La ignorancia de Maquiavelo sobre su paternidad en
la teoría política moderna laica y el “renacentismo”
teatral de La Mandrágora.
Entre los sugerentes
aspectos del espectáculo dramático analizados por Kowzan y Esslin, aplicaré a La Mandrágora el que aborda Martin
Esslin al final de Anatomía del drama:
la categoría historiográfica. La
obra me ha despertado varios interrogantes: los términos “renacentista”, “moderna”, “humanista” (con los que podríamos
calificar esta obra de Maquiavelo) ¿fueron acuñados de forma programática, a
modo de “eslogan publicitario” por sus propios creadores, con conciencia de
formar un grupo, y seguir una corriente estética? O por el contrario; ¿fueron
nomenclaturas asignadas a posteriori por la crítica? Cabría preguntarse si
Maquiavelo era consistente de ser un autor renacentista, a lo que ya adelanto
que no, pues no se hablaba en tales términos. De la misma forma que tampoco se autodenominaban
humanistas aquellos eruditos del
siglo XVI, que intentaron hacer lecturas de los textos clásicos más abiertas
que la tomista, predominante durante la última etapa escolástica medieval. Paralelo
al espíritu clasicista humanístico, se da la revolución científica. Aparte del
avance tecnológico; los descubrimientos de Galileo y el giro cartesiano ponen
fin a una cosmovisión ptolemaica y aristotélica: la Tierra ombligo del Universo
y el sol girando en torno nuestro. Patenta cómo somos nosotros quienes giramos
en su órbita. Este sol simbolizaba tradicionalmente la divinidad: somos
nosotros quienes perseguimos lo intangible del Ser, frustrados por su silencio.
También contribuyó al paradigma moderno el descubrimiento del nuevo mundo; desechar
la idea de una tierra plana, un mapa perfecto en cuyos extremos perfectamente delimitados
podías caerte a la Nada (¿De verdad creían que se iban a despeñar del mundo por
Finisterre?) El giro cartesiano con el “Cogito
ergo Sum” de Descartes (Pienso; luego Existo. No existo porque me haya
creado Dios sino porque me percato de m vivir, soy autoconsciente.),
principiará la entronización de la Razón en Diosa, culminando en una
ilustración racionalista in media res de la Modernidad. Esto fue una
contribución a la humanización del ser humano, que no nace sino que debe hacerse
humano.
Pero afirmaciones
del tipo “Al Renacimiento lo caracteriza su
preocupación por el hombre” resultan enormemente vacuas y no aportan nada.
Es cierto que la época recupera el lema de Protágoras (“el hombre es la medida de todas las cosas”, androcentrismo o antropocentrismo
abriéndose paso por siglos de pensamiento teocéntrico, deshumanizador, priorizando
el Objeto sobre el Sujeto) pero tampoco hay un solo movimiento filosófico o
estético al que no le preocupe y ocupe en prioridad nuestro tema del ser humano,
por la obviedad de ser concebidas estas corrientes por humanos. Nos recuerda
Unamuno al comienzo de El sentimiento
trágico de la vida que Cremes justificaba su intrusión a cotillear en la
comedía El enemigo de mí mismo de
Publio Terencio con la máxima: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto.”
Como nada del hombre les era -nos es- ajeno aquellos autores no podían
ignorar la tradición de siglos ni una época que sólo a partir del juicio ilustrado
se empieza a calificar de “oscurantista”. Los cambios sociales o culturales en
la época antigua, clásica, medieval y en esta transición a la Modernidad, no
eran tan radicales ni vertiginosos como los que nos ha acostumbrado el siglo XX,
cada vez se da más acelerados a medida que avanzamos disfrazados de posmodernos.
Parece más acertado hablar de una paulatina transición en la que iban cambiando
modos de pensar y sentir, y por tanto poéticas, significaciones y formas
estéticas, de una manera más reposada y leve que revolucionaria y profunda. Dudo
que Espinoza se viera renaciendo a una época, como quien abre una ventana, por consciente
que fuera de la trasgresión de sus escritos, y de abrir un debate
extremadamente polémico en los cenáculos teológicos. Básicamente proseguían la
labor de las escuelas medievales: estudiar a los clásicos. Lo que sí se adivina
en ellos, y no podían ellos mismos ignorar (como denota tanta represión sufrida
por parte de la iglesia de San Pedro), es la tímida perspectiva secular con que
los miran. O leen.
No serían tampoco conscientes de
llevar una empresa común salvo en cada escuela concreta, pero sí podemos ahora
“a toro pasado” relacionarlos y buscar estas conexiones entre ellos, por
lejanos en los contextos que se nos presenten. Una de ellas es la elección de motivos
más mundanos que sagrados, algo que la Santa Iglesia no podía tolerar, por lo
que no se lo pondría fácil. El teatro renacentista no rompe radicalmente con el
medieval, pues “el espíritu humanista” prosigue estudiando la gran filosofía y
literatura clásica. La diferencia de este teatro de la Commedia dell’Arte con el misterio de clerecía, los autos
de fe y demás formas alegóricas sagradas será el paulatino laicismo en temas y
significados. Lo vemos en la obra maquiavélica, sobre todo al ridiculizar la
figura del clérigo Timoteo (su nombre ya sugiere la palabra “Timo” y que este engaño tiene que ver
con ese “Teo”, aunque no podemos
hacer esta lectura “etimológica” pues era un nombre de la época, incluso entre
el clero): Su hábito hace al monje, ya que la máscara caracteriza unos
prototipos sociales que en el inconsciente colectivo funcionan como arquetipos
ridiculizados, junto a todos los elementos expresivos ya sean verbales o no,
como insiste tanto Kowzan (y que tratará en este trabajo de no robarle
protagonismo a Esslin.) Estos elementos expresivos (el movimiento corporal, que
analiza la quinésica, y por el espacio, que analiza la prosémica, lo visual de
los vestidos coloristas, la gestualidad exagerada, el tono de voz redundante en
su patetismo tono grave… solo podemos intuirlos: ni ha quedado documento visual
de su representación original ni Maquiavelo es prolijo en apartes e
indicaciones sobre atrezos, vestuarios, entradas y salidas etc. Sí vemos a
través del discurso esa intención cómica con la que caricaturiza al canónigo.
Emplea un lenguaje retorico, pedante por su exceso de latinismos, presumiendo
de su profesión, adoctrinando en máximas y sermones… que guarda esa coherencia
formal que Aristóteles pedía al escribir e interpretar estos personajes planos
o tópicos, y que en el Renacimiento empieza a denominarse “decoro”: había de corresponderse su habla, incluso su dialecto (que
en este caso sería el mejor boloñés de tal región universitaria, donde se creó
la primera universidad escolástica, de las más importantes en su labor hermenéutica
y copista) con su condición social, económica psicología y su carente, correcta
o excesiva ilustración. Maquiavelo se “burla” de un personaje-estereotipo (y ¿quién no se reiría viendo a ese pajarraco?, se pregunta retóricamente Siro ante
el petulante eclesiástico), de una “máscara” prototípica cuyo sentido en sí mismo era denostar una
clase social mayor, autotranscendental, y sus abusos de poder mediante la
ironía. A veces también se caracterizaba con esta “máscara” al notario,
abogado, jurista, al hombre de letras pesado, al “sabihondo”. La mayoría de estos humanistas reaccionaron contra la
última etapa de la escolástica tomista, no contra toda la edad media (desechemos
ese imago romántico de héroes enfrentados a todo un sistema político, económico,
social, cultural, ideológico…) Connotan la grandilocuencia de estos seguidores
de Tomas de Aquino de retorcida, obtusa, árida y en el fondo vacua, o al menos
incomprensible para el común de la sociedad.
Todo lo que Aristóteles
había descrito del teatro de su época había tomado un carácter duramente normativo,
añadiéndose la reinterpretación de Horacio, Quinquiliano y de las diferentes
escolásticas, hasta el punto de convertirse en un criterio artístico más (“Aristóteles magister dixit o verbum.”) La
“palabra de Aristóteles” constituía
un logos en sí misma (Aunque
Nietzsche llegue a insultarle y decir que se habían aferrado los rebaños
pastoriles a este modelo de autoridad a falta de otros.) Traducían, ilustraban y
copiaban miméticamente los textos de la alta filosofía griega, (aunque
interesadamente: sí en el manuscrito aparecía “causa final” “fundamento
primero” se interpretaba como el Dios de su fe. Por ello coloquialmente
suele decirse que San Agustín “bautizó” a Platón; igual que Tomas de Aquino
convirtió el “panteísmo” aristotélico en un pilar fundamental para entender su
suma de prefectos teológicos.) Unamuno afirmó también que la civilización y
cultura europea se sostenía en tres bases esenciales (y esencialistas): filosofía
griega, derecho romano y la teología de estos dos pensadores del románico y del
gótico. (En el fondo la ontología, epistemología, ética y metafísica de nuestra
tradición tampoco ha sido otra cosa que notas al pie de las páginas de estos
dos griegos.) En estas primeras universidades (Salamanca, París, la escuela
catedralicia de Chartes…) se enseñaba la “escolástica” (se autodenominaban
“escuelas”) y a quienes revisionan estos textos “rectores” o “comentaristas” pues
su labor era discutir comentarios (por ejemplo de Averroes o Maimonides sobre
el sabio de Estagira o de Plotino al ateniense.) Estos autores pertenecían a
las múltiples órdenes religiosas, había bastante tensión interna entre
diferentes perspectivas religiosas y entre ellas las órdenes franciscanas y
dominicanas podrían considerarse las más estrictas y ortodoxas: o los jesuitas estar
entre las más liberales. En el Renacimiento empieza a brotar el espíritu de estudiar
estos mismos textos sin esa necesidad de incorporarlas al discurso eclesiástico.
Lo cual tiene una explicación pragmática: muchos autores ya no tenían que
depender directamente del beneplácito o censura del Vaticano al gozar del mecenazgo
de la nueva burguesía, originada por ese protocapitalismo
que Max Weber ve en las primeras bancas flamencas (Amberes), o florentina en
este caso; junto a un primitivo avance de la tecnociencia y desarrollo de
pequeñas industrias manufactureras y la ampliación de los burgos, y de todas
sus arquitecturas e infraestructuras. Se iba así reformando el ecosistema
gremial (formado por el pequeño comercio y la artesanía en un escaso mercado
interior centrado en lo local: ferias populares en las calles centrales y
plazas más antiguas de estos burgos, que ahora conocemos como cascos viejos) y
aún con un fuerte proteccionismo estatal autárquico que no permitía la
competente externalización y librecambismo de los productos (sistema
arancelario, de aduanas) También surgían las llamadas profesiones liberales
(banqueros, abogados, profesores de universidad...) Los aires de ciudad suponían
un mayor grado de libertad e individualismo frente a la cerrazón del mundo
rural feudal, dominado por la religión y la nobleza en un régimen más
conservador: la inmanencia de la tierra ajena trabajada caía sobre el siervo
hasta reducirlo a la condición de uno de esos bichos que podían destruir la
producción agrícola y dejarles por tanto al borde de la inanición.
A estos fenómenos
de la banca, la tecnología, la burguesía, añade Weber cierta cosmovisión
ideologica de ahorro y austeridad (el
espíritu protestante: erasmista, luterano, calvinista…) Las clases sociales
irán sustituyendo a los estamentos, donde ya no será el origen (la sangre) el
criterio de pertenecer o no a la élite sino el poder adquisitivo. Otra forma de
selección de “los aristoi.” El
concepto de aristocracia había cambiado: en la edad medía esta siempre se había
dedicado a guerrear y proteger militarmente a los campesinos de las amenazas (paganos,
bárbaros del norte, a quienes se veía como los invasores verticales que iban a
destruir la civilización y cultura italiana; moros en las cruzadas; o tensiones
internas con otros nobles o revueltas comuneras) a cambio de un “contrato” de
vasallaje feudal: trabajar sus propiedades agrícolas aportándoles un diezmo (el
10%) y otra serie de impuestos a estos señores (nobiliarios o eclesiásticos.)
Descuidaban los nobles su ilustración, pues no se les pedía un nivel elevado de
erudición: muchos de ellos eran analfabetos, apenas sabían leer o escribir, y
se dedicaban a grandes banquetes (como los pantagruélicos del libro de
Rabelais), cacerías y otros ocios, delegando absentistamente en personas a su
servicio (lo cual se acentuará en época barroca.) No era ajeno el autor a la
incompetencia de muchos poderosos a lo largo de la historia debido a su
ociosidad, La Salud pública es la suprema ley, desde Cicerón: todo se somete al
servicio de esta salvación y florecimiento de la República. Y cuando todo deseo
personal ha de supeditarse a la salvación de un Estado- absoluto se anulan las
excusas del noble vago. La vida política en Maquiavelo es prioritaria, encima
incluso del ciudadano que debía morir por ella llegad el caso (Patria mortis), así que no estaba
humanizando tanto al hombre, aunque sea su principal objeto de estudio. El
ciudadano debe entregar lo mejor de su vida al servicio de su ciudad, pero más
que nacionalismo plantea una comunidad política. Desenmascara a los tiranos
cínicos que cometen barbaridades poniéndose hipócritamente de ejemplos morales.
“Denuncia a los malos políticos”,
dirá de él Rousseau, “sus usos y abusos
del poder”.
Alberico Gentili sostiene que Maquiavelo ante todo fue un
defensor y entusiasta de la República (en la época el mayor equivalente a nuestra
democracia) y que más que pretender instruir al tirano quiso destapar a los
malos gobernantes. Su objetivo y lector pretendido era doble: educando al
príncipe formaba al pueblo en política. El mandatario renacentista ideal, que
denotamos tras la lectura de El príncipe,
debía ser un hombre de letras y armas;
un militar entrenado en el noble arte de la guerra, al que Maquiavelo aconseja
la virtud de la fortaleza, simbolizado en el ejército; la forma más firme y
eficaz de mantener esta ciudad-estado
ideal, aunque desprecia al mercenario (muchas veces extranjero al servicio de
quién mejor pagara.) Habría que tener en cuenta la importancia que da el renacentista
al concepto de “honor” para legitimar
el ejercicio de esta violencia, y la que da Maquiavelo al mundo castrense, la
forma más dura y eficaz de proteger su república ideal que le llevará a
idealizar el romano. Pero a su vez, este mandatario debía ser también un
cortesano cultivado, con la virtud de una especie de astucia personal, experto
en leyes, instruido en la tradición. (En el Renacimiento también surge la
figura del diletante: autodidacta,
sabio en todo. El paradigma de este omnisciente sobre todo lo posible de
conocer será Leonardo Da Vinci.) Junto a esta virtud de la fortaleza añade la
astucia relacionada con esa ilustración sugerid, y la valentía (un “valor”, un “bien” en sentido social y económico, al modo romano, virtú más práctica que abstracción
platónica de hacer el bien al prójimo por salvar el alma.) Nunca pronunció o escribió “el fin justifica los medios”, pero se
concluye de su filosofía. La iglesia había asociado la virtud a la sumisión sacrificada de amar a
Cristo y al prójimo con la misma humildad con que él nos había redimido del
pecado. Maquiavelo pretende un fin terrenal: salvar el Estado; y separar la
política de la religión. No
le interesa definir en planos metafísicos una política ideal. Se dirige tanto
al príncipe como a sus súbditos, somos animales políticos. Los monjes debían dedicarse a su
vida contemplativa y la política ocuparse del más acá, del fenómeno físico y no
de noúmenos abstractos y metafísicos. Por afirmaciones como que el gobernante
puede recurrir al engaño o incluso al asesinato por la buena causa (la razón de
estado) fue condenado por La Inquisición.
En esta
exaltación del Estado; incluso arremete contra Dante tachándole de traidor por
no haber sido suficientemente patriótico y guardarle rencor a la Florencia que
le marginó, mientras alaba a Bocaccio y a Petrarca, ejemplos estos sí de virtud
ciudadana, según cuenta Marino Antonio López en La política en literatura. Este
autor también afirma que la comedia maquiavélica fue la traducción a la comedía
de sus ideas políticas de El Príncipe
(aunque el tema no se toque explícitamente), un espejo de la vida privada que
en él equivale a la pública-política y un medio para combatir la doctrina
cristiana. Juzga Maquiavelo también blanda y débil la actitud
cristiana, la culpa de la caída del Imperio Romano, y anhela esa Roma antigua
con valores precristianos, considerados por tanto ¡paganos! Claro que sería consciente de esta trasgresión, pero
no de su repercusión ni de la recepción posterior en la que le convertiremos en
el primer politólogo (una ciencia creada hace un siglo, tras la 2ª guerra
mundial). Este estudioso y teórico político no podía saber que le
consideraríamos ahora fundador de la política entendida en cosmovisión moderna:
pragmática, empírica, experiencial, física, “humana”.
La Iglesia prohibió sus libros,
considerándole un maestro de la perversidad, diablo que enseñaba a ser “malo”,
al contraponer una escala de valores mundana que contradecía la teológica, pero
más eficaz en la resolución de conflictos y consecución de objetivos. Hacer delitos, ilegalidades, inmoralidades
(robar, matar, hacer daño) funciona si se justifica en términos políticos, de
un bien público. No comete lo que la iglesia considera “mal” o “pecado” por
capricho sino por necesidad de salvaguardar el estado en la paz, al servicio de
una causa noble. Entre los muchos ejemplos que Maquiavelo pondrá para ilustrar
esta idea está el enfrentamiento entre una banda de malhechores ladrones. Si
les dejaban escapar seguirían robando a mansalva, violando y matando. Cesar Borgia
descoyuntó a la banda, destrozando sus cuerpos en un tormentoso lento y
espantoso. Les había dado un castigo ejemplar, evitando males mayores: más
número de víctimas. Así se consiguió eficazmente el fin de evitar la
delincuencia en la zona, sin importar la consideración moral sobre el medio
empleado. No nos anima a ser “malos” o “buenos”, nos dice: ¡seamos prácticos!
Maquiavelo afirmó: “Me
gustaría enseñarles el camino al infierno para que se mantengan apartados de él”,
pero yo veo esta declaración de intenciones como una excusa ante tanta censura
eclesiástica y creo que más bien no connotaba las acciones políticas de
demoniacas o celestiales. (Pero de nuevo una mentirijilla sobre sus propósitos
al escribir le sirvió para callar por un momento la difamación constante hacía
su pensamiento.) El noble
había de ser para él “más zorro astuto
que león fuerte”, y a su vez le aconseja cierta flexibilidad (Lao Tsé
recomendaba a su gobernante narratario ser “junco
que se dobla sin romperse”), anticipado a los golpes del destino y
circunstancias adversas de la Fortuna (entendida como todo lo determinante,
ajeno a la libertad humana: Providencia
divina, Ado, Fatuo, Moira escrita por los dioses; nos hallamos
predestinados por nacimiento a merced de un plan divino. El libre arbitrio de
los hombres es castigado cuando obra mal. Lo vemos en la tragedia Griega cada
vez que un personaje heroico comete una trasgresión -hybris- que ofende a las alturas.) La
suerte es caprichosa;
la fortuna la presenta Maquiavelo en la metáfora de un rio embravecido
inundándolo todo, echando por tierra árboles y arrancando los terrenos. Aunque
el hombre tome preocupaciones contra ella, al final le arrastrará la corriente
devorándole la voluntad de poder natural. Por eso debemos aprovechar la oportunidad,
atrapar el momento y vivir el instante irrepetible (carpe diem amoroso o kairós
de un ahora e instante sublimado en una trascendencia terrenal.) Hay que
aferrarse al tren que pasa (aunque no pasaran trenes por aquella Florencia), y a un momento que no volverás a
ver, no se repetirá, un río en que no volverás a bañarte. Por lo mismo hay que
saber manejar los tiempos en política, cuando actuar (en el momento oportuno
ante una crisis) o cuando no es prudente hacerlo. La suerte los griegos la representan en
forma de diosa alada Nike y los romanos a La Fortuna subida a un carro
alegórico. En el renacimiento vuelve esta preocupación por el futuro, pretendían
prevenirse a lo fatal, como denotan sus decoraciones palaciegas y su gusto por
las astronomías, pero aun así no podía imaginarse el autor como parte de un
movimiento humanista y renacentista.
La
posteridad de Maquiavelo se divide entre esa lectura cristiana tachándole de inmoral y cínico (a la que debemos su
concepción peyorativa); la nacionalista
(Garibaldi) que ve en él a un patriota del risorgimiento;
la fascista de un Mussolini
entusiasmado por el teórico del liderazgo fuerte; o la republicana de Antonio Gramsci encarcelado por este mismo régimen
fascista. Durante la revolución inglesa y guerra civil del XVII influye a James
Harrington (su utopía Oceana recuerda
a su vez a la de Tomás Moro) o a Milton (su Paraíso
perdido ofrece una visión más heterodoxa que la de Dante.) A estos teóricos
empiristas, de fe protestante, les sirvieron sus ideas como legitimización de
la rebelión de Cromwell. Se publica El Príncipe
en 1531 en Inglaterra, cien años después que en Italia. Y en 1640 estalla esta
guerra civil en Inglaterra. Harrilton escribe dieciséis años después esta obra
que leerá en un discurso el propio Cromwell. En 1776, en la Revolución
Americana, sus padres fundadores (que exportaban las ideas liberales coloniales
inglesas) también instrumentalizaron su pensamiento para fundamentar su recién
creada unión federada. Vemos cómo esta filosofía práctica no murió con
Maquiavelo. Viajaron a través del espacio y el tiempo las ideas del que no
fuera maestro del mal sino de la politología, el que bajó a la tierra la teoría
política al servicio de una praxis, revindicando su estudio científico
orientado a lo existente y no especulando lo que debería ser. El método
inductivo establece juicios a posteriori, según las pruebas de la experiencia
sensible y no tratando de ajustar la realidad a un racionamiento o prejuicio a
priori tomado como verdad absoluta, universal, eterna etc. Las ideas de Kant o
del empirismo (que rescata el aristotelismo de los brazos de la fe) de Locke,
Hume, Berkeley, Bacon… ya estaban en aquella Florencia unos siglos antes de su
formulación. Maquiavelo nos inquieta pues siempre molesta que nos pongan ante
el espejo del egoísmo personal o nuestra predisposición a participar en la cosa
pública.
Las tres grandes potencias del
momento eran Francia, Inglaterra y España (un imperio que acaba de formarse por
la unión de los reyes católicos. Había europeos continuamente en Italia, el
propio Garcilaso de la vega.) Temían que Roma fuera sometida de nuevo a los
barbaros, e idealizaban nostálgicamente la antigüedad romana por su unidad (una
Italia fragmentada en diversos territorios reclamando su propia identidad: por
eso se hace en el risorgimiento esa
lectura nacionalista.) Ven en Maquiavelo un independista al insistir tanto en
su República florentina. El Vaticano considera tal ciudad una Sodoma y Gomorra
de perdición y pecado, pervertida, corrupta y a su autor un inmoral, de ahí la
carga peyorativa del vocablo “maquiavélico”:
un” trepa”, arribista capaz de lo que sea por llegar al poder, pero Maquiavelo
proponía otra ética, un código de virtudes más pragmático, terrenal y por ello
más útil a la colectividad. Lejos de inmoral o amoral; Maquiavelo fue
contramoral: solo se puede asimilar una moral o proponer otra, somos hombres
sociales (según Aristóteles y el sentido común) y antisociales (Hobbes achaca
el tanatos e instinto de dañar al
Otro al pecado natural.) y no podemos
ignorar la problemática ética de la Polis jactándonos de un falso irenismo.
Este autor
libertario y trasgresor quiso ofrecer consejos prácticos a los gobernantes de
su época, según sus lecturas clásicas y su experiencia como secretario de la
Cancillería, embajador y ministro “diplomático” de Asuntos Exteriores
Florentinos. Velaba por
las relaciones entre la serenísima ciudad-estado y las grandes potencias.
Anotaba todas sus experiencias vividas o aprendidas en cuadernos en sus viajes por todas las
cortes europeas. Acabó en la cárcel por estas ideas adelantadas a su época,
proponiendo una especie de “súper hombre”
(guarda muchas concomitancias con el pensamiento de Nietzsche.) Se le tildó de
inmoral por ir “más allá del bien y el mal”
cristiano. Los ciudadanos se sometían a su “estado-polis” (La república o ducado
florentino en esta obra) federados a nivel nacional en una monarquía republicana (ahora términos antagónicos) Constituyó una comunidad política
sin separación real hasta la revolución francesa. El sistema era
de tiranía republicana (ahora también vocablos contradictorios.) Los Medici o
los Borgia eran familias nobiliarias (las conocemos por tragedias turbulentas
de dagas y envenenamientos que estaban a la orden del día en las intrigas
palaciegas. El papa Alejandro VI abusaba de su propia hija, Lucrecia,
¿pretendería esta obra aludir a tal violación incestuosa con el juego de
nombres?) Era una familia de origen valenciano, su apellido original es Borja. Políticamente
dirigían la republica florentina ostentando los principales órganos de poder
institucional; económicamente controlaban la naciente banca y culturalmente eran
los mecenas de sus artistas protegidos. Ilustran esta época temas también más
humanos, en los que por ejemplo ya se permiten desnudos (El David de Miguel Ángel), aunque sigan
siendo de alegoría sagrada y tema bíblico.
A estas familias ahora los italianos las considerarían “mafias de la
cosa nostra.”
Lorenzo de
Medici “El Magnífico” había dado un golpe de estado en Florencia, en el que
fueron detenidos varios republicanos. Entre ellos, Maquiavelo acabó en 1512 en
la cárcel, y aunque permaneció allí solo unos meses, nunca volvió al poder. En
prisión escribe su obra más famosa El
Príncipe y se la dedica; una forma quizá de pedir clemencia. (Otros
críticos sostienen que podría ir dirigido al emperador Maximiliano de
Alemania, a Cesar Borgia, incluso tener en mente a nuestros reyes católicos, en
quienes ve un ejemplo de astucia maquiavélica.) Era un manual para tiranos, siguiendo la tradición
iniciada por Aristóteles para educar a su pupilo, el emperador macedonio Alejandro
Magno, como perfecto mandatario de una utópica República, mezcla de la polis-estado
platónica y su propio proyecto político. (Aunque a juzgar por la muerte del
soberano, por alcoholismo, en medio de una orgía, no debió hacerle ni caso.)
Este clasicismo del manual-espejo, con
ejemplos morales y consejos se
popularizó en la época (En nuestro país escribía Baltasar Castiglione El cortesano.) Maquiavelo prosigue con
esta tradición, pero renueva el modelo clásico (hace un revisionismo, reescritura
o deconstrucción diríamos ahora) al
proponer consejos más pragmáticos que teleológicos. De esto sí es consciente: “Muchos han escrito de este mismo tema antes
que yo, pero sospecho que ninguno lo ha hecho como yo”. Pertenece a una
tradición, pero que rompe y renueva. Es un texto político de carácter
expositivo-argumentativo que apela al lector instruido, al príncipe, con un
lenguaje culto y formal, e intenta dar unas pautas de cómo debe manejarse en
política según sus conocimientos y experiencia política. “Ya vera, su señoría, que el libro guarda consejos importantes” fue la forma de cortesía en que se
lo entregó (podríamos considerarlo una especie de “currículo” para que el rey
le tuviera en cuenta.) Es una obra de circunstancias que obedece más al fin
pragmático de salir de presidio que al deseo de convertirse en padre de la
política moderna. (Puso en práctica lo que predicaba: emplear el mejor medio
posible para llegar a un fin concreto y pragmático.) Ávido de conocimiento,
leía a Salustio, Tácito, la historiografía griega, Julio Cesar y en especial a
Tito Livio. Tras su presidio, se retiró a una villa con huerta de labranza en
una aldea cercana, a cultivar su “jardín
interior”. Por la noche se lavaba del cuidado del campo, y vestido con sus
mejores galas, dialogaba con los antiguos latinos: el resultado de tales
dialécticas son obras como esta.
Las
monarquías dinásticas se habían vuelto absolutistas y a juicio de Maquiavelo la
decadencia y relativismo moral se debía a esa doble moral del clero. En el
régimen del Imperio Germánico, los mandatarios alemanes también se creían
descendientes del imperio romano (tal que Mussolini.) La coronación de Carlomagno
en Notre Dame simboliza el matrimonio entre el poder papal (representante de
Dios en la tierra; máxima autoridad de la Cristiandad, la Iglesia temporal, de
los Estados Pontificios; señor feudal) y del emperador, al que a su vez se
sometían los reyes de cada país, los nobles y a estos los esclavos feudales, en
un escalonamiento estamental. El poder político y religioso se entremezclaban. El Cesarpapismo (“dad al cesar lo que es del cesar, al papa lo que es del papa”, respuesta
de Cristo al sarraceno que pretendía escaquearse de los impuestos.) se había
unido. No se daba esa división de poderes que Maquiavelo revindica (inspirando a Montesquieu su El espíritu de las leyes, siguiendo
también las clasificaciones de gobiernos de Michel de Montaigne en sus Ensayos; y el Contrato social a Rousseau.)La religión era omnipresente, omnipotente
y omnisciente. Italia admiraba la era clásica, patrióticamente veían en ella un
imperio fuerte, unido, inmortal… Por ello, la recuperación de tantas obras
latinas. Los textos de Maquiavelo eran molestos: su anhelo republicano chocó
con los intereses económicos y políticos de los Medici y San Pedro de Roma no
podía tolerar tamaña inmoralidad. Ni a Florencia ni a él la veía con buenos
ojos la Iglesia oficial ni a Maquiavelo le reconoció la Roma centralista, por
patriota que fuera. Nuestro autor sufrió una época inestable, de cambio y
transición política (el fin de la monarquía y la conquista de Marara es la
excusa para representar la obra, haciendo un paralelismo de la conquista
militar y la amorosa.) en la que, muy lejos del risorgimiento, se daban tensiones políticas entre ducados y
regiones que no aceptaban esta unificación panitálica. La aristocracia y el rey
de los Estados Pontificas poseían extensas tierras, arrendadas por los campesinos
en un régimen autárquico de subsistencia. Su posición republicana era más
abierta que la de las familias Medici, y esto le costó tantos entorpecimientos
en su creación.
Florencia se
había convertido en la ciudad más rica y cultural de Italia y de la época,
laboratorio para la reflexión política y la creación cultural, admirada por
toda Europa, gracias a esta burguesía comerciante y las profesiones liberales y
artísticas. Esta Florencia del XVI tampoco era consciente de hallarse en una
época que posteriormente se llamará Renacimiento. Petrarca imita la tradición, como
también pretendía la escolástica, pero desde una perspectiva más secular. El
concepto de originalidad en el medievo tenía una única y tajante máxima: no
serlo. Por ello la labor en las universidades teológicas y escuelas monásticas
era más la del copista del manuscrito, el ilustrador de miniaturas, el filólogo
erudito… que la creación. Tratan de mimetizar a Aristóteles tal como él había
lanzado su imperativo de la mimesis, ese mito de la objetividad. Petrarca se consideraba un clásico, y querría
irrumpir en el limbo de poetas laureados, junto a Homero, pero sí se empieza a
revindicar tímidamente lo novedoso. Aunque la revolución de estas trasgresiones
literarias la llevarán a cabo los románticos, los humanistas preparan un
terreno más tolerante con lo nuevo. Petrarca sigue la tópica del amor
platónico, pero los poemas tienen motivos que la iglesia consideraría paganos.
Se refiere a Laura, una amada concreta, con el mismo grado o más de sublimación
del eros que en el medievo se
traducía por ágape (celebrar el amor
a Cristo.) Se trata de un amor profano, sin el pretendido receptor divino, sin
una temática bíblica. Plantea una sublimación terrenal. Cambian las temáticas y
con ellas la significación otorgada: no alegórica en el sentido teocéntrico
sino simbolizando realidades humanas. No obstante, los significados siguen
considerándose universales, eternos, fijos, inmutables etc., según las triadas
platónicas y aristotélicas Verdad Bien Belleza, en un correlato con lo divino.
Muchos de sus poemas siguen hablando del más allá (el gran tema de Dante) pero
humanizan a sus personajes, eligen temas más escatológicos, y le restan visión
teleológica. Quizá esto se vea mucho más claro en los pantagruélicos festines
de los personajes de Rabelais o en Los Cuentos
de Canterbury, o en El Decamerón
de Bocaccio que precisamente en Dante.
Los
estamentos eclesiásticos financiaron la construcción de la basílica de san Pedro
exprimiendo al pueblo de impuestos y con la venta de bulos: papelitos con un
perdón por escrito, documento factual valido durante breve tiempo, para evitar
tu condena al infierno como pecador original (y que en realidad era “la parrilla del otro.”) Hoy en día la
palabra “bula” tiene mala prensa y en
la época las criticó Lutero. La iglesia aprovechaba las víctimas de las
cruzadas y de otras guerras internas/ externas y aquellas pestes tremendas
renacentistas, arrasando millones de vidas humanas o las malas cosechas en el
ciclo infernal de su agricultura para seguir lucrándose de los muertos de inanición
a base de mentiras: “Tu mamá acaba de
morir. Sí quieres que siga en el seno de Dios, ¡paga!” Todo esto
contradecía el mensaje evangélico y social de Jesús e irritaba la sensibilidad
protestante y de otros reformistas desde dentro de la iglesia. El norte de
Alemania se convirtió al protestantismo, Calvino y Enrique VIII se escinden del
catolicismo (funda la iglesia anglicana, por el pragmatismo de poder casarse.)
Hacía 1520 la iglesia se halla ya seriamente dividida. Erasmo de Rotterdam con
su Elogio de la locura criticó estas
supercherías y supersticiones en las que vivía el pueblo y de las que el clero
sacaba más réditos económicos que espirituales. Se emprenden una serie de
guerras de religión (la de Francia contra los hugonotes o la revolución inglesa entre puritanos y
anglicanos.) En España no se dan; sí una fuerte presencia de erasmistas en el
país, pero estos protestantes de Valladolid y Sevilla son pronto detenidos y
ejecutados por la Inquisición. Esta reforma prepara el campo de cultivo para
otra reforma, interior: la mística del periodo artístico barroco. El debate en
la relación-religión entre Dios y el
hombre se traducía en el correlato físico del pacto feudal: ¿Debía ser
vasallaje u homenaje?, ¿esa predestinación negaba el libre albedrío humano?
Para la iglesia católica la condena al infierno o la salvación depende en
último ratio de un demiurgo intangible, al margen de tus acciones. Para los
protestantes la fe basta (San Juan decía que el justo vivirá siempre por su fe)
y el arrepentimiento de los pecados (sea cual sea su cantidad y magnitud.) Dios
no puede estar dependiendo de lo que hagan sus mortales, no puede ser siervo de
nuestras acciones decidiendo con el dedo: “Este
sí, este no.” Maquiavelo no reniega del determinismo, pero aconseja
anticiparse a él. Por tanto al final
todo depende del resultado práctico de nuestras acciones, ignorando el juicio
ético. No nos salva ni dios ni nuestra fe o arrepentimiento: nos salvamos
nosotros mismos si somos fuertes y astutos. Propone una trasgresora
desacralización del hombre, y por tanto de la sociedad y la política que es lo
que le interesa secularizar a fin de restar poder económico y político a una iglesia
que condujo a la inestabilidad y debilidad republicana.
Esa inmoralidad que le reprocha la
iglesia (en realidad son soluciones prácticas a problemas concretos al margen
de la connotación ética con que los califiquemos) la vemos en la falta de miramientos
éticos de todos los personajes: “Cada uno
de ellos busca su propio beneficio sin caer en dilemas morales que
pongan en riesgo su objetivo: Calimaco pretende el amor de Lucrecia, Micer
Nicias quiere un heredero con desesperación, Ligurio la comodidad y Fray
Timoteo el beneficio económico”,
afirman los profesores en Ciencias Políticas de la universidad de la Sabana en
Colombia Andrés Felipe Agudelo y Javier Alonso Cárdenas. Añadiría yo la
búsqueda inconsciente del amor en Lucrecia, pues me parece que, teniendo en cuenta el
contexto de la época, hay cierta mirada de género en un personaje descrito con
gran introspección psicológica y que constantemente se queja de “un marido
tonto, un confesor sin escrúpulos, una madre anticuada”. El prólogo no nos
engaña, no nos vamos a encontrar un libro ejemplificador de moral católica:
“Un amante mezquino, un doctor poco astuto, un fraile malicioso, un parásito
astuto como un cuco, harán que a gusto os podáis divertir.” Lo pecaminoso
no nos abandona en toda la obra, sin llegar a los infiernos sexuales que
retrataba el marqués de Sade, pero inspirándole “malas ideas” (El soborno del marido al párroco
boticario para que engañe a su cónyuge; y cómo este emplea toda su argucia,
plantas mágicas, poder de seducción como ministro de la fe en la farsa, sin
plantearse ningún dilema moral; la madre de Lucrecia a la que no le importa la
felicidad de su hija sino mantener el destino tradicional de la mujer; el
enamorado que hará lo que sea por yacer con ella tal como le recomienda Ligurio
disfrutar y mantener todo en secreto para no dañar el honor de la dama; los
criados obedeciendo a quien mejor page y hablando mal de todos cuando no se les
escucha, Ligurio vive del dinero ajeno, el estupro de Nicias a su esposa sin
dejar de violar a Calimaco, la
indolencia con que acaban los dos compartiendo mujer y encima casados por la
Iglesia….)
Consiente el pensador la religión en
el hombre político por pura conveniencia: causa buena impresión dar una imagen
de virtuoso ante la opinión pública. Se debe aparentar ser misericordioso aunque
no se sea. La masa se deja engañar fácilmente y por ello importa cuidar las
formas. La anécdota del sueño de Maquiavelo antes de morir en 1527, reflejada
en La sonrisa de Maquiavelo de
Mauricio Viroli ilustra la fe que tenía: unos harapientos afirman ser los
santos beatos de la Iglesia Católica camino al paraíso. Luego aparecen unos
nobles con ropajes solemnes, dialogando entre ellos. Reconoce en ellos a los
filósofos de la antigüedad: Plutarco, Tácito, Platón… condenados al infierno.
Calimaco en la escena primera del cuarto acto de esta obra exclamará: “Lo peor que puede sucederte es morir e ir al infierno. ¡Tantos
otros han muerto! Y ¡hay en el infierno tantos hombres de bien! ¿Vas a
avergonzarte de ir tú también? Encárate con la suerte; huye el mal y no
pudiendo huirle sopórtalo como un hombre, no te dejes vencer.” Me atrevería a decir que Maquiavelo
preferiría con
mucho ir al infierno para conversar con tan grandes hombres que morirse de
tedio en el Paraíso con hombres tan buenos, pero tontos y débiles. Maquiavelo rechaza
la pobreza (le preocupa hasta la elegancia en el vestir cuando va a leer a sus
autores) y no soporta ese aspecto mundano de los seguidores de un vulgar hijo
de carpintero pobre. Contrapone
la virtud cristiana y la cívica: "Cuando
hay bien seguro (el fin de concebir un heredero para el estado) y un mal incierto (por medio del
pecado), jamás se debe dejar el bien por
miedo al mal." Timoteo, para convencer a Lucrecia de que el cuerpo no puede pecar
por sí solo mientras su voluntad sea noble (la de obedecer al marido y no la
del deseo)
argumenta que solo importan los resultados, cancelando así toda consideración
moral y remordimiento de conciencia. (La tesis materna es aún más mundana:
"¿No ves que una mujer sin hijos no
tiene casa?”) Parece distinguir entre la voluntad inteligente y el deseo corporal,
debate que mantenían también Colatino y Tricipitino cuando este viola a
Lucrecia en la obra de Tito Livio.
En la obra
original ella se suicida para salvar el buen nombre del matrimonio, su virtud, su
honor, pero aquí su acción inmoral recibe la recompensa del amor. Más que
reflejar ese final feliz en que acababan generalmente los quintos actos de La
comedía del arte (donde toda la trama argumental se sustentaba en el
entorpecimiento del amor por un matrimonio concertado burguesía-nobleza);
nuevamente incide el autor en conseguir el fin por el medio más eficaz y
practico, con todo lo que conlleva esto de considerar a “los hombres como medios y no como fines en sí mismos.” Se ve un claro rechazo de la metafísica
católica, corrupta en su representación temporal, pero no del natural deseo de
trascendencia prometeica: no critica la teleología (que simplemente no le
interesa tanto) como la teología concreta. Desde luego su ética tan personal
puede ofender muchas morales religiosas, que tienden a deshumanizar a sus
súbditos sublimados y subordinados a algo mayor que ellos, pero el maquiavélico
no deja de ser otro código normativo de valoraciones éticas.
La comedia que Maquiavelo
y otros “humanistas” introducen en Italia y Europa recupera el espíritu de las
antiguas, y aunque no fue aún acompañada de textos de poética o formulación
teórica, sí se percibe en ellos una actitud trasgresora de renovación de las
formas y contenidos teatrales y un cambio de propósito en los efectos de su
receptor, ya que la mentalidad de este también había virado. Configuran así un
modelo teatral clasicista y elitista para las clases elevadas, que ignoraba el
teatro popular considerado bajo o vulgar (aunque esta comedía se influye
también del mester de juglaría, el amor trovadoresco, las compañías de la
comedía del arte.) Buscan formas literarias más cultas para montarlas en la corte,
que estaba marginando a esta Florencia que se les escapaba de las manos. En Francia,
España e Inglaterra hubo una reforma más orgánica, conviviendo algunas
convenciones del drama medieval con los modelos clásicos revindicados por estos
eruditos, dándose además más tardíamente. Pero en Italia el rechazo sí fue más
radical y menos continuista con la tradición de la baja edad media. La nueva
dramaturgia se basa en la comedia romana cuyos textos habían sido descubiertos,
revitalizados durante el siglo XV entre las clases altas y doctas. Las obras de
Plauto, descubiertas en 1519, se conocían de forma fragmentaria. Se sabía quién
era, pero pocos se las habían leído. Las 6 comedias de Terencio, con una tradición
más larga y usadas de modelo en las escuelas del periodo gótico, se publicaron
enteras en 1535 con los comentarios del dramaturgo de la antigüedad tardía
Donato (ahora se sabe que pertenecían a Evencio.) A partir de ellas, profesores
y alumnos adquirían ciertas nociones de los principios de la comedia romana, aunque
los textos hablaban claros por ellos mismos, contrastando con la comedia
medieval. Las tragedias de Seneca y las comedias de Plauto y Terencio configuran
el teatro moderno. Los textos supervivientes se trasmitían divididos en 5
actos. Irónicamente los investigadores en Clásicas dirán que esa estructura fue
sobreimpuesta en la antigüedad tardía para acercarlas más a los modelos
griegos. Aceptaron que los textos eran como los encontraron y fue tan axiomática
esta estructuración que los textos antes de 1500 que la llevaban eran
catalogados estéticamente según fueran o no latinos, como otro criterio estilístico
crítico más.
Los
renacentistas proponen un modelo de teatro autónomo de la literatura, de forma autotelica,
justificado como fin en sí mismo, revindicando su estatuto artístico. Una obra
dramática, como el resto de literaturas, iba a convertirse en algo que se
experimenta por sí sola, no expresión subordinada a una ocasión social o
religiosa. La consecuencia profunda a la larga fue la independencia de la obra
teatral del contexto de esta fiesta (sagrada) encontrando sentido en otros contextos.
Gadamer en Verdad y método dirá que el
teatro medieval era un fenómeno ocasional. Abre camino a la producción de un
teatro insertado en el circuito oficial, estatal, separado también tímidamente de
las celebraciones privadas de la nobleza y con el tiempo ofrecidas a consumidores
que pagarán una entrada. La comercialización o la profesionalización del teatro
(las compañías constituían un gremio más) eran inconcebibles en el teatro
medieval (¡bastante precio pagaban ya aquellos siervos de la tierra!) Se
empezarán a construir edificios para las representaciones escénicas: teatros,
como los corrales barrocos. El paso del teatro ocasional al autónomo lo analiza
Andrews en estos tres niveles: Primero se consigue la autonomía del texto
teatral, se iguala su consideración de obra literaria sin subordinarse a otros géneros.
Posteriormente la independencia de las representaciones teatrales de los
contextos religiosos. Y por último se logra con la construcción de teatros
públicos la autodeterminación definitiva del drama. Tras 1500, en el teatro del
siglo XVI, se consiguen estos tres objetivos interrelacionados. La canción
escrita para la representación ante Clemente X en Palencia en el carnaval de
1516 (que no llegó a celebrarse) es todavía una pieza concebida para representarse
en una ocasión festiva, no cualquier día ni en cualquier teatro. Esta obra La
Mandrágora debían cantarla en su prólogo musas y ninfas, pero aparecen ninfas
y pastores. Las canciones testimonian su compromiso con la tradición pastoril
en Italia, proveniente de la bucólica virgiliana y “la novela” griega de
amantes y parajes idealizados a modo de locus
armonius.
Empieza con una traducción
tradicionalista, pero la obra remite constantemente a esta nueva estética y
concepción del hecho escénico que plantean los humanistas: mayor presencia de
elementos expresivos no directamente textuales y apelando más a las sinestesias
visuales(los que analiza Kowzan), los escenarios, tramas y máscaras tópicas,
los cinco actos, la forma comunitaria de autogestionarse las compañías con bajo
presupuesto, sus giras itinerantes por Italia y Europa jugando con los acentos
y dialectos regionales y regionalismos de cada localidad donde se montaba la
obra, su sentido de improvisación con breves ensayos (aunque esta obra parte de
un guion), su representación al aire libre en plazas y espacios públicos (como
en este carnaval) o las categorías funcionales que Antonio Gramsci, Mikhail
Bakhtin o Darío Fo (estudiando la
semiótica de las formas medievales y renacentistas de misterio bufo) ven propias de la comedía: la risa, lo carnavalesco,
grotesco, esperpéntico, la parodia sarcástica festiva, lo satírico- burlesco…
elementos que para los formalistas des
familiarizan, des alinean, des enajenan, des automatizan el pensar tópico y
habitual a modo de extrañamientos que
chocan con el common sense ( Nietzsche
reveló también que El nacimiento de la
tragedia está en el ditirambo: lo cómico de unos griegos subidos a un monte
para festejar ante Dionisio la buena cosecha con orgías, cantos y vino, por
mucho que fastidie aceptar esto a Jorge de Burgos en El nombre de la rosa y se quiera comer la parte perdida de La retórica de Aristóteles sobre La comedía.) Maquiavelo participa en esto que Andrews
llama “revolución”, pero su obra ha sido escogida para celebrar un carnaval en
la corte ante el papa y no tiene inconveniente en adaptarla hasta adaptarlo a
la situación. “Porque la vida es breve, y
son muchas las penas que soportamos. Con nuestros anhelos, pasamos y consumimos
años. Quien renuncia al placer no conoce del mundo los engaños (pero se pierde
el placer.) ¿De que extraños males son oprimidos los mortales? Nos apartamos de
la vida pero nos reunimos en júbilo.” Estos pastores viven en un Parnaso, en
la Arcadia feliz, un mundo hedonista y epicúreo, viven para el placer, lo conveniente
para festejar la dicha del carnaval. Por eso compone estos intermedios liricos,
consigue mayor empatía e identificación con su público reflejando a esta gente
despreocupada en el placer.
Presenta a unos
seres que quieren olvidarse de penas y obligaciones del mundo. Tampoco la interpretación
se realiza demasiado en serio: actores y público parecen sonreírse compartiendo
que han venido a pasarlo bien, para preocupaciones ya está la vida. No olvidan
estos pastores y ninfas, introductores del espectáculo, halagar al organizador de
la fiesta, y agradecérsela. Muestra la obra su mezcla del hecho ocasional (los
carnavales) y lo plenamente autónomo e independiente (la obra en sí),
reflejando por tanto la tensión entre la tradición de una comedía costumbrista
y el nuevo teatro. Las comedias romanas sugerían vías concretas e indicaciones
de por dónde podía o debía trascurrir la obra. Pero los lugares en que se
ubicaba la acción del drama religioso o cortesano medieval se envolvían en la
imprecisión, fluctuando y aquí el escenario es concreto: unas calles
determinadas de las que solo conocemos la plaza o calle central, con varias
puertas que sugieren el resto de espacios de la obra al mostrar las entradas a
un número de casas habitadas por los personajes. Es un tipo de escenario que
remite de nuevo al de la comedía del arte (yo consideraría esta obra como tal):
entre unas cortinas se alzaba un proscenio, una especie de pedestal sobre
alzaprimas con un sencillo tapiz a modo de postal urbana donde toda la trama
trascurría, más marco que cuadro del lugar.)
El teatro medieval usaba un lenguaje teatral más que mimético. Los
personajes bíblico-mitológicos conllevaban un significado litúrgico, simbólico
(de lo sagrado) y tenían una función didáctica moral. Sus personajes eran
signos convencionales (lo que comparten con las juglaradas, la épica, los
trovadores, la comedía del arte que se basaban en máscaras (a veces hasta
zoomórficas) pero sobre todo mascaras psicológicas, arquetipos o prototipos,
tipos, moldes), pero en vez de buscar la ridiculización del poder servían como
ejemplos morales y legitimación de ese status
quo. Los espectadores, obligados a asistir al mester religioso, debían
identificarlos con sus propias vidas, fundiéndose así realidad y ficción. Estos
Mistery play y autos sacramentales mediante la metáfora alegórica buscaban
reformar la fe o hacerles enmendar su conducta.
En cambio; un
espectáculo cortesano era parte de una fiesta y acentuaba la parte más frívola,
alegre y leve de la vida sin insistir en lo dramático, la otra parte de la
ambivalente vida. En este teatro tampoco se distinguían actores y espectadores:
todos eran cortesanos. En el teatro barroco, en el XVII, participaban incluso los
miembros de la casa real (infantas) en la obra. Cada vez que la reina salía a
escena a realizar su papel los caballeros del público se levantaban, se quitaban
el sombrero y la reverenciaban (no dejaba de ser la reina.) La separación entre
ficción y realidad, espacio dramático y el de recepción no era nítida. Aun en
el teatro de tradición medieval ya se daba este dialogo público-actores, en las
obras de Gil Vicente y Diego Sánchez de Badajoz. Los humanistas recuperan los
principios de la comedia romana, no respaldado por preceptos teóricos ni
encontrando una gran tradición de representaciones de este tipo, así que sus
pasos son más tímidos e inseguros. Había que seguir los comentarios de retórica
aristotélica (que habían introducido el imperativo de los tres espacios y tres
tiempos a las tres actos recomendados por el sabio) pero estas escenas tenían
lugar en un solo espacio representando varios, podían simbolizar varios días,
solían formarse en cinco actos a imitación de la comedía latina y desfilaban
por el escenario más personajes que los que Aristóteles había aconsejado. Esta
unidad de lugar no fue algo buscado sino imitado de Plauto o Terencio, lo que
prueba que sí había una tradición que planteaba algo parecido al teatro que
querían hacer y también que no eran conscientes de la trasgresión formal que
estaban cometiendo, pues se limitaban a imitar a los clásicos. El escenario era
un espacio ficticio autónomo con una lógica interna cerrada y no una plataforma
mágica cambiante hecho a la medida de su público a moralizar. En La mandrágora el espacio es independiente
de los espectadores (salvo el prólogo en que ninfas y pastores apelan
directamente a él o la despedida de Fray Timoteo que en la última escena dirige
un parlamento a los espectadores “yo me
iré al convento, me quedaré solo y vosotros, ¡ale!, ¡a dormir!”) En el del vaquero de Gil Vicente se ve mucha
más clara esta simbiosis entre el público y la representación a la que asisten,
el espacio no cambia para no romper la ilusión de los espectadores de que estan
representando su propia realidad y así mezclen su vida con las virtudes de
estos héroes trágicos, ejemplos morales. Se recomendaba en los manuales
dramáticos, desde Aristóteles, armonizar gestos, comportamiento, emociones, las
hablas y dialectos de su palabra, vestimentas, atrezos, voces, su manera de
moverse y todas las categorías percibidas externamente… a los roles sociales de
estas máscaras tópicas y planas. Desde esta intención mimética, había que
imitar lo más fielmente posible la manera de hablar y comportarse de esos seres
físicos, y no su significado moral, (pero es inevitable asociar a cada
personaje-molde una connotación mental.)
El pensamiento y
la motivación tenían que emerger a partir de explosiones emocionales realistas
y no con un lenguaje poético impuesto por el autor; no volverlos ecos de su
propio monologo interior, títeres manieristas de sus ideas. Estos dramatis personae son una codificación
alternativa a la realidad, usando otro lenguaje, diferente al medieval. A los
autores y espectadores de entonces les parecía acentuada la diferencia entre
teatros. En vez de aludir al mundo real, el drama humanista arrastra al de la
ficción con un simbolismo secular, humanizado, mostrando a sus actuantes con
mayor perfil psicológico (siempre teniendo en cuenta que se trata de máscaras y
no del personaje complejo de Stanislasky.) Los modelos romanos ofrecían estos mundos
dramáticos autónomos, concentrándose en una descripción externa de la realidad,
tendiendo a algo físico y no espiritual. En 1508 la puesta en escena de Ariosto,
La Casarida, se hace en esta perspectiva,
dando a los cortesanos una reconfortante sensación de modernidad, reforzando
por medios visuales la separación del escenario, preocupándose de lo que ahora
llamaríamos cuarta pared o un marco paraficticio. La escritura
dramática operaba no dirigiéndose directamente ni entrando en dialogo con su
público y los actores también fingían ignorarles, evitaban las intervenciones
extradiegéticas, incluso las acotaciones. Solo se les permitía a los asistentes
sorprender unos hechos y los intérpretes actuaban como si no fueran conscientes
de estar siendo vistos. Ya no se dirige el autor a un “Vosotros”, les trata con
otro respeto. Donato escribió que Terencio nunca hacía al actor hablar en público
o fuera de la obra, pero en los modelos antiguos romanos es el único que lo
cumple con rigor; este “defecto” es muy común en Plauto. (Si los dramaturgos
tenían instinto cómico seguían a Plauto al final, que era más “divertido”.) Esta
interacción con el receptor (con un feedback
más allá de silbidos, tirada de lechugas etc. si les sacaban al escenario, y no
considerándoles ya esa audiencia pasiva medieval a la que “soltar el rollo”) obedece
a las necesidades plásticas de la comedia y hábitos del receptor. Es difícil
representar una comedia e imposible recitar un monologo cómico (se daba el
polifónico: al no poder pagar a varios actores interpretaba un actor varias
voces) sin dirigirse al auditorio o hacerle guiños en algún momento. Se rompe
la ilusión escénica si se dirige a ellos, se rompe la ficción en la comunicación
directa. Querían en teoría eliminar las apelaciones directas al público entre
el prólogo y la comedia; y que el propio autor o el pastor introductor (nunca
los personajes) se dirigieran a este en el prólogo y luego se dejara hablar
sola a la obra. El público estaba acostumbrado a que se dirigieran a él, no a
que le trataran de convidado de piedra, e incluso la obra podía modificarse
según su reacción: su empatía o su rechazo, al tratarse generalmente de
improvisaciones.
La maquiavélica
es una comedia clásica más terenciana que plautoniana, pues salvo al comienzo y
al final ignora a su público. Se trata de una obra disciplinada en que todos
los ingredientes de la obra se subordinen al desarrollo de la intriga. Prácticamente
no hay ninguna escena que no contribuya al progreso de la acción y trama
argumental, no hay rellenos. Emplea unos apartes que no son un dialogo con el
público, sino pensamientos y monólogos del personaje, y a pesar del contexto
delante de unas autoridades religiosas, se le permite un dialogo irreverente
con el clero. El contexto de la representación fue una fiesta de carnaval y
también la influye la juglaría popular, pero el modelo principal es Terencio
dentro de una obra de circunstancias, condimentado con personajes y anécdotas
de las narraciones de Bocaccio. Aunque se representara en un palacio episcopal
en la Zaragoza católica ante el Papa critica al cristianismo y tiene una visión
de género en Lucrecia, que se queja de la manipulación de la madre, del confesor,
del esposo y del amante. Macchiavello
transforma un suceso trágico de la antigüedad en una comedia florentina. Atenas
ya solo son unas ruinas, pocos florentinos sabían griego. Se presenta como un
mediador entre una antigüedad que ya no existe y su época. La historia original
cuenta que una noche, cenando en casa de Sexto Tarquino, unos patricios
discutían la virtud de sus esposas. Colatino aseguró que ninguna tan virtuosa
como la suya, Lucrecia. Para poner fin a las burlas, al calor del vino, los
desafió a ir en ese mismo momento a sorprender a sus señoras y ver cómo pasaban
el tiempo. Todas excepto Lucrecia se encontraban dedicadas a las delicias de
una suntuosa cena. Sexto Tarquino “mala libido Lucretiae per vim stuprandae
capit, cum forma tum spec Tata castitas incitat" (fue avasallado por el perverso deseo de estuprar a Lucrecia por la
fuerza, pues lo incitaba no sólo su belleza sino su comprobada castidad.) Esa
noche regresan al campamento, pero unos días después Tarquina vuelve a casa de
Lucrecia y la viola. Ella lo delata ante padre y esposo, reclamando venganza.
Ellos intentan exonerarla de toda culpa:" mentem peccare, non corpus, et unde consilum afuerit, culpam abesse.”
(Mientras no pece el cuerpo y no haya mal
deseo: culpa absuelta) La han violado y se suicida. Acaba mal, creo. En
contraste con el Filósofo-rey platónico, el príncipe maquiavélico no difiere en
su naturaleza erótica del resto de los hombres sino en su astucia y poder para
obtener la satisfacción mediante el engaño.
Maquiavelo no le
regala un Happy end a Lucrecia por caridad cristiana (precisamente) o
filantropía para con su personaje-idea. Lo hace según M. Antonio López,
profesor de la UNAM porque “la obra exhibe la
oposición entre pasión erótica y el poder mediante el contraste implícito con
el famoso estupro” (fundiendo el interés personal con el público y político:
el heredero en un matrimonio patricio) y porque “La Mandrágora no solo es una pieza teatral picaresca del Renacimiento o una
muestra del talento del autor, sino una extensión de sus ideas políticas
presentada en una forma distinta y con objetivos diferentes”, según los
ensayistas Agudelo y Cárdenas. Es un
autor tan importante y actual, no solo por considerarse el padre de la Política
Moderna (y no lo sabía), sino como literato y pensador en sí, que el más
representativo programa de teatro en La Dos se denomina La Mandrágora en homenaje a su obra. En mi humilde doxa; su
trasgresión en la época fue parecida a la que sembró Nietzsche en el siglo XIX
contra la falsa y doble moral católica, cuestionando las connotaciones del bien
y el mal, proponiendo un hombre fuerte como león (la misma metáfora que en el
de Basilea) fuerte intelectual, emocional y éticamente y astuto tal que un
zorro. Lucrecia ha sido objeto de numerosas representaciones en el arte
pictórico, incluyendo entre ellas obras de Lucas
Cranach el Viejo, Tiziano, Rembrandt, Durero, Rafael o Botticelli. En contra de
la mentalidad actual y de entonces, el propósito de dichas obras no era
denunciar moralmente el delito de violación sino satisfacer la demanda popular
de imágenes eróticas bajo un argumento mitológico-alegórico (ya he apuntado que
era la forma de poder “colar” tales desnudos en aquel Renacimiento
naturalista.) William Shakespeare trató el tema en una de sus obras poéticas de
juventud (The Rape of Lucrece, 1595)
En el siglo XIX se eligió esta historia para representar tres importantes
cuadros de pintura histórica: Lucrecia de
José Madrazo, La muerte de
Lucrecia de Eduardo Rosales y El origen de
la República romana de Casto Plasencia. El compositor británico Benjamin Britten estrenó
en 1946
la ópera La violación de Lucrecia. Tan actual
parece la obra y pensamiento del florentino que en la red, buscando fuentes
documentales para este trabajo, he
hallado también una irónica carta que supuestamente le dedica Maquiavelo
a Pedro Sánchez tratando de educarle como Príncipe de esta polis-estado que
debiera ser República o al menos aprender de las clásicas.
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Estado y la moral. Ediciones Complutenses. 2016.
Y los apuntes de las clases de Loreta
Anna Paola de Stasio y de las clases de José
Javier Rodríguez Rodríguez.
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