lunes, 15 de abril de 2019

LECCION DE ABURRIMIENTO LITERARIO CON MARTA SANZ

LECCIÓN DE ANATOMIA DE MARTA SANZ

A veces los alumnos que en un posgrado de Literatura Comparada jugamos a críticos nos planteamos, como los narradores de autoficción: la sinceridad. Y desde esta “honestidad intelectual, la cortesía del escritor” según Ortega; me veo en la obligación de escribir una crítica negativa a esta obra, que en mi opinión no cumple con la calidad exigida a la buena literatura y que más que narración del yo me ha parecido una exhibición del ego más narcisista. Nadie me ha señalado que mi análisis tuviera que ser complaciente, pero trata de no ser subjetivo sino de defenderse argumentando por qué, en algunos pasajes, el libro se me desprendía solo de las manos en tembleques de mi sentido estético. Espero que esta sinceridad de mi pensamiento crítico, autónomo (e independiente de los reconocimientos en un canon a este autor), no sea censurada con una calificación tan negativa como la crítica. (Pero por si acaso se castiga el librepensamiento cuando no gusta este; he preparado otro escrito sobre Ordesa de Manuel Vilas; esta sí; excelente narración autobiográfica.) También podría encomiar las virtudes de esta misma obra, tengo mucha imaginación y como dijera Groucho Marx: “Sí no le gustan mis principios: tengo otros”. Afirmé haber leído mucho a esta autora: lo cierto es que fragmentariamente y levemente: conocía algunos cuentos publicados en antologías colectivas y artículos de periódico, pero se acabaron las mentirijillas por quedar bien. Empieza la sinceridad:

La obra es una colección de anecdóticos recuerdos, centrados durante las ¾ partes del libro en su infancia, narrada retrospectivamente en telling por una voz autodiegética y heterodiegetica, femenina, de 40 años en el 2014 y supuesta perspectiva social y de género. Supongo que el titulo viene del famoso cuadro de Rembrandt. Aunque siguen un orden cronológico; el aspecto de estos recuerdos es fragmentario, azaroso: no siguen una trama narrativa ni despiertan el interés por una intriga. Se narran banalidades (la descripción de su acné juvenil y cómo jugaba a explotar estos granos, de su primera regla, de una serie de botiquines cosméticos, de un orinamiento, y “lluvia dorada”, de su pubis, del arte de pegar mocos en la carpeta escolar, de su pulcra letra en unas redacciones escolares y luego universitarias que pedantemente y sin venir a cuento, a este cuento, se citan en listados por doquier…) Creo que la incontinencia verbal con que derrama en el relato estos hechos intrascendentes no es narrativa. Si el autor se lo contase a su receptor en un café, y no lo viéramos por escrito, no lo consideramos literatura: sus escasas metáforas son además pobres y sin concatenaciones, en un estilo más bien parco en recursos, lacónico y escueto que puede obedecer a cierto “pasado Kronen” (aunque esta generación, que me ocupó la tesis del grado en Periodismo, cuenta con narraciones de muchísima más calidad gracias a Belén Gopegui o a Ray Loriga, mejores incluso que las Historias del Kronen de Mañas que dan nombre al grupo.) Parece haber expurgado este pasado de contestación estilística y política de sus años mozos, adentrándose la narradora en el mundo académico, con su doctorado en Literatura Contemporánea en la UCM (me llama la atención la poca estima que el autor de esta obra tiene hacía la literatura, considerándola “algo dúctil “, blando, fútil, sin poder de cambio ni a nivel individual ni social, creo que llega a decir que no es capaz de intervenir en la realidad, cuando a mí me parece uno de los pocos y mayores bálsamos para afrontar el día a día y darle “otra lectura”. Y me deja con la duda de los motivos por los que se dedica profesionalmente a algo tan “banal.”)

Tampoco tenemos la culpa de este doctorado suyo, pero lo cita unas cuantas veces y además insistiendo en los aspectos pragmáticos que le llevan a él (mi padre me matrícula en el posgrado, mi profesora de máster me busca trabajo...) Califica todos sus estudios académicos de “lección del aburrimiento”, lo cual puede auto aplicarse a su Lección de anatomía. Dudo que sea un efecto pretendido (con una técnica de monólogo interior del inconsciente) la sensación que le queda al lector de que la autora está narrando lo primero que le viene a la cabeza en su recuerdo. Y lo más importante es que no llega a entender este receptor por qué se lo cuenta. Puedo empatizar en la importancia que para uno mismo tienen estas pequeñas anécdotas vitales, y que quiera hacer recuento de ellas por este efecto catártico y balsámico de la autoficción y el relato retrospectivo, incluso por un mero ordenamiento de escenas en la memoria; no me molesta que nos cuente el acné, lo que me molesta es que no lo haga literariamente. A nivel narrativo no parece una novela porque estos hechos dispersos no llegan a constituir una trama. Cuenta historias y los capítulos siguientes no siguen su relación causal: describe personajes, objetos, escenas, anécdotas que no vuelven a aparecer, ni siquiera en alusión. Escasean los elementos que dieran cohesión o estructuraran el conjunto disperso. Guarda la apariencia de una novela-río surgida del inconsciente en una mala imitación de los juegos estéticos del surrealismo. Tampoco me parece prosa poética, pues su lirismo es frío y austero. Por ejemplo, para explicar que ha interiorizado el pecado sexual católico afirma en la misma oración: “Soy un caramelo para este mundo. Estoy como una cabra” Y ahí lo deja. Un autor de verdad, la poetisa Gloria Fuertes por ejemplo, explotaría esta frase hasta donde dé de sí líricamente, como de hecho hizo en un poema titulado así. Y no me lleva a una reflexión mínimamente trascendental, por ejemplo su pregunta metafísica: “¿Por qué el ser humano repite muchos las cosas graciosas?” ¡Ay, como somos! (A eso se responde con que también nos recreamos mucho en lo trágico, y más lo hizo la iglesia católica. O de forma más brusca: “¿Y qué me quiere hacer pensar con eso?” 

Me abruma con un anecdotario de insípidas naderías; pero acabo la obra con la sensación de que por mucho que haya descrito su pubis y dado sus medidas físicas (peso, altura… tamaño y color de sus senos…como si estuviera en un castin de modelos de ropa o de pornografía) no he conocido interiormente casi nada de Marta Sanz. Quizá porque como ella misma afirma: “soy miedosa y precavida.” Algunos vocablos de su lenguaje y unas cuantas reflexiones se destacan por su originalidad. Parece que el receptor ha de buscar las flores entre el espeso árbol apartando una selva de ramificaciones por las que uno se pierde como por los senderos bifurcados de Borges, pero a diferencia de aquellos juegos interliterarios del sabio con los espejos literarios que conformaban su yo, estos callejones no llevan a ninguna parte.  Cuenta cosas tan interesantes como unos piojos, su adicción al tabaco y la cerveza, sus problemas de piel, sus dolores de cabeza, su propensión al insomnio, una lista de enfermedades con las que se libraba de ir al cole, una heridita que se hizo en el típico campamento… una intimidad personal, vivida hiper-subjetivamente, pero que no explota universalizando lo individual o haciendo que me identifique con esa niña empollona peleada por la nota más alta con sus compañeras. Más bien me siento repelido por esa obsesión por la calificación más alta y esa cita constante a redacciones escolares (“de letra perfecta y pulcra”) a la par que va desvalorizando sus propios estudios hasta el doctorado, desde un recurso de falsa modestia, que parece más bien falta de interés por los mismos, salvo a nivel pragmático. 

La obra empieza describiendo su más tierna infancia y por ende el retrato de su entorno familiar. Sí hay que valorar cómo mezcla el relato de una historia familiar, de carácter popular y rural, inscrita en la tradición franquista del país y en el mentidero de rumores de este “Ruedo ibérico”; con una especie de épica o mística de la lucha política antifranquista y estudiantil en un Madrid más urbano, posmoderno. Así se percibe el pálido reflejo de una bohemia artística (pues refiere al taller de escritura Fuentetaja.) La autora afirma haberse aburguesado, y con ella su generación (sí es que en esta obra pudiera verse un retrato generacional de los 80), y quizá por ello pasó de la “revolucioncita” a un trabajo de “chupatintas”, como ella lo llama, en alguna especie de editorial (pues queda como otro espacio de indeterminación y lugar vacío a rellenar por el receptor; ya que este periodo laboral “los 15 años centrales de mi vida” quedan en una completa elipsis. No cuenta ni en qué ni dónde trabaja. Se limita a describir la anécdota de un profesor borracho que le ha relatado extrañada una alumna de máster, como ella, que trabaja para su misma jefa, y que saca tantos dieces y a la que juzga guapa. Por todo ello parece identificar su yo con el suyo. Lo hará con sus tías, primas y por supuesto con su madre, su modelo vital. 

La narradora-protagonista-autora habitó varias residencias en Madrid, y en Benidorm, donde no solo veraneaba. Asistía también a un colegio en tal destino vacacional y se queja de que sus padres le dejaran ver todas las películas en el nocturno cine de verano salvo Gritos y susurros de Bergman, que por no traicionar la prohibición, sigue ella sin visionarse. Parece reflejar una infancia feliz al reseñar esta buena relación con sus padres (salvo en un episodio de juventud durante la carrera en Filología hispánica, en que se enfada y los define como “un par de gilipollas” sin explicar por qué.) Afirma tener una especie de celos de la buena relación afectiva entre sus progenitores, y sentir adoración por ellos. Su madre siempre le decía “sé independiente.” Y la recuerda “enérgica y nada plañidera” (llorosas es como describe al resto de mujeres de su familia.) Se entrevé que la madre tuvo problemas en el parto de Sanz, la autora recuerda este relato de su concepción cual trauma posparto que le desengañó un poco del sexo o de sus arriesgadas consecuencias. Cuenta cómo observaba orinar a su padre no por un interés en el falo sino por curiosidad infantil. 

Es interesante la visión de género que podemos extraer de la obra al retratar a unas mujeres múltiples-esclavas: ángel del hogar, ángel del señor, abuela, madre, hija, esposa…criticando así levemente el patriarcado, el eterno femenino y la mística de feminidad. Habla de su bisabuela Catalina como de una mujer entregada a estas labores domésticas y al cuidado de su esposo que sale enfermo de una cárcel en la que ha sido represaliado políticamente (deduzco que por “rojo” en la guerra civil.) Y describe a su abuela Juana y a muchos tíos (M. Pili, Bienvenido, Dolores, Maribel, Rita, Marisol...) o a su prima Mónica. De Marisol apenas solo cuenta que admiraba cómo esta bebía en botellines de agua y la envidia que le producían sus nickis. Tía Pili fue su madrina: la hermana pequeña de su madre se crio no con sus hermanos mayores sino con un tío y los abuelos, que le enseñaron sevillanas. La tilda de “fantasiosa”. María Pili y Maribel eran “las dos guapas de la familia.” Refleja el canon de belleza de su tía Dolores (la narradora da mucha importancia a los aspectos más materiales y físicos de la estética: al describir sus enseres de maquillaje, su cuerpo físico…la mayoría de descripciones son externas y brillan por la ausencia de un retrato introspectivo más profundo.)  Su tía Maribel sufrió malos tratos por un marido infiel y además estaba enferma de cáncer. Esta denuncia a la violencia contra la mujer merece ser reseñada, aunque me defrauda que no le acompañe el continente de un lenguaje inclusivo a un contenido de visión de género. Parece ser “la marida” de un marido, en vez de “esposos” como entre personas no machistas. No comprendo cómo una narradora con A ¡y lo que ha costado la A!, que además afirma ser feminista, contemporánea, doctora en Filología Hispánica, relacionada con corrientes de lenguajes posmoderno (como los Kronen, la generación del 68 y los Mileuristas)… puede hacer uso de ese lenguaje tan poco inclusivo, con algunos laísmos bastante impertinentes (aunque no sea yo el más indicado precisamente para este reproche.) Claro que ella puede llamarle como quiera (esposo, marido o “pichurrí mío”) en su contexto íntimo, pero no al plantear una obra literaria si no obedece al interés narrativo o/y estético. Elvira Lindo es profundamente original denominando “mi santo” a Muñoz Molina; pero ella con estas alusiones “al marido” o llamando “revoluncioncita” a los esfuerzos reivindicativos del comunismo y socialismo en sus luchas sindicales, contrapolíticas o estudiantiles me deja un regusto muy conservador (por muy de izquierdas que se defina): una frivolización e insustancialización de su época, de su generación, de su lucha, de sus propios estudios, de su propio Yo (descrito siempre por sus aspectos más materiales, frívolos y cosméticos)…   

Los capítulos siguientes describen el entorno escolar. Sus profesores (Carmen, Antonia, Brienmaier, Encarna…) y a sus compañeras de clase (Juana Amparo, Yolanda, Mari Bárbara, Mari Carmen, Angelita…) Sitúa en el espacio retrospectivo la distribución de los pupitres en el aula, y a muchas de sus antiguas compañeras las describe por su peinado, otro motivo de pelea infantil. Se define como una niña estudiosa a la par que pasota, rebelde y sumisa, andrógina en su apariencia, evasiva de todo; de las explicaciones del profesor mirando musarañas, de la propia clase (te cuenta orgullosa sus “peñas” como general presumiendo de una condecoración.) Con Clara coincide en el último pupitre de la clase, desde la que se observa todo sin ser apenas ser observada. Hace comentarios del tipo: “María debería depilarse el bigote.” A su amiga Paquita la describe como “una niña contestona, que dibuja muy bien, pero pega a su madre y a su madre le pega el marido.” (También se enemistan por quién dibuja mejor, ya que en la obra aparece varías veces el mundo del dibujo: una tía con la que pintaba, amigos pintores y su autorretrato final, “que debería ser obra del hiperrealismo o del fauvismo.”, añade con humildad.) Paquita atiende la cuchillería familiar, y va con ella a la catequesis (como luego irá la conservadora autora a las charlas de los seminaristas del OPUS, “tras dejar la moda de la revolucioncita por un curso de taquigrafía.”) Describe el perro de su compañero, pero obviamente no como lo haría Chejov en La dama y el perrito. Dedica excesivo tiempo narrativo a detalles superfluos que retrasan la trama. Este perro no vuelve a salir; pero se ha empeñado el autor en describir al perro. Con esta niña se pelea por un cepillo de pelo y por su estilo de peinado. A su vez refleja la lucha de clases: pues no solo muestra desprecio hacía Antonia “la limpia” (la llama “la mujer de la limpieza” siendo más conveniente denominarla por su función laboral de asistenta y no por su género sexualizado injustamente asociado a tal tarea) sino que también afirma que “las estudiantes de letras se sentían superiores a los obreros y provincianos con los que salían” y con esa superioridad los llama “nuestros amantes rurales”, lo cual me ha hecho gracia. A esta intelectual, que apoyó en 2011 la candidatura de IU, le parece “una revolucioncita” todo lo que se luchó por la consecución de la democracia de la que hoy gozamos. No sé si esta descripción de las clases como lecciones del hastío esconde una crítica a la educación y al ámbito eclesiástico católico que ha inundado el ámbito pedagógico. O simplemente “me aburrían.” 

Podría criticar la teología, sin entrar en juzgar la teleología, pero más bien da la impresión de disgustarle unas profes concretas.  Denuncia “los sistemas pedagógicos modernos” argumentando que debía responder a mucho test psicológico y de inteligencia que le parecían absurdos. Allí empezó su desconfianza con la psicología que tanta falta le haría. Test basados en completar series de fichas de dominó y en una memorización retentiva y no compresiva de datos cuantitativos. Ella mentía en estos test y así revindica la mentira, (la literatura no deja de ser el arte de mentir y crear ficciones), y en estos pasajes es cuando refleja estas peleas por notas cuantitativas (de las que acaba de quejarse respecto a los test.) Y de la escasa orientación universitaria que les dieron en la secundaria. Con la separación en los pupitres por género y sexo (sin performance de rol sexual secularizado del género) puede criticar esta falta de igualdad, pero más adelante afirma que se asumía como lo normal, para que lo rellene el lector. El paso de la primaria a la secundaria también a Sanz se le ha hecho muy conflictivo y describe la entrada en su colegio de unos “esnifadores de pegamento, malos malotes”, un capitulo que me ha gustado pues yo les llamaba igual (“badboys”) y entre ellos a veces les he escuchado llamarse así. Adolescentes provenientes de barriadas posindustriales de Carabanchel y otras zonas marginales de Madrid que “hacían contrabandos de tabaco, cromos y siempre estaban entre peleas y bares.” Me identifico con su escepticismo con la educación “progre”, aunque en su época no fuera la ESO o el Plan Bolonia. Afirma estar prevenida de esa pedagogía moderna pero queda fatal apuntillar “que ha traído la democracia.”

Con Aurelio, un mal estudiante y ladronzuelo de pequeños hurtos, mantuvo una relación platónica, como la de La República, en la que él le ofrecía protección de “guardián” frente a otros “matones” y ella le haría los deberes de Filosofía como gobernante ideal, algo muy tópico, pero muy real. También vuelve al marco espaciotemporal del presente o de un pasado más inmediato al rememorar su reencuentro con una de sus amigas en la feria del libro de Madrid. Durante sus primeros años escolares se inventa varios nombres ficticios (entre ellos María Antonia Libertad, pues eran los tiempos de esta) con los que firma sus “pulcros cuadernos de letra perfecta.” “Nunca era para mí suficientemente veces citado y subrayado mi nombre en la vuelta corregida de esos trabajos” (lo cual habla por sí solo del egocentrismo que, sin jugar a psicólogo, obviamente esconde problemas de autoestima y un desequilibrio en la valoración de sí misma. Parece haber volcado sus inseguridades personales en el mundo académico, profesional y creativo, como da cuenta esta ególatra obra.) Nos hace partícipes de sus gustos musicales, literarios, cinematográficos, cosméticos y culinarios, y a esta parte podemos llamarla “interliteraria”, “de transducción interartistica multidisciplinar” aunque a mí me parece que solo cuenta que se enganchó a la Nocilla Nutella, a las coques y que sus películas preferidas eran las de la Factoría Disney.  

Cuenta sus vacaciones en Galicia, Benidorm y colonias en Inglaterra, con las típicas historietas superficiales de todo campamento. Hay una breve descripción de su barrio, de la ciudad de Madrid con un listado funcionalista de calles (la Gran Vía, Ciudad Lineal, La moraleja y las calles Montera y Ortega y Gasset.) Y también describe a sus pretendientes y los líos sentimentales de sus compañeras de colegio y luego de universidad aunque de su propia experiencia amorosa solo señala un alumno inglés al que daba clases de español y que le dio un beso de agradecimiento (que ella interpretó: “le gusto”); un novio al que describe a través de su madre (“la suegra ficticia”) y luego cómo pasó a manos del “marido.” Narra algunas peleas entre estos chicos “barriobajeros y drogadictos”. Cuenta su primera menstruación y la de sus amigas, su viaje de fin de curso… Elena, hija de un militante del PCE, está enrollada con un hermano de un guerrillero de Cristo Rey. Y la conoce cuando milita activamente en la lucha estudiantil en su carrera de Filología. Va a manifestaciones y es la parte más interesante por la lucha estudiantil sindical política que podríamos esperarnos, aunque traicione nuestro horizonte de expectativas. Aun así, aún su brevedad, describe con más detalle y concreción esta parte que ocupa las páginas centrales físicamente del libro, quizá porque le queda más cercana en el tiempo esta juventud que una adolescencia que quiere olvidar, o así lo percibe este lector que quiere olvidarse de la suya.

En el cole interpretan El principito en una versión teatral y se pelean de nuevo, esta vez por los papeles protagonistas como antes por quién sacaba más décimas en las redacciones. Y se queja: “Se lo han dado a una alumna mediocre que solo tiene un buen físico” (¡Fíjate! ¡Qué drama del holocausto! ¡Qué trauma para la autora y lo que le importa a este lector!) Y no me importa porque no lo relata literariamente.Y porque no conozco a la autora para empatizar emocionalmente con tan desgraciado hecho de quedarse ella sin protagonismo en la obra. Me han interesado más las pocas referencias al Franquismo y a la República contadas a través del recuerdo de los personajes más gerenios (padres, tíos, abuelos) O al describir esta aula de expresión corporal en un invernadero, que fue un aula republicana. Y así sigue criticando, quizá reaccionariamente o quizá con razón, los métodos pedagógicos modernos. Hay algunas y líricas referencias a los cuentos de hadas, aunque no concatena las metáforas que habrían dado para mucho y se queda en su escueto laconismo característico. Sale del taller de teatro en la ficción y en una metalepsis inversa “vuelvo al tiempo-espacio en que escribo, pues se me quiebra la memoria, un hecho reciente fractura el orden cronológico.” Juega así con el marco de la ficción-realidad, sí es que la diegesis y la mimesis no estaban ya de por sí en una autoficción muy fundidas.  Y aprovechando esta sensación de malestar nos cuenta sus problemas para conciliar el sueño y acto seguido regresa al relato. Parece mejorar en la narración cuando describe el acoso al que someten a su amiga Bimba y una insinuada violación. Aunque queda muy difusa y diluida, lo podemos entender como una violación grupal consistente en la obligación a varias felaciones y masturbaciones a sus compañeros de clase y amigos barriobajeros. Lo hace desde una perspectiva muy original, con la que buena parte del feminismo actual no va a estar nada de acuerdo: a Bimba parece satisfacerle “sentirse el centro de atención” o “vivir el romance” con todos ellos, confundiendo sexo y cariño. La narradora también opina que “si le hubieran dicho un “gracias” final se habría arreglado todo.” Y lejos de entenderlo como una defensa de la violación consentida quiero creérmelo una descripción de la falta de cariño que sufren ambas adolescentes. Sí que me parece más digna la frase con la que acaba el capítulo: “Se pusieron a hablar entre ellos para descubrir quizá que no tenían nada que decirse”, pues refleja la incomunicación que en el fondo late entre estas cuadrillas de falsa compadrería y coleguismo, sin amistad ni fraternidad. 

De Carabanchel bajo se muda con su familia a Chamberí, a una casa entre el río Manzanares y el puente de Praga. En Benidorm viven en periodos breves de alquiler y pasan los veraneos. Tiene un pueblo también, del que solo dice “aunque me cambie de casa, mantendré el mismo pueblo.” Parece también interesante esta descripción de la mudanza, con los fantasmas como unos inquilinos exquisitos y refinados, aludiendo al aburguesamiento de la familia de la autora, de la propia autora, de su generación y de este país y también a esos demonios reprimidos en el recuerdo y liberados, cual caja de Pandora, en la autoficción para tratar de expurgarlos sin reprimirlos en “la caja” mental. No abundan las buenas metáforas en este relato y por ello ¡cada vez que me encuentro una flor lirica en medio del bosque enredado del relato me emociono! Describe del instituto femenino al que va a hacer el bachiller y sobre todo las clases de gimnasia en las que, como buena intelectual, se rebela a la disciplina y resulta “una vaga y rebelde.” Además “nado como un besugo.” Cuenta que sus amigas especulaban sobre la orientación sexual de esta entrenadora de gimnasia y la creen lesbiana, pero refleja su confusión sexual en ese momento afirmando que no sabe a qué se refiere esa palabra. La narradora en una digresión de esta evocación de las clases afirma sorprenderse mirando a veces a las mujeres con ojos de hombre, sin entrar en describir de qué tipo de mirada se trata, aunque supongo que no solo se refiere a sexualmente. El profesor Fernando las llama al orden y acaba la anécdota. Compra libros escolares en la librería Fuentetaja, de las más clasistas y famosas en Madrid, con sus talleres literarios tan minoritarios por su precio más que por su calidad. (Ella ahora se ha “reciclado” dando clases de escritura por video en esto canales digitales de internet de la fundación librera- creativa.) Elabora alguna metáfora con el espejo y su cuerpo adolescente creciendo, y cuando creo encontrarme un pasaje auténticamente literario me decepciona el que solo ha sido un preámbulo para describir el rímel y su estuche de maquillaje.

No le gusta prácticamente ninguna clase y las que menos las de música, pero pretende sacar dieces en todas. Lo que mejor se le da, por supuesto, es la filosofía, la lengua y literatura; y sin pedirlo el avance del hilo narrativo, cita en forma de listado referencial y positivista los temas de sus redacciones del bachiller, como hiciera con las del cole y luego con las auto-bibliografías universitarias. No sé si el propósito es hacer una lista recordatorio para ella misma de sus trabajos sobre Azorín, De Berceo, Los Presocráticos, o lo necesita contar por simple vanidad. También define su letra de “pulcra, apretada, perfecta.” A mí sinceramente se me hacen estos pasajes muy repelentes. Su compañera de clase Mar viene del Colegio Estudio de Josefina Aldecoa (trató de imitar el espíritu krausista de Giner de Los Ríos del Instituto libre de Enseñanza de Madrid, que concentró tantos genios por m2: No solo el trío Buñuel, Lorca, Dalí: organizaban congresos humanísticos, incluso científicos. Y por ellos pasaron los Nobeles Ortega y Gasset, Einstein o Ramón y Cajal. Sí aquella era una residencia masculina elitista; está será igual de clasista y selecta, pero femenina.) “Mar está traumatizada y va a ir en breve al psicólogo, pero yo le hago de psicóloga gratis.” Con ella monta en pony, cantan y tocan la guitarra (asegura Sanz que se le da mal. Y con tanta alusión a la música creo que me hallo en el equívoco de estar leyendo a Marta San-che-z, que no contenta con ser personaje en Sin noticias de Gurb de Mendoza se reclama ahora escritora, lo cual explicaría todo.) Y luego pasa a contar que le apasiona el prerrafaelismo. Pues muy bien. A mí también muchísimo, pero no sé a qué viene. Describe a su profesor de latin, del que parece un poco enamorada, aunque afirme un par de veces que ha visto muchos dramas en el platonismo de las alumnas con sus maestros, por lo que no se permite estos flechazos. Le pinta a este docente de “pueblerino que no parece de pueblo, con gafas de culo de vaso, barba desaliñada, jersey de lana burda y acento montañés que lee idealismo alemán en los descansos de clase.” Parece notar un cambio generacional, sin disimular cierta envidia, entre las chicas de su edad y “las chicas precoces y posmodernas, que van al Rock Ola y al Via Láctea. Se cuelgan cacharritos de cocina en miniatura en los lóbulos de las orejas, llevan minifaldas y toman combinados. En cambio; bebemos nosotras a morro, retozamos con nuestros amantes rurales en praderas de parques urbanos, con vaqueros y pañuelos morados y jersey de lana como de una generación anterior.” Es toda la referencia a La movida. Van a macroconciertos, trasnochan y se gustan de aglomeraciones “por el roce, cervezas y conversaciones” (intelectuales) y “tomar chupitos.” No lo recuerda con nostalgia. Refiere que en calle Montera les paró la policía o cómo corrían hasta Puerta del sol y “sin miedo a entrar solas a los bares.” Compara la protocolaria pedida policial de documentación civil (tan emocionante y trepidante experiencia) con Taxi Driver, la pobre.  Inserta luego un párrafo largo sobe “todo lo que no quiero ser”, parece elaborado en un taller literario, (quizá en esa Fuentetaja donde ahora imparte cursos de escritura creativa grabados o en La Escuela de Letras de Madrid donde los recibió de joven presencialmente.) En su modestia, se compara a una serie de actrices de cine. 
 
Relata que, al empezar la universidad, va a vivir con un amigo del hermano de su madre (al que no sé por qué, porque no lo explica, no llama simplemente “tío”), que hará de padrino en su boda en el 93 con quien será “el marido”. “Como una vampiresa” afirma haber pasado por la universidad. (Recuerda por sus autodescripciones al serial Buffy Cazavampiros.) Resume todos sus estudios hasta el doctorado de “aburrimiento.” Creo que ha quedado claro cómo defino yo esta obra. Con toda humildad repasa sus virtudes y entre ellas: el dinamismo, el sentido crítico…en una página 226 que me he tenido que saltar abrumado por su ego.  Del año 84 al 89 asiste a unos seminarios de unos numerarios del OPUS. Allí le preguntan si es virgen porque lleva vaqueros. Te cuenta todos sus apuntes, y clases, y fantasea con las clases que daría ella. Lanza una inquisición al lector, a modo de la más profunda pregunta metafísica de la obra: “¿Se puede ser sabio y tener mal gusto pintándose las uñas? (en las líneas siguientes esto reprocha a su profesora.) ¡Gran pregunta que Aristóteles dejó sin resolver cuando escribió Del templado modo de cortarse las uñas!, un libro que no he leído, pero que imaginó que, en esa obsesión del griego por dividir en triadas epistemológicas, habrá normativizado en tres cortes. Se halla nuestra autora “entre alumnas aplicadas, viejas alumnas con asignaturas pendientes y profes que repiten la misma lección año tras año.” Describe ese ambiente estudiantil “de mayo del 68” mencionando que hacían huelgas, y que a ella le creían de CCOO, pero que en realidad era comunista. Aunque fue a algunas de estas asambleas; califica conservadoramente todo de “revolucioncita” “Y la revolucioncita acabó porque se puso de moda la taquigrafía.” Nos describe “cómo me fumaba unos canutos con las amigas antes de la clase de un homosexual que ponía matrícula a los guapos provincianos.” Y así cuenta algunos de los noviazgos y enamoramientos de sus amigas, calificados de encaramelados. (En otro capítulo se describe a sí misma como “caramelo.”) Afirma muchas veces que no le importa nada de lo que estudia, aunque se denota mucha obsesión por parte de la protagonista y sus amigas por obtener una calificación alta. Y así con la excusa te vuelve a contar lo que estudiaba, ahora en la universidad. El capítulo erótica del poder parece responder a una entrevista personal que le realizara un periodista cultural; a la vez que alimenta más su humilde ego: se define allí “una escritora atípica sin fetiches, que evita tomar notas en público en una libreta negra de tapa pura” (pero seguro que es azul.) “No me gusta esa parafernalia y me da igual dar al teclado, el boli o la pluma.” No va a cafés sola, ni lleva cuadernos y plumas fetiches. “En cambio; consumo telebasura (se nota por el estilo de escritura fastfood de consumir y tirar la obra, como esos perritos que se devoraba junto a la torre Eiffel o la Pepsi-cola con su prima Mónica) 

Y degusto torreznos.”(Iba referirme al peso que en el capítulo final afirma tener, pero sería cruel y extraliterario.) “No me cuido ni me maltrato”, y tiene un alcoholismo tolerable, pues “formo parte del rebaño.”Escribir no me parece eficaz ni siquiera para intervenir en la realidad, sino algo lábil, ni siquiera alivio para el malestar de la vida íntima” (y sigo sin entender que ve ella entonces en la escritura y más en esta autoficción en la que ha querido retratar precisamente su “vida íntima.”) Se queja de que en letras se enseña literatura y no aprendizajes vitales. Y eso es cierto: nadie oferta Bildungsroman en un plan de estudios, pues así la califica la crítica mal-pagada por Alfaguara y Anagrama. Su amiga la escritora Sara Mesa considera que “¡sigue la línea cervantina y su prosa se emparenta con nuestra mejor tradición española; Cela en su cruce con Valle Inclán y Quevedo! ¡Si se ha desengañado con la literatura no deje de leer a Marta Sanz!” (A mí me ha producido el efecto contrario. No logro entender cómo Rafael Chirbes se prestó a prologársela, quizá por afinidades de IU.) Hace su tesis doctoral en Filología sobre La poesía española de la transición. Se queja de que “no me dan el cum laude.” Y esto debió constituir todo un trauma en la niña pelada con sus compañeras por la nota más alta. “Mi tesis es un documento atípico, pero lo llamaron ofensivo e insignificante” (la escribiría parecido a esta ficción.)

Tras su máster y doctorado parece desesperada por aceptar cualquier trabajo (bedel, profe, “chupatintas” en una editorial, “negro”, camarero…) Su madre le había aconsejado independencia y el dinero es muy impórtate para crecer, (entendiéndolo como esa reivindicación de La habitación propia económica de Virginia Woolf, primer paso para la creativa.) A continuación te cuenta un orgasmo. O que un profesor se metió con su brillante metáfora del “mecano del amor” (supongo que por su estructura fragmentaria, de estructuras que encajan pero también se separan y rompen, donde Eros juega con las piezas enamoradas a edificar y demoler castillos del Lego en el aire.) La memoria le parece un músculo aún no desarrollado y afirma que la suya es imperfecta y mala y se compone de frases sueltas. Va a hacer una visita al “manicomio” a un pretendiente rechazado (podría tenerme la cortesía eufemística de denominarlo “psiquiátrico”.  O directamente “loquero” y así al menos me habría reído. Pero; ¡ya no espero nada de este mundo vil que nos llama minusválidos “menos válidos” y discapacitados “sin capacidad”!) Va con su amiga Clara a ver a este pobre que se quiso arrojar a las vías del tren cuando ella rechazó su propuesta matrimonial. Sigue hablándonos del trascurso de sus notas (más que de sus clases) pues “el sistema educativo me ha obligado a forjarme un pequeño corazón competitivo.” Cuando un profe odia a Marta Sanz al calificarle con menor puntuación de la esperada significa que “se interesa por mí”. (Igual que más adelante un estudiante extranjero al que ha dado clases de español le da un beso de agradecimiento, traducido por “le gusto.”) Retrata una lluvia dorada y la novela tiembla entre mis manos poniéndome la papelera ojitos de gato; no por el tema, sino porque no la describe como un Marques de Sade o Las 11 mil vergas de Apollinaire o Almudena Grandes en Las edades de Lulú. Mi inconsciente ha debido borrar esta descripción igual que la de la adhesión de mucosidades en su cuaderno de la letra pulcra o en el pupitre, por suerte no recuerdo tal detalle. 

Mi primer empleo se llama Jonathan”, pues al acabar el máster en el que su papá le ha matriculado, según afirma, necesita dinero para recuperar la inversión familiar y se pone a dar clases de castellano a diversos extranjeros (una japonesa de nacionalidad estadounidense y el chico inglés tan interesado en la protagonista: un corredor de bolsa, judío practicante que trabaja en las oficinas de la calle Ortega y Gasset de Madrid y con un hijo de 4 años, que además vive en La Moraleja y otro de montón de datos accesorios para un personaje tan secundario. En mi opinión, se detiene demasiado con este chico si este trabajo solo ha constituido unos meses en su vida. Y sí solo ha mantenido con él una relación profesional, aunque se ve que a ella le impresionó mucho ese beso de despedida.) Siente a veces sus recuerdos como “amigos imaginarios en la voz destructiva de una cabeza esquizofrénica.” La directora del máster le busca un contrato temporal indefinido en un taller literario (ya que no da nombres, llamémoslo Fuentetaja) en el que tiene miedo de sus propios alumnos. Hay muchas citas en este capítulo titulado “Clicotina, esquizofrenia, empatía y paranoia”: Sonrisas y lágrimas, El Túnel de Sábato, Casablanca, la Polla Record, Sicosis, y Goya. En el test de evaluación de sus alumnos de escritura; la reprochan “mi falta de higiene, pero yo me lavo cada mañana y soy muy puntual”, que se viste excéntrica, que es fea, y que la literatura es una mierda y Salinger más. También la piden por favor que evite las opiniones políticas y le hacen ver que su timbre de voz molesta (como incómoda, pero no en sentido contra-político sino estético me parece este tono de voz literaria.)Su alumno legionario no le entrega las tareas de clase, pero le escribe cartas de dos folios donde opina sobre ella y recoge la visión del mundo: filosofa sobre Unamuno, dios, la naturaleza, la soledad, la guerra, la fidelidad del perro… Y le sugiere a su profesora que quite El guardián entre el centeno de su programa de lecturas (igual que yo recomiendo a la mía excluir esta obra del suyo, y sustituirla por Ordesa, o esta obra de Salinger misma.) Como muestra de su ego; el hecho de que el legionario hable de ella aparece antes que todos los otros temas filosóficos, ¡incluso antes que Unamuno! “El burro delante para que no se espante.” A ella también le molestan muchas cosas de sus alumnos y de esta vida cruel, e inserta un párrafo largo: “cosas que me molestan.” Parece resultado de un ejercicio libre en un taller de escritura a partir de este título. (A otros nos molesta la mala literatura y hemos de tragárnosla.) 

Cuenta que ha tenido una suegra de verdad, gordita; y otra delgada y de mentiras, que era madre del chico que le gustaba durante su época de bachiller y universitaria y al que iba a visitar. “Ninguna de las dos responde al estereotipo de suegra manipuladora y abeja reina metijona. No siento por ellas dependencia ni odio ni rechazo ni doy razones para que me odien.” Incrusta otro párrafo de lo que exige en las personas; fidelidad, promesas etc. Fantasea con llamar a su suegra “coneja, puta, mala madre…” A esta suegra de nombre Pepita también la llaman M. José.  Se alojaba en su casa en semana santa o al volver de Benidorm para estar con su hijo. Era religiosa como una Doña Inés decadente y además leía La Regenta con esos éxtasis a lo santa Teresa que Ana Ozores sufre. “Estar casada con un viejo o un muerto es lo mismo desde una perspectiva naturalista” (esta frase es original: la autora tiene perlas escondidas; hay que encontrar esos “fogonazos brillantes” a los que se refiere en el prólogo Chirbes entre tanta tediosa tundra.) Le obliga esa señora a fregar platos al novio de la protagonista, que “estudió bellas artes y pinta porque muchos de mis novios han sido pintores” (Ella acaba la obra haciéndose un autorretrato, como los cuadros que pintaba con su tía.) La suegra cada vez que Sanz repara por su casa le insiste en echar más en el plato, la intenta cebar, pero luego la reprocha indirectamente su excesivo peso: “Me llama gordita, pero a mí eso me da igual.” (La obra me ha recordado mucho al Diario de Bridney Jones.)  Presume esta señora de hijos todos casados y sin divorcios. La pareja pasa las navidades con esta familia, aunque la suegra se mete (esa suegra de quien ha negado unas líneas antes que fuera “metete” o “metijona” y que no respondía a tal estereotipo) en si es el hijo estéril o no. Describe cómo cocina la suegra y cómo baila con la escoba de bruja y tararea una canción de bruja e incluso les mata cucarachas para divertir a los niños. 

En el capítulo “mi jefa” cuenta que trabaja “de espaldas a ella” de 8 a 8. Tiene un despacho como de becario subcontratado, lleno de carpetas, que le recuerdan la pulcritud en sus cuadernos escolares y su propia jefa a una profesora de EGB. Tiene también empleada a una alumna máster (como ella fue), buena estudiante, como ella.  Solo cuenta de “estos 15 años centrales en mi vida” que un día la joven entró escandalizada contando que había visto a su profesor alemán borracho y que la jefa se río de que a sus 27 años no hubiera visto un borracho. Esta superior en la jerarquía de la empresa (editorial, creo) tiene una madre con Alzheimer y cuida de ella. De pronto recordamos, aunque me parece que no lo había antes mencionado, que el padre de Sanz era sociólogo. La prima hermana de su madre, Alicia, le servía de mecanógrafa. También recuerda a su prima Mónica, que le llevaba en taxi al Corte Inglés: le epataban las escaleras mecánicas, maniquís, cosméticos, juguetes, la tarta y la Pepsi-cola. Mónica fumaba tabaco negro, pero ahora no fuma y Sanz sí. “¿Qué pensaría ahora Mónica de mí?” El padre de esta chica trabajaba en el metro. Y luego te describe durante dos páginas al gato de Mónica, como lo haría mi tía Paca (con muchos gatos en su domicilio) y no como lo haría Colette o cualquier otro buen escritor. Su amiga Lola perdió a su madre durante un crucero, fue una muerte “dulce.” Vemos un ejemplo de sus repeticiones, no paralelismos buscados sino meras reiteraciones que acaban cansando: “Lola perdió a su madre durante un crucero a lo largo del Rin. Lola se conforta con la idea de que su madre murió en una situación placentera durante un crucero por el Rin.” “Y por eso toma pastillas.” 

Su madre la llamaba a Sanz “viajante de comercio” y el abuelo estaba deprimido por tener que trabajar (“no tienes más remedio” le aseguraba la abuela.) Y así hace una especie de encadenamiento ¿estilístico?: “soy una mujer que soy profesora y a la vez soy viajante de comercio.” (Pues comercia con su sonrisa y amabilidad, añadirá luego.)  Allí acaba toda referencia al mundo laboral, “años centrales de mi vida”.En los últimos capítulos la imaginamos montada en un avión describiendo a los pasajeros nerviosos fantaseando como ella con una catástrofe área. Aterrizan y “me pongo ñoña pues mi marido va a recogerme y quiero estar sola y a la vez con él y ¡me siento cabreada!” 
Te cuenta sus viajes, las habitaciones de hotel a través de la descripción de los cosméticos del baño, los taxis en que sube emocionada, cómo toma un aperitivo en una terraza de los Campos Elíseos y compra un perrito caliente junto a la torre Eiffel. Te describe de nuevo otro neceser de baño, el de viaje. Parecen gustarle muchos los cosméticos a este autor; gotitas para las fosas nasales incluidas. A este pasaje podríamos llamarle “intimista.” Le incomoda que a su “alcoholismo moderado, dentro del rebaño”, como anteriormente lo ha descrito, se le acuse de “¡borracha!” Se siente “una mujer parisina, una señora parisina, aunque me imagino a la niña indefensa que nunca fui.” Describe las obras de la Galería Orsay. Es decir; la ecfrasis consiste en que refiere sus títulos ¡y menos mal que se contenta con hacer una lista de 7 rótulos! Camina por calles y bulevares, pero se siente sola en el cuarto de hotel. Finge fe en Notre Dame. Y hace otro listado de calles de París, “la ciudad del dejå vu.” Acaba el libro y se marcha a casa “con el ego abrumado de caricias” (no serán las mías hacía su obra.) Nos confiesa que le erotizan los aeropuertos y también que “me he hecho un poco más sabia y soy un poco más feliz” (¡Felicidades, Marta! ¡Cómo nos alegramos tus fans lectoras incondicionales y alumnas de clase!)
Las tres únicas páginas que merecen algo la pena en el libro son las del final, no solo porque sean las últimas, sino por su especie de reflexión con la máscara, que es una reflexión por tanto sobre la autoficción. Aunque ni siquiera menciona la socorrida y tópica referencia etimológica del vocablo “persona” referido a la “máscara.” Cita a John Berger (¡una influencia en su obra!, dicho en tono jocoso); “la maja desnuda solo es una maja desvestida.” Ella acaba el libro reconstruyendo o deconstruyendo su cuerpo de Frankenstein (esta obra también se ha hilvanado de retazos fragmentarios con mayor o menor coherencia hilando la cometa, tirando del hilo como diría C. M. Gaite) al posar desnuda como modelo de alguno de esos novios pintores, para acabar ella misma pintándose un autorretrato desvestida: “Es lo que he tratado con este libro: desnudarme" pero o bien su exceso de ego denota objetivamente una fealdad humana, o no ha sabido desnudarse ella con la sensualidad estilística suficiente. Y en vez de erótico ha sido una cosa pornográfica, exhibicionista. Para mí ha constituido un estriptis desagradable y molesto; sin ese paulatino juego de desprendimiento de ropas y disfraces del ego vistiéndolo de figuras literarias, sino a golpe exabrupto de “desabroche de faja.” 

Se autorretrata idealizada en este cuadro: más joven y color berenjena. “Mi desnudo podría ser el resultado de una estilización fauvista o hiperrealista.” ¡Por supuesto, Marta, por supuesto! Y añade: “de André Derain, Lucían Freud o Max Beckmann” (“un pintor con nombre de aparato para desinfectar biberones”, que puede llevar humorística razón.) El fisio es malo y la quiere lastimar: dice que su marido no la quiere porque no ha se ha fijado en algunas deformidades de su cuerpo (oreja y hombros por encima de otros), pero no se da cuenta de que esas inclinaciones de su cuerpo son “asimetrías de lo perfecto”. “Me quiere hacer daño el fisio y lo consigue.” Te cuenta que es diestra. Te describe su pubis (“profundo, negro, tupido, con pelitos hasta las ingles”, imagen que ahora no sé cómo ¡coño! va a borrar mi inconsciente por bien de mi salud psíquica para seguir viviendo.) ¡Sí hubiera sabido Juan Manuel de Prada que bastaba con esta descripción simplista…! se habría ahorrado trabajar tantos paralelismos estilísticos con la obra Senos de Ramón Gómez de La Serna en su primera obra Coños. Era tan fácil como decir “negro y con pelos” para ser considerada una descripción poetica. Acaba la obra con esta descripción del principio o El origen del mundo, que no es otro que el pubis femenino del que todos venimos, y por eso cita esta obra de Courbet, que precisamente se encuentra en el museo de Orsay que acaba de visitar. Pero creo que el fovismo buscó algo más que este reduccionismo y simplismo que constantemente se ve en la obra a nivel formal por el lenguaje empleado (poco elaborado, del habla cotidiana más que de figuración retorica) o en su básica significación (¿por qué nos gustarán tantos los chistes?). También vuelve a describir su Clavicula, temática en su obra, a su último libro lo titula así. Parece gustarle las metáforas con el cuerpo. Nos comunica su peso (tras tantos torreznos) y nos refiere su estatura. “He evitado el deporte para no volverme una mala persona. Mi aspecto es más atlético y corporal que etéreo.” Describe sus manos, “la derecha más grande que la otra para escribir o desencajar la tapa de los botes de legumbre” (que en esta autora parecen ser lo mismo: un acto mecánico) y sus tetas (“gatos arrumados bajo mis asilas”.) “No son pequeñas”, insiste. 
Describe sus aureolas incluso: “son marrones anaranjadas y no rositas.” No tiene casi cicatrices (físicas se referirá.) El sentido de escribir esta autoficción parece muy onanista; auto describirse, retratarse a sí misma (más físicamente), hacer recuento de recuerdos... sin importarle presentarlo de forma atractiva en una trama para su receptor. ¡Mire, Sanz, que Narciso acabó convertido en flor por mirarse tanto en el río! 

Al igual que el otro capítulo parecía responder a una entrevista con la prensa sobre sus fetiches literarios; este parece propio de una revisión médica o una entrada a trabajar en un prostíbulo en el que la pidieran medidas y quisieran asegurarse del tamaño de sus pechos y color de los pezones. Estas descripciones recuerdan a las de su obra de 2013, Daniela Astor y la caja negra donde recrea el mundo del “cine de destape” de la transición y describe las medidas, denunciando así la explotación de la hiper-sexualidad, de Susana Estresada, digo Estrada, María José Cantudo o Amparo Muñoz. En aquel cine de zoom movido de forma vertiginosa y mareante, y en aquellas revistas del bajo vientre, no había más calidad literaria y visual que el desnudo y un comentario morboso acompañándolo. El dicho popular de aquella transición, en el que se veía hasta progre y liberal esta cosificación, cantaba: “María José Gallego nos ha enseñado el pecho y ahora María José Cantudo nos enseñará el felpudo.”   

Se define “una persona con miedo o precavida”. Y al final concluye con el pacto de honestidad, que en un capitulo inicial o final, siempre suele estar presente en toda autoficción. Su retrato por supuesto se colgará en la sala de un impórtate museo y todos lo admiraremos y el contemplador volverá a mirarlo y mirarlo. Y por tercera vez admirará su autorretrato. “Y no podrá evitar que sea a mí lo que esté mirando.” ¡Vaya: no parece haber escapatoria para el pobre receptor hacía la plurisignificación; y parece estar muy segura de lo compacto de su Yo! “Mi fisio no lleva razón porque tengo las orejas perfectas y no torcidas. Tengo 40 años y ahora el tiempo seguirá discurriendo, pero de otra forma. Estoy lista para una medición.” Yo no la he medido a ella sino a su autorretrato literario: y se queda corto, bajito, no llega a la altura cualitativa, a los criterios de calidad de una buena autoficción literaria. En su lugar me ha dado una lección del spleen de la mala literatura, tan aburrida como a su autora le parecen todos los estudios de literatura que ha cursado hasta su doctorado; dando una pésima imagen al lector de no creer en este escrito ni quien lo ha escrito.   

Los estudiantes no nos merecemos correctivos como este, sino que se nos premie con una buena autoficción de Cercas, J. Marías, M. Molina, J. J. Millás, Ray Loriga… y sí se trata de evitar un exceso de testosterona literaria siempre nos podrá socorrer La mujer en guerra que es Maruja Torres, con su Calor de verano; o Rosa Montero “La loca de la casa”; o la prosa profundamente filosófica de Belén Gopegui; o Almudena Grandes con un buen relato erótico que no se contenta con el “oscuro y con pelos” como Las edades de Lulú. Rosa Regás tiene muchas autoficciones; y aunque Diario de una abuela de verano lo es de la forma más nítida, recomendaría mejor Luna lunera o La canción de Dorotea. No me acaba de gustar Mi corazón que baila con espigas de Carmen Rigalt por sus parecidos con Sanz. Es algo que ya no sufriré yo, pero me preocupo por la salud psíquica de los futuros alumnos de posgrado, así que cualquier obra sería mejor: la misma Nada de Laforet, y muchas de Matute y Gaite (a las tres estudiaré en mi TFM.) He sugerido autores que, aunque no escriban explícitamente autoficción, siempre imprimen la propia experiencia vital en sus obras. Y sobre todo le aconsejo encarecidamente que sustituya en el plan de estudios esta Lección de anatomía por Ordesa de Manuel Vilas, considerado “mejor libro del año pasado”, un éxito de público (no sé ni cuantas reediciones), obsesión adulante de la crítica y que representa mejor una buena narración autobiográfica.

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