal vez la
sepultura de su padre, orinándose sobre sus cenizas o la arrancó por ventura,
cometiendo un sacrílego y un atentado contra la ciudad, el lugar de la poesía
en cambio lo trasciende. La poesía cayó centella a un lugar triste. Todos temen
tocar al poeta loco, le evitan los niños, cuando se cae en zanja nadie se preocupa
de sacarlo y prestarle cuerda, quizá se tiró adrede y no quiera que le salven.
Tengan permiso de morir los poetas. Quien lo salva es como si lo matara. Que le
dejen tener una muerte digna memorable. Lo cierto es que frenético, y rabioso,
a la manera del oso que de su jaula quebrantó la reja, va ahuyentando el poeta
a ignorantes y discretos con los atroces versos que eructa. Como de mala sarna
o peste huyen de él, le creen loco, icteria o trastornado de una secta. Le
temen tocar los hombres con criterio. Al que una vez cogió, ya no le deja y le
asesina leyendo sus mamotretos. El poeta a una sanguijuela terca se asemeja;
que la piel del lector chupa y no se te quita de encima hasta que está de
sangre bien ahíto.”Y la poesía igual:
enferma al poeta la musa, y este monstruo del lírico ya no puede desembarazarse
de la pasión que da sentido a su existencia. Para Laforet nada había más
sagrado que la literatura y a ella se consagró, como una pitia a Pitio (Apolo)
y una vestal a Diana, dejándonos una ópera prima y maestra a otros pobre letraheridos,
igual de obsesivos con la fantasía, que la hemos disfrutado.
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Ga
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