La violencia contra los animales no es
algo de lo que la especie humana deba enorgullecerse. Este relato reaviva el
debate de sí los toros son arte y cultura o una simple salvajada. En muchas
fiestas de pueblos se sigue torturando animales para el disfrute popular; arrojan
animales por barrancos, o la misma fiesta de San Fermines. En los zoológicos
tenemos a los animales en cautiverio, encerrados en jaulas. Parecen más humanos
los parques naturales, que respetan su hábitat y ecosistema. Los animales son
sacrificados para alimentarnos, en pueblos dónde siguen haciéndose matanzas o
en granjas y mataderos industriales. Tras un proceso mecánico se elaboran los
embutidos y carnes que compramos en los supermercados. Ante estos crímenes han
surgido asociaciones de vegetarianos y veganos que ofrecen dietas alternativas,
más saludables y sin el peso de estos asesinatos cruentos.
Había visto de niño la matanza del cerdo en su
pueblo. El segundo día allí y ya se había amigado con el hijo del alcalde. En
un pueblo de cuatro casas de adobe el alcalde, el cura o el boticario eran las
máximas autoridades, hombres de paz respetados por todos, como la puta del
pueblo. El alcalde poseía la mayor parte de las eras, tenía tractores y
cosechadoras para desgranar el trigo y amontonarlo, y tenía también varias
cuadras con animales.
Su amigo le llevó a las cochineras, allí encerraban
a los cerdos en celdas comunitarias. Los guardaban en habitáculos estrechos
llenos de paja y excrementos, vallados por unos muros de madera. Les arrojaban
pienso, alimento, estiércol y abono, y los iban engordando. Al principio los
dejaban pastar por las eras, dehesas y campas de alrededor, olisqueaban las
bellotas del suelo, e incluso a veces descubrían trufas. Pero había un momento
en que les recluían en estas cochineras hasta su muerte. Los cerdos presentían cuando
llegaba la hora del sacrificio en el matadero. A Daniel le pareció que todas
aquellas cuadras despendían un olor especial: a puerco, a paja y a suciedad. El
alcalde, el padre de su amigo, eligió a uno de los más gordos con el dedo. Le
agarraron entre varios, el gorrino se resistía y empezó a chillar al cogerle
del pescuezo. El aldeano se relamía pensando en los jamones que adivinaba en aquel
cuerpo rechoncho. El cerdo estaba muy asustado y otros cerdos en solidaridad también
protestaron. Le colgaron sobre la romana. El cerdo no dejó de chillar cuando le
dieron un golpe fatal en la cabeza. Un cuchillo le atravesó las tripas y le abrieron
y sacaron los vientres. Lo colocaron moribundo y sangrando en una plancha y con
una pistola de fuego le fueron quemando el cuerpo y quitando el vello. Lo
chamuscaron en una pira que prendieron con una bombona de butano y formaron una
hoguera de bulagas, unas plantas silvestres ya secas que habían cogido hace
unas semanas. Iban dejando la piel limpia. Luego lo abrieron en canal con un
cuchillo enorme, y lo despiezaron. Lo primero que sacaron fue su laberinto de
intestinos y después Daniel vio su corazón lleno de sangre. Fueron vaciando y
cortando aquel cadáver ensangrentado con distintos cuchillos, incluso con sus
propias manos, y un pequeño hacha para las partes más gruesas. Parecía lo más
normal para ellos este asesinato. Se recrearon hundiendo los dientes afilados al
pobre animal. Lo hacían intuitiva e, instintivamente, cualquiera con un poco de
idea podría hacerlo. «Del cerdo está bueno hasta los andares y no se
desperdicia nada», aseguró la mujer del alcalde. Estaban acostumbrados a
degollarlo. Daniel se preguntó si la señora podría arremeter aquel mismo cuchillo
contra una persona humana, contra él mismo. Cortaba los jamones en tacos y
piezas con rabia, mimetizándose con el silencio que había inundado la cocina
tras el último estertor del cerdo.
En un balde lo fueron cortando, enfundados en
guantes, metiendo las partes sobrantes en un balde. Su cuerpo estaba lleno de
tocino y partes blancas. Aquello duró muchas horas, a Daniel el tiempo se le
hacía eterno y no podía dejar de llorar por la suerte del gorrino. Efectivamente
aprovecharon todo: sus costillas, su morro, sus patas. Le enseñaron la maquina
con la que hacían los chorizos, pero aquello ya no era capaz de presenciarlo.
La señora preparó en una olla un refrito con ajo y aceite y algo de vino. La
cazuela desprendía un olor rico pero que a Daniel le hedía a muerte. La señora
lo llamaba «el adobado».
Al mediodía ya tenían la comida asada, preparada y
dispuesta en la mesa. Y el cerdo, o lo que quedaba de él, una manzana en la
boca. Organizaban toda una fiesta en torno a la matanza y se servían los
mejores vinos cosechados y madurados en las bodegas. La madre de su amigo se
había pasado la mañana cortando patatas. En la mesa había varias piezas de
charcutería y embutidos. Daniel pensó que el mismo destino darían a las vacas
que ahora pastaban indiferentes a todo, o a las cabras que Miguelita la pastora
solía pasear por el prado.
MIguelita la pastora no hablaba, o al menos nadie la
había visto hablar. Vivía como una ermitaña en una casa de adobe y paja medio
derruida. Había perdido a toda su familia y no se la conoció nunca hombre. El
cura, que era un romántico, creía que Miguelita era una autodidacta y que se
llevaba libros de poesía para leer cuando se sentaba en el prado, porque una
vez la vio con un libro. Pero la realidad es que Miguelita se tumbaba bajo el
árbol y se quedaba traspuesta, en duermevela, sin perder ojo a las cabras, para
que no se despeñaran. No sería la primera vez que una cabra loca se había
precipitado por el barranco. Miguelita era también una cabra que había querido
salirse del rebaño, solía bromear el pastor de almas. Las ovejas que iban a su
iglesia también balaban el estúpido canto gregoriano. Y había que tener cuidado
de los lobos, y de los ateos, que las llevan por las malas sendas.
Daniel intentó engañarse; en las granjas
industriales les darían un trato más humano a los animales que en su pueblo.
Pero en la asociación de vegetarianos y veganos le describieron sin ahorrar
detalles escatológicos cómo los mataban. Les privaban de libertad y los
engordaban hasta sacrificarlos. También los zoológicos tenían a los animales en
cautiverio, para que los niños les señalaran con el dedo o les toquitearan el
rabo, cegados por las fotos de los visitantes. En aquellas factorías
industriales los animales eran un número más y los liquidaban de la forma más
brutal. Las paredes se llenaban de sangre, las propias sierras tenían la marca
del delito y los gritos y chillidos se hacían insoportables. Ni siquiera les
daban una anestesia o algún atenuante del dolor, aunque las protectoras de
animales últimamente les estaban presionando con este tema.
Daniel se acordó del libro Rebelión en la Granja de Orwell, que era una distopía, una fábula
moderna con animales para advertirnos de los peligros de las dictaduras y los
comunismos. Y luego recordó películas como Babe
el cerdito o Chicken Little, el argumento de todas era el mismo; los
animales se rebelan a sus granjeros y montan una fuga de Alcatraz. Desde Esopo
hasta Samaniego las fábulas nos han dado siempre una moraleja ilustrada, nos
han hecho ver nuestros errores y defectos a través de unos animales que actúan
tan torpemente y tan humanos como nosotros: la hormiguita laboriosa y la
cigarra a la que persigue la ley de vagos y maleantes, la zorra que adula al pajarito
para que le caigan las uvas del pico, la tortuga que gana a la libre en la
carrera de la competición capitalista absurda o el animal pequeño que con su
astucia vence al Goliat del león gigante. Incluso salvar a Willy era una fábula
moderna.
Daniel pensó: ¿Por qué nos hemos erguido como la
especie superior? ¿En qué momento nos hemos engreído superiores a los animales?
En la edad medía hubo un auténtico debate acerca de sí los animales tenían
alma, parecido al de sí los ángeles tenían sexo. Santo Tomás de Aquino había
concluido que sí, que eran hijos de Dios también, aunque dudó más en sí las
mujeres tenían espíritu. Daniel imaginó
un cielo de perritos donde la dama y el
vagabundo seguirían sorbiendo espaguetis juntos toda la eternidad. Para
Descartes no estaba tan claro: los hombres tenían raciocinio y los animales no.
Ellos vivían pero no existían, vivían instintivamente, guiados por sus impulsos
primarios, pero no tenían conciencia de su existir. Los románticos idealizaban
la naturaleza y creían que los animales eran más libres que nosotros, cuando
son autómatas a los que guían instintos que no pueden dominar. Famoso es que
Nietzsche, antes de morir en el psiquiátrico de Basilea, abrazó a un caballo pidiéndole
perdón por parte de Descartes que los había creído desalmados. Aquel súper
hombre más allá del bien y el mal se descubría ahora llorando patéticamente por
un animal.
Ahora sabemos que los animales tienen su lenguaje y
sus ritos, una especie de cultura, y sentimientos, sufren si muere otro animal
o le amontonan huesos o ramas en una especie de homenaje. Los animales sueñan,
tienen su propio inconsciente colectivo. ¿Los animales nos considerarán a
nosotros los verdaderos salvajes que los matamos por puro divertimiento? Ellos
matan para comer, por pura supervivencia. Nos hemos creído superiores por
desarrollar esta malformación del cuerpo que llamamos cerebro y que nos ha
hecho establecer la sociedad jerárquicamente como una mente que manda al resto
del cuerpo. Todo lo hemos establecido según ese pensamiento horizontal: Un Dios
en el cielo y el mundo de las ideas y un infierno debajo, en el inframundo de
las cosas y las sombras. Hemos priorizado la cabeza sobre el cuerpo o los
sentimientos. En la empresa siempre hay una mente que manda sobre las demás.
Nuestra Razón templa los instintos primarios, reprime y sublima las pulsiones
del placer y el dolor, los dos caballos del auriga, el eros y el thanatos. Los
animales nos miran con miedo. Las plantas no sienten, no tienen sistema
nervioso y vegetan, pero son capaces de sentir si una gota de agua cae sobre su
cuerpo de hojas, sienten con todo su cuerpo.A veces ponen a Mozart para exprimir las uvres de las vacas y sacarlas su leche. Y alguna vez había visto las petunias y los geranios de su abuela bailando sus hojas al son de estos músicos clásicos.
Daniel a la salida de la asociación vegetariana va
con otros militantes y amigos a un vegano de las sietes calles de Bilbao. Hacen
un pintxo pote de productos saludables, dietéticos. No es capaz de comer nada
que haya sangrado o sufrido. Ni siquiera huevos, porque sabe cómo las obligan a
empollar a las propias gallinas en las granjas de incubación, a través de
planchas calefactoras y aparatos tecnológicos. Las alimentan artificialmente,
las provocan los partos y luego las separan de sus huevos. Una máquina va colocándolos
en las hueveras que compramos en los supermercados para freírlos luego en la
sartén. Tampoco puede beber leche. Todo lo intenta sustituir con productos
vegetales y también evita productos industriales, llenos de calorías,
edulcorantes y colorantes. Está en contra de los contaminantes pesticidas. Ha
visto cómo se cultiva en las huertas de su pueblo y el recuerdo de aquella
matanza le reafirma en su veganismo. En el restaurante la Salud les dan los
pinchos, pero a Daniel le saben extraños, aguados, no le acaba de convencer
esta comida y a veces echa de menos el sabor de un pincho de jamón. Un amigo
bromea con que uno es vegano salvo cuando hay un buen marisco. El dietista le
asegura que sí sigue esta dieta y come lo acordado su cuerpo se proveerá de las
mismas vitaminas y proteínas que comiendo carne. Daniel no puede soportar la
visión de una chuleta, y antes de hacerse vegano siempre pedía la carne muy hecha,
para no verla sangrante e imaginar aquellas muertes dolorosas.
A la tarde ha quedado con su abuela, ella no
entiende su dieta y encima le regala unas entradas para ver los toros en la
plaza de Vista Alegre. Su abuela le deja caer todos los tópicos sobre que es un
arte, una cultura y que le dan una muerte más digna que en un matadero. Daniel
sólo ha estado una vez en los toros y le horrorizó cómo le sacaron al ruedo,
cómo le marearon con una capa roja y luego le fueron clavando banderillas hasta
insertarle una espada que le derrumbó en el suelo sangrando y agonizando. El
toro estaba confundido entre el color rojo chillón que le ponía agresivo y la
velocidad con que le cubría la capa. A través de sus ojos veía en blanco y
negro y difusamente todo aquello: el público gritando o expectante en las
gradas, el torero levantando el estoque y las puyas. Aquello era un arte, sí,
como el de los gladiadores matándose entre ellos, en los circos romanos, a
veces cubiertos de agua y otras de arena. Como el esclavo o cristiano a los que
devoraban los leones, ante un emperador que levantaba o bajaba el dedo salvándoles
o condenándoles. Un pan et circum para el pueblo. Y un asesinato para los
toros. Su abuela era una autentica tauromáquica, y también iba a una
asociación, en la que leían poemas castizos y rendían culto a Hemingway.
Aquel aventurero inglés se enamoró de los San
Fermines, y quizá no lo habría hecho ahora, ¡Si saliera de su tumba y viera a
todos los borrachos en botellón! Todo comienza con el chupinazo en la ermita de
San Fermín. Pamplona se llena de turistas, ingleses, alemanes,
americanos...Algunos corren ante el toro, borrachos y siempre hay heridos,
incluso muertos. Se trata de sentir la adrenalina huyendo de aquellos cuernos y
astas. Los toros corren por toda la bajada hasta la plaza mayor, golpeados por
palos, y conducidos por el recorrido establecido. ¿Qué pensaría Hemingway de
unos sanfermines como los de la Manada? La manada humana es mucho más cruel que
las manadas animales.
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