TIEMPO
DE VIDA DE MARCOS GIRALT TORRENTE.
Lo
primero que me pregunto al hacer este análisis es por qué se me ha sugerido que
lo analice como una autoficción, y
por qué he acabado la obra con la sensación de que lo es. Trasladé estas dudas mías
al periodista, escritor y crítico literario Josu Montero (y mi profesor en su
taller de escritura desde hace cinco años); aprovechando el club de lectura y
encuentro con Manuel Vilas en los que este nos habló de por qué no considera Ordesa una obra de autoficción. Ni a Montero ni a Vilas le parecen las obras de Sanz y
Giralt autoficciones sino narraciones autobiográficas (lo cual no torna ficcional el sentido de contemplarlas en estos trabajos bajo este otro
nombre, que prácticamente alude a lo mismo), pues consideran que parten de la realidad
vivida por los autores, pero en ellas se da un tratamiento estilístico al
lenguaje que no llega a constituir una “ficción”.
Vilas definió Soldados de Salamina de
autoficción más pura, lo que otros
autores llaman “autoficción fantástica.”
Yo elogié que su obra además de autobiográfica constituía una ficción en sí
misma. Depende sí entendemos el concepto de “ficción” ampliamente como
cualquier diegesis literaria en sí, o
lo entendemos como una “trama” al modo formalista-estructuralista
de la narratología. Añadí que en mi
humilde doxa estaban en su Ordesa
todos los elementos incluso de una novela: personajes, trama de acciones concatenadas
en su causalidad, marco espaciotemporal, voz con perspectiva, y modos de contar
la historia. Concluyeron que al final depende mucho de cómo el propio autor
considere su obra, lo cual nos llevó a Montero y a mí a una sonrisa compartida
pensando en el poder real que tiene el escritor sobre su propia obra en estos
tiempos que corren de muertes del autor
y libertinajes de críticas y públicos masivos.
¿Qué
le hace ser una autoficción? Si
Salinger hubiera afirmado en una de esas entrevistas que no concedía que él es
el adolescente de su novela El guardián entre el
centeno; ¿automáticamente consideramos así la obra? ¿La veríamos de otra
forma? Esta obra empieza con la declaración de intenciones de que no va a
contar su vida como un huerfanito de Dickens. ¿Y Dickens? ¿No es acaso David
Copperfield la autoficción de un
personaje que, como toda creación de un autor, lleva mucho de su autor? Quizá
más que tomarnos esencialistamente
este concepto, buscando incluso comprobar si el autor ha vivido esa realidad referida
(sabiendo que no se puede reflejar objetivamente y solo dar una ilusión de mimesis), podamos analizar obras con un narrador
protagonista que asumen una atmosfera de autoficción,
lo cual nos permite abrir el campo y los objetos de estudio y nuestra
mentalidad. No hace falta que el autor diga explícitamente “voy a escribir una autoficción o la historia de mi vida” (como quisiera
Lejeune) o que coincida el nombre del protagonista con el del autor real, me
parece que estos detalles no son trascendentales para definir la autoficción, pues hay otros más
característicos. Si la literatura se define por ser una ficción estética verosímil
(aunque ocurra en la galaxia de Blade
Runner) quizá baste con que a mí me queda la sensación de que este hombre ha
sufrido un padre parecido al descrito y luego ha gozado de un acercamiento con
él, y que además lo he sentido tan vivo al recordarlo-escribirlo que he acabado
yo asumiéndolo como una realidad, contado de modo tan cercano que solo lo ha
podido vivirlo el autor.
El narrador-protagonista (autor) pertenece a una familia de clase media alta. Sus
padres ejercen profesiones liberales y artísticas (pintor de arte abstracto y
ella publicista y diseñadora gráfica.) Y se han separado. El conflicto de “hijo
de separados” inicia el eje de la trama:
la relación deshilachándose con su padre y cómo tratan de remendarla. La obra
se divide en dos partes claramente diferenciadas: el alejamiento físico brusco
de su padre a consecuencia de este divorcio (donde no logra ni pretende
distanciarse emocionalmente) y su tímido acercamiento material y sicoafectivo,
cuidándole en su enfermedad hasta su muerte, el distanciamiento definitivo. Los
deconstructivistas y situacionistas analizarían la obra desde su concepto de desplazamiento. Y un poeta como Gamoneda
lo consideraría una obra de ausencia. La sombra del padre, a guisa
de espectro paterno de Hamlet y de complejo edípico sin resolver, no nos
abandona, pues nos contagiamos de la confusión sentimental que el protagonista
trata de racionalizarse intelectualmente y denotamos en digresiones reflexivas que protagonizan esta obra, aunque sea una
narración de hechos y algunos de estos pensamientos sean de gran lirismo, o se
incrusten breves y escasos diálogos funcionales para el avance de la trama. El
autor, quizá para aclararse lo que siente, escribe en pos de compartirlo y de explicárselo
así mismo y así de alguna forma superar o sublimar un desgarro interior, que
aunque no lo diga explícitamente, constituye un episodio traumático en su ciclo
vital.
Tampoco
es cuestión de sicoanalizarle al autor (las explicaciones freudianistas de lo literario están más que superadas), pero sí
observar que este monologo es profundamente psicológico. Un desgarro interior
que la memoria, el lenguaje y el propio carácter reposado al escribir, suavizan
para que no abrume el patetismo y desbordamiento emocional que sin duda esta
persona sufriría en algunos momentos existenciales. ¿Hay en él rebeldía
edípica, ajuste de cuentas? Ni el mismo narrador puede respondernos, y a estas
alturas personalmente confío poco en la psicología, siquiatrizadora de la diferencia o Differance emocional. (Derrida)
Cualquiera que lea a Freud (envidias femeninas al pene, gays libidinosos y
chorradas) sentirá mis mismas muchas ganas de sicoanalizar nosotros al vienés.
El
personaje no tiene claro lo que siente, por lo que queda bastante ambiguo su
discurso. Es una voz en primera persona la que habla, muy subjetiva, de este
conflicto solo conocemos su versión. Una voz interior, sentimental pero no
sentimentaloide, racional pero no “intelectualilla”. Desde una perspectiva
masculina, de clase media alta, de profesión liberal literaria, con un registro
culto del lenguaje, pero sencillo y ameno. Un narrador intradiegetico como no podía ser de otra forma en una autoficción, pues participa en calidad
de actuante racio-sintiente en la
historia que relata. La cuenta en telling
con breves momentos de showing, sobre
todo escenas dialógicas, en las que él participa o de las que a él le dan
cuenta. Es un “narrador cámara” o testigo
con un campo de visión limitado y
restringido (ese recurso inventado o más bien al que puso nombre la
corriente crítica y estética de las Nouveau
Romans y new criticism, que solo describe lo que vive, le cuentan, ve y
oye, lo que una cámara de cine podría grabar, sin adentrarse en el monologo
interior ni en los pensamientos sintientes del resto de personajes.) Un
narrador heterodiegetico, pues junto
a su historia cuenta y le cuentan otras (el relato vital de su madre, su abuelo,
la amiga brasileña del padre…) El relato principal se comparte entre la
historia paterna y la filial, es esta relación el tema de la obra. Un monologo
narrativo en el que se relatan acciones con una casualidad bastante aristotélica, o sea perfecta: toda causa tiene
su efecto y consecuencia y lo motivan causas fenomenológicas, naturales o humanas, o el simple azar (sin
intervención nouménica, pues aunque
no lo diga explícitamente se tiene la impresión de que el narrador es ateo o
agnóstico.)
Pero
casi le roba protagonismo la parte reflexiva
a la narrativa, en digresiones constantes, hasta el punto
que calificaría toda la obra de una digresión enorme sobre sus sentimientos
respecto a su padre con la excusa de contar episodios y acciones en esta
historia padre-hijo. Las digresiones
en esta obra tan reflexiva serían las partes más narrativas que nos alejan del profundo monologo interior. Llegamos incluso a empatizar con el autor en
un intimismo muy conseguido. Y esta auto-introspección a veces no está exenta
de esa incontinencia verbal, “verborrea”
propia del monologo interior más inconsciente, aunque este efecto en el lector parece también muy
trabajado racionalmente, con unos recursos
formales concretos. Da la apariencia de que todo es un desahogo, brotar de
dentro, pero obedece a un fin estético pretendido y logrado, a través de una enfatización del discurso (frases
expresivas, apelaciones al lector, exclamaciones, interrogaciones retoricas.
Jakobson destacaría en este discurso sus funciones
apelativas, metaliterarias y expresivas.) Y esta parte narrativa-reflexiva
se ve en todo el discurso expositivo-enunciativo
argumentado exhaustivamente, buscando esas explicaciones para sí mismo con la
sinceridad de quien parece escribir teniéndose así mismo de narratario ideal (el interlocutor soñado lo
llamaba C.M. Gaite en La búsqueda del
interlocutor y otras búsquedas). A veces no hay respuestas a las preguntas retoricas que él mismo se hace
o lanza interpelaciones al receptor sabiéndose incapaz de conocer nuestra contestación
(nuestra recepción y posproducciones:
este análisis entre ellas.) Sí no confiáramos en que es autobiográfica y si no tenemos ganas de comprobarlo; todas estas
digresiones bastarían para considerar la obra una autoficción especular y autorial. Y además está reflexión es extremadamente lírica, hay partes de auténtica prosa poética, sin abandonar la tensión de la trama. Esta intriga es la de intuir sí perdonará finalmente
al padre (más que sí el padre se muere o se recupera, pues hoy en día y de
momento los cánceres tienen poca solución.) Es un relato fenomenológico y además muy evidenciado, pues el narrador afirma
que va a escribir una historia y además su historia, el relato de su vida. Y
esta es la parte qué más nos interesa. ¿Cómo convierte su vida o unos episodios
escogidos de ella en materia literaria? ¿Cómo juega con los recursos
estilísticos, los elementos narrativos y de significación para convertir sus
vivencias y sufrimientos en autoficción?
El
sentido de escribir esta autoficción parece ser hacer las paces consigo mismo
tras hacerlas con su padre, liberarse del trauma, pero cuidando mucho la forma
estilista, y testimoniar el breve tiempo en que fue feliz porque le tenía con
él, tras tanta distancias y ausencias. A
la duda de por qué estructura la narración siguiendo un orden tan claro,
coherente y en dos secciones muy evidentes; quizá nos pueda responder el mismo
narrador cuando asegura un par de veces de que no quiere traicionar la linealidad cronológica, y por ello la
novela sigue un escrupuloso orden dividido en años, una división temporal aún
más lógica y coherente que la casualidad
de sus acciones narradas. Pero en el
fondo tampoco importa tanto este tiempo del calendario, al tratarse más de tiempos simbólicos y emocionales que
reales. Casi podría abrirse desde cualquier página sin perder el hilo de la
trama, pues es más discursiva que narrativa. Da igual la anécdota de sí van al
cine juntos o hacen otra actividad diferente, pues lo que nos atrae de la obra
no es lo que sucede en sí, sino cómo lo vive el protagonista por dentro, y nos
lo hace sentir a través del cómo lo cuenta. No el “qué” sino el “cómo.” Entre
estas dos partes diferenciadas sí hay una evolución en los sentimientos, pero
no entre unos días, meses y otros. Parece muy lento y paulatino este giro en
sus opiniones y emociones. También se podría haber contado de otra forma o por
otras personas con otras versiones, y sobre esto mismo también reflexiona el
auto-narrador. Se queja, como la mayoría de autores no ya de autoficción sino de todo relato
retrospectivo, de cómo le traicionan los sentimientos, una cosmovisión interior
más evolucionada, el lenguaje, la memoria y el paso del tiempo.
El
autor se está auto referenciando en todo momento, incluso cuando evoca la
figura de su padre al modo posmoderno de unas Coplas a la muerte de mi padre de Manrique, y en forma prosaica en
vez de versal. O cuando retrata físicamente, o en introspección psicológica, a
los otros personajes más secundarios (la madre; sus tíos, abuelos y el resto de
su familia; la amiga de Brasil y sus hijos…) que llevan algo de sí mismo al ser
connotados constantemente por él, incluso juzgados moralmente, aunque afirme
que no va a juzgar a la amiga de su padre. Por eso mismo, la obra sigue una
estructura de telling y son breves
las escenas de showing y además
siempre interviene en esos diálogos sin dejar que los otros personajes se
presenten así mismos: no puede dejar que nos formemos una opinión sobre la antagonista del cuento (la amiga del
padre) o sobre su amada madre (el
personaje donante o benefactor) sin haberles descrito antes connotándoles
sentimentalmente. Uso estos términos propios del cuento de hadas y la Bildungsroman, pues podemos leer así la
obra: Ambos héroes, padre e hijo, viajan por el dinamismo de la madurez y el
aprendizaje vital, pasando pruebas iniciáticas. Hay muchos viajes físicos, pero
también interiores. El padre es el claro maestro, chamán vital, del hijo
(aunque a veces cambian los roles.) La madre es La madre naturaleza o Madre Nieve de los cuentos de los Grimm. Incluso
se encuentran esos objetos mágicos
que son los papeles y recuerdos en la casa paterna para evocarles el pasado
feliz y común en ese castillo marfileño de hadas, que es cómo recuerda el autor
su más temprana infancia, cuando sus padres estaban juntos. Quizá la madrastra
del cuento quiera desvalijarlo y ponerlo en venta, pero al fin gana platónicamente
el bien del perdón redentor, y se castiga el mal, rompiendo el padre la
relación con este “bicho.” También se da en esta obra algo que comparte La Tragedia con La Bildungsroman y con el Cuento de Hadas y toda buena obra: la transgresión. Caperucita o Hansel y
Gretel se internan en el bosque y Holden Caulfield por Central Park; Peter Pan vuela;
Bastián se interna en el libro de Fantasía; Alicia sigue al conejo; el Siddhartha
de Hesse se ilumina, Blancanieves muerde la
manzana-logos de Eva-Newton-Guillermo Tell; y Cenicienta desobedece la
orden de otra madrastra, parecida a la de Brasil, para ir al baile palaciego. Y
aquí esta hybris heroica parece ser
compartida como otra confidencia más cuando el padre reniega de ese ser que le
ha arrebatado parte de su vida final y ha resultado una farsante y aprovechada;
o cuando el hijo se le lleva a su propia casa transgrediendo las convenciones
hospitalarias; o simplemente en esa osadía de tratar de amar a un padre que
toda su vida ha sido esquivo con él. El hijo al encontrar al padre parece haber
dejado de huir de todo y encontrarse así mismo. Y el padre descubre la
heroicidad del cariño. La mayor virtud heroica de la obra es la reconciliación;
sin catolicismos, pero con ética.
El
hijo cuenta cómo sus padres siguen con sus vidas tras la separación encontrando
ambos nuevas parejas. El padre conoce a esta “amiga” en Brasil, pero esta
relación será conflictiva desde el principio: llena de infidelidades por ambas
partes, igual que cuando sus padres estaban juntos, y por parte de “la amiga de
Brasil” de inseguridad económica, celos al hijo, celos a la anterior cónyuge de
su pareja y una serie de enfrentamientos con todos ellos. El
padre se llega a obsesionar con esta nueva relación y queda absorbido por esta
mujer, el hijo se pregunta cómo llegó a ejercer tanto poder sobre su padre y
por qué quiso siempre apartarlos. Si esto fuera una obra de teatro de
Stanislasky diríamos que el padre es el
objeto de deseo, el hijo el
protagonista que le busca y la amiga de Brasil la antagonista, el obstáculo, la traba, para conseguir la recompensa
física y emocional (en la literatura, escrita hasta ahora mayoritariamente por
varones, ha prevalecido la identificación de este premio y objeto de deseo con
lo femenino: desde Helena de Troya hasta la princesa custodiada por el fiero
dragón que un san Jorge ha de rescatar.) La madre tiene una serie de relaciones
cortas, pero se ha quedado hundida en la soledad y en una depresión. El hijo se
siente muy apegado a ella, siendo ambos apoyos y bastones uno del otro (una
especie de Edipo y Antigona con los géneros
y roles intercambiados.) El padre también le reprocha este apego de “mimado entre las faldas maternas.” El
último novio de la madre acaba dejándola y esto la hunde más, aunque
económicamente las cosas le van bien cuando en los 80 consigue un contrato de
publicista en RTVE. También decide montar un estudio privado de diseño gráfico,
pero fracasa.
El
narrador habla constantemente de sí mismo incluso describiendo a los otros, y
por ello también de su vida amorosa: novias, amantes, rollos eventuales
(pretendía ligar con una chica pero otra, que malinterpretó una mirada, acabó en
su cama por azar. O cómo terminó acostándose con la novia de su padre,
obviamente no “con la amiga de Brasil”, sin ahorrarse el detalle de la felación
que esta le hizo.) Evoca a su primera novia y una serie de novias formales,
hasta que esta estudiante de Filosofía
(a la que conoce en la Facultad) termina siendo su esposa y consigue plaza de
profesora en un colegio. El autor habla de sí mismo incluso cuando habla del
padre. No describe a su padre sino la relación que con él tuvo. El padre solo
existe por un hijo que lo connota y le crea personaje del recuerdo y la autoficción, aunque físicamente ese
padre le haya creado a él. Pero a medida que avanza la trama; tenemos la
sensación contraria: el verdadero protagonista es el padre. El autor, que
empieza contando lo más personal de su propia vida, entrelaza tanto su propia
historia con la de su padre que las funden. La vida del hijo ya solo tiene el
sentido de cuidarle, quererle, tratar de redimir silencios, ausencias y
carencias. Al describir al padre se analiza así mismo, afirmando una y otra vez
lo mucho que se asemejan. No solo se han cruzado sus vidas: el hijo parece
repetir los errores y aciertos del padre en la suya, encontrándose en
paralelismos incluso tras morir él (aunque esta parte queda como espacio vacío de indeterminación a
rellenar por el lector, pues la obra cree haberse concluido cuando no hay padre
temático en ella, pero precisamente es cuando más nos interesaría a los
lectores saber cómo ese “yo” más maduro se defiende por su vida adulta con el
trauma sublimado.) Se reconoce en su
padre, comparten incluso la descripción física y llega a decir que hasta el mismo
olor. Afirma: “Me estaba convirtiendo en
mi padre” y en la misma página, un poco más abajo, directamente: “yo era mi padre.”
No
se trata de un ajuste de cuentas con el padre, a lo Carta al padre de Frank Kafka, o un “te devuelvo tu semen, notario gris de Figueras” de Dalí al suyo; y
es que él mismo niega esto. En todo caso, es un ajuste consigo mismo y una
mezcla de homenaje desde el amor pero con el reproche a su desapego y en
ocasiones reflejando el odio, frustración o decepción que le ha inspirado esta
figura vital y ejemplo moral en algunos momentos de su existencia. El hijo le recrimina
su frialdad e incapacidad para mostrar una sentimentalidad, pues tacha las
emociones de “débiles y femeninas.”
Describe a este progenitor como un ser dubitativo sobre sí mismo, inseguro, y
con un único escudo autodefensivo en el humor irónico. Le juzga egoísta, “pero no ese egoísta que no se preocupa por
los demás y solo por sí mismo sino alguien que se preocupa mucho por los demás,
quizá demasiado, pero en la práctica se queda paralizado ante las adversidades
y problemas ajenos y no hace nada por nadie.” Le considera poco hablador, era
difícil comunicarse o el dialogo, y más en un plano emocional e íntimo. “Era incapaz de pedir perdón. Y poco dado a
lo práctico”, algo en que su hijo es un recordatorio constante. Le echa en
cara que no le acompañara al cole, que le dejara solo tantas veces (incluso en
episodios importantes de su vida, por largos periodos o en fechas indicadas.) Y
que no se emocionara en su boda tanto como su madre, cantando y bailando
alborozada en el restaurante del hotel donde se celebró el acto festivo.
Recuerda lo solo que se sentía cuando no estaba allí cada Navidad, y parece no perdonarle
que cuando se les ocurrió a su madre y a él visitarle, presentándose por
sorpresa en su domicilio de Nueva York, les recibiera tan fríamente. Aunque les
enseñara la ciudad, la madre tuvo que dormir en el sofá. La ex y su actual
pareja no se llevan bien, como tampoco esta señora con el hijo. También
“su ensimismamiento, su resignación
inaguantable, ese estoicismo irritante, su torpeza social y como padre, su
gordura, la vida burguesa…” que aumentaba cada vez y traicionaba su lucha
antifranquista y su experimentación artística vanguardista de juventud. Nunca le
ha visto cocinando o ayudando a su madre en la casa. Más que de lo que hizo; se
lamenta más de las cosas que no hizo, y sobre todo de las que no hicieron
juntos.
Interculturalidad. Otro elemento que permite que
consideremos esta obra una autoficción,
o en todo caso una narración
autobiográfica como prefiere denominarla su autor (según he leído en una
entrevista compartida con Vilas) es la abundante interculturalidad de la obra, un elemento que suele
aparecer en las autoficciones de los
escritores de profesión, y que veremos de forma exagerada cuando analicemos París no se acaba nunca de Villa Matas.
Esta parte reflexiva, digresiva, a la
que me refería antes que es tan importante o más que la narración en sí: abunda
en metaliteratura, transducciones,
intertextualidad de hipotextos y relaciones interdisciplinares e interartisticas.
Por una causa muy sencilla: el narrador es “un intelectual.” Primero un
estudiante de Filosofía (que, a juzgar por tantos años desde que dice que
empieza la carrera hasta que refiere acabarla, ha debido repetir algún año, o
quedarle alguna pendiente) y luego un escritor de profesión, con más o menos
éxito. Además refleja todo ese mundo de profesiones liberales en la burguesía
urbana madrileña. Lo más común en este narrador-personaje protagonista de la autoficción es que comparta esta
profesión literaria con su autor y que por ello reflexione sobre su poética,
influencias o simplemente gustos culturales. El padre no le apoya precisamente
en sus veleidades literarias, no le compraba libros (solo unos postales que
parece aborrecer, a modo de sustitución y disculpa por no estar con él cada navidad
o fecha señalada.) No se interesa por sus publicaciones; y tampoco parece
afectarle que un periodista tergiverse o sobreinterprete las palabras del
escritor, al término de la presentación de su libro, afirmando que la madre le
ha influido más que el padre, y que por eso firma con ese apellido materno.
Estas inter-referencias a hipotextos y
autoreferencias a su creación las inserta en digresiones y comentarios interiores. Reflexiona sobre su propia
obra, sobre todo sobre aquellas partes relacionadas con su padre: por ejemplo
cuando reconoce que uno de sus narradores tiene muchos rasgo de su padre y por
tanto propios. Esta transducción no
se juega solo en el plano literario sino en todo el cultural: el artístico y
picto-grafico que sus padres representan (ambos pintores, su madre además en el
mundo de la publicidad, la televisión y el diseño) pasando por todos esos
amigos artistas y bohemios que rodean a los dos padres con sus nuevas parejas.
También muestra sensibilidad hacía el mundo de la arquitectura, el cine, la
televisión, la música, el periodismo, la política… Se refiere, de forma más
profunda que Sanz, a la “mascara de la
narración” que puede aplicarse a “la máscara
del ego, de la persona- mascare, a las caretas de la propia vida y de la
realidad” Y conjugadas ambas metáforas (las
máscaras del ego y las de la vida
como sueño, ficción, narración) surge precisamente la autoficción.
La
novela también recorre un repaso al arte contemporáneo, de vanguardia entonces
(informalismo, hiperrealismo y escuela de
Madrid, pop y el grupo Crónica de Arroyo, el de la Movida, el expresionismo abstracto…) y refleja los dos
epicentros de la cultura artística (Nueva York, donde el padre llega a residir,
y Londres, donde también viajan los padres del narrador) reflejando ese mundo
bohemio e intelectual de escritores, pintores, interioristas… que el autor debe
conocer de primera mano. El hijo da una conferencia sobre arte a la que asisten
muchos miembros de la familia de sus padres. Le prepara al padre enfermo una
exposición de su última obra, pero resulta un desastre: la crítica no le presta
atención, la prensa publica torcido el cuadro central de la galería… La amiga
de Brasil no les quiere fotografiar juntos (para reprocharle quizá no
implicarse con su padre terminal, cuando precisamente él es su principal sostén
en esta última etapa de su vida.) El padre le sugiere al hijo que le compre un
cuadro, y cuando acaba regalándoselo se excusa ante su pareja de Brasil con que
era el regalo de bodas retrasado. Esta mujer pone trabas en todo momento. La
novela se desarrolla en el contexto de La Transición democrática en un Madrid
urbano, industrializado y nocturno, con todas las referencias a fiestas y cenas
en la casa materna o salidas a bares y discotecas con amigos de estas
profesiones o que, sin profesión conocida, trabajan la noche y el “postureo” de
La Movida.
Toda
autoficción, aunque narre una vida
individual, tiende a convertirse en un retrato
generacional, en una especie de autoficción
colectiva de unos tiempos y experiencias vividas. Y esta testimonia un tiempo
cronológico dividido en años muy concretos que marcan episodios en la vida del
autor. Y
un tiempo a su vez simbólico; el de La Transición. Y lo hace con referencias al
asesinato de Carrero Blanco por ETA, a la agonía de Franco, al Referéndum del
86 al que van a votar los padres y el hijo; a la entrada en la OTAN; al golpe
de estado del 23 F de Tejero…y también a esas noches en La Movida. Al padre le interesaba el cine con discurso o mensaje (como se decía entonces) de Bergman y las
vanguardias de la Nouveau vague
(Truffault, E. Romher…) o el neorrealismo
italiano; pero, a medida que se ha ido aburguesando, ha preferido filmes con
contenidos más suaves, leves, graciosos (W. Allen, Charlot, J. Tati, B Keaton…),
incluso la televisión y los números de Faemino y Cansado. No entiende a esos
intelectuales que critican “la caja tonta”, que a él tanto le gusta y acompaña.
(Idéntico al padre de Manuel Vilas en su narración autobiográfica Ordesa, obra que tanto debe a Tiempo de vida.) Aquel artista estaba
muy interesado en la cultura, y no solo en la pintura, pero fue perdiendo las ganas
de leer y a veces le pedía al hijo libros, recomendaciones y críticas sobre
productos culturales. Le gustaban los mercadillos y rastrillos de cuadros,
libros y objetos antiguos. A veces los restauraba, maquetaba o les daba una nueva
vida. Era coleccionista de estos objetos de segunda mano, pero no acumulaba. Y
además, tratándose de un creador, él mismo producía nuevas piezas. Describe este
aburguesamiento, grisura y perdida del interés vital por el arte incluso a
través de su atuendo y apariencia física (fue pasando de un estilo hippie e indie de artista abstracto
alternativo a llevar unas monocordes chaquetas.) Visitan varias galerías,
exposiciones de arte y museos; entre ellos van al Guggenheim a ver la última
exposición (el narrador de la autoficción dedica al menos dos párrafos a contar
las últimas exposiciones de arte posmoderno, contemporáneo y clásico a las que
ha asistido en un año concreto, dando la sensación de que la vida continua,
aunque no esté ya él y también que él mismo ha acabado perdiendo el interés por
el arte y por esa vida que sigue sin su padre.) También visitan el museo de San
Isidro y en la FNAC compran discos que escuchan y bailan en casa (Leonard
Cohen, Bob Dylan etc.) En el cine ven a Chaplin. Les une incluso ver juntos “la
caja tonta.”
La enfermedad. El acercamiento
padre e hijo. La llamada de toque, que principia la tragedia de enfermedad
y muerte, es la caída del padre: su resbalón en un bar. El coprotagonista hijo de
esta autoficción tampoco pasa por su mejor etapa, aunque ha logrado
estabilizarse económicamente, por la plaza que su esposa ha conseguido en un
instituto y por las publicaciones de sus primeras obras literarias. En el
entierro del tío materno; a su padre ya se le ve cansado y triste. Este cuñado
parece haberle contagiado ese cáncer del que finalmente muere. El padre pasa
por los tratamientos de radio y quimioterapia pero, ante la insistencia del
hijo en que no siga ingresado, los médicos deciden darle el alta al asegurarles
que él mismo se responsabilizará de su cuidado y de que siga los tratamientos. Para
el padre esta salida del hospital supone una liberación, y actúa en una performance delante de sus amigos, aparentando
que todo sigue bien. En su lecho mortis,
el padre se preocupará incluso en subrayar sus convicciones religiosas, aunque
fuera más bien escéptico o agnóstico en vida, quizá para no tener problemas él
o su hijo con la iglesia, legales o familiares he creído entender. Le ha dejado
casi toda la herencia a su hijo y algo a su ex esposa (cambia el testamento
ante el desengaño respecto a su última compañera sentimental.) El padre parece
querer estar presente “in mentís y
corpore” en su funeral y dar una imagen de fortaleza, en ese estoicismo que
le define según le reprocha su hijo, aunque esté lleno de miedos e
incertidumbres por su trágico e inevitable desenlace. Cara a su hijo muestra
una falsa entereza. El hijo, a su vez, le engaña respecto a los diagnósticos
médicos, evaluación y evolución de su enfermedad mortal, incluso contratando a
una enfermera para que haga un simulacro diciéndole que ha mejorado y aún le
queda mucha vida. Para el hijo la enfermedad entraña la posibilidad real de
acercarse a un padre frio y distante toda su vida, de cuidarle, de devolverle
el cariño de infancia que ya creía haber olvidado en su corazón. Cree poder
adelantarse a la muerte, anticiparse, y así aliviar su desazón, aunque la
acepta con entereza como un hecho, no por ello sin aflicción. Se acaba
abandonando a la certeza de la muerte; “Esto
tiene la muerte, que es irrevocable.”
Le atiende en lo más íntimo, le ducha, le viste, le socorre cuando se
cae en el baño, o tiene pérdidas de memoria y amnesias. A partir de esa segunda
caída, serán frecuentes resbalones y descuidos. A su vez, el padre intenta ante
su hijo mostrar falsa alegría, mas es patente su miedo a morir. Ambos quieren
aferrarse a la esperanza, a una segunda vida, a que los médicos se pueden
equivocar: “habrá más revisiones y harán
más diagnósticos en los que a veces hay sorpresas agradables.” Cuando él
mismo acaba agotado de estos cuidados paliativos al enfermo; busca un servicio
de asistencia domiciliaria, se preocupa de que estos cuidadores le traten con
la dulzura con que se trata a un enfermo terminal. A veces le oculta el irrevocable destino al enfermo, le edulcora la
realidad sin sentirse culpable por ello, le anima a disfrutar el corto carpe diem que le quede, y el kairós de este ahora, en la que por fín
están más cerca que nunca. “Mi padre vivió
esta muerte como vivió toda su vida; en silencio, calladamente, con ese miedo a
las palabras y a las emociones que le impedía comunicarse, no solo con su hijo.”
Trata de hacerle ver que no todo está perdido y quiere que la psicóloga que les
asiste a ambos en la preparación para la muerte también se lo haga ver así. “Nadie en su sano juicio miente en un
epitafio, aunque el moribundo ensaye gestos postreros y dramatice o exagere su
situación.” A su padre no le reprocha nada. La madre juzga esta una ocasión
idónea para las confidencias, como realmente lo será; pero le reprocha a su
propio padre (al abuelo) que le dejara más herencia a la otra familia que a
ellos. (También separados los abuelos.) Entonces su ex marido defiende a su ex suegro
fallecido, afirmando que sí la brasileña le hubiese cuidado y tratado mejor en
estos últimos momentos en los que la necesitaba no habría pasado de llevarse
todo a no quedarse con nada. La intención del narrador no es comparar al abuelo
con su padre o consigo mismo, pero se interesa mucho por esta figura, o más
bien por la relación del abuelo con su padre; sí le permitió estudiar lo que
quiso o no, si su padre también le perdonó en vida (él cree que no), ¡cuánto
del abuelo también hay en él! Parece elaborar una especie de tiple símil, aunque
sin prevalecer este abuelo sobre su padre como figura moral y educativa. (M.
Vilas escribe en Ordesa que el drama católico
se basa en la relación padre-hijo.)
El hijo le atiende físicamente, emocionalmente, moralmente, le ayuda en
los niveles más pragmáticos, incluso con los temas legales. Le administra la
cortisona, tiene que equilibrar tiempos y fuerzas entre estos cuidados
paliativos y las gestiones administrativas (buscar un abogado para la sentencia
de separación con su amiga de Brasil, regular los papeles bancarios y
testamentarios, alquilar la casa en Galicia donde trascurrirán los últimos
meses del padre junto a su exesposa, hijo y nuera.) También ha de buscar el
protagonista alojamiento para su esposa y para él, mientras no esté asegurada
su plaza de profesora de Filosofía en el bachiller de un colegio rural. Y
mientras tanto viven en la precariedad; no solo por la inseguridad laboral de
ella sino por el fracaso en las últimas novelas del literato novel. Tampoco
quiere que se le haga traumático al padre ver vendida la casa que ha compartido
con esta “amiga de Brasil”, o como esta se ha llevado prácticamente todo; ni
exponerle a “los trasiegos de una
mudanza.”) Esta será la casa, acondicionada por su madre (que posee conocimientos
de interiorismo y decoración), donde pase sus últimos meses el padre. Incluso
le instalarán un estudio para que siga pintando, (aunque no puede ya por la
enfermedad, no pierde en ningún momento la ilusión por la cultura y el arte.
Visita muchos museos y exposiciones con su hijo.) Juntos ven películas,
escuchan discos y bailan, se burlan de enfermos y enfermeras…Comparten
confidencias (el “matrimonio” con la amistad de Brasil no es tan feliz como
parecía y a ella le califica de “cerebrito
de mosquito, codiciosa, interesada” y la llega hasta llamar “Belcebú” provocando
risa en su hijo. Este le ofrece viagra para unos últimos escarceos sexuales; y
la visión de un burdel motiva nuevas confidencias sexuales. El hijo quiere que
disfrute las últimas horas que le queden y no sea un “ciborg” al que se le está cayendo el pelo y tenga que ocultar su
barrigón (siempre ha descrito a este personaje paterno de obeso, incluso de
joven) pues el padre se lamenta de estar perdiendo su sex appeal cara a las mujeres.
El hijo no quiere tampoco que se quede sin ver en los últimos momentos a
su “amiga de Brasil” aunque se hayan enfadado (llama la atención que siempre se
refiera a esta pareja sentimental, incluso cuando ya parece ser la esposa de su
padre como “una amiga.” Parece así no aceptar ni a la madrastra ni el nuevo
matrimonio, al considerarla solo “amistades brasileñas”.) Esta madre putiativa,
la antagonista sin duda en la obra, trata de vender la casa a escondidas por su
cuenta y obligarle a firmar. Ella les trata de timar, pero a ella la tima una
compañía argelina. Se quiere quedar con todo. Se hace también con el documento
holográfico en que habían repartido enseres y patrimonios (no equitativamente
sino ella manteniendo todo lo suyo y aceptando parte de lo de su pareja.) Está
muy preocupada por cómo se sostendrá económicamente sin él, “¿qué haré sin ti cuando te mueras?”(No se
refiere a un plano sicoafectivo, sino pragmático de seguir manteniéndose y
asegurándose económicamente la vejez.) Parece morderse las ganas de pedirle
dinero a la familia original de su pareja; pero, como parte de esta posible
estrategia, trata un acercamiento y asegura a su hijastro: “Eres el hijo de mi pareja; yo te seguiré
ayudando cuando él falte “Es claro de ver tras esta hipocresía su interés
económico y por tanto no mejora la relación ni con el hijo ni con la madre de
este. La ex esposa trata de no coincidir con ella y así evitar situaciones incomodas.
Disfraza su inmoralidad con estas palabras cínicas cuando ha estado
toda la vida cerrándole la puerta de la casa que habitaba ella con su padre,
impidiéndole verle, hablando mal de él, insultándole, encarándose,
reprochándole sus entrevistas en el periódico porque en ellas el padre no sabía
muy bien parado...en fín, y sigue comportándose como una arpía griega. “La
amiga” (por lo fraterno de la amistad) se lleva todos los muebles, enseres y
objetos valiosos y solo deja dos colchones, el sofá desvencijado y poco más. Entre
todos salvan algunos objetos preciados por su valor sentimental. Ponen sobre
todo sus cuadros a salvo en una caja fuerte en el almacén. Se ha llevado hasta
el coche, les ha desbalijado la casa, que ha quedado vacía. Incluso la butaca
extensible que el hijo le había recomendado comprar al padre durante su
enfermedad. Desde que el padre inicia una nueva vida con esta amiga conocida en
un viaje a Sudamérica empiezan los problemas para el hijo. Quiere vender hasta
su estudio y regatea el precio buscando los más alejados del centro ya que
resultan los más económicos, sin empatizar con el que realmente necesitan,
movida por el simple provecho monetario. Además, le chantajea que si no le
asegura el dinero para su vejez dejará de cuidarle. Con lo cual la relación se acaba
rompiendo. Entre los numerosos y constates enfrentamiento entre ella y el hijo,
el más duro es cuando ni siquiera le deja entrar en la casa compartida con su
padre (a medías.) Y hasta cambia las llaves (aunque el hijo la advierte que
entrará de todas formas echando la puerta abajo) y le grita: “En una casa mandan las mujeres”. Después, será su propia pareja el que no deje
de discutir con ella. No sólo tiene conflictos nuestro protagonista con ella sino
también con los hijos de esta: parecen haber encontrado en esa casa compartida
por su madre y padrastro una casita de veraneo y tratan de habitarla un mes sí
y el otro también. En contraste de todo este daño que la brasileña le hace; el
amor del hijo parece amplificarse. Le propone para animarle y demostrarle que
aún está vivo un viaje a Kenia, al que quiere apuntarse este último amor, pero el
padre, “abandonado cuando más la
necesitaba” y asustado de todos el descalabro económico que le está
urdiendo, de su frialdad, de su falta de humanidad…la grita: “iré con cualquier mujer salvo contigo.”
Esta discusión torna cada vez más agresiva, gritando y faltándose al respeto.
Pero el viaje constituye un via crucis
en el que empeora su salud, la madre les ayuda vía telefónica y trata de
tranquilizarles que solo es un cólico nefrítico y no una fiebre tumoral. Todos
los personajes en esta obra “quieren la
verdad mientras no sea amarga.” Aunque el autor en su autoficción sí se propone y cumple su pacto de honestidad, con la sinceridad de su verdad personal, sin
traicionar ni el pacto de ficción ni
el autobiográfico.
Padre
e hijo encuentran haciendo limpieza y ordenando el despacho de la casa que
habitó con su amiga (desbalijada casi por entero) una serie de cartas
personales, diarios, fotos, recuerdos, documentos en pliegues, en un archivo y
en dos grandes maletas recogidos. El hijo adulto va encontrándose con su niñez
a través de unas cajas llenas de juguetes de infancia: unos muebles del
dormitorio de una casa de muñecas de coleccionismo y un vagón de tren eléctrico
con el que jugaba. El padre se deshace de todo estos recuerdos personificados
en trastos y papeles, adelantándose a su hijo que ya había decidido purgarlo
todo, por valor sentimental que pudiera tener. Los últimos que tirará, cuando
su padre fallezca, serán sus gafas graduadas, dentro de una bolsa. Durante toda
la enfermedad se ha ido deshaciendo de su ropa, de sus libros, de todos
aquellos objetos encontrados en la calle que su padre pintor restauraba o que
compraba en mercadillos por la ciudad y el extranjero. Se propone no dejar
rastro físico del padre, aunque su huella (heridas y alegrías) en esa vida
compartida las llevará siempre consigo. (A diferencia de Manuel Vilas, que en Ordesa, parece obsesionado por la
materialidad y la fisicidad: de las fotografías, objetos, de unos restos
mortales en vez de unas cenizas…pues desde su ateísmo ve en lo material la
única certeza y prueba tangible de “los
despojos de un ser humano al que amé.”) Volviendo al hijo de esta ficción: este
seguirá dividiéndose entre los asuntos burocráticos, y los cuidados más íntimos,
con la impresión de que la vida sigue y nunca se para. Ha abandonado la
escritura de sus novelas y quizá un poco a su propia esposa, quien suele ser
quien coge las llamadas telefónicas del padre, a veces en un tono suplicante,
patético, lastimoso, y otras dirigiéndose más agresivo y resentido contra todo.
Está muy afligida esta chica con todo ello. El hijo tampoco le reprocha a su
padre que no les ayudara económicamente a su madre y a él, quizá solo cuando
sabía que tenía dinero (aunque el padre nunca fuera consciente de lo que tenía
o no en el banco.) A la hora de su muerte, sin embargo, el padre deja muy claro
el tema de la herencia para su hijo único, (dándole a conocer en total trasparencia el estado de sus cuentas y
bienes patrimoniales) y en pequeña proporción para la madre de este. Nada para
la “bruja con cerebro de mosquito.”
Con
un amigo de su padre repasa el autor los últimos años de este. Insiste en que
no quiere que muera como un perdedor, cuestiona el narrador la felicidad de
todos los personajes que simbolizan a las personas que amó el autor (la de su
padre, su madre, su esposa, la suya propia.) En estos últimos momentos
compartiendo penurias “quería estar cada
vez más con él, pasar más tiempo juntos y tener más de él.” Los dos eran “tímidos, soñadores, heterosexuales pero en
el fondo femeninos, introvertidos, estoicos y tenían muchas cosas en común.”
A veces se ha sentido maltratado el hijo por este padre o por la vida, idéntico
a cómo la vida había maltratado a su padre (y el abuelo a este.) Parece asumir
estos malos tratos como una especie de clico natural repetido en eterno
retorno, y aunque este instinto de tanatos
fuera connatural al ser humano no pueden consentirse en una sociedad civilizada
como esta. El protagonista se ha sentido muchas veces herido emocionalmente por
el padre, le ha llegado a odiar, pero se insinúa que ha acaba superando el
trauma, sublimándolo y hasta perdonándolo, lo cual es evidente al acabar la novela.
Le ha permitido “creerse ahora mayor,
adulto, crecer contra él, tenerle de modelo o contra ejemplo más bien”.
No soportaba cuando de adolescente le infantilizara y le trataba como a
un niño que se guía por su ultimo y efímero capricho (mientras que para su
madre era ya un adulto, pues ese hijo la apoyaba emocional y económicamente: “mamá me veía como alguien con quien se podía
hablar y contar y como tal me trataba.”) A veces se pregunta el narrador si
no le está atribuyendo al padre culpas que no le pertenecen, o si el mismo ha
sido el culpable de ese enorme abismo que les separaba. O si era desmedida y
desequilibrada su demanda afectiva. O si la culpable era su segunda esposa o
pareja (no queda muy claro si se unen oficialmente.) Sí, la verdadera culpable
es “la amiga de Brasil”, concluye, pero no quiere entrar en los motivos que la
llevaron a esta frialdad final y falta de escrúpulos morales: “si fue egoísmo inmadurez o codicia, o seguramente
una combinación de todo”, pero “no es
mi cometido en esta obra jugarla, salvarla o condenarla” (a ella o a su
conducta) y trata de dejarlo en una elipsis por respeto. Aunque afirma que no
puede juzgar éticamente no deja de hacerlo en todo momento. No le interesa
tanto esta figura antagonista como la relación con su padre, aquella influencia
tan poderosa que ejercía sobre él, más que las disputas que con ella hubiera
tenido, aunque hayan sido tan agresivas. “Me
interesa su huella en el recuerdo de mi padre, que cambió de la noche a la
mañana tras iniciar esta relación y por quien ahora mostraba una despreciativa
indiferencia.” Tras la incredulidad y el desengaño del padre respecto a su
pareja viene directamente el odio. “¿Cómo
no lo vio venir?”, se pregunta su hijo cuando ya nadie puede responderle. “Siempre le sacaba la cara, salvaba a su
esposa para así salvarse él retrospectivamente, todo lo que habían vivido juntos.
Al final ya la consideraba una liante,
con cerebro de mosquito, sí, pero en el fondo inocente.” El padre se cierra
a hablar con ella, y muestra verbalmente su inquina. Ella rechaza toda responsabilidad
sobre la asistencia a su esposo en los momentos previos a su fenecimiento, y
parece no haberle tenido ningún cariño, sino disimulada indiferencia durante
todos estos años. Parece que no vivimos
en el mejor de los mundos posibles, como afirma el protagonista, y a ambos les
daba miedo enfrentarse a ella: a sus egos, máscaras y velos. Tanto miedo como a
encararse consigo mismos y aceptar sus sombras. El autor afirma que este “es un libro de dos personas” y
obviamente estos dos no son sus dos padres, ni su padre y la señora de Brasil,
ni el abuelo y el padre. Esas dos personas son un padre y un hijo, que de tan
parecidos, se dirían el Hermafrodita platónico: segregados, pero abocados a
fundirse de nuevo.
El alejamiento definitivo: la
muerte (pero con cierta reconciliación.)
El padre muere finalmente en febrero, lo saben solo desde
septiembre, pero lleva enfermo bastantes más años. El autor se hace una
pregunta retórica y nos traslada la inquisición epistemológica y metafísica: ¿La vida es una ficción, una vida, o un
fingimiento? Seguimos agarrados a esta vida, aferrados a los papeles que a cada
cual le ha tocado escenificar. Y se trata al final de cerrar un círculo.” La
vida nunca es lineal, nunca una línea recta, aunque desemboque en “el río del morir” y en los lloros de Manrique
a su padre, pues se junta con otras líneas vitales formando círculos cerrados;
espirales hermenéuticas al infinito, serpientes que se muerden la cola,
parecidos casuales sin más causalidad que una genética que les hace sentirse
dando vueltas en el eterno retorno de Nietzsche. Aunque nunca nos bañemos en el
mismo río de Heráclito (porque ni nuestro Yo ni el río vital serán ya lo mismo)
podemos sentir lo que Manrique llamaba “la
inmortalidad del recuerdo.” Descreídos ya del Más Allá, es acá donde reside
la inmortalidad: existiremos mientras alguien nos siga recordando, llorando, sonriendo,
escribiéndonos autoficciones. Es la autoficción de dos vidas con otras historias que se han acoplado
a ellas; pero posee la magia de una resurrección laica: un fallecido revivido
en el hijo, más vital y ahora más resucitado, que muchos de quienes se creen
vivir, pero no han experimentado la empatía que este autor derrama hacía su progenitor
y hacía su receptor, ni poseen esa transgresora virtud heroica e hybrica de
saber perdonar, un bonus que es más
realidad de humanidad que abstracción platónico-cristiana. “Aunque no nos toque esta vez a nosotros y
hayamos escapado de la guadaña, la muerte al final siempre acaba imponiéndose”
Concomitancias con Ordesa de
Manuel Vilas. El propio autor, en la conferencia que dio en la biblioteca
Clara Campoamor de Barakaldo el pasado miércoles 12, reconoció Tiempo de vida como una de sus
principales influencias, aunque no quiere vincularse a ningún grupo literario:
“Voy demasiado por libre para decirte
ahora que pertenezco a la generación del 68 y además eso es cosa de la crítica.”
Los parecidos relacionales entre ambas obras son evidentes: prácticamente es la
misma historia y hay partes que, si no fuera por el estilo en cómo lo cuenta
cada uno, podría haber confundido entre un libro o el otro. Están en ambas
todos sus mismos elementos: un padre que muere de cáncer; un hijo que siente
mucha admiración e incluso amor por él, pero también con momentos en que le
reprocha la frialdad y las ausencias; una madre (que en la obra de Vilas
también fallece, hecho que le motiva a contar la historia de sus padres y así
hacer autoficción de sí mismo) que en
ambas obras tiene la misma enorme importancia. Una venta de un inmueble; un
padre entusiasmado con la televisión y los placeres “anti-intelectuales” en su
última etapa; un ambiente socioeconómico similar (clase media con problemas
económicos en ocasiones, pero mayor nivel cultural y presencia de las profesiones
artísticas en Giralt, y con la diferencia también de que Tiempo de Vida sucede en un entorno urbano y Ordesa en uno rural)…
Incluso a nivel formal se podrían comparar las partes digresivas y
reflexivas de gran lirismo y originalidad en ambas novelas, que guardan más
correspondencias por referir al mismo tiempo de la transición y entrada en la
democracia, con sus ecos franquistas. Y que por tanto pueden entenderse como un
retrato generacional, una autoficción compartida y colectiva; la crítica
política, teológica, a la educación, a la sanidad pública, al ámbito institucional, a la hipocresía social
(los amigos que recibían los padres de Giralt, las fiestas y cenas a las que seguían
invitando a su madre tras la separación recuerdan mucho a los amigos que los
padres de Vilas recibían en “el cuarto de
visitas”, la habitación más espaciosa de toda la casa reservada para estas
visitantes que cada vez les frecuentaban con menos asiduidad, hasta que dejó de
tener sentido la clausura de esta sala)…Supongo que en una autoficción, aunque la principal referencia sea la propia vida de uno,
siguen dándose estas intertextualidades
que los románticos llamaban inspiraciones
y más positivistamente se denominan influencias.
Los autores son parecidos en edad, pertenecen a la misma generación, han
desarrollado sus profesiones en el mundo cultural y editorial de las dos
capitales culturales principales de este país, han escuchado parecidas
historias de la tradición popular, y por ello testimonian una época y unos
espacios similares, aparte de que el dolor por la pérdida de un padre se siente
de forma muy similar. No sé quién dijo, y no oso atribuírmelo, que “todos pensamos muy diferente, pero sentimos
muy parecido.” Y eso hace que Las
coplas por la muerte de mi padre o la Carta
al padre sean universales y atemporales aunque no creamos ya en
significaciones esencialistas, pues ambos sentimientos (el del amor y el del
despecho; el de la excesiva presencia y la ausencia) forman parte de la
ambivalencia de esta vida.
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