domingo, 22 de abril de 2018

CUENTO DE MARIA


María se sentaba siempre en la última fila de clase. De niña se llevaba a la boca las gomas de borrar porque creía que eran de nata. La profesora la había castigado por dormirse en clase. En realidad, no estaba dormida sino pensando en sus cosas. -ya está otra vez la niña mirando las musarañas- La enviaron al aula 12, que estaba al final de un pasillo inmenso y oscuro. La profesora Begoña no sabia ya que hacer para que se atase bien los nudos de la bata. A veces María venía a clase con un zapato de cada color. A ella le gustaría tener zapatos de cristal como cenicienta. Siempre venía sucia y llena de manchas de barro porque perseguía mariposas y a veces se resbalaba por el parque. Eso es lo que preocupaba a su madre y a la profesora, todo lo que manchaba la casa. María era una niña sucia. Se lo había repetido miles de veces su madre. Pero no era así. En la bañera se podía tirar hora y media dentro de un mar de espuma. Le gustaba hacer pompas de jabón con una pistola que le había regalado su abuela. Cada pompa era un sueño, una nube que escapaba de su cabeza, de su imaginación. María ya con diez años se sentía marrón y se frotaba fuerte con la esponja, como intentando quitarse la suciedad de su piel. Estaba demasiado tiempo en el cuarto de baño. Ya de mayor la sicoanalista cognitivo-conductual hablaría de fases anales. Pero ella solo entendía el lenguaje de las pompas que escapaban como suspiros de su boca o la flor del abuelito cuando la soplabas. Le encantaban los bosques y cuando sus padres la metieron en un campamento de verano perseguía mariposas por los prados. Las mariposas son gusanos que se sentían sucios y han mudado de piel para volar, para ser libres en el viento. Solo viven un día, dicen, pero para ellas es una eternidad. María quería volar. Quería volar cuando su madre y su profesora hablaban de que no era normal, que hacía cosas que no eran propias de su edad. Quería volar cuando necesitaba un abrazo, pero su padre estaba trabajando.  María hacía cosas malas, pero las hacía sin querer, no podía evitarlas. 


La madre hablaba y hablaba con la profesora Begoña y de su boca salían pompas de jabón, pero llenas de palabras duras que explotaban en la gris pizarra. Hablaban de colegios especiales, de sicoanalistas y de programas de televisión en que salían sicoanalistas y niños conflictivos. Sus padres no solo decían que era sucia, también era mala. Fueron las últimas palabras de su abuela; -eres una niña mala porque te ha comido las aceitunas del tío sin pedir permiso a nadie, ladrona, malvada- María era sucia, mala y muchas cosas más. Todas las personas de su vida se habían permitido aconsejarla, darle lecciones como si ellos fueran felices. La habían llenado la cabeza de palabras y estas son muy difíciles de sacar una vez que se incrustan en la cabeza de una niña. Las palabras eran como un chicle explosivo que se enreda en el pelo y que luego duele cuando la niñera te lo intenta quitar. María llevaba el pelo lacio, porque Ana la niñera todas las mañanas se lo estiraba con un peine de oro.  A ella le hubiera gustado tenerlo rizado como ricitos de oro que podía comerse la sopa de los osos sin sentirse culpable. A María la habían contado muchos cuentos, hasta que un día dijeron que ya era mayor y entonces solo la contaban cosas tristes. En los cuentos, por crueles que sean, los malos acaban mal y los buenos bien. Pero en la vida real no es así porque lo que llaman realidad es solo una justificación del egoísmo humano. 

El cura del colegio vivía en los cuentos también, porque era muy inocente, o eso decía la abuela. -este hombre se ha quedado en la utopía. Estamos en los 90 y ya no se llevan los curas obreros- Eso decía la abuela, tan adelantada a su época. El cura se pensaba que los buenos iban al cielo y los malos al infierno. Para el cura Joana era una santa beata. Era callada y religiosa.  Joana era la amiga de infancia de María. Joana era alta y espigada y tan delgada que el viento se colaba a través de ella y la llevaba en volandas en los días de frio. A Joana le gustaba jugar con las hojas caídas de los árboles. Decía ser el dios Hermes, el dios del viento, y que las hojas volaban porque obedecían su divino designio. Joana había dejado de comer en el comedor del colegio. María recuerda que siempre escupía el puré, pero a María esto le parecía normal porque el puré del colegio era un asco que compraban de marca blanca. Un día vino un otoño muy fuerte y Joana fue barrida junto a sus hojas. Tenía anorexia. También decían que enanismo o bulimia. María se quedó sin amiga. 

María no tenía más amiga que Joana. Al entierro fue vestida de negro y Ana la niñera la puso un lacito. Habían ensañado con el cura todas las oraciones y todo salió según lo programado. María lloraba, pero no quería hacer ruido ni interrumpir al cura. Sus lágrimas eran más fuertes que todo el catecismo del párroco. Le impresionó ver a su amiga encerrada en una caja de madera. Era como esconderse en el armario, ese juego que tanto gustaba a su primo Oscar, solo que esa puerta ya no se abría más que para exhibirla por última vez. La gente dejaba caer lágrimas y demasiadas palabras a la urna de cristal donde Joana, como una bella durmiente, esperaba un beso que la despertara. 

María se acercó a ella. Joana era más guapa que ella, incluso ahora que estaba tan blanca y pálida. María la dio un beso en la mejilla, pero ella no despertó. La gente se abrazaba y aquel día incluso su padre la dio un abrazo. Toda la parte de quemarla y hacerla ceniza fue algo que María no vio. Cerró los ojos y pidió a ese dios del que hablaba tanto el cura, que fuera para siempre.  Pero los ojos de María volvieron a abrirse y en cambio los de Joana ya nunca más. El mundo era injusto, porque se había llevado a Joana que era una diosa del viento y no a María, que no era nada. 

María volvió abrir los ojos. Los abría cada vez que tenía una pesadilla. Eso le gustaba porque comparaba la pesadilla y la realidad y era mejor la realidad. Pero llegó una edad en la que era mejor lo que soñaba que la cama en que se despertaba. Porque la vida no te deja elegir; te abre los ojos y te hace ver lo que no quieres. María no quería morirse, aunque fantaseara con ello, porque también había cosas que le gustaban de la vida. Solo quería morir por un tiempo. y luego despertar. Y eso solo nos lo permiten los sueños o el arte; el mundo interior. El mundo inconsciente está a medio camino entre la muerte y la vida. Los sueños son ensayos para la muerte que hace la vida con nosotros. Nos crea la ilusión de que estar vivos y un día dejamos de estarlo, ¿qué diferencia hay entre las hojas que volaban ese día de otoño de las manos de Joana de un patio barrido en el que no hay nada? Alguien dirá que las hojas las movía el viento y no Joana, que la vida es la que gana y nosotros solo otras hojas más. Pero María sabía el secreto; las hojas se movían porque las movía Joana con su magia de diosa. 

María tardó mucho tiempo en hablar. Era la principal preocupación de los profesores, que hablara, que se comunicara. Pero en cuanto empezó a hablar la mandaron callar. No solo directamente los profesores o sus padres. Estos le decían “que parla baratos, vaya verborrea que gasta la niña” pero sus amigas la hacían callar sin decírselo. Ellas hablaban y hablaban y como eran las mayores lo que ellas dijeran era más importante que lo que ella pudiera decir. Entre todos la condenaron al silencio. Ella quería decir lo que se le ocurría por la cabeza, decir a todos como se sentía, pero pronto comprendió como jugaban los adultos con el silencio. Había que mentir, quizá no mentir directamente, pero elaborar algo que fuera mejor que el silencio. Y todos creían haber dado con palabras mejores que el silencio. Ella no solo callaba, sino que escuchaba y todas esas voces y palabras se le enredaban en su cabeza como chicle en el pelo. Formaban en ella una marabunta de hilos enredados, entre los que se había atascado su diadema de princesa. Y Ana, la niñera, seguía peinando a su princesita. 

Ella miraba por la ventana de su cuarto, pero su cuarto no era un torreón ni Ana el dragón que la custodiara. Y ¿quién iba a ser su príncipe azul? ¿el sapo verde de su primo Oscar con el que sus padres bromeaban casarla de mayor? La cabeza de María quería explotar porque estaba llena de palabras y ella quería entenderlas, pero había palabras con las que era imposible entenderse. Había palabras cuya única misión era que esa noche María no soñase. Eran las noches de voces, en las que María recordaba todo lo que la habían dicho desde niña, todas esas veces en que ella quiso decir algo y no la dejaron. ¿nunca han encontrado respuestas a todo lo que te dicen cuando ya no está la persona que te lo ha dicho? Pues María, en todo momento. 

Y como no la dejaban hablar María optó por callar. Cuando hablaba lo hacía torpemente y tan rápido que nadie podía seguirla. Hablaba un lenguaje secreto que sol entendían las hadas. Un lenguaje que era invisible para los adultos y que estos llamaban silencio o soledad. De repente salía todo lo que tenía guardado en su cabeza como un tesoro inapreciable. Había guardado su corazón en una cajita de nácar y el corazón se le había ido helando un invierno tras otro. Norta era una tierra demasiado gris, demasiado fría. 

De adolescente tenía amigas a las que contaba su vida. Tenía mucha necesidad de expresarse, pero sus amigas eran unas interlocutoras impacientes y egoístas. A nadie le importaba lo que ella sufriera. La comunicación era imposible, o solo era un juego de máscaras de carnaval y pelucas blancas de intelectuales ilustrados en que las dos personas se quedaban como habían empezado el debate.  ¿qué más daba contar su vida a la psicóloga del colegio o quedarse callada? ¿para qué tanta premura en que hablara y fuera normal si luego no la dejaban ocasión de hacerlo? 

La profesora se había puesto muy pesada en que María escribiera correctamente. Tenía una letra garrafal que no encajaba con “la letra de niña”, aquellos cuadernos impolutos con letra positiva y ascendente. Así que María rellenaba cuadernos de Rubio con cifras y cuadernos de repetir palabras. Repetir palabras que otros decían era como dibujar números, algo que los demás calificaban de “objetivo” o “realista” pero que no era suyo, sino prestado, robado, una forma de seguir callada y que nadie irrumpiera en su interior. 

La profesora no sabía que años después llegarían los ordenadores y que ya daría igual la forma en que se escribiese la caligrafía. Los adultos olvidan que el lenguaje solo es un instrumento. Creen que escribir es solo manejar la técnica de escribir, pero no se puede escribir sin tener algo que decir. Se escribe con palabras, pero sí estan no tienen ideas son como juguetes a los que seguimos jugando sin ganas de jugar. Se pueden hacer juegos de palabras como los surrealistas, que estudiaría después en sexto de primaria. O escribir sermones llenos de retórica, como los del cura, discursos grandilocuentes con palabras cultas y muchas citas.  Pero por bien escritos que estuvieran, formal y gramaticalmente, estaban vacíos de fondo. La mayoría de las palabras de la gente estaban vacías. 

Estaba vacía incluso la gran literatura, los libros que la obligaban a leer al final de la EGB. Quizá los hubieran escrito personas llenas de sentimientos e ideas, pero el tiempo los ha convertido en un tesoro de museo bibliotecario. Esas palabras a María no le decían nada. Todos tenemos algo que decir, porque todos sentimos algo parecido, pero cada persona lo expresa diferente. Y cuando empezamos a fijarnos en “como lo dice” la persona y no “en lo que dice” es que algo falla, que no nos estamos creyendo lo que nos dicen. 

Al principio de niños nos afectan mucho las palabras, luego aprendemos a relativizarlas. Este me dice esto, pero ¿por qué? No hay sitio en la cabeza de María para tantas palabras. Constantemente seleccionamos las palabras. Estas valen y estas no. El problema de María es que todas le valían, de ahí el enredo mental que tenía, que no la dejaba dormir. María escuchaba a todos, asentía a todos con la cabeza y no hacía caso a nadie. Pero las palabras se le quedaban en la cabeza como intrusos o okupas montando fiestas a las dos de la mañana. 

María fue una niña muy querida, aunque ella no se sintiera así. -por más cariño que la demos ella siempre pide más- María se sentía culpable por necesitar que la quisieran. La habían consentido todos sus caprichos y la habían convertido en la adolescente narcisista, frívola y egocéntrica que era ahora. pero ella no se veía así misma así.  En vez de una princesa ella se sintió toda su infancia una bruja malvada, porque había oído tantas veces que era mala que se lo había acabado creyendo. Era la secundaría del cuento, ni siquiera la cenicienta. Sus padres quizá hubieran durado más si no la hubieran tenido a ella, solían decir, porque habían basado su matrimonio en educarla y nunca habían sabido cómo. María era una niña rara que nadie sabía etiquetar. El cura una vez le dijo que llevaba el demonio en el cuerpo. Los psicólogos no se ponían de acuerdo en como llamarla; lo mismo podía ser una niña prodigio que una aspergeil o una autista o una esquizofrénica bipolar maniaco depresiva y paranoica. 

A veces los profesores no sabían cómo evaluarla, porque tenía cosas de genio y otras de vaga y maleante estudiante. Ahora cualquier adolescente sabe mucho más que lo que los profesores le han ido enseñando a lo largo de su educación y son los adolescentes los que examinan a los profesores. Cada profesor da al niño su conocimiento, le llena de palabras, y luego calla. Ha cumplido su labor. 

De lo que no se sabe se debe callar y como todo el mundo se cree un sabelotodo depositario de la verdad todo el mundo habla, grita y berrea. Son pocos los que todavía escuchan. En el metro María leía una novela, pero no conseguía abstraerse de la realidad. Cuanto más leía con más intensidad vivía su vida. Todos iban con cascos en los móviles para no escucharse más que así mismos. En clase no se oía al profesor y a María eso le daba pena. María abría los ojos cuando todos dormían. No quería llenarse de un teatro de sombras cuando recordaba los ojos apagados de Joana. Pero tampoco era quien para decirle a los demás que vivían en penumbras. Ella será su lazarillo. Joana ya no puede ver, pero María está ahí para contarle como sigue la vida, y que las hojas en el parque a veces la extrañan. Aunque el parque se haya llenado de heroinómanos.  

María se sentaba en la última fila de clase, así veía a todos y nadie la miraba a ella. Así era invisible como los fantasmas. Pero no podía dejar de abrir los ojos y de oír palabras. En casa montaba pataletas y se tapaba los oídos cuando sus padres gritaban por su culpa. Sus padres siempre gritaban en la cocina, con la puerta cerrada, pero María lo oía todo desde la sala, fingiendo ver una serie de dibujos japoneses. María quizá fue la última de clase a la que le brotaron los pechos en aquellos sujetadores de niña, pero fue la primera en conocer la palabra “divorcio.” En una época en la que no se hacía, en la que la mujer quedaba como una heroína de película de la transición o en una pobre neurótica que tomaba su café con leche releyendo a Virginia Woolf. 

La niña se pasaba el día en psicólogos. Con ellos jugaba a hacer puzles o a rellenar test en los que la preguntaban cosas. La mayoría tonterías. María sabía ya qué contestar para que creyeran que tenía un perfil u otro. Un día se hacía pasar por niña insociable y marginada y decía a los psicólogos que la hacían bullin. Pero otro día la convenía pasar más por un perfil de niña responsable y obediente, que memorizaba los exámenes y sacaba buenas notas. Muchas veces debía “condescender” con las demás niñas y hablar de los temas que ellas hablaban como el cotilleo de la tv. Hablar era un instrumento para conseguir cosas y aprendió a decir lo que querían escuchar, y a mentir. El día que calló, y no el que habló, fue el día en que empezó a ser adulta. Al principio fue el silencio, no el verbo. 

Como recordaba tantas palabras desarrolló una memoria extraordinaria para su edad y también mucha imaginación. Pero ambas facultades jugaban en contra suya. La imaginación la hacía ver fantasmas y la convirtió en una esquizofrénica, pasada de vuelta de la realidad, por un exceso de neurosis que desembocaba en sicosis. La memoria la hacía avivar los traumas o las palabras dolorosas que se mezclaban con las buenas palabras en un saco de manzanas podridas. El leguaje era la manzana que Blancanieves mordió y la condenó al sueño eterno. Era el hilo de la rueca de la Bella durmiente. Eran las manos pálidas y en cruz de Joana apretando un ramillo de violetas en su pecho inerte. La memoria era cruel porque no solo recordaba las cosas sino que quería volver a ellas. 

María rebuscaba en los baúles de su infancia, que se guardaban en el trastero, buscando una foto en el álbum familiar en la que se la viera sonriendo.  Esa niña que buscaba no existía, nunca había existido. En todas las fotos aparecía gris y mustia, con el ceño fruncido, con una mirada melancólica. 

La foto de su comunión la rencontraba con una niña taciturna que no podía ser ella. El fotógrafo la echó del estudio porque en las fotos para la comunión ponía caras de enfado adrede. Dice la madre que era porque no la habían dejado vestir con traje azul como a su primo Oscar. Ella debía vestir de blanco, como todas las niñas, y no de azul como los niños, y aún menos de rojo, como una domadora de circo. Ella quería vestir de rojo porque entonces leía libros comunistas, pero para sus padres solo era otra llamada más de atención, ir vestida como una folclórica que quisiera ser la muerta en la comunión. 

María seguía buscando momentos felices en su infancia. A veces entre aquellas fotos aparecía una sonrisa en sus trémulos labios. Pero era una felicidad artificial, como el borracho que cree ser feliz una noche de sábado. La madre organizaba fiestas de cumpleaños, en las que las demás niñas iban obligadas y ella apenas abría la boca. Debía agradecer los regalos a sus tías por educación, pero todo aquello le parecía un paripé; la madre ponía una mesa a lo largo del “jardín de los secretos”, que era como la abuela llamaba a su jardín. Ponía encima del mantel de cuadros (verdes y blancos) vasos y platos de plástico y cortaba la tarta de chocolate en varias piezas. En un cumpleaños de adolescente una de sus supuestas amigas se trajo a una de las chicas del bachiller, de las mayores, que le saboteó el cumpleaños, pidiendo lo más caro en el restaurante de comida rápida para después tirarlo al suelo.

María podía fingir que había sido feliz en su infancia. Era tan fácil como recordar a su niñera o a su abuela contándola cuentos. Pero los cuentos solo la llenaban de miedo y ansiedad. María tenía miedo a las sombras, al fantasma de Joana. Joana podía estar escondida en el armario, como cuando de niñas jugaban al escondite. Su madre lo llamaba el monstruo del armario. O podía estar debajo de su cama. o ser el ratón que le traía los regalos cada vez que se le caía un diente. Ella le traía los regalos de navidad o la llamaba en las pesadillas para que siguiera su luz, y su hilo invisible, y la ventana abierta ¡siempre tan cerca de ella! 

Los fantasmas saben ser invisibles y se resbalan por los muebles. Las hadas pueden caerse de un libro lleno de polvo como los que su padre tenía en la biblioteca-estudio. Los duendes locos pueden jugar con una niña solitaria a tomar el té. Y la niña atraviesa el espejo. En el espejo se ve sucia y mala y llena de palabras, pero si lo toca el espejo un conejo la invita a penetrar a un mundo donde los sueños son más importantes que lo que llaman realidad. Abre la puerta de la biblioteca de su padre y se sube a una silla para coger uno de los libros de su padre, lo ha puesto tan arriba porque debe ser un libro para mayores. Pero el libro se cae y se abre por la mitad y al igual que el espejo la invita a meterse. Pero ella grita y grita, ¡se está volviendo loca!, golpea el espejo y se llena la mano de sangre que cae espesa y dulce y roja al suelo. Y ella grita y grita, despierta sudorosa de la pesadilla, ¡ha sido una pesadilla, menos mal, no es real. Pero entonces distingue que la cama no es la de su cuarto. Está en un hospital. Y todo se llena de sombras. 

La gente solía olvidarse del nombre de María. Y también de su apellido. Como era la última de clase la mayoría de las veces se libraba de que los profesores la preguntaran a ella.
Había profesores que la temían y parecía que al corregir sus exámenes decían-bueno, habrá que ir pensando que nota la ponemos a “la loca”. Ella parecía no enterarse de nada, pero se enteraba de todo. Muchas veces hablaban de ella como si no estuviera presente, como se suele hacer con los niños. Y como no hablaba parecía aún más ausente, más fantasma. Pero ella oía todo eso que lo guardaba en su interior como un puñal ardiendo. Claro que su corazón cada vez era más fuerte, más de hierro o quizá, lo estaban convirtiendo en un corazón de cristal de hielo. El cobre es el elemento por el que pasa la carga negativa y la positiva de su mamá y de su papá. El cobre hace de comunicador entre dos personas, como ella hacía cuando estaba sin quererlo en medio de las discusiones de sus padres. El hierro sin embargo no permite que se traspase la electricidad. 

Hierro era por ejemplo su abuelo, con su cara arrugada como metal demasiado tiempo ardiendo en la fragua y su rostro ceniciento. Era el hierro de los altos hornos y de los hombres duros y graves. Ella había oído hablar de esos hombres corpulentos de antaño. No eran solo una leyenda. Habían existido hombres rudos, fuertes, que vivían la vida con gravedad. Ella en cambio era leve como el aire, volátil como las mariposas, voluble como la gelatina que se enredaba en su pelo. Aquellos hombres con su corazón de hierro eran cosa del pasado, de postal en blanco y negro; mineros que explotaban el interior de las cuevas, escarbando en las grutas, buscando su corazón congelado en el magma de la tierra. Ella quería tener un corazón como el de ellos, que pudiera soportar el tabaco negro que fumaban en las cantinas, que pudiera soportar una guerra civil o el hambre y la miseria. Pero el corazón de María era más de plástico que de metal. Su corazón era la manzana de Macintosh, el Appel. Un corazón hecho del cobre de los cables que conectaban sus neuronas con su ordenador. Era el cobre conectado a las retinas siempre atentas del psicópata de la naranja mecánica.  Un corazón de silicio, un alma como pantalla de metacrilato, y su boca cosida con el coltán del móvil. Era un corazón helado, pero de plástico postmoderno. 

María a los 16 años era una adolescente conectada a todos los aparatos. Veía su yo segmentado y fragmentado como los diferentes canales de un mando a distancia. En su cerebro había carpetas y archivos, pero desordenados. Le daba pereza ordenarlos, ponerse a unirlos como piezas de uno de esos puzles que gustaban tanto a los siquiatras cognitivo-conductistas. Su cerebro estaba sobre informado por todas esas voces que almacenaba en su cabeza como en un disco duro de ordenador, infinito.
Pero la melancolía de María sí tenía un límite, aunque la dijeran que tenía “un problema de límites”. La tristeza de María tenía el limite de una noche de sábado sin dormir en toda la noche cuando se ponía a gritar, o pagaba su frustración con sus padres. El limite era sentirse insultada, escupida, señalada por las uñas de sus compañeras de instituto. El limite era ser invisible para los chicos, aunque ella quisiera que la montaran en los asientos traseros de los coches como a las chicas guapas. El limite era volver de una fiesta sola, con el paraguas roto, y los ojos llenos de lluvia y ponerse a beber los cubatas que los demás escupían. 

Tenía momentos de lucidez en los que se daba cuenta que los locos eran los otros, pero lo fácil era culparse así misma. Ella por cerrar los ojos parecía la dormida, porque estaba en su mundo de fantasía, pero ¿y si los locos son los Otros? Su vida empezó a ser una película que protagonizaban con ella sin pedirla permiso. Sentía que su vida era exhibida en una teleserie barata de adolescentes. Sus compañeros eran solo actores en este montaje. Hasta sus padres estaban contratados para seguir con esta ficción retrasmitida en todo el mundo. La verían las abuelas en sillas de rueda zapeando sus programas basura y también los seguratas de los centros comerciales que la grababan cuando robaba cedes. Se los metía debajo del jersey sabiendo que estaba siendo grabada. Y como una actriz saludaba a su público. Sabía que pitaría la banda electrónica al salir del mega centro, pero le daba igual, porque nada era real, todo era la misma película. Robaba cedes, para sentir palpitar la adrenalina y luego los tiraba al cajón de los cedes robados, junto a la caja de los periódicos encontrados en la basura, los pinchos robados a vagabundos o los juguetes encontrados en la calle. Tenía miles de juguetes, pero no jugaba con ninguno. Tampoco habría tenido con quién jugar. Y además, no soportaba que todos los juegos tuviesen reglas. 

A veces sentía que sus amigos la escoltaban de las discotecas a su casa, que habían sido contratados por sus padres para vigilarla o pagados por el director del programa para dar un nuevo giro al show y aumentar el “reality”. “Ahora queremos que María se enamore, ahora que se case, ahora que deje a sus amigos intelectuales, que nos están haciendo perder audiencia… “ y ella obedecía el guion sabiendo que era grabada por los “seguratas”, o que era imposible escapar del psiquiátrico, que su tragedia era la comedía de un director cínico llamado Dios. 

María era un personaje de novela por más que se esforzara en ser escritora. Ella no temía al folio en blanco del inicio sino al del final. ¿Cómo acabaría la historia? Se le ocurrían miles de principios, pero ningún final. Sus cuentos los solía acabar en suicidios cuando se aburría de ellos. Abandonaba a su personaje, le tiraba por una ventana o por punta Galea y ya tenía final. Se aburría de ellos, igual que de sus juguetes. Seguía siendo la niña caprichosa y consentida, con miles de osos de peluche, pero ningún amigo. Así era imposible terminar ningún cuento. En sus cuentos podía ser una diosa vengativa y matar a los profesores que le caían mal. O hacer que sus padres volvieran a quererse.  

Tenía tanto que decir, que ¿por dónde empezaría?, y sobre todo, ¿Cuándo debería acabar? ¿Cuándo acaba una historia? Podemos estar elaborando la historia noches y noches sin dormir, como Shedesade al sultán; el pensamiento jamás acaba. Es la sintaxis imposible entre una tesis y su antítesis. Aquella mente neurótica, contradictoria, bipolar, ambivalente, no dejaba de dar vueltas una y otra vez a lo mismo. De forma obsesiva y rayante, como un cede robado que se podriría en el cajón sin ser nunca escuchado. 

¿Cuándo cesaría ese monologo interior, ese pensamiento sadomasoquista que se retroalimentaba a sí mismo? Escribir era alimentar al monstruo de dentro, ese monstruo de dentro es el niño interior, que (como todos los niños) es cruel y egoísta y también tierno y con mucha necesidad de que lo amen. Un monstruo humano demasiado humano y tan inhumano como son los monstruos. El pensamiento jamás cesaba. 

La dialéctica de los filósofos solo termina con el agotamiento. Y uno de los dos filósofos se queda dormido y borracho en el banquete de Sócrates y el otro termina por callarse. Y al despertar los dos filósofos seguirán pensando lo mismo, porque no saben nada, es su única certeza, y en ella se escudan, como si les pareciera normal que no hubiera respuestas. 

Y sin embargo preguntas hay infinitas. Y también sufrimientos. Y cuando das palabras a lo de dentro todo lenguaje es insuficiente porque no expresa nada, es hueco, vacío. Y porque el otro no escucha. María tampoco escuchaba, aunque se quedara con las palabras. y prometía obedecer, prometía cambiar, pero sí María hubiera obedecido no habría conflicto. María podía haber renunciado a su libertad ante esa promesa de felicidad que es tan golosa. Pero María prefería desobedecer. Ser libre para desobedecer, y para decir no sagradamente, para trasgredir, para ir por otro camino que no el marcado.  Perderse en sendas equivocadas, en aceras contrarias, en autopistas suicidas. Si María hubiera sido una niña integrada y obediente quizá hubiera sido más feliz pero no se sentiría tan libre como se siente siendo dueña de sus errores.

En su fuero interno creía que las personas eran incapaces de cambiar, ni siquiera por amor. Aunque lo intentaran. Igual que de niña hacía cosas que no podía evitar hacer, de mayor sería incapaz de seguir obedeciendo. Nunca había obedecido en su vida. No se había dejado educar por nadie. Atesoraba las palabras en su mente atormentándola, pero solo hacía caso a sí misma. Pronto se había dado cuenta de que esa voz paternal que algunos llaman Dios no es más que una voz que uno mismo fabrica. 

Bastaba decirla por aquí no para que ella fuera por allí. Y así se perdía en el bosque, lleno de lobos del inconsciente y de tormento interior, pero solo allí en ese bosque su monstruo era feliz. Su monstruo no podía pasearse por los salones de la burguesía, ni podía comer de etiqueta con cuchillo y tenedor. Su monstruo quería sangre y vida y se alimentaba de niños solitarios como ella. Ella era la Penélope que soltaba el hilo, igual que Gretel dejaba caer trozos de pan para señalizar el camino de vuelto. Ella soltaba el hilo, pero no para que la encontrara ningún Teseo guapo sino para que la devorara el minotauro. Y ella, como en los mosaicos cretenses, danzaría con el toro y el hombre salvaje y dionisiaco. La siquiatra decía que vivía la sexualidad de forma traumática. Ella no quería recordar como perdió la virginidad, porque no es un recuerdo bonito como el de los cuentos que le contaban de niña. De pronto le habían robado la niñez y ella buscaba entre esas fotos un momento en que hubiera sido feliz. La felicidad cada vez estaba más atrás, o así lo sentía. En su niñez fue feliz, y en eso se aferraba para engañarse así misma de que algún día volvería a serlo. 

¡Se acabaría rebuscar en el viejo arcón! Solo estaba cubierto de polvo y álbumes del tecnicolor de los años 80. Las fotografías de ahora tenían otra plasticidad y eran fotos instantáneas, que se sacaban en móviles y que se veían en ordenadores.  Se ha perdido la improvisación y espontaneidad de esas fotos pues ahora se podían sacar en cualquier momento. Antes se hacían menos fotos y las valorábamos más. Ahora posamos para las fotos en todo momento, con nuestra mascara, nos sacamos fotos en discotecas, en cualquier actividad cultural. 

En los tiempos de sus abuelos posar era algo mágico e irrepetible pues igual se hacía tres veces en una vida. En aquellas fotos de estudio los que posaban buscaban lo eterno, pero ahora lo eterno ha perdido su valor con el culto al instante y lo inmediato. Vivir el presente, recomiendan los libros de autoayuda, pero el presente es una ilusión en esta vida mutable y cambiante, nunca nos bañamos en el mismo río, no somos los mismos de esas fotos, ¿Quién era esa niña que sacaba la lengua? ¿yo era aquel monstruo que dicen que fui? 

Quizá aquella foto hecha en el presente nos ha pillado soñando el futuro, que siempre es más interesante que el presente en nuestra imaginación. O nos ha pillado el flash del instante aferrándonos a un conjunto de recuerdos distorsionados que llamamos pasado. Nada nos pertenece, pero lo que menos nos pertenece es el presente. Si nos bastase el presente nos habrían diseñado con memoria de pez. Vida llamamos a lo que percibimos por los sentidos, pero también a lo intangible como es el recuerdo o el sueño. Pero ese libro de fotos no le pertenecía a María y por eso lo abandonaría junto a los demás juguetes desechados, aunque nunca olvidados, de su infancia. María subía mucho a ese desván para encontrase consigo misma. Ordenar las fotos de ahora, del presente, en su ordenador no le daba la satisfacción de ver las fotos del álbum. Quizá porque esas fotos se podían tocar, igual que los libros del padre tenían el olor a viejo del anciano en que se había convertido. El ordenador es un monstruo frio que se bebe nuestros corazones y los hiela. Alimenta nuestras venas de la tinta invisible de los procesadores de texto y de las imágenes pixeladas que procesan nuestras retinas como si nos las inyectaran con los ojos sujetados por cables, como cuando vamos al oculista y nos van echando gotas y gotas. 

María era joven pero su mente era de niña vieja. Había vivido tan rápido que necesitaba los recuerdos para dar un sentido a su vida. Necesitaba poner fechas, ordenar recuerdos… quizá por eso guardaba todo. Todo lo que la había acompañado en la vida debía estar junto a ella, desde sus juguetes viejos, sus libros de adolescencia, los recortes de periódicos que habían despertado su curiosidad… era un Diógenes selectivo, porque no era basura, era “SU basura”. 

Diógenes era feliz viviendo así. No era un cínico por vivir como un perro. Los perros eran los otros, los que le marginaban, los que le señalaban. El complejo no lo tiene el que lo padece sino al que le molesta, pero un siquiatra etiqueta de complejo al que no se acompleja por ello. Es un tema peliagudo este de la culpa, que viene del sentido de culpa judeocristiano y que Nietzsche sitúa en el origen del resentimiento del intelectual y Freud como el origen de la neurosis.  Los siquiatras dicen que la culpa es de la niña con complejo de Electra y no de ese padre al que la niña no puede ni ver. Porque ese padre igual vive feliz mientras que la hija es desdichada por solo tenerle cerca. Pero un padre que ha violado a la niña puede no sentir sentido de culpa. ¿entonces la culpa es de la violada? La culpa es de todos, ven conmigo a desecharla, la tuya sublímala. Hay que olvidarse de la culpa, del árbol del bien y el mal, para seguir durmiendo placenteramente por las noches.

El problema siempre es el otro. Es inmaduro y es existencialista, pero es así. Sin el otro seríamos libres y felices en el paraíso, en una soledad querida (sin otro nadie nos impondría la soledad) Pero el otro nos obliga a convivir, a crear una sociedad, una cultura, una civilización. Somos sociales por naturaleza porque existe el otro, porque junto a Adán han puesto a Eva, junto a Caín han puesto a Abel. Los filósofos viven felices en su anarquismo solitario pero el conflicto surge con el otro. y con el otro surge toda cultura. La comunicación es imposible, pero nos obligan a hablar de niños, nos obligan a escribir, aunque luego manden callar a María o nadie lea sus diarios. El otro es nuestro infierno porque hace proyección de nosotros mismos. 

María era una egocéntrica, solo pensaba en ella misma. Le daba igual el hambre en el áfrica y las ancianitas que morían cada día en las azoteas. Estaba metida en su propio sufrimiento y en su dolor y no existían los otros más que como impedimento para lograr su felicidad (imposible de tan idílica) o su libertad (más soñada que real). A veces hay que subir al desván y deslizarse por la ventana, andar por el tejado y desde allí ver la ciudad con lejanía. El mundo ideal siempre ha estado en las nubes, encima de la copa e los árboles, pero todo castillo de arena en el aire necesita unos pilares. No se trataría de alcanzar la meta si lo importante solo fuera subir y subir y seguir. Pero es bueno a veces mirar lo que has recorrido y sentirte dichoso por ello. Ya no eres la que empezaste el camino. Desde arriba se ve el problema en su totalidad, relatividad y ambivalencia.  Desde arriba te ves a ti misma sufriendo y escalando tus problemas, pero desde abajo solo se nota que la cima esta demasiado alta. No es cierto que solo importe el camino y el andar y no la meta. Igual que no solo importa el presente. Da mucha satisfacción alcanzar lo soñado, que los sueños se cumplan y observar lo pasado desde arriba sin sentir vértigo por lo que aún queda por ascender. La ascensión es infinita, ya lo sabían los místicos, porque el viaje hacía nuestro interior es insondable como todas las cosas invisibles. 

Guardar le daba la falsa ilusión de que el tiempo no pasaba y que la vida se detenía. La vida no nos pregunta si queremos seguir subiendo. A veces deseamos pararnos, pero como lo importante es el camino nos dan una patada en el culo para seguir subiendo.  La vida nos empuja como un aullido interminable, recuerda las “palabras para Julia”. Goytisolo se paró. Se paró para escribirla esos versos de esperanza a su hija, porque crear es detenerse, intentar captar lo infinito y eterno en el tiempo y parar la materia en movimiento o fotografiar lo ínfimo, el presente detenido en todos sus detalles espaciales.  Como tiempo y espacio no se paran no se pueden captar, pero hacer arte es intentar apresar esas mariposas moviéndose, algo ficticio, un engaño de la física. Todo es relativo y ambivalente pero el ser humano busca los absolutos. 

Goytisolo se detuvo cuando se suicidó. Y en ese momento de inmolación tuvo que creer en Dios como todos creemos cuando nos llega la hora. A veces María quiere pararse y cerrar los ojos para siempre, recuerda los ojos apagados de Joana. Esos ojos la invitan a soltar la cuerda por la que sube y sube en su vida. Sería tan sencillo como cerrar los ojos, soltar la cuerda y caer a la garganta abismal del vacío. María seguía ascendiendo o seguía prolongando su condena a muerte con la falsa ilusión de mejora, de avance, de progreso. Seguiría el manual no escrito de la vida, que esconde su letra pequeña. Estudiaría, conseguiría un buen trabajo de periodista, se casaría, tendría hijos… seguiría subiendo hasta que la dijeran “hasta aquí”. No es más que un ratón en una jaula que corre en una polea tras el queso que nunca alcanza. Y si lo alcanza su monstruo de dentro lo devora y pide más. El deseo y el sueño es infinito, y su abolición (la de los místicos estoicos) algo tan inhumano como el satisfacerlo de la forma más primaria posible (la de los hedonistas epicúreos). De ambas formas seguiría alimentando al monstruo de dentro que lo quiere todo, ya y ahora. 

Pero era muy distinto pararse porque ella lo deseaba que pararse porque no hay otra. Los sueños de María eran infinitos. Tenía el inconformismo de una niña caprichosa y consentida a la que nunca le hubieran dicho que no o nunca hubieran mentido.  Lo quería todo, como quieren todo los niños. Lo material, lo espiritual… todo. La vida nos da todo, pero nada nos pertenece. Somos pequeños picaros de posguerra, pobres mortales que robamos el fuego de Prometeo. Pandoras y Evas que muerden la manzana de su propia curiosidad. Robamos la manzana del saber. Pero no somos culpables de nuestro latrocinio. Dios nos da un paraíso en la tierra para reírse de nosotros, para expulsarnos de él. Nos hace creer que el árbol de la vida nos pertenece, pero nos sugiere que hay otro árbol del que no podemos robar nada; El árbol de la ciencia. No nos satisface el árbol de la vida porque basta que nos digan que hay un árbol prohibido para que subamos a él a robar la manzana prohibida. Y es una manzana envenenada como la de Blancanieves. La manzana del árbol de la vida es un regalo que no nos pertenece y que debemos devolver. La manzana del saber nos hace libres pero infelices. Los intelectuales son infelices porque no les satisface su ignorancia y tampoco les llena ningún saber. Se nos regala la vida para ensayar con nosotros, como ratones. Pero los ratones sufren más cuanta más conciencia tienen del laberinto en el que están presos. No se puede escapar de él, solo correr más lento, pararse de vez en cuando, para coger aire, alimento, o para amar, y con un poco de suerte no dejarnos desmayar por el instinto de caída, de decadencia, de desvanecimiento, de muerte. 

Desvanecerse en el metro como una damisela herida y que todos acudan a consolarla, sería otra llamada de atención con la que la niña trataría de recobrar el cariño de sus padres. A Joana también la culpaban cuando dejaba de comer, como si la agresora de sí misma no fuera otra victima más de la vida. María fantaseaba con la idea de que la encontraran muerta en su apartamento al que había ido tras el divorcio. La encontrarían desmayada en el suelo, junto a un montón de botellas de licor y una caja vacía de tranquilizantes. Acabar su vida como una “fashion victim” y así ser de verdad la muerta en el entierro. Muchas escritoras habían ensayado su suicidio para la posteridad, olvidando que la eternidad moría con ellas. Sería una forma inocente e ilusa, inmadura y fácil, de seguir culpando a los demás. 

María no había dejado de ser niña, por más que la dijeran que ya no lo era. Las personas no pueden cambiar, se repetía, quizá porque sentía culpabilidad y frustración de no poder ser como los demás quisieran que fuera. Así que desterraba esos consejos a la letanía de voces que oía cada noche y que jamás obedecía.
No las obedecía, pero la herían. Si hubiera podido obedecerlas no habría neurosis. Ni culpabilidad por no haberlas obedecido. No se abría encerrado en el cuarto de baño mirando como una loca las cuchillas que su madre ya había privado. Igual que de niña Joana se negaba a comer. Eran huelgas de hambre que solo la perjudicaban así misma pero no podía evitarlas. Había algo heroico en aquellas pataletas de niña. Se saldría con la suya, aunque salirse con la suya fuera en perjurio de sí misma. Prefería ser infeliz a no ser libre. Y fue tan libre, que se volvió una hoja más barrida por el viento, como las hojas con las que jugaba y volaba en el patio del colegio. 

María tenía una sola novela en su cabeza que era ella misma. Joana nunca había existido, era parte de sí misma, otra de sus esquizofrénicas personalidades. Quizá solo era la niña imaginaria de María. Podía disfrazar su yo en el personaje de una damisela del xix o de una maruja comprando en el super como una nueva conjura necia contra sí misma. Pero no podía escapar de su yo. Ella, o su Yo, era el monstruo en que los demás la habían convertido y el monstruo que siempre soñó ser. Quizá en otras épocas más modestas el hombre había asumido con menos desgarro fundirse en la otroidad y en el objeto, pero en esta época el drama es que el yo se da cuenta de que está siendo objetivizado.  

María no tenía amigas, era una pesada, siempre hablaba de sí misma. Quizá no quería a nadie. Cada amante que había tenido era una proyección del ideal mental que tenía del amor y cada amigo se medía en la lealtad que a ella la tuvieran. Podía humillarse solo para sentirse querida. En su adolescencia la promiscuidad fue una forma de reafirmarse así misma. Estaba harta de ser ese personaje anónimo y silencioso, esa chica con los ojos esmeralda escondidos tras su pelo negro. Debajo de sus gafas de miope había un ser salvaje que quería vivir aventuras. No era la imagen que los demás tenían de ella, ni era la empollona ni la niña de papá ni la pelota del profesor ni la niña sin amigos ni la amante de las hadas. Ella tenía un fondo cruel que no la habían dejado manifestar. La habían relegado a un papel dócil y dulce que en nada tenía que ver con lo que sentía por dentro. 

Sus sentimientos no cabían en la carpeta con fotos de cantantes efébicos y dedicatorias de las otras adolescentes pijas. Los sentimientos en bruto no son nada, deben ser elaborados por el intelecto. Era la diferencia entre los poemas de sus compañeras de colegio, ripios ñoños, y los versos inmortales de los poetas románticos alemanes. Su romanticismo era visceral, venía del monstruo de dentro, pero su pensamiento interior, contradictorio y dual, lo teñía todo de idealización y cristalización. Así era imposible amar de verdad. Amaba las ideas, la idea de amor, la idea de bosque, la idea de vida. En algún momento de su vida, quizá de niña, había vivido la Vida sin intelectualizarla. El aldeano ignorante no es más feliz, tampoco el loco o el inconsciente o el moribundo que no quiere saber que se está muriendo. Pero es una forma de seguir culpabilizando a los otros, la culpa la tiene el cerebro, el árbol de la ciencia, pero es que este árbol no se puede desligar del de la vida. Hasta el más ignorante sabe algo, aunque el aldeano analfabeto solo sepa que si alguien muere se le entierra debajo de unas hojas. Cuanto más sabemos más sufrimos, pero la culpa no es del saber, sino de la vida. ¿por qué culpar a ese pensamiento obsesivo cuando ese no es más que un instrumento por el que el monstruo se expresa? El lenguaje es la pistola, pero la culpa es del pistolero. 

Ese pensamiento, esa imaginación desbordante, solo la ha hecho sufrir, pero también la ha hecho jugar a conocerse a sí misma, otro juego sadomasoquista, otra foto del álbum en que parecemos felices sin serlo o tristes sin estarlo del todo. No le da miedo el comienzo de la novela, que empieza con la curiosidad por uno mismo y la necesidad de decirle al otro lo que somos.  Le da miedo el final. Morirse antes de acabar esa novela infinita de su vida. 

¿Y qué sentido tiene escribirla? El que alguien escuche su historia. Sin ningún afán de moralizar o de aconsejarle. Ya está harta de los sermones del cura, de los consejos de Perogrullo de su abuela. No va a aportar nada a su lector, quizá le aburra. A nadie le interesa lo que ella sufra. Si escribe y da rienda suelta al monstruo es lo mismo que si no escribe. No tiene sentido ni para ella misma, pero es incapaz de dejar de escribir. Alguien tendría que hacerla parar, porque ella no es capaz de obedecer, ni así misma. 

¿En qué momento su pensamiento entra en estado de delirio? Responder eso sería pretender que sabemos definir lo que es real o lo que es racional. Son los otros los que dan el sentido de realidad y racionalidad. Lo que los demás hacen, lo que está permitido... adentrarse en los bosques de uno mismo está lleno de peligros; el de rendirse (la crisis de vocación) El de perderse (la locura). El de que nos encuentre el otro, (algo solo posible en los cuentos y en la ficción). Y al final no hay salida. 

No había salida cuando se reían de ella en el colegio. Podía rendirse y ser devorada por las risas del otro y así poner la otra mejilla mientras todo termina en una bacanal en la que el más grande devora al más pequeño. Y mientras es quemada en la pira creerse Juana de Arco y gritar ¡soy una mártir, una santa! (moriría igual) Podía enfrentarse, pero siempre perdería, porque los buenos o las victimas solo ganan en dos casos; en los cuentos de hadas y en la moral religiosa. Y la tercera opción sería huir. Evadirse, refugiarse en el arte o la literatura. Toda su vida había sido una huida. 

Esa sería la solución más sabia. Pero huir para volver. La huida definitiva es la locura, la muerte y el suicidio. Para huir hay que saber que tarde o temprano volverás como vuelve el hijo prodigo en brazos del padre que lo maltrataba. Y volverá a huir el hijo, y volverá a volver. Igual que de niña se escapaba de casa sabiendo que la buscaría la policía, y que todo quedaría en otra pataleta más. Como casarse sabiendo que se divorciaría. Como huir del marido que la maltrataba sabiendo que encontraría otro peor. Como robar en los supermercados sabiendo que la estaban grabando. La vida es una búsqueda, de lo perdido (la felicidad de la infancia) pero cuando se encuentra algo enseguida hay que buscar otra cosa más. En el arte hay que poner un final. En la vida este final nos es impuesto. Por eso la única forma de ser dioses es el arte, en la creación somos libres y en la vida no. 

Quizá sea momento de poner un final en esta novela, pensaría María tantas veces en las diferentes camas en las que ha dormido. Siempre piensa que es un final definitivo, que a la mañana siguiente no se despertará. Pero llega el nuevo día y hay que despertarse, aunque no quiera. El miedo es lo único que le ata ya a la vida. Si supiera lo que hay más allá no tendría miedo de cerrar los ojos. 

Pero entonces recuerda el silencio de los ojos cerrados de Joana mientras la convertían en cenizas la cama, su lecho nupcial de bella durmiente. Por ese miedo a las pesadillas siempre abre los ojos al final. ¡mierda! La vida ha vuelto a salirse con la suya. “Sigo viva, sigue la película que hacen conmigo, no me dejan ni dormir”. Es terrible que la vida siga a pesar de todo y a la vez maravilloso. La vida sigue después de la peor de las desgracias. Tal vez siga la vida después de la peor de las tragedias; la muerte. Pero por si acaso abre los ojos, como una bella durmiente que mira de reojo todo lo que está sucediendo. Como la niña que espiaba las conversaciones de adultos de sus padres desde su cuarto, que ya no se querían, por su culpa. María es cenicienta, y de ella se ríen las uñas crueles de sus compañeras, pero algún día tendrá zapatos de cristal. Su corazón al que quieren leve como la ceniza, permeable como el cobre, de plástico y de cotán, se volverá de hielo y cristal irrompible y de hierro, y entonces ya nadie podrá evitar que baile con la muerte como si hubiera ganado la víctima, aunque estas solo ganen en los cuentos de hadas. 

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