Su Gran Teatro ahora es otro: proyecta
otra magia a los niños, con la misma ilusión, fantasmagorías, sombras,
apariencias y otras materias con la que se tejen los sueños más platónicos. Soñar
es el cine de las sábanas blancas, decía el viejo cineasta Méliés a sus
sobrinos antes de acostarles. A George Méliés podríamos ahora confundirle con
un vendedor de caramelos y juguetes en el pequeño comercio de su esposa en unos
grandes bulevares por su delantal sino supiéramos que se trata del genio que
inventó el cine, junto a los hermanos Lumière y el gran director de Viaje a la luna. La lluvia ha traído a
los Grandes Bulevares de París a un hombre cuyo paraguas tiembla, y que se sacude
su gabardina, mojando parte del local que luego fregará la cónyuge de Méliés. O
quizá le traiga un motivo más noble.
Se ha presentado como periodista.
Es tan viejo como él, pero se conserva mejor el cabrón, se queda Méliés
mascullando la palabra “periodista”
sin escucharle, debe ser director de un periódico importante, mueve el labio y las
“M” s cuando pronuncia varias veces ¡Méliés! lleno de puntitos de admiración. “Bah, un cínico como todos, que se ha hecho
con una buena corbata y ropa elegante y por eso se conserva mejor el cabrón.”
Su esposa sí parece interesada, casi tira un bote de caramelos con el escote,
como ofreciéndoselo al viejo elegante cuando este extraño le habla de relanzar
la carrera cinematográfica de su esposo. Incluso de mejorar los rudimentarios efectos
especiales.
¿Qué sabrá el cínico de lo feliz
que fue Méliés? Los ojos se le volvían de niño cuando se abría la carpa y veía entrar
a la gente. Méliés se pega un chute de caramelos azucarados, los necesita,
ciega los ojos y recuerda. Y recuerda en blanco y negro, por supuesto, como una
cámara oscura de fotografía que se moviera, como aquella caja mágica que hacía
cine. Los asistentes a su circo teatro, que en realidad era un cine y nadie lo sabía
ni lo llamaba así, también iban de blanco y negro. Bombines, y trajes muy del
xix. Los selenitas de su película no eran verdes sino blancos, por cosas de que
no habia llegado ni el cinemascope. Pero aun así los terrícolas anglocentristas
británicos blancos y gordos eran racistas con ellos. Los niños son racistas y
solo piden caramelos de menta, se han obsesionado, no entienden la
interculturalidad del dulce. Todos recuerdan el incendio de aquella sala,
porque era una galería cara de estilo modernista o art decó o algo así y porque
fue una princesa Sissí o algo así aquella tarde a ver la proyección; y ni a una
galería nouveau estilo ni una princesa anoréxica se les permite chamuscarse,
como a un vulgar algodón dulce de feria que ahora sigue vendiendo este hombre a
los niños egoístas y racistas en otro local pero sin cine. El periodista evita
el tema del incendio, pero lo están los tres pensando. El niño masca un chicle
que acaba de robarle al viejo tendero y hasta él piensa en un incendio que no
pudo vivir dado su edad. Y toda esa gente rica chamuscada. Gente de la
importante.
Solo mesier Méliés ha dejado ya
el tema en su cerebro. Lo han sustituido sus películas- recuerdos. ¡Esos hermanos
Lumière negándole su invento! Entonces le dio igual, nadie pensaba en séptimos artes,
ni en artes con aquel trasto. “Este
negocio durará 9 meses, un año con suerte, luego la gente se cansará de las
proyecciones de cine y habrá que inventar otra cosa o buscaros otro negocio. Somos
hombres de circo y teatro, estamos hecho para metamorfosearnos, performarnos,
no ser siempre los mismos.” Méliés también es ya otro, disfrazado de
vendedor de caramelos, de vejo entrañable, de arruinado genio, de matrimonio
feliz. Y entre tantos disfraces y apariencias, el preferiría envolverse como un
caramelo, quizá por vergüenza de su dulzura interior de niño fantasioso. Se siente
en un envoltorio ajeno, no le pertenece; aquellos selenitas de sus filmes también
se sentían así de ridículos, en un estereotipo verde que en realidad era un estereotipo
en blanco y negro. Porque en esto, como en los caramelos de menta, también hay
racismo. Así es el bicho humano: envuelvo de dulce y en el fondo amargo. Muy raras
veces es al revés.
Su esposa le ha envenado los
caramelos de tofe pues los sabe sus preferidos y el señor Mellier se ha pasado
a los de limón. Ahora él tendría una corbata mayor que la del periodista si no
se hubiera envuelto en la risa del niño que soñaba con la luna. Sería un hombre
de negocios, tendría otro envoltorio distinto y una corbata mejor, y no vendería
dulces a los lunáticos faltos de azúcar. Merecía la pena la amargura, no por el
servicio que hace ahora para con los niños, sino el que se presta así mismo, sintiéndose
menos viejo entre caramelos. Hasta el alíen perdonó a sus captores terrícolas bailándoles
una sardana en Viaje a la luna, como un
Cristo de color verde hijo de la Luna, aunque le hubieran dado bien de
bofetadas antes. Así que el señor Méliés asentó con la cabeza: “El cine es magia.” Fue su consentimiento
a la locura que el periodista le proponía de relanzar sus películas y su
carrera. También podría haberle pegado un paraguazo como a ese alienígena se lo
propinaron los inmigrantes venidos de la tierra. Arrugó los ojos de niños y le
regaló un caramelo. Su esposa, el periodista y él se fotografiaron juntos en
una foto que acabo de ver muchas décadas después, parecen los tres unos estúpidos
y en blanco y negro. Mientras el niño egoísta se llenaba los bolsillos de
caramelos a mansalva aprovechando que nadie atendía el puesto. A Méliés le habían
robado su cine, su vida, pero Mellier era demasiado niño para juzgar.
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