NECROLOGIA URBANA DE MI BARRIO DE BAGAZA. BARAKALDO (NORTA)
Ya que damos la edad en el Club
de Jubilados; nos aposentamos en el Club Geriátrico de Bagaza; pues el café es
más barato. Y divisamos la voluptuosidad deshumanizante de los rascaleches; en calidad de socios privilegiados
del envejecido, pero inmaduro Capital, con sillones de plástico de preferencia.
Los de Bagaza somos una élite socio-económica y hemos sido inmortalizados por
los pinceles de Iñaki Bilbao en su “hiperrealismo
bagaziano” y por eso gozamos dentro de estos torreones funcionales el
cuento de hadas del Bussinnes posindustrial. Son viviendas cuadradas, opacas,
tristes, descoloridas, grises, con rayas de cebra marrón y amarilla, color
loquero o manicomio progresista. No dejan estos monstruos del ladrillo
respirar, ni otro lugar a donde mirar, agolpadas una sobre la otra. Los seres
artificiales que nosotros mismos hemos creado impiden cualquier vista y a
nosotros mismos a los que menos dejan mirar. Dejan asomar los ojos a una
parcelita de cielo, pero está nublada y vacía de dios. Ratoneras funcionalistas
cumplen su función de lata de hojalata, como antaño las cooperativas de casas
obreras de AAHHV. La estética es cosa burguesa, el paisaje solo existe cuando
un burgués se detiene a contemplar lo que para otros solo es trabajo, dijo algún
proletario. Para los niños los columpios solo son juego, risas. Pero ¡nosotros,
burgueses literatos, individuos
ciudadanos de Bagaza hemos llegado y no vamos a dejar a este neocapitalismo,
ni a esta inocencia, libres de nuestro juicio estético!
Lo llaman “plaza”, solo es el
espacio sobrante de las construcciones urbanísticas. La zona donde no cabían más
casas o presionaban “los concejales verdes” para que se plantasen unos setos y
cuatro arbolitos. Lo llaman zona verde. En unos columpios de coloridos
estridentes y chillones de psiquiátrico moderno y progresista; los niños se
retuercen entre cuerdas y suben y bajan toboganes. Lo llaman infancia. Entre la
infancia y estas jirafas de cemento y ladrillo y metal con piel de cebra,
torres de Babel erigidas soberbias contra la ausencia de Dios, rascando las
nubes, algo ha tenido que pasar. Los niños son lo más humano del lugar, con sus
risas. Las torres ríen, pero con lenguajes geométricos, matemáticos, que solo
entienden los eruditos del número deshumanizado. Están ellas y sus hablas frías,
muertas. Se ríen de nosotros y son todo sarcasmos con baba verde.
Por dentro estos pisos no son mejores
que nosotros: estrechas latas de sardinas llenas de cachivaches tecnológicos. Trato
de comprender al bicho humano; qué mi padre, aprovechando sus conocimientos de
arquitecto municipal, se advirtiera del problema de aluminosis del barrio, y en vez de denunciarlo, aprovechase para timarles
a una parejita joven de recién casados y a su bebé vendiéndoles este piso con aluminosis en el Beurko donde vivíamos
mi infancia; antes de que estallara el escándalo y los pisos se devaluasen. Pero
hay otros, como mis tíos, negados a dejar sus casas obreras y baratas de Beurko
para habitar uno de esos antiestéticos y antihumanos rascacielos. “Cuando venga la grúa hablamos.” Cada
persona sabrá cómo quiere actuar en la vida, y cuando venga “la grúa” a por
nosotros.... ¡hablamos!
La aluminosis es el cáncer de los
inmuebles, y también santa gloria para los gatos, que anidan en familias en los
agujeros fracturados en sus paredes desvencijadas, heridas, rotas… Ha
venido el neocapitalismo cabrón a Norta-Barakaldo-Bagaza y ha pillado a estos
niños jugando entre cuerdas, pero ya era tarde. Para ellos, para nosotros, es
tarde. Estamos presos entre cuerdas y ya no somos niños que podamos
desembarazarnos de ellas y montar en otro columpio. Como cautivos por Platón y
su caverna; estamos enredados entre cadenas invisibles, atrapados ¡y es una
lata! Sobre todo porque ¿cómo se desprende uno de unos grilletes y argollas fantasmales?
¿A quién culpa si no hay un rostro tangible, un DNI a quién denunciar
administrativamente? Ahogados de tabaco, jubilados al sol, sorbo mi café. Miro a
los niños. Estoy mayor. No, estamos todos ya muertos. Las gaviotas negras se
han desorientado del mar del norte y los buitres planean sobre nuestras
cabezas, las alimañas y animales carroñeros rastrean nuestros cadáveres sorbiendo
descafeinado con leche. Detrás las casas obreras, ahora chalecitos con jardín y
muy céntricos. Incluso pueden vivir ahora allí familias felices como las de las
series americanas. Pero en estos rascacielos solo pueden urdirse tragedias
griegas, suicidios desde el séptimo piso. La intimidad de estos vecinos se
airea, como una rúe del percebe, por unos ventanales enormes, que dejan ver
hasta la escalera interior, infinita, que solo sube a más escaleras, y que solo
lleva a más materia. Vertiginosos mareo de curvas rectas. Devoro con prisa el café,
aun mareado del olor a pescado y fruta muerta del mercado de Barakaldo, huele
mi ropa a sangre de bacalao y a sangre obrera y no he dormido esta noche de
tanto vomitar por el casco viejo. El sol pica en la cara. Los niños siguen
riendo y me molesta su inocencia, la de todos, mucho más que esta ciudad de
muertos con sus putos rasca-cojones de
dios.
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