DEREK WALCOTT (Santa Lucía, 1930-2017)
Recibió el premio Nobel en 1992, fue considerado el mejor poeta de expresión inglesa. Sus abuelas habían sido descendientes de esclavos. Su padre un bohemio pintor de acuarelas, murió cuando Derek y su hermano gemelo Roderick tenían pocos años de vida. Estudió en la Universidad de las Indias Occidentales, en Jamaica St. Mary's College En la isla de Trinidad fue crítico de arte y de teatro, y fundó el Taller de Teatro hasta 1976. Dio clases en la Universidad de Boston, de Harvard, donde trabó profunda amistad con otros dos poetas que luego serían también premio Nobel: el exiliado ruso Joseph Brodsky y el irlandés Seamus Heaney. En Boston creó El Teatro de los Dramaturgos en 1981. Como poeta su consagración vino con la colección de poemas, Green Night (1962). Ritmo y métrica definen la poética de Walcott. En su formación tuvieron una importancia fundamental los clásicos ingleses como John Milton, John Donne y el resto de metafísicos y los dramaturgos Marlowe y Shakespeare, Robert Lowell y Elizabeth Bishop, y también T. S. Eliot, W. H. Auden y Dylan Thomas. “El viajero afortunado”, “Verano”, “Islas”, “Otra vida”, “El testamento de Arkansas” o “La luz del mundo” son algunos de sus poemarios. “Omeros”, publicada en 1990, se considera su obra maestra. Traslada el mito de la Ilíada y del viaje de Ulises. Aquiles evoca un viaje en un barco de esclavos desde África y con destino a las Américas.
Principales publicaciones traducidas
· Sueño en la montaña del mono (teatro, 1970)
·
El
burlador de Sevilla (1974). Trad. de
Keith Ellis. Madrid: Vaso Roto, 2014.
·
Otra
vida (1973) Trad. de Luis
Ingelmo. Ed. bilingüe. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017.
· Uvas de mar negro en la Tierra húmeda seca-transparente (1976)
· El reino del caimito (1979)
·
El
viajero afortunado (1981) Trad. de Vicente
Araguas. Madrid: Huerga y Fierro, 2003. ed. inglés-castellano.
·
Verano.
Midsummer (1984) Trad. de Vicente
Araguas. Madrid: Huerga y Fierro,1999, ed. inglés-castellano.
·
El
testamento de Arkansas (1987) Trad. de Antonio
Resines y Herminia Beviá. Madrid: Visor, 1994.
· O Omeros (1990) Trad. de Ferran
Estellés. Valencia: Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, 1993, ed. inglés-catalán.
Trad. de José Luis Rivas: Barcelona: Círculo de Lectores, 1995, y Barcelona:
Anagrama, 2002.
·
Islas. Trad. de José Carlos Llop. Granada: Comares,
1993. Antología; ed. inglés-español.
·
La
voz del crepúsculo. Trad. de Catalina
Martínez Muñoz. Madrid: Alianza, 2000. Ensayo.
·
La
abundancia. Trad. de Jenaro
Talens. Madrid: Visor, 2001.
·
La
odisea. Trad. de Jenaro
Talens. Madrid: Visor, 2005.
·
Poemas
escogidos. Trad. de José Luis
Rivas. Madrid: Vaso Roto, 2009.
·
Poemas. Trad. de José Carlos Llop. Granada: Festival
Internacional de Poesía de Granada, 2010.
·
Garcetas
blancas. Trad. de Luis
Ingelmo. Ed. bilingüe inglés-español. Madrid: Bartleby, 2010.
·
Pleno
verano. Poesía
selecta. Trad. de José Luis Rivas. Madrid: Vaso Roto, 2012.
·
La
luz del mundo. Trad. de Mariano
Antolín Rato. Granada: Valparaíso, 2017.
Poemas de Derek Walcott:
El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive...
En los ochenta, cien veranos que marcharon...
Has olvidado el calor. Podría venir ardiendo de una cerca de zinc...
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas...
Me detengo a oír un estrepitoso triunfo de cigarras...
Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso...
Puedo sentirla viniendo de lejos...
Página con información sobre Derek Walcott y el poema
Archipiélagos traducido al español
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En Italia
I
La carretera apoya el hombro contra un muro de piedra,
caminos de adoquines, ciudades en sus colinas con plazas
del tamaño de un sello y un mar añorado por la flecha
del horizonte tembloroso, con nombres que no marchitan
los siglos y sombras que son la esfera del tiempo. La luz
es más antigua que el vino y las nubes son como un mantel
extendido para almorzar bajo las ramas. Muy tarde
he llegado a Italia, y mejor que haya sido así,
mejor ahora que en esa juventud que nunca está satisfecha,
cuyas alegrías son traicioneras, mejor ahora que mi cabello rima
con esas lejanas crestas, ahora que las campanas en sus torres
sobre las colinas hacen recuento de mis errores,
porque no estamos nunca donde estamos, sino en otro lugar,
aunque estemos en Italia. Esa es la soportable verdad
de la edad madura; tú haz recuento de tus bendiciones -estos
campos de girasoles, la rota luz de las colinas, la neblina
del invisible Adriático- mientras el día espera aún
su oportunidad, la sombra de una nube que se desliza colina abajo.
II
Las ventanas azules, la colcha de color limón,
la certeza de que el mar espera tras la avenida
con balcones y bicicletas, el gélido tráfico
y su humo que se mezcla con el café: interiores pasajeros,
sábanas pasajeras, y la pasajera visión
de hoteles con palmeras altivas comidos por la sal del mar,
a pesar de que el verano es serio
y se ha producido un inevitable adiós a las armas,
un adiós a la belleza que desaparece con su cabello atormentado.
De nuevo perdido el eje, el amor
cojea en el centro de tu cuerpo por la sacudida
del coche mientras va dejando atrás tejados y playas
de la costa ligur. Las cosas pierden también el equilibrio
y se tambalean por muy débilmente que la memoria las golpee.
Tú esperas revelaciones, delfines saltarines,
ruiseñores dispuestos a romper sus gargantas,
esperas la campana en la torre que absuelva tus pecados
como las recogidas redes de los barcos que por fin regresan.
omeros
Capítulo 1
“Así, una mañana
talamos las canoas.”
Filoctete sonríe a los turistas que le roban
el alma con las cámaras. “Si el viento trae noticias
a los laurier-cannelles,
las hojas tiemblan
no bien las hachas de sol golpean los cedros,
porque en nuestros ojos pueden verlas.
Viento eleva los
helechos. Suenan como el mar
que nos alimenta siempre, y el helecho dice, “Sí,
los árboles mueren.” Nosotros, puños al bolsillo,
ya que la altura
enfría y nuestro aliento es de plumas
como la niebla, pasamos el ron. Y éste al volver
nos da el valor para ser asesinos.
Levanto el hacha
y pido fuerza en las manos
Para golpear un cedro. El rocío me nubla,
pero antes otro tanganazo. Y así seguimos.”
Por un poco más
de plata, bajo un almendro-
malabar, enrolla la pierna con un gemido
estridente de concha y exhibe la cicatriz
que le dejó un
ancla oxidada. Como corola
de erizo, la herida; mas él no explica la cura.
“Tiene sus cosas”—sonríe—“pero valen más que un dólar.”
Permite que una
cascada elocuente
vierta su secreto en La Sorcière, ya que
laureles cayeron, para que el canto
sexual de la
tórtola suene en azules montañas
tácitas cuyos arroyos parlantes, camino al mar,
se vuelven pozos donde los peces brotan
y una garceta
acecha juncos a los gritos
mientras levanta un pie en el lodo y lo apuñala.
Serrucha en dos el silencio una libélula
y anguilas
trazan sus nombres en la arena blanca
cuando el sol alumbra el río y su memoria
y olas de helechos asienten ante el sonido del mar.
Así el humo
olvide la tierra de donde asciende,
y la ortiga custodie el hoyo en que fue muerto el laurel,
la iguana escucha las hachas que nublan cada lente
de su antiguo
nombre, la isla llamada
‘Iounalao’, ‘Donde la iguana es fecunda’.
Aunque, a su debido tiempo, la iguana trepará
los viñedos en
un año, con la papada abierta,
los codos flexionados, la cola ensimismada
marchando al ritmo de la isla. La abertura de los párpados
maduró en un
hiato que se prolongó por siglos,
que ascendió con humo de los Aruacs hasta que
la nueva raza desconocida mensuró los árboles.
Éstos, los
pilares que cayeron, y dejaron espacio azul
para un solo Dios, donde se alzaban los dioses viejos.
El primer dios fue un gommier. El motor
comenzó a gemir,
y un tiburón—mandíbula de lado—
lanzó virutas por los aires como verdeles sobre el agua
contra las algas trémulas. De pronto apagan la sierra,
aún caliente y
vibrante, para examinar la herida.
Tras quitar el musgo y la gangrena, libran
la llaga de las vides que la mantenían unida
a esta tierra, y
asienten. Retoma el trabajo
el motor; y más astillas por los aires
si los dientes roen parejo. Ellos cubrían sus ojos
de los
fragmentos del nido. Ahora la isla levanta los cuernos
sobre los campos de banana. La luz del sol
fluye en sus valles, sangre salpica los cedros,
desborda el
bosque la luz del sacrificio.
Y entonces un gommier se quiebra. Las hojas enormes
como carpas sin dintel. El crujido
alertó a los
pescadores, mientras sobre las camas
de helechos caía el lento mástil; hasta que el suelo
se estremeció bajo los pies en olas, que como olas pasan.
En los otros ochenta, cien veranos que
marcharon
En los otros ochenta, cien veranos que marcharon
como la luz de un paraíso doméstico, la idea del cielo
de un hedonista era el aparador de una cocina francesa,
manzanas y garrafas de arcilla de Chardin a los Impresionistas,
el arte era une tranche de vie, queso o pan horneado en casa-
la luz, en su opinión, era lo mejor que el tiempo ofrecía.
El ojo era la única verdad, y aquello que atraviesa
la retina se desvanece al amanecer; la profundidad de nature morte
era que la propia muerte es sólo otra superficie
como el lienzo, pues pintar no puede capturar el pensamiento.
Cien veranos que se fueron, con el acordeón que hace olas,
faldas almohadilladas, grupos en botes, golpes blancos como zinc en el agua,
muchachas cuyas mejillas ruborizadas no sobrevivieron a sus rosas.
Entonces, como tubos desecados, los soldados retorcidos
se amontonaron en el Somme y Verdun. Y los muertos
menos reales que una explosión fatal de crisantemos,
idéntico carmesí para la naturaleza muerta y la matanza
de jóvenes. Tenían razón -todo le vale
al pintor con su caballete puesto como un fusil en los hombros.
Fama
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro
interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo
de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los
rabihorcados
hacen círculos durante horas, en un batir de alas, alrededor del arrecife
donde un pontón se oxida. Un año ha finalizado sus tormentas, y los hombres
llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras,
o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como
hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas
cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La mar,
que se precia de que ningún hombre la marque,
aún ofrece tales lugares para la pluma egoísta,
y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la república
del pólipo fue construida para nosotros -cuevas hipnotizadas
que se agitan con la luz de la ola, jaras que blanquean
con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.
Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción
de los bancos de arena cañoneados por las olas,
y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí
porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra
sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos
escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.
Puedo sentirla viniendo de lejos
Puedo sentirla viniendo de lejos, también, Mamá, la marea
desde el día ha pasado su vez, pero aún noto
que como una gaviota blanca relampaguea sobre el mar, su lado inferior
atrapa el verde, y yo prometo usarlo después.
La imaginación ya no se aleja con el horizonte,
mas no hace sino volver. En el borde del agua
devuelve cosas limpias y fregadas que el mar, a modo
de basura, ha blanqueado, casto. Escenas dispares.
Las casas de los esclavos, azul y rosa, en las Vírgenes
bajo los vientos alisios. Mi nombre atrapado en
la almendra de la garganta de la abuela.
Un patio, un viejo bronceado con bigote
como el de un general, un chico dibujando hojas de aceite de castor
con mucho detalle, esperando ser otro Alberto Durero.
Los he mimado más que a la coherencia
mientras la misma marea para los dos, Mamá, se aproxima –
las hojas de parra poniendo medallas a una vieja cerca de alambre
y, en el patio pecoso de sombras, un anciano como un coronel
bajo las verdes balas de cañón de la calabaza.
Réquiem por Derek Walcott.
7 poemas
He girado en torno a muchas
posibilidades
para llegar a lo
siguiente:
una pequeña casa a la
orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre
abiertas
hacia el mar añejo. No
elegimos estas cosas.
Mas somos lo que hemos
hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero
no nuestra necesidad
de cargar con algo. El
amor es una piedra
que se asentó en el fondo
del mar
bajo el agua gris. Ahora,
ya no le pido nada a
la poesía sino buenos
sentimientos,
ni misericordia, ni fama,
ni Curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar
las aguas grises,
y en una vida inmaculada
por la mediocridad y la
basura
vivir al modo de las
rocas.
Voy a olvidar la
sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso
será más grande
y más difícil que lo que
pasa por ser la vida.
Una palada de mirlos
salió disparada desde el borde de la carretera
y la memoria trinó retrocediendo
más allá de la estremecida apisonadora
que asfaltaba el camino
este amanecer a través de Roseau
hasta la fábrica de azúcar, que rugió
al detenerse, y del eco cada vez más amplio
de la caña, cuando solían cultivarla
en este dulce valle;
entonces, desde las flechas de las cañas,
salieron disparados los mirlos, andanada
tras andanada de acólitos,
convirtiendo todos los días en domingo
tras la huelga. Ahora no hay luz
en la fábrica abandonada.
Las vagonetas se oxidan
sobre vías muertas.
Se empezó a cultivar el plátano
y el paraíso de un muchacho
cayó segado en gavillas de aleluyas.
Entre angostas trochas la hierba
se espesa. Un cruce esperará
en vano el paso de las viejas estrofas de hierro
con su fragante carga.
El techo galvanizado y
descolorido
de la fábrica cede. Las planchas combaten
las palanquetas del viento que arrancan
sus últimos clavos, pero la capilla
de Jacmel, cuyas oraciones encadenan delicadamente
las muñecas unidas de los trabajadores (sus hombros
aún doblados como la susurrante caña,
sea cual sea la cosecha), sigue siendo tan vieja
como el valle, y la letanía
fluye con el acento de melaza
de los sacerdotes locales, no los de Bretaña
o Alsacia-Lorena. El incienso
sigue el mismo camino
que el humo de carbón vegetal sobre una colina
que conecta Roseau con el paraíso,
pero la fábrica perdió el aliento.
¡Cuán verde y dulce la
conservé
junto a mi envejecida alma! Resplandece
aunque un fornido viento la ha barrido
con su impalpable guadaña, pero ¿a dónde
condujeron mis líneas? No aportaron
consuelo como los sacerdotes franceses
o el Himno de los Trabajadores, que disociaba
el paraíso de un incremento salarial,
ese lenguaje ofrecía un amor que sólo unos pocos
podían leer, a cambio de unas monedas de cobre,
sólo aquellos labradores que compartían los beneficios
de la comunión o del sindicato.
¿De qué sirvieron a esa
amable gente del valle
mis loas a su serena luz verde?
Sobre las chimeneas y las chabolas
se cerró y oscureció el puño de una nube
gesticulando ante los relámpagos
de crepitantes, amplificados discursos
que dieron paso a un rugido de lluvia
procedente de las acequias de riego,
y la inundación convocadora de camisas
se embalsó con toda su fuerza
en torno a las puertas de la fábrica, desviándose después
desconcertada, sin saber qué camino seguir.
Todos los espantapájaros
surgidos
de la cuneta con un grito crucificado
habían de alarmar a la sirena de la fábrica
o al ojo del campanario,
hasta que, como las desarrapadas cañas
una vez quemada la cosecha,
sus calcinados tallos fueron aplastados
de nuevo por la Iglesia y el Gobierno,
pero un lunes marcharon ocupando toda
la carretera, con gavillas en el puño,
mientras las motocicletas de la policía ronroneaban
junto a ellos en dirección a la sede del gobierno,
y el río moreno fluyó colina arriba,
su griterío serpenteó en torno al Morne,
abandonando a su suerte a la vieja fábrica de azúcar
para que se ocupara de la caña ella sola.
Mi mano compartía la
inquietud de
los trabajadores, pero ¿cuáles eran sus poderes
ante esos andrajosos peones
que pasaban las hojas de mi Libro de las Horas?
Los demonios enseñan los
dientes en una bandera y
el humo se eleva en espirales sobre un turiferario,
el aliento del dragón del opio
hace un Lenin de Lucifer.
La sombra de guadaña de
una
bandera segadora recorre
los campos de cereales, la caña
partió con la flecha del mirlo,
y, junto con su cosecha, ¿qué desapareció?
¿Mi fantasía que en tiempos la convirtió en
«trigo oriental e inmortal»
o el peso de la indiferencia?
¿Pero era realmente un
reino diferente
el mío? Las mitras y los peones pueden desplazar
las sombras de un cambio de régimen
sobre las casillas de los campos, pero mi regalo,
que no puede recompensar suficientemente
a esta isla, que no aportó una comunión
de las lenguas, cuya mano izquierda
nunca apretó las gavillas en unión,
sigue exudando la resina que gotea
de la cálida axila de una colina, mientras
mi elección del camino va emergiendo
de los anfiteatros del mar
para inhalar un vigorizante horizonte
por encima de los campanarios o las chimeneas donde
el latido de la apisonadora muere en el
aire indivisible, azul.
NO TENÍA DÓNDE registrar
el avance de mi trabajo
salvo el horizonte, ningún lenguaje
salvo los bajíos en mi largo paseo
hasta casa, por lo que extraje toda la ayuda
que mi mano derecha pudiera aprovechar
de las algas cubiertas de arena
de lejanas literaturas.
El rabihorcado era mi
fénix,
yo estaba embriagado de yodo,
una gota de la púrpura del sol
teñía de vino el tejido de la espuma;
mientras araba blancos campos de olas
con mis canillas de muchacho, me
tambaleaba al deslizarse el banco
de arena bajo mis pies,
entonces encontré mi más
profundo deseo
en las oscilantes palabras del mar,
y el esquelético pez
que era aquel muchacho tomó cuerpo en mí;
pero vi como el broncíneo
atardecer de las palmeras imperiales
curvaba sus frondas convirtiéndolas en preguntas
sobre los exámenes de latín.
Yo odiaba los signos de
escansión.
Aquellos trazos a través de las líneas
llovían sobre el horizonte
y ensombrecían la asignatura.
Eran como las matemáticas
que convertían el deleite en designio,
clasificando los palillos lanzados al aire
de las estrellas en seno y coseno.
Enfurecido, hacía rebotar
una piedra
sobre la página del mar; seguía
barriendo su propia sílaba:
troqueo, anapesto, dáctilo.
Miles, un soldado de
infantería. Fossa,
una trinchera o tumba. Mi mano
sopesa una última bomba de arena para lanzarla
hacia la playa que se desvanece lentamente.
No obtuve matrícula
en matemáticas; aprobé; después,
enseñé el latín básico del amor:
Amo, amas, amat.
Vestido con una chaqueta
de tweed y corbata,
maestro en mi escuela,
vi como las viejas palabras se secaban
como algas en la página.
Meditaba desde el acogedor
puerto
de mi mesa, las cabezas
de los muchachos se hundían suavemente
en el papel, como delfines.
La disciplina que
predicaba
me convertía en un hipócrita;
sus esbeltos cuerpos negros, varados en la playa,
morirían en el dialecto;
Hacía girar el meridiano
del globo,
mostraba sus sellados hemisferios,
pero ¿a dónde podían dirigirse aquellos entrecejos
si ninguno de los dos mundos era suyo?
El silencio taponó mis
oídos
con algodón, el ruido de una nube;
escalé blancas arenas apiladas
intentando encontrar mi voz,
y recuerdo: fue
un sábado casi a mediodía, en Vigie,
cuando mi corazón, al volver la esquina
de Half-Moon Battery,
se detuvo a mirar cómo el sol
de mediodía fundía en bronce
el tronco de un gomero
sobre un mar sin estaciones,
mientras la ocre Isla de la Rata
roía el encaje del mar,
un rabihorcado llegó volando
a través del entramado de un árbol para izar
su emblema en los cirros,
con su nombre, fruto del sentido común
de los pescadores: tijera de mar,
Fregata magnificens,
ciseau-la-mer, en patois,
por su vuelo, que corta las nubes;
y esa metáfora indígena
formada por el batir de los remos,
con un golpe de ala por escansión,
esa V que se abría lentamente
se fundió con mi horizonte
mientras volaba sin cesar
más allá de las columnas, mordisqueadas por las ovejas,
de árboles de mármol caídos,
o de los pilares sin techo que fueron en tiempos
sagrados para Hércules.
El amor después del amor
Un tiempo vendrá
en el que, con gran
alegría,
te saludarás a ti mismo,
al tú que llega a tu
puerta,
al que ves en tu espejo
y cada uno sonreirá a la
bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí.
Come.
Seguirás amando al extraño
que fuiste tú mismo.
Ofrece vino. Ofrece pan.
Devuelve tu amor
a ti mismo, al extraño que
te amó
toda tu vida, a quien no
has conocido
para conocer a otro
corazón
que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del
escritorio,
las fotografías, las
desesperadas líneas,
despega tu imagen del
espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.
PUEDO
SENTIRLA VINIENDO DE LEJOS, también, Mamá, la marea
desde el día ha pasado su
vez, pero aún noto
que como una gaviota
blanca relampaguea sobre el mar, su lado inferior
atrapa el verde, y yo
prometo usarlo después.
La imaginación ya no se
aleja con el horizonte,
mas no hace sino volver.
En el borde del agua
devuelve cosas limpias y
fregadas que el mar, a modo
de basura, ha blanqueado,
casto. Escenas dispares.
Las casas de los esclavos,
azul y rosa, en las Vírgenes
bajo los vientos alisios.
Mi nombre atrapado en
la almendra de la garganta
de la abuela.
Un patio, un viejo
bronceado con bigote
como el de un general, un
chico dibujando hojas de aceite de castor
con mucho detalle,
esperando ser otro Alberto Durero.
Los he mimado más que a la
coherencia
mientras la misma marea
para los dos, Mamá, se aproxima –
las hojas de parra
poniendo medallas a una vieja cerca de alambre
y, en el patio pecoso de
sombras, un anciano como un coronel
bajo las verdes balas de
cañón de la calabaza.
Walcott con la Reina
Cristina de Suecia, en cena en la que el poeta recibió el Premio Nobel de
Literatura 1992
SI
ESTUVIESE AQUÍ, en este cuarto blanco, en este hotel,
cuyas bisagras permanecen
calientes, incluso bajo el viento marino,
te repanchigarías, dejado
inconsciente por la hora de siesta;
no podría levantarte la
campana de la resurrección
ni el gong del mar con su
retintín plateado, seguirías echado.
Si te tocaran sólo
cambiarías esa posición por la de un corredor en el
maratón del sonámbulo. Y
te dejaría dormir. Las cosas se
desploman gradualmente
cuando el despertador, con
su batuta de director,
empieza a la una: las
reses doblan las rodillas
en los pastos tranquilos,
sólo el rabo de la yegua se menea,
dándole con el plumero
alas moscas, melones borrachos caen rodando
a las cunetas, y los
mosquitos siguen volando en espiral a su paraíso.
Ahora el primer jardinero,
bajo el árbol de la sabiduría,
olvida que es Adán. En el
aire acostillado
cada parche de sombra se
dilata como un oasis
por la fatigada mariposa,
una laguna verde para fondear.
Playa blanca abajo,
calmada como una frente
que ha sentido el viento,
un estatismo sacramental
te traería el sueño, que
es la corona del verano,
el sueño que divide sin
rencor a sus amantes,
el sudor sin pecado, el
horno sin fuego,
el sosiego sin el auto, el
agonizante sin miedo,
mientras la tarde retira
esas barras de la ventana
que rayaron tu sueño como
el de un gatito, o el de un prisionero.
Desenlace
Yo vivo solo
Fama
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol,
resplandecientes,
una pared, una torre
marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de
piedra
en un jarrón. Las
alabanzas elevadas
al cielo por el coro
interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él
mismo
las hojas. El repiqueteo
de tacones altos en una
acera.
Un reloj que arrastra las
horas.
Un ansia de trabajo.
https://www.poemas-del-alma.com/derek-walcott.htm
Desesperanza (canto en
defensa de la melancolía)
Y estos son pues los años
venideros.
– Enrique Lihn
Alguna vez el mundo
fue una moneda al aire
y el futuro su promesa,
pero hace largo rato
esa apuesta se perdió
solo quedó la melancolía
última trinchera abierta
para necios y locos
pájaros arrancados
de días en que todo
parecía tener remedio
la estupidez humana
el voraz capitalismo
los horrores de la guerra.
Breve manifiesto para salir
de fiesta
Elijamos siempre la alegría
que se escurre con las horas
entre otros vagos y adictos
sobre falsas ceremonias
de gente vestida a la moda
donde gobierna el decoro.
Judas
Quien esté libre de pecado
que arroje la primera piedra.
– Juan 8-7
No soy el mejor ejemplo,
frecuentemente la memoria
tiende a recordármelo:
Durante mi juventud
cambié buenos amigos
por sombras femeninas
cuyos nombres no sabía
engañé varias mujeres
a quienes dije te quiero
acostándome con otras
ciertas veces incluso
me traicioné yo mismo
ante alguna hembra
para dormir junto a ella.
Las mieles de la carne
y no treinta monedas
ese siempre fue mi precio,
pero cómo Judas
también conocí
el arrepentimiento
aunque al menos
él tuvo la decencia
de colgarse.
Esa vela que se inclina hacia la
luz,
cansada de las islas,
una goleta navegando hacia el Caribe
rumbo a casa, podría ser Odiseo,
atravesando el Egeo;
el padre y marido que
espera, bajo agrias uvas ya
pisoteadas, es como
el adúltero que escucha el nombre de
Nausícaa
en cada graznido de gaviota.
Esto no calma a nadie. La antigua
guerra
entre el deber y la obsesión jamás
terminará, siempre ha sido la misma
para el navegante o para el hombre
que en la costa
regresa a casa meneando las
sandalias, luego
que Troya expiró su última llama,
y la roca del gigante ciego colmó el
plato
de las marejadas hasta lograr
que los grandes hexámetros
desembocaran en un oleaje exhausto.
Los clásicos nos pueden consolar.
Pero no es suficiente.
LAS GAVIOTAS DISCUTEN...
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los
rabihorcados
hacen círculos durante horas, en un batir de alas, alrededor del arrecife
donde un pontón se oxida. Un año ha finalizado sus tormentas, y los hombres
llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras,
o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como
hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas
cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La mar,
que se precia de que ningún hombre la marque,
aún ofrece tales lugares para la pluma egoísta,
y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la república
del pólipo fue construida para nosotros -cuevas hipnotizadas
que se agitan con la luz de la ola, jaras que blanquean
con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.
Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción
de los bancos de arena cañoneados por las olas,
y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí
porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra
sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos
escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.
FAMA
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro
interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo
de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.
CAÑAVERAL MARINO
La mitad de mis amigos ha muerto.
Te haré unos nuevos, dijo la tierra.
No, grité. Devuélvemelos
tal como eran, con sus fallas y todo.
Esta noche puedo arrebatar su conversación
a la pálida resaca monótona
entre los cañaverales, pero no puedo caminar
sobre las hojas marinas iluminadas por la luna
solo, por ese camino albo
o flotar en el estado de sueño
en que las lechuzas abandonan la carga del mundo.
Oh tierra, el número de amigos que tú guardas
excede en mucho al de aquellos que quedan por amar.
Los cañaverales marinos al borde del acantilado despiden
un fulgor verde y plata;
eran ellos las lanzas seráficas de mi fe,
pero de aquello que se ha perdido nace algo aún más fuerte
que posee el brillo racional de la piedra,
que resiste el claro de luna, más allá de la desesperación,
tan fuerte como el viento, que nos apersona a aquellos que amamos
por entre los cañaverales divisores, tal como eran,
con fallas y todo, no perfectos, simplemente así.
SARGAZOS
Esa vela que descansa en la luz,
hastiada de las islas,
una goleta que surca el Caribe
en dirección al hogar, podría ser Odiseo,
camino a casa en el Mar griego;
aquel ansia de padre y esposo
bajo las arrugadas uvas agrias, es
como aquél adultero que escucha el nombre de Náusica
en el grito de cada gaviota.
Esto no tranquiliza a nadie. La vieja batalla
entre la obsesión y la responsabilidad
no terminará nunca y ha sido la misma
tanto para el navegante como para el que se retuerce allá en la orilla
sobre sus sandalias al encaminar sus pasos hacia el hogar,
desde que Troya suspiró su última llama,
y la roca del gigante ciego sacó la batea
de cuyo pozo surgen los grandes hexámetros
que terminan en marejadas exhaustas.
Los clásicos pueden consolar. Más no lo suficiente.
ME DETENGO A OÍR UN ESTREPITOSO TRIUNFO DE CIGARRAS
Me detengo a oír un estrepitoso triunfo de cigarras
ajustando el tono de la vida, pero vivir a su tono
de alegría es insoportable. Que apaguen
ese sonido. Después de la inmersión del silencio,
el ojo se acostumbra a las formas de los muebles, y la mente
a la oscuridad. Las cigarras son frenéticas como los pies
de mi madre, pisando las agujas de la lluvia que se aproxima.
Días espesos como hojas entonces, próximos los unos a los otros como
horas y un olor quemado por el sol se alzó de la carretera lloviznada.
Punteo sus líneas a las mías ahora con la misma máquina.
¡Qué trabajo ante nosotros, qué luz solar para generaciones!-
La luz corteza de limón en Vermeer, saber que esperará allí
por otros, la hoja de eucalipto
rota, aún oliendo fuertemente a trementina,
el follaje del árbol del pan, de contorno oxidado como en van Ruysdael.
La sangre holandesa que hay en mí se dibuja con detalle.
Una vez quise limpiar una gota de agua de un bodegón flamenco
en un libro de estampas, creyendo que era real.
Reflejaba el mundo en su cristal, temblando con el peso.
¡Qué alegría en esa gota de sudor, sabiendo que otros perseverarán!
Que escriban: «A los cincuenta invirtió las estaciones,
la carretera de su sangre cantó con las cigarras parlantes»,
como cuando emprendí el camino para pintar en mi decimoctavo año.
SI ESTUVIESE AQUÍ
Si estuviese aquí, en este cuarto blanco, en este hotel,
cuyas bisagras permanecen calientes, incluso bajo el viento marino,
te repanchigarías, dejado inconsciente por la hora de siesta;
no podría levantarte la campana de la resurrección
ni el gong del mar con su retintín plateado, seguirías echado.
Si te tocaran sólo cambiarías esa posición por la de un corredor en el
maratón del sonámbulo. Y te dejaría dormir. Las cosas se
desploman gradualmente
cuando el despertador, con su batuta de director,
empieza a la una: las reses doblan las rodillas
en los pastos tranquilos, sólo el rabo de la yegua se menea,
dándole con el plumero alas moscas, melones borrachos caen rodando
a las cunetas, y los mosquitos siguen volando en espiral a su paraíso.
Ahora el primer jardinero, bajo el árbol de la sabiduría,
olvida que es Adán. En el aire acostillado
cada parche de sombra se dilata como un oasis
por la fatigada mariposa, una laguna verde para fondear.
Playa blanca abajo, calmada como una frente
que ha sentido el viento, un estatismo sacramental
te traería el sueño, que es la corona del verano,
el sueño que divide sin rencor a sus amantes,
el sudor sin pecado, el horno sin fuego,
el sosiego sin el auto, el agonizante sin miedo,
mientras la tarde retira esas barras de la ventana
que rayaron tu sueño como el de un gatito, o el de un prisionero.
A LUZ DEL MUNDO
Kaya ahora, , necesito
kaya ahora,
Necesito Kaya ahora,
Porque cae la lluvia.
—Bob Marley
Marley cantaba rock en
el estéreo del autobús
y aquella belleza le
hacía en voz baja los coros.
Yo veía dónde las
luces realzaban, definían,
Los planos de sus
mejillas; si esto fuera un retrato
Se dejarían los
claroscuros para el final, esas luces
Transformaban en seda
su negra piel; yo habría añadido un pendiente,
algo sencillo, en otro
bueno, por el contraste, pero ella
no llevaba joyas.
Imaginé su aroma poderoso y
dulce, como el de una
pantera en reposo,
y su cabeza era como
mínimo un blasón.
Cuando me miró,
apartando luego la mirada educadamente
porque mirar fijamente
a los desconocdios no es de buen gusto,
era como una estatua,
como un Delacroix negro
La Libertad guiando al
pueblo, la suave curva
del blanco de sus
ojos, la boca en caoba tallada,
su torso sólido, y
femenino,
pero gradualmente
hasta eso fue desapareciendo en el
atardecer, excepto la
línea
de su perfil, y su mejilla
realzada por la luz,
y pensé, ¡Oh belleza,
eres la luz del mundo!
No fue la única vez
que se me vino a la cabeza la frase
en el autobús de
dieciséis asientos que traqueteaba entre
Gros-Islet y el
Mercado, con su crujido de carbón
y la alfombra de basura
vegetal tras las ventas del sábado,
y los ruidosos bares
de ron, ante cuyas puertas de brillantes colores
se veían mujeres
borrachas en las aceras, lo más triste del mundo,
recorriendo a tumbos
su semana arriba, a tumbos su semana abajo.
El mercado, al cerrar
aquella noche del Sábado,
me recordaba una
infancia de errantes faroles
colgados de pértigas
en las esquinas de las calles, y el viejo estruendo
de los vendedores y el
tráfico, cuando el farolero trepaba,
enganchaba una lámpara
en su poste y pasaba a otra,
y los niños volvían el
rostro hacia su polilla, sus
ojos blancos como sus
ropas de noche; el propio mercado
estaba encerrado en su
oscuridad ensimismada
y las sombras peleaban
por el pan en las tiendas,
o peleaban por el
hábito de pelear
en los eléctricos
bares de ron. Recuerdo las sombras.
El autobús se llenaba
lentamente mientras oscurecía en la estación.
Yo estaba sentado en
el asiento delantero, me sobraba tiempo.
Miré a dos muchachas,
una con un corpiño
y pantalones cortos
amarillos, una flor en el cabello,
y sentí una pacífica
lujuria; la otra era menos interesante.
Aquel anochecer había
recorrido las calles de la ciudad
donde había nacido y
crecido, pensando en mi madre
con su pelo blanco
teñido por la luz del atardecer,
y las inclinadas casas
de madera que parecían perversas
en su retorcimiento;
había fisgado salones
con celosías a medio
cerrar, muebles a oscuras,
poltronas, una mesa
central con flores de cera,
y la litografía del
Sagrado Corazón,
buhoneros vendiendo
aún a las calles vacías:
dulces, frutos secos,
chocolates reblandecidos, pasteles de
nuez, caramelos.
Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañuelo
se nos acercó cojeando
con una cesta; en algún lugar,
a cierta distancia,
había otra cesta más pesada
que no podía acarrear.
Estaba aterrada.
Le dijo al conductor:
«Pas quittez moi a terre»,
Qué significa, en su
patois: «No me deje aquí tirada»,
Qué es, en su historia
y en la de su pueblo:
«No me deje en la
tierra» o, con un cambio de acento:
«No me deje la tierra»
[como herencia];
«Pas quittez moi a
terre, transporte celestial,
No me dejes en tierra,
ya he tenido bastante».
El autobús se llenó en
la oscuridad de pesadas sombras
que no deseaban
quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas
en la tierra y
tendrían que buscarse la vida.
El abandono era algo a
lo que se habían acostumbrado.
Y yo les había abandonado, lo supe allí,
sentado en el autobús,
en la media luz tranquila como el mar,
con hombres inclinados
sobre canoas, y las luces naranjas
de la punta de Vigie,
negras barcas en el agua;
yo, que nunca pude dar
consistencia a mi sombra
para convertirla en
una de sus sombras, les había dejado su tierra,
sus peleas de ron
blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los
capataces, a toda autoridad.
Me sentía
profundamente enamorado de la mujer junto a la ventana.
Quería marcharme a
casa con ella aquella noche.
Quería que ella
tuviera la llave de nuestra cabaña
junto a la playa en
GrosIlet; quería que se pusiese
un camisón liso y
blanco que se vertiera como agua
sobre las negras rocas
de sus pechos, yacer
simplemente a su lado
junto al círculo de luz de un quinqué de latón
con mecha de
queroseno, y decirle en silencio
que su cabello era
como el bosque de una colina en la noche,
que un goteo de ríos
recorría sus axilas,
que le compraría Benin
si así lo deseaba,
y que jamás la dejaría
en la tierra. Y decírselo también a los otros.
Porque me embargaba un
gran amor capaz de hacerme
romper en llanto,
y una pena que
irritaba mis ojos como una ortiga,
temía ponerme a
sollozar de repente
en el transporte
público con Marley sonando,
y un niño mirando
sobre los hombros
del conductor y los
míos hacia las luces que se aproximaban,
hacia el paso veloz de
la carretera en la oscuridad del campo,
las luces en las casas
de las pequeñas colinas,
y la espesura de
estrellas; les había abandonado,
les había dejado en la
tierra, les dejé para que cantaran
las canciones de
Marley sobre una tristeza real como el olor
de la lluvia sobre el
suelo seco, o el olor de la arena mojada,
y el autobús resultaba
acogedor gracias a su amabilidad,
su cortesía, y sus
educadas despedidas
a la luz de los faros.
En el fragor,
en la música rítmica y
plañidera, el exigente aroma
que procedía de sus
cuerpos. Yo quería que el autobús
siquiera su camino
para siempre, que nadie se bajara
y dijera buenas noches
a la luz de los faros
y tomara el tortuoso
camino hacia la puerta iluminada,
guiado por las
luciérnagas; quería que la belleza de ella
penetrara en la
calidez de la acogedora madera,
ante el aliviado
repiquetear de platos esmaltados
en la cocina, y el
árbol en el patio,
pero llegué a mi
parada. Delante del Hotel Halcyon.
El vestíbulo estaría
lleno de transeúntes como yo.
Luego pasearía con las
olas playa arriba.
Me bajé del autobús
sin decir buenas noches.
Ese buenas noches
estaría lleno de amor inexpresable.
Siguieron adelante en
su autobús, me dejaron en la tierra.
Entonces, un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un hombre
gritó mi nombre desde
la ventanilla.
Caminé hasta él. Me
tendió algo.
Se me había caído del
bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
Me la devolvió. Me di
la vuelta para ocultar mis lágrimas.
No deseaban nada, nada
había que yo pudiera darles
salvo esta cosa que he
llamado «La Luz del Mundo».
después de la tormenta
¡Hay tantas islas!
tantas islas como estrellas en la noche
en aquel ramificado árbol desde donde los meteoros se estremecen
como fruta caída alrededor de la goleta en Vuelo.
Pero las cosas deben caer, y así fue siempre
en una mano Venus, en la otra Marte;
caen, y son uno, así como esta tierra es una
isla en archipiélago de estrellas.
Mi primer amigo fue el mar. Ahora, es el último.
Dejo ahora de hablar. Trabajo, después leo
me relajo bajo una linterna enganchada al mástil,
trato de olvidar lo que la felicidad fue
y cuando esto no funciona, estudio las estrellas.
Algunas veces sólo es cosa mía, y de la suave y recortada espuma
como la cubierta volviéndose blanca y la luna transparente
una nube como una puerta, y la luz sobre mi
son una calle a la blanca luz de la luna llevándome a casa.
Shabine cantó para ti desde las profundidades del mar.
Estrella
Si, a la luz de las cosas, te apagas
del todo, aunque pálidamente te retires
de nuestra determinada y apropiada
distancia, como la luna queda sola
toda la noche entre las hojas, puedes
tú invisiblemente deleitarte en esta casa;
oh estrella, doblemente compasiva, que te acercas
demasiado pronto al anochecer, demasiado tarde
al amanecer, ojalá tu pálida llama
oriente lo peor de nosotros
a través del caos
con la pasión del
pleno día.
«El náufrago»
La mirada hambrienta engulle el paisaje
marino por un bocado
de vela.
El horizonte la enhebra al infinito.
La acción provoca el frenesí. Yo,
tumbado,
gobierno la acostillada sombra de una palmera,
no sea que mi propio rastro se multiplique.
Arena que se lleva el viento, delgada
como el humo,
ya aburrida, desplaza sus médanos.
Igual que un niño, la resaca se cansa de sus castillos.
La verde enredadera marismeña con un
narciso amarillo;
una red cruza, poco a poco, la nada.
Nada. La rabia que hinche la cabeza del jején.
Placeres de viejo:
por la mañana: contemplativa defecación, admirando
la hoja seca, el croquis de la naturaleza.
Bajo el sol, las heces del perro
se cunden de costras y blanquean como el coral.
Acabamos en polvo y de polvo comenzamos.
Y en nuestras propias vísceras, el génesis.
Si atiendo, puedo oír como edifica el
pólipo,
el silencio tañido por dos olas de mar.
Si casco un piojo de mar, cuarteo el trueno.
Como un dios, que aniquila lo divino, el
arte
y el yo, abandono
muertas metáforas: el corazón, una hoja de almendro.
El cerebro maduro se pudre como una nuez
amarilla,
incubando
su babel de piojos de mar, jejenes y cresas,
ese evangelio verde botella, atragantado
de arena,
con su etiqueta de vino, navío ido a pique, madero de deriva
que se cierra, claveteado y blanco como el puño de un hombre.
Derek Walcott
De: «El náufrago y otros
poemas», 1965
Recogido en la antología Pleno verano – Poesía selecta
Traducción de José Luis Rivas
Vaso Roto Ediciones 2012©
ISBN: 978-84-15168-39-3
Yo vivo solo
al borde del agua sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:
una pequeña casa a la
orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.
Mas somos lo que hemos
hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad
de cargar con algo. El
amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a
la poesía sino buenos
sentimientos,
ni misericordia, ni fama, ni Curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,
y en una vida inmaculada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.
Voy a olvidar la
sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.
Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1992 “por
su obra poética de gran luminosidad sustentada en una visión histórica nutrida
de un compromiso multicultural”.
Un tiempo vendrá
en el que, con gran
alegría,
te saludarás a ti mismo,
al tú que llega a tu
puerta,
al que ves en tu espejo
y cada uno sonreirá a la
bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí.
Come.
Seguirás amando al
extraño que fuiste tú mismo.
Ofrece vino. Ofrece pan.
Devuelve tu amor
a ti mismo, al extraño
que te amó
toda tu vida, a quien no
has conocido
para conocer a otro
corazón
que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del
escritorio,
las fotografías, las
desesperadas líneas,
despega tu imagen del
espejo.
Siéntate. Celebra tu
vida.
“Los yates blancos que al sol puesto cabalgan las aguas
anaranjadas del puerto
deportivo y la risa,
bajo el bauprés, de
amarras en la vidriera del mar;
llega allí antes de que
oscile una luz verde en el mástil,
refluja el castillo de
proa mientras el ocaso
cuelga de sogas y
crucetas con un cielo lívido
como lilas, nublado con
espuma de cerveza
herida por el sol,
mientras las estrellas irrumpen
para ver morir la tarde.
Esta hora azafrán, sus luces,
la habría escrito Dante,
tres versos juntos, acorde,
su tensión, mudos
compases que se rizan sacados
del Paraíso mientras
escribe un bote neumático
versos con el parco metro
del golpear de sus remos
y nosotros, hechizados,
casi sin hablar podemos.
Más feliz que nadie ahora
es aquel que con su amigo
de siempre bebe vino bajo
el titilar de estrellas
y la firme lámpara de
arco al final del andén”
Allí estará Derek
Walcott.
Volcán
Joyce le temía a los relámpagos,
pero los leones rugieron durante su sepelio
desde el zoológico de Zurich.
¿Era Zurich o Trieste?
No importa. Éstas son leyendas, en tanto
sea leyenda la muerte de Joyce,
o el fuerte rumor de que Conrad
ha muerto, y que Victoria es irónica.
Al borde del nocturno horizonte
desde esta casa de playa en el acantilado,
pueden mirarse ahora, hasta el amanecer,
dos resplandores que llegan —millas mar adentro—
desde las plataformas petroleras;
se asemejan al resplandor de un puro
o al resplandor del volcán
al final de Victoria.
Uno podría abandonar la escritura
por las señales lentamente ardiendo
de lo grandioso, y ser, en cambio,
su ideal lector, reflexivo,
voraz, haciendo que el amor por las obras maestras
sea superior al intento
de repetirlas o superarlas,
y
convertirse en el mejor lector del mundo.
Por lo menos esto requiere asombro,
algo que se ha perdido en nuestro tiempo;
demasiada gente que lo ha visto todo,
demasiada gente capaz de predecir,
demasiados que se niegan a penetrar el silencio
de la victoria, la indolencia
que consume hasta la médula,
demasiados que no son otra cosa
que ceniza erguida, como el cigarro,
demasiados que dan por sentado el relámpago.
¡Qué tan común es el relámpago,
qué tan perdidos están los leviatanes
que dejamos de buscar!
Había gigantes en aquellos días.
En aquellos días se hacían buenos puros.
Debo leer con más cuidado.
XI
Mi doble, cansado de la mañana, cierra la puerta
del baño del motel; entonces, limpiando el espejo empañado,
se niega a reconocerme mientras nos miramos fijamente.
Con el más suave carraspeo, dilata mi garganta con el propósito
de despejarla, su cuidado es desapasionado
semejante a un barbero dando la extremaunción, mientras enjabona un cadáver.
El antiguo ritual podría haber sido igual de desolador
si los diminutos mechones enroscados en el lavabo
no fueran cabellos sino minúsculos serafines.
Recorta nuestro bigote con unas tijeras tintineantes,
y entonces se detiene, reflexionando, en mitad del aire.
Ciertas tristezas no son inmensas, sino fatales: como la sensación de pecado
al rasurarse. Y de armarios vacíos donde resplandecían sus vestidos.
Pero por qué, abriendo la llave del agua —el vórtice
girando con pedacitos de cabellos—, pueden inducir a que las manos
de algunos hombres
hagan a un lado cautelosamente sus navajas de afeitar,
y a tener en las venas la sensación de suciedad flotando río abajo
más allá de las desoladoras industrias del sexo,
es una pregunta que los cisnes pueden formular alzando sus blancos cuellos,
a la que el gallo responde rápido, pisando a sus gallinas.
Práctica de piano
Para Mark Strand
Abril,
otra quincena, abril metropolitano.
Una llovizna humedece la entrada del museo,
¡como sus ojos al dejarte, falible primavera!
El sol va secando la fachada de piedra pómez de la avenida
delicadamente, semejante a una muchacha que recorre con un pañuelo su mejilla;
el asfalto brilla como un sombrero de seda,
las fuentes trotan como percherones alrededor del Museo Metropolitano,
clip, clop, clip, clop en el Manhattan de la Belle Epoque,
los canales separan sus labios para recibir la lluvia de primavera,
por nebulosas avenidas semejantes a clichés impresionistas,
con sus cornisas de gárgolas,
sus flores de concreto en los frontones resquebrajados,
sus estaciones del metro con mosaicos bizantinos;
el alma estornuda y uno trata de asimilar
el collage de un siglo que termina,
el dramatismo epistolar, el antiguo dolor Laforgueano.
Plazas desiertas arrasadas por ráfagas de remordimientos,
calles empedradas relucientes por la lluvia donde un carruaje
encortinado trotaba alrededor de un rincón de Europa por vez última,
mientras los canales se replegaban como concertinas.
En este instante la fiebre enrojece las zonas de conflicto del planeta,
la lluvia salpica las blancas sillas de hierro en los jardines.
Hoy es jueves, Vallejo está muriendo,
sin embargo ven, muchacha, toma tu impermeable, vamos a buscar la vida
en algún café detrás de ventanas llorosas de lluvia,
quizás el fin de siècle no ha terminado realmente,
acaso en algún lugar hay un piano donde aún resuena,
mientras las bombillas van encendiéndose a través del corazón de la tarde
en la estación de los tulipanes y del pálido asesino.
Invoqué a la Musa, ella excusó que le dolía la cabeza,
pero tal vez sólo sentía pena de ser vista
con alguien que pertenece a un clima intransferible;
entonces dejé atrás las flores en piedra, los frontones silvestres,
solo. No fui yo quien disparó al archiduque,
me absuelvo de todos los crímenes de este tipo,
murmura el obsceno graffiti del metro;
yo no podría ofrecerle a ella nada salvo la predecible
pálida pañoleta de vulgar seda del crepúsculo.
Bien, adiós entonces, lamento nunca haber ido
a la gran ciudad que le dio fiebre a Vallejo.
Tal vez el Sena opaque al Río Este,
tal vez, pero cerca del Metropolitano
un tenor de acero
ensaya de manera sorprendente algo de la antigua Viena,
las escalas deslizándose como pececillos a través del mar.
Concluyendo
Vivo en el agua,
solo. Sin esposa y sin hijos.
He recorrido todas las posibilidades
hasta llegar a esto:
una humilde casa junto al agua gris,
las ventanas siempre abiertas
hacia el fatigado mar. Uno no elige tales cosas,
pero somos al fin lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
aligeramos nuestra carga pero no nuestra necesidad
de obstáculos. El amor es una piedra
que se asentó en el lecho marino
bajo el agua gris. Ahora no necesito nada
de la poesía, salvo el sentimiento puro,
no la pena, ni la fama, ni el alivio. Silenciosa esposa,
podemos permanecer sentados contemplando el agua gris,
y en una vida inundada
de mediocridad y basura
vivir como las rocas.
Deberé olvidar cómo sentir,
desaprender mi talento. Eso es más grande
y difícil que lo que allá pasa por vida.
ARCHIPIÉLAGOS
Al final de esta oración comenzará la lluvia.
Al filo de la lluvia partirá un navío.
El navío perderá de vista las islas poco a poco;
se tornará bruma la certeza de los puertos
en una raza entera.
La guerra de diez años ha terminado.
El cabello de Helena es una nube gris.
Troya, un blanco foso de ceniza
al lado del mar que salpica.
La llovizna se tensa como las cuerdas de un arpa.
Un hombre de nublados ojos recibe la lluvia
y entona el primer verso de la Odisea.
Finales
Las cosas no explotan,
se debilitan, se desvanecen,
como la luz del sol se desvanece de la carne,
como la espuma se absorbe rápidamente en la arena,
incluso el relámpago deslumbrante del amor
carece de un final estruendoso,
muere con un sonido
de flores marchitándose como la carne
con la piedra pómez húmeda,
todo trabaja para esto
hasta que nada nos queda
salvo el silencio que rodea la cabeza de Beethoven.
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