NADACARMEN LAFORET (sal ya de mi vida e insomnio) |
La novela Nada se desarrolla y empezó a
escribirse en el 39: acaba de terminar la guerra civil y empezar el franquismo.
Se convierte en éxito ya desde su primera publicación en mayo del 45. Noche de reyes de ese
año: llega un manuscrito con letra perfecta “de niña” (así se decía) horas antes de terminar el plazo. El jurado
se lo lee ese insomnio, tras cenar en el café Suizo. Gana así el premio Nadal
en su primer año de andadura. Y lo
vencía una mujer. No, perdón: una jovencita de 22 años. Todos
preguntan quién. Quieren saber todo de ella. Empieza la leyenda. Los focos de
aquellas cámaras primitivas deslumbran a una veinteañera tapándose vergonzosa
con el pelo. Desbancaba a autores consagrados en el régimen: César Ruano no
disimuló públicamente su indignación. Le aseguraron que había sido una votación
democrática y protestó energúmeno: “¿Hemos
hecho una guerra para acabar premiando a una colegiala?” Carmen se quitaba
valor: "La escribí en ocho
meses". (¡Mentira! Llevaba rehaciéndola y rompiéndola
desde hacía más de cuatro años, pero una mentirijilla impulsaba su mito,
ante todo el de la obra.) Aquí me creo a la novelera tanto como cuando afirma:
«No es autobiográfica, en absoluto, como ninguna de mis novelas. Aunque el
relato de una chica estudiante, como yo lo fui en Barcelona o la circunstancia
de colocarla viviendo en una calle de esta ciudad donde yo misma he vivido,
haya planteado esta cuestión más de una vez». ¡Y ahora es cuando nos cuentas
que vas a dejar de escribir por milésima vez!) Se había llevado 5 mil pesetas de
entonces (vivía con los 200 al mes que le pasaba su padre de pensión). También
sentenció en aquella cena televisada, con el langostino del festín aún en la
boca (esperarían las cámaras una gran frase epistemológica): “Estoy hecha un
flan”. Este prestigioso premio (dedicado al periodista de Destino Eugenio Nadal
fallecido hacía 8 meses) posteriormente lo han ganado muchos autores del 50
como sus amigos Delibes (también muy joven: 25 años y tan alargado-escuálido
como la sombra de su ciprés), Ferlosio, Gaite, Matute, Umbral… hasta Mañas, con
la misma edad que Laforet y con otro diario de bildgursroman (en el contexto de
la Posmovida Kronen que analicé en mi trabajo final de grado) y también
entregado el último día a última hora, (la clave para ganarlo por lo que
parece.)
Se publican tres ediciones en el mismo año y fue el top venta los tres años
siguientes, un éxito desbordante de público y crítica. En 1948 recibe el premio
Fastenrath que otorga la RAE. Fue una ráfaga de siroco, como las que movían la
melena de la autora en su adolescencia en Canarias, en el desierto cultural de
este país, con la memoria aún fresca de la crueldad de la guerra, pero en un
“tiempo de silencio”. El público, cansado de la vacua retórica franquista,
esperaba al mesías que retratara esta miseria económica y espiritual como a
maná caído del cielo. Es la novela española más traducida junto a El quijote y
La familia de Pascual Duarte y la más leída en grados y posgrados en los
departamentos de Hispánicas en EEUU. No hay programa allí que no la incluya en
su plan de lecturas. Ha sido muy estudiada ya: como novela tremendista,
existencialista, neo-romance, autoficción, en trabajos de género, por las
referencias al arte pictórico, por su testimonio del franquismo, como bildgursroman,
en estudios culturales relacionándola con el romanticismo… pero mi objetivo
será analizarla de un modo global, incluyendo aspectos biográficos de la
autora, su recepción y su crítica. Se considera la mejor novela española
contemporánea.
Le llovieron alabanzas –y sigue hoy el diluvio de elogios- desde Juan Ramón
Jiménez a Azorín. La mayoría de aplausos tenían ese tono paternalista del
hombre experto a la jovencita, felicitándola extrañados. Me sorprende
personalmente no encontrar acuso de falocentrismo en la carta que J. R. Jiménez
la dedica desde Washington: “Se nutre hoja tras hoja de la sustancia propia de
la escritura. Usted es una novelista de novela sin asunto, como yo poeta de
poema sin asunto. Y en esto está lo más difícil de la escritura: la nada.” En
uno de sus versos aparece el título de la obra y su cita inicial. Y añade: “En
los periódicos que me mandan de España vengo leyendo críticas sobre su novela.
Y aunque en algunos casos ha sido usted comprendida y generosamente alabada, me
apena la ceguera de los que tratan “literariamente” sólo, o sólo “curiosamente”
la belleza tan humana de su libro, de su sentimiento hecho libro, hecho de
pedazos entrañables, como todo lo que hace la juventud. Me parece criminal
poner en ella estas manos frías y muertas” Azorín, en su artículo titulado
“Réspice a Carmen”, manifiesta su sorpresa por no saber anteriormente cosa
alguna de la escritora, y agrega que a esta edad –23 años- sólo se publican
“tanteos, probaturas, ensayos” y no una novela “magistral, nueva, con
observación minuciosa y fiel, con entresijos psicológicos que hacen pensar y
sentir.” Y compara sus demonios a los de Dostoievski y Kafka. Los críticos
Melchor Fernández Almagro, José María de Cossío o Pedro Laín Entralgo se
quedaron desechos en “nada” loándola. Su impacto ha trascendido nuestras
fronteras y se la considera ya un clásico: a la altura de Enma Bobary (a la que
tanto recuerda el personaje.)
Si en la mayoría de narradores es vital su vida para entender su obra, en
Carmen Laforet es esencial. (Hasta el punto que en muchas ediciones la foto de
portada es directamente Carmen, ¡tanto se parece a su protagonista!) Se parecen
incluso en la descripción física: esos pómulos altos, mandíbula marcada, rasgos
duros y templados por un gesto apacible. (El retrato físico no nos lo da la
protagonista Andrea sino que lo vemos a través de los comentarios de los demás
personajes.) Lo dice ella misma: "Sentiréis mis obras hechas de mi propia
sustancia, que reflejan ese mundo que soy yo, aunque en ninguna de ellas quise
retratarme.” Quizá con ella empieza la moda de la autoficción en el país.
Carmen tiene la edad de su Andrea cuando empieza a escribirla (18) Y lo gana
con 23. (Ya lo sentimos por Espido Freire, quien se lamenta al comienzo de cada
entrevista de ser la ganadora más joven del Planeta con 25 años. Hay mucha
influencia de Nada en su Irlanda, diario de otra adolescente.)
Con “vida” no me refiero a datos cronológicos y una serie de eventos biográficos (así lo han entendido siglos los manuales positivistas) sino a cómo marca un tiempo-espacio concreto y sus habitantes al escritor que los sufre e impregna con esta realidad su obra, connotada de subjetividad (y por ende: de sentimentalidad, pensamiento crítico y experiencias sensoriales.) Pecaría de biografista o sicologista si me pusiera ahora a especular la orientación sexual de la literata (Laforet se llegó a enamorar platónicamente de la tenista Lili Álvarez y quizá experimentara su perfomatividad tras la separación, en algunos de sus destinos internacionales) basándome en que Andrea no parece interesada por el típico y largo noviazgo del franquismo y comparte una intimidad femenina confidente con su mejor amiga y con su tía, víctima de palizas por su sexo. Pero comprender Nada sí pasa por intuirla una especie de “ajuste de cuentas” con su propia familia. (Al publicarla casi la destierran; ¡años sin hablarla!) Nace la autora el 6 de setiembre de 1921 en una clase social acomodada. (Solo a esta elite se permite voz en el régimen nacional-católico.) Su padre Eduardo Laforet era sevillano, arquitecto y profesor de peritaje industrial en la Politécnica. Su madre, Teodora Díaz: una profesora toledana (allí ambienta Al volver la esquina.) Las citas sobre su familia las he hallado en la introducción al volumen Mis páginas mejores, del 57, donde ella misma, siempre reacia a hablar de su privacidad, nos cuenta su vida pre-Nada: “Aunque es muy difícil escribir una autobiografía en pocas líneas- también en muchas-, quiero daros alguna idea de mi propia vida antes de que leáis anotaciones escritas por otros explicando mi cronología.”:
Al padre le describe así: “Nuestro traslado a Canarias cuando tenía dos añitos
se debió al traslado de mi padre. Le recuerdo muy joven, bien constituido, muy
deportista. Tenía la costumbre de fumar en pipa – el olor de su excelente
mezcla inglesa se ha quedado impregnado en mí –así como el de los encerados
corredores de la casa de Las Palmas y otros olores inconfundibles de mi
infancia. Era hijo de sevillanos, de origen nórdico (de origen francés mi
abuelo, y vasco mi abuela). Se había educado en Barcelona. Era un balandrista
notable y tenía un barco propio. Había sido campeón de tiro al blanco con
pistola en su juventud, y también teníamos en casa copas obtenidas en carreras
de bicicletas. Nos enseñó a nadar a los hermanos y, a soportar fatigas físicas
sin quejarnos, a hacer excursiones por el interior de la isla… y a tirar al
blanco con pistola, cosa en que yo fui siempre más torpe que mis hermanos. Hay
en él un amor contagioso por la naturaleza y el arte, y también un despotismo a
veces ilustrado, otras menos.” El padre influye en el desarrollo de la
intelectualidad y la sensibilidad artística de la escritora.
Su madre, Teodora Díaz Molina: en la formación
de esa enorme emotividad distintiva de su pluma. Esta señora menuda y frágil
convierte la casa de su autoritario y excéntrico esposo en un lugar armonioso
lleno de luz. Aunque tuvieron sus más y sus menos, la describe con cariño: “Era
hija de una familia muy humilde, había hecho estudios de primera enseñanza en
la escuela de niñas pobres, con las monjas. Obtuvo una beca para estudiar
magisterio. Mi padre la conoció como alumna en una época en que él,
accidentalmente, dio clases de dibujo en la escuela Normal de Toledo. Mi madre
al casarse tenía 18 años, 20 al nacer yo –fui el primer hijo-, y 33 el día en que
murió en Canarias. La recuerdo como una mujer de enorme energía y elegancia
espiritual, de agudísima inteligencia y un sentido castellano, inflexible, del
deber, gran bondad y el don de la amistad. En Las Palmas aún hay muchas
personas que la querían y la recuerdan vivamente. Nos enseñó la valentía
espiritual de la veracidad, de no dejar las cosas a medias tintas, de saber
aceptar las consecuencias de nuestros actos. En mi época de Canarias entran
también mis dos hermanos Eduardo y Juan, con quienes siempre me he sentido
compenetrada”
La escritora solo fue feliz esos primeros 2 años
de vida ¡y no los puede más que inventar!, viviendo en la misma casa que
describe, en la calle Aribau, con sus padres y abuelos (a la abuela se la han
cambiado cuando regresa la autora y su ficción.) Ya que en noviembre de 1923 la
familia se trasladó a Las Palmas. El 11 de septiembre de 1934 muere su madre,
coincidiendo con su 33 cumpleaños. La niña Carmen solo tenía 13 años y hacía 5
días había soplado las velas de su tarta. “Mi madre moría lejos de su tierra,
Toledo, y de su familia campesina, dejando una envidiable estela de simpatía.”
El padre se vuelve a casar (con la peluquera de su mujer, Blasa “la Chica”, que
en el 40 le dio un hijo varón) Carmen, ya adulta, dedica una biografía a su
madre; pero nunca la perdonó el papel servil (aunque era profesora) que tuvo
que ejercer como madre, mujer y ejemplo. Publicó en el 66 Cartas de la madre a
la hija, donde habla de la vejez y deterioro de su madre, quien también murió
con Alzheimer. A la madrastra directamente la odiaba. Hasta su padre reconocía
que “la actitud de mi esposa literalmente la destrozó; Carmen adoraba a su
madre”, pero la inspiró las madres putativas malvadas de su obra. “Mi
madrastra, a pesar de todas mis resistencias a creer en cuentos de hadas, me
confirmó su veracidad, comportándose como las brujas de estos. De ella aprendí
que la fantasía siempre es pobre comparada con la realidad.”
“En el 39 volví a Barcelona y viví allí tres años. Ahora vivo en Madrid. No he
terminado las carreras, pero he leído mucho. La vida me ha interesado en todos
sus momentos, tanto en los malos como en los buenos. Cuando vuelvo la vista
atrás, veo que todos esos años se han combinado para hacerme una persona capaz
del difícil don de sentir la felicidad, y humildemente creo que hasta de
derramarla en un círculo muy íntimo. Hasta aquí la historia de una muchacha de
22 años. De esa época en adelante sabréis todo aquello mío, solo en conexión
con mi obra, en las pequeñas notas incluidas al margen” Vienen Andrea–Carmen- a
esta Barcelona de los años 40, concretamente en setiembre del 39 al acabar la
guerra; creyéndola la ciudad más abierta, cosmopolita y europea del país paleto
en su periodo más gris (o completamente negro.) ““El olor especial, el gran
rumor de la gente, las luces siempre tristes tenían para mí un gran encanto, ya
que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a
una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida. Pero la ciudad,
cuando empieza a envolverse en el calor del verano, tiene una belleza
sofocante, un poco triste. A mí me parecía triste mirándola desde el estudio de
mis amigos, en el atardecer.”, exclama Andrea Laforet. Barcelona representa
para Andrea, y posiblemente para su creadora, la posibilidad de conocer otros
“letra-heridos”, estudiar y publicar pues se sigue concentrando allí el mayor
aglomerado editorial. (En el tardofranquismo y buena parte de la transición
representaba esta posibilidad de edición Carlos Barral y la agente comercial
Carmen Balcells con su “pueblerina”, cercana y hasta amistosa forma de
contactar a los autores del 50 -que empiezan a consagrarse-, a los
hispanoamericanos del realismo mágico, a novísimos, e incluso a los Kronen y
otros autores en democracia. Lara y Planeta serán luego el símbolo de esto.)
Realmente no nos interesa tanto al abrir Nada el franquismo en sí (bastaría un
libro de historia, más objetivo) sino los ojos críticos y llorosos de una mujer
intelectual representando a los perdedores en esta posguerra. Con los
narradores del 36 y el 50, y la denuncia que les dejaron hacer, simpatiza el
99% de los autores del periodo constitucional. La nueva recepción entre los 70
y la actualidad de esta obra maestra, referencia también toda la posguerra, la ha
revalorizado como un documento histórico de preciado valor. Sigue vigente, tan
fresca como si acabara de salir de la imprenta. Y como reflejo de esa mujer que
“cose y canta”, “ve, oye y calla” entre su angelical hogar, el ganchillo, la
sección femenina y la misa dominical. El Mundo la incluyó entre las cien
mejores novelas mundiales del siglo XX; Javier Marías entre las diez; y
colegios, institutos y universidades en sus planes de lecturas. En los 90
empiezan a publicarse obras inéditas, póstumas e inconclusas. ¿Cómo esta ópera
prima, escrita por una veinteañera aún ni licenciada en Filosofía y Letras, ha
logrado llegar al canon y ser alabada por crítica, autores y con tamaño éxito
de público reactualizado? (Filosofía y letras era la carrera de quién soñaba
ser escritor en la época: no se dejaba estudiar filología separada de la
matraca católica. Además permitía su acceso a la mujer, por eso son los
estudios de la mayoría de estas prosistas y los de C. M. Gaite.) Ella no la
acaba e inicia Derecho y otros estudios en la Autónoma de Madrid en Septiembre
del 42, trasladándose allí, como Andrea al final de la novela. “Me matricule en
la facultad. No estudiaba mucho la verdad. Salía a pasear sin rumbo fijo,
enfundada en mi cartera de estudiante (con mis escritos) eternamente colgada al
hombro. No tenía que decir a nadie a dónde iba; salía y volvía a casa a la hora
en que me daba la gana. Escribía Nada en todo sitio: en la universidad, en la
calle, en el Ateneo y en la calle Pardillas donde tía Carmen me dejó la sala
del comedor solo para mí. Ella me animó en el 42 a presentarme a un premio del
Frente de Juventudes (falangistas) y esto me hizo considerarme escritora. Al
terminar Nada no sabía qué hacer con ella y mi amiga inca Babeca se la envió al
periodista Manuel Cerezales quien me informó de que Destino celebraba un
concurso, un tal Nadal. Pensé en titular mi libro Nada por seguirles el juego.”
Como en Andrea, la universidad es el único lugar con luz y color, opuesto al
tinte trágico y sombrío del cuadro cayéndose en la pared. (Aunque se describe
como “mala estudiante, vagabunda de clase en clase”.) Uno de sus profesores era
el notable crítico Díaz Plaja. Laforet sentía pánico de encontrárselo en el
pasillo o ir a una tutoría a su despacho y le preguntara por sus escritos. Allí
escribe su primer cuento: Primavera en el ascensor. Hace sus primeras amistades
y conoce a Linka Babecka, su mejor amiga durante buena parte de su vida. Tenía
un concepto de la fraternidad muy férreo en su vida y obra. En casa de esta
amiga encuentra el clima familiar y afecto que escaseaba en la casa del
autoritario padre y la madrastra y de su fría abuela. Idéntico a Andrea. En
esta relación con Ena proyecta esa primera amistad que la acompañó siempre. La
familia polaca emigrada de su compañera de universidad ayuda a esconder a sus
compatriotas que vienen a este país, neutral durante la segunda guerra mundial,
antes de pasar a Inglaterra. Laforet vivía también con su abuela y sus tíos,
pero participó en estas acciones de resistencia clandestina poniendo su vida en
peligro. Tras 3 años en Barcelona se traslada a Madrid, se matricula por libre
en Derecho y escribe Nada. Pero nunca se olvidará de su tierra Canarias:
constituye para ella un espacio sagrado y como tal está siempre presente en su
obra (explícitamente en La isla y los demonios, desarrollada en Gran Canaria;
otras implícitamente: en el personaje canario del padre de Ena, que presenta la
cordialidad que consideraba típica en ellos: Era sencillo y abierto, sin
malicias. En la comida se reía al contarme anécdotas de sus viajes. Había
vivido en toda Europa, muchos años. Parecía conocerme de siempre y que sólo por
tenerme en su mesa me consideraba de su familia.)
¿Qué tiene Nada para que nos conmuevan así sus páginas, aunque la trama en sí
sea simple? Parece no contar nada y nos lo dice todo. Las descripciones (tan
liricas, intimistas y minuciosas) hacen de ese costumbrismo algo tremendo,
excepcional, mágico. Habría que considerar a Laforet existencialista en su
significado filosófico, y como lo recibió la posguerra castellana de los 50: en
forma de prosa tremendista (escenas y lenguaje crudo). Hablar de ella es hablar
de La familia de Pascual Duarte, (o de La Colmena por el mundo intelectual que
deja entrever, aunque sea pobre), compararla con la obra de Delibes (tan rural
esta Barcelona como las provincias: el tío “asilvestrado” y las mujeres
machistas y serviles de la casa recuerdan a otros personajes de Los santos
inocentes) o con la familia en la guerra civil cuya historia cuenta la trilogía
de Gironella. Tan tremendista podemos calificar lo aquí contado que entronca
con el esperpento más oscuro de Valle Inclán y lo más sombrío de las solteronas
de Lorca. Hay que incluirla en la generación de autores entre el 36 y el 50:
las interminables, pero maravillosas descripciones de Juan Benet no solo en
Volverás a Región, Martin Santos (es el mismo Tiempo de silencio), Alfonso
Sastre, Buero Vallejo en Historias de una escalera (aprovecho para denunciar
que alguno de los dos se ha robado al otro la escalera), los Goytisolo, F
Ayala… No hay que estudiarla solo junto a la Josefina Aldecoa de Mujeres de
negro, sino reconocerla el mismo pedestal que a los narradores más machos.
Aunque su crítica social no sea tan valiente como la de Ignacio Aldecoa (líder
generacional cuya prematura muerte sume a todo el grupo en melancolía: a su
viuda, pero también a C. M. Gaite en su homenaje Esperando el porvenir.) Todos
se conocieron en Salamanca. El vividor alcohólico en esas tertulias
contrastaría entre los universitarios trasladados luego a Madrid por estos
años.
Y por supuesto, hay que mencionar a estas prosistas en voz femenina de
posguerra (tema en mi tesis fin de posgrado): la primera etapa de A.M. Matute y
de C. M. Gaite (con su crítica velada al franquismo y al papel que dejan a la
mujer, no con la de corte fantástico y metaliterario en democracia). Podríamos
comparar esta visión de la mujer provinciana de posguerra con Ritmo lento,
Retahílas o Entre visillos de la gran Gaite y con Los Abel, Fiesta al Noroeste,
Pequeño Teatro, Los hijos muertos, Primera Memoria, Los soldados lloran de
noche o Historias de la Artámila de Matute. Ambas fueron más que esas
entrañables abuelitas contándonos cuentos a los niños fantasiosos, que
conocemos por su época mediática: hay una dura crítica a su época (más dura
aún), donde reflejan su visión de género (ella y, sobre todo Gaite, dedican
muchos ensayos al feminismo.) Gaite, Carmiña entre amigos, la dedica varios
artículos (La chica rara de posguerra) y habla de Andrea en Nubosidad Variable.
La consideraban ya no solo maestra: pionera entre las narradoras femeninas y su
amiga personal. La relación con estas dos autoras rebosa lo literario:
mantuvieron esta gran amistad durante toda su vida. Parece que estas mujeres
dentro de un grupo literario mayoritariamente hombruno se tenían que apoyar
entre sí. En las fotos que he encontrado siempre aparecen las tres compañeras.
Ella muere antes que las dos longevas narradoras, y además completamente
apartada del mundillo literario, así que la sustituyen por Josefina Aldecoa, al
menos fotográficamente. A la gran obra de la viuda de Aldecoa añadimos su
loable empeño en mantener vivo el espíritu krausista (neokantiano) del
Instituto libre y la Residencia de estudiantes, impulsada por Fernando de Los
Ríos en La II República con su Colegio Estilo para señoritas (de clase alta
intelectual.) Quería lograr algo parecido a aquella universidad que concentró
interno tanto genio por metro cuadrado (Lorca, Buñuel, Dalí) y conferenciantes
de talla internacional, pues no sola promocionaba estudios humanistas sino
científicos. Por allí pasaron premios nobeles: el mismo Ortega, Einstein, Ramón
y Cajal…
Los autores masculinos del 50 engalanan su prosa con el mayor revestimiento
retorico de inspiración veneciana y según estas poéticas experimentales
europeas, muy alejada de esa rimbombante perorata franquista llena de tópicos,
reiteraciones machaconas y fascismo de mala fe. ¿Quién recuerda ahora a los
Martin Vigil o el Marcelino Pan y Vino que sin embargo se llegaban a vender
como lectura progre en aquel tardofranquismo, trasnochado desde nuestra óptica?
En cambio a Matute en sus últimos años la hemos propuesto todos para el Nobel
(quedando como una especie de abuela universal y escritora del reino, no ya por
su amistad con la familia real sino por los reinos de fantasía que creó.)
Gaite, Matute y Laforet son autoras que han tenido el favor de la crítica y la
suerte del éxito desde su primer libro, la censura las respetaba.
Estos autores, especialmente ellos, se rebelan al estilo clásico realista
castellano, denotado incluso en la generación del 98. Quieren evitar a Azorín:
una prosa sencilla, pero para ellos vacua, simplista, objetivista,
conservadora, que no lleva a reflexión profunda sino que impone una tesis naturalista
de forma inductista y behaviorista. Pero este revestimiento retorico-poético
(el de Benet o Ferlosio) no es el caso de las prosistas femeninas ni de los
autores tremendistas que buscan la mayor sencillez de forma para potenciar la
historia de fondo. Gaite tiene la cualidad que (aunque cite las más complicadas
teorías posestructuralistas, sus búsquedas intertextuales, personales o su
poética) se preocupa mucho por los efectos en su receptor y una comunicación
sencilla. Presenta sus novelas atractivas, se recicla a las modas y alturas de
su tiempo, con un público mayoritariamente femenino. Sin abandonar su original
individualismo: te llena sus Cuadernos de Todo (cuadernos personales increíbles
en los que lo mismo te confiesa que hoy deja de fumar -la fumadora empedernida
de Laforet nunca lo logró- que su último descubrimiento de Thodorov) de fotos
personales, recortes de collages dadá y de revistas femeninas comerciales que
en su contexto personal quedan connotadas y ridiculizadas, fichas de otros libros
o da cuenta de la elaboración de sus propias novelas (como ella diría “tirando
del hilo, hilando la cometa.” Su ex viudo Ferlosio parece enredado en una
marañosa madeja de ideas brillantes, pero ella hallaba “el hilo de oro” para
guiarnos la lectura.) ¡Una con la Nada y otra con el Todo!
No observo, sin embargo, en Nada más
metaliteratura que la de una Andrea aspirante a escritora (o escritora en tanto
ya escribe) que sueña con el éxito literario. Se preocupa Laforet tanto de la
sencillez que me he topado pocas referencias a hipotextos y siempre hacía obras
y autores existencialistas o románticos. Estos autores del 50 no podían seguir
cultivando la prosa realista, ni siquiera la del 98: todo lo había
instrumentalizado el régimen odioso: desde que empiezan los cursos literarios
con Séneca ¡como si no hubiera coincidido en época o en aquella Córdoba romana
con Averroes o Maimónides (como eran árabes pues ya se sabe: “moros…”!); la
épica castellana con El cid nuevo héroe nacional; el glorioso renacimiento garcilasista;
a Teresa, (que La inquisición persiguió tanto, ahora santa)… La literatura
franquista se tejía de retazos robados, distorsionados para cuadrarlo en el
discurso patriótico y de fe. Mantenían la concepción medieval de la
originalidad: no serlo. Se trataba de repetir un panfleto moral simplista y
amable (para quien lo fuera.) El catolicismo imponía su canon. Instrumentalizan
a Unamuno, por ejemplo, a quien admiran enormemente estas tres escritoras
–Gaite le conoció personalmente: era un amigo de su familia en su Salamanca
natal, su metaliteratura le refiere muchísimo y las novelas de las tres tienen
ese aire irreal de “nivola”. A este hombre “no de partidos sino de enteros”
como él decía, le convirtieron en parte de la matraca franquista, ya desde que
ABC titula en letreros sensacionalistas: “ha muerto la intelectualidad
católica”, (lo cual tiene amarga gracia: Millán Astray había amenazado: “muera
la intelectualidad.”) Aún más humor negro parece que este hombre “Bueno Mártir”
(no se acaba de creer lo que predicaba, pero siempre buscó a Dios en su corazón
y Logos) exclamara: “¡Quiero resucitar pero hasta con mis zapatillas! ¡Lo
primero que se quemó en el incendio de estufa! La noche de su muerte en tan
extrañas circunstancias, al comienzo de la guerra incivil (o “in-civil” como
decía molesto por la mercenaria legión africana y una guerra de Caín
instrumentalizando la fe y sin la idealización de las carlistas de su niñez),
se presentó a dar parte un militar falangista (curiosamente ya sabía que moriría
ese día y además nadie se atrevía a visitar al huraño genio) El pensador le
recibió en cama de espaldas. San Unamuno le dedicó un epíteto y que el logos
daría la espalda a los invasores, distorsionado también como si lo dedicara a
los rojos.
Digresión unamuniana (¿por este uso falangista
sigue desprestigiado por el nacionalismo vasco?) para recordar que ninguno de
estos narradores podía buscar sus referencias en la manipulada historia
literaria del país, y menos en la inmediata (“los pan-y-vino”). Miran atrás al
romanticismo, pero no a la altisonante canción del pirata exaltando la libertad
¡y paradójicamente armonizando el espíritu nacional de esos niños en los
colegios religiosos aprendiéndosela de memoria como nuevo cara al sol!) Sino a
los usos amorosos, lo sobrenatural sin institucionalización católica y
especialmente a lo fantástico en el caso de Ferlosio, Gaite y Matute.
Nada es un homenaje-revisión de Cumbres Borrascosas (traducida por la propia
Gaite), idea que desarrollaré cuando analice el tipo de amor que refleja la
novela, y una especie de novela gótica como las de esa corriente. (A Gaite le
interesa mucho también la época neoclásica, aunque sea a nivel de estudios
filológicos e históricos en Proceso a Macanaz y otros ensayos. Admiraba una época
iluminista en la penumbra del habitáculo estrecho del archivo de Simancas y del
franquismo.) Y hacía Europa: el existencialismo, a todas las teorías que se
adelantaban a nuestras posmodernas deconstrucciones, posestructuralismos y
semióticas, al experimentalismo vanguardista; y a la novela francesa de la
nouvelle vague. Se le ha estudiado esta novela como neoromance relacionándola
con la obra de Duras (con El amante) o con Françoise Sagan (Buenos días,
tristeza es una novela en estilo fresco, sencillo, original; los diarios
íntimos en el verano de otra adolescente) Este grupo literario con todas sus
innovaciones experimentales estaba muy relacionado con el cine francés de los
60, (por ejemplo, con ese narrador cámara testigo que solo sabe de sus personajes
lo que puede grabar una cámara: diálogos, acciones e imágenes) y al cine
neorrealista italiano, otra influencia en un Ferlosio con raíces italianas y en
su Jarama. Aunque narre en primera persona romántica, “la cámara” de Andrea nos
retrata esta esperpéntica familia como una película surrealista de Buñuel. El
existencialismo, como hijo rebelde del romanticismo, reaccionó contra el
positivismo de la época: contra el funcionalismo y formalismo que más incidía
en las estructuras de los regímenes del capital- estado y menos en la
existencia individual. Y contra todos los esencialismos herederos de una
tradición escolástica que se había adueñado de la herencia literaria clásica
“bautizándola”, priorizando el Ser sobre la Existencia. Ese existencialismo
centroeuropeo intenta recuperar la cosmovisión romántica. Kinkegaard,
Schopenhauer, Nietzsche, Sartre, Heidegger, Camus, Husserl…llegaban en
ediciones clandestinas (muchos desde el exilio hispanoamericano.)
No es de extrañar que la principal influencia de
la narradora sea Cumbres Borrascosas, más que directamente Simone de Beavouir.
Parecen contemplarse tres formas de amor en la novela (se intentó pasar por
femenina y de amor en la época, pero obviamente rebosa tal etiqueta comercial):
el matrimonio convencional de la mayoría (tras noviazgos como al que a Andrea
le proponen: patriarcal y machista ya en el detalle de no dejarla volver a casa
sola ni evitar poner en boca de Schopenhauer la inferioridad de su género.) El
amor pasional se refleja en el maltrato físico y psicológico que sufre Gloria,
su tía política (pero sería descontextualizado calificarlo “romántico”.) El
amor al que aspira nuestra heroína romántica de tan etéreo no puede definirse.
Vemos el amor con mirada adolescente: lo vive con la ambigüedad atracción-rechazo
propia de su edad y de una época mojigata de cortejo y noviazgos formales e
interminables, para toda la vida. Al ser besada exclama: “Yo era neciamente
ingenua. Nunca me había besado un hombre y tenía la seguridad de que el primero
que lo hiciera sería El.” Laforet homenajea el romanticismo y a la vez lo
deconstruye. La reacción entre la joven y su tío es parecida a la de Catherine
con Heathcliff, el gitano criado salvaje que adoptó su solidario padre. Será el
gran amor en la vida de esta mimada entre algodones paternos, pero esta
relación tormentosa no se podrá consumar cuando él vuelva hecho así mismo y con
lo ganado en las apuestas en Londres. La obra acaba con la dama buscándole por
el páramo como loca en una noche de mucho “sturm und drag”, con su corazón
congelado del resfriado amoroso y repitiendo su nombre en el lecho mortis entre
balbuceos y estertores. La propia casa familiar remite constantemente a las
borrascas de aquella hacienda en medio del bosque.
A veces Nada recuerda a una novela de terror o
gótica, aunque en la calle Aribau no se cometan más crímenes macabros (de los
que informaba en la época el periódico El Caso), que el de Román contra sí
mismo y los que atentan contra la dignidad humana. Muchos críticos la han
considerado el antecedente de estas novelas policiacas y de serie negra de las
dolores redondos comerciales de ahora, con tantas mujeres maltratadas, visión
de género, suicidios y casas en penosas condiciones de salubridad. Mantiene ese
estilo gótico que caracteriza parte de la obra romántica. (La casa Usher, de
Edgar Allan Poe o la ya mencionada de las Bronte). Lo sobrenatural, los
fantasmas y la muerte idealizada (sin iglesia por medio) están siempre
presentes tanto en Laforet como en la corriente del XVIII. La casa, la ciudad y
la historia de amor son los tres ejes de este relato, pero las tres son
decadentes (decadentismo en Poe). Ese amor que propone va más allá de la
frustración romanticista. Laforet se rebela a los folletines que los hombres
escribían para moralizar a las mujeres (en la época de las Bronte; Richardson.
Jane Austen exalta la virtud matrimonial, pero ya con una crítica de la que
carecen las malas novelas sensibleras) Aunque escriba el típico diario femenino
de la época, para nada se desenvuelve como una Corín Tellado: constantemente
plantea una visión del género revolucionaria para la época. Advierte del
peligro que corren las mujeres enfrentadas al patriarcado (Gloria), pero un
mensaje esperanzado: se sale (Ena, Andrea, Margarita) Algunos hombres no podían
cumplir con su glorioso y patriótico rol de patriarca: Juan aparece
caricaturizado, burlado y titubeante en cada infidelidad de su mujer.
Al antagonista Román literalmente se lo carga la autora por malo. Los lobos, al
menos en los cuentos de hadas (sin moraleja pero con una ética), siempre acaban
mal. Los conflictos planteados contrastan de modo radical con los esquemas de
la novela rosa, leída y cultivada por las mujeres entonces (lo esperado y
etiqueta con la que se vendía esta obra) en que se hacía apología de la mujer
dependiente en busca de cobijo, exaltando la boda de final feliz. Acaba donde
comienza lo interesante: en el matrimonio” (no nos deja ver la trastienda del
happyend, las infidelidades por ejemplo que retrató la novela del XIX o cómo engorda
y envejece el príncipe azul) Lo analiza C M Gaite en una de estas obras
feministas y filológicas a las que me refería antes, Usos amorosos de la
posguerra en España, en el l87: “Nada, a pesar de estar escrita por una mujer,
significaba la antítesis de lo rosa”, un género que le parece “tergiversador de
la realidad y destinado a desaparecer en su absurdo.” Jenny Fraay al hablar de
la situación de las escritoras de la época la reconoce casi la única salida,
entre la espada y la pared de aceptar el régimen o rebelarse: “La resignación
consistía en no reflejar la realidad tal como la experimentan sino refugiarse
en la evasión, en lo inverosímil. La rebelión la imposibilitaba la censura.
Pero ella, empleando la técnica narrativa de la rememoración, nos presenta una
visión directa de la sórdida realidad sin tratar de embellecerla, siquiera al
personaje”. Román y ella no se enamoran, ni sabemos qué sentimientos les unen
aunque sea el eje del relato. Todos sabemos qué con Pons y Gerardo no va a
llegar a nada pero nos intrigan estos dos seres misteriosos. Logra acercar a la
sociedad del momento un modelo nuevo de mujer luchadora, poderosa y distinta,
capaz de romper con la sensiblería amorosa y el matrimonio. A las familiares
féminas las describe como “pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas
palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño".
Podemos considerarla sin titubeos feminista. Antepone este compromiso incluso a
la escritura: “La posibilidad de ser escritora es algo muy vacío y sin sentido,
y la posibilidad de ser plenamente mujer algo no solamente magnífico, sino
obligatorio en el desarrollo de mí misma."
Carmen quiere escribir de algo cercana a ella, (siempre su vida como material
literario aunque lo niegue), y no de amantes saliendo pelo en pecho entre las
sabanas de una cama con dosel dorado. Tiene un referente muy cercano, aunque
exiliado: la ingente y maravillosa obra lírica y en prosa de las feministas
republicanas. Parece Laforet ejercer su razón poética de Zambrano cuando
escribe, o en todo caso una razón vital de Ortega, más que una diosa
cartesiana, y su novela es tan lirica como la de las “sin sombrero” silenciadas
en los libros de historia y fotos del grupo del 27. Por ejemplo, Memorias de
Leticia Valle o Barrio de Maravillas de Rosa Chacel late dentro de ella.
Comparten con la novela el aspecto de diario retrospectivo de una joven que
plantea otro tipo de mujer desde el intimismo lírico, denunciando otra súper
urbe provinciana. Laforet se queja del desprecio a lo que entonces se considera
“literatura femenina para mujeres” y ella quisiera feminista: «Es el mundo que
domina secretamente la vida. Secretamente, instintivamente, la mujer se adapta
y organiza unas leyes inflexibles, hipócritas en muchas situaciones para un dominio
terrible. Las pobres escritoras no hemos contado nunca la verdad, aunque
queramos. La literatura la inventó el varón y seguimos empleando el mismo
enfoque para las cosas. Yo quisiera intentar una traición para dar algo de ese
secreto, para que poco a poco vaya dejando de existir esa fuerza de dominio, y
hombres y mujeres nos entendamos mejor, sin sometimientos, ni aparentes ni
reales, de unos a otros. Tiene que llover mucho para eso. Pero, ¿verdad que
está usted de acuerdo, en que lo verdaderamente femenino en la situación humana
las mujeres no lo hemos dicho, y cuando lo hemos intentado ha sido con lenguaje
prestado, que resultaba falso por muy sinceras que quisiéramos ser?
Propone una revisión del paradigma de mujer y cuestiona la normalidad de la
conducta amorosa y doméstica impuesta, y la emularan todas las autoras de su
momento (Mercedes Sálichas, Mercedes Robodella o Dolores Remedio), por no
hablar ya de las autoras más cercanas a la democracia. Matute afirmó en varias
entrevistas que se decidió a dar el salto de publicar por el éxito de su amiga,
la mujer en guerra Maruja Torres, R. Montero, L. Etxebarria, B. Gopegui, R.
Regás…creo que acabaría antes si citara una escritora actual que no la tenga
por modelo. Andrea es joven, universitaria y la soltera sospechosa del barrio.
Su idealismo juvenil contrasta con la mediocridad de la Barcelona en posguerra
y con la opresión de la casa familiar. Mariana Pétrea, en su estudio “La
promesa de futuro: La dialéctica de la emancipación femenina en Nada”, analiza
los aspectos de mujer liberada, una constante en la obra de Laforet. A la
desdichada joven le extraña el papel de “múltiples siervas” de todas estas
señoras: el silencio y pasividad de la abuela, la esclavitud a Cristo de
Angustias, el consentimiento al maltrato de Gloria…Incluso la resignación con
que Margarita acepta ser madre y Ena una chica fácil. El gineceo de la mujer en
el franquismo se reduce al de madre, esposa, hija, entrañable abuelita loca o
esclava doméstica.
Tampoco concuerda con el eterno femenino, concepto con que Goethe prosigue ese
mito platónico del genero elevado en lo uránico, musa que inspira al hombre
pero nunca sujeto creador de su vida y obra. Un ser pasivo que desconoce su
sexualidad propia, sus derechos como ser humano. Andrea es una mujer normal
físicamente tirando a fea (aunque personalmente Laforet a mí no me lo parezca.)
Así eran en su origen todas estas heroínas románticas de la época Bronte
(Hollywood nos ha dado una imagen comercial, hipersexualidada y cosificante.) Además:
una mujer de carrera, que contrapone Friedman al ama de casa. Por tanto en
aquellas estrechas mentes: una femme fatale, más diablo que ángel del hogar,
más rebelde Lilith que sumisa Eva. Los panfletos de la Sección femenina
exaltaban los valores de Isabel de Castilla o Santa Teresa de Jesús. Gaite
reconoce: Me fascinaban esas universitarias, actrices, bohemias…con sus
melenitas cortas y su mirada vivaz, hablando de sueños sin ocultar como una
culpa el amor por vivir su vida. No sabían, las pobres, lo que les esperaba:
esta dictadura rancia. La mujer estaba predestinada a su único papel posible,
debía cumplirlo con abnegación. Se ensalzaba la institución de la familia
tradicional y se las preparaba para desempeñar este nuevo destino haciéndolas
creer en la superioridad absoluta del varón. Así se dice en una de las revistas
femeninas de aquella época: No puede una mujer sentirse feliz si no es bajo el
cobijo de una sombra más fuerte en todo: lo sentido y lo imaginado. Precisa la
feminidad sentirse frágil y protegida.” No merece la pena explicar la
estructura política y social del franquismo, la conocemos de sobra, nuestros
abuelos la sufrieron, Sí sería conveniente recordar cómo se imponía esta
mística de feminidad. (Así la denominó Betty Friedman una década después en el
contexto de la revolución cultural de los años 60- 70.):
La mujer en el franquismo no podía ni firmar un papel sin el varón (padre,
marido, hijo mayor, cura u otro tutor), votar, comprar un piso o hacer un
viaje. No existían el divorcio, los métodos anticonceptivos, el aborto ni se
conocía su sexualidad. No separaban sexo (órganos, orientación, perfomatividad,
rol en lo físico) de género (constructo mental.) La mística de la masculinidad
se exaltaba en prensa, la escuela, la propia familia, pero hasta en los tebeos:
Flechas y Pelayos, El guerrero de antifaz… Ellas leían en Chicas consejos de
higiene, comportamiento social, cocina labores, y relatos simplistas y morales
con final feliz: ¡bodorrio! Otro factor encargado de la formación de la “nueva
mujer” por parte del estado fue la Sección Femenina de la Falange bajo el
liderato de Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio. El ideal femenino
era “aceptar una vida de sumisión, servicio y ofrenda abnegada a La Tarea”. Su
núcleo principal era La Escuela Municipal del Hogar. Gaite compara este ideal
al de “las burguesitas casaderas del siglo XIX de Galdós”. Estudiaban religión,
cocina, formación familiar, social, conocimiento práctico,
nacionalsindicalismo, corte y confección, floricultura, ciencia doméstica,
puericultura, canto, costura y economía doméstica. Pero el verdadero poder lo
ejercía el famoso Servicio Social al que estaban sometidas todas las españolas
solteras o viudas sin hijos entre 17 y 35 años. Su cumplimiento era condición sine
qua non para obtener trabajo, tomar parte en concursos y oposiciones, estudiar
en la universidad o todo lo que no fuera casarse y parir. Gaite tuvo que pasar
por este “trago que únicamente el buen humor y los pocos años hacían más
llevadero.” Durante seis meses, seis horas al día, aprendían a ser “mujer muy
mujer”. Se escribían cosas así: “Debéis ser siempre un poco Dulcinea, ya que
nosotros somos unos Don Quijote. Necesitamos de este respetuoso concepto de la
mujer… La investigación, el análisis, la historia, encontrarán muchas veces una
Aldonza Lorenzo, pero ¿qué nos importa a nosotros de esa zafia labradora
carirredonda y chata? Lo importante es, naturalmente, doña Dulcinea, señora y
princesa universal, andando entre ámbares y flores. Y sin dejar por ello de
acechar trigo”.
Esta mística que elevaba a la mujer (y la degradaba hasta el trigo), también al
hombre le incapacitaba para verla y entenderla de verdad. Las relaciones entre
ambos sexos se basaban principalmente en mitos y, por tanto fracasaban. Los
matrimonios más que por conveniencia eran por “convivencia”. No había otros
modelos, el país vive aislado a las corrientes extranjeras revisionistas del
género y apartado de la realidad. Se había desterrado a los intelectuales y
roto con la tradición republicana, la censura frenaba todo avance del arte y el
pensamiento. Hasta las traducciones, a las que recurren por la falta de novedad
y ante todo de originalidad, descuidaban el estilo excusándose en la sencillez.
La sencillez que pretende Laforet es otra, según opina la narradora Carmen
Kurtz: “No buscó trucos lingüísticos, ni políticos. Se limitó a decir lo que
vio y sintió haciéndolo ver y sentir como ella.” Por eso hace un retrato
introspectivo de una heroína diferente a la de los relatos de las revistas
femeninas: no destaca por su belleza física o cualidades femeninas, más bien
adopta actitudes masculinas. Andrea posee un talante varonil: no es coqueta, no
se maquilla, no se casa, acaba escribiendo una novela. El nombre de Andrea
recuerda al náufrago Andrenio de El Criticón, de Gracián, símbolo del hombre
{aner-andros) que va creciendo a través de la cultura y la experiencia. (No
obstante, después he descubierto que el nombre surge porque de niña contemplaba
los libros de arte de su padre y se quedaba extasiada ante la obra de Andrea
del Sarto, a quien equivocadamente consideraba mujer. Soñaba con ser como ella
una gran pintora y en su examen de entrada a Filosofía y letras una de las
pruebas consistió en definir el arte. Estaban hartos de las respuestas
convencionales y ella, que no había abierto los apuntes, improvisó algo tan
bello que el catedrático la llamó genio y dijo que pasaría a la historia. Ella
obedeció al profesor y además se llevó una matrícula de honor y una hija,
Cristina, pintora.)
Conocía muy bien la literatura contemporánea y
admiraba a Galdós, el 98 (en especial al sucinto Baroja. Con El árbol de la
ciencia comparte tono de bildgursroman, sencillez y profundidad filosófica), a
Salinas, a Proust (y se nota) y a Chejov (los detalles.) Delibes en su artículo
“El pesimismo de la novela de posguerra”, afirma: “Lo que Cela y Augustí
cuentan no puede suceder más que en España; pero la anécdota inmortal,
universal y atemporal de Andrea, el juego de tensiones y conflictos
psicológicos no admite fronteras y pese a su realismo rompe con el pasado” El
estilo y temas recuerda a las narradoras del gótico sureño: Carson Mc Cullers y
Flanery Cónnors. En ese sur de EEUU salían personajes fantasmales de unos
porches “Lo que el viento se llevó” erigidos con la “sangre negra” de sus
esclavos de las plantaciones de algodón. O a los dramas de las supuestamente
familias felices americanas del drama de Tennense Williams, quien nos vuelve a
traer de nuevo a su versión española: Lorca y sus ambientes rurales (La casa de
Bernarda alba: la dictadora del régimen, la tía beata angustiada (se llaman
igual), o las pueblerinas que Delibes deja que ellas mismas se ridiculicen
(Cinco horas con Mario.) Y El guardián entre el centeno: otro adolescente
contando su vida en rebelde primera persona y un Salinger tan misterioso y
huidizo como ella. Podría llenar este ensayo de referencias y relaciones
intertextuales pero la idea es: prosa lirica sencilla de estilo naturalista
dentro de la narrativa tremendista, con base filosófica en el existencialismo/
nihilismo y crítica social no exenta de elemento romántico, disfrazado todo de
diario femenino capaz de pasar la censura y a la historia.
ANALISIS DE LA OBRA
“Por dificultades en el último momento para
adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que
había anunciado y no me esperaba nadie. Era la primera vez que viajaba sola,
pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y
excitante aquella profunda libertad de la noche. La sangre, después del viaje
largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una
sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se
formaban entre las personas aguardando el expreso y los que llegábamos con tres
horas de retraso.” El deseo de libertad, las grandes expectativas del corazón
ardiente se translucen en esta descripción que refleja, en primer lugar, la
enorme fuerza de la juventud, incapaz de resignarse ante ninguna de las
dificultades del primer viaje solitario: Mi equipaje era un maletón muy pesado
– porque estaba casi lleno de libros – y lo llevaba yo misma con toda la fuerza
de mi juventud y de mi ansiosa expectación.”
Nada retrata, la tristeza de la adolescencia
donde la vida cae en todo su peso en un mundo perverso que se quería comer pero
la devora; la queja de una mujer a la que han connotado una condición inferior
(de clase, género…); la orfandad y vacío de la posguerra, una radiografía
fotográfica (en blanco y negro) del hambre, las cartillas de racionamiento de
un régimen sin razonamiento, el mundo del estraperlo, la sordidez, apagones de
luz, el peso de la religión, la hipocresía falangista. Es una novela trasparente,
original, fresca, narrada en primera voz, con un lenguaje sencillo y
convencional en decoro con la situación social de sus actores: emplea los argot
coloquiales y regionalismos esperados en una familia emigrada del pueblo a la
Barcelona industrial. Se trata de una familia burguesa que un día fue feliz,
pero a la que la guerra ha dejado en la miseria. (Quizá el abuelo, atraído en
ese éxodo provinciano, mantuviera a la familia: ninguno de ellos parece capaz
de sostenerse siquiera así mismo.) Laforet se desenvuelve con maestría entre el
desparpajo de la joven reflexionando en su diario y la extraña situación. El
titulo juega con el nihilismo, el significado filosófico de la obra (pero la
alegría de Andrea al llegar, al irse y en sus momentos de nocturnos ensueños
solitarios nos ¡Resperanza!) En este relato costumbrista de la cotidianidad no
parece ocurrir Nada, pero sucede de todo. “¡Cuántos días sin importancia! Los
días sin importancia me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.”
Ocurre de todo, sobre todo en lo referente a remover emociones y
des-automatizar el código de pensamiento del lector, cumpliendo esa
característica que los críticos formalistas veían por ejemplo en las obras
surrealistas: el extrañamiento. La obra nos des-aliena y des-enajena de nuestra
vida diaria, nos saca de nuestros problemas hacía una nueva enajenación (la de
toda lectura.)
La embriaguez de abandonar un tiempo espacio físico para trasportarnos al
universo imaginario de la lectura y contagiarnos de las vicisitudes de Andrea.
La fantasmal radiografía de este inmueble en la calle Aribau y sus raros
habitantes parece real y consistente en nuestro cerebro por su verosimilitud y
el pacto de ficción entre lo narrado y su receptor, quien suspende
momentáneamente juicio e incredulidad y se cree la ficción, por sobrenatural
que a veces parezca. Bajo el aparente relato de hechos pretendidamente
existentes, lo fantástico irrumpe integrándose al surrealismo cotidiano de tan
tremendista franquismo en una prosa sencilla pero que llama la atención sobre
sí misma por su íntimo lirismo y los temas: violencia por género, la diferencia
mental del tío con su dictadura en la casa, el misticismo de Angustias,
venganzas, suicidios… La noche que llega a la casa familiar, mientras se da una
ducha con agua helada (han cortado la calefacción) no puede siquiera intuir el
infierno terreno que la quemará.
A esa extranjera nadie la conoce bien. Nos intriga su resistencia a ser
clasificada. Ni siquiera el espejo la refleja miméticamente (algo que analizaré
después), como no lo hacían los esperpénticos espejos del callejón Del Gato de
Valle Inclán. Su hermetismo, su ausencia total de coquetería, esa marginalidad,
concebirse de forma tan etérea así misma, despierta la curiosidad de sus
compañeros de estudios por ella: la ven distinta, infrecuente, la chica rara
(de nuevo Gaite y el capítulo Laforet, la chica rara de posguerra dentro de su
ensayo Desde la ventana analizando esta figura. Va a aparecer mucho Carmiña en
mi análisis, como le hubiera gustado a la otra Carmen.) Y esa rareza es lo que
atrae al lector del personaje. Es tímida, introvertida, solitaria, taciturna; y
sin embargo lo más vivo en ese inmueble de fantasmas, secretos y sombras.
Romántica sedienta de un amor no concebible en ese contexto gris mediocre, pero
tampoco una adolescente de folletín rosa y carpeta escolar con ripios. Testigo
de una serie de conflictos ajenos, se limita a sentirse desdichada, muchas
veces autocompasiva en su rol de víctima: « Me parece que de nada vale correr
si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad.
Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Y
es imposible salirse, libertarme. Yo tenía un pequeño y ruin papel de
espectadora.”
La crisis existencial.
Se dice varias veces que no le ha pasado «nada»,
lo advierte el título. (¡Pues menos mal!: se ha quedado huérfana, es pobre, no
encuentra a quien amar-ni a si misma-.ni quien la quiera, ni el reconocimiento
literario, ¡ni siquiera termina la carrera! No ha encontrado ningún aliado en
la vida: ¡solo a una familia destructiva y autodestructiva en un caserón
espectral!) Hace de público crítico en los conflictos de unos seres
descentrados un largo año que se hace eterno como infierno. La desdichada huérfana
no parece tener otra familia y además debe estar agradecida: la han “recogido”
para darla “posibles y estudios” y sea “decente y de provecho”. La orfandad
define a las protagonistas de La insolación y La isla y los demonios. Andrea
busca a lo largo y ancho de esta novela una interlocutora, como diría Gaite, un
modelo femenino (materno): su abuela loca, su beata tía, su tía maltratada, su
frívola amiga, la madre de esta….Esta tesis algo psicoanalítica de Barry Jordán
me parece más coherente que la morbosa del supuesto lesbianismo, al que han
dedicado demasiados trabajos, Oxford incluido. Este autor escribe: “su mayor
problema no es su precariedad económica o la falta de amor: son sus orígenes,
estigma que explica su complejo de inferioridad.” La muchacha se siente sola y
perdida, anhela la compañía humana, al margen de con quién quiera compartir la
estrecha cama turca que la dejan en la buhardilla. Cuenta sus propias vivencias
en una época difícil de su experiencia adolescente, intentando encontrar su sitio
en un mundo desalentador. Esa búsqueda de identidad y emancipación la origina
la ausencia de madre, busca modelos que seguir y una identificación positiva.
Añora el “paraíso perdido” infantil, el tema de En busca del tiempo perdido (el
clima retrospectivo y la descripción lírica y minuciosa recuerda la
impresionista e impresionante obra de Proust, salvo que Laforet sí pone puntos
y comas a las frases, sencillez de estilo muy de agradecer), y la motivación
más psicoanalítica en todo escritor al rescribir su experiencia en el filtro
racional sereno, pero distorsionador, del rememoro literario.
La ausencia de la madre representa
simbólicamente el estado de abandono, de falta de dirección y de incertidumbre
de la época. Un divorcio eléctrico con “la madre patria”, en el sentido
freudiano del complejo de Electra, aunque tampoco se trata de someter a la
pobre Laforet a diván moderno, pues ya la siquiatrizan bastante en vida y las
explicaciones freudianistas de lo literario están muy superadas. Pero sí habría
que advertir que uno de los reproches que la autora hará a su madre es su papel
sumiso, que quizá las circunstancias la obligaron a tomar. El ajuste de cuentas
es constante en la obra de la catalana. Incluso cuando escribe las memorias de
su progenitora, aun pretendiéndolo homenaje. La protagonista relabora estos
hechos en una mirada retrospectiva al pasado; recordando y redimiendo un tiempo
perdido, un período clave en su proceso de crecimiento y de aserción de su
subjetividad como adolescente, mujer y ser humano.
En este sentido, Angustias la adoctrina sobre el lugar en la sociedad de la
mujer: el matrimonio parece ser la única salida moral y deseable, aparte del
convento. Indica Roberta Johnson: «Angustias representa los valores
conservadores de esa España en la que la única alternativa para las solteras
era el convento. Se percibe como la salvación ideal, garantía de futuro y
posibles.” Barry Jordán indica que: «el matrimonio promete paliar su agitación
emocional y la presión familiar y escapar la represión de un hogar familiar
burgués.” La ausencia materna y no poder identificarse con un modelo femenino
la conlleva una crisis de identidad. No sabe realmente quién es, cómo
definirse. Con su hipersensibilidad y en esa edad vulnerable en busca de
modelos de referencia esta añoranza multiplica su hipersensibilidad subjetiva.
Necesita definirse a sí misma y lo hace buscando a su madre en la morriña. (La
madre muerta aparece en muchos relatos de Laforet, que perdió a la suya a los
13 años: “Mi pobre madre María no hizo otra cosa que sufrir y total ¿para qué?
Para morirse” se queja otra joven en el relato La muerta.) En esos momentos de
duda existencial e inseguridad personal necesita el apoyo y cercanía de una
madre. De ella solo sabe el nombre -Amalia- escrito en el dorso de una
fotografía: «—Es mi madre, cuando pequeña, abuela. —estás equivocada. —No,
abuela» De su padre, no ha oído hablar bien: «la familia de tu padre ha sido
siempre muy rara», «Tú padre era un hombre extraño...»; y de él parece llegarle
la afición por la literatura (como en Laforet): «Apilé mis libros mirándolos
uno a uno. Los había traído todos de la biblioteca de mi padre.» La madre no
aparece en toda la narración, pero tiene su protagonismo. Su hija a veces
quiere retirarse del mundo, de las relaciones sociales, de la amistad y del
amor. Enmascara su sentimiento de inferioridad haciéndose necesaria y madre de
otros. Esta distorsión de la realidad detiene el crecimiento normal y potencia
el mágico y omnipotente: su imaginación suple las carencias del mundo real.
Carece de un modelo femenino; por ello muestra el rasgo adolescente de sentirse
llena o vacía, como el niño ante la ausencia presencia de sus padres, pasa de
estados de euforia a otros de pena profunda.
La crisis del Yo se simboliza en el hecho de
contemplarse sin verse: La imagen del espejo simboliza la aserción de su Yo:
“Al levantarme de la cama vi que en el espejo de Angustias estaba toda mi
habitación llena de un color de seda gris, y una larga sombra. Me acerqué y el
espectro se acercó conmigo. Al fin alcancé a ver mi propia cara desdibujada
sobre el camisón de hilo antiguo –suave por el roce del tiempo– cargado de
pesados encajes, que muchos años atrás había usado mamá. Era una rareza estarme
contemplando así, casi sin verme, con los ojos abiertos”. (En este pasaje se
señala la temporalidad: se contraponen el pasado y el presente mediante las
cosas grises y la ropa vieja de la madre muerta con la juventud de la hija.).
Lo que ella considera un “espectro” representa su imagen real, con la que
finalmente tiene que identificarse. Se mira buscando su propia imagen, pero
lleva puesto el camisón de su madre, y es esa figura de presencia ausencia la
que el espejo la devuelve. Personifica el arquetipo de un adolescente auto
(sico) analizándose constantemente: mirándose en un espejo de Narciso, tan
deformante como los de Valle, en el río de Heráclito que refleja lo parecido,
nunca igual. Nos cuenta su propia Hisoria universalizando su despecho, con esa
tendencia adolescente y romántica a la ensoñación, la soledad, la introversión,
distanciada con un mundo real hostil. El egoísmo propio de la edad le hace
confesar: «el único deseo de mi vida ha sido que me dejen en paz hacer mi
capricho» Este proceder infantil explica que utilice la pasividad, único
permitido en la mujer, como actitud rebelde: «Yo no concebía entonces más
resistencia que la pasiva” (ni Gandhi) «Este es el momento -pensé- de poner mi
mano sobre su brazo. No hice nada». La niña que es contrariada en sus deseos
halla su único modo de afirmarse en el pensamiento, en el mundo del ensueño.
Sólo se siente segura cuando expresa sus sentimientos y sensualidad y cuando
contempla y describe a los demás con delirios y alucinaciones.
Son malos si la contradicen. No obstante, tiene
el personaje una madurez que contrasta con su tempana edad, sabe lo que quiere,
lo que no quiere más bien. Se mueve en el presente, aceptando el
desmoronamiento de sus ilusiones del pasado, la ambigüedad e incertidumbre a
medida que los desengaños se producen. Sufre de quijotismo y bovarismo,
distorsionando peligrosamente la realidad con su fantasía romántica, alimentada
de cine o novelas, hasta el punto de querer vivir lo que ha imaginado No deja
de ser una muchacha encerrada, soñadora, sin preparación para enfrentarse con
un mundo adulto, que fracasa en su experiencia amorosa o de tener una familia
normal. Resume muy bien dicho deseo: «Tal vez el sentido de la vida para una
mujer consiste únicamente en ser descubierta así, mirada de manera que ella
misma se sienta irradiante de luz». Al hacer de sus vivencias una creación
literaria, dará prioridad a lo intelectual y dejará en segundo plano el
corazón, momentáneamente al menos, expresando así el triunfo de la literatura y
el derrumbe de los sueños adolescentes, cuya moraleja recuerda que uno no debe
fiarse de las concepciones infantiles del amor. Ella es consciente de su
tendencia personal a distorsionar los hechos y por eso configura de forma
romántica esta redacción experiencial. Pero no constituirá un fracaso mientras pueda
escribir, viajar y soñar, así de simple.
Un moderno cuento de hadas
Identifica la felicidad con ser amada por un hombre (titubea ante sus posibles
parejas, Pons, Gerardo, Jaime… envidia la relación de Ena con Jaime) y el sueño
de ser rescatada, obvio en la ansiedad con que espera su primera fiesta: «El
sentimiento de ser esperada y querida me hacía despertar mil instintos de
mujer; una emoción de triunfo, un deseo de ser alabada, admirada, sentirme como
la Cenicienta del cuento, princesa por unas horas, después de un largo
incógnito Contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación asombrosa en
una rubia princesa»". Andrea al vivir “mi confusión ante el criado de la
puerta, de la penumbra del recibidor adornado con plantas y jarrones, del olor
a señora con demasiadas joyas que vino a estrechar la mano de la madre de Pons
y la mirada suya, indefinible, dirigida a mis viejos zapatos, cruzándose con
otra anhelante de Pons” nos remite una vez más a la cenicienta pobre (esa
referencia a los zapatos) epatada por un castillo lujoso con un príncipe azul,
que en toda la obra de Carmen y en la vida real destiñe y sale rana.
La distorsión de la fantasía continúa con esa metamorfosis no solo física que
hemos analizado en el espejo, pues ante esta crisis existencial recurre a
visiones idealizadas de los cuentos de hadas. Fantasea que se trasforma en su
alter ego (algo infantil): la princesa rubia, bella y encantadora, la mujer que
nunca había sido en su vida: “Dormida yo me veía corriendo, tropezando, y al golpe
sentía que algo se desprendía de mí, como un vestido o una crisálida que se
rompe y cae arrugada a los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. Al
correr al espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación
asombrosa en una rubia princesa inmediatamente dotada, por gracia de la
belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el maravilloso de
esparcir generosamente mis sonrisas.“ La misma cenicienta sufre un proceso de
purificación, una trasformación incluso metafísica como las que practicaban los
alquimistas: el paso de la ceniza y los metales al cristal, más etéreo, hasta
llegar al oro, metáfora de toda la triada platónica esencialista de lo bello,
bueno y verdadero, un mito epistemológico, ético y estético que se prosigue en
la idea romántica, cristiana y clásica del amor. La imposibilidad de ser esa
princesa nos habla de otro de los binomios de la obra, presentes en toda vida
ambivalente: la fantasía y la realidad.
Pero este idealismo utópico indica también su falta de modelos reales de mujer.
Cronan Rose ha estudiado los paradigmas de desarrollo diferentes para los
hombres y las mujeres en este tipo de cuentos. Las mujeres tienen un papel más
pasivo, de sacrificio a la espera del príncipe encantado que las rescate.
Después de la boda, las mujeres-princesas deben vivir felices para siempre” (y
comer perdices). E indica los peligros de estas identificaciones míticas: “Las
mujeres tenemos que darnos cuenta que ni en los cuentos de hadas ni en otros
textos patriarcales podemos encontrar imágenes verdaderas de nosotras mismas ni
una versión realista de la situación adolescente. No a esos sueños idealizados
que subconscientemente esperábamos ver realizados”. Juan Villegas en su
artículo “La infantilización de la aventura legendaria en Nada” ha analizado el
baile al que asiste como el cuento de la Cenicienta al revés: “el zapatito de
cristal del cuento se convierte en los zapatos sucios y viejos que van a ser la
causa de la destrucción de todos los sueños e ilusiones que tenía.” Virginia
Higginbotham también critica los aspectos del cuento de hadas en la novela en
“Nada y el síndrome de cenicienta”. Pero no hay que olvidar que los cuentos de
hadas ofrecían y ofrecen una “moraleja” (sin serlo evidente como en la fábula
moral ilustrada de Samaniego, renacentista de Le Fontaine o Racine o clásica de
Esopo) exaltando la virtud de la heroína, como hace Laforet.
Prosigue con el deseo de su heroína romántica de ser princesa y las referencias
a Cenicienta. Sueña con su príncipe fantaseado cuando le invita Gerardo, su
compañero rico de la Universidad, a su fiesta de aniversario. Se ilusiona con
su pretendiente: «La idea de asistir a un baile, aunque fuera por la tarde…
para mí la palabra baile evocaba un emocionante sueño de trajes de noche y suelos
brillantes, que me había dejado la primera lectura del cuento de la
Cenicienta-, me conmovía, porque yo no había bailado "de verdad", con
un hombre, nunca.» Sin embargo, vestida de forma inadecuada y pobre, se siente
intrusa en un espectáculo ajeno y acaba escabulléndose de un escenario donde no
ha conseguido protagonizar nada. Sola en la calle, analiza su desencanto con
frialdad y cinismo para acabar descubriendo que ha perdido su ingenuidad
romántica en dicha fiesta: «En realidad, mi pena de chiquilla desilusionada no
merecía tanto aparato. Había leído rápidamente una hoja de mi vida que no valía
la pena de recordar más. A mi lado, dolores más grandes me habían dejado
indiferente hasta la burla...» Fracasa en sus dos primeras tentativas de
relación, también con Pons, aunque sin consecuencias dramáticas para ella: se
va a Madrid sin haber encontrado a un hombre, víctima aún de las fantasías
literarias y, por ello: incapaz de entrar en la realidad.
Crear historias es todavía una compulsión a la cual no puede renunciar; aunque
sólo con la literatura parece difícil que pueda superar los traumas infantiles
de desamor y vivir en un imaginario mundo de andrógina plenitud. Al empezar la
novela, sabemos que Andrea trae una maleta llena de libros y un deseo: estudiar
filosofía y letras. Su mirada libresca y bovarista va relacionando
continuamente lo que ve con lo que ha leído en diferentes obras literarias:
«como en los cuentos»; «como una novela del siglo pasado»; «una heroína de
novela romántica». Se siente ajena del cosmos familiar y su soledad existencial
sólo puede atenuarla evadiéndose al ensueño o la lectura. Se gasta el dinero en
alimentos de sueños más que de estómago: no come para poder pagar lo que
cuestan los dulces, el cine, las flores, un libro o los regalos para su amiga.
Desea asumir la construcción de su propio destino y no lo hace. En sus
relaciones solo halla incomunicación, incomprensión, frustración y hombres
tiránicos (Román, Juan, los pretendientes) « Está contaminada de la realidad
ilusoria que le ha ofrecido un tipo de literatura para mujeres o que no siendo
para mujeres, hallaba en éstas el público habitual.», opina el crítico D.
Rodenas. Las mujeres son víctimas de unas circunstancias y de su actitud sumisa
(Gloria) y el amor es una lucha trágica e infeliz de voluntades de poder entre
mundos cerrados de personajes fustados. Y como en las obras románticas: la
única salida es el suicidio (“el mayor acto de libertad humana: quitarnos lo
que quizá nadie nos ha dado” según Kinkegaard, padre del existencialismo.)
La subjetividad de la voz narradora es profundamente femenina: idioma de
sangre, dolor y creación que empieza con la misma sustancia física cuando se es
mujer. Hélène Cixous ha señalado la función esencialmente femenina de la
maternidad y la identifica con la escritura femenina, enfatizando el poder de
creación. Reconoce este idioma o lenguaje de su cuerpo femenino, preparado para
la maternidad, representada en la metáfora de su cuerpo “cargado de semillas”.
En su subconsciente, tiene sacralizada la idea de la familia y de ser madre. Y
la impulsa a reconocerse un soñado vínculo con su futuro hijo, que
desarrollaría alguna actividad reflejo del compromiso consigo misma. Pero su
familia cuestiona su capacidad para ser madre pues la reprochan que “no sabe
cuidar ni de sí misma.” Así que dedica todos sus mimos a su hijo literario:
este diario. ¿Por qué la novela la muestra escribiendo? No solo porque Laforet
se está retratando y con ella sus preocupaciones creativas: todo héroe
aventurero desde Ulises reclama contar su odisea. No hay un interlocutor válido
a quien confiarle su deseo. La necesidad de escribir en la adolescencia nos
lleva también a la propia autora, quien reconoce haber volcado en el papel sus
vivencias desde adolescente: “buscando en la escritura el modo de paliar la
sensación de hallarse pérdida, rechazada, en peligro, con culpas para
atemorizar a la mujer que se sale de la norma… Cuando yo escribí la novela
tenía muchas impresiones acumuladas en soledad, y una instintiva sabiduría” Se
da en la estructura clásica del relato uno de los motivos novelescos más
antiguos: la descripción de la historia de un personaje central a lo largo de
un período de tiempo determinado. Nos habla de un proceso de maduración del
joven que trata de saber quién es y el mundo en que va a moverse. Por ello,
emprenderá unos viajes simbólicos hacia sí misma, llenos de pruebas que las
ayudarán a conquistar su propia madurez; pero no llegan a buen fin; es decir,
al descubrimiento del verdadero sentido de la vida y de su identidad, sino sólo
a un primer estadio en el que abandonan la inocencia.
Una bildgursroman y viaje iniciático.
Por ello, se ha visto como un cuento gótico de
hadas moderno no exento de su moraleja, no católica, pero ética: la heroína no
deja de mostrar las virtudes en las que cree Laforet. La tía Angustias y la
abuela son las brujas del cuento; sueña con su príncipe azul; el castillo de
hadas la defrauda y se encuentra a hadas benefactoras como Ena o su madre y una
serie de antagonistas (el tío Juan o Román) que ¡ya quisieran los Grimm! Al
retratar la huida de un encierro refleja también la fase de crecimiento
interior del personaje. Algunos críticos, como Marsha Collins o Michael Thomas,
han debatido los aspectos de la evolución del personaje como emancipación
femenina y Bildgursroman romántica, analizando este pasó a la madurez. El viaje
interior iniciático de la adolescencia a la edad adulta enmarcado en un espacio
tiempo histórico descrito de forma realista, pero esa oposición a él del protagonista
y sus elementos sobrenaturales la tiñen de profundo romanticismo. Los orígenes
de este género moralista de formación se remontan a los románticos (época en
que surge la adolescencia, ese dulce tránsito que no se le suavizaba al efebo
griego ni el espartano iniciado duramente a la vida y aún menos el esclavo
medieval) y la literatura alemana de picaresca (en España tenemos en el barroco
al Lazarillo, al Buscón de Quevedo y el Guzmán de Alfarache): a Goethe con Los
años de aprendizaje de Guillermo Meister, Fausto y Werther, Las peregrinaciones
de Childe Harold de Byron, el Hiperión de Hölderlin, Las tribulaciones del
joven Torless, Retrato de un artista adolescente de Joyce, El árbol de la
ciencia de Baroja, El camino de Delibes, En el camino de Kerouac, El guardián
entre el centeno, El estudiante de Salamanca, La historia interminable, La
educación sentimental de Flaubert, Mujercitas, Demían, Siddhartha, Peter
Pan….la lista es infinita.
Lo básico del género de aprendizaje es la narración de una moraleja, por tanto
precisa un maestro interlocutor y un joven iniciándose en la vida receptor de
esa enseñanza. Provienen las bildgursroman de los manuales que inicia
Aristóteles con Alejandro Magno educando a El príncipe joven como El perfecto
cortesano de La República ideal, pero entroncan con la literatura de fantasía,
los cuentos de hadas y hasta la novela más exotérica y de autoayuda. Siempre
son los mismos consejos: conócete a ti mismo, rehúye malas compañías, cree en
los sueños… En la modernidad la moralidad es distinta a la cristiana y clásica
siendo más bien de-formativas: aconsejando seguir al corazón y perseguir la
libertad. Se nutren de cuentos, mitos, leyendas y libros de viajes (Gulliver,
Robinson pueden entenderse de esta forma) y según Joseph Campbell en El héroe
de las mil caras (basándose en los arquetipos de Jung) siempre repite el héroe
el mismo esquema: Un hecho traumático quiebra su felicidad, inocencia e
inconsciencia (su paraíso infantil), y extraño en el edén cae del manzano.
Prueba esa manzana prohibida de logos y discordia, representando la
autoconciencia (las religiones prohíben morder el macizo de la sabiduría:
debemos vivir en el árbol de la vida sagrada) Conciencia edípica refleja la
manzana sobre la cabeza del padre de Guillermo Tell o la que a Newton le cae a
guisa de diosa razón. El personaje puede quedarse huérfano (el caso de Andrea)
y se pierde en un metafórico bosque interior siguiendo un hilo de oro invisible
para volver a casa (se ve en Caperucita, Hansel y Gretel…y huérfanos desde
Oliver Twist hasta Peter Pan.) Se trata de un retorno al punto inicial, algo
imposible en el rio vital de Heráclito, por lo que el sentido del retorno a uno
mismo es el mismo proceso de maduración.
Para escapar del cretense laberinto mental de
uno mismo necesita del hilo de Ariadna o tirar migas de pan que recuerden su
sendero vital, es decir: aliados y una recompensa (generalmente la princesa,
pues ha prevalecido la literatura masculina.) Al inicio del viaje se ha perdido
algo y hay una búsqueda: santo grial, Troya, la piedra filosofal, el oro del
alquimista, la tierra y la princesa prometida… Un objeto de deseo, como decía
Stanislasky, entorpecido por el antagonista (dragón custodio de la perla) y con
otros personajes que le ayudan a alcanzarlo. La moraleja final es que lo
importante no es ese tesoro sino el viaje en sí mismo. Se lo dice el quijote a
Sancho: “no la posada, sino el caminar” (que se hace al andar) Ya sea un
road-trip por las carreteras desérticas americanas con sus viajes de ácido incluidos,
como en la prosa beat, o las historias de Herman Hesse; al final se trata de
una huida, un exilio interior para acabar reencontrándose. Ese arquetipo del
héroe sigue con la idea de extranjero (extraño así mismo) y vagabundo peregrino
que Carmen tenía de sí misma. Andrea no hace más que buscar el norte que
perdió, se ha desnortado (en este caso des-surtado: viene de Canarias) de su
brújula vital. Precisa un mapa de ruta, orientación, guía, señales, lazarillos
y este es el sentido de este género: conocer maestros, chamanes, o simplemente
amigos, como Ena, para aprender de la vida. La trasgresión hybris de este héroe
es viajar hasta dentro de sí mismo, perdiéndose para encontrarse, buscándose.
El destino final le decepciona, pero aprende que lo importante ha sido su
aventura y no el lío sentimental que tenga ahora su Penélope. La maduración que
consigue es la aceptación de la ambivalencia, incluida a la muerte como parte
de la vida. El dolor del otro le hace salir del suyo y aceptar que el hombre es
tan inocente cordero o buen salvaje como lobo estepario para el hombre. Busca
una utopía (las islas de Platón, Moro, Crusoe, del tesoro, de los niños
perdidos, la dorada de los aborígenes australianos, la Tierra Media, el país de
las maravillas y Nunca Jamás, Camelot, la tierra prometida bíblica, la
Atlántida, el Dorado, Fantasía…) Busca su infancia perdida, pero llora tanto
que la isla se inunda y en su lugar aparece su aceptación como adulto.
Lugares en la obra de Laforet: cielos e
infiernos.
Además siempre habrá más islas en el mar de dudas e iremos saltando de una a otra, naufragas sin asideros definitivos. A Andrea no le faltan antagonistas y obstáculos, pero tampoco aliados y sueños en su viaje físico e interior. Un grow down-up, retroprogresivo: ir adaptándose a su papel como mujer adulta en socialización sin abandonar su espacio personal de infancia y ensoñación. Luis María Quintana Tejera ha destacado esta relevancia del viaje como símbolo de cambio: “Identifica Madrid y Barcelona con la esperanza, la soledad y la enajenación urbana. Trasladarse supone la nueva búsqueda de horizontes.” El viaje interior y espiritual de Andrea, casi tan místico como el de Paulina en La mujer nueva, es más importante que Canarias-estación de Francia y un Barcelona-Madrid en tren. Siempre es el viaje en Laforet huida y auto encuentro. Un viaje desde el cielo infantil canario a un piso-prisión-manicomio y de allí a unas calles opresivas. Como ya he afirmado, siempre hay islas y pasa enseguida a ensoñar Madrid: a la idealización de salida le sigue la frustración al llegar, cuando la fantasía se topa con la realidad. (¡Con la iglesia hemos topado, Sancho!) La catedral, los jardines, el tranvía, la estación de trenes de Vitoria, el campus universitario… oscurecidos por la época siguen asfixiándola. Describe estos lugares a través de sinestesias desagradables con la humedad, suciedad, el mal olor...:«un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido», «La locura sonreía en los grifos torcidos»,
«El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte. Era
un olor a porquería de gato», «Su olor, era el podrido olor de mi casa, me
causaba cierta náusea», «los olores estancados despedían un vaho de fantasma».
Se inicia la novela con la referencia a la puerta de la casa familiar y termina
con otra descripción de la misma puerta cuando está a punto de abandonar la
casa, expulsada del paraíso de la infancia feliz, al seguir el proceso
irreversible de la vida. La estrechez representará las dificultades de ser
adulto: Con el abandono de una casa familiar se representa la salida de la
etapa de la infancia-adolescencia. El final de Nada muestra que aquella
casa-prisión de la primera parte se ha convertido en casa-sepulcro donde
enterrar su niñez: «La casa tan silenciosa daba una extraña y sepulcral
sensación », «empecé a sentir la presencia de la muerte en la casa». Al salir
del piso de Aribau, la joven deja atrás una etapa de su vida y reconoce en ella
misma las mismas ilusiones que sintió al llegar: «Aquella partida me emocionaba
como una liberación».
Identifica Canarias con el paraíso infantil,
donde “las casas siempre estaban abiertas” e igualmente idealiza Barcelona pero
ya es adulta y le decepciona, así que pasa a endiosar Madrid que en Nada
segunda parte le frutaría por igual. Las islas de su infancia con su ambiente
paradisiaco en plena naturaleza y sus palmeras no las olvidará nunca la
escritora, pero sin embargo apenas regresa, ni siquiera a visitar a la familia
del hermano, solo por alguna conferencia. Lo argumenta: “el recuerdo de esa
tierra, que fue un paraíso sin sentirlo, ocupa un lugar demasiado hermoso en mi
memoria… tan cristalino, completo, que sería una verdadera tontería arriesgarlo
en la inútil aventura de un reencuentro imposible” Joaquín de Entreambasaguas,
después de visitar Gran Canaria, tuvo “la impresión de que allí tiene su raíz
toda la obra, preñada de sombras en medio de la luz de la vida; de esas
tremendas sombras que con su realidad llegan a entenebrecerla. El lugar en el
que se nace y se crece es uno de los factores que moldean el espíritu y la
sensibilidad del ser humano y ella pasa toda la infancia y la mayor parte de la
adolescencia en Las Palmas, adonde se traslada su familia cuando ella solo
tiene un año. Creo que es ahí donde se desarrollan las tres cualidades
principales de su personalidad que, según la grafóloga Matilde Ras, determinan
tanto la vida como la obra de la novelista: la soledad, la libertad y la
naturaleza. La naturaleza se refleja en lirismo y sensibilidad en las
descripciones del paisaje o los cambios del tiempo, proyección de su interior.
Un elemento a destacar en su obra: el mar.
Es su mejor amigo cuando, a los catorce años, se
escapa por las tardes del colegio, porque prefiere pasar ratos sola en la playa
a jugar con sus compañeras. Es también su cerco protector, la fuente de la
libertad y, al mismo tiempo, un símbolo del encierro y la soledad. Su hijo
explica la importancia que tiene el mar para su madre: “El mar son muchas cosas
para ella, y lo serán siempre. No sólo la fuente del aliento vital, el
inspirador de una plenitud de la alegría de vivir, sino su más serio
interlocutor. En él se cifra la belleza, la totalidad, la esperanza. Él es
quien hace de las islas un lugar paradójicamente apto para la libertad y la
esclavitud al mismo tiempo. Si hay algo que le haga fruncir el ceño a Carmen es
pensar que el mar le impide salir al mundo. El mar es un elemento cargado de
significados a veces opuestos que aparece reiteradamente en sus obras y por
ello llega a ser un símbolo.” En Nada, las escapadas primaverales a la playa
constituyen para Andrea una fuente de alivio, un modo de liberarse de la
sensación de agobio que le producen la ciudad de Barcelona y la casa de sus
familiares: “¡Qué días incomparables! Toda la semana parecía estar alboreada
por ellos. Salíamos muy temprano y ya nos esperaba Jaime en el auto en
cualquier sitio convenido. La ciudad se quedaba atrás y cruzábamos sus
arrabales tristes, con la sombría potencia de las fábricas a las que se arrimaban
altas casas de pisos, ennegrecidas por el humo Yo, detrás, me ponía de
rodillas, vuelta de espaldas en el asiento, para ver la masa informe y
portentosa que era Barcelona y que se levantaba y esparcía al alejarnos, como
un rebaño de monstruos”.
Su Barcelona
Ya en la primera impresión que le produce a
Andrea la ciudad de Barcelona se nos pone de relieve la importancia del mar:
“Un aire marino, pesado y fresco entró en mis pulmones con la primera sensación
confusa de la ciudad: una masa de casa dormidas; de establecimientos cerrados;
de faroles como centinelas borrachos de soledad…Muy cerca, a mi espalda,
enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón
excitado: el mar. Andrea describe el Puerto de Barcelona, el muelle y el mar
como una promesa de nuevos horizontes: única unión del país con el mundo. Ya
hemos indicado que la familia de la escritora proviene de los sitios más
diversos de España (padre sevillano, madre toledana) a lo que se añade un
tatarabuelo paterno francés soldado de Napoleón y raíces vascas. La historia de
sus antepasados se la contará su abuela Carmen en la casa de Aribau. En el
parque de Sant Telmo de Las Palmas hay un quiosco diseñado por el padre
arquitecto de Carmen, de una decantación neomudéjar, hoy dedicado a los
trámites de Turismo. "La Barcelona modernista", escribió Carmen
Laforet en un artículo del mismo nombre, "no tenía cabida en mis
itinerarios. Me parecía horrorosa, de mal gusto anticuado. No la veía. La
eflorescencia misteriosa de las piedras de Gaudí (que hoy me parecen
consustanciales al amplio espíritu de Barcelona) no sólo no llamaba mi
atención, sino que quizá, por rebeldía contra mi abuelo (pintor) y mi padre
(arquitecto), que lo admiraban, borraba esa arquitectura de un plumazo..."
La joven Laforet contaba que llegó a Barcelona huyendo de la madrastra y sus
celos terribles: había llegado a impedir que el padre y ella estuvieran un
momento a solas.
Los artistas: músicos, pintores, escritores, son
personajes muy frecuentes en su obra (la música se representa a través de los
aficionados Román y Margarita y la literatura constantemente.) Pero da mucha
importancia a la arquitectura, quizá por esa influencia en su formación
estética de su padre. El vagar de Andrea por la Barcelona medieval, monumental
y “moderna” parece un homenaje a la ciudad condal, aunque Laforet les dejó a
todos plantados en la conferencia “La Barcelona autobiográfica de Nada” por el
título, ya que insistía en que no escribía de sí misma. Describe el encanto de
las calles antiguas de Barcelona, sus rincones llenos de color y tradición, con
sensibilidad ya desde que las recorre en taxi para llegar a la casa. “Corrí
aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé
el corazón de la ciudad, lleno de luz a toda hora, como yo quería que
estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de
belleza. El coche dio una vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el
bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida. Enfilamos la
calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel
octubre de espeso verdor…Levanté la cabeza a la casa frente a la cual
estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro,
guardando el secreto de las viviendas.” A Andrea se le “contagia la belleza de
la ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en
medio de sus venerables sillares, pero a las que los años habían patinado
también de un modo especial.
Y lo que sin duda más le impresiona: “La catedral se levantaba en una armonía,
estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo
mediterráneo. Una paz, una imponente claridad se derramaba de la arquitectura
maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante,
rondando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de
las formas me penetrara durante unos minutos.” Esta referencia al mediterráneo
tranquiliza los agitados nervios de la adolescente, le da la seguridad de
pertenecer a una tradición y cultura determinadas ya que está buscando su
identidad y nos sugiere el elemento mar. Le interesan también los barrios
lejanos del centro y del lujo: “Conocí los suburbios con su tristeza de cosa
mal acabada y polvorienta. Me atraían más las calles viejas. Un atardecer oí en
los alrededores de la Catedral el lento caer de unas campanadas que hacían la
ciudad más antigua.” Para Gerald Brown Nada constituye “una implícita denuncia
de la sordidez y la miseria – física y moral – de la burguesía española tras el
trauma bélico. Es una voz del trauma como la del 98 con la crisis colonial,
reflejo amargo de la vida cotidiana, del malestar social de aquel momento”. El
enfoque de este malestar social se hace a través de lo personal, lo
existencial, encarnado por el proceso de maduración de Andrea: un viaje
autoconsciente hacia las condiciones de la nueva época y realidad histórica. En
la búsqueda de su propia identidad, la protagonista adopta una posición de
observadora de la vida. Pero no tan pasivo: no está en la Nada como un
espectador solitario, sino como ser histórico, preocupado en buscar una
existencia auténtica, enraizada en la tradición y en el devenir de la
humanidad. Ya desde el título se insinúan conceptos estáticos (vacío, oquedad…)
pero concretiza esa nada en un espacio con elementos fuertes, bruscos,
contrastantes, buscando siempre un algo que de sentido existencial: su lugar en
el mundo. Hay mucha acción, pasan muchas cosas, el mismo estilo invita al
dinamismo y se muestra rebeldía contra el sistema impuesto.
Toda la novela es un viaje psicofísico: el éxodo rural de una niña de
provincias (y sí añadimos “que se vino a vivir a un Chagall” tenemos ya libro
de Blanca Andreu para pedir en la biblioteca), que constantemente vagabundea,
pasea por barrios chinos y cascos antiguos y que vuelve a desplazarse a Madrid.
Los límites le esperan al final de su viaje pero ella los cruza en su
trasgresión hybrica. La imagen de la mar, implícita en la sensación olfativa de
“un aire marino, pesado y fresco”, se presenta promesa de espacios enormes,
libres, ilimitados. Quienes leen, se dejan influir por las ilusiones juveniles
de Andrea. Estas, sin embargo, chocarán inmediatamente con “el calor sofocante”
y “el aire estancado y podrido” que llenan el piso de su familia, con quienes
va a vivir por falta de otra. A la hora de tocar la puerta de la calle de
Aribau el sueño de un alma a la expectativa se convierte en la pesadilla del
desengaño. El espacio de la gran ciudad resulta, pues un escenario perfecto
para reflejar las sensaciones típicamente existencialistas (soledad, angustia,
nostalgia) que le acompañan a Andrea en su búsqueda: “Desde la terraza de mis
amigos un panorama de azoteas y tejados se veía envuelto en vapores rojizos.
Las torres de las iglesias antiguas parecían navegar entre olas. Por encima, el
cielo sin nubes cambiaba sus colores lisos Luego llegó la noche. Parecemos
acompañar a Andrea en su recorrido por esta triste ciudad, hasta la calle más
estrecha, y todas tienen valor alegórico, metáforas de la vida.
La denuncia al sistema
La triste y sombría ciudad y esa casa descuidada sirven de metáforas de la
ruina de la familia desestructurada, venida a menos por la guerra (si es que
alguna vez llegó a algo), y por ende el desmorone de la patria y sistema de los
supuestos vencedores. La crítica al régimen aparece en toda la obra, algo
disimulada pero evidente incluso para el lector de entonces. A pesar de tener
solo 15 años y encontrarse en Canarias al empezar la contienda civil se la
puede considerar otra “niña de la guerra” como a las narradoras del 50: este
trauma lo refleja en toda su obra. Además cuando la obra se escribe y cuando la
protagoniza Andrea está empezando la Segunda Guerra Mundial. La lucha interior
en Andrea, Gloria, Román y todos los personajes recuerda a la de las heroínas
cotidianas de Virginia Woolf (que oía retumbar cañonazos y aviones bombardeando
su cabeza, según afirmó) y Simone (en el fragor de La Comuna y luego del Mayo),
George Sand o Gertrude Stein, por citar solo algunos monólogos interiores en
pugna y con voz femenina. Aunque el estilo sea realista (con una prosa más
cuidada que la normal en una mujer del régimen, pero que trata de ser
convencional, burlar la censura sin “dar la nota”), la temática se vuelve
mágica, fantástica y esa sensación de irrealidad le sirve para disimular la
sólida denuncia. En el tono existencialista del diario se escucha un grito
romántico de protesta ahogado en ese estilo costumbrista naturalista. De la
guerra no se habla, alguna referencia y nunca explicita, debido sin duda a la
censura (disfrazada eufemísticamente como “Servicio de Lectura”) y a que
Laforet nunca ha escrito panfletario proselitista de un signo u otro, ni
siquiera católico cuando le vino “el brote”, quizá porque siempre pretendió más
subjetividad que realismo-materialista, ni siquiera socialista. Sí aparece la
fractura denotada en sus consecuencias de pobreza y connotada en el recuerdo
idealizado y nostálgico de una Barcelona de infancia con los abuelitos.
Angustias resume este contexto para que nos demos por enterados: «La ciudad es
un infierno. Y en toda España no hay ciudad que se parezca más a un infierno
que Barcelona»
J. Kronik estudia este simbolismo de la casa y de los ambientes cerrados en
relación a este ambiente político-social en “Nada y el texto asfixiado:
Proyección de una estética”. Y C. Spires los aspectos simbólicos negativos en
“Nada y la paradoja de los signos negativos” de la revista de Literatura
Comparada Tropelías. Cada paso en su recorrido es parte de un proceso trabajoso
de liberación, progreso y madurez. Su decisión de sustraerse a los problemas
económicos de la familia y eludir las comidas en casa es otra prueba de su afán
de independencia que le enseña la cruda realidad del hambre en el período más
difícil del país: “La verdad es que me sentía más feliz desde que estaba
desligada de aquel nudo de las comidas en casa. No importaba que aquel mes
hubiera gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de una peseta
diaria para comer: la hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una
buena hora para pasarla al sol en un parque o en la Plaza de Cataluña. A veces
se me ocurría pensar, con delicia, en lo que sucedería en casa. Los oídos se me
llenaban con los chillidos del loro y las palabrotas de Juan. Prefería mi
vagabundeo libre.”
La casa de la calle Aribau: un descenso a los infiernos.
Pasa horas solas en esa “mansión de los
horrores”: trata de barrerla, leer, estudiar… pero ese hogar la devora, lleno
de fantasmas, aunque parezcan vivos y la griten/ ignoren de vez en cuando.
Desde el principio sus habitantes la tratan de confidente ideal: aun siendo de
la familia es una extraña que se les ha metido en sus vidas, quizá para bien.
Se produce un curioso juego entre el intimismo sentimental de esa primera voz
que nos habla desde el dolor y la objetividad con que se denuncia al núcleo
familiar y por ende, con el permitido velo: al sistema franquista. Para la
familia será un testigo objetivo, les saca de sus monólogos y silencios,
iluminando con su sonrisa asustada la casa sombría. No nos importa esta familia
concreta sino en tanto representa como vivían en esta posguerra de la mitad del
franquismo en la miseria más paupérrima. (La familia como el más cruel sistema
represivo al ser el más cercano). Andrea carece de oxígeno en esa masía. Unos
retratos sin marco de sus abuelos le recuerdan que la casa conoció tiempos
mejores: un piso de ocho balcones con cortinas de encajes y terciopelos,
muebles costosos adquiridos para el acomodo de la familia, adornos y cuadros
valiosos, relojes historiados y un piano que no podía faltar. Evoca que, cuando
era la única nieta, había pasado en ella las temporadas más excitantes de su
vida. Pero los tiempos han cambiado, y desde la muerte del abuelo, la familia
vive agobiada por las dificultades económicas y se ha quedado solo con la mitad
del piso y han apilado los muebles sobrantes, de cualquier manera, por el resto
de las estancias. Un inmueble a oscuras, apenas iluminada ¡por candelabros y
velas!, descuidada (no pueden permitirse más servicio que el espectro de
Antonia), sin libros, atrasada en cuanto a tecnología del hogar. Se siente
conmocionada cuando descubre el estado de declive en el que se encuentra el
piso: deteriorado, deslucido, desasistido, como si su continente sufriera
idéntico dolor que los personajes que lo habitan. La casa es metáfora del
cuerpo envejecido de la abuela, del autodestructivo de Román y del maltratado
en Gloria y en de todos por la hambre. La casa es símbolo del alma humana, pero
de un alma en conflictos, a modo de pequeño mundo donde se reúnen los problemas
y tensiones del hombre en su lucha con el bien y el mal.
Lo que se dice “una casa de locos”, así definía Voltaire la religión. La
evolución personal se ve en términos espaciales; el piso familiar es el punto
de partida, el final y donde todo sucede, al representar la decadencia moral de
cuya influencia siempre está tratando de escapar. El ámbito del pariente
suicida está en lo alto –Román vivía en el piso superior-, en tamañas alturas
supuestamente anda Dios (en estos años Nietzsche, al que Laforet leía
críticamente, ya ha emitido su parte de defunción) y todo mundo ideal: sueños y
aspiraciones que acabarán sesgados. En ésta y en otras obras posteriores, la
relación de la mujer con los microcosmos interiores sirve como espoleta de su
rebeldía. El espacio del piso de la calle de Aribau encierra todo lo que para
Andrea supone la desilusión, el encuentro brusco del sueño con la realidad
cruel llevada a cabo, expuesta por su lado más dramático. En esta casa los
objetos parecen hablar: Al fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles
que a la luz de la vela hinchaba llenando la habitación de palpitaciones y
profunda vida. El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más
fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y trepé en
peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón para abrir una puerta que
aparecía entre las cortinas de terciopelo y de polvo. Tres estrellas temblaban
en la suave negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar,
como si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados. Aquel iluminado palpitar
de las estrellas me trajo en un tropel toda mi ilusión a través de Barcelona,
hasta el momento de entrar en este ambiente de gentes y muebles endiablados.
Tenía miedo de meterme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo que estuve
temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela.”
Los parientes de Andrea entran en diálogo con los viejos trastos que les rodean
constituyendo por su parte “una galería de desequilibrados que, por rara
casualidad, no sólo andan sueltos, sino que están juntos (como pertenecientes a
una misma familia)”. El miedo en este cuento de terror se respira ya cuando
vacila antes de tocar el pomo de la puerta como si oliera ya las llamas del
infierno: Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y
desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían
cabida en mi recuerdo. Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de
despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo,
mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a
la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y
oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona diciendo: Ya va, ya va… Unos
pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos. Luego me pareció
todo una pesadilla. La puerta de la casa funciona en este contexto como una
metáfora del ingreso a una nueva vida. El estado de degeneración física y moral
en el que se encuentra la familia refleja el derrumbe físico y moral de la
sociedad, afectada por las consecuencias de la guerra e incapaz de adaptarse a
la nueva realidad. De la casa, la calle, la ciudad, aquel régimen…como un
infierno terrestre no cabe duda. Se recurre a muchas metáforas con el fuego
(hornos, velas, candelabros…)
Ya la primera descripción de sus parientes sugiere un extraño microcosmos
poblado por unos seres enfermos y fantasmales, con rasgos de personajes típicos
en una novela gótica: su abuela es una “mancha blanquinegra“; su tío Juan tiene
“la cara llena de concavidades, como una calavera“; Gloria “mujer flaca y joven
con los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y languidez de
sábana colgada que aumentaba la penosa sensación del conjunto.»” y su tía
Angustias tiene una cara “oscura y estrecha“. El cuadro se completa con la
descripción de la terrorífica criada Antonia, que analizaré en el apartado
dedicado a los personajes. “Al levantar los ojos vi que habían aparecido varias
mujeres fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas,
vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir.” El primer
encuentro con su familia le produce a la protagonista una intensa sensación de
asfixia que le acompañará de aquí en adelante durante su estancia. La anatomía
de la casa, el amontonamiento de los muebles, la suciedad, la falta de aire
fresco y de luz contribuyen a la pesadez de aquel ambiente que agobia a la
muchacha y la incita a la rebeldía, reflejada en su simbólico deseo de evasión:
“Yo estaba cansada y, además, en aquel momento, me sentía espantosamente sucia.
Aquellas gentes moviéndose o mirándome en un ambiente que la aglomeración de
cosas ensombrecía, parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del
viaje, de que antes me había olvidado. Además deseaba angustiosamente respirar
un soplo de aire puro.” La casa cenicienta es un volcán a punto de estallar,
una acumulación de tensiones y emociones violentas, como lo era Cumbres
Borrascosas; angustias en Angustias, odio, histeria, humillación, frustración,
fracaso y sobre todo miseria cargando el aire y quemando a Andrea. Ya no puede
respirar cuando le quema la inquisición de Angustias a la bruja Gloria
amenazándola con ser ella la siguiente. Gloria es “una mujer con la languidez
de sábana colgada, que aumentaba la penosa sensación del conjunto». Describe a
estas figuras “alargadas, quietas y tristes, como luces de un velatorio de
pueblo» Otra vez la dicotomía sueño/ pesadilla.
Alicia Andreu discute en su artículo “Huellas textuales en el Bildgursroman de
Nada” señala el juego ambivalente entre los sustratos románticos y realistas en
del texto. Describe a estos seres siempre oscuros, ensombrecidos, en decrepitud
casi mortuoria. El binomio pasado/ presente (en la abuela, en la ciudad, en
ella misma) es constante, relacionando este pasado con la luz diurna celeste y
paradisiaca; y el presente con la oscuridad nocturna e infernal. Del cuarto de
baño recuerda: «Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes
tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza».
Nuestra una imagen diabólica para reflejar las penalidades que la gente sufría,
todo lo observa con terror. Su soledad y orfandad agudiza dramáticamente el
contraste entre su imagen inocente y desvalida y la parrilla del Otro con el
que tendrá que convivir un eterno año. Jamás olvidará un lugar tan macabro:
“Tuve súbitas ganas de llorar al momento de entrar en este ambiente de gente y
muebles endiablados. Tenía miedo de meterme en aquella cama turca parecida a un
ataúd. Creo que estuve temblando de indefinibles terrores cuando apagué la
luz.” Con el fin de liberarse de la sensación de angustia que la invade, Andrea
decide tomar una ducha. El chorro del agua helada funciona muchas veces como un
factor simbólico que le permite a la protagonista liberarse momentáneamente de
todo lo que ocurre en la casa. La ducha trae alivio, pero el desastrado aspecto
del cuarto de baño, parecido a “una casa de brujas” la hace volver a la triste
realidad de aquella noche: “Las paredes tiznadas conservaban la huella de manos
ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían
sus bocas desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no cabía
en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de besugos pálidos y cebollas
sobre fondo negro. La locura sonreía en los grifos torcidos. Empecé a ver cosas
extrañas, como los que están borrachos. Bruscamente cerré la ducha, el
cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las cosas.”
Esta descripción alude al carácter gótico de la casa y de sus habitantes.
Foster opina: “varios lectores han notado el aspecto gótico de la casa –La
novela recuerda los romances góticos del siglo pasado, un subgénero orientado
temáticamente a lo medieval. Tal como los castillos apartados del mundo, en
donde permanecen recluidas las heroínas góticas, el piso de la calle de Aribau
constituye un microcosmos separado del espacio exterior, un locus del exilio
interior de la protagonista y el escenario de su probación y sufrimiento,
elementos inseparables del proceso de maduración. Andrea se adentra en el
complicado laberinto psicológico de las relaciones entre sus familiares con
toda la ingenuidad de su alma adolescente, hecho que le hará experimentar
tensiones bruscas y sensaciones atormentadoras. Al presenciar los conflictos
entre ellos, descubre muchos rincones sombríos del alma humana cuya existencia
no sospechaba. Adoptando el triste, como ella misma lo admite, papel de
espectadora que le tiene reservado la vida, la joven se sorprende ante las
reacciones exageradas de sus familiares y esta sorpresa constituye un elemento
fundamental de su aprendizaje en la escuela de la vida”. La casa funciona como
la metáfora de la vida y Andrea aprende mucho sobre la ambivalente naturaleza
humana y del mundo que le rodea: “Con frecuencia me encontré sorprendida ante
aquellas gentes, por el aspecto de tragedia que tomaban los sucesos más nimios,
a pesar de que aquellos seres llevaban cada uno un peso, una obsesión real
dentro de sí, a la que pocas veces aludían directamente” Los personajes, además
de reflejar la pobreza espiritual de la sociedad nacional católica, adquieren
un significado universal, bíblico: representaciones de los instintos y pasiones
más básicas. Caín Abel: Los dos hermanos peleando, la mujer perdida y pecadora
(la rebelde Lilith que rechaza al hijo de Dios, a Adán o la María Magdalena),
la expulsión del paraíso (pues a Andrea, en esa pelea final ante el suicidio de
Román, da la impresión de que al culparla la echan), el juego entre cielo e
infierno, divinizando y demonizando espacios y personajes e incluso en la
estructura trinitaria en paralelo a la Divina Comedía (asunto que me ocupará en
la parte de la disposición de los capítulos)…Y no hemos de olvidar la fe
católica autocritica de Carmen Laforet.
El Barrio Chino encarna sus aspiraciones de
libertad personal explorando un mundo externo peligroso y atrayente; parece
atraerle más el infierno que el cielo, fijarse más en la demonizada Gloria que
en su tía Angustias, una mujer decente y cristiana, hecha y “de derechas”.
Andrea pasará de su papel de espectadora al de actriz, del rol pasivo al
activo, al involucrarse en los problemas de sus familiares: primero porque
Gloria la hace confidente a la fuerza y partícipe de su drama reclamando
sugiriéndolo apoyo y ayuda en todo momento; Román, Pons o Jaime en lo amoroso
quieren que pase a “la praxis”; Juan cree que puede convencer a su mujer de lo
inconveniente de su conducta; Ena al iniciar relaciones con su tío la hace
reaccionar de su shock y enfrentarse a esa casa, a sus miedos y a su sombra; y
la madre de Ena le pide ayuda respecto a la huida de su hija y el padre de Ena
la pone a trabajar en Madrid. La abuela, temerosa por las amenazas de Juan de
buscar y matar a su mujer, le pide a su nieta que la siga por el Barrio Chino para
salvar a Gloria. Su recorrido por estas calles le recuerda una escena del
carnaval de su infancia (gente grotesca, ruido y la multitud de colores) y
corresponde simbólicamente a la carrera vital. En esta escena se aclara el
secreto de las frecuentes escapadas nocturnas de Gloria: cae una máscara.
Andrea imaginaba que tendría un amante (también cree que lo tiene Angustias)
pero el motivo es más pragmático: juega a las cartas en una cantina y en casa
de su hermana para mantener a la familia.
Personajes.
Al no tener consuelo en su propia familia (en un
regazo materno según la tesis de la sicoanalista a la que antes me refería)
emprende una búsqueda constante de cariño, comprensión y amor en unos
familiares de los que su tía Gloria ya la advierte: “son seres terribles, los
irás conociendo.” Y es que ¡escuchan tras la puerta, se espían, critican,
encuentran placer en hacer daño! Malviven apilados como Las ratas de Delibes o
las de La peste de Camus. Redecillas, insultos, odios…y esa abuela
“trastornada” según la propia Gloria. Estan atrapados en sus tragedias como una
de las moscas indefensas en su arácnida tela de la mansión. Son seres a los que
se ama y odia por igual sin saber muy bien porqué, y con ellos ya se intuye
desde el primer momento el fin trágico de este melodrama de aires románticos.
Son víctimas de la guerra que ha dividido el país, la ciudad las familias, e
incluso internamente estas siques enfermas. En toda esta galería de los
horrores; la descripción de la criada Antonia parece el espíritu más repugnante
del averno. Aunque apenas parece por el dantesco escenario, lo hace con su
escoba de bruja y rabo, impresionando a la adolescente: «Todo en aquella mujer
parecía horrible, destrozado, hasta la verdosa dentadura que me sonreía» y
acompañado de Trueno, su perro cancerbero. La seguía un perro, que bostezaba
ruidosamente, negro también, como prolongación de su luto. Luego me dijeron que
era la criada. Nunca otra criatura me ha dado una impresión más desagradable.”
Su abuela es otro espectro más. Con un cuerpecillo duro y frio como hecho de
alambre, es capaz de quedarse sin comer para dárselo a Andrea (en La insolación
aparece otra abuela que le quita al hijo de comer un pan duro en plena
posguerra para dárselo al nieto “en edad de crecer”) y eso no es miga de pan
pues el hambre impregna la realidad de sus existencias. Laforet utiliza algunas
analepsias para conocer lo que ha sido la vida de la protagonista y entender
así su personalidad. En estas vueltas de la memoria surgen una y otra vez, de manera
incesante, los episodios de la contienda española personificados en los
recuerdos. De tal guisa empieza a describir el personaje de la abuela
sirviéndose del recurso visual de un cuadro. Observa con perplejidad la imagen
de sus abuelos en este cuadro. Ya no era la viejecita consumida que había visto
al llegar, sino «una mujer de cara ovalada bajo el velillo de tul de un
sombrero a la moda del siglo pasado. Sonreía suavemente, y la seda azul de su
traje tenía una tierna palpitación». La confrontación de esta imagen en el
cuadro con la visión actual que recibió al llegar a la casa la impresiona y
desuela: «Me complací en pensar que nada tenía que ver la joven del velo de tul
con la pequeña momia irreconocible que me había abierto la puerta»
Las primeras palabras de esta gran señora venida a menos dan cuenta del
secretismo misterioso que envolverá toda la casa (y del importante despiste de
la vieja): “Gloria, que no se entere Angustias de la horas que vuelves.” Su
retrato es, una vez más, ambivalente: se nos presenta una figura maternal,
bondadosa y dulce que en vano trata de apaciguar los conflictos que llenan su
casa. Ya no puede gobernarla, se ha “desmandando” con los caprichos de sus
díscolos hijos: a una le da por la biblia, a la otra por el puterío, y los
varones tratan de marcar pantalón. La abuela parece casi una santa, poseedora
de una gran y sincera fe en Dios. La protege de la áspera realidad de aquel
tiempos, capaz de sacrificarse al de privarse de su ración de comida para
ofrecérsela a su nieta. Al mismo tiempo se nos revela como un ser miserable, al
que la edad, el paso del tiempo y las dolorosas experiencias (la guerra, la
muerte de su marido y la consiguiente miseria) han dejado una profunda huella
traumática que se rebela incluso en su demencia. También la autora vino a casa
de su abuela Carmen para estudiar en Barcelona, aquella que le contaba la
historia de sus antepasados. La casa de la abuela alcanza alegoría mítica:
nació allí y veraneaba con sus padres en ella cada año. Junto con el taller de
su abuelo pintor y los recuerdos, se convertirá en “su norte y objetivo, y
donde comprobó cómo la realidad se fractura al desgarrarse por un puro la
Virgen de Murillo que tenía su abuela (que se encuentra ahora en la casa en que
vivió en Las Palmas).” Llegar allí a sus 18 años, debió de desilusionarla como
a Andrea: constatar que tanto la casa, como su dueña, muy anciana ya, poco
tienen que ver con lo que simbolizaba antes de la guerra.
La tía Angustias es una solterona frustrada que, tras una relación adúltera con
su jefe (un vulgar comerciante pero cuyo padre no apoyaba el matrimonio),
termina por refugiarse en el convento de la calle Aribau, que se convierte en
un infierno, disfrazando su rencor de una religiosidad masoquista y neurótica.
La describe por “su voz seca, resentida y el desprecio en su gesto”. Desde su
primera conversación, aparece como un ser autoritario, sumido en un credo sin
caridad ni amor. Las ilusiones de libertad a su llegada a Barcelona se ven
truncadas inmediatamente con este despotismo matriarcal y teológico que la
vieja solterona trata de imponerla. No halla ese refugio de calor maternal,
implícito en toda su búsqueda nihilista. Se topa en cambio con su egoísmo,
hipocresía y falta de caridad y reproches constantes a su estado de orfandad y
al deseo de ser madre, literata o estudiar en la universidad: «Bueno, yo no me
opongo, pero siempre que sepas que todo nos lo deberás a nosotros los parientes
de tu madre. Y que gracias a nuestra caridad lograrás tus aspiraciones» Ella respira
brevemente cuando esta marcha a un convento (no soporta a Andrea y a Gloria y
descubren que sigue viéndose a escondidas con su antiguo pretendiente), pero
aunque se marcha la beata el diablo sigue aun poseyendo la casa. Con sus
restricciones le niega la posibilidad de desarrollo a la protagonista y
fortalece su impulso de rebeldía. Como Román, Angustias tiene la ambición de
controlar todo lo que ocurre en la casa y de dominar a los otros. A Andrea le
intimida tanto su personalidad imperiosa como su aspecto físico: “Entonces supe
que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una mano sobre mi hombro y otra en
mi barbilla. Yo soy alta, pero mi tía Angustias lo era más y me obligó a
mirarla así. Ella manifestó cierto desprecio en su gesto. Tenía los cabellos
entrecanos que le bajaban a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y
estrecha. - ¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija…! ¿Cómo podía
yo imaginar que ibas a llegar de madrugada? Había soltado mi barbilla y estaba
delante de mí con toda la altura de su camisón blanco y de su bata azul.” Así
pues, la primera impresión que le da Angustias a su sobrina es la de una
persona autoritaria y cerrada, que demuestra desprecio hacia los demás.
Ya en la descripción de su primer encuentro, la
narradora sugiere qué rumbo van a tomar las relaciones entre ellas. La llegada
de Andrea es para Angustias una nueva oportunidad de manifestar su despotismo.
Asume ante ella un papel maternal que se revela en su continuo intento de
controlar y moldear la conducta de la joven a su manera: -Te lo diré de otra
forma: eres mi sobrina; por lo tanto, una niña de buena familia, modosa,
cristiana e inocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tú en Barcelona
encontrarías multitud de peligros. Por lo tanto, quiero decirte que no te
dejaré dar un paso sin mi permiso.” Justifica sus restricciones explicándole a
Andrea que quiere protegerla de las amenazas que presenta para una adolescente
la ciudad, “un verdadero infierno”. Con el fin de acercarse a su sobrina,
intenta mostrarse falsamente cariñosa y llena de comprensión. Intentos poco
sinceros que, en vez de conmover, horrorizan más a la joven. Lleva una
existencia rutinaria, marcada por su gran vacío emocional. Sirve de portavoz
del régimen en la obra: ciega a la naturaleza sensual femenina, sometida a las
convenciones patriarcales, rechaza cualquier posibilidad de cambio. Se
escandaliza frente a las ideas de Andrea porque le parecen un escape del
ambiente familiar, una debilidad de su autoridad y una falta de respeto a la
tradición. Las relaciones entre ambas reflejan el clásico conflicto
generacional, característico en todo proceso de maduración. Dice Andrea: “Es
difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran
imponernos su modo de ver las cosas. Quieren hacernos ver con sus ojos, para
que resulte medianamente bien el experimento y se necesita tacto y sensibilidad
en los mayores y admiración en los jóvenes” Representa el mundo convencional
con el que chocan el entusiasmo y las ilusiones juveniles. La joven, cuyas
reacciones pasan gradualmente del asombro a la desesperación, comprende que la
única posibilidad de escaparse de estas restricciones impuestas es la rebelión.
Cuando se va se libera. Hay una la lucha generacional con su abuela y con Angustias
propia de la adolescencia. “El momento de mi lucha con tía Angustias se
acercaba cada vez más, como una tempestad inevitable. Me vi entrar en una vida
nueva, en la que dispondría libremente de mis horas y la sonreía con sorna.
Pero la beata no se va sin acusarla antes por última vez: “Tú me has fallado,
me has decepcionado. Creí encontrar una huerfanita ansiosa de cariño y he visto
un demonio de rebeldía. Tú has sido mi última ilusión y mi último desengaño.
Parece que hayas vivido suelta en zona roja y no en un convento de monjas
durante la guerra. Aún Gloria tiene más disculpas que tú en sus ansias de
emancipación y desorden.” (Sorprende una alusión tan directa a la guerra y a
los republicanos) Para Angustias se ha podido basar en su histérica madrastra.
La impone un sistema moral patriarcal y cree su misión cristiana personal
ocuparse de la educación de esta sobrina. Envidia la influencia que tiene
Andrea por su bondad en toda la casa y que contrasta con su doble moral.
Insiste en el matrimonio, la única salida decente: “Tu tío Juan se ha casado
con una mujer nada conveniente que está estropeando su vida. Me llevaría un
gran disgusto si me enterara que eres su amiga. Me quedaría muy apenada.” No
quiere esa mala influencia para su niña de buena familia que debería cuidar de
su conducta y ser como una de las “fortalezas” de Barcelona. La beata oculta
toda la obra su relación secreta con un hombre casado, lo que explicaría esa
neurosis histérica que vuelca en la fe. Cuando Andrea se entera del secreto cree
que “va a ser difícil olvidar su aspecto en aquel momento.Con los mechones
grises despeinados, los ojos tan abiertos que me daban miedo y limpiándose con
dos dedos un hilillo de sangre de la comisura de los labios… parecía borracha.
- ¡Canalla! ¡Canalla! ¡Loco! –gritó. Se tapó la cara con las manos y corrió a
encerrarse en su cuarto. Oímos el crujido de la cama bajo su cuerpo y luego su
llanto. Al irse al convento, respira la muchacha con alivio: cree que empezará
una nueva etapa en la ciudad, Esta mujer le administraba incluso la escasa
pensión que le enviaba su padre. (En paralelo, la escritora abandona Canarias
escapando de la madrastra, que pudo servir de modelo en tal estricto monstruo.)
Gloria es su antitesis. Todos en la casa y en la sociedad de ese momento la
consideran una “perdida”, “de mala vida” que se ha casado con Juan por dinero y
ahora debe “apechugar”. Le gusta hablar con esta tía porque no hacía falta
contestarle nunca, su tía no deja de hablar, y contarla su penosa vida buscando
su apoyo empático o justificarse a sí misma. Su relación con Juan es
sado-masoquista: la sumisión de una hembra a un macho prepotente, simbolizada
en la metáfora de una gata melosa. La última discusión se ha debido a unos
desnudos que Juan ha pintado de ella. Ella no cree ni quiere que los comprase
nadie. Además Juan sospecha que el hijo de ambos sea de Román. La razón que
lleva a Román a rajarse el cuello con su navaja de afeitar es que ella le ha
amenazado con que esa mañana vendría a buscarle la policía. «Era Gloria la que
gritaba, Juan la debería estar pegando una paliza bárbara. Juan tiraba, poseído
de cólera, todas las cacerolas de los guisos que hacía un momento habían
excitado mi gula y pateaba en el suelo a Gloria, que se retorcía». Entre sus
familiares, es quien más se acerca a sus aspiraciones de libertad, pero carece
de fuerza suficiente para separarse de la vida apática en la que se siente
atrapada. A Juan le quiere patológicamente por más que la de brutales palizas
diarias, no puede divorciarse y además es quien supuestamente mantiene a la
familia (Luego se irá descubriendo que juega a las cartas para traer dinero a
casa). Juan, como su hermano Román, es artista, pintor, bohemio, pero por falta
de talento no puede realizar sus ambiciones, frustradas. Humillado al conocer
las relaciones íntimas de su mujer con su hermano y por la imposibilidad de
mantener a su familia en los tiempos difíciles, fracasa totalmente en su papel
de esposo y padre. Solo demuestra cariño hacia su hijo. Su frustración puede explicar,
pero no justificar, que torture física y psíquicamente a su esposa.
En este ambiente hostil, encuentra un familiar fascinante pero terrible,
tremendista, más quijote que sancho en el espejo deformante de la callejón del
Gato en cuyo café escribía su esperpento Valle Inclán. Román aparece en toda su
fuerza y misterio romántico. Trata con crueldad y cinismo a su hermano Juan y
al resto de la familia, pero a ella le atrae su faceta artística. Esto va a ser
una característica común con otras obras como La isla y los demonios, por no
decir en la mayoría. Se ve en Entre visillos de C. M. Gaite. Las jóvenes
huérfanas protagonistas buscan una amistad e identificación con un hombre más
maduro (el profesor Klein en la primera novela larga de Gaite), al que admiran
intelectualmente. Esta fascinación platónica acaba en decepción siempre. “¡Toca
el violín y el piano! Ya no lo dudaba: me parecía ver en Román un fondo
inagotable de posibilidades. Desde que, de pie junto a la chimenea, empezaba a
pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera
capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma,
extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia en
tierra áspera. Román me parecía un artista maravilloso y único. Iba hilando en
la música una alegría tan fina que traspasaba los límites de la tristeza” Más
conocerle y quedarse horrorizada es todo uno. Su carácter, como los del resto
de la familia, aparece marcado por las secuelas de la Guerra Civil. No solo le
inunda un pesimismo trascendental que se contagia, sino que está literalmente
desequilibrado, sobre todo por su afán de control y mortificación hacía otras
personas: « ¡Si yo te pudiera explicar que a veces estoy a punto de volverle
loco a Juan!... Pero, ¿tú misma no lo has visto? Tiro de su compresión, de su
cerebro, hasta que casi se rompe. A veces, cuando grita con los ojos abiertos
me llega a emocionar. Si tú sintieras alguna vez esta emoción tan espesa, tan
extraña, secándote la lengua, ¡me entenderías! Pienso que con una palabra lo
podría calmar, apaciguar, hacerle mío, o sonreír… Tú eso lo sabes, ¿no? ¿Tú no
te has dado cuenta de que yo los manejo a todos, de que dispongo de sus nervios
y sus pensamientos…? Tú sabes muy bien hasta qué punto Juan me pertenece, hasta
qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto le maltrato» Aparece
retratado como una figura mefistofélica, como el periodista que despierta a
Carmen Martin Gaite, introducida así misma en personaje en El cuarto de atrás,
para hacerle una interviú. Goza este ser causando sufrimiento al otro, jugando
con las personas y sus sentimientos. La iconografía de la casa y de los
personajes como “infierno” se repite con Román cuando indica que «la risa de
Román me alcanzaba como la mano huesuda de un diablo que me cogiera la punta de
la falda» Este ser sádico y neurasténico acaba suicidándose, como no podía
acabar de todo en una novela de aspiración imitativa de lo romántico.
Su hermano Juan le llora, a pesar de saber qué él y su mujer se entendían. El
tío recuerda a Heaftchiff en la novela de la hermanita (personaje tan inestable
mentalmente como el gitano.) El músico trata de entablar cierta intimidad con
ella con sus fanfarronadas alcohólicas de bohemia. La sobrina le pone el límite
del platonismo, temiéndose lo borrascoso de una relación así; aunque Gloria,
Ena y su madre ya han caído en sus garras. Al acabar la novela, las referencias
a la animalidad de Román preparan al lector para el tipo de muerte elegida:
«Amigo mío, si sigues así, le degollaré como a un cerdo)» «Te quiero igual que
al cerdo que se lleva al matadero», 20S; «Román tiene un espíritu de pocilga.»
Román, guapo y simpático, es el que al principio más interés le inspira. Es un
personaje interesante para ojos de Andrea y del lector pues está muy bien
construido y mantiene el halo reservado, parece vivir apartado del sórdido
mundo de la casa. Su cuarto en la buhardilla, cuidado y ordenado, es un espacio
independiente, al que Andrea recurre varias veces para refugiarse del ambiente
opresivo. Fumar y tomar café en compañía de su tío son para ella pequeñas
libertades que le infunden cierta confianza y una sensación de independencia
que la incita a la rebeldía. Con el paso del tiempo, sin embargo, se le revela
el lado oscuro de su personalidad que corresponde al típico villano gótico, en
el que lo sublime se entremezcla con lo terrorífico. Un ser fascinante, capaz
de hechizar a los demás con su personalidad y su gran talento artístico,
dividido entre la razón y el deseo, narcisista y con obsesión de dominar a las
demás personas, de humillarlas buscando autosatisfacción. Como flautista de
Hamelín, se sirve de su talento musical para hechizar a sus víctimas que
carecen de fuerza suficiente para escapar de su influencia.
Su carácter sádico se revela en su culto por Xochipilli, el dios azteca que se
nutre de corazones humanos. En una de sus conversaciones le dice Andrea: “--¿No
te he contado la historia con el dios Xochipilli, mi pequeño idolillo
acostumbrado a recibir corazones humanos? Algún día se cansará de mis débiles
ofrendas de música- -y entonces Román se reía más, con sus dientes blancos bajo
el bigotillo negro. -Le ofreceré Juan a Xochipilli, le ofreceré el cerebro de
Juan y el corazón de Gloria. -Suspiró. Mezquinos ofrecimientos, a pesar de
todo. Tu hermoso y ordenado cerebro quizá fuera mejor…-Las mujeres aparecen
como víctimas de un hombre (Andrea, Gloria, Ena y Margarita) pero también Juan.
Andrea sueña con Gloria y Juan que se va convirtiendo en el dios Xochipilli y
luego en Román. “Bruscamente su sonrisa me fue conocida: era la blanca y un
poco salvaje sonrisa de Román. Se abrazaba a Gloria y los dos reían. Estaban un
campo con lirios morados y despeinada por el viento. Me desperté sin fiebre y
confusa, como si realmente hubiera descubierto algún oscuro secreto. Sara
Schyfter argumenta que esa fusión entre Juan, Román y el dios la hace ver el
odio que se tienen sus dos tíos. Poco después enferma. “No sé a qué fueron
debidas aquellas fiebres, que pasaron como una ventolera dolorosa, removiendo
los rincones de mi espíritu, pero barriendo también sus nubes negras. El primer
día que pude levantarme tuve la impresión de que al tirar la manta hacia los
pies quitaba también de mí aquel ambiente opresivo que me anulaba desde mi llegada
a la casa.”
Los barrotes de la cárcel infernal los simboliza su propia ventana con rejas y
los muebles amasados en su cuarto, como el castillo de una de esas Isolda
medievales que esperaban a su príncipe, revaloradas por los románticos. Pero
afirma David Foster: “Andrea nunca se hunde totalmente en el ambiente de la
casa; si así fuera nunca habría podido escapar”. Siempre son frustraciones
momentáneas y no una resignación total. Ante las experiencias negativas con los
familiares de la calle Aribau, reconoce la imposibilidad de identificación y
quizá se empiece a valorar así misma. Sale de las llamas toxicas asfixiantes a
respirar, pero estas calles oscuras y sucias son igual de opresivas. Conoce en
su facultad de letras a Pons, Guíxols, Iturdiaga, y Jaime, el novio de Ena.
Andrea trata de adaptarse a las nuevas circunstancias llenando el vacío con la
amistad de este grupo bohemio. Son jóvenes artistas, escritores y pintores,
representan la libertad de expresión y el anhelo de romper vitalmente con los modelos
impuestos por la generación de sus padres, quizá un retrato de esta generación
del 50, que ya he perfilado, reunida en los cafés intelectuales pero también en
las tabernas de Salamanca, para beber alcohol y luchar intelectualmente contra
Franco. (Matute inició allí cierto alcoholismo que nunca ha ocultado. Se la
apodaba “la cosaca” por su afición al vodka.)
Esta amistad constituye un modo de liberarse de
la presión emocional causada por su familia. No logra verdaderas amistades,
salvo Ena (a la fantasiosa imaginarias no la faltan). No reconocen su talento,
pero no cesa de escribir y anhela publicar (podría corresponderse con los
sueños de la propia autora.)También se desilusiona pronto del ambiente
universitario, en esa eterna frustración y desengaño romántico. Se decepciona
también respecto a Gerardo: “Entonces era lo suficientemente atontada para no
darme cuenta de que aquél era uno de los infinitos hombres que nacen sólo para
sementales y junto a una mujer no entienden otra actitud que ésta. Su cerebro y
su corazón no llegan a más. Agobiada por el ambiente asfixiante que llena
aquella casa fantasmal, Andrea busca refugio en la frágil cordialidad de estas
relaciones universitarias. Pero la defraudan: todos vienen de familias
acomodadas, son los vencedores de la guerra (comerciales, arquitectos,
terratenientes.) No tienen que afrontar los problemas de Andrea ni a una
familia así. Con su ropa gastada y una continua sensación de hambre, se siente
contraída entre estas amistades, dotadas de todo lo que le falta: felicidad y
paz interior.
Pons, su compañero de universidad, la ofrece una relación de amor tan conservadora
y ridícula que le produce risa. El paseo por el parque del Montjuic con Pons es
cinematográfico (toda la novela lo es), la típica escena de amor, y recuerda a
Barcelona no es bóna de Gil de Biedma. En la víspera de San Juan, Pons, la
invita a un baile en su casa y, también, a pasar el verano con su familia.
Andrea vive un momento de ensueño: es su primera vez, nunca un chico la había
invitado a una fiesta. Su amistad con Pons, sin embargo, resulta otro desengaño
que se corresponde simbólicamente a la caída del mito de la Cenicienta. Los dos
pertenecen a mundos completamente diferentes y ninguno de ellos se muestra
bastante maduro para vencer dicho obstáculo. Andrea se da cuenta de que no
puede ni quiere pertenecer a aquel ambiente ficticio al ver su imagen “blanca y
gris, deslucida entre los alegres trajes de verano”, reflejada en un espejo en
medio de la fiesta. La ilusión de escape que le ofrecía Pons no se realiza.
Después de la fiesta, vaga sin rumbo por el laberinto callejero de Barcelona y
se entrecruzan miradas, pensamientos y destinos desesperados. En mitad de la
novela, nos encontramos con esta primera noche de estío -la de San Pedro- en la
cual la protagonista conoce el desencanto amoroso. Asistimos a la primera
aventura sentimental de una muchacha que acaba en desengaño, al pasar del sueño
esperanzador a la realidad dura y frustrante. Tan ingenua es su visión del
propio sexo que afirma que “la roban un beso.” Una ingenuidad sexual años luz
de la “lolita” de Almudena Grandes en las edades de Lulú, premio de novela
erótica La sonrisa vertical.
Es especialmente significativo el personaje de Ena y la amistad que en ella
encuentra. Va a convertirse en su principal apoyo, le va a conferir la
sensación se sentirse importante y querida por primera vez desde su llegada a
la ciudad condal. Además, la familia de Ena representa lo contrario a la suya:
seres rubios, elegantes y amables, y encima de una clase social más alta a la
que las cosas les van bien. Como buena romántica, no acepta la ambivalencia y contrapone
un infierno a un cielo y no deja de idealizar a esta confidente. Como buena
adolescente desea tener la capacidad de seducción de otras mujeres: admira a su
amiga Ena, por su belleza y el éxito con los hombres: «A todos los de casa les
hago reír con los desplantes que doy a mis pretendientes... Tengo a menudo
ocasiones para divertirme porque los hombres son idiotas y les gusto yo
mucho...»Ena es su alter ego ("todo lo que no era: rica y feliz") Y
la diablesa femme fatale, tan picara como Gloria, pero gracias a la
inteligencia emocional (que a su tía le falta) se sirve de su seducción,
potencialidad y perfomatividad sexual para abrirse paso en la vida, al
contrario que la maltratada. (Aunque se insinúa que su huida se debe a que el
tío demoniaco la ha dejado embarazada.) Para este personaje probablemente se
haya basado en su compañera universitaria, su mejor amiga: Inka, la adolescente
polaca.
La clase social alta de esta su única amiga, un ser luminoso e independiente,
la hace sentir inferior: “Mi amistad con Ena había seguido el curso normal de
unas relaciones entre dos compañeras de clase que simpatizan
extraordinariamente. Volví a recordar el encanto de mis amistades de colegio,
ya olvidadas, gracias a ella. No se me ocultaban tampoco las ventajas que su
preferencia por mí reporta. Pero era para mí un lujo demasiado caro participar
de las costumbres de Ena. Ella me arrebataba todos los días al bar – el único
sitio caliente que yo recuerdo en aquella universidad de piedra – y pagaba mi
consumición. Yo no tenía dinero para una taza de café. Tampoco lo tenía para
pagar el tranvía ni para comprar castañas calientes a la hora del sol. Y a todo
proveía Ena. Todas mis alegrías de aquella temporada aparecieron un poco
limitadas por la obsesión de corresponder a sus delicadezas”. Su amiga es
desinteresadamente generosa pero la incómoda, no la puede corresponder. No
puede ni comprarse los libros para la universidad. Nunca pertenecerá a su
mundo. Se siente una vagabunda y así lo afirma en muchos pasajes y vaga, “con
los nervios afilados y el estómago vacío, en el infinito laberinto de las
calles.” Ena le atrae la personalidad indecisa, cándida y contradictoria de su
amiga que oculta su irrefrenable deseo de libertad. Andrea es como una metáfora
de la vida misma, de las vicisitudes imprevisibles de la existencia que son
condición y hándicap para progresar. Ena sobresale en la pandilla por su
inteligencia, belleza y confianza en sí misma. Será un nuevo modelo de conducta
femenina opuesto al tradicional, representado por Angustias, más cercano a su
ansia de autonomía. Andrea necesita del apoyo de su amiga para explicar su
existencia dividida entre los dos mundos. Pero a Ena le atrae más a ese
infierno, interesándose por la casa y por su tío Roma y haciéndole enfrentarse
por fin a ella.
Le ayuda a hacer lo que se no se atrevía como los personajes buenos y guías de
los cuentos y bildgursroman. La amistad con Ena, su familia y la relación que
mantiene esta con Jaime funcionan positivamente: son modelos cariñosos. La
madre de Ena es la “madre buena”, opuesta a la dureza de Angustias. A través de
su amiga íntima y por la relación de ésta con Román se mantiene vigente el
vínculo entre los dos mundos. La amistad constituye para la adolescente una
fuente de fuerza espiritual y la llena. La corresponde en fraternidad. Ve en
ella manifestaciones atrevidas de conducta que se oponen al modelo franquista.
Con la presencia de Jaime, el novio de Ena, Andrea descubre que una relación
entre hombre y mujer puede estar basada en la sincera amistad, comprensión e
igualdad y no tiene que ser una cárcel en la que la mujer se somete
completamente a la autoridad masculina. Las excursiones primaverales al mar,
durante las cuales Andrea acompaña a la pareja, constituyen para ella un escape
momentáneo de la realidad cotidiana. Pero la armonía y seguridad que ofrecen
dichos encuentros se disipa durante la semana por el hambre que siente y por el
descontento de sus familiares con estas escapadas al campo. Andrea es capaz de
juzgar objetivamente a su amiga, pero en algunos momentos desaprueba su
carácter dominante, manipulador y frívolo. Al enfrentarse con Ena y Román en la
casa los dos mundos se tocan y se produce un nuevo avance. La joven se da
cuenta de estar atrapada en un territorio indefinido en la ambigüedad, pasa
gradualmente de la resignación y soledad a la determinación y acción y logra
salir del papel de espectadora de la vida en el que se creía atrapada. Robert
Spires pone en evidencia que estamos ante la “transformación de una muchacha
ilusa, que se deja engañar fácilmente, en una mujer realista que acepta con
equidad la paradoja vital.”
La madre de Ena, Margarita, también la atrae desde el principio. Ha encontrado
una razón a su existencia en la experiencia de la maternidad. El nacimiento de
su hija Ena supuso un cambio radical en sus prioridades, y se ha dedicado a ser
la madre esperada por el régimen. Quizá es la madre que Laforet hubiera querido
tener, pues la hace mucho más caso a su hija y le ha regalado una educación más
sentimental y liberal (aunque no resulta tan buena madre cuando no logra evitar
la huida de su niña despechada por el cruel Román. Otro escándalo social para
la época, como las infidelidades y el maltrato de Gloria: secreto a voces de
toda la casa y si me apuras en toda la ciudad.) Pero el peor y más tremendista
escandalo será el suicidio de este ser malvado. La abuela culpa a su hijo Juan,
tan loca no está pues no ignora que ha “rondado” a su cuñada, aparte de a la
pobre Ena como antaño a su madre. La amiga de Andrea queda tan hundida por este
“calavera” que se debe ir de la ciudad. Su madre pide consejo y apoyo a nuestra
protagonista. (Parece más lógico culpar al alcohol y la vida marginal en que
este mal-vivía)Encontramos huellas de la presencia de la madre de Laforet en
Margarita: ha dedicado su vida a su marido y sus cuatro hijos, es buena y
frágil físicamente. “Entre su marido y sus hijos - todos altos y bien hechos -
parecía un pájaro extraño y raquítico. Era pequeñita y yo encontraba asombroso
que su cuerpo estrecho hubiera soportado seis veces el peso de un hijo
“Margarita despierta un profundo interés en ella desde que la escucha cantar en
una fiesta que da su amiga. Esta mujer no sólo acoge a Andrea, invitándola a
cenar cada vez que viene a estudiar con su hija, sino que también le hace tomar
conciencia de su condición de mujer, contándole la difícil historia de su paso
de la adolescencia a la madurez (como en las bildgursroman), al haberse
enamorado en su juventud de Román. Encarna el arquetipo de la madre buena de
los cuentos (La reina de las nieves de Andersen por ejemplo) Al confesarle la
historia de su amor fatal, le revela su propio tránsito de la inocencia a la
madurez, le aconseja y orienta de manera indirecta. Esa sincera confesión
aumenta la confianza de Andrea en Margarita, en su capacidad para juzgar la
situación familiar, en escapar y en ella misma.
Ordenación de la obra.
La obra sigue una estructura sencilla: sus capítulos se ordenan en tres
secuencias temporales y espaciales. Los primeros dan cuenta de las impresiones
que le produce la casa y sus fantasmas de carne y hueso (enseguida íntima con
su tía; asiste horrorizaba a la confesión de este amor pasional por un hombre
que la muele a golpes diariamente. Y también se tiene que quitar encima al pesado
tío Román que cree haber encontrado una nueva víctima) En la segunda parte
conoce a estos amigos en la universidad, describiendo así ese mundillo
intelectual bastante pobre, provinciano y machista. Por último aparece en
escena la madre de su amiga Ena preguntándose qué relación tenía su hija con
Román y por qué se ha ido de la ciudad. Su hija ha caído en las mismas redes
que cayó ella cuando se conocieron de adolescentes en el conservatorio de piano
(¿Será Román el padre de Ena, y serán por tanto primas?) Cree que Andrea debe
saber algo tratándose de su mejor amiga. “Quizá encuentre a un hombre mejor”,
trata de consolarle a la señora. Así, de la mano de Margarita, Laforet la
fuerza a regresar a la casa, a los dramas particulares de estos seres extraños.
Y enfrentarse a la realidad, pues en una cita que no quiero aún adelantar
Laforet habla de no esconder la sombra y los problemas en capas de polvo bajo
la alfombra sino de afrontarlos. (De nada sirve reprimir el dolor si no se
confronta, supera y sublima.)
La trinitaria obra acaba como en muchas tragedias griegas y románticas: con el
suicidio, del tío Román (la inmolación era arremeter contra la propia vida en
cristo, y moralmente censurada por la iglesia católica; aunque Jesús
prácticamente se dejase matar y el sacerdote Kinkegaard, padre del
existencialismo, la definiera “el mayor acto de voluntad humana: quitarnos lo
que nos pertenece y quizá nadie nos haya dado.” El suicidio en Las desventuras
del joven Werther contagió oleadas de inmolaciones por Europa en la época más
afectada por este mal del siglo: el romanticismo.) «La división tripartita de
la estructura se corresponde con los estadios por los que atraviesa en su lucha
por alcanzar Ja independencia: vence el primer obstáculo (Angustias) pero salen
al paso otros: Román, el hambre, el desencanto, la ruina de las ilusiones…»,
opina D. Rodenas. Ni el supuesto progreso social, psicológico moral al
marcharse de Barcelona le augura un porvenir venturoso. Nótese que la división
en tres partes es la clásica, desde la retórica aristotélica, y la que elige
Dante para contarnos su infierno, purgatorio y finalmente cielo. (El clásico
viaje no ya solo de Beatrice sino de Eurídice, Perséfone y toda mujer quemada
en las hogueras inquisitoriales por su género y su reivindicación de
independencia.) No obstante no hay que descartar tampoco que esta estructura en
tres, tan al gusto de Aristóteles, obedezca también a las escalas de elevación
místicas, que por ejemplo describían Santa Teresa, Fray Luis de León o San Juan
de la Cruz, pues la propia autora en el prólogo de La mujer nueva explica esta
con la obra La morada interior de Santa Teresa. La estructura en tres la emplea
en todas las novelas largas.
El tempus
La temporalidad funciona simbólicamente en la duración de un año. El paso de
las estaciones va en paralelo a la evolución del personaje que muestra una
degradación irreversible. La novela sigue esta división temporal agrupando
también en tres parcelas este año universitario en que residirá en Aribau.
Pasado, presente y futuro se entremezclan en la narración. David W. Foster
dice: “Sabemos que Andrea está recordando y analizando cosas y emociones de
hace un par de años, lo cual distancia el drama y nunca se detiene a contrastar
sus reacciones de ahora con las de entonces.” Su estancia cierra un ciclo
estacional que empieza en octubre y termina en septiembre, indicando la muerte
de unos sueños con el simbolismo del otoño. Su temprana explicar algunas de las
metáforas, comparaciones, símbolos... empleados ya que los sentimientos
experimentados por las jóvenes no siempre pueden ser descritos, pero sí
sugeridos con alusiones. Es impresionista la novela en tanto nos dibuja un
clima con cuatro pinceladas difusas pero minuciosas que se concretiza y precisa
el receptor. Proyecta la tristeza, la añoranza y lo emocional del personaje en
una atmósfera impalpable e inefable que envuelve las vivencias narradas. Se
materializa en sinestesias sensoriales y sentimentales. Además del tiempo
histórico (fin de la guerra, el 39): hay un tiempo cronológico (un año) y juega
con el simbolismo tópico del tiempo atmosférico y las fases del día para
exteriorizar ese sentir adolescente y femenino: el sol brilla en los momentos
felices; la lluvia cae en los melancólicos; el frio cuando surge el miedo o la
sensación de estar desvalida; la noche es sinónimo del ensueño, los amores
prohibidos o el sufrimiento en soledad y silencio, un exilio interior: “Me
acuerdo de las primeras noches otoñales y de mis primeras inquietudes en la
casa, avivadas con ellas. De las noches de invierno con sus húmedas
melancolías: el crujido de una silla rompiendo el sueño y el escalofrío de los
nervios al encontrar dos pequeños ojos luminosos —los ojos del gato— clavados
en los míos. Más tarde vinieron las noches de verano. Dulces y espesas noches
mediterráneas sobre Barcelona, con su dorado zumo de luna, con su húmedo olor
de nereidas que peinasen cabellos de agua sobre las blancas espaldas, sobre la
escamosa cola de oro.” Como bien destaca Rosa Navarro Durán en su introducción
analítica de Nada: “acumulará noches en el recuerdo, y a través de ellas vemos
transcurrir al tiempo”: Los colores sirven para mostrar el estado de ánimo de
quien afirma: «Las palabras del Avemaría siempre me han parecido azules”. Así,
en la primera parte, predomina el tono oscuro y amenazador; en la segunda, la
luz brillante y optimista; y, en la tercera, los tonos grises, indicando la
fusión de las ilusiones infantiles y su pesimismo adulto. Infierno, purgatorio
y cielo.
Final.
El suicidio de Román y la partida de Ena y su
familia a Madrid son los hechos que confirman la ambivalencia vital y el fin de
su aprendizaje vital allí para emprender un nuevo viaje. La carta de Ena,
ofreciéndole trabajar en el despacho de su padre, es “esta vez, de una manera
real: los horizontes de la salvación”. Para indicar esperanza e ilusión Laforet
describe el día de la partida con una gran luz matinal frente a la noche
diluviando con la que llega a la mansión horrenda y a la ciudad gris. La obra
termina cuando la joven se va a Madrid siguiendo a su amiga a quien imagina con
Jaime, que la habrá hecho su esposa, para poder finalizar allí la carrera e ir
manteniéndose con el trabajo que le ha ofrecido la familia de su amiga.
Abandonar el piso de supondrá liberarse de un lastre y empezar a Ser. De
Barcelona se lleva su aprendizaje vital con el hambre, la locura familiar, la
amistad de Ena y los otros universitarios, sus primeros desengaños amorosos y,
en consecuencia, una cierta lucidez adquirida observando la realidad;
«Así suele suceder en las novelas, en las películas; pero en la vida... Me
estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se
arruina viviendo». Habla de la distancia entre el sueño y lo real cuando
descubre la dureza de la vida. Por eso deja el final abierto, como la vida. El
último capítulo no nos regala un final feliz pues lo que aprende, al crecer, no
es sino del dolor y que en la vida no existen finales felices. Y además nos
deja entrever las dificultades con las que se encontrará. Pero queda esperanza:
la protagonista empieza y finaliza esta novela ilusionada. Nos ha hablado de la
educación sentimental de una joven y su gradual adquisición de juicio adulto;
pero, al mismo tiempo, del afán por volver a la infancia, una época sin
problemas y sin separatividad con el Otro y con el entorno. No se siente
preparada para afrontar con éxito la adultez: “el hambre, la tristeza y la
fuerza de mi juventud me llevaron a un deliquio de sentimiento, a una necesidad
física de ternura, ávida y polvorienta. Algo que me hacía sentirme pequeña y
apretada entre fuerzas cósmicas»". Si la niñez es el tiempo de los
proyectos y sueños, la edad madura es el de hacer lo posible y no hablar de lo
irrealizable. El paso de una a otra supone alcanzar cierta sabiduría, visible
al obrar de otra manera en un cambio específico. La combinación de unos nuevos
conocimientos y su práctica será lo que torne al individuo un adulto, cuando es
capaz de decir sí o no a algo apoyándose sólo en su propio criterio. Muestra el
fin de la ingenuidad infantil y la pérdida de un modo romántico de ver la vida,
y no llegar aún a saber hacerse una persona autónoma. Dicen sí a las
circunstancias que el azar le ha puesto delante, pero sin dar una solución ni
superar sus traumas: acepta la inesperada oferta del padre de Ena como podía
haberse quedado.
Termina la novela sin conquistar la etapa definitiva de adultez que ofrece como
premio la plenitud y un tipo de vida distinta, emancipadora. Si crecer es
redefinir las creencias y no seguir hipotecado por un sueño, no lo logra. Se
sueña escritora y ha logrado este libro. Pero sigue atrapada en el sueño de
imaginar lo que debe ser, sin aceptar lo que es. Tratar de conocerse a uno
mismo es la mayor aventura. Indagando en lo más ignoto de sí misma, ha
experimentado sus propios límites y los del Otro en esta trasgresión heroica a
través del viaje iniciativo. Crecer es una incursión en lo desconocido y la
dificultad de alcanzar el éxito en la primera tentativa. La estructura mítica
de la vida de un héroe comporta tres partes: la problemática del no iniciado,
el período buscándose y el auto encuentro. Empieza por elección personal, y en
su caso han sido las circunstancias las que le obligan a aceptar esta familia.
No ha encontrado maestras sino antagonistas, pero también apoyos y ha
abandonado su zona de confort rumbo a un lugar desconocido de utopía. Tras este
descenso a los infiernos y superada esa muerte, renace en libertad madura. Esa
conquista personal la convierte en una novela donde palpita la modernidad. Los
malos del cuento son castigados: Román se suicida, se insinúa que Gloria
acabará por abandonar a Juan, incluso le reprochan a la abuela que no haya
querido a nadie en esa casa. Cuando van a señalar con el dedo a Andrea esta da
un portazo poniendo fin a la pesadilla, rumbo a Madrid. El final no puede
quedar más ambiguo, espacio a rellenar por el lector pues se supone que ha
dejado la carrera en primero, y poniéndonos: ¿Encontrará el amor? ¿U otra
familia así? ¿Habrá familias así por el mundo? Acaba con ese tío muerto y con
toda la familia reprochándose a gritos los trapos sucios que han estado mucho
tiempo sin lavarse. Ella, ya ajena a todo, abandona a la familia sin siquiera
despedirse.
Desde la perspectiva de Andrea nos ha dado Laforet una visión concreta y
compleja del mundo que la rodeaba y esa mirada está determinada por la edad y
su condición de mujer reclamando libertad. Asoma a su personaje a la vida, casi
al nebuloso precipito pintado por D. Caspar Friedrich, donde el héroe romántico
se recreaba en el desmayo y desvanecimiento de digna damisela y en la posible
caída al abismo de sí mismo. Ha conocido el poder que ejerce el discurso
sexual, económico y el de la locura (temas que estudia Foucault) con ese
apresuramiento precoz propio de la adolescencia. La novela se ha llenado de
palabras para hablarnos solo de silencio, el de esta pobre gente enmudecida por
el poder. Pero ello lo rompe en su trasgresión de ir escribiéndonos este diario
en el que literaturiza lo vivido allí. No sabemos cuándo o desde dónde ni por
qué escribe su historia; sólo que recuerda hechos ocurridos dos años atrás. El
panorama ofrecido es uniforme y el verdadero trabajo de la joven parece haber
sido estudiar la acción de otros. La distancia entre lo sucedido y lo evocado
nunca se detiene a contrastar sus reacciones presentes con las del pasado. Es
decir, no escribe desde una situación de plenitud, autorrealización o felicidad
para interpretar su inmediato ayer; sino que su palabra ambigua muestra
confusión, desconcierto o extrañeza, extrañamiento. La forma de diario
retrospectivo se deberá a que esto sí se permitía, si se evitaba mencionar el
presente. Este proceso de encuadramiento narrativo es apenas perceptible. De
vez en cuando se oye la voz de la Andrea mayor, un narrador extradiegetico, y
de sus breves observaciones se puede deducir que se trata de memorias (a mí se
me han escapado y la he acabado con la sensación de que era un diario que iba
componiendo cada noche.)
Se denota un punto de vista femenino intencionadamente adolescente:
idealizando, degradando, distorsionando en definitiva la realidad, y en nada
mimético más que en lo formal del estilo. En lo más formal, la sinestesia
constante en encabalgamientos retóricos enfatizando lo terrible confirma a la crítica
calificar su prosa de tremendista. Podemos analizar estos recursos casi de
expresionismo pictórico, como si les hubiera robado los pinceles a Román y
Juan, o cinematográficos, y en todo caso sensoriales (especialmente visuales,
sonoros y olfativos) Se resbalan los tonos oscuros, las formas distorsionadas,
exageradas, esperpénticas, las hipérboles, los hipérbatos, que cambiando el
orden gramatical lógico de la frase o su sentido (a través de oximorones,
contradicciones y antagonismos constantes) nos hacen virar también nuestro mapa
mental; extrañándonos, desalineándonos, epatándonos, conmoviéndonos y
removiendo, en fin, todo lo emocional e intelectual que quede en nosotros.
Pinta unas figuras alargadas como las de El Greco, surrealistas y grotescas en
el aquelarre goyesco: «Las caras se iban perfilando, ganchudas o aplastadas,
como en un capricho de Goya» Exhibe su sensibilidad artística con prosopopeyas
y personificaciones, al asignar cualidades humanas a objetos, en una prosa
pictórica donde abundan las descripciones realizadas con impresiones visuales o
acústicas: «.mis zapatos, cuyo cuero amigado como una cara expresiva delataba
su vejez», «Aquel cuarto era duro como el cuerpo de Angustias», «sus cabellos
mojados resultaban oscuros y viscosos como sangre sobre la almohada.” (Siempre
el elemento gótico, de terror y misterio presente)
El tono es exageradamente exclamativo, enfático,
pero no empático (no simpatiza con nada, le horroriza), apelativo a la
conmoción, compadecimiento, simpatía y empatía de su lector. Los signos
exclamativos, las oraciones interrogativas y las inquisiciones prevalecen. Usa
las pasivas para dar mayor sensación de quietud, estancamiento, y mostrar la
parálisis permanente y la parálisis cerebral de su país. Esta elección de las formas
más empáticas, hace prevalecer unos adjetivos muy calificativos y valorativos,
más que especificativos. Y por ello prevalecen los adjetivos y sustantivos
sobre los verbos que indican acción. No denota un retrato objetivo ni mimético,
sino connotado por una hipersensibilidad e hipersentimentalidad muy acusada, en
un íntimo lirismo confidente y personalizado. Esa personalización ha de ser,
como en la obra romántica, lo más directa posible y por ello lo más simple y
rechazar toda dicción exagerada y todo manierismo engolado y sobrante. También
la fuerza a concretar el espacio, el tiempo y los personajes, y cuando emplea
términos más abstractos lo hace en función de dejar la estancia o los retratos
introspectivos vagarosos y en el aire, para que los rellene el lector. Son, sin
embargo, personajes redondos y no simples, quedando más simples los de sus
amigos de universidad o la criada. Esa sencillez a la que aspira la obliga a su
vez a la concisión en frases cortas, redondas y rotundas. Y como ya he dicho, nos
concede comas y puntos para respirar de una intriga y tensión que nunca nos
abandona, con una trama bien construida, amentando el interés y el miedo y las
ganas de un final feliz en el lector, al que traiciona constantemente jugando
con sus reacciones y horizontes de expectativas. Parece sorprendernos a cada
momento, siempre sale por donde no nos imaginábamos y el lector se siente sin
referencias vitales o lectoras para rellenar tantos misterios y espacios
vacíos.
Merece especial significado estas descripciones
a través de la metamorfosis de animalización. Lo vemos en Cela, en el mundo
ratero de Delibes, en la descripción de Gloria como “gata” y Román como “lobo”.
Le sirve, a modo de fábula, para enfatizar la irracionalidad de la bestialidad
humana. (C. M. Gaite hace lo propio en Caperucita en Manhattan.) Emplea el
simbolismo animal para describir las relaciones amorosas, en este caso de
Gloria, convertida en gata abandonada que recoge la abuela: «Yo era igual que
aquel gato y mamá me protegió», «El cuarto de Gloria se parecía algo al cubil
de una fiera. En un lugar preferente, aparecía una postal vivamente iluminada
representando dos gatitos», “Gloria estaba reconcentrada como un gato.” Afirma
Rosa Navarro, catedrática de literatura, que es representativo el gran número
de veces que la autora utiliza el verbo "parecer" y sintagmas como
"tener la impresión", "tener la sensación" y similares,
aparecen abundantemente. Uno de los tropos más repetidos en la obra es la
comparación. Todo ello hace considerar esta obra una narración descriptiva o
una prosa lírica, por paradójico que puedan parecer los términos, en la que
incluso prevalece más la partes descriptivas y reflexivas (con largas
digresiones filosóficas) que las narrativas. Exagera el dramatismo de la situación,
idealizando o condenándolo como infernal, en estas partes expresivas y
pensativas. La tercera y parte final de la novela sí es más narrativa, de una
acción trepidante y la concatenación de acciones dramáticas (Ena huye de
Barcelona, Juan y Gloria se pelean, Gloria se escapa de noche de la casa, sale
la abuela a buscarla, Román se suicida…) nos hace desear ya el clímax catártico
con un final feliz que nunca acaba por llegar, prolongando y recreándose la
autora en nuestra salivación por un desenlace aceptablemente amable.
No hay excesos verbales en Laforet: es directa, sencilla, concisa y concreta,
precisa, rigurosa en su verosimilitud, va al grano. Emplea muchas figuras
literarias: metáforas, comparaciones, símiles, oximorones encadenados en
similicadencias. Hay constancias veraces de una realidad incómoda, dura e
hiriente. Se advierten aquí interesantes detalles inherentes a la estética
tremendista. Por supuesto, las alusiones al suicidio y situaciones violentas y
dramáticas son inapelables. Su tono y textura suave, sencilla, delicada,
silenciosa y tímida, en voz baja femenina no ha de confundirnos: Nada es una
denuncia firme a un régimen duro, incluido el aspecto de patriarcado que
englobaba, y así fue entendida, aunque pusiera la etiqueta “Novela de amor para
vosotras, nuestras Dulcineas”. (A un nivel político la autora era rara avis,
misántropa en su diagnosticada fobia social, pero sospechamos que simpatizaba
con el comunismo más anarquista, clandestino y exiliado en su época.) Joaquín
Entreambasaguas, insiste en el aspecto autobiográfico: “es difícil o imposible
probar lo que de vida deja un autor en su creación, y más aún si ése lo niega,
como ella, pero es lícito al crítico considerarlo si sabe argumentarlo. Lo
autobiográfico deja en la obra una huella inconfundible, que no depende de que
se afirme o se niegue, ni siquiera de que sea fiel a la realidad o desfigurado
estéticamente. La huella de este existir en su obra se percibe nítida, y aunque
no haya sido intencionado, es inevitable que tras una creación humana lata su
creador. Se percibe aún vivo a lo largo y ancho de toda la obra el latido, la
voz y todo lo demás de doña Carmen Laforet.” Basten estos apuntes para
contextualizar esta obra genial y su recepción. Carmen Laforet no consiguió
repetir ya algo así. La obra parece fruto de una niña prodigio con iluminación
rimbaudiana más que de un debutante, inspirada en una enorme noción de la
técnica, la buena literatura y en su propia experiencia.
LA AUTORA
La insolación (escrita en los 40, publicada en
el 63) y Al volver la esquina (con el Toledo de los 50 de fondo) son muy buenas
novelas pero la autora fue perdiendo fuerza expresiva. Los críticos la acusaban
de que se limitaba a contar su vida: todo era siempre autobiográfico, con
muchachas jóvenes y liberadas. Esto llevó al escritor, en este caso crítico,
Sánchez Dragó a aseverar: “Carmen Laforet ya no tiene nada que decirnos.” ¿Qué
había sucedido? Vamos a hablar en esta segunda parte de la figura como
escritora de Laforet en el periodo pos-Nada. Carmen Laforet gana el Nadal en el
45 y se hace un nombre literario (también la sensación siempre de frustración
por no repetir la genialidad) Se casa con Manuel Cereales González en el 46,
embarazada de dos meses: un importante periodista, crítico y editor barcelonés,
director de una revista que publica a Cela, y Delibes (el editor y el
vallisoletano introducen a Umbral la noche que llegó al café Gijón.) Se trata
de un intelectual doce años mayor, pero bastante respetuoso con su género visto
el percal. Sin embargo le consideraban a él el escritor de verdad por ser
hombre (se ve en la diferencia de despachos), aunque ahora nos pueda parecer él
el arribista. Era gallego, carlista y católico (en la guerra oficial de
requetés, con una boina roja y larga capa blanca como las del feroz general
Cabrera) irónico, algo cetrino pero alto y algo presentable físicamente.
Rechazó publicar su obra maestra, pero a cambio la propuso lo del Nadal y ser
su novia. Tienen 5 hijos en poco tiempo (del 46 al 57, casi uno al año con un
año de descanso.)
Forma ella misma una familia, aunque atípica, (fruto de esta experiencia
maternal-marital escribe en el 55 Un matrimonio, coincidiendo con la obsesión
por ser una mujer cristiana de su hogar) y se dedica a viajar o como ha
señalado su propia biógrafa Anna Caballé en Mujer en fuga (Ganadora del Premio
Gaziel 2009 y editada en 2010 por RBA): “a huir de sí misma.” En esta biografia
exhaustiva podremos conocer con precisión todos estos periodos de crisis,
existenciales, incluso psiquiátricas y físicas que sufrió (la autora pierde
peso, enferma y finalmente muere de Alzheimer, lo peor que le puede pasar a un
escritor: que le priven del recuerdo del que hace crónica.) Escribe para
revistas femeninas para pagar facturas. Tenía un despacho mínimo donde se
encerraba a escribir (mientras su marido tenía un escritorio enorme y los niños
estaban encerrados en el cuarto de juguetes.) En medio del jaleo es cuando más
escribía curiosamente. “Me levantaba a las 5 de la mañana y empezaba a escribir
como una autónoma artículos literarios y a responder cartas porque yo cuidando
a un niño no tengo la menor facultad creadora para otras cosas.” En las
entrevistas de estas revistas femeninas de la época se le interroga sobre su
papel como esposa y madre, ni rastro de estas inquisiciones en narradores
masculinos: ¿Se aísla para escribir?, ¿Influyen sus hijos en su literatura?,
¿Ya la dejan los críos escribir?, ¿Quiere más a sus novelas o a sus hijos? (se
las trae esta preguntita), ¿Primero es su vida familiar o de escritora? (sale
airosa de la impertinencia: todo escritor lleva una doble vida, la familiar y
la creativa. El hecho de no renunciar a ninguna de las dos denota lo importante
de ambas facetas.)
A Laforet le pasó además un poco lo de san Pablo al caer del caballo. Le entra
un ramalazo cristiano, revelación mística (“Dios me ha cogido por los cabellos
y me ha sumergido en su misma Esencia"), que explica por ejemplo la novela
La mujer Nueva en el 55, que consigue el Premio Menorca ese año y el Nacional de
Literatura al siguiente. En su obra exalta a la mujer casada madre de familia
con virtud religiosa. La protagonista vuelve a la misma fórmula que Nada: una
chavala joven en crisis. Paulina Goya acaba convertida al cristianismo tras una
vida hostil: vivir “en pecado” con Eulogio Nives (ósea sin cura ni papeles)
siéndole infiel con Antonio, el primo de este. Se entera además de que está
casado con Rita (símbolo de la virtud y de salud quebradiza, la pobre) También
ha estado en la cárcel, donde nace su hijo sin saber de quién es. La
descarriada” oveja se sale del rebaño y va por “la mala senda” de experiencias
desconcertantes y crueles: cárcel, abandono del hogar, relación tormentosa con
un amante… Se siente culpable de no ser buena esposa y además enferma. Le
agobia su pueblo, Villa de Robre, del que ansía escapar. Estudia desde niña en
Madrid, y ahora Ciencias Exactas (si la mujer lo tenía difícil en el mundo
académico más en el científico) La hija prodiga vuelve arrepentida cuando él se
suicida, con la cabeza gacha donde su padre. Todos se decepcionaron con esto,
pero ella seguía escribiendo lo que vivía, sentía y fluía en ella. "El
hecho humano que motivó su temática fue mi propia conversión (en diciembre de
1951) a la fe católica. Fe que podrá suponerse me era natural, pues fui
bautizada al nacer, pero de la que jamás me volví a preocupar tras salir de la
infancia, y cuyas prácticas –para mí sin sentido– había dejado totalmente. He
huido de esta novela –precisamente por haberse motivado en una vivencia mía– de
todo elemento autobiográfico, aparte de la sensación repentina de la Gracia. He
creado un tipo de mujer, protagonista de mi libro, totalmente distinto de mi
tipo humano, y la he colocado en situaciones, ambientes y circunstancias de
conversión y lucha espiritual totalmente diferentes a las mías.”
La religión la cambia la vida, remanso a tanto
dolor existencial e incluso enfermedad física. En la época en que los autores
se liberan del “lastre” teológico, ella insiste en él. En su defensa yo
alegaría que habría que entenderlo parte de los intereses que la despiertan
todas las metafísicas y religiones, incluso orientales, y especialmente la
filosofía (son sus estudios académicos) y el existencialismo, a partir del
romántico. Esa conversión religiosa parece ser fruto del amor por la tenista
Lili Álvarez, ya que nunca se llevó bien con su marido. Fue la primera española
en llegar a la final europea de Wimbledon, de ferviente catolicismo mezclado
con un extraño feminismo. Se dibujaba una pulsión homosexual en la autora y
aunque no sea de mi interés así lo afirman su biógrafa: "Siempre buscó
mujeres fuertes, bíblicas, pero no creo que consumara su homosexualidad: se
reprimió. Le dedica a ella la obra: “con agradecimiento y mi gran cariño,
madrina mía de confirmación.” La conversión sucede en la puerta de la iglesia
de los Jerónimos en Madrid mientras espera a su tenista, había canalizado a
través de la religión su necesidad de ayudar a los demás. Por aquella época,
otra buena amiga de Carmen Laforet fue la aristócrata María Campo-Alange, una
defensora de los derechos de la mujer que escribió en 1948 el libro La secreta
guerra de los sexos con amagos de talante progresista sin llegar en absoluto al
de las republicanas exiliadas. Con una personalidad ambigua, mezcla de
conciencia social, beatería y militancia falangista, tan amante de la cultura
como defensora de la censura. “Carmen Laforet se acercó a la luz como el
sediento que busca un poco de agua en medio de una tierra desértica.” (Sí, esto
lo he sacado de un crítico muy cristiano.)
Desde el sector oficialista de la Posguerra,
vinculado con lazos de hierro a la esfera del catolicismo, la historia de una
mujer descarriada que encuentra por fin la paz interior al integrarse en el
seno de su doctrina se admite y se valora, pero con ciertos reparos: admiran el
manifiesto triunfo de recuperar a una “pecadora”, pero se dice al pecador y no
sus pecados ¡y encima un suicidio…! Es motivo de escándalo. Tal que se hizo
necesaria la intervención de la alta jerarquía eclesiástica para que pudiera
pasar la censura. Desde el otro ángulo, el sector crítico con el régimen que es
legión, hay de todo: lectores que se alían con el libro viendo panteísmo o
agnosticismo y otros que no pueden pasar por alto esa conversión mística. Trataron
de politizar la obra y figura de Carmen un bando y el otro. Teresa Rosenvinge y
Benjamín Prado escriben al respecto en 2004: “En 1951 algo da un nuevo giro a
su vida: su repentina conversión a la fe católica. Una etapa mística que la
acercará a su práctica, pero contrasta el fondo social de la guerra y sus
desastres”. Israel Rolón Barada no duda en defenderla, en el prólogo de la
edición que lleva a cabo de esta obra, como “feminista, revindicando no la
beatería sino la libertad, incluso la religiosa, por políticamente incorrecta
que parezca. Y resultado de esa crisis religiosa que tanto señala la crítica.
Quizá llegó a decepcionar a algunos colegas y escritores contemporáneos, que no
separaban la novela de su catolicismo practicante entonces.”
Paulina no tiene prejuicios de fes, sí muchas contradicciones: «La religión a
Eulogio no le importaba tampoco. Le gustaban las ideas del Evangelio y le
parecía lo más sublime del mundo, sin ver su divinidad, pero no tenía fobia
alguna contra la Iglesia, como yo» Pero al final de la obra salta: “el amor es
más que una pequeña pasión o una grande. Es lo que traspasa esta pasión, lo que
queda en el alma de bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor, el ansia
han pasado. Se parece a la armonía del mundo, tan serena; a su inmensa belleza,
que se nutre incluso con las muertes y las separaciones, la enfermedad y la
pena... Recoge en sí todas las armonías, las bellezas, todas las aspiraciones,
los sollozos, los gritos de júbilo... Dispone la inmensidad del Universo, la
ordenación de leyes que son matemáticamente las mismas para las estrellas que
para los átomos, leyes que en penosos balbuceos a veces descubre el hombre. El
Amor es Dios, inmensa hoguera de felicidad y bien, en la que nos encontramos y
colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos libertad para ir y vamos, si no
nos atamos nosotros mismos piedras al cuello. Lo que sentía Paulina no cabe en
la estrecha palabra felicidad: Gozo. Por primera vez en su vida, algo sin
nombre le había ocurrido, le estaba ocurriendo fuera de toda la experiencia de
cosas humanas que le hubiesen sucedido en su vida. Como si un ángel la hubiese
agarrado por los cabellos y arrebatado hasta el límite de sus horizontes
pequeños de siempre, abriéndolos, desgarrándolos y enseñándole un abismo,
dimensión de luz que jamás hubiese sospechado... La dimensión dorada de la vida
que no se encierra en el tiempo ni en el espacio, la arrebatada, la asombrosa,
inmensa dimensión del Gozo. El Porqué del Universo, la Gloria de Dios. El
Gozo.”
Pero no podemos entenderlo un trasunto literal
de la autora: la realidad de Paulina no es la misma que la de su autora ni esta
experimentó la sinestesia mística, “la gracia”, como un éxtasis ataráxico
delirado por Santa Teresa, sino que fue más bien un convencimiento intelectual.
“Ni en esta época fervorosa abandonó su posición individualista, critica e
independiente” asegura su hijo Agustín. Además se arrepiente del “brote”
cristiano (contradiciendo asimismo su afirmación de que no contenía elementos
biográficos: la contradicción la definía a Laforet.): “Tuve una fuerte crisis
religiosa, no me interesó nada más cerca de 7 años. Hice las mayores idioteces.
Me metí en los vericuetos del catolicismo español con lo que tiene de absurdo y
enmohecido y todo. Es una pena que no escribiera La mujer nueva unos años
después, más subjetivamente, como obra de arte hubiera sido mucho mejor, pero
¡estaba tan obsesionada…! Lo único que siento es haber explicado cosas intimas
que creo no deberían explicarse” Y lo confirma su hijo: “El período religioso
de mi madre duró (gracias a algo) esos 7 años durante los cuales la abnegación
no consiguió vencer a la independencia, y ella no consiguió integrarse
realmente en una comunidad ideológica (que no espiritual), a la que por
naturaleza no pertenecía. En todo este tiempo, sin embargo, me consta que no
pretendió imponer a nadie lo que a ella misma le fanatizaba. Además, salió de
este período tan limpia como había entrado: su respeto por la religión sigue
siendo el mismo que antes, una vez resuelto el problema de su fe personal. En
vez de quebrarse por rechazo a cierto aspecto de la iglesia, se asienta a
partir de entonces con naturalidad y sí hay que definirla sería agnóstica o
panteísta. Al contrario de la mayoría de los fanáticos, una vez rotas las
cadenas, no hay en ella resentimiento, ganas de echar culpas, ni de matar a
dios ni a nadie. “
Este misticismo desaparece tan rápido como había surgido y su nuevo interés
serán las corrientes místicas orientales que conoce de primera mano en el Tánger
cosmopolita de los años 50. No vamos a ocultar que se enganchó a diversas
drogas opiáceas y anfetaminas, era la época y el sitio indicado. La acogen en
el cenáculo literario de Paul Bowles, Truman Capote… le encantaba alli ser
extranjera y hacer lo que quisiera; y sentirse anónima pues aquí todos la
conocían. James Bowles la comparó con un hada. Un mundo trasgresor falto de
prejuicios, en libertad, y este clima intelectual entre palmeras le da la clave
para su próxima novela. Anuncia que con Tres pasos fuera del tiempo, editada
por Planeta en el 63, inaugurará un nuevo estilo. Quería que conformara con La
insolación y con otra inconclusa una trilogía sobre este país. En Canarias
encontró otro círculo intelectual. Desde allí iba publicando estas novelas,
cada cual más experimental y novedosa, que se recibían como secuelas de su obra
maestra. Uno de sus relatos se titula directamente “Gran Canaria.” Tiene mucho
éxito con Nada, se hacen varías ediciones, pero las otras defraudan, aunque no
a la crítica y se enerva en insistir: cambia el estilo constantemente, trata de
recuperar una originalidad que es irrepetible. La autora en Las Palmas rememora
su infancia y juventud en La isla de los demonios en el 52, abiertamente
autobiográfica. Su alter ego en la obra afirma: “Esto es crecer, estoy
creciendo.” Aparece una de sus madrastras malvadas, la recurrente búsqueda de
una nueva vida liberada, el enfrentamiento entre la realidad y el deseo... Y
luego un silencio narrativo mucho tiempo. Espacia mucho su creación y durante
estos largos años no pública.
Al reclamar cada vez más ir sola a Canarias se tiene que separar
momentáneamente de su por lo demás, según ella, feliz matrimonio y de sus 5
hijos, (de ellos Agustín y Silvia son escritores también y él analiza “sin piedad”
la obra de su propia madre en Historia de una novela.) Hasta que se separa
oficialmente del esposo en el 75, cuando la dejan, aunque el matrimonio estaba
roto desde los 70. Ahora sí es “una mujer nueva.”
Marcha a México y luego a EE.UU como viaje de
recién divorciada, aunque su primer viaje a la tierra de la libertad
(económica) fue en el 65. Público la experiencia como Mi primer viaje a USA en
el 81. Emprende emocionada una travesía de 7 dias y en Nueva York inicia un
recorrido por el país invitada por el departamento de estado. ¡El Nueva York de
Lorca, Juan Ramón y poco después de José Hierro y Carmen Martin Gaite! Cruza el
país, de Washington a California, de un extremo a otro. Descubre el ambiente de
los campus y el entusiasmo de unos estudiantes diferentes, pero encantados con
la magia de esta mujer liberadora y sus trasgresoras novelas, en aquel ambiente
existencialista de cambio cultural, eco del mayo del 68 francés. Partiendo de
estas notas escritas en hoteles y carreteras (como la solitaria mujer sobre la
cama del hotel con las maletas esparcidas por el suelo de los cuadros de Edgar
Hopper) publicará en España y EEUU en el 67 (fue a esta revuelta estudiantil en
su momento más “hipi”) la novela Paralelo 35, su crónica viajera. Se lleva a su
amiga Inca a estos viajes. La encantaba viajar, aunque fuera de su casa al café
de abajo: Barcelona, Madrid, Canarias, París, Roma, Polonia (con su amiga
polaca Linka) Tánger y muchas ciudades de Oriente, Nueva York y todo EEUU…Y
recorrer los cascos antiguos de estas ciudades. “Hacía mucho que no podía hacer
esto: vagabundear, ir de un sitio a placer y a donde me gustaba. No sabía por
qué desperdiciaba tantas horas que debía haber dedicado al trabajo en paseos
sin rumbo. Me distraía el olor a hierba buena que venía a cosquillear
deliciosamente la nariz.” Se nombraba como nómada, vagabunda, espíritu errante…
buscando la libertad, el aire libre, la naturaleza…
Valbuena Prat las compara a autora y protagonista a “un Don Quijote joven y
femenino, un alma expansiva salida de su isla en busca de aventuras, ósea una
Bobary” Se refleja también ese alma libre en el retrato de Margarita pues
confiesa su marido que sus constantes viajes se deben a las frecuentes mudanzas
(La de Ena se basa en la familia polaca de su mejor amiga Linka): Ahí donde la
ve usted, Andrea - dijo el jefe de la familia-, mi mujer tiene algo de
vagabunda. No puede estar tranquila y nos arrastra a todos. -No exageres, Luis-
sonreía ella con suavidad. ) La escritora afirma: “cada vez que escucha la sirena
de los barcos, podía cerrar los ojos y saborear el día en que por fin deje la
isla”. Era tan defensora de los animales en libertad como Delibes. Llevaba a
sus niños a largos paseos y campiñas, en plenitud con la naturaleza, le gustaba
hacer muñecos en la nieve,… Cuando acababa una novela se retiraba un mes o lo
que pudiera a un lugar apartado, en casitas de verano en plena sierra de
Madrid, a retocar las novelas. “Se colaba el aire por las paredes y no más
entrar tenía que encender la chimenea pues a ella distraída con su cigarrillo y
novela se le olvidaba”, recuerda su hija. Para viajar necesitaba el permiso de
Cerezales, y este se lo dio a cambio de no escribir nada relacionado con su
relación o que se pudiera identificar con él. Parece una broma, pero una
condición puesta para el divorcio era que no escribiría nada referente a sus 25
años de vida conyugal. Se lo hizo firmar ante notario. (¡¿Qué nos habremos
perdido?!) Esto la bloquea más la libertad creativa y le confunde más la
personal. En su nuevo estilo debía evitar que su vida fuera la materia de sus
relatos. Y se le hace imposible.
Lara lleva casi 7 años esperando su novela Al volver la esquina, pero la
literata se deja llevar por la libertad: vivir la vida, en vez de escribirla.
Su ansia de cosmopolitismo, de ver mundo y de ser libre choca con esa necesidad
de un hogar o una familia que siempre tuvo. “Agradezco al destino esta profunda
sensación de vida intensa indescriptible al preparar mi maleta. No es verdad
esta idea que tengo metida en la sangre de que soy una vagabunda, que mi casa
está en los trenes, en los barcos, no quiero pararme nunca y vagar de un sitio
a otro. Sé que mi maleta duerme y descansa muchísimo pero solo tenerla entre
mis manos despierta en mi todos los sueños de adolescencia.” En Roma iba al
Trastevere con Alberti y otros intelectuales en el exilio. Compró una casa allí
y recuerdan sus amigos encontrarla “entre una nube de humo, montañas de
escritos y la nevera solo con una lata de sardinas y un pedazo de queso.” Se
obsesionó con Al volver la esquina rescribiéndola continuamente. Escribe mucho,
pero lo guarda todo en mochilas y carpetas y Lara se desesperaba. Alberti la
recomendó dictar a un micrófono, así que empieza: “¿Por qué escribirá uno?
Todas las disculpas que uno inventa para escribir son falsas o incompletas.
Escribo absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice
de espiritualidad al mundo y de que para nadie es importante; yo me entrego a
ella a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina
talla. Si uno es escritor escribe siempre aunque no quiera hacerlo. El
verdadero literato, aunque trate de escapar a esa dudosa gloria y a ese
sufrimiento real que se merece por seguir a su musa no puede. Sé que no puedo
renunciar a la obligación de una vocación verdadera: mi vida entera gana
sentido en perderla escribiendo. Como en El viejo al mar, he creído vencer,
pero solo vuelve el esqueleto del pez, la prueba de lo que quise hacer sin
conseguirlo.” Pero el pedante Sánchez Dragó seguía reprochándola desde su
grandilocuente programa televisivo sobre literatura: “¿Por qué ya no nos
escribe nada esta mujer y alegremente nos afirma inclusive que no tiene ya nada
que decir?”
En La insolación, Al volver la esquina, Jaque Mate narra tres momentos en los
últimos 20 años de la vida del país. Vuelve para escribir La insolación a su
costumbre de alquilar casas en la sierra de Madrid. “Ayer vi una resistencia a
escribir incomprensible para mí misma. He pasado noches enteras escribiendo para
romper lo escrito sin leerlo.” Rompía, rescribía en estas crisis creativas, y
llegó a obsesionarse en su sentido perfeccionista de la literatura. La
asistenta llegó a exclamar: “Si esta mujer no escribe, lo que hace es romper
papeles.” Pero acaba La insolación. Martin un chico oprimido por su padre
contacta con una familia bohemia criticando así la rigidez de su época. Vivía
desesperadamente cada novela y le provocaban ataques de nervios y ansiedad. A
los 44 despide a la última novela que verá publicada. Y en ella define la
posguerra en lo más característico: “Hambre devoradora como no ha tenido ni en
tiempos de guerra. El pan es pesado y se rompe no más caer al suelo, la abuela
lo guarda y le dice que no puede comerlo, guardándolo para el nieto.”
Es uno de los autores más misteriosos del siglo xx, pues ocultó, celosa de su
intimidad, todo lo referente a su vida personal. Era una persona muy huidiza,
replegada en sí misma, tímida, dedicada a la familia, y alejada del mundo
literario que rehuía (lo contrario a Cela con sus alardes egocéntricos y
machistas, zángano reinando sobre su “colmena” del Gijón) Lo cual no significa
que no lea las revistas literarias españolas e internacionales, y siga los
elogios del crítico Vázquez Zamora que no acaba de creerse. Se siente un bicho
raro y pato feo entre aquellos escritores masculinos de verdad. "Ella no
quería ser escritora profesional, quería vivir y de golpe se vio fiscalizada y
eso la rompió emocionalmente", afirma su hijo en la biografia materna.
Para ella el ideal de escritor era Zubiri: “No concede entrevistas, no hay
presentación de libros, ni firmas…ha elegido siempre la senda callada de los
sabios.” Gerald Brenan le abre la puerta del panorama literario anglosajón e
internacional, en sus artículos elogiosos en el New York Times se leía: “En
ella y su prosa brillante veo a las mujeres atrapadas en el estrecho mundo de
la clase media.” Era un escritor afincado en España relacionado con el circulo
de Bloodsbury (y por tanto con Virginia Woolf, tan admirada por Laforet y que
es tan influencia vital como pudiera serlo Simone de Beavouir o las autoras
feministas liberales y posfeministas. La búsqueda de La habitación propia en
esta escritora y en el personaje de Andrea por obvia no debe obviarse. Estos
monólogos interiores introspectivos femeninos, esa pluralidad de voces
narrativas en primera persona que la esquizofrénica mente inglesa concebía,
anteceden al soliloquio sicosentimental de Andrea, quien también emplea esta
técnica de Joyce tan característica de la novela moderna y que en España empleó
con maestría y en la época Martín Santos en Tiempo de silencio.)
Tuvo éxito porque además era joven, guapa. Ser mujer y novel jugó como
obstáculo: la cuestionaban y exigían más. Chocaba el cerrado y exquisito mundo
literario con sus ansias de libertad. “El éxito literario no debería incluir el
interés por la personal pero me llovían interviús. En estos reinos belicosos me
consideran, sobre todo los más machistas y carcas, enemiga de todos. Comprendí
que no escribiría más hasta que pasase todo aquello y dejaran de preguntarme si
tengo ahora algo nuevo entre manos y esas estupideces. Me dan ganas de
responder que en estos momentos la sartén recién comprada.” Quiere huir de la
crítica y la prensa, y responde chocante y contradictoria a las entrevistas
personales de los periódicos conservadores y los micrófonos de una sola
televisión española en blanco y negro. Lo mismo afirma que va a dejar de
escribir como que ya tiene su siguiente novela “entre manos”. Divulgó más esa amenaza
de dejar de escribir que su propia obra. No sabe crearse un personaje para
defenderse en lo extraliterario. Laforet siempre quiso pasar inadvertida, no
ser famosa. La vida y obra de Carmen guarda parecido con la de Adelaida García
Morales. Tras publicar El silencio de las sirenas y otros cuentos, se casó esta
con el cineasta Víctor Erice, que rodó su cuento corto El Sur. Lo único que de
ella se sabía es que no concedía entrevistas y que muere en Madrid en también
de Alzheimer (en las últimas fotos aquella escuálida morena misteriosa había
engordado considerablemente y estaba notablemente desmejorada.)
Mantuvo una larga relación epistolar con Ramón.
J. Sénder y con Miguel Delibes. Ahora, gracias a su hija Cristina y a Israel
Rolón Baranda (quien editó La mujer nueva o la biografia Mujer en fuga), se han
recopilado y publicado estas 75 cartas en Puedo contar contigo, una obra
calidoscópica para entender su vida y su obra. Allí explica por qué quiere
dejar definitivamente de escribir. Les desvela a estos dos grandes los motivos
de su silencio literario. Los ¡40 años muda desde el año 70! (sin publicar,
nunca dejó de escribir) se deben a su patológica inseguridad personal, a su
fobia social. “Siempre hasta que me muera estaré volcada en los demás. Los querré
y me querrán. Y al mismo tiempo estaré siempre sola.” Conoce en EEUU al
exiliado Sénder, que admira Nada desde su publicación: "Está escrita con
toda libertad y fuerte componente autobiográfico. Luego forzada por las
inhibiciones, se volvió muy costumbrista: quería que su obra no transparentara.
La mejor novelista de este país muestra la sutil complejidad del alma femenina.
Pasa por el vivir con sensibilidad alerta y enorme curiosidad intelectual. Nos
cuenta lo que siente y lo que piensa. Y (antes que nada) lo que ve. Las fuentes
principales de las que se nutre su materia fabulosa son la minuciosa
observación de la vida, la sustancia propia de la escritora y el incesable
trabajo de la memoria y de la imaginación. Es auténtica, femenina, emotiva, muy
suya. Une temperamento con templanza armoniosa gracias al feliz matrimonio
entre la joven espontanea Andrea y esa madura señora Laforet.”(La narradora
cuestiona los juicios de la protagonista, aunque coincida la voz.) De su
admiración no hay duda cuando afirma rotundo: “Lo único que digo es que Nada es
la primera obra maestra realmente femenina que hay en nuestras letras»
Delibes parecido: “Esta sí que ha sido La mujer
nueva en una literatura hecha por nosotros, más cazurros” Solo se ven dos veces
cara a cara estas dos personas tan dispares pero por sus cartas con Sénder se
desliza una enorme intimidad. Ella se ha enamorado de Nueva York y el novelista
le confiesa que le decepciona cada vez más el país, solo siente rencor al
“césar pequeñito” y no se aviene a ser viejo. Carmen también necesitaba
alejarse de aquí: “Es lo que tiene España, que le aniquila a uno. ¡Qué
sensación horrible volver: el tren lleno de carbonilla, hombres maleducados y
el clima de Madrid! Me encantaría vivir en Nueva York y venir aquí solo de
vacaciones. Solo estando aquí 3 meses ya se siente que no es lo que
esperábamos.” Quizá en estilo sean antitéticos pero comparten religiosidad:
admiran ambos a santa Teresa, cuyos proyectos con monjas más libres podría
considerarse bastante feminista dado la época, a pesar de su “la mujer: a los
pucheros y a Dios.”
Con la cuentista infantil Elena Fortún también
mantuvo una correspondencia que también se acaba de publicar, hace tres años,
por la editorial fundación Banco Santander: De corazón y alma (1947-1952) con
prólogo de sus hijas Cristina y Silvia Cerezales Laforet y de la hispanista
Nuria Capdevila-Argüelles. La autora de Celia era la cuentista preferida de
Gaite (Siempre amaron Gaite, Matute y Laforet el mundo infantil que tanto
impregna su madura obra) De hecho, la salamantina escribió los guiones para la
conocida serie televisiva que rodó su amigo José Luis Borau. Elena la confiesa
que solo es “una vieja” y que ha sido “mala madre y esposa” pues vio morir
joven a su hijo y suicidarse a su esposo: “ya conoces nuestra relación
doméstica tensa y desagradable.” Se sentía culpable por no haber cumplido con
su papel de mujer, pero desea irónicamente a su amiga (35 años más joven) que
sea “una mujer nueva”, como en su novela “y poda el árbol del deseo masculino”.
Estas cartas las mandó la narradora infantil custodiar a su muerte a Carolina
Regidor, hija del primer ilustrador de sus cuentos. La familia Laforet dio con
ella en una residencia de ancianos y prometió entregarles el legajo, pero murió
casualmente al caer por unas escaleras. Encontraron también un sobre en casa de
Marisol Dorao, autora de Los mil sueños de Elena Fortún, con una indicación:
“Cartas de Carmen Laforet, para entregarle a ella después de mi muerte”.
En sus ¡600! cartas y diarios escritos durante toda una vida sigue jugando con
el lenguaje, los nihilismos, existencialismos y experimentalismos. Durante 40
años no acepta entrevistas ni en televisión ni radio ni prensa porque sentía
que manipulaban sus ideas. Quisquillosa con todas las críticas, mandaba cartas
virulentas contra los periodistas que hablaban de ella. La ignorancia de un
público se atrevió en la típica entrevistada insufrible por televisión a
llamarla "vanidosa y arrogante." Ya ni siquiera abría las cartas. Una
de estas cartas sin abrir tenia matasellos de Hollywood; la Wagner quería
adaptar Nada en EE.UU (después han hecho varias con la escritora ya muerta.)
Con Nada se han hecho películas neorrealistas tremendas y tremendistas como la
de Edgar Neville en el 47 con Conchita Montes o Rafael Bardem de intérpretes,
aunque la censura se cargó media hora del largometraje. Leopoldo Torre Nilsson
en el 56 y en Argentina rueda otra versión, Graciela, también en blanco y
negro.
Roberta Johnson se convierte en su amiga,
biógrafa, la invita a dar conferencias por EE.UU y le hace salir de su bache
anímico. En un estado físico y psicológico muy delicado recibe los atentos
cuidados de esta profesora, al borde siempre de la angustia existencial (ista).
Ella decía que “solo” era “grafo fobia”. Además empieza a detectarse la
arterioesclerosis cerebral, de la que se dio cuenta desde el primer día. A
Roberta le sentenciaba consejos vitales: “Tienes que perdonarte todos los
dias.” En los diarios, que fue escribiendo toda su vida como un Andrea no
cualquiera, no hay referencias al Nadal, al mundo literario, a sus obras, a una
poética que nunca definió por escrito… Son los recuerdos que se le han quedado
grabados en cada año, cosas de su interior, de su sensibilidad: “6 de
setiembre, mi cumpleaños, cumplo 6 años. Estamos en la casita de la playa. Paso
una tarde llena de sol y me paro pegada a la ventana de mamá para ver el mar,
que parece que empieza justo en la pared de la terraza. Recuerda este día,
Carmen, este momento, no lo olvides jamás. Llevo un lazo rosa en la cabeza.”
Publicó por entregas solo algunos de estos años de diario en el ABC, pero la
muerte la pilló antes. En febrero de 2007, a modo de conmemoración del tercer
aniversario del fallecimiento de la autora, la editorial Menoscuarto publicó
por primera vez una recopilación de todos sus relatos cortos, incluidos cinco
inéditos. En 2009, Cristina Cerezales publicó un segundo libro sobre su madre,
Música blanca (Destino), donde, en palabras de Rosa Montero, "Nos asoma a
otro espacio asfixiante: la vejez de la escritora, la enfermedad y el
deterioro". Para tratarse este mal neurovegetativo tenía que tomar Minilip
desde el 60, una medicación a base de anfetaminas para adelgazar que la
debilitó en una anorexia. Se podían comprar sin receta y "digamos que le
acabó gustando la química", suaviza la biógrafa.
Esto acaba por arruinar su escritura:
"Escribir me da una pereza casi invencible. Además me horroriza, pero así,
patológicamente, cualquier forma de aparición en público". Escribe cuando
puede, y rompe. Nada le gusta. Tanto, que ni devolverá nunca corregidas las
galeradas que en 1973 le hacen llegar de Al volver la esquina. "Temía que
ese libro no estaba ya nada bien", cree su biógrafa. No tenía fuerzas ni
para firmar un cheque (en esta última etapa, como cualquier escritor de la
época que no fuera Cela, no escondía un Mercedes custodiado por criados, sin
llegar a los extremos por ejemplo de M. Zambrano o R. Chacel. La filosofa
Cervantes y la narradora del 27 envejecieron en tal miseria que el propio
Estado la compró simbólicamente su magnífica biblioteca personal. Ahora sí que
definitivamente deja de escribir y también de hablar por esta enfermedad
degenerativa que incluía el Alzheimer y el debilitamiento nervioso y muscular.
La desesperación la llevó a aficionarse al tarot, al que acabaría consultando
su vida. Llegó a un bloqueo físico y mental que no podía ni levantarse de la
cama. "Tengo que realizar algo bueno, malo o regular, pero
realizarlo", se gritaba.
Con 65 años, cogió un cuaderno escolar de su
nieta y empezó a hacer palotes, intentando volver a aprender a escribir. Tanto
le insistía su niña que escribió "Uno... Única"", a modo de
últimas palabras. Pero el deterioro ya era irreversible. Nadie sabía si había
muerto al menos para la opinión publica ya no existía más que su obra Contestó
a un periodista que la preguntaba por el premio a otra: “Hágase usted a la idea
de que he muerto”. No se ha puesto aún nombre a la enfermedad que la mató.
Muere el 28 de febrero de 2004 en una residencia geriátrica de Majadahonda, con
la cabeza totalmente ida y quizá con la sensación de que los fantasmas y
demonios habían ganado la partida de ajedrez. Había estado a esto de ganar el
premio Príncipe de Asturias dos años antes, su nombre fue ese año el más sonado
y al informarla de que era una de las candidatas solo preguntó como una niña
extrañadísima: “¿A mí?”. Jaque mate puede haber ardido en el fuego por orden
suya a una amiga como hiciera Kafka (pero cuidado, no, El Castillo o El proceso
sino esas cartas al padre y de amor asexual a su lectora Milena, que
arruinarían su pacto con la gloria literaria.) ¡Y no le había entregado aún el
manuscrito de Al volver la esquina al pesado de Lara que seguía
espera-desesperando! El año de su muerte, Destino (aglutinada en esta
macroindustria de Planeta) publica por fin Al volver la esquina. Lara respira.
Muchas de sus obras se publican póstumamente. Destino decidió hacer unos años
que iba a publicar una colección dedicada a ella: una obra cada dos años y la
paulatina traducción al inglés (Nada obviamente está más que traducida.) En los
años 60 se editan Tres pasos fuera del tiempo y Jaque mate. Tiene varios libros
de relatos “de niña para niños”. Se han publicado también los Cuentos completos
(algunos de estos son La llamada, La muerta, El último verano, Un noviazgo, El
viaje divertido, Los emplazados, El piano, y La niña, todas entre el 52 y el 54
(aunque empezó muchos en el 45). Las protagonistas de estos relatos solían ser
amas de casa. Estos cuentos los va recopilando y publicando juntos a lo largo
de toda su vida, por ejemplo la compilación de los 70. Sus artículos literarios
se publican en el 77. Y las colecciones definitivas: la que Carmen Riera hace
de sus cuentos: Carta a don Juan, en 2007; y la de Álvaro Pombo de sus novelas
cortas en 2010 que venían a añadirse a las Obras Completas del 57 (solo
incluían sus novelas.) En los 90 las autoras en democracia la revindican como
autora feminista, y a este espíritu obedece incluir relatos suyos en antologías
de cuentos: Rosamunda en Cuentos de este siglo. 30 narradoras contemporáneas
que saca Lumpen en el 95 y Laura Freixas incluye Al colegio en Madre e hijas en
el 96. En 2010 se creó en el madrileño barrio de Valderribas un colegio con su
nombre y apellido. En 2011 se le concedió, a título póstumo, el premio Can de
Plata de Gran Canaria, en la modalidad de las Artes, que concede el Cabildo
Insular La autora posee una calle en la periferia de la ciudad de Estepona
(Málaga), en el barrio de Aguas Vivas de Guadalajara (junto a otras calles a
escritoras españolas), otra calle en Majadahonda y otras dos en Torrejón de
Ardoz y en el barrio del Soto del Henares (Madrid). También se bautizaron con
su nombre sendas calles en los municipios de Las Palmas y San Bartolomé de
Tirajana, en Gran Canaria.
Aunque no tenía el menor deseo por ser biografiada, en 2004 se publicarían una
serie de biografías dirigidas por la escritora Nuria Amat. La de su hijo
Agustín del 82 era la mejor hasta que la de Caballé empezó a ser tan vendida y
premiada. Fue el tryller del momento: el cuento de terror de la vida de Laforet
con un asesinato: la muerte en vida al genio. “Creo que la generosidad con que
la naturaleza obsequia tréboles de cuatro hojas a mi madre obedece a una norma
de cortesía, y responde a la actitud con que ella misma vive la naturaleza.
Entre ellas existe un acuerdo profundo, y de este trato privilegiado nace buena
parte de la belleza y el sentido de su obra, en la cual no es difícil encontrar
testimonios de ello. Pero este sentimiento natural es, por fuerza, algo más
complejo de lo apuntado, ligado esencialmente a otros dos, que forman con él un
trinomio dinámico, motor y código que determina tanto la vida como su obra. La
soledad y la libertad son los dos alfiles: En soledad surgen los fantasmas y
experimentan sus transformaciones sus protagonistas. La libertad es la elección
o la necesidad de Andrea y las demás Laforet al huir del marco familiar,
concebir su futuro entregado al arte, o buscar otra espiritualidad. No hay que
buscar la filiación de esta libertad en un superestrato ideológico. Nace
directamente de la experiencia estética de la naturaleza, y su expresión no es
conceptual y directa, aunque la palabra «libertad» aparezca muchas veces, lisa
y llana. Como las casas en que habitan los personajes, no está descrita, sino
implícita en los movimientos físicos o morales de sus habitantes. Para ella la
libertad no es un deseo o utopía, sino el único espacio en que se puede
respirar. Si algo mueve a Andrea y a mi madre es la libertad de elegir un
camino, sea en cualquier dirección o aunque alguien lo connote como “sin rumbo”
o no esté de acuerdo con él.” (Los junos criticaban la emancipación de Andrea y
los jotros el libre albedrio religioso de Paulina, pero la libertad tiene esa
parte inconsciente e inocente donde no caben las connotaciones de bueno o
malo.)
En 2014 el Instituto Cervantes en Nueva York la homenajeó para conmemorar los
setenta años de la publicación de Nada. En Barcelona hay una plaza Laforet
junto a la casa de sus abuelos donde nació, fuente de inspiración de esta obra
tan bella. A partir de los años 80 el interés por su figura personal tan
misteriosa se ha multiplicado exponencialmente, y a él obedecen documentales
como el que dirigió Ana Pérez de la Fuente y Marta Arribas La chica rara, para
Imprescindibles, el mejor de los consultados para este trabajo. A lo largo de
sus 82 años demostró que esta sensibilidad especial, para tratar personajes
femeninos y dar creatividad y originalidad a toda su obra, era parte de su personalidad:
era neurasténica y aprensiva. Estuvo en tratamiento psiquiátrico por esa
diferencia emocional con depresiones constantes. Tener la fama literaria tan
joven seguramente la afectó también, según nos cuenta su hija Cristina: “Mi
madre sentía cierto rechazo hacia su obra, quizá porque el éxito le llegó
siendo muy joven, la paralizó y no se sentía satisfecha con lo que vino
después.” No podía evitar mostrar en todo su desgarro a héroes con unas
vicisitudes que me temo que la propia escritora, como tantas mujeres en aquel
oscurantismo, también sufrió.
Afirmó la literata que no huía de sí misma, piense lo que piense su biógrafa.
He dejado la prometida y esperada cita para el final: “Uno se ha de enfrentar a
sus fantasmas; huir de ellos acaba teniendo un coste brutal". Andrea se
queja al final de Nada: “Me voy sin conocer nada de lo que me esperaba: vida en
su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor…de la calle Aribau no me
llevaba nada más de lo que había traído: nada.” Pero a Andrea se le escapa el
comentario «al menos, así creía entonces…», con el que la narradora deja clara
una diferencia de opinión respecto a ella misma de joven y que también tacha la
visión ilusa y afirma la madura. Tanto Andrea como Carmen sí se llevaron
consigo lo más importante del viaje, que es un Todo: su propia vida. Yo también
espero no haberme dejado Nada en este su análisis.
Por favor, corrija: bildursroman, no; es bildungsroman. Por lo demás, felicidades por el artículo.
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