domingo, 28 de noviembre de 2021

MUERE ANA MARIA MATUTE Y UNA MADRE ANONIMA, EL SIGUIENTE SERÁS TÚ

 -Vais a morir, el destino del hombre no es otro que extinguirse-

Si pensamos en la muerte eso nos impide vivir, o vivimos amargados, con ese hachazo en las espaldas que es la premonición de la muerte un día tras otro, repitiéndose el mismo miedo que nos impide avanzar, pero hay que dedicar siempre un rato de nuestro día a pensar en la muerte porque es algo a lo que inexorablemente nos dirigimos, y existe toda una escuela del aprendizaje del dolor, hay que estar preparados para afrontar la muerte de los demás y sobre todo la nuestra propia, que es la que más miedo nos da.  

Estábamos con el cobid. No se podía salir de casa, la gente se pasaba el día invernando en sus casas, haciendo la cuarentena, con miedo a ver a sus familias o reunirse con sus seres queridos. Estábamos con el cobid y a mi me pusieron una multa por bajar a la calle a por una coca cola. Estábamos con el cobid y mi madre volvía de uno de sus viajes por el extranjero, se notaba cansada, se quejaba un poco del dolor en la espalda pero no dijo nada a nadie. Yo en casa leía a mis filósofos preferidos, a Nietzsche, a Heidegger, y sentía mientras los leía una punzada en mi joven corazón, una herida en mi alma como una cuchilla de afeitar que se resbala de la barba cotidiana para hacernos una heridilla tras otra, con saña. Leía a Heidegger sobre el ser condenado al no ser, que el hombre está destinado desde que nace a morir; leía el libro del desasosiego de Pessoa, y a Kierkegaard hablando del amor rancio y de la muerte inminente y me dio otro de mis ataques de pánico, angustia, para mis siquiatras una leve ansiedad, o un brote, pero para mí la conciencia de lo dura que es la vida que cuando nacemos nos pegan la primera ostia y que nuestro destino fatal, al que no podemos revelarnos, sea hacernos ceniza, humus, volver a la tierra de la que nacemos.

Pasé una noche fatal, leyendo a estos autores desarraigados de la desesperación, en un piso de alquiler que no era mío, que ni siquiera había elegido yo sino ella, siempre ella. Pasé una noche de espanto mientras oía los lloros y desgarros silenciosos de mi madre en la otra habitación, en la otra casa. Mi madre me había buscado un piso de alquiler a espaldas mías y obligado a firmar otro documento más, y yo había ido a regañadientes pero al final había hecho mía aquella casa, había disfrutado de la independencia, de la soledad buscada, por fin sin mi familia ni nadie para discutir, por fin discutiría solo con las sombras, con los fantasmas, con los muertos y sin vecinos. Yo no sabía nada, mi madre no nos había dicho a nadie de la familia nada sobre el cáncer que atravesaba para no asustarnos, para que no hiciéramos nuestro algo que solo la pertenecía a ella, era su dolor y su gentileza hasta el último momento fue no hacerlo nuestro, porque los que se van no sufren, sufrimos los que nos quedamos aquí llorando a nuestros antepasados. No nos había dicho nada a sus hijos ni a su esposo, pero yo aquella noche intuí su muerte, intuí que nunca más la vería asomada triste a la ventana, regando los geranios, aproximándose a la nevera para hacer de cena algo de carne y unas croquetas. Su muerte coincidió con la de Ana María Matute, con la de Almudena Grandes, con todas las mujeres escritoras que desde niño me habían impresionado. Y ya no sabía sí lloraba a la madre real o a la madre de cuento. Ella, que desde niña, sabía endulzar la vida con su magia, hacer de las tareas cotidianas del hogar realismo mágico, ella, que pintaba cuadros, que decoraba carpetas, que leía noveluchas históricas, que nos mentía las duras verdades, que se preocupaba de nuestros estudios, de nuestra alimentación, de nuestra higiene y que planchaba nuestra ropa, con ese amor y mimo que solo una madre te puede dar. Ella, que había trabajado de comadrona trayendo vidas a este mundo, de partera, de nodriza, de asistente de hogar, de cajera, viendo morir a viejos en sus casas y apuntando en su libretita de hadas color naranja "un viejo menos", ella que había trabajado tantos años de enfermera y que solo quería que pusiéramos en su epitafio "ha sido una buena mujer", ella, que compartía historias solidarias por el Facebook, que colaboraba con ongs, que iba al teatro, que nos llevaba al cine, que nos traía langostinos los domingos y caviar y cosas ricas en navidad, mi madre, la que decoraba el árbol de navidad con sonrisas y bolas de colores, con el espumillón del día a día sufriendo pero sin perder su chic. Mi madre, la que acompañaba a la abuela en navidad a la misa del gallo, la que se preocupaba de tener siempre reunida a la familia, la que se acordaba cada día de sus muertos. Sentí su muerte aquella noche y la sentí junto a mí, muy cerca, como si compartiéramos la misma cama, con su manta naranja para el frío. Sabía que ella no quería ni quiere ni querría que contase a nadie que había muerto, de quien solo podría decir que fue enfermera pues llevaba su vida tan en anonimato que nos pidió que borráramos todas sus fotos del Facebook, esas fotos de los viajes compartidos, con mi padre hasta que dejó de serlo, con mi abuela hasta que dejé de hablarla.... 

Y entonces desperté...desperté de aquellas lecturas de filósofos trasnochados hablando de la muerte y me ingresaron. Yo no quería ir y sí no hubiera acudido aquella mañana a la cita cotidiana con mi psicóloga no me hubieran ingresado, pero había algo que me arrastraba a ese manicomio, quizá me vendría bien descansar y leer, pero a mi me repateaba que la gente te dijera que ibas allí a descansar, que me lo tomara como unas vacaciones porque de vacaciones nada, son lugares dantescos donde te las hacen pasar puñetas. Pero allí me distraje, ¿de qué?, de la muerte, del día a día que no es sino una preparación más a la muerte. Y cuando volví estaba más maduro para afrontar su muerte. La peor muerte no es esa sino la muerte en vida, los psiquiátricos. Eso sí que es una pequeña muerte cotidiana, un mal orgasmo. Los que entréis aquí abandonar toda esperanza de salir, rezaba en la puerta del manicomio dantesco. Y leí, y leí mucho, pero esta vez no filósofos de la noche sino rimas de Bécquer, poemas sonrientes, cándidos, inocentes.  Y cuando regresé a mi ciudad fui a las playas de la margen derecha con mi padre, nadé como si me estuvieran bautizando de nuevo, como si renaciera al salir de las olas espumosas con una nueva vida, una nueva identidad, una nueva máscara. Fueron bonitas las despedidas, porque hubo muchas, en cafés, a pesar de tener que soportar de nuevo a mi familia, a pesar de que me habían arrebatado de nuevo mi libertad de vivir en un nuevo piso de alquiler de soledades. Fue algo de epifanía pasear por el jardín botánico, arrastrar su silla de ruedas por el parque, renombrar las flores, arrancar las plantas, aprender el nombre de todas las hierbas y de todos los árboles frutales que me recordaban al verano. Se dejaron en el tintero problemas con la justicia, con abogados, ese último gesto cruel de tirarme a la basura los bártulos y abalorios de decoración que había comprado y con los que había decorado mi nueva vivienda, en la que la abuela y ella habían entrado como pedro por su casa a robar. No tenían ningún derecho a entrar a aquella casa, que pagaba con mi dinero, y por eso había cerrado puertas y ventanas, convirtiéndola en un zulo donde no entraba la luz del día. Mi abuela anunciaba a bombo y platillo a sus amigas que tenía un nieto con Diógenes para joder, para hacer daño, porque mi familia es malvada. Una mujer rabiosa con su cáncer entra sin llamar en una propiedad privada a destruir todos los objetos que había comprado, lo cual constituye un allanamiento de morada aunque lo hagan personas de mi familia. Pero todo se perdona. Prefiero recordarla como una mujer sonriente, y como una buena madre. Pero su muerte te deja huérfano, y te hace replantearte tu vida, donde las cosas materiales importan poco, y donde la conciencia de tu edad, de tu madurez y de tu propia muerte pesan como una losa y hieren como una navaja. Toda tu vida criticando la religión y al final es un cura el que oficia tu funeral, y deja resbalar los cuatro tópicos que la familia quiere oír. Nuestra muerte será así, silenciada, escondida entre las palabras que no queremos oír para seguir viviendo, y ni siquiera seremos enterrados, como si eso nos fuera ingenuamente a resucitar, sino convertidos en ceniza, y enterrados en una losa común con el resto de la familia, aunque os estuvierais odiando toda la vida. Y eso, toda la vida...es lo que queda aún por vivir, pero su muerte me deja indefenso, huérfano y lleno de miedo. 

  

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