lunes, 15 de abril de 2019

TIEMPO DE VIDA DE MARCOS GIRALT TORRENTE

      TIEMPO DE VIDA DE MARCOS GIRALT TORRENTE.

    Lo primero que me pregunto al hacer este análisis es por qué se me ha sugerido que lo analice como una autoficción, y por qué he acabado la obra con la sensación de que lo es. Trasladé estas dudas mías al periodista, escritor y crítico literario Josu Montero (y mi profesor en su taller de escritura desde hace cinco años); aprovechando el club de lectura y encuentro con Manuel Vilas en los que este nos habló de por qué no considera Ordesa una obra de autoficción. Ni a Montero ni a Vilas le parecen las obras de Sanz y Giralt autoficciones sino narraciones autobiográficas (lo cual no torna ficcional el sentido de contemplarlas en estos trabajos bajo este otro nombre, que prácticamente alude a lo mismo), pues consideran que parten de la realidad vivida por los autores, pero en ellas se da un tratamiento estilístico al lenguaje que no llega a constituir una “ficción”. Vilas definió Soldados de Salamina de autoficción más pura, lo que otros autores llaman “autoficción fantástica.” Yo elogié que su obra además de autobiográfica constituía una ficción en sí misma. Depende sí entendemos el concepto de “ficción” ampliamente como cualquier diegesis literaria en sí, o lo entendemos como una “trama” al modo formalista-estructuralista de la narratología. Añadí que en mi humilde doxa estaban en su Ordesa todos los elementos incluso de una novela: personajes, trama de acciones concatenadas en su causalidad, marco espaciotemporal, voz con perspectiva, y modos de contar la historia. Concluyeron que al final depende mucho de cómo el propio autor considere su obra, lo cual nos llevó a Montero y a mí a una sonrisa compartida pensando en el poder real que tiene el escritor sobre su propia obra en estos tiempos que corren de muertes del autor y libertinajes de críticas y públicos masivos. 
   
    ¿Qué le hace ser una autoficción? Si Salinger hubiera afirmado en una de esas entrevistas que no concedía que él es el adolescente de su novela El guardián entre el centeno; ¿automáticamente consideramos así la obra? ¿La veríamos de otra forma? Esta obra empieza con la declaración de intenciones de que no va a contar su vida como un huerfanito de Dickens. ¿Y Dickens? ¿No es acaso David Copperfield la autoficción de un personaje que, como toda creación de un autor, lleva mucho de su autor? Quizá más que tomarnos esencialistamente este concepto, buscando incluso comprobar si el autor ha vivido esa realidad referida (sabiendo que no se puede reflejar objetivamente y solo dar una ilusión de mimesis), podamos analizar obras con un narrador protagonista que asumen una atmosfera de autoficción, lo cual nos permite abrir el campo y los objetos de estudio y nuestra mentalidad. No hace falta que el autor diga explícitamente “voy a escribir una autoficción o la historia de mi vida” (como quisiera Lejeune) o que coincida el nombre del protagonista con el del autor real, me parece que estos detalles no son trascendentales para definir la autoficción, pues hay otros más característicos. Si la literatura se define por ser una ficción estética verosímil (aunque ocurra en la galaxia de Blade Runner) quizá baste con que a mí me queda la sensación de que este hombre ha sufrido un padre parecido al descrito y luego ha gozado de un acercamiento con él, y que además lo he sentido tan vivo al recordarlo-escribirlo que he acabado yo asumiéndolo como una realidad, contado de modo tan cercano que solo lo ha podido vivirlo el autor.    
    
   El narrador-protagonista (autor) pertenece a una familia de clase media alta. Sus padres ejercen profesiones liberales y artísticas (pintor de arte abstracto y ella publicista y diseñadora gráfica.) Y se han separado. El conflicto de “hijo de separados” inicia el eje de la trama: la relación deshilachándose con su padre y cómo tratan de remendarla. La obra se divide en dos partes claramente diferenciadas: el alejamiento físico brusco de su padre a consecuencia de este divorcio (donde no logra ni pretende distanciarse emocionalmente) y su tímido acercamiento material y sicoafectivo, cuidándole en su enfermedad hasta su muerte, el distanciamiento definitivo. Los deconstructivistas y situacionistas analizarían la obra desde su concepto de desplazamiento. Y un poeta como Gamoneda lo consideraría una obra de ausencia. La sombra del padre, a guisa de espectro paterno de Hamlet y de complejo edípico sin resolver, no nos abandona, pues nos contagiamos de la confusión sentimental que el protagonista trata de racionalizarse intelectualmente y denotamos en digresiones reflexivas que protagonizan esta obra, aunque sea una narración de hechos y algunos de estos pensamientos sean de gran lirismo, o se incrusten breves y escasos diálogos funcionales para el avance de la trama. El autor, quizá para aclararse lo que siente, escribe en pos de compartirlo y de explicárselo así mismo y así de alguna forma superar o sublimar un desgarro interior, que aunque no lo diga explícitamente, constituye un episodio traumático en su ciclo vital.  
    Tampoco es cuestión de sicoanalizarle al autor (las explicaciones freudianistas de lo literario están más que superadas), pero sí observar que este monologo es profundamente psicológico. Un desgarro interior que la memoria, el lenguaje y el propio carácter reposado al escribir, suavizan para que no abrume el patetismo y desbordamiento emocional que sin duda esta persona sufriría en algunos momentos existenciales. ¿Hay en él rebeldía edípica, ajuste de cuentas? Ni el mismo narrador puede respondernos, y a estas alturas personalmente confío poco en la psicología, siquiatrizadora de la diferencia o Differance emocional. (Derrida) Cualquiera que lea a Freud (envidias femeninas al pene, gays libidinosos y chorradas) sentirá mis mismas muchas ganas de sicoanalizar nosotros al vienés.   

    El personaje no tiene claro lo que siente, por lo que queda bastante ambiguo su discurso. Es una voz en primera persona la que habla, muy subjetiva, de este conflicto solo conocemos su versión. Una voz interior, sentimental pero no sentimentaloide, racional pero no “intelectualilla”. Desde una perspectiva masculina, de clase media alta, de profesión liberal literaria, con un registro culto del lenguaje, pero sencillo y ameno. Un narrador intradiegetico como no podía ser de otra forma en una autoficción, pues participa en calidad de actuante racio-sintiente en la historia que relata. La cuenta en telling con breves momentos de showing, sobre todo escenas dialógicas, en las que él participa o de las que a él le dan cuenta. Es un “narrador cámara” o testigo con un campo de visión limitado y restringido (ese recurso inventado o más bien al que puso nombre la corriente crítica y estética de las Nouveau Romans y new criticism, que solo describe lo que vive, le cuentan, ve y oye, lo que una cámara de cine podría grabar, sin adentrarse en el monologo interior ni en los pensamientos sintientes del resto de personajes.) Un narrador heterodiegetico, pues junto a su historia cuenta y le cuentan otras (el relato vital de su madre, su abuelo, la amiga brasileña del padre…) El relato principal se comparte entre la historia paterna y la filial, es esta relación el tema de la obra. Un monologo narrativo en el que se relatan acciones con una casualidad bastante aristotélica, o sea perfecta: toda causa tiene su efecto y consecuencia y lo motivan causas fenomenológicas, naturales o humanas, o el simple azar (sin intervención nouménica, pues aunque no lo diga explícitamente se tiene la impresión de que el narrador es ateo o agnóstico.) 
    
    Pero casi le roba protagonismo la parte reflexiva a la narrativa, en digresiones constantes, hasta el punto que calificaría toda la obra de una digresión enorme sobre sus sentimientos respecto a su padre con la excusa de contar episodios y acciones en esta historia padre-hijo. Las digresiones en esta obra tan reflexiva serían las partes más narrativas que nos alejan del profundo monologo interior.  Llegamos incluso a empatizar con el autor en un intimismo muy conseguido. Y esta auto-introspección a veces no está exenta de esa incontinencia verbal, “verborrea” propia del monologo interior más inconsciente, aunque este efecto en el lector parece también muy trabajado racionalmente, con unos recursos formales concretos. Da la apariencia de que todo es un desahogo, brotar de dentro, pero obedece a un fin estético pretendido y logrado, a través de una enfatización del discurso (frases expresivas, apelaciones al lector, exclamaciones, interrogaciones retoricas. Jakobson destacaría en este discurso sus funciones apelativas, metaliterarias y expresivas.) Y esta parte narrativa-reflexiva se ve en todo el discurso expositivo-enunciativo argumentado exhaustivamente, buscando esas explicaciones para sí mismo con la sinceridad de quien parece escribir teniéndose así mismo de narratario ideal (el interlocutor soñado lo llamaba C.M. Gaite en La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas). A veces no hay respuestas a las preguntas retoricas que él mismo se hace o lanza interpelaciones al receptor sabiéndose incapaz de conocer nuestra contestación (nuestra recepción y posproducciones: este análisis entre ellas.) Sí no confiáramos en que es autobiográfica y si no tenemos ganas de comprobarlo; todas estas digresiones bastarían para considerar la obra una autoficción especular y autorial. Y además está reflexión es extremadamente lírica, hay partes de auténtica prosa poética, sin abandonar la tensión de la trama. Esta intriga es la de intuir sí perdonará finalmente al padre (más que sí el padre se muere o se recupera, pues hoy en día y de momento los cánceres tienen poca solución.) Es un relato fenomenológico y además muy evidenciado, pues el narrador afirma que va a escribir una historia y además su historia, el relato de su vida. Y esta es la parte qué más nos interesa. ¿Cómo convierte su vida o unos episodios escogidos de ella en materia literaria? ¿Cómo juega con los recursos estilísticos, los elementos narrativos y de significación para convertir sus vivencias y sufrimientos en autoficción
    
    El sentido de escribir esta autoficción parece ser hacer las paces consigo mismo tras hacerlas con su padre, liberarse del trauma, pero cuidando mucho la forma estilista, y testimoniar el breve tiempo en que fue feliz porque le tenía con él, tras tanta distancias y ausencias.  A la duda de por qué estructura la narración siguiendo un orden tan claro, coherente y en dos secciones muy evidentes; quizá nos pueda responder el mismo narrador cuando asegura un par de veces de que no quiere traicionar la linealidad cronológica, y por ello la novela sigue un escrupuloso orden dividido en años, una división temporal aún más lógica y coherente que la casualidad de sus acciones narradas.  Pero en el fondo tampoco importa tanto este tiempo del calendario, al tratarse más de tiempos simbólicos y emocionales que reales. Casi podría abrirse desde cualquier página sin perder el hilo de la trama, pues es más discursiva que narrativa. Da igual la anécdota de sí van al cine juntos o hacen otra actividad diferente, pues lo que nos atrae de la obra no es lo que sucede en sí, sino cómo lo vive el protagonista por dentro, y nos lo hace sentir a través del cómo lo cuenta. No el “qué” sino el “cómo.” Entre estas dos partes diferenciadas sí hay una evolución en los sentimientos, pero no entre unos días, meses y otros. Parece muy lento y paulatino este giro en sus opiniones y emociones. También se podría haber contado de otra forma o por otras personas con otras versiones, y sobre esto mismo también reflexiona el auto-narrador. Se queja, como la mayoría de autores no ya de autoficción sino de todo relato retrospectivo, de cómo le traicionan los sentimientos, una cosmovisión interior más evolucionada, el lenguaje, la memoria y el paso del tiempo. 

    El autor se está auto referenciando en todo momento, incluso cuando evoca la figura de su padre al modo posmoderno de unas Coplas a la muerte de mi padre de Manrique, y en forma prosaica en vez de versal. O cuando retrata físicamente, o en introspección psicológica, a los otros personajes más secundarios (la madre; sus tíos, abuelos y el resto de su familia; la amiga de Brasil y sus hijos…) que llevan algo de sí mismo al ser connotados constantemente por él, incluso juzgados moralmente, aunque afirme que no va a juzgar a la amiga de su padre. Por eso mismo, la obra sigue una estructura de telling y son breves las escenas de showing y además siempre interviene en esos diálogos sin dejar que los otros personajes se presenten así mismos: no puede dejar que nos formemos una opinión sobre la antagonista del cuento (la amiga del padre) o sobre su amada madre (el personaje donante o benefactor) sin haberles descrito antes connotándoles sentimentalmente. Uso estos términos propios del cuento de hadas y la Bildungsroman, pues podemos leer así la obra: Ambos héroes, padre e hijo, viajan por el dinamismo de la madurez y el aprendizaje vital, pasando pruebas iniciáticas. Hay muchos viajes físicos, pero también interiores. El padre es el claro maestro, chamán vital, del hijo (aunque a veces cambian los roles.) La madre es La madre naturaleza o Madre Nieve de los cuentos de los Grimm. Incluso se encuentran esos objetos mágicos que son los papeles y recuerdos en la casa paterna para evocarles el pasado feliz y común en ese castillo marfileño de hadas, que es cómo recuerda el autor su más temprana infancia, cuando sus padres estaban juntos. Quizá la madrastra del cuento quiera desvalijarlo y ponerlo en venta, pero al fin gana platónicamente el bien del perdón redentor, y se castiga el mal, rompiendo el padre la relación con este “bicho.” También se da en esta obra algo que comparte La Tragedia con La Bildungsroman y con el Cuento de Hadas y toda buena obra: la transgresión. Caperucita o Hansel y Gretel se internan en el bosque y Holden Caulfield por Central Park; Peter Pan vuela; Bastián se interna en el libro de Fantasía; Alicia sigue al conejo; el Siddhartha de Hesse se ilumina, Blancanieves muerde la manzana-logos de Eva-Newton-Guillermo Tell; y Cenicienta desobedece la orden de otra madrastra, parecida a la de Brasil, para ir al baile palaciego. Y aquí esta hybris heroica parece ser compartida como otra confidencia más cuando el padre reniega de ese ser que le ha arrebatado parte de su vida final y ha resultado una farsante y aprovechada; o cuando el hijo se le lleva a su propia casa transgrediendo las convenciones hospitalarias; o simplemente en esa osadía de tratar de amar a un padre que toda su vida ha sido esquivo con él. El hijo al encontrar al padre parece haber dejado de huir de todo y encontrarse así mismo. Y el padre descubre la heroicidad del cariño. La mayor virtud heroica de la obra es la reconciliación; sin catolicismos, pero con ética.   
    
    El hijo cuenta cómo sus padres siguen con sus vidas tras la separación encontrando ambos nuevas parejas. El padre conoce a esta “amiga” en Brasil, pero esta relación será conflictiva desde el principio: llena de infidelidades por ambas partes, igual que cuando sus padres estaban juntos, y por parte de “la amiga de Brasil” de inseguridad económica, celos al hijo, celos a la anterior cónyuge de su pareja y una serie de enfrentamientos con todos ellos. El padre se llega a obsesionar con esta nueva relación y queda absorbido por esta mujer, el hijo se pregunta cómo llegó a ejercer tanto poder sobre su padre y por qué quiso siempre apartarlos. Si esto fuera una obra de teatro de Stanislasky diríamos que el padre es el objeto de deseo, el hijo el protagonista que le busca y la amiga de Brasil la antagonista, el obstáculo, la traba, para conseguir la recompensa física y emocional (en la literatura, escrita hasta ahora mayoritariamente por varones, ha prevalecido la identificación de este premio y objeto de deseo con lo femenino: desde Helena de Troya hasta la princesa custodiada por el fiero dragón que un san Jorge ha de rescatar.) La madre tiene una serie de relaciones cortas, pero se ha quedado hundida en la soledad y en una depresión. El hijo se siente muy apegado a ella, siendo ambos apoyos y bastones uno del otro (una especie de Edipo y Antigona con los géneros y roles intercambiados.) El padre también le reprocha este apego de “mimado entre las faldas maternas.” El último novio de la madre acaba dejándola y esto la hunde más, aunque económicamente las cosas le van bien cuando en los 80 consigue un contrato de publicista en RTVE. También decide montar un estudio privado de diseño gráfico, pero fracasa. 
     
    El narrador habla constantemente de sí mismo incluso describiendo a los otros, y por ello también de su vida amorosa: novias, amantes, rollos eventuales (pretendía ligar con una chica pero otra, que malinterpretó una mirada, acabó en su cama por azar. O cómo terminó acostándose con la novia de su padre, obviamente no “con la amiga de Brasil”, sin ahorrarse el detalle de la felación que esta le hizo.) Evoca a su primera novia y una serie de novias formales, hasta que esta estudiante de Filosofía (a la que conoce en la Facultad) termina siendo su esposa y consigue plaza de profesora en un colegio. El autor habla de sí mismo incluso cuando habla del padre. No describe a su padre sino la relación que con él tuvo. El padre solo existe por un hijo que lo connota y le crea personaje del recuerdo y la autoficción, aunque físicamente ese padre le haya creado a él. Pero a medida que avanza la trama; tenemos la sensación contraria: el verdadero protagonista es el padre. El autor, que empieza contando lo más personal de su propia vida, entrelaza tanto su propia historia con la de su padre que las funden. La vida del hijo ya solo tiene el sentido de cuidarle, quererle, tratar de redimir silencios, ausencias y carencias. Al describir al padre se analiza así mismo, afirmando una y otra vez lo mucho que se asemejan. No solo se han cruzado sus vidas: el hijo parece repetir los errores y aciertos del padre en la suya, encontrándose en paralelismos incluso tras morir él (aunque esta parte queda como espacio vacío de indeterminación a rellenar por el lector, pues la obra cree haberse concluido cuando no hay padre temático en ella, pero precisamente es cuando más nos interesaría a los lectores saber cómo ese “yo” más maduro se defiende por su vida adulta con el trauma sublimado.)  Se reconoce en su padre, comparten incluso la descripción física y llega a decir que hasta el mismo olor. Afirma: “Me estaba convirtiendo en mi padre” y en la misma página, un poco más abajo, directamente: “yo era mi padre.” 

    No se trata de un ajuste de cuentas con el padre, a lo Carta al padre de Frank Kafka, o un “te devuelvo tu semen, notario gris de Figueras” de Dalí al suyo; y es que él mismo niega esto. En todo caso, es un ajuste consigo mismo y una mezcla de homenaje desde el amor pero con el reproche a su desapego y en ocasiones reflejando el odio, frustración o decepción que le ha inspirado esta figura vital y ejemplo moral en algunos momentos de su existencia. El hijo le recrimina su frialdad e incapacidad para mostrar una sentimentalidad, pues tacha las emociones de “débiles y femeninas.” Describe a este progenitor como un ser dubitativo sobre sí mismo, inseguro, y con un único escudo autodefensivo en el humor irónico. Le juzga egoísta, “pero no ese egoísta que no se preocupa por los demás y solo por sí mismo sino alguien que se preocupa mucho por los demás, quizá demasiado, pero en la práctica se queda paralizado ante las adversidades y problemas ajenos y no hace nada por nadie.” Le considera poco hablador, era difícil comunicarse o el dialogo, y más en un plano emocional e íntimo. “Era incapaz de pedir perdón. Y poco dado a lo práctico”, algo en que su hijo es un recordatorio constante. Le echa en cara que no le acompañara al cole, que le dejara solo tantas veces (incluso en episodios importantes de su vida, por largos periodos o en fechas indicadas.) Y que no se emocionara en su boda tanto como su madre, cantando y bailando alborozada en el restaurante del hotel donde se celebró el acto festivo. Recuerda lo solo que se sentía cuando no estaba allí cada Navidad, y parece no perdonarle que cuando se les ocurrió a su madre y a él visitarle, presentándose por sorpresa en su domicilio de Nueva York, les recibiera tan fríamente. Aunque les enseñara la ciudad, la madre tuvo que dormir en el sofá. La ex y su actual pareja no se llevan bien, como tampoco esta señora con el hijo.  También “su ensimismamiento, su resignación inaguantable, ese estoicismo irritante, su torpeza social y como padre, su gordura, la vida burguesa…” que aumentaba cada vez y traicionaba su lucha antifranquista y su experimentación artística vanguardista de juventud. Nunca le ha visto cocinando o ayudando a su madre en la casa. Más que de lo que hizo; se lamenta más de las cosas que no hizo, y sobre todo de las que no hicieron juntos. 
    
    Interculturalidad. Otro elemento que permite que consideremos esta obra una autoficción, o en todo caso una narración autobiográfica como prefiere denominarla su autor (según he leído en una entrevista compartida con Vilas) es la abundante interculturalidad de la obra, un elemento que suele aparecer en las autoficciones de los escritores de profesión, y que veremos de forma exagerada cuando analicemos París no se acaba nunca de Villa Matas. Esta parte reflexiva, digresiva, a la que me refería antes que es tan importante o más que la narración en sí: abunda en metaliteratura, transducciones, intertextualidad de hipotextos y relaciones interdisciplinares e interartisticas. Por una causa muy sencilla: el narrador es “un intelectual.” Primero un estudiante de Filosofía (que, a juzgar por tantos años desde que dice que empieza la carrera hasta que refiere acabarla, ha debido repetir algún año, o quedarle alguna pendiente) y luego un escritor de profesión, con más o menos éxito. Además refleja todo ese mundo de profesiones liberales en la burguesía urbana madrileña. Lo más común en este narrador-personaje protagonista de la autoficción es que comparta esta profesión literaria con su autor y que por ello reflexione sobre su poética, influencias o simplemente gustos culturales. El padre no le apoya precisamente en sus veleidades literarias, no le compraba libros (solo unos postales que parece aborrecer, a modo de sustitución y disculpa por no estar con él cada navidad o fecha señalada.) No se interesa por sus publicaciones; y tampoco parece afectarle que un periodista tergiverse o sobreinterprete las palabras del escritor, al término de la presentación de su libro, afirmando que la madre le ha influido más que el padre, y que por eso firma con ese apellido materno. Estas inter-referencias a hipotextos y autoreferencias a su creación las inserta en digresiones y comentarios interiores. Reflexiona sobre su propia obra, sobre todo sobre aquellas partes relacionadas con su padre: por ejemplo cuando reconoce que uno de sus narradores tiene muchos rasgo de su padre y por tanto propios. Esta transducción no se juega solo en el plano literario sino en todo el cultural: el artístico y picto-grafico que sus padres representan (ambos pintores, su madre además en el mundo de la publicidad, la televisión y el diseño) pasando por todos esos amigos artistas y bohemios que rodean a los dos padres con sus nuevas parejas. También muestra sensibilidad hacía el mundo de la arquitectura, el cine, la televisión, la música, el periodismo, la política… Se refiere, de forma más profunda que Sanz, a la “mascara de la narración” que puede aplicarse a “la máscara del ego, de la persona- mascare, a las caretas de la propia vida y de la realidad” Y conjugadas ambas metáforas (las máscaras del ego y las de la vida como sueño, ficción, narración) surge precisamente la autoficción.  
    
    La novela también recorre un repaso al arte contemporáneo, de vanguardia entonces (informalismo, hiperrealismo y escuela de Madrid, pop y el grupo Crónica de Arroyo, el de la Movida, el expresionismo abstracto…) y refleja los dos epicentros de la cultura artística (Nueva York, donde el padre llega a residir, y Londres, donde también viajan los padres del narrador) reflejando ese mundo bohemio e intelectual de escritores, pintores, interioristas… que el autor debe conocer de primera mano. El hijo da una conferencia sobre arte a la que asisten muchos miembros de la familia de sus padres. Le prepara al padre enfermo una exposición de su última obra, pero resulta un desastre: la crítica no le presta atención, la prensa publica torcido el cuadro central de la galería… La amiga de Brasil no les quiere fotografiar juntos (para reprocharle quizá no implicarse con su padre terminal, cuando precisamente él es su principal sostén en esta última etapa de su vida.) El padre le sugiere al hijo que le compre un cuadro, y cuando acaba regalándoselo se excusa ante su pareja de Brasil con que era el regalo de bodas retrasado. Esta mujer pone trabas en todo momento. La novela se desarrolla en el contexto de La Transición democrática en un Madrid urbano, industrializado y nocturno, con todas las referencias a fiestas y cenas en la casa materna o salidas a bares y discotecas con amigos de estas profesiones o que, sin profesión conocida, trabajan la noche y el “postureo” de La Movida.  
     
    Toda autoficción, aunque narre una vida individual, tiende a convertirse en un retrato generacional, en una especie de autoficción colectiva de unos tiempos y experiencias vividas. Y esta testimonia un tiempo cronológico dividido en años muy concretos que marcan episodios en la vida del autor. Y un tiempo a su vez simbólico; el de La Transición. Y lo hace con referencias al asesinato de Carrero Blanco por ETA, a la agonía de Franco, al Referéndum del 86 al que van a votar los padres y el hijo; a la entrada en la OTAN; al golpe de estado del 23 F de Tejero…y también a esas noches en La Movida. Al padre le interesaba el cine con discurso o mensaje (como se decía entonces) de Bergman y las vanguardias de la Nouveau vague (Truffault, E. Romher…) o el neorrealismo italiano; pero, a medida que se ha ido aburguesando, ha preferido filmes con contenidos más suaves, leves, graciosos (W. Allen, Charlot, J. Tati, B Keaton…), incluso la televisión y los números de Faemino y Cansado. No entiende a esos intelectuales que critican “la caja tonta”, que a él tanto le gusta y acompaña. (Idéntico al padre de Manuel Vilas en su narración autobiográfica Ordesa, obra que tanto debe a Tiempo de vida.) Aquel artista estaba muy interesado en la cultura, y no solo en la pintura, pero fue perdiendo las ganas de leer y a veces le pedía al hijo libros, recomendaciones y críticas sobre productos culturales. Le gustaban los mercadillos y rastrillos de cuadros, libros y objetos antiguos. A veces los restauraba, maquetaba o les daba una nueva vida. Era coleccionista de estos objetos de segunda mano, pero no acumulaba. Y además, tratándose de un creador, él mismo producía nuevas piezas. Describe este aburguesamiento, grisura y perdida del interés vital por el arte incluso a través de su atuendo y apariencia física (fue pasando de un estilo hippie e indie de artista abstracto alternativo a llevar unas monocordes chaquetas.) Visitan varias galerías, exposiciones de arte y museos; entre ellos van al Guggenheim a ver la última exposición (el narrador de la autoficción dedica al menos dos párrafos a contar las últimas exposiciones de arte posmoderno, contemporáneo y clásico a las que ha asistido en un año concreto, dando la sensación de que la vida continua, aunque no esté ya él y también que él mismo ha acabado perdiendo el interés por el arte y por esa vida que sigue sin su padre.) También visitan el museo de San Isidro y en la FNAC compran discos que escuchan y bailan en casa (Leonard Cohen, Bob Dylan etc.) En el cine ven a Chaplin. Les une incluso ver juntos “la caja tonta.”  
     
     La enfermedad. El acercamiento padre e hijo. La llamada de toque, que principia la tragedia de enfermedad y muerte, es la caída del padre: su resbalón en un bar. El coprotagonista hijo de esta autoficción tampoco pasa por su mejor etapa, aunque ha logrado estabilizarse económicamente, por la plaza que su esposa ha conseguido en un instituto y por las publicaciones de sus primeras obras literarias. En el entierro del tío materno; a su padre ya se le ve cansado y triste. Este cuñado parece haberle contagiado ese cáncer del que finalmente muere. El padre pasa por los tratamientos de radio y quimioterapia pero, ante la insistencia del hijo en que no siga ingresado, los médicos deciden darle el alta al asegurarles que él mismo se responsabilizará de su cuidado y de que siga los tratamientos. Para el padre esta salida del hospital supone una liberación, y actúa en una performance delante de sus amigos, aparentando que todo sigue bien. En su lecho mortis, el padre se preocupará incluso en subrayar sus convicciones religiosas, aunque fuera más bien escéptico o agnóstico en vida, quizá para no tener problemas él o su hijo con la iglesia, legales o familiares he creído entender. Le ha dejado casi toda la herencia a su hijo y algo a su ex esposa (cambia el testamento ante el desengaño respecto a su última compañera sentimental.) El padre parece querer estar presente “in mentís y corpore” en su funeral y dar una imagen de fortaleza, en ese estoicismo que le define según le reprocha su hijo, aunque esté lleno de miedos e incertidumbres por su trágico e inevitable desenlace. Cara a su hijo muestra una falsa entereza. El hijo, a su vez, le engaña respecto a los diagnósticos médicos, evaluación y evolución de su enfermedad mortal, incluso contratando a una enfermera para que haga un simulacro diciéndole que ha mejorado y aún le queda mucha vida. Para el hijo la enfermedad entraña la posibilidad real de acercarse a un padre frio y distante toda su vida, de cuidarle, de devolverle el cariño de infancia que ya creía haber olvidado en su corazón. Cree poder adelantarse a la muerte, anticiparse, y así aliviar su desazón, aunque la acepta con entereza como un hecho, no por ello sin aflicción. Se acaba abandonando a la certeza de la muerte; “Esto tiene la muerte, que es irrevocable.”      
     
    Le atiende en lo más íntimo, le ducha, le viste, le socorre cuando se cae en el baño, o tiene pérdidas de memoria y amnesias. A partir de esa segunda caída, serán frecuentes resbalones y descuidos. A su vez, el padre intenta ante su hijo mostrar falsa alegría, mas es patente su miedo a morir. Ambos quieren aferrarse a la esperanza, a una segunda vida, a que los médicos se pueden equivocar: “habrá más revisiones y harán más diagnósticos en los que a veces hay sorpresas agradables.” Cuando él mismo acaba agotado de estos cuidados paliativos al enfermo; busca un servicio de asistencia domiciliaria, se preocupa de que estos cuidadores le traten con la dulzura con que se trata a un enfermo terminal. A veces le oculta el irrevocable destino al enfermo, le edulcora la realidad sin sentirse culpable por ello, le anima a disfrutar el corto carpe diem que le quede, y el kairós de este ahora, en la que por fín están más cerca que nunca. “Mi padre vivió esta muerte como vivió toda su vida; en silencio, calladamente, con ese miedo a las palabras y a las emociones que le impedía comunicarse, no solo con su hijo.” Trata de hacerle ver que no todo está perdido y quiere que la psicóloga que les asiste a ambos en la preparación para la muerte también se lo haga ver así. “Nadie en su sano juicio miente en un epitafio, aunque el moribundo ensaye gestos postreros y dramatice o exagere su situación.” A su padre no le reprocha nada. La madre juzga esta una ocasión idónea para las confidencias, como realmente lo será; pero le reprocha a su propio padre (al abuelo) que le dejara más herencia a la otra familia que a ellos. (También separados los abuelos.) Entonces su ex marido defiende a su ex suegro fallecido, afirmando que sí la brasileña le hubiese cuidado y tratado mejor en estos últimos momentos en los que la necesitaba no habría pasado de llevarse todo a no quedarse con nada. La intención del narrador no es comparar al abuelo con su padre o consigo mismo, pero se interesa mucho por esta figura, o más bien por la relación del abuelo con su padre; sí le permitió estudiar lo que quiso o no, si su padre también le perdonó en vida (él cree que no), ¡cuánto del abuelo también hay en él! Parece elaborar una especie de tiple símil, aunque sin prevalecer este abuelo sobre su padre como figura moral y educativa. (M. Vilas escribe en Ordesa que el drama católico se basa en la relación padre-hijo.)   

     El hijo le atiende físicamente, emocionalmente, moralmente, le ayuda en los niveles más pragmáticos, incluso con los temas legales. Le administra la cortisona, tiene que equilibrar tiempos y fuerzas entre estos cuidados paliativos y las gestiones administrativas (buscar un abogado para la sentencia de separación con su amiga de Brasil, regular los papeles bancarios y testamentarios, alquilar la casa en Galicia donde trascurrirán los últimos meses del padre junto a su exesposa, hijo y nuera.) También ha de buscar el protagonista alojamiento para su esposa y para él, mientras no esté asegurada su plaza de profesora de Filosofía en el bachiller de un colegio rural. Y mientras tanto viven en la precariedad; no solo por la inseguridad laboral de ella sino por el fracaso en las últimas novelas del literato novel. Tampoco quiere que se le haga traumático al padre ver vendida la casa que ha compartido con esta “amiga de Brasil”, o como esta se ha llevado prácticamente todo; ni exponerle a “los trasiegos de una mudanza.”) Esta será la casa, acondicionada por su madre (que posee conocimientos de interiorismo y decoración), donde pase sus últimos meses el padre. Incluso le instalarán un estudio para que siga pintando, (aunque no puede ya por la enfermedad, no pierde en ningún momento la ilusión por la cultura y el arte. Visita muchos museos y exposiciones con su hijo.) Juntos ven películas, escuchan discos y bailan, se burlan de enfermos y enfermeras…Comparten confidencias (el “matrimonio” con la amistad de Brasil no es tan feliz como parecía y a ella le califica de “cerebrito de mosquito, codiciosa, interesada” y la llega hasta llamar “Belcebú” provocando risa en su hijo. Este le ofrece viagra para unos últimos escarceos sexuales; y la visión de un burdel motiva nuevas confidencias sexuales. El hijo quiere que disfrute las últimas horas que le queden y no sea un “ciborg” al que se le está cayendo el pelo y tenga que ocultar su barrigón (siempre ha descrito a este personaje paterno de obeso, incluso de joven) pues el padre se lamenta de estar perdiendo su sex appeal cara a las mujeres.   
     
      El hijo no quiere tampoco que se quede sin ver en los últimos momentos a su “amiga de Brasil” aunque se hayan enfadado (llama la atención que siempre se refiera a esta pareja sentimental, incluso cuando ya parece ser la esposa de su padre como “una amiga.” Parece así no aceptar ni a la madrastra ni el nuevo matrimonio, al considerarla solo “amistades brasileñas”.) Esta madre putiativa, la antagonista sin duda en la obra, trata de vender la casa a escondidas por su cuenta y obligarle a firmar. Ella les trata de timar, pero a ella la tima una compañía argelina. Se quiere quedar con todo. Se hace también con el documento holográfico en que habían repartido enseres y patrimonios (no equitativamente sino ella manteniendo todo lo suyo y aceptando parte de lo de su pareja.) Está muy preocupada por cómo se sostendrá económicamente sin él, “¿qué haré sin ti cuando te mueras?”(No se refiere a un plano sicoafectivo, sino pragmático de seguir manteniéndose y asegurándose económicamente la vejez.) Parece morderse las ganas de pedirle dinero a la familia original de su pareja; pero, como parte de esta posible estrategia, trata un acercamiento y asegura a su hijastro: “Eres el hijo de mi pareja; yo te seguiré ayudando cuando él falte “Es claro de ver tras esta hipocresía su interés económico y por tanto no mejora la relación ni con el hijo ni con la madre de este. La ex esposa trata de no coincidir con ella y así evitar situaciones incomodas. 

     Disfraza su inmoralidad con estas palabras cínicas cuando ha estado toda la vida cerrándole la puerta de la casa que habitaba ella con su padre, impidiéndole verle, hablando mal de él, insultándole, encarándose, reprochándole sus entrevistas en el periódico porque en ellas el padre no sabía muy bien parado...en fín, y sigue comportándose como una arpía griega. “La amiga” (por lo fraterno de la amistad) se lleva todos los muebles, enseres y objetos valiosos y solo deja dos colchones, el sofá desvencijado y poco más. Entre todos salvan algunos objetos preciados por su valor sentimental. Ponen sobre todo sus cuadros a salvo en una caja fuerte en el almacén. Se ha llevado hasta el coche, les ha desbalijado la casa, que ha quedado vacía. Incluso la butaca extensible que el hijo le había recomendado comprar al padre durante su enfermedad. Desde que el padre inicia una nueva vida con esta amiga conocida en un viaje a Sudamérica empiezan los problemas para el hijo. Quiere vender hasta su estudio y regatea el precio buscando los más alejados del centro ya que resultan los más económicos, sin empatizar con el que realmente necesitan, movida por el simple provecho monetario. Además, le chantajea que si no le asegura el dinero para su vejez dejará de cuidarle. Con lo cual la relación se acaba rompiendo. Entre los numerosos y constates enfrentamiento entre ella y el hijo, el más duro es cuando ni siquiera le deja entrar en la casa compartida con su padre (a medías.) Y hasta cambia las llaves (aunque el hijo la advierte que entrará de todas formas echando la puerta abajo) y le grita: “En una casa mandan las mujeres”. Después, será su propia pareja el que no deje de discutir con ella. No sólo tiene conflictos nuestro protagonista con ella sino también con los hijos de esta: parecen haber encontrado en esa casa compartida por su madre y padrastro una casita de veraneo y tratan de habitarla un mes sí y el otro también. En contraste de todo este daño que la brasileña le hace; el amor del hijo parece amplificarse. Le propone para animarle y demostrarle que aún está vivo un viaje a Kenia, al que quiere apuntarse este último amor, pero el padre, “abandonado cuando más la necesitaba” y asustado de todos el descalabro económico que le está urdiendo, de su frialdad, de su falta de humanidad…la grita: “iré con cualquier mujer salvo contigo.” Esta discusión torna cada vez más agresiva, gritando y faltándose al respeto. Pero el viaje constituye un via crucis en el que empeora su salud, la madre les ayuda vía telefónica y trata de tranquilizarles que solo es un cólico nefrítico y no una fiebre tumoral. Todos los personajes en esta obra “quieren la verdad mientras no sea amarga.” Aunque el autor en su autoficción sí se propone y cumple su pacto de honestidad, con la sinceridad de su verdad personal, sin traicionar ni el pacto de ficción ni el autobiográfico 
    
    Padre e hijo encuentran haciendo limpieza y ordenando el despacho de la casa que habitó con su amiga (desbalijada casi por entero) una serie de cartas personales, diarios, fotos, recuerdos, documentos en pliegues, en un archivo y en dos grandes maletas recogidos. El hijo adulto va encontrándose con su niñez a través de unas cajas llenas de juguetes de infancia: unos muebles del dormitorio de una casa de muñecas de coleccionismo y un vagón de tren eléctrico con el que jugaba. El padre se deshace de todo estos recuerdos personificados en trastos y papeles, adelantándose a su hijo que ya había decidido purgarlo todo, por valor sentimental que pudiera tener. Los últimos que tirará, cuando su padre fallezca, serán sus gafas graduadas, dentro de una bolsa. Durante toda la enfermedad se ha ido deshaciendo de su ropa, de sus libros, de todos aquellos objetos encontrados en la calle que su padre pintor restauraba o que compraba en mercadillos por la ciudad y el extranjero. Se propone no dejar rastro físico del padre, aunque su huella (heridas y alegrías) en esa vida compartida las llevará siempre consigo. (A diferencia de Manuel Vilas, que en Ordesa, parece obsesionado por la materialidad y la fisicidad: de las fotografías, objetos, de unos restos mortales en vez de unas cenizas…pues desde su ateísmo ve en lo material la única certeza y prueba tangible de “los despojos de un ser humano al que amé.”) Volviendo al hijo de esta ficción: este seguirá dividiéndose entre los asuntos burocráticos, y los cuidados más íntimos, con la impresión de que la vida sigue y nunca se para. Ha abandonado la escritura de sus novelas y quizá un poco a su propia esposa, quien suele ser quien coge las llamadas telefónicas del padre, a veces en un tono suplicante, patético, lastimoso, y otras dirigiéndose más agresivo y resentido contra todo. Está muy afligida esta chica con todo ello. El hijo tampoco le reprocha a su padre que no les ayudara económicamente a su madre y a él, quizá solo cuando sabía que tenía dinero (aunque el padre nunca fuera consciente de lo que tenía o no en el banco.) A la hora de su muerte, sin embargo, el padre deja muy claro el tema de la herencia para su hijo único, (dándole a conocer en total trasparencia el estado de sus cuentas y bienes patrimoniales) y en pequeña proporción para la madre de este. Nada para la “bruja con cerebro de mosquito.”  

     Con un amigo de su padre repasa el autor los últimos años de este. Insiste en que no quiere que muera como un perdedor, cuestiona el narrador la felicidad de todos los personajes que simbolizan a las personas que amó el autor (la de su padre, su madre, su esposa, la suya propia.) En estos últimos momentos compartiendo penurias “quería estar cada vez más con él, pasar más tiempo juntos y tener más de él.” Los dos eran “tímidos, soñadores, heterosexuales pero en el fondo femeninos, introvertidos, estoicos y tenían muchas cosas en común.” A veces se ha sentido maltratado el hijo por este padre o por la vida, idéntico a cómo la vida había maltratado a su padre (y el abuelo a este.) Parece asumir estos malos tratos como una especie de clico natural repetido en eterno retorno, y aunque este instinto de tanatos fuera connatural al ser humano no pueden consentirse en una sociedad civilizada como esta. El protagonista se ha sentido muchas veces herido emocionalmente por el padre, le ha llegado a odiar, pero se insinúa que ha acaba superando el trauma, sublimándolo y hasta perdonándolo, lo cual es evidente al acabar la novela. Le ha permitido “creerse ahora mayor, adulto, crecer contra él, tenerle de modelo o contra ejemplo más bien”.   
    
      No soportaba cuando de adolescente le infantilizara y le trataba como a un niño que se guía por su ultimo y efímero capricho (mientras que para su madre era ya un adulto, pues ese hijo la apoyaba emocional y económicamente: “mamá me veía como alguien con quien se podía hablar y contar y como tal me trataba.”) A veces se pregunta el narrador si no le está atribuyendo al padre culpas que no le pertenecen, o si el mismo ha sido el culpable de ese enorme abismo que les separaba. O si era desmedida y desequilibrada su demanda afectiva. O si la culpable era su segunda esposa o pareja (no queda muy claro si se unen oficialmente.) Sí, la verdadera culpable es “la amiga de Brasil”, concluye, pero no quiere entrar en los motivos que la llevaron a esta frialdad final y falta de escrúpulos morales: “si fue egoísmo inmadurez o codicia, o seguramente una combinación de todo”, pero “no es mi cometido en esta obra jugarla, salvarla o condenarla” (a ella o a su conducta) y trata de dejarlo en una elipsis por respeto. Aunque afirma que no puede juzgar éticamente no deja de hacerlo en todo momento. No le interesa tanto esta figura antagonista como la relación con su padre, aquella influencia tan poderosa que ejercía sobre él, más que las disputas que con ella hubiera tenido, aunque hayan sido tan agresivas. “Me interesa su huella en el recuerdo de mi padre, que cambió de la noche a la mañana tras iniciar esta relación y por quien ahora mostraba una despreciativa indiferencia.” Tras la incredulidad y el desengaño del padre respecto a su pareja viene directamente el odio. “¿Cómo no lo vio venir?”, se pregunta su hijo cuando ya nadie puede responderle. “Siempre le sacaba la cara, salvaba a su esposa para así salvarse él retrospectivamente, todo lo que habían vivido juntos. Al final ya la consideraba una liante, con cerebro de mosquito, sí, pero en el fondo inocente.” El padre se cierra a hablar con ella, y muestra verbalmente su inquina. Ella rechaza toda responsabilidad sobre la asistencia a su esposo en los momentos previos a su fenecimiento, y parece no haberle tenido ningún cariño, sino disimulada indiferencia durante todos estos años.  Parece que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, como afirma el protagonista, y a ambos les daba miedo enfrentarse a ella: a sus egos, máscaras y velos. Tanto miedo como a encararse consigo mismos y aceptar sus sombras. El autor afirma que este “es un libro de dos personas” y obviamente estos dos no son sus dos padres, ni su padre y la señora de Brasil, ni el abuelo y el padre. Esas dos personas son un padre y un hijo, que de tan parecidos, se dirían el Hermafrodita platónico: segregados, pero abocados a fundirse de nuevo. 
     
    El alejamiento definitivo: la muerte (pero con cierta reconciliación.)  El padre muere finalmente en febrero, lo saben solo desde septiembre, pero lleva enfermo bastantes más años. El autor se hace una pregunta retórica y nos traslada la inquisición epistemológica y metafísica: ¿La vida es una ficción, una vida, o un fingimiento? Seguimos agarrados a esta vida, aferrados a los papeles que a cada cual le ha tocado escenificar. Y se trata al final de cerrar un círculo.” La vida nunca es lineal, nunca una línea recta, aunque desemboque en “el río del morir” y en los lloros de Manrique a su padre, pues se junta con otras líneas vitales formando círculos cerrados; espirales hermenéuticas al infinito, serpientes que se muerden la cola, parecidos casuales sin más causalidad que una genética que les hace sentirse dando vueltas en el eterno retorno de Nietzsche. Aunque nunca nos bañemos en el mismo río de Heráclito (porque ni nuestro Yo ni el río vital serán ya lo mismo) podemos sentir lo que Manrique llamaba “la inmortalidad del recuerdo.” Descreídos ya del Más Allá, es acá donde reside la inmortalidad: existiremos mientras alguien nos siga recordando, llorando, sonriendo, escribiéndonos autoficciones.  Es la autoficción de dos vidas con otras historias que se han acoplado a ellas; pero posee la magia de una resurrección laica: un fallecido revivido en el hijo, más vital y ahora más resucitado, que muchos de quienes se creen vivir, pero no han experimentado la empatía que este autor derrama hacía su progenitor y hacía su receptor, ni poseen esa transgresora virtud heroica e hybrica de saber perdonar, un bonus que es más realidad de humanidad que abstracción platónico-cristiana. “Aunque no nos toque esta vez a nosotros y hayamos escapado de la guadaña, la muerte al final siempre acaba imponiéndose” 
   
    Concomitancias con Ordesa de Manuel Vilas. El propio autor, en la conferencia que dio en la biblioteca Clara Campoamor de Barakaldo el pasado miércoles 12, reconoció Tiempo de vida como una de sus principales influencias, aunque no quiere vincularse a ningún grupo literario: “Voy demasiado por libre para decirte ahora que pertenezco a la generación del 68 y además eso es cosa de la crítica.” Los parecidos relacionales entre ambas obras son evidentes: prácticamente es la misma historia y hay partes que, si no fuera por el estilo en cómo lo cuenta cada uno, podría haber confundido entre un libro o el otro. Están en ambas todos sus mismos elementos: un padre que muere de cáncer; un hijo que siente mucha admiración e incluso amor por él, pero también con momentos en que le reprocha la frialdad y las ausencias; una madre (que en la obra de Vilas también fallece, hecho que le motiva a contar la historia de sus padres y así hacer autoficción de sí mismo) que en ambas obras tiene la misma enorme importancia. Una venta de un inmueble; un padre entusiasmado con la televisión y los placeres “anti-intelectuales” en su última etapa; un ambiente socioeconómico similar (clase media con problemas económicos en ocasiones, pero mayor nivel cultural y presencia de las profesiones artísticas en Giralt, y con la diferencia también de que Tiempo de Vida sucede en un entorno urbano y Ordesa en uno rural)…   
    
    Incluso a nivel formal se podrían comparar las partes digresivas y reflexivas de gran lirismo y originalidad en ambas novelas, que guardan más correspondencias por referir al mismo tiempo de la transición y entrada en la democracia, con sus ecos franquistas. Y que por tanto pueden entenderse como un retrato generacional, una autoficción compartida y colectiva; la crítica política, teológica, a la educación, a la sanidad pública,  al ámbito institucional, a la hipocresía social (los amigos que recibían los padres de Giralt, las fiestas y cenas a las que seguían invitando a su madre tras la separación recuerdan mucho a los amigos que los padres de Vilas recibían en “el cuarto de visitas”, la habitación más espaciosa de toda la casa reservada para estas visitantes que cada vez les frecuentaban con menos asiduidad, hasta que dejó de tener sentido la clausura de esta sala)…Supongo que en una autoficción, aunque la principal referencia sea la propia vida de uno, siguen dándose estas intertextualidades que los románticos llamaban inspiraciones y más positivistamente se denominan influencias. Los autores son parecidos en edad, pertenecen a la misma generación, han desarrollado sus profesiones en el mundo cultural y editorial de las dos capitales culturales principales de este país, han escuchado parecidas historias de la tradición popular, y por ello testimonian una época y unos espacios similares, aparte de que el dolor por la pérdida de un padre se siente de forma muy similar. No sé quién dijo, y no oso atribuírmelo, que “todos pensamos muy diferente, pero sentimos muy parecido.” Y eso hace que Las coplas por la muerte de mi padre o la Carta al padre sean universales y atemporales aunque no creamos ya en significaciones esencialistas, pues ambos sentimientos (el del amor y el del despecho; el de la excesiva presencia y la ausencia) forman parte de la ambivalencia de esta vida. 

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