sábado, 30 de enero de 2016

carta de amor a mi Gato BIZCOR

Ayer mismo te subías encima de mí, como acostumbrabas. Me iba a la cama y me seguías, a dormirte al calorcito de mis sabanas y pies. Te hacías un ovillo entre mis piernas. ¡Eras tan bueno...! Los últimos años se te olvidó hasta maullar, maullabas débil. 
Recuerdo el día que papá te trajo, eras un regalo de una amiga cuya gata había parido gatitos. Al principio extrañabas a tu mamá y nos mirabas como a extraños, ¿Quiénes serán estos? Pero con el tiempo supiste que éramos tu familia, aprendiste nuestro lenguaje, sé que entendías lo que hablábamos y sí nos referíamos a ti. Te llamábamos; Bizcor, échate, quita de aquí, no te comas eso. Bizcor significa “rápido, ágil” en eusquera. E “inteligente”. 

Tenías dos ojos grandes y brillantes de lechuzo. Mirabas con ojillos tiernos. Dos ojos como de mentira, como los ojos de un peluche que te miran tristes. Si se ponían rojos es que estabas enfadado, te volvías un tigre. Anda que no me habrás dado arañazos en la espalda, o en la cara. Te queríamos. Aunque te regañáramos; ¡no te subas a la mesa a comer de nuestros platos!. Era oler el pescado y venir corriendo a probarlo. A veces te dábamos un poco de pollo al morro. Empezaste a crecer y a ponerte gordo. Este gato esta mejor alimentado que sus dueños, decían. El rey de la casa. No he visto un gato más mimado en nuestra corte de cariño. Aunque luego empezaste a adelgazar, a perder masa muscular, eras todo hueso. De joven te subías a mi espalda y yo te llevaba por el pasillo y confiabas en mí, sabías que no te dejaría caer. Y si caías daba igual (sabido es que los gatos tenéis siete vidas). Nos dábamos auténticos besos de película en la boca. Te ponía morritos y te acercabas a mi boca y con tu hocico sucio me besabas. Hay veces que mordías, todo hay que decirlo. ¡Te tiraba al suelo!. Maullabas, te habías hecho daño y yo arrepentido de haberte lanzado al aire, te daba mimos y nos reconciliábamos. Te gustaba subirte sobre mi barriga, tumbado en el sofá viendo la tele. Me hacías compañía y dabas calor. Cuando escalabas mi panza atrincherándote al calorcito, me tranquilizabas, como si me dijeras; ¡descansa, duerme!, cuando me daban los ataques de ansiedad por la noche. Parecías susurrarme; ¡confía en tu cuerpo, en los ritmos naturales de la vida!. Por eso te tumbabas; para relajarme y que conciliase el sueño. Te gustaba te acariciase, tenías cosquillas, erguías la cabeza para que te masajeara el cuello. ¡Nos ha salido un gato sibarita, que pone el morro para comer y el cuello para darle arrumacos!. Te poníamos comida y algo de agua. Sacabas la lengua en el grifo del baño y bebías. Siempre bebiendo agua. Aún más cuando te diagnosticaron la diabetes. Casi no comías pero agua… en todo momento. Si yo amenazaba ducharte con la ducha de la bañera salías corriendo. Ya de mayorcito, te daba igual todo y te dejabas mojar. ¡Que de perrerías te hemos hecho y eso siendo un gato!. Aunque digan que los gatos son sibilinos, falsos, traicioneros; eres el mejor amigo del hombre. Eras mi mejor amigo. Nunca te puse lacitos en la cola pero te hacíamos otras trastadas. Tú nos lo perdonabas todo y nosotros tus arañazos. 

Nos íbamos de vacaciones y te dejábamos solo en casa cuidándola. ¡Que malos!. Menos mal que mi hermano venía a casa a ponerte la comida, limpiar la arena, servirte un plato de agua. Te llevamos en coche a Burgos, y, ¡claro!, te mareaste dentro de tu jaula. Vomitaste un hilillo de babas y comida. Te llevábamos de hoteles, y tú sin protestar.  Te abrazaba, te sacaba del salón, te recogía si te escapabas al descansillo. Venían los vecinos; nos hemos encontrado a este gato maullando y arañando la puerta para entrar. Subías las escaleras y si amagaba subir; subías más escalones. Siempre jugando, ¡juguetón!. 

Cuando volví de la uni y te vi tumbado en tu casita de cojines y mantas con la lengua fuera…. No tenías ganas de jugar conmigo. Peter Pan descubre que Wendy ha crecido y ya no jugarán nunca más juntos en el jardín de Kensington. Se me empañaron los ojos. Me ilusioné; aún vivías, te movías. Son sólo los espasmos de la muerte, los últimos estertores, dijo papá. Te buscaba el cuello para hacerte cosquillas, no respondías. Y los ojos perdidos, apagados, parecía que dentro brillaba aún una lucecita. Te metimos en tu jaula, por última vez y te llevamos al veterinario. Allí había un cartel; hasta las 6 no vuelvo. Y allí esperándole, se había puesto de acuerdo para llegar tarde el día en que tu morías. No hay nada que hacer. El corazón no late. No respira. Preguntó si queríamos enterrarte o incinerarte. Me salí del despacho del veterinario llorando. Te puso la inyección final y fatal  y todo terminó. Para siempre. 

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