jueves, 3 de enero de 2019

NADA DE CARMEN LAFORET



Nada fue escrita en el 39: acaba de terminar la guerra civil y empezar el franquismo. La novela se convierte en éxito ya desde su primera publicación. En 1945 ganó el premio Nadal. Es una novela trasparente, narrada en primera persona con un lenguaje sencillo y convencional, en decoro con la situación social de sus personajes (emplea los argot coloquiales y regionalismos esperados en una familia que ha emigrado del pueblo a la Barcelona industrial. Quizá el abuelo, atraído en ese éxodo provinciano, mantuviera a la familia: ninguno de ellos parece capaz de sostenerse siquiera así mismo.) Laforet se desenvuelve con maestría entre el desparpajo de la joven reflexionando en su diario y la extraña situación. El titulo juega con el nihilismo, base filosófica de la obra: en este relato costumbrista de la cotidianidad no parece ocurrir Nada, pero sucede de todo. Bajo el aparente relato de unos hechos reales y verosímiles, lo fantástico se integra al surrealismo cotidiano tremendista del franquismo: la violencia por género, la esquizofrenia y enfermedad mental del tío pintor, la dictadura de la abuela en la casa… La noche que llega a la casa de sus tíos, Andrea mientras se da una ducha con agua helada (han cortado la calefacción) no puede siquiera intuir el infierno terreno que la quemará.
Si en la mayoría de narradores es vital su vida para entender su obra, en Carmen Laforet es esencial. (Hasta el punto que en muchas ediciones la foto de portada es directamente Carmen, ¡tanto se parece a su protagonista Andrea!) Con “vida” no me refiero a datos cronológicos y una serie de eventos biográficos (así lo han entendido siglos los manuales positivistas) sino a cómo marca un tiempo-espacio concreto y sus habitantes al escritor que los sufre e impregna con esta realidad su obra, connotada de subjetividad (y por ende: de sentimentalidad, pensamiento crítico y experiencias –sensoriales-) Seria biografista o sicologista si me pusiera ahora a especular sobre la orientación sexual de la literata basándome en que Andrea no parece interesada por el típico y largo noviazgo del franquismo y comparte intimidad femenina confidente con su mejor amiga y con su tía, víctima de violencia de género.  



Pero comprender Nada sí pasa por entenderla, como han hecho muchos estudiosos, como una especie de “ajuste de cuentas” con su propia familia. (Al publicarla casi la destierran; ¡años sin hablarla!) Nace la autora en una clase social relativamente acomodada. Solo a esta elite se permite voz, una voz incluso feminista, en la época provinciana y nacional-católica. Carmen tiene la edad de su protagonista cuando escribe la obra, se parecen incluso en la descripción física.  Vienen Andrea –Carmen- a esta Barcelona de los años 40; creyéndola la ciudad más abierta, cosmopolita y europea del país paleto en su periodo más gris (o completamente negro.) Barcelona representa para Andrea, y posiblemente para Laforet, la posibilidad de estudiar, de publicar (se sigue concentrando allí el mayor aglomerado editorial que, en el tardofranquismo y buena parte de la transición, representa Carlos Barral, la agente comercial Carmen Balcells con su “pueblerina”, cercana y amistosa forma de contactar a los autores del 50 que empiezan a consagrarse, a los autores hispanoamericanos del realismo mágico, a los jóvenes novísimos, e incluso a los Kronen y otros autores en democracia. Lara y Planeta serán luego el símbolo de esto.) Realmente no nos interesa tanto al abrir Nada el franquismo en sí (bastaría un libro de historia, más objetivo) sino los ojos críticos y llorosos de una mujer intelectual representando a los perdedores en esta posguerra. Con los narradores del 36 y el 50, y la denuncia que les dejaron, simpatiza el 99% de los autores del periodo constitucional.  La nueva recepción de esta obra maestra entre los años 70 y la actualidad la revaloriza: es un documento histórico reflejo de esa mujer que “cose y canta”,ve, oye y calla” entre su angelical hogar y la sección femenina.

¿Cómo esta ópera prima, escrita por una veinteañera aún ni licenciada en Filosofía y Letras, ha logrado llegar al canon y ser alabada por crítica, autores y con tamaño éxito de público reactualizado? (Filosofía y letras era la carrera del que quería ser escritor en la época pues no se daba filología, y además permitía su acceso a la mujer. Otras optaban por Historia, como Carmen Martín Gaite. Ella no la acaba e inicia Derecho y otros estudios en Madrid) ¿Qué tiene Nada para que nos conmuevan así sus páginas, aunque la trama en sí no sea “nada” del otro mundo y parezca no trascurrir gran cosa? Las descripciones, tan liricas e intimistas, minuciosas, hacen de ese costumbrismo algo tremendo, excepcional, mágico. Habría que considerar a Laforet como existencialista en su significado filosófico, pero tal y como lo recibió la posguerra castellana de los 50: en forma de prosa tremendista.  

Hablar de ella es hablar de La familia de Pascual Duarte, (o de La Colmena por el mundo intelectual que deja entrever), compararla con la obra de Delibes (tan rural esta Barcelona como las provincias: el tío “asilvestrado” y las mujeres de la casa recuerdan a los personajes de Los santos inocentes) y con la primera etapa de A.M. Matute y C.M.Gaite (con su crítica velada al franquismo y al papel que dejan a la mujer, no con la de corte fantástico y metaliterario en democracia). Tan tremendista que entronca con el esperpento más oscuro de Valle Inclán y lo más sombrío de las solteronas de Lorca. Hay que incluirla en la generación de autores entre el 36 y el 50: Benet, Martin Santos (es el mismo Tiempo de silencio), Alfonso Sastre, los Goytisolo. No hay que estudiarla solo junto a la Josefina Aldecoa de Mujeres de negro, sino reconocerla el mismo pedestal que los narradores masculinos. Aunque su crítica social no sea tan valiente como la de Ignacio Aldecoa, líder generacional y cuya prematura muerte sume a todo el grupo en la melancolía (a su viuda, pero también a Carmen Martin Gaite en su homenaje Esperando el porvenir.) Todos se habían conocido en aquella Salamanca. El vividor alcohólico, en aquellas tertulias, debía contrastar con los universitarios trasladados luego a Madrid. 
 
Estos autores del 50 engalanan su prosa con el mayor revestimiento retorico de inspiración veneciana, muy alejada de esa rimbombante perorata franquista llena de tópicos, reiteraciones machaconas y fascismo de mala fe. Se rebelan al clásico realismo español, denotado incluso en la generación del 98. Quieren evitar a Azorín: una prosa sencilla, pero para ellos vacua, simplista, objetivista, conservadora, que no lleva a reflexión profunda sino que impone una tesis naturalista de forma inductista y behauvorista. Y miran la vista atrás: al romanticismo, especialmente los temas fantásticos en el caso de Sánchez Ferlosio, Gaite y Matute. Y hacía Europa: el existencialismo, todas las corrientes que se adelantaban a nuestras posmodernas deconstrucciones, posestructuralismos y semióticas; y a la novela francesa de la nouvelle vague, tan relacionada con el cine de los 60 (su narrador cámara o testigo solo sabe de sus personajes lo que puede grabar una cámara: diálogos, acciones e imágenes) y al cine neorrealista italiano, especialmente en El Jarama de Ferlosio. Andrea, aunque narre en primera persona romántica, es una cámara que nos retrata esta esperpéntica familia como en una película surrealista de Buñuel. El existencialismo, como hijo rebelde del romanticismo, reaccionó contra el positivismo de la época: contra el funcionalismo y formalismo que más incidía en las estructuras de los regímenes del capital- estado y menos en la existencia individual. Y contra todos los esencialismos herederos de una tradición escolástica que se había adueñado de la herencia literaria clásica “bautizándola”, priorizando el Ser sobre la Existencia. 

Ese existencialismo centroeuropeo intenta recuperar la cosmovisión romántica. Kinkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre, Heidegger, Camus…llegaban en ediciones clandestinas (muchos desde el exilio hispanoamericano). No es de extrañar que la principal influencia de la narradora sea Cumbres Borrascosas, más que directamente Simone de Beavouir. Parecen contemplarse tres formas de amor en la novela (que se intentó pasar por femenina o de amor en la época, pero que obviamente rebosa tal etiqueta comercial): el matrimonio convencional de la mayoría de estas mujeres (tras noviazgos como al que a Andrea le proponen, machista ya en el detalle de no dejarla volver a casa sola ni evitar poner en boca de Schopenhauer la inferioridad de su género.) El amor pasional se refleja en el maltrato físico y psicológico que sufre Gloria, su tía política (sería descontextualizado calificarle de “romántico”.) Todos en la casa, y en la sociedad del momento, consideran a Gloria una “perdida”, “de mala vida” que se ha casado con Juan por dinero y ahora debe “apechugar”. Juan supuestamente es quien mantiene a la familia, luego se irá descubriendo que jugaba a las cartas para traer dinero a casa. Aunque la maltrata brutalmente, ella le quiere patológicamente, y además no puede divorciarse. La abuela la culpa del suicidio del tío Juan, el pintor bohemio, pues no ignora que este ha “rondado” a su cuñada, aparte de a la pobre Elsa, la amiga de Andrea, que queda tan destrozada por este “calavera” que se tiene que ir de la ciudad, por lo que su madre pide consejo y apoyo a nuestra protagonista.  (En realidad parece más lógico culpar al alcohol y la vida marginal en que este mal-vivía) Incluso le reprochan a la abuela que no ha querido a nadie en esa casa. Cuando van a señalar con el dedo a Andrea esta da un portazo poniendo fin a la pesadilla, rumbo a Madrid.

El amor al que aspira Andrea de tan etéreo no puede definirse. Laforet homenajea el romanticismo y a la vez se lo plantea. La reacción entre Andrea y el tío pintor es parecida a la de Caterina con Heaflich, el gitano criado salvaje que adoptó su solidario padre. Será el gran amor en la vida de Catherine, mimada entre algodones paternos, pero esta relación tormentosa no se podrá consumar cuando él vuelva hecho así mismo y con lo ganado en las apuestas en Londres. La obra acaba con la dama buscándole por el páramo como loca en una noche de mucho “sturm und drag”, con su corazón congelado del resfriado amoroso, repitiendo su nombre en el lecho mortis entre balbuceos y estertores.  A veces Nada recuerda a una novela negra, de terror o gótica, aunque en la calle Aribau no se cometan más crímenes macabros (de los que informaba en la época el periódico El Caso), que el que atenta contra la dignidad de Andrea. Mantiene ese estilo gótico que caracteriza parte de la obra romántica. Lo decadente, sobrenatural, la muerte idealizada (sin institucionalización de la iglesia) está siempre presente tanto en Laforet como en la corriente del XVIII. 

La propia casa familiar remite constantemente a las borrascas de aquella hacienda en medio del bosque. Laforet se rebela a los folletines que los hombres escribían para moralizar a las mujeres (en la época de las Bronte; Richardson. Jane Austen exalta la virtud matrimonial, pero ya con una crítica de la que carecen esas novelas sensibleras) Aunque Andrea escriba el típico diario femenino de la época, para nada se desenvuelve como una Corín Tellado: constantemente plantea una visión de género revolucionaria para la época. No merece la pena explicar la estructura política y social del franquismo, la conocemos de sobra y nuestros abuelos la sufrieron, pero sí sería conveniente recordar cómo se imponía esta mística de feminidad, (tal como la denominó Betty Friedman una década después en el contexto de la revolución cultural de los años 60- 70.) La mujer en el franquismo no podía ni firmar un papel sin el varón (padre, marido, hijo mayor, cura u otro tutor), votar, comprar un piso o hacer un viaje. No existían el divorcio, los métodos anticonceptivos, el aborto ni se conocía su sexualidad. No separaban sexo (órganos, orientación, perfomatividad, rol en lo físico) de género (como constructo mental).

Andrea es joven, estudiante universitaria y soltera. Su idealismo juvenil contrasta con la mediocridad de la Barcelona en posguerra y con la opresión de la casa familiar. Le extraña el papel de múltiples siervas de todas esas mujeres de su familia: desde el silencio y pasividad de la abuela hasta el consentimiento al maltrato de su tía. Su espacio se reduce al de madre, esposa, hija, entrañable abuelita o esclava doméstica. Tampoco concuerda Andrea con el eterno femenino, concepto con que Goethe prosigue ese mito platónico del género amoroso y elevado en lo uránico, musa que inspira al hombre pero que nunca es sujeto creador de su vida u obra. Un ser pasivo que desconoce su sexualidad propia, sus derechos como ser humano. Andrea es una mujer normal físicamente tirando a fea (aunque personalmente Laforet a mí no me lo parezca.) Así eran en su origen todas estas heroínas románticas de la época Bronte (Hollywood nos ha dado una imagen más comercial, hipersexualidada y cosificante.) Además es una mujer de carrera, que contrapone Friedman al ama de casa.  Por tanto: femme fatale, más diablo que ángel del hogar, más rebelde Lilith que sumisa Eva. Los panfletos de la Sección femenina exaltaban los valores de Isabel de Castilla o Santa Teresa de Jesús (por mucho que La inquisición la hiciera la vida imposible). Andrea es un personaje tímido, introvertido, solitario, taciturno; y sin embargo lo más vivo en ese inmueble de fantasmas, secretos y sombras.

Andrea también se desilusiona pronto del ambiente universitario, en esa eterna frustración y desengaño romántico, pero no cesa de escribir y anhela publicar (podría corresponderse con los sueños de la propia autora.) El tío de Andrea, que tanto recuerda a Heaftchiff en la novela de la hermanita, es un pintor y trata de entablar cierta intimidad con ella con sus fanfarronadas alcohólicas de bohemia. Andrea la pone el límite del platonismo, temiéndose lo borrascoso de una relación así (el personaje es tan inestable mentalmente como el gitano en Emily.), aunque Gloria y Elsa ya han caído en sus garras. Andrea carece de oxígeno en esa casa que recuerda a los ambientes rurales de Lorca (La casa de Bernarda alba: la abuela dictadora del régimen, la tía angustiada, y beata fanática) o con las pueblerinas que deja Delibes se ridiculicen ellas mismas (Cinco horas con Mario.) Una casa a oscuras, apenas iluminada ¡por candelabros y velas!, descuidada (no pueden permitirse servicio), sin libros, atrasada en cuanto a tecnología del hogar. No nos importa esta familia concreta sino en tanto representa como vivían en esta posguerra de la mitad del franquismo en la miseria más paupérrima. (La familia como el más cruel sistema represivo al ser el más cercano).

Sale a respirar, pero estas calles oscuras y sucias son igual de opresivas. El compañero de universidad la ofrece una relación de amor tan conservadora y ridícula que le produce risa. No logra amistades (a la fantasiosa imaginarias no la faltan). No reconocen su talento. La desdichada huérfana no parece tener otra familia y además debe estar agradecida: la han “recogido” para darla “posibles y estudios” y sea “decente y de provecho”. Pasa horas solas en esa “mansión de los horrores”, trata de barrerla, leer, estudiar… pero ese hogar la devora, lleno de fantasmas, aunque parezcan vivos y la griten/ ignoren de vez en cuando. Desde el principio sus habitantes la tratan de confidente ideal: aun siendo de la familia es una extraña que se les ha metido en sus vidas, quizá para bien. Se produce un curioso juego entre el intimismo sentimental de esa primera voz que nos habla desde el dolor y la objetividad con que se denuncia al núcleo familiar y por ende, con el permitido velo: al sistema franquista. Para la familia será un testigo objetivo, les saca de sus monólogos y silencios, iluminando con su sonrisa asustada la casa sombría. La casa descuidada es una metáfora de la ruina de esta familia desestructurada, venida a menos por la guerra (si es que alguna vez llegó a algo), y por ende la ruina de la patria y del sistema de los supuestos vencedores.

La crítica al régimen aparece en toda la obra, algo disimulada pero evidente incluso para el lector de entonces. Aunque el estilo sea realista (con una prosa más cuidada que la normal en una mujer del régimen, pero que trata de ser convencional, burlar la censura sin “dar la nota”), la temática se vuelve mágica, fantástica. En el tono existencialista del diario se escucha un grito romántico de protesta ahogado en el estilo costumbrista naturalista. Parece no contar nada y nos lo dice todo.  Basten estos apuntes para contextualizar la obra. Carmen Laforet no consiguió repetir ya esta obra maestra. Parece fruto de una iluminación rimbaudiana más que de un debutante prodigio, inspirada en un enorme conocimiento de la técnica, la buena literatura y su propia experiencia personal. La insolación (escrita en los 40 y publicada en los 60) y Al volver la esquina (con el Toledo de los 50 de fondo) son muy buenas novelas pero la autora fue perdiendo fuerza expresiva. Los críticos la acusaban de que se limitaba a contar su vida, todo era siempre autobiográfico, con muchachas jóvenes y liberadas. Esto llevó al escritor, en este caso crítico, Sánchez Dragó a aseverar: “Carmen Laforet ya no tiene nada que decirnos.” ¿Qué había sucedido?

Carmen Laforet gana el Nadal en el 45, se hace un nombre literario (también la sensación siempre de frustración por no repetir la genialidad) Se casa con Agustín Cereales en el 46, un importante periodista y editor barcelonés, director de una revista que publica a Cela, Umbral y Delibes. Forma ella misma una familia, aunque atípica, y se dedica a viajar o como ha señalado su propia biógrafa en Mujer en fuga: a huir de sí misma. En esta biografia exhaustiva podremos conocer con precisión todos estos periodos de crisis, existenciales, incluso psiquiátricos y físicos que sufrió (la autora pierde peso, enferma y finalmente muere de Alzheimer, lo peor que le puede pasar a un escritor: que le priven del recuerdo del que hace crónica) Le entra además un ramalazo cristiano, revelación mística que explica por ejemplo la novela La mujer Nueva en el 55, en la que exalta a la mujer casada y madre de familia con virtud religiosa. La religión la cambia la vida, remanso a tanto dolor existencial e incluso enfermedad física. En la época en que los autores se liberan del “lastre” teológico, ella insiste en él. En su defensa habría que entenderlo parte de los intereses que la despiertan todas las metafísicas y religiones, incluso orientales, y especialmente la filosofía (son sus estudios académicos) y el existencialismo, a partir del romántico. 

Carmen Laforet encontró un cenáculo intelectual en Canarias, separándose en momentos de su por lo demás feliz matrimonio y de sus cinco hijos, hasta que se separa oficialmente del esposo en el 75, cuando la dejaron hacerlo. Marcha a México y luego a EE.UU como viaje de recién divorciados. Desde allí iba publicando estas novelas, cada cual más experimental y novedosa, que se recibían como secuelas de su obra maestra. Tiene mucho éxito con Nada, se hacen varías ediciones, pero las otras defraudan, lo cual la enerva en insistir: cambia el estilo constantemente, trata de recuperar una originalidad que es irrepetible. La autora en Las Palmas rememora su infancia y juventud en La isla de los demonios en el 52, abiertamente autobiográfica.  En La mujer nueva en el 55, la protagonista vuelve a ser una chavala más o menos joven. La misma fórmula que Nada. Paulina acaba convertida al cristianismo tras una vida hostil. A Laforet le pasó un poco lo de San Pablo al caer del caballo. Escribe después 3 novelas más, varios relatos, y luego un silencio narrativo durante mucho tiempo. Espacia mucho su creación y durante estos largos años no pública. Es uno de los autores más misteriosos del siglo xx, pues ocultó, celosa de su intimidad, todo lo referente a su vida personal. Era una persona muy huidiza, replegada en sí misma, tímida, dedicada a la familia, y alejada del mundo literario que rehuía (lo contrario a Cela con sus alardes egocéntricos y machistas, zángano reinando sobre su “colmena” del Gijón)

La vida y obra de Carmen guarda parecido con la de Adelaida García Morales. Tras publicar El silencio de las sirenas y otra serie de cuentos, se casó esta con el cineasta Víctor Erice, que rodó su cuento corto El Sur. Lo único que de ella se sabía es que no concedía entrevistas y que muere en Madrid también de Alzheimer (en las últimas fotos aquella escuálida morena misteriosa había engordado considerablemente y estaba notablemente desmejorada.) Laforet siempre quiso pasar inadvertida, no ser famosa. Mantuvo una larga relación epistolar con Ramón. J. Sénder y con Miguel Delibes. Ahora, gracias a su hija, se han recopilado y publicado estas cartas en Puedo contar contigo. Allí explica por qué quiere dejar definitivamente de escribir. Vuelve de Canarias, pues su madre acaba de fallecer, el padre se vuelve a casar y ella la dedica una biografía: nunca la perdonó el papel servil que tuvo que ejercer como madre, mujer y ejemplo. Publicó en el 66 Cartas de la madre a la hija, donde habla de la vejez y deterioro de su madre que también murió de Alzheimer.

Muchas de sus obras se publican póstumamente. Se editan Tres pasos fuera del tiempo y Jaque mate en los años 60. Esta mujer de grandes veleidades artísticas tiene varios libros de relatos “de niña para niños”. Se han publicado también los Cuentos completos, y su Carta a don juan. Hay descripciones de belleza en el libro. A lo largo de sus 82 años, pues falleció en 2004, demostró que esta sensibilidad especial, con que trataba los personajes femeninos, y que daba creatividad y originalidad a toda su obra, era parte de su personalidad: era neurasténica y aprensiva. Estuvo en tratamiento psiquiátrico por esa diferencia emocional. Tener la fama literaria tan joven seguramente la afectó también. Con Nada se han hecho películas neorrealistas tremendas. Sus cartas y diarios son también nihilistas, existencialistas y experimentales, siempre jugando con el lenguaje y no pudiendo evitar mostrar en todo su desgarro a personajes con unas vicisitudes que me temo que la propia escritora, como tantas mujeres en aquel oscurantismo, también sufrió.


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