https://loqueustednoquieraparaelrastroes.wordpress.com/2021/06/02/o-henry-el-perfil-encantado/
A riesgo de aburrir a los jóvenes, este relato de emociones
exaltadas ha de ir precedido de una disertación sobre la geometría. La Naturaleza
se mueve en círculos; el Arte, en líneas rectas. Lo natural es redondeado; lo
artificial se compone de ángulos. Un hombre perdido en medio de la nieve va a
la deriva, muy a su pesar, trazando círculos perfectos; los pies del hombre
urbano, desnaturalizados por calles y suelos rectangulares, lo llevan más y más
lejos de sí mismo. Los ojos redondos de la infancia representan la inocencia;
la línea estrecha de la mirada de la coqueta es prueba de que el arte ha
invadido la escena. La boca horizontal es la marca de la resolución astuta; y
¿quién no ha leído el más espontáneo poema de la Naturaleza en unos labios que
toman la forma redoneada para dar un beso franco?
La belleza es lo perfectamente natural; lo circular es su
principal atributo. He ahí la luna llena, la encantadora pelota de oro, las
cúpulas de unos magníficos templos, el pastel de arándanos, el anillo de boda,
la pista circense, la bandeja del camarero y la ronda de bebidas. En cambio,
las líneas rectas muestran que la Naturaleza ha sufrido alguna desviación.
¡Imaginen ustedes el cinturón de Venus convertido en pechera almidonada! Cuando
empezamos a movernos en líneas rectas y a doblar esquinas nuestra naturaleza
empieza a cambiar. La consecuencia es que la Naturaleza, al ser más capaz de
adaptación que el Arte, intenta ajustarse a las reglas más severas de este. A
menudo el resultado es un producto un tanto curioso. Por ejemplo: un crisantemo
premiado, el whisky de alcohol metílico, un Estado de Missouri republicano, la
coliflor au gratin, y un neoyorquino.
Donde más deprisa se pierde la Naturaleza es en una gran ciudad.
La razón es geométrica, no moral. Las líneas rectas de sus calles y de su
arquitectura, la «rectangularidad» de sus leyes y usos sociales, los pavimentos
a cordel, las reglas duras, estrictas, deprimentes e inflexibles de sus
costumbres todas –incluso de recreos y deportes– manifiestan fríamente un
desdeñoso desafío a la línea curva de la Naturaleza. Por todo lo cual puede
afirmarse que la gran ciudad hace patente el problema de la cuadratura del
círculo. Y puede añadirse que esta introducción matemática precede al relato de
lo que ocurrió a una enemistad entre familias de Kentucky, la cual fue
importada a la ciudad que tiene el hábito de hacer que lo importado se ajuste a
sus ángulos. La disputa empezó en las montañas Cumberland entre dos familias:
los Folwell y los Harkness. La primera víctima de esta vendetta de
fabricación casera fue un perrito zarigüeyo que pertenecía a Bill Harkness. La
familia Harkness ajustó las cuentas dejando fuera de combate al jefe del clan
de los Folwell. Estos eran prontos en la réplica. Lubricaron los rifles con los
que salían a cazar ardillas e hicieron factible que Bill Harkness se reuniese
con su perro en el país donde los zarigüeyos bajan del árbol donde se han
refugiado sin que los compela a ello ni un solo hachazo del leñador.
La enemistad entre las familias floreció durante cuarenta años.
Algunos de los Harkness fueron abatidos en el arado, otros a través de las
ventanas iluminadas de sus cabañas, cuando regresaban de oír a un predicador al
aire libre, mientras dormían, batiéndose en duelo, sobrios y ebrios, solos o en
familia, preparados y faltos de preparación. Los Folwell vieron cómo las ramas
de su árbol genealógico iban siendo cercenadas de maneras similares, según
prescribían y autorizaban las tradiciones del país.
Llegó un momento en que la poda dejó a un único miembro de cada
familia en pie. Entonces Cal Harkness, probablemente estimando que proseguir
más allá la controversia iba a dar un sabor demasiado personal a la disputa
familiar, desapareció de pronto de las montañas Cumberland, burlando así la
mano vengadora de Sam, el último de los Folwell. Un año más tarde Sam Folwell
se enteró de que su enemigo hereditario y aún no suprimido vivía en la ciudad
de Nueva York. Sam le dio la vuelta a la tina de hierro usada para lavar que
había en el patio, le raspó algo de roña, mezcló esta con manteca de cerdo y se
lustró las botas con la combinación resultante. Se puso su traje de confección
teñido de un negro endrino, una camisa y un cuello blancos, y metió en una
bolsa de viaje una lingerie espartana.
Tomó su rifle ardillero de las escarpias que lo sujetaban a la pared, pero lo
devolvió a su sitio con un suspiro. Por muy honrada y admisible que pudiera ser
la costumbre en la región de Cumberland, tal vez Nueva York no se tragaría la
estampa del que va cazando ardillas por entre los rascacielos de Broadway. Al
hombre le pareció que un revólver Colt, viejo pero fiable, que resucitó del
cajón de una cómoda, se pregonaba a sí mismo como el arma ideal para la
aventura y la venganza metropolitanas. Sam lo metió en la bolsa, junto con un
cuchillo de monte enfundado en cuero. Al emprender la marcha montado en un
mulo, en dirección a la estación de ferrocarril de las tierras bajas, el último
de los Folwell se dio la vuelta en la silla de montar y miró inexorable el
pequeño grupo de lápidas de pino blanco que había bajo unos cedros que
señalaban la tierra de sepultura de los Folwell.
Sam Folwell llegó a Nueva York de noche. Como se movía y vivía
todavía en los círculos libres de la naturaleza, no vio los ángulos
descomunales, inmisericordes, turbulentos y feroces de la gran ciudad que
acechaban en lo oscuro, prestos a envolver la rotundidad de su corazón y su cerebro
y a moldearlo a él a la misma hechura de los millones de sus otras víctimas. Un
cochero lo recogió del remolino, como el propio Sam había cogido en ocasiones
una nuez de un lecho de hojas de otoño agitadas por el viento, y lo depositó
aceleradamente en un hotel que se correspondía con las botas y la bolsa de
viaje que llevaba.
A la mañana siguiente el último de los Folwell salió a la ciudad
que albergaba en su seno al último de los Harkness. El Colt estaba bajo su
abrigo, sujeto por un estrecho cinturón de cuero; el cuchillo de caza le
colgaba entre los omóplatos, con el mango un par de centímetros por debajo del
cuello del abrigo. Él sabía estas dos cosas: que Cal Harkness conducía una
furgoneta por alguna zona de aquella ciudad y que él, Sam Folwell, había ido
allí a matarlo. Y al pisar la acera, los ojos se le enrojecieron de ira y el
corazón se le llenó con el odio de aquella antigua enemistad.
El rumor de las avenidas centrales le atrajo hacia ellas. Había
medio esperado ver a Cal bajando por la calle en mangas de camisa, con un jarro
y un látigo en la mano, como lo hubiera podido ver en Frankfort o en Laurel
City. Pero transcurrió una hora y Cal no aparecía. Quizá le esperaba oculto,
para dispararle desde una puerta o una ventana. Durante un rato Sam estuvo
lanzando miradas penetrantes a puertas y ventanas.
Hacia mediodía la ciudad se cansó de jugar con su ratón y de
pronto lo estrujó con sus líneas rectas.
Sam Folwell estaba de pie allí donde se entrecruzan dos arterias
grandes y rectangulares de la ciudad. Miró en cuatro direcciones, y vio al
mundo arrojado de su órbita y reducido por el nivel y la cinta métrica a un
plano afilado y esquinado. Todo lo viviente se movía a lo largo de carriles,
por estrías, según un sistema, dentro de unos límites, maquinalmente. La raíz
de la vida era la raíz cúbica; la medida de la existencia era una medición al
cuadrado. Las gentes circulaban formando hileras. El horrible estruendo le
producía un estado de estupor.
Sam se apoyó en la puntiaguda esquina de un edificio de piedra.
Aquellos rostros pasaban por su lado a miles y ninguno de ellos estaba vuelto
hacia él. Un miedo súbito y absurdo –el miedo a haber muerto, a ser un
espíritu y resultar invisible a los demás– se apoderó de él. Y entonces la
ciudad le descargó el golpe de soledad.
Un hombre gordo se separó de la corriente y quedó a unos pocos
metros de distancia, esperando su coche. Sam se le acercó despacio y, elevando
la voz por encima del estrépito reinante, le gritó en la oreja:
–Los puercos de los Rankinses pesaban una carretada más que los
nuestros, pero es que el frangollo de aquellos contornos le daba cien vueltas
al…
El hombre gordo se apartó discretamente y compró unas castañas
asadas para encubrir su alarma.
Sam sintió la necesidad de apagar la sed. Al otro lado de la
calle, unos hombres entraban y salían de un local por unas puertas giratorias.
Se entreveía fugazmente una barra reluciente y su correspondiente aderezo. El
vengador cruzó la calle y procuró entrar. Pero de nuevo el Arte había eliminado
el círculo que le era familiar. La mano de Sam no encontró ningún pomo; resbaló
en vano por encima de una chapa de latón rectangular y de una superficie de
roble encerado donde no había nada, ni siquiera del tamaño de la cabeza de un
alfiler, que sus dedos pudieran asi.
Desconcertado, sofocado, acongojado, se alejó de la puerta
infructuosa y se sentó en un peldaño. Una porra con forma de algarroba le hizo
cosquillas en las costillas.
–Date un garbeo, anda –dijo el policía–, que hace ya mucho rato
que estás holgazaneando por aquí.
En la esquina más próxima, un agudo silbido hirió el oído de
Sam. Se dio media vuelta y vio a un bribón de cejas negras que le miraba ceñudo
por encima de unos cacahuetes apilados sobre una máquina de vapor.
Sobresaltado, cruzó la calle. Una enorme máquina que andaba sin mulas, con la
voz de un toro y el olor de una lámpara humeante, pasó a gran velocidad,
rozándole una rodilla. El conductor de un coche de alquiler le golpeó con el
cubo de una rueda y le explicó que las palabras amables se habían inventado
para usarse en otras ocasiones. El conductor de un tranvía hizo sonar
frenéticamente la campanilla y, por una vez en su vida, corroboró lo dicho por
un conductor de coche de alquiler. Una señora corpulenta, vestida con un canesú
mudable, le hincó un codo en la espalda, y un chico que vendía periódicos le
arrojó meditabundo unas pieles de plátano al tiempo que murmuraba: «Conste que
no me gusta nada hacerlo… ¡pero si alguien llega a verme desperdiciando esta ocasión…!»
Habiendo acabado su jornada laboral y dejado la furgoneta en un
garaje, Cal Harkness dobló la aguda esquina del edificio que, por obra y gracia
de la caradura de los arquitectos, está inspirado en una maquinilla de afeitar.
De entre la masa de personas que caminaban deprisa, su vista captó, a tres
metros de distancia, al adversario superviviente, al implacable enemigo de sus
parientes.
Se paró en seco y dudó un momento, pues no iba armado y estaba
muy sorprendido. Pero la aguda vista del montañero Sam Folwell le había
identificado.
Hubo un súbito brinco, una onda en la corriente de transeúntes,
y la voz de Sam exclamó:
–¡Hombre, Cal! ¡Cuánto me alegro de verte!
Y en los ángulos formados por Broadway, la Quinta Avenida y la
calle Cuarenta y tres, los enemigos jurados de Cumberland se dieron un apretón
de manos.
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