Los estudios de musicología feminista.
Laura Viñuela Suárez
La crítica
feminista se desarrolla en los 60-70 coincidiendo con “la segunda ola.” Sobre
todo en el ámbito universitario de EEUU empiezan a desarrollarse estudios de
género. Mas no llegan hasta los 80 los estudios de la mujer en la música. En
1975 (el año Internacional de la Mujer) se crea la International League of Women Composer, que contribuyó a una
sensación de unidad y comunicación que favoreció estos estudios. Se empiezan a
celebrar congresos internacionales y a publicar prensa especializada en este
tema, pero centrados en “la historia contributiva”; redescubrir a las olvidadas
de la historia musical. Este sentimiento de pertenencia a una tradición también
jugó a favor en las nuevas bandas que buscaban modelos distintos. El
planteamiento de estas primeras compilaciones era positivista, formalista y
estructuralista: recuperan datos biográficos y partituras, realizan antologías
colectivas, elaboran listas, aunque también se difunde esa música en radios y
conciertos. No se analizaba en profundidad el contexto sociopolítico, pero
abrieron líneas de investigación y ampliaron objetivos. A la crítica se le
empieza a aplicar la teoría feminista, la visión de género y sexualidad, a
relacionarla con otras artes (cine literatura), a revindicar la autonomía de
estas investigaciones y a cuestionar el tradicionalismo en Musicología, Teoría e
Historia Musical, no ocultando la problemática que estos entrañan.
Se deconstruye
el paradigma esencialista en música que niega aspectos sociopolíticos e incluso
la inspiración vital del autor. Constituye este arte un discurso inscrito en un
sistema social, y por tanto lo relaciona con los filósofos sociales de la
escuela de Frankfurt que habían hecho una revisión de los pensadores de la
sospecha (Nietzsche, Marx y Freud) tras el holocausto, desde una ideología
marxista o socialista. La música trasmite una ideología. También se apoya en
las teorías deconstructivistas francesas (Derrida, Barthes, Foucault.) Este
último había analizado como los discursos culturales relacionados con la
sexualidad y de la locura ejercían un poder institucional a través de la historia:
bien como perpetuación del sistema manipulando las siques de sus súbditos o
como el placer en libertad que debería ser. Las categorías funcionales que
Antonio Gramsci o Mikhail Bakhtin ven propias de la comedía y la música: lo
carnavalesco, grotesco, esperpéntico, irónico, paródico, satírico- burlesco,
sarcástico pueden emplearse de forma represiva por el poder hegemónico (no sólo
en una dictadura sino mediante la publicidad, garante del capitalismo) o de
forma subversiva. Se trataría de elaborar contraescrituras y devolverle a la
música su sensación festiva. No sólo reflejan la realidad: crean realidades
(unas a favor del statu quo, otras: alternativas.) Crean modelos, pero estos se
pueden re visionar. El discurso Differance del dominante como “normal” es
represaliado.
Esta deconstrucción le lleva a planteamientos más semióticos: el
lenguaje musical, como ningún lenguaje, es solo un significante que connotamos
de significados en un contexto determinando constituyendo un signo social,
(como ya aventuraba la hermenéutica anterior.) Por tanto hay que analizar los
aspectos sicosociales en su creación, pues el análisis formal oculta el
conservadurismo de “no meterse en política.” Meyer analiza su aspecto emocional
que juega en el horizonte de expectativas del receptor con su frustración
cuando son traicionadas estas. La música, como parte de la cultura, “no nace
sino que se hace”, el lema existencialista. Es una construcción relativa
diacrónicamente e individualmente. Incluso se crea y afecta desde el cuerpo, no
sólo como una abstracción intelectual. Pueden fomentar o inhibir el deseo
sexual elementos como la voz, tono, la atracción del músico, el ritmo, la
melodía...y se puede relacionar con la teoría freudiana sobre el eros y no sólo
con los arquetipos colectivos de Jung sobre una “mente colectiva” y con las
teorías de Judith Butler o Beatriz Preciado aquí sobre la construcción del
género y de la perfomatividad o rol sexual.
Las convenciones
de valores, sentidos o significados musicales no son “universales, eternos,
verdaderos, inmutables, fijos” como mantenía la tradición desde las triadas
platónicas y aristotélicas instrumentalizadas por la religión y el poder
político hasta hace nada. Al irrumpir en la sique de forma inconsciente,
subliminal, ejercen un poder de manipulación que puede ser contrarrestado. Se
asociaba la música a lo irracional, subjetivo, lo femenino pero se le restaban
los aspectos físicos para darle estas categorías esencialistas creadas por
seres patriarcales (incluso prohibiendo cantar a algunas músicas.) Se espera de
la música interpretada por una dama que responda al prejuicio de su “mística
del eterno femenino”: un aura dulce, sensible, bonita, trivial, frívola,
sumisa…y así se perpetúa el machismo y la misoginia veladamente al presentarse
como “natural”. Se van codificando un canon prescriptivo, normativo e imitado
colectivamente, que como todo el pensamiento occidental se ha construido con
categorías dualistas antagonistas: ósea excluyentes, ya desde Platón.
Siempre se han
valorado más los contenidos que las formas, pero el hecho de que tenga que
fijarse en una partitura (para perpetuarse) ya requería que el autor poseía
educación y peculios, y a la mujer se los negaban. También se han enfrentado
las músicas a la división binaria entre “ángel” (del hogar, de “la morada”
teológica, del ámbito privado de una Eva redimida por la virgen) o “diabla” (la
mujer fatal, la prostituta Magdalena, que escapaba del gineceo y del “edén” de
“múltiple esclava” doméstica y que por tanto era castigada con el exilio de la
Polis o la marginación, como Lilith) El mito platónico-romántico del autor
inspirado por la “musa” religiosa, dedicado en lleno a su creación de “genio”
también excluía a la mujer, sin tiempo, capital ni la ilustración necesaria.
Las cantantes mujeres que nos han llegado en la historia se han visto como
excepciones, asumiendo una masculinización, sin una identidad clara de sí
mismas y su género, sin una herencia en que apoyarse y sin oponerse a las pocas
que la precedieron. La mujer dedicada a la música ha tenido que cuestionar
poéticas, normas de conducta, instituciones, formas estéticas ya dadas, y
significados que negaban su género tenidos por eternos. Por eso se ha apoyado
en la herencia histórica y en sus contemporáneas, buscando sus propias
audiencias y difusión en solidaridad. La discriminación lleva a considerarlas
dentro de una “música de mujeres” pero a su vez sienten la necesidad de
separarse de una tradición renovándose exclusiva de hombres. Para las
feministas radicales el varón ha asumido la música compuesta por mujer dentro
de la suya, pero sigue subordinada.
Aplica por
último las teorías de la recepción y comunicativas al estudio de las audiencias
colectivas históricas y las respuestas en el individuo. Ni el individuo es
ajeno a su tribu, ni la sociedad dejan de conformarla individuos diferentes y
el músico halla respuesta en ambos receptores, influyendo en la Opinión Pública
como otro medio de comunicación más y también en las vidas de sus oyentes y
creando un nuevo canon y cosmovisiones. El “lector implícito” de Isen es en la
música un oyente blanco, eurocentrista o anglosajón, de clase alta y hombre.
Pero aquí la autora entiende mal el concepto de Isen referido más a la obra en
sí; a la estructura de obra abierta (Eco) que permite la participación
interactiva del lector, y no al lector concreto. Siguiendo a Barthes, el
significado no se da en la producción sino en la recepción, pues el espectador
del acontecimiento musical completa el mensaje según su experiencia vital,
cultural y de otras audiciones (revalorando así el contexto.)
El intérprete
recrea la obra musical, siendo tan receptor de la misma como el compositor
(pero no a diferencia de la literatura, como sostiene la autora, donde el
escritor también lee su propia obra y se dan intermediarios: editor, otros
colaboradores en el libro, un rapsoda, un actor…) La inter musicalidad en la
creación femenina de melodías ha tenido que buscarse en modelos masculinos.
Tampoco se puede negar tan taxativamente la originalidad como dice la autora
que hace Barthes. No existe un oyente pretendido o ideal (que la autora confunde
con el implícito) pues cada público lo componen individuos diferentes. Y
tampoco un archí-oyente, pues las audiencias cambian históricamente y por tanto
los significados se relativizan en diacronía. Muchas mujeres tienen tan
interiorizada la música compuesta por varones que no se percatan de la
invisibilización y marginación que hay hacía la música que ellas quieren seguir
componiendo y a las que son más conscientes esta alteridad las produce
problemas de identidad.
El
posestructuralismo también ha tratado “la integración”: favorecer la igualdad
de ambas músicas que son la misma, respetando sus Differances. No se tiene que
acomodar al discurso normalizado (tampoco cerrar en un gueto diferenciado y por
tanto aislado del resto de músicas que forman parte de la misma, en mi humilde
doxa.) La crítica posmodernista ve esta diferencia dentro de la propia sique
fragmentaria, esquizofrénicamente plural, heterogénea, múltiple y no compacta
como ya vio Freud. La música crea identidades (no hay más que ver las tribus
musicales, los fenómenos de masas de fans o las marchas militares de los
regímenes), produce la realidad con su lenguaje (pues ya vio Wittgenstein que
los límites de la vida son los de las palabras y formas que tenemos para
significarlo.) El poder del lenguaje que Foucault y Lacan contemplan desde el
punto de vista colectivo.
Algunas críticas
siguen considerando lo “femenino” y “masculino” unos eones diferenciados pero
que tanto un hombre o una mujer pueden seguir, aunque habría que buscar la reconciliación
en la ambigüedad. Confunden los significados naturales y los construidos a
juicio de Viñuela y mío, cayendo en el “fetichismo musical”; una mitomanía
iconoclasta hacía lo femenino que sigue esencialista. Hemos de deconstruir los
significados tradicionalmente considerados naturales y verlos como artificios
humanos. Hay una simbiosis entre el género y rol que ha jugado históricamente y
actualmente la creadora y su práctica compositora o interprete. En toda
exhibición (display) el intérprete juega a una máscara sicosocial sobre su
oyente que se cree esta ficción y la adopta. El rol tradicional de la mujer ha
sido el de receptor pasivo (y objeto de inspiración, añadiría yo) mientras que
la creación activa pertenecía al hombre y siempre desde su mirada. Cuando salía
una mujer al escenario o se la prestaba oído se consideraba que estaba
abandonando el ámbito privado y por tanto una creación cultural como la música
reincidía en esa imagen de prostituta (confirmado por el cuerpo de la música)
tomado por arquetipo natural. Las cantantes usan el instrumento de su voz
femenina pero se ha visto esta como algo natural al surgir del cuerpo y siempre
asociada al prejuicio sexual. En las instrumentalistas sí queda más claro el
uso de unos aparatos técnicos, y además han de reconocerla unos conocimientos
del arte y manejo de la técnica que quizá ellos no tengan y que ejerce mucha
influencia social, suponiendo así una barrera de control ideológico que el
sistema patriarcal detesta, porque se adentra en el que ha sido su territorio:
la mente.
Algunas autoras
tienen visiones más optimistas que las de los sicomarxistas como Adorno que
acababan de sufrir un genocidio nazi o Foucault decepcionado con el mayo: el
receptor puede cuestionar sus prejuicios y de dónde vienen, lo que explica que
cada vez se acepte más a la mujer como creadora de letras y armonías. Con sus
logros y sus problemas, continúan los estudios de musicología femenina y
feminista. Y debe hacerse desde la interrelación con otras artes y otras
músicas, incluso las creadas por hombres, sin ignorar los contextos
sociopolíticos, la vida que ha sufrido el autor y connota en su letra y
rescatando a las ignoradas por los manuales oficiales. Trata de ocuparse del
objeto (la práctica musical) y el sujeto creador reconociendo la pluralidad de
subjetividades (y la diversidad dentro de ese Yo) sin importar su género. Antes
de ocuparse de la musicología de género en nuestro país, Viñuela advierte de
que no puede asimilarse la investigación de McClary (en la que más se ha centrado)
como la más importante y la única entre tantos estudios, y desde tantas
plurales metodologías y perspectivas, que siguen, seguirán y no podrán
acallarse más.
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