EL SIMULACRO DEL YO. LA AUTOFICCIÓN EN LA NARRATIVIDAD ACTUAL
Ana Casas trata en este artículo ensayístico,
de carácter expositivo-argumentativo, publicado por la madrileña universidad de
Alcalá de Henares, de trazar unas líneas generales en torno al concepto de
autoficción. Celebra que tengamos una fecha tan concreta y precisa del
nacimiento del vocablo. Doubrowsy acuña el término autoficción en el 77: “una
ficción de acontecimientos estrictamente reales (vividos por el autor.)” Y pone algún ejemplo de estas narraciones
del yo, contradiciendo a Lejeune para quien el personaje real no podía ser a su
vez héroe en la ficción (pues rompía “el
pacto autobiográfico”, como tituló su conocida obra: un pacto más que de
ficción de estar relatando unos hechos reales experimentados por el autor) y
ampliando con este concepto los que ya se conocían en torno a la autobiografía,
difuminando más las barreras entre estos textos híbridos y géneros mestizos por
definición. A finales de los 70, principio de los 80, se popularizan estos
vocablos a la vez que se empiezan a escribirse este tipo de textos o al menos a
ser calificados por la crítica como auto ficciones, revindicando la autonomía
del género. Junto al interés académico se une el comercial, editorial, y la demanda
de este tipo de obras por el público; ya no tan interesados en las
autobiografías de las figuras importantes en las esferas públicas del poder, la
economía o la cultura, sino sedientos por su vida más personal e íntima. (Algunos
autores llevan mejor o peor que se identifique esa voz del narrador y personaje
protagonista con su propia naturaleza de autores explícitos o empíricos.)
Parece el género un hibrido cajón de
sartre donde su calidad de autoficción no lo tiene porqué determinar ser
narrado en primera persona o en tiempos verbales pretéritos. Incluso sus
versiones de parodia y deconstrucciones del género han empezado a
autodenominarse así y a estudiarse como tales, pero en mi opinión creo que la
autoficción está presente desde el inicio de la literatura.
Esta
identificación puede ser muy explícita o encontrarse más encubierta y sutil,
por lo que rompe con las estructuras cerradas de Lejeune para quien el autor
debía manifestar su intención de autoficción explícitamente en la obra. Ahora
se consideran así también obras en las que, ya sea su intención explicita o no,
ese narrador no las protagoniza. O en las que el narrador se manifiesta a
través de digresiones y comentarios internos fácilmente confundibles con los
pensamientos del autor real. O en las que ese narrador protagonista incorpora
hechos fabulosos o fantásticos que, sin romper el criterio de verosimilitud (si
lo sabe narrar un Borges meta e inter literario por ejemplo) si dañan un poco
la intención mimética. Se considera la autoficción una especie de hibrido que
admite varias graduaciones en la impronta del propio yo en la narración. Su
requisito, el elemento común sine qua non,
es ese narrador proyectado ficcionalmente en la obra (protagonista, personaje,
connotación del autor mediante digresiones o introducido en forma de metalepsis como Unamuno en Niebla.) Y así se conjugan elementos
paratextuales, factuales, experienciales y los propios de la ficción. Algunos
críticos consideran que es una derivación posmoderna de la autobiografía. Se
empezaron a estudiar obras del canon clásico teniendo en cuenta este género,
que hoy en día goza de autonomía (al menos como subgénero) y obras del momento
relacionadas con la vanguardia (nouveau
romans, los neoromance de Sagan, Duras etc.) pues se consideró una más
entre las experimentaciones formales que estos grupos literarios y de crítica
en avanzadilla habían descubierto (o puesto nombre.) Parece que hoy en día la
autoficción está más de moda que nunca. Recordar un pasado juega con la
desventaja de la distorsión tanto de la memoria y el paso del tiempo como de la
subjetividad, sentimentalidad, cambio de perspectiva intelectual y sensibilidad
que traicionan toda intención mimética de denotar unos hechos objetivos. “Lo
irreal del pasado” dota a la autobiografía de rasgos de diegesis, de ficción. Es una renovación
del tiempo pasado, una reelaboración de lo vivido, y por tanto más una
invención de la propia vida que su copia fiel.
A
la autobiografía se le supone autenticidad y sinceridad (aunque hay ejemplos de
falsos testimonios, que por un oportunismo interesado han afirmado haber
sufrido un campo de exterminio por ejemplo.) A partir del románticismo la
crítica (y la filosofía que la envuelve) se ha vuelto escéptica con los
metarelatos, las significaciones esencialistas o el mismo concepto de razón,
realidad y verdad universal (y más con los filósofos
de la sospecha. Hoy en día se habla de posverdad
que no llega a ser mentira del todo.) Se han introducido aspectos
psicoanalíticos en cierta crítica “freudianista o sicologista”, que ha
desvelado lo fragmentario y dividido que es ese yo interno de la sique
posmoderna, no una unidad de identidad compacta sino una lucha de egos con sus voluntades
de poder, entre esa mínima proporción del consciente y las partes subconsciente
e inconscientes que son reprimidas por este yo racional. Por eso se habla de crisis y fragmentación del yo
contemporáneo, de pensamiento débil,
de heterogeneidad múltiple y plural de yos dentro de uno mismo. A estos
problemas para identificar una voz unitaria, un yo claro, en la narración autofictia
se añade el hecho de que en toda narración del yo el autor debe seleccionar los
pasajes a contar, ya que la vida es relativamente larga y sus significaciones infinitas,
(y cambian las perspectivas también desde donde se escribe, el grado de madurez
intelectual y sico-afectiva que no son categorías estáticas como se creía.) Al
ser correlatos de la vida interior y el ser este Yo tan vago, impreciso,
inefable o intangible aumentan las vicisitudes para marcar límites al género.
Se seleccionan espacios vitales, se los ordena, se les adorna retóricamente y
acabamos mostrando la máscara social, el
alter ego o algún aspecto de la personalidad, pero jamás podremos reflejar
el yo interior del todo (como tampoco un exterior real en esos mitos de
objetividad, mimesis…) Para el siquiatra y ensayista Castilla del Pino la
misión de estos relatos obedece a un autor que quiere reflejarse a sí mismo y esclarecerse
lo sucedido en su vida, (puede funcionar sanándonos terapéuticamente, o para
contrastar visiones infantiles con las adultas.)
Nos
construimos escribiendo de nosotros mismos, mostrando la perfomatividad de nuestras acciones, en las que vamos asumiendo
distintos roles y máscaras (ya se expresa así la misma etimología de “persona”)
según el drama a escenificar en cada episodio de nuestra vida. La autocensura y
autorepresión es inevitable. Pero el objetivo es desnudarnos, mostrarnos a
nosotros mismos el yo real o lo más parecido a este (traicionado por todas
estas circunstancias.) Al hilo de esto he recordado cómo Kafka se definía como un
escritor “introvertido”, cerrado en sí mismo, que no quiere aparecer en la
escritura; frente a André Bretón que buscaba exhibirse extrovertidamente en el
texto. La autoficción adivina por lo pronto dos crisis: la del yo que suponemos
unitario (y no lo es); y la del exterior (difícil de reflejar objetivamente,
miméticamente), con nuestras acciones o las de otros personajes con sus propios
yos en esta escenificación vital. Actualmente no se plantea ya tanto que el yo
construye un texto como que el texto edifica un nuevo yo (una especie de “escritor implícito”, una nueva máscara
más reflejada en la escritura en este juego de disfraces y trasuntos del propio
yo, pero que generalmente intenta reflejar el yo esencial y no el aparente.)
Los deconstructivistas han insistido en esta idea, incluso analizando Las confesiones de Rousseau en las que
el texto juega con las ideas de persona, identidad, los tropos y trasuntos como
metáforas de desplazamiento,
distanciamiento o acercamiento de lo real a lo literario. Pozuelo señala
que se trata de una construcción virtual más creativa y más de una poiesis que de una mimesis referencial. A través de la autoficción se construye un yo;
así que habría tantas autoficciones y yos como momentos desde los que podría
escribirse. Va repasando la autora de este texto algunas obras creativas y
trabajos filológicos en torno al género donde muchos narradores reconocen la
imposibilidad de la objetividad, de una referencialidad ontológica que podamos denotar,
como tampoco lo logra del todo cualquier autobiografía o cualquier texto, por
basado en hechos reales que esté.
Y
esto sin duda le permite al autor mayor libertad creativa, ciertas licencias, y
menor autocensura, sin esa obsesión porque lo contado sea real, pues toda obra
de ficción busca más la verosimilitud
que la verdad (recordemos lo que decía Aristóteles al respecto: “vale más escribir de algo que no haya
sucedido pero sea creíble que relatar un acontecimiento real pero inverosímil.”)
La autoficción es por todo ello el reino de la subjetividad verosímil, incluso
permite el ajuste de cuentas con personajes que han dejado una huella oscura en
nuestra biografia o el repaso de nosotros mismos y de nuestra sombra. Lo sabían
los románticos; estas confesiones de uno mismo reflejan la verdad del intimista
corazón (que no tiene por qué coincidir con la rigurosidad de las acciones
vividas, pues “tiene razones que la razón
no entiende.”) Le permite al autor
instaurar una relación nueva con la “verdad “de su vida. No importan tantos los
hechos (narrados factualmente, en una cronológica histórica) sino cómo se cuentan,
desde que voz, punto de vista o perspectiva, momento emocional… Nace el
concepto de autoficción apegado al de autobiografía, pero las categorías de
Lejeune limitaban mucho el campo de lo que puede considerarse autobiográfico,
considerando el hecho de que aparezcan elementos ficticios como una especie de
traición en el pacto autobiográfico, insistiendo a su vez demasiado con la
aparición de nombres reales (que en mi opinión es lo de menos.)
Sin
embargo; Colonna amplia mucho más el género al relacionarlo con lo narrativo. Establece
cuatro categorías de autoficción: la
fantástica en la que el narrador protagoniza unas acciones tan irreales y
sobrenaturales que es imposible confundirle con el autor real (pero quizá sí
por cómo las vive desde una subjetividad propia: una sentimentalidad,
intelectualidad y sensorialidad que pueden atribuirse a ese autor y no a otro).
La biográfica en las que el narrador protagoniza
unos hechos que le han sucedido como autor, pero en la que aun así advierte de su
carácter de distorsión y “mentira al
servicio de la verdad”. La especular,
donde las digresiones metaliterarias bastan para tildarla de autoficción, sin
que necesariamente haya tenido el autor narrador que protagonizar estos hechos.
Se centra aquí el autor más en una autorreflexión sobre su poética o la de
otros hipotextos. Y la autorial donde
el narrador no se desdobla en un personaje, pero su presencia es constante mediante
digresiones comentando las acciones de otros personajes que han tenido quizá
relación en su vida. Creo que podrían encontrarse más divisiones de autoficción
(desdoblamiento del autor en varios personajes reflejos de su multiplicidad del
yo; y todas las hibridaciones a las que den lugar estas combinaciones.) Se
puede denotar a este narrador de uno mismo en varios recursos retóricos y
formales, especialmente en la metalepsis
y en las digresiones. Es un tema que
por eso mismo interesaba mucho a Genette, analizando una serie diacrónica de
obras que hasta entonces no se analizaban como autoficciones; y le parece
imprescindible la identificación autor-narrador-protagonista para considerarlas
así. El autor parece decirnos en todo momento en su obra: “soy Yo pero no soy Yo.” La otra condición es que la obra se haya
intencionado como una autoficción basada en hechos reales, excluyendo todos
estos fraudes de falsos testimonios a los que antes me refería.
Estas
vicisitudes en torno a la autoficción se han discutido sonoramente en congresos,
revistas especializadas, tesis doctorales, encuentros universitarios y muchos
trabajos de eruditos y estudiosos. Para unos la característica prioritaria y
definitoria es nominal (que estos entes ficticios compartan el nombre real);
para otros la intención de elaborar una ficción autobiográfica; y para algunos la
realidad de lo narrado… Visiones más minimalistas o maximalistas sobre matices
que no deben apartarnos de la idea general de autoficción, no entendiendo por mi
parte el sentido de dotar a unos fenómenos denotados en el texto de mayor
importancia que otros en esta consideración de ser o no autoficción. Dos
pactos con el lector en principio excluyente (el de ficción y el de
autobiografía) parecen obligados a darse por igual en la autoficción. Y así
combinarse aspectos de realidad y de diegesis.
Se ha analizado la cuestión desde un punto de vista más pragmático,
formalista, o desde la teoría de la recepción (todos estos lugares vacíos y espacios de indeterminación en toda vida humana; no
solo en el receptor sino en el propio autor que trata de acabar rellenando o
deja partes de su biografia en elipsis.) Los paratextos y sus marcas peritextuales
(la foto y semblanza del autor en la contraportada, la dedicación, la firma…) y
las epitextuales (aspectos más extraliterarios de entrevistas,
reseñas, publicidad...) pueden ayudar a considerar obras en este género o
excluirlas del mismo. Las señales meta e
intertextuales también pueden servir para calificar una obra así. Y entre
los recursos textuales la voz en
primera persona, una perspectiva muy
subjetiva, las connotaciones del autor, las estrategias temporales, la
introspección en los otros personajes y sobretodo el autoanálisis del narrador
protagonista identificado con el autor…son los elementos que más pistas nos
dan. Pero también existen auto ficciones con focalización 0 o que experimentan
con estos focos desde donde se narra, variando el punto de vista que ya no es
el único del narrador cuando la obra es polifónica gracias a la voz múltiple de
otros personajes. C. M Gaite emplea esta pluralidad de perspectivas a través de
estructuras dialógicas en El cuarto de
atrás, donde, respondiendo a las preguntas de un inoportuno periodista
mefistofélico que ha interrumpido su sueño, la autora intercala episodios de su
infancia con la reflexión metaliteraria de su propia poética, incluyendo
comentarios intertextuales citando sus influencias e inspiraciones.
Hay
auto ficciones narradas en tercera persona o con formas verbales más allá del
pretérito perfecto simple esperado en el tradicional rememoro literario.
Alberca habla de un “pacto ambiguo” intentando aunar la pragmática de Lejeune y
las categorías de Lecarme. Sitúa la autoficción en “las periferias del campo autobiográfico canónico” y las divide en la
autoficción biográfica, la autoficción fantástica en las que
prevalece la ficcionalización y una tercera categoría, hibrido de ambas, que
sería el territorio de la autoficción por excelencia. “Toda
autobiografía es ficcional y toda ficción autobiográfica”, decía Barthes (y
en esto estoy muy de acuerdo, pues por lejano que sea el contexto al que la
obra nos lleve; ha partido de la propia experiencia, vital y lectora, del
autor.) Una misma historia se puede contar de varias formas distintas, como
hace Rosa Montero en La loca de la casa
u otros muchos autores, sin dejar por ello de referirse al mismo hecho (que
también dos personas pueden haber vivido de distinta manera.) Para que una obra
se considere por parte de un crítico como autobiografía
o autoficción no tiene por qué estar de acuerdo el autor; de un tiempo a
esta parte la obra ha caído más en manos de la interpretación del receptor, y
sí el crítico sabe argumentarlo es licito que así lo señale, como tendré que
defender yo con Nada de Laforet en mi
TFM aunque Laforet insistiera en que vivir en la misma calle Aribau de la
Barcelona del 39 con una familia casi idéntica a la suya, estudiar la misma
carrera que Andrea, compartir orfandad…y demás aspectos comunes entre autor y
narrador protagonista eran meras coincidencias. Hay cierta problemática en las
nomenclaturas y características que separan e hibridan estos géneros, pues la
autoficción es transfronteriza y no se pueden trazar barreras demasiado
definidas.
La
autoficción parece ser un género propio de la posmodernidad; con esa crisis
interna, esquizofrénica, del yo múltiple o su despersonalización en una
sociedad tan alienante e inhumana como la neoliberal; con este personalismo
feroz quizá egocéntrico por contarnos la vida unos a otros en las RSS y
programas de corazón y con esos juegos con lo metaliterario y las transducciones literarias a otros hipotextos
mediante la intertextualidad. Han
surgido una serie de neologismos en torno al asunto y también se habla a veces
de autobiografía novelada. Estos
textos están muy relacionados con la experimentación formal vanguardista y el
deseo de romper con la mimesis y ser antirealistas. No hay verdad exterior a la
ficción (incluso cuando el autor finge contar su propia vida.) Se trata de revindicar
que la literatura no deja de ser un artificio y disolver las tradicionales
distinciones entre lo real e imaginario. Stone llamaba faction a las novelas del nuevo periodismo escritas a modo de un
reportaje largo, ensayístico, riguroso con la realidad a informar pero que
conforma una ficción en sí misma. (Truman Capote, Thomas Wolfe, Gay Talese.)
Gasparini en 2008 propuso el nombre de autofabulacion;
denominando así a las obras en que claramente el pacto es novelesco y dejando
el término autoficción para las que
lo conjugan con lo autobiográfico. Otros autores hablan de autor(r) ficción para estas obras en las que el autor se “entromete”
in corpore o verbis en su obra, lo
cual constituye claramente una metalepsis
autorial. Entrañaría generalmente un narrador
autodiegetico y “una ficción menos
paradójica con la realidad, pero igual de ambigua y lúcida que una novela
convencional” Autofabulacion y autoficción son etiquetas para denominar más
unas estrategias de ficción que un subgénero. Esa condición que Doubrowsy le pone a la
autoficción de basarse en hechos vividos por el autor implicaría su
comprobación y necesitaría del esfuerzo investigador de un lector informado (diría Chomsky.) Aquella noción del 77 ha quedado
algo desfasada ya no sólo por la crisis del concepto de realidad, de la
credibilidad del personaje, del autor, de la literatura (las Humanidades en
general) sino del propio Yo, a un nivel más síquico. Forest acuña el término “novela del yo” que invita a ser leída a
la par como novela y como autobiografía (sin que suponga problema a nivel
cognitivo hacer simultáneamente ambas lecturas como han temido otros críticos)
dividiendo esta ego-literatura según
el grado o presencia de ese yo (desde las obras en que se impone un yo con la ilusión
de unidad compacta como en la obra realista-naturalista
hasta las auto ficciones más despersonalizadas con un yo diluido y difuso; o la
heterografia donde se relata el yo
ajeno: tal vez el del propio autor, pero más como alter ego o ego caricaturizado
y autoparodiado.)
Pozuelo
habla de “figuración del yo” que, en
una visión más abierta, no exige la verificación de estas realidades contadas
sino que reconoce estas figuraciones subjetivas hasta en otros personajes que
comparten rasgos con el autor, y aunque sea en clave irónica o fantástica. La
autoficción parece acercarse más a la novela que a la autobiografía y hay un
juego trasgresor de experimentación en torno a su escritura. Schmitt propone el
término autonarración y dentro de él la autobiografía y la novela autobiográfica
(siendo la autoficción su expresión en la posmodernidad.) Su objetivo es decir
la verdad y la realidad pero de manera literaria, sin establecer una
diferenciación excluyente y cerrada entre ambos planos ontológicos.
En
esta poligénesis de nomenclaturas para denominar el género hay que tener en
cuenta la bajada de grado de la autoría (del genio laureado por las musas al trabajador
realizando un servicio público-privado y hasta su muerte tras Barthes) No se
trata ya de pretender la veracidad verificable y objetiva sino empatizar con la
verdad íntima y subjetiva del autor. Se puede el autor tomar licencias contando
su verdad gracias a esta apertura del concepto del género, pero sobre todo le
permite romper con la linealidad del discurso cronológico (y una alteración en
las acciones y en sus causas, planteando tiempos organizados en apariencia
fragmentaria y caótica que responden más a la casualidad que a la causalidad
aristotélica) y rompen así con el tropo de una supuesta objetividad. Junto a la
devaluación del autor; tiene esto que ver también con el cambio de narrador que
se produjo en el siglo XX; de aquel narrador decimonónico realista y
naturalista omnisciente, casi una voz divina induciendo behaviorista al lector
e imponiéndole conductistamente su tesis con la realidad mimética de su propia
existencia a un narrador más libre, subjetivo y semiconsciente incluso de su
propia vida.
Pues
como decía G.A. Bécquer en su prólogo a Las
Rimas: se mezcla tanto lo leído,
amado, la distorsión del rememoro, los sueños…que no sé si lo he vivido o lo he
soñado. También los personajes han virado y nuestros héroes contemporáneos
se hallan incomunicados, solitarios, perdidos en la vida, inadaptados, marginales
e hipersensibles en este mundo hostil conflictivo, navegando por “mares de dudas e incertidumbres”
(Ortega) sobre lo que han vivido y sobre quiénes son o dejan de ser. La
búsqueda de una identidad (unas señas de
identidad decía Goytisolo, unos
fragmentos del interior los llamaba Gaite) es un viaje sin final donde la
única recompensa es el viaje en sí mismo (el
camino y no la posada, Sancho, que se hace al andar.) Muchas veces esta
indagación personal no culmina en el autoconocimiento, pero sí refiere y queda
escrita una pregunta formulada al receptor: de la más concreta a la más metafísica;
sobre su orientación-perfomatividad sexual, en torno a su diferencia mental,
por qué la marginación a su vida y el silenciamiento a su obra… interpelándose
así mismo, pero en realidad buscando la empatía del lector. Al no haber un Yo
univoco tampoco hay una síntesis satisfactoria nunca con lo escrito y queda
como espacio ambiguo por rellenar por el receptor, en esa estructura de lector implícito que permite la obra abierta actual. Nos vemos obligado
a aceptar esta polivalencia o ambivalencia como conclusión y tampoco podemos
documentar toda nuestra vida; y de ahí la selección, y ordenación (generalmente
secuencialmente, más o menos cronológicamente, dedicando igual más espacio a
acontecimientos importantes para el autor y definiendo de forma más vaga
episodios más intrascendentales.) La autoficción nos permite mostrar nuestros
desengaños ante el amor y la muerte y la vida en general a la par que
testimonia unos tiempos que otras personas también vivieron (sufrieron-gozaron)
y por ello se identificaran con el relato de los hechos y quizá con el autor.
Estos
elementos de autoficción se evidencian nítidamente claros en la tradicional bildungsroman, o en los textos meta e interliterarias (al no poder o no
querer el autor separar su vida de su obra, influencias o reflexión en torno a
ella) y en nuestra contemporaneidad posmoderna es la forma en que se expresa un
pensamiento débil, fragmentario, de doxa y no episteme, fracturado de todo metarelato,
monismo y esencialismos unitarios y
excluyentes (consecuencia de la sinceridad con el hecho de que somos seres
frágiles en cuanto finitos y así es también nuestra reflexión sobre nosotros
mismos, en la que hemos aceptado que las significaciones o sentidos a unos temas
finitos no son eternas, verdaderas, estéticas etc. sino infinitas y relativas a
la diacronía histórica, social y subjetiva.) Si la referencialidad mimética con
la realidad es una utopía; la autoreferencialidad objetiva con el propio yo es
imposible.
La
autoficción suele tratarse de un retrato retrospectivo en los que al menos
aparecen dos tiempos (El de lo vivido rememorado. Y el del momento en que se
recuerda y escribe, que no tienen por qué ser el mismo. Así que más bien son
tres. Y quizá todas sus relecturas y nuevas interpretaciones, incluso con la
posibilidad de una corrección o posproducción no solo en la versión del autor.)
Así el tiempo de enunciación se eclipsa, y prevalece el de la narración. El
texto ya no es solo la expresión de un sujeto sino esa expresión en busca
siempre de un receptor (el interlocutor soñado
por Gaite: que era ella misma, ese lector potencial ideal que es incondicional
nuestro.) La autoficción no es el adorno
literario de una autobiografía sino que la define la intención de elaborar una
narración propia, autónoma, basada en hechos vividos. Puede reflejar la
fractura del yo interno, desdoblándose o
fragmentándose hasta su total insustancialización.
Gasparini enumeró una serie de técnicas
anticronológicas que rompen con la causalidad tradicional (aquella
aristotélica causa- efecto-consecuencia)
sustituyéndola por la casualidad azarosa y lo tramposo del tiempo, la memoria,
el lenguaje, la realidad, la objetividad, el esquivo yo y sus caretas…
Siendo
la virtud de estas escrituras su gratuidad (el contar la vida sin obedecer a
una razón o motivo que haya que explicar.) Por ello prevalece el tiempo de la
narración sobre el cronológico vivido y se caracterizan por su heterogeneidad
(su pluralidad, sus diferentes versiones de esa realidad y de ese yo) y su fragmentariedad
(al romper con metadiscursos más unitarios.) Pueden jugar con las relaciones
interartisticas e interdisciplinarias: incluirse el autor en forma de metalepsis en otro tiempo histórico (J.
Cercas); incluir fotografías, mapas, dibujos, boletines, portadas de libros, fragmentos
de periódicos (o trozos de fotos de revistas femeninas en forma de collage para ridiculizar estos formatos
de “Sección Femenina” como hace C M Gaite en sus Cuadernos de todo.) Toda autoficción distorsiona la realidad y para
subrayar este hecho algunos autores introducen varias versiones o formas
distintas de contarlo, como la ya citada R Montero. Otros alteran una crónica
histórica o periodística con otra experiencial, como hace Umbral en sus
Crónicas Urbanas, mezclando episodios del Madrid de la Movida y de su vida personal. A través de la digresión y
asociaciones de ideas en espacios reflexivos se consigue esta sensación de
autoficción tanto o más que en la parte narrativa contando los hechos vividos o
en el autorretrato o descripción de otros personajes y lugares que han
pertenecido a la propia vida.
A
veces no aparece claro el hilo conductor cronológico, permitiéndose
experimentar con tiempos y formas de organizar la obra (lo que ya hacía Homero
con su Ilíada, “in media res”.) La alteración de un tiempo cronológico puede llegar
a ser tal que importe más el tiempo simbólico y la obra pueda leerse empezando
por cualquiera de sus páginas (en el caso de toda la obra de Herta Müller,
especialmente Tierras Bajas.) De la fragmentación del yo (no ya solo a un
nivel psicoanalítico) en la autoficción el mejor ejemplo son los heterónimos de Pessoa; que iba dotando a
sus personajes de distintos roles de su yo, performando y decostruyendo estos conceptos
de identidad que creemos tan esencialistas (universales, compactos, eternos,
objetivos…) en una serie de tipos que llevan algo de él mismo pero que a la vez
cuentan sobre otros: alter egos, contraejemplos vitales, facetas dentro de él
mismo y de su vida… La autoficción suele mantener una voz homodiegética, pero a veces, la obra funciona a modo de relato marco y “macramé” de las vidas de
otros compañeros de vida, dotados de casi tanta introspección psicológica como
la otorgada al autor. Y así se permite esta polifonía
y un narrador más heterodiegetico.
Puede este narrador servirse de la paralepsis
y de repente virar en el grado de omnisciencia y focalización 0 (como la denomina Genette) y pasar a saberlo todo de
todos, cambiar de perspectiva, de voz, de modo, de tiempo… De esto modo se puede
acortar la distancia entre lo real y lo fantaseado o aumentarla. Gasparini ha
destacado que estos textos presentan alto grado de metadiscursividad, una parte más expositiva y pensativa que narrativa
y en ocasiones un comentario interior, muchas veces plagado de referencias meta e inter textuales (no es raro que el
narrador protagonista sea escritor de profesión, ya que es un autorretrato del
autor.) A veces se trata de narradores no fiables, ni siquiera cuando nos
cuentan su propia vida (¿Quién va a confiar en el pederasta de Lolita o en la différance intelectual del “subnormal” de El Ruido y la Furia? ¿O en la niñera con
problemas emocionales de Otra vuelta de
Tuerca?)
Vivimos
en el artificio del recuerdo y ya me he referido a la traición que a la
realidad puede hacernos el ego, la nueva madurez sensitiva y el paso del tiempo
en una memoria selectiva (que quizá guarde el trauma o se lo niegue así mismo y
lo autoreprima, que quizá lo haya sublimado, que tal vez solo recuerde lo
positivo o se regodee en lo dramático.) La infidelidad de este rememoro es otro
motivo más para hacer al autoficcionado un narrador no del todo fiable,
sospechable. El mismo lenguaje (“esa
vieja hembra engañadora” insultaba el filólogo Nietzsche a la gramática
creo que asociándolo con el ardid verbal con que Eva nos hizo supuestamente morder
la manzana, alegoría del logos o
palabra.) De
toda esta insuficiencia lingüística
se quejaban enormemente los autores románticos: “no hay palabras para describir tu belleza”, pero ya Platón advertía que
las formas eran indignas e infieles a las ideas, esencias o sentimientos que
con ellas queremos expresar.)El lenguaje miente, mienten las personas, se
tergiversa la propia vida, pero esta ilusión de querer contarla desde una
sinceridad a la verdad personal debe seguir siendo la meta del autor de
autoficción.
Queda
así definido el género de forma contradictoria, abierta, paradójica, una
dialéctica aún sin responder del todo por cuanta experimentación aún pueda
jugarse en los planos formales, temáticos y de significación. Muchos de estos
textos concluyen lamentándose o refiriéndose a esta imposibilidad de
reproducción de la realidad vivida, por lo que se reconocen nuevas producciones
y creaciones más que recreaciones y reproducciones vitales. La zona donde esta
cómoda la autoficción son las cenagosas de la ambigüedad. Las dos últimas páginas finales funcionan
como una especie de bibliografía redactada en prosa y no en lista y a su vez
resume los paradigmas analizados en este artículo, que intuyo una especie de
introducción a un ensayo más amplio en el que A. Casas abordará en mayor
profundidad estas cuestiones. A este texto solo le ha faltado mencionar la
definición de ˮAutofiktion“[autoficción]
de Goldschmidt, pues en palabras de Herta Müller: “Prefiero
calificar así mi obra que de autobiográfica pues este término Indica una
diferencia y una relación entre ficción y vida. Sugiere que la obra ficticia no
se debe leer como un fiel reflejo de la vida del autor, pero por otro, el
término conlleva que el texto no existiría sin la experiencia vital de su
creador.”
Gonzalo:
ResponderEliminarcelebro el contenido de este blog porque ahonda en la ambigüedad de la autoficción, tema que me interesa desde hace tiempo. Incluso tengo un trabajo de análisis del género crónica con formando parte de las escrituras del yo. Desconozco tus datos personales y por mi parte, vivo en Argentina y soy profesora de literatura en lengua portuguesa. Espero nos volvamos a comunicar. Ana
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