jueves, 19 de julio de 2018

EL MALTRATO ANIMAL

La violencia contra los animales no es algo de lo que la especie humana deba enorgullecerse. Este relato reaviva el debate de sí los toros son arte y cultura o una simple salvajada. En muchas fiestas de pueblos se sigue torturando animales para el disfrute popular; arrojan animales por barrancos, o la misma fiesta de San Fermines. En los zoológicos tenemos a los animales en cautiverio, encerrados en jaulas. Parecen más humanos los parques naturales, que respetan su hábitat y ecosistema. Los animales son sacrificados para alimentarnos, en pueblos dónde siguen haciéndose matanzas o en granjas y mataderos industriales. Tras un proceso mecánico se elaboran los embutidos y carnes que compramos en los supermercados. Ante estos crímenes han surgido asociaciones de vegetarianos y veganos que ofrecen dietas alternativas, más saludables y sin el peso de estos asesinatos cruentos.


 










Había visto de niño la matanza del cerdo en su pueblo. El segundo día allí y ya se había amigado con el hijo del alcalde. En un pueblo de cuatro casas de adobe el alcalde, el cura o el boticario eran las máximas autoridades, hombres de paz respetados por todos, como la puta del pueblo. El alcalde poseía la mayor parte de las eras, tenía tractores y cosechadoras para desgranar el trigo y amontonarlo, y tenía también varias cuadras con animales. 

Su amigo le llevó a las cochineras, allí encerraban a los cerdos en celdas comunitarias. Los guardaban en habitáculos estrechos llenos de paja y excrementos, vallados por unos muros de madera. Les arrojaban pienso, alimento, estiércol y abono, y los iban engordando. Al principio los dejaban pastar por las eras, dehesas y campas de alrededor, olisqueaban las bellotas del suelo, e incluso a veces descubrían trufas. Pero había un momento en que les recluían en estas cochineras hasta su muerte. Los cerdos presentían cuando llegaba la hora del sacrificio en el matadero. A Daniel le pareció que todas aquellas cuadras despendían un olor especial: a puerco, a paja y a suciedad. El alcalde, el padre de su amigo, eligió a uno de los más gordos con el dedo. Le agarraron entre varios, el gorrino se resistía y empezó a chillar al cogerle del pescuezo. El aldeano se relamía pensando en los jamones que adivinaba en aquel cuerpo rechoncho. El cerdo estaba muy asustado y otros cerdos en solidaridad también protestaron. Le colgaron sobre la romana. El cerdo no dejó de chillar cuando le dieron un golpe fatal en la cabeza. Un cuchillo le atravesó las tripas y le abrieron y sacaron los vientres. Lo colocaron moribundo y sangrando en una plancha y con una pistola de fuego le fueron quemando el cuerpo y quitando el vello. Lo chamuscaron en una pira que prendieron con una bombona de butano y formaron una hoguera de bulagas, unas plantas silvestres ya secas que habían cogido hace unas semanas. Iban dejando la piel limpia. Luego lo abrieron en canal con un cuchillo enorme, y lo despiezaron. Lo primero que sacaron fue su laberinto de intestinos y después Daniel vio su corazón lleno de sangre. Fueron vaciando y cortando aquel cadáver ensangrentado con distintos cuchillos, incluso con sus propias manos, y un pequeño hacha para las partes más gruesas. Parecía lo más normal para ellos este asesinato. Se recrearon hundiendo los dientes afilados al pobre animal. Lo hacían intuitiva e, instintivamente, cualquiera con un poco de idea podría hacerlo. «Del cerdo está bueno hasta los andares y no se desperdicia nada», aseguró la mujer del alcalde. Estaban acostumbrados a degollarlo. Daniel se preguntó si la señora podría arremeter aquel mismo cuchillo contra una persona humana, contra él mismo. Cortaba los jamones en tacos y piezas con rabia, mimetizándose con el silencio que había inundado la cocina tras el último estertor del cerdo. 
 
 
En un balde lo fueron cortando, enfundados en guantes, metiendo las partes sobrantes en un balde. Su cuerpo estaba lleno de tocino y partes blancas. Aquello duró muchas horas, a Daniel el tiempo se le hacía eterno y no podía dejar de llorar por la suerte del gorrino. Efectivamente aprovecharon todo: sus costillas, su morro, sus patas. Le enseñaron la maquina con la que hacían los chorizos, pero aquello ya no era capaz de presenciarlo. La señora preparó en una olla un refrito con ajo y aceite y algo de vino. La cazuela desprendía un olor rico pero que a Daniel le hedía a muerte. La señora lo llamaba «el adobado».
 
Al mediodía ya tenían la comida asada, preparada y dispuesta en la mesa. Y el cerdo, o lo que quedaba de él, una manzana en la boca. Organizaban toda una fiesta en torno a la matanza y se servían los mejores vinos cosechados y madurados en las bodegas. La madre de su amigo se había pasado la mañana cortando patatas. En la mesa había varias piezas de charcutería y embutidos. Daniel pensó que el mismo destino darían a las vacas que ahora pastaban indiferentes a todo, o a las cabras que Miguelita la pastora solía pasear por el prado.
 
MIguelita la pastora no hablaba, o al menos nadie la había visto hablar. Vivía como una ermitaña en una casa de adobe y paja medio derruida. Había perdido a toda su familia y no se la conoció nunca hombre. El cura, que era un romántico, creía que Miguelita era una autodidacta y que se llevaba libros de poesía para leer cuando se sentaba en el prado, porque una vez la vio con un libro. Pero la realidad es que Miguelita se tumbaba bajo el árbol y se quedaba traspuesta, en duermevela, sin perder ojo a las cabras, para que no se despeñaran. No sería la primera vez que una cabra loca se había precipitado por el barranco. Miguelita era también una cabra que había querido salirse del rebaño, solía bromear el pastor de almas. Las ovejas que iban a su iglesia también balaban el estúpido canto gregoriano. Y había que tener cuidado de los lobos, y de los ateos, que las llevan por las malas sendas. 
 
Daniel intentó engañarse; en las granjas industriales les darían un trato más humano a los animales que en su pueblo. Pero en la asociación de vegetarianos y veganos le describieron sin ahorrar detalles escatológicos cómo los mataban. Les privaban de libertad y los engordaban hasta sacrificarlos. También los zoológicos tenían a los animales en cautiverio, para que los niños les señalaran con el dedo o les toquitearan el rabo, cegados por las fotos de los visitantes. En aquellas factorías industriales los animales eran un número más y los liquidaban de la forma más brutal. Las paredes se llenaban de sangre, las propias sierras tenían la marca del delito y los gritos y chillidos se hacían insoportables. Ni siquiera les daban una anestesia o algún atenuante del dolor, aunque las protectoras de animales últimamente les estaban presionando con este tema. 

 
Daniel se acordó del libro Rebelión en la Granja de Orwell, que era una distopía, una fábula moderna con animales para advertirnos de los peligros de las dictaduras y los comunismos. Y luego recordó películas como Babe el cerdito o Chicken Little, el argumento de todas era el mismo; los animales se rebelan a sus granjeros y montan una fuga de Alcatraz. Desde Esopo hasta Samaniego las fábulas nos han dado siempre una moraleja ilustrada, nos han hecho ver nuestros errores y defectos a través de unos animales que actúan tan torpemente y tan humanos como nosotros: la hormiguita laboriosa y la cigarra a la que persigue la ley de vagos y maleantes, la zorra que adula al pajarito para que le caigan las uvas del pico, la tortuga que gana a la libre en la carrera de la competición capitalista absurda o el animal pequeño que con su astucia vence al Goliat del león gigante. Incluso salvar a Willy era una fábula moderna.  

 
Daniel pensó: ¿Por qué nos hemos erguido como la especie superior? ¿En qué momento nos hemos engreído superiores a los animales? En la edad medía hubo un auténtico debate acerca de sí los animales tenían alma, parecido al de sí los ángeles tenían sexo. Santo Tomás de Aquino había concluido que sí, que eran hijos de Dios también, aunque dudó más en sí las mujeres tenían espíritu.  Daniel imaginó un cielo de perritos donde la dama y el vagabundo seguirían sorbiendo espaguetis juntos toda la eternidad. Para Descartes no estaba tan claro: los hombres tenían raciocinio y los animales no. Ellos vivían pero no existían, vivían instintivamente, guiados por sus impulsos primarios, pero no tenían conciencia de su existir. Los románticos idealizaban la naturaleza y creían que los animales eran más libres que nosotros, cuando son autómatas a los que guían instintos que no pueden dominar. Famoso es que Nietzsche, antes de morir en el psiquiátrico de Basilea, abrazó a un caballo pidiéndole perdón por parte de Descartes que los había creído desalmados. Aquel súper hombre más allá del bien y el mal se descubría ahora llorando patéticamente por un animal. 

 
Ahora sabemos que los animales tienen su lenguaje y sus ritos, una especie de cultura, y sentimientos, sufren si muere otro animal o le amontonan huesos o ramas en una especie de homenaje. Los animales sueñan, tienen su propio inconsciente colectivo. ¿Los animales nos considerarán a nosotros los verdaderos salvajes que los matamos por puro divertimiento? Ellos matan para comer, por pura supervivencia. Nos hemos creído superiores por desarrollar esta malformación del cuerpo que llamamos cerebro y que nos ha hecho establecer la sociedad jerárquicamente como una mente que manda al resto del cuerpo. Todo lo hemos establecido según ese pensamiento horizontal: Un Dios en el cielo y el mundo de las ideas y un infierno debajo, en el inframundo de las cosas y las sombras. Hemos priorizado la cabeza sobre el cuerpo o los sentimientos. En la empresa siempre hay una mente que manda sobre las demás. Nuestra Razón templa los instintos primarios, reprime y sublima las pulsiones del placer y el dolor, los dos caballos del auriga, el eros y el thanatos. Los animales nos miran con miedo. Las plantas no sienten, no tienen sistema nervioso y vegetan, pero son capaces de sentir si una gota de agua cae sobre su cuerpo de hojas, sienten con todo su cuerpo.A veces ponen a Mozart para exprimir las uvres de las vacas y sacarlas su leche. Y alguna vez había visto las petunias y los geranios de su abuela bailando sus hojas al son de estos músicos clásicos. 

Daniel a la salida de la asociación vegetariana va con otros militantes y amigos a un vegano de las sietes calles de Bilbao. Hacen un pintxo pote de productos saludables, dietéticos. No es capaz de comer nada que haya sangrado o sufrido. Ni siquiera huevos, porque sabe cómo las obligan a empollar a las propias gallinas en las granjas de incubación, a través de planchas calefactoras y aparatos tecnológicos. Las alimentan artificialmente, las provocan los partos y luego las separan de sus huevos. Una máquina va colocándolos en las hueveras que compramos en los supermercados para freírlos luego en la sartén. Tampoco puede beber leche. Todo lo intenta sustituir con productos vegetales y también evita productos industriales, llenos de calorías, edulcorantes y colorantes. Está en contra de los contaminantes pesticidas. Ha visto cómo se cultiva en las huertas de su pueblo y el recuerdo de aquella matanza le reafirma en su veganismo. En el restaurante la Salud les dan los pinchos, pero a Daniel le saben extraños, aguados, no le acaba de convencer esta comida y a veces echa de menos el sabor de un pincho de jamón. Un amigo bromea con que uno es vegano salvo cuando hay un buen marisco. El dietista le asegura que sí sigue esta dieta y come lo acordado su cuerpo se proveerá de las mismas vitaminas y proteínas que comiendo carne. Daniel no puede soportar la visión de una chuleta, y antes de hacerse vegano siempre pedía la carne muy hecha, para no verla sangrante e imaginar aquellas muertes dolorosas. 

 
A la tarde ha quedado con su abuela, ella no entiende su dieta y encima le regala unas entradas para ver los toros en la plaza de Vista Alegre. Su abuela le deja caer todos los tópicos sobre que es un arte, una cultura y que le dan una muerte más digna que en un matadero. Daniel sólo ha estado una vez en los toros y le horrorizó cómo le sacaron al ruedo, cómo le marearon con una capa roja y luego le fueron clavando banderillas hasta insertarle una espada que le derrumbó en el suelo sangrando y agonizando. El toro estaba confundido entre el color rojo chillón que le ponía agresivo y la velocidad con que le cubría la capa. A través de sus ojos veía en blanco y negro y difusamente todo aquello: el público gritando o expectante en las gradas, el torero levantando el estoque y las puyas. Aquello era un arte, sí, como el de los gladiadores matándose entre ellos, en los circos romanos, a veces cubiertos de agua y otras de arena. Como el esclavo o cristiano a los que devoraban los leones, ante un emperador que levantaba o bajaba el dedo salvándoles o condenándoles. Un pan et circum para el pueblo. Y un asesinato para los toros. Su abuela era una autentica tauromáquica, y también iba a una asociación, en la que leían poemas castizos y rendían culto a Hemingway.

Aquel aventurero inglés se enamoró de los San Fermines, y quizá no lo habría hecho ahora, ¡Si saliera de su tumba y viera a todos los borrachos en botellón! Todo comienza con el chupinazo en la ermita de San Fermín. Pamplona se llena de turistas, ingleses, alemanes, americanos...Algunos corren ante el toro, borrachos y siempre hay heridos, incluso muertos. Se trata de sentir la adrenalina huyendo de aquellos cuernos y astas. Los toros corren por toda la bajada hasta la plaza mayor, golpeados por palos, y conducidos por el recorrido establecido. ¿Qué pensaría Hemingway de unos sanfermines como los de la Manada? La manada humana es mucho más cruel que las manadas animales. 
 

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