sábado, 21 de julio de 2018

LA REVISTA PIKARA


Con este relato quiero contar una historia en positivo; reflejar la realidad del feminismo plasmada en proyectos concretos como esta revista Pikara, la única de este tema en el País Vasco. Y otra revista de humor satírico y contracultural como es la Gallina Vasca. Así mismo quiero visibilizar las parejas que nuestros prejuicios nos hacen rechazar, como una mujer mayor que sale con un hombre más joven o una chica con un novio de diferente etnia, color de piel o cultura. Aparecen nuevos lugares de cultura como la sede cultural de Podemos en Bilbao: la Morada y nuevas formas de integración racial simbolizadas en este cantautor indígena; Cristian Bergara


La revista Pikara. Madre e hija o el feminismo.

Las periodistas llegaron a la redacción, subiendo la sala de conciertos Bilborock (antigua iglesia), dónde estaba antes el bar Enigma. Lo llamaban así porque era un enigma si después de subir tan alta cuesta si lo ibas a encontrar abierto o cerrado. Tenían la redacción al lado de la de la revista karma. Con estas dos revistas había coincidido en el congreso de revistas de humor y especializadas que se celebró el año pasado en Pamplona. Allí las vi por última vez. Fuimos juntos en un coche los representantes de diferentes revistas. July me tendió la mano profesionalmente cuando fui a darla dos besos. Yo viajaba allí en nombre de la Gallina vasca, una revista satírica en la que había hecho alguna colaboración. La revista era mensual, pero había muchos meses que no salía por vagancia de sus redactores y dejadez de su director. Se vendía a un euro, pero la mayoría de la gente la obtenía gratis, pues las dejaban en los bares, como otro folleto cultural más. No tenían dinero para pagar a ningún redactor e incluso el director trabajaba gratis. Sin embargo, yo me daba más que pagado pues me invitaban de vez en cuando a congresos como este. El año pasado me llevaron a al Salou del comic de Barcelona y pude estrechar la mano al mismo Ibáñez. Me pagaron el hostel, aunque el empleado, al comprobar en mi DNI que ese día era mi cumpleaños, comentó que no se habían estirado mucho con el regalo. Algunos amigos me preguntaban si no tenía miedo de que me vincularan con el mundo abertzale, pero los artículos que publiqué allí sobre el amor romántico no tenían ninguna afiliación. El director era amigo mío, e incluso le perdoné que publicara un poema que se me cayó al suelo en un recital, sin preguntarme ni avisarme.

Aquel congreso de revistas de Euskadi se celebraba en una ikastola ocupada a las afueras de Pamplona. Fui andando de la ikastola a mi hostel, para comprobar con disgusto que la cena vegana a la que me daba derecho la acreditación se daba en la ikastola y no en el hotel. Además de conferencias y coloquios sobre las revistas, expusieron fotografías y vendían números de las revistas en unos estands. Allí conocí la revista Pikara representando a las revistas feministas de Euskadi, pues es la única que de este género hay aquí. Sólo eran tres periodistas en la publicación. Las dos directoras habían sido pareja y luego había una fotógrafa. Intenté que me cogieran en la redacción, pues el feminismo no es sólo cosa de mujeres. Cuando me enseñaron el estudio me pregunté cómo podían sacar adelante una revista de ese tamaño en un local tan pequeño, con tan solo un par de ordenadores. Al entrar veías un montón de posters y carteles con los números de las revistas más exitosas o el primer ejemplar. La revista Pikara se había situado en el mercado estupendamente, era la única aquí y de las más importantes del país. Sacaban un único número al mes, al precio de 10 e, pues se habían esforzado en la maquetación, la portada, la tipografía, las fotografías y cada revista era como una obra de arte.
 
July recuerda cuando se fundó la revista. Estaban en la universidad, ya en el último año de periodismo. Ella era una chica tímida escondida tras los libros, con los pantalones a lo chico que se llevaban entonces y el pelo a lo garcón. Desde niña se había definido como feminista. Cuando se levantaba su madre de la mesa solía protestar – mi hermano también tiene manos- Había pasado su adolescencia leyendo a autoras feministas. La primera; Virginia Woolf. Ella hacía lo mismo que la autora de la habitación propia, iba a la biblioteca y rescataba autoras, que la historia literaria creada por hombres había ignorado. Tenía que confesar que había leído antes el Frankenstein de Mary Shelley que los ensayos de su sufragista madre. Las autoras de la primera ola le habían llevado a la de la segunda y quizá ya se hablaba de una tercera. Fue una profesora de periodismo muy progresista y avanzada la que les propuso sacar esta revista. Llenas de ilusión se registraron como asociación en gran vía 86. No tenían apenas dinero, pero sí muchas ganas de trabajar. Los primeros números sólo servían para sufragar apenas los gastos de alquiler del local, y al principio sacaban una especie de fancine en una foto copistería. Al menos no era el ciclostil de los tiempos de la transición. Luego vino el tema de la distribución, y decidieron anunciar su revista por crowfoundin, buscando apoyo y fondos. Así empezaron a editar no sólo en papel sino en PDF, que era lo que realmente la gente se bajaba. Costaba más barato el número y la gente no está por la labor de acumular, aunque sean obras de arte de la edición. Ellas no sabían que iban a tener tanta repercusión y también tantas jaquecas.

 
A las redes sociales que abrieron en Facebook y twitter sólo llegaban insultos, provocaciones, humillaciones… Se planteaban cerrar este espacio, que ya no era de dialogo sino de confrontación directa. Aquellos cobardes, resguardados bajo la falsa identidad de un Nick, las llamaban de todo, desde bolleras a feminazis, pero ni siquiera criticaban los artículos sino que eran ofensas personales, sin ningún contexto. Si ellas convocaban una manifestación entre mujeres para protestar de cualquier vulneración de sus derechos, un anónimo las amenazaba con poner ese día una bomba en la redacción o entrar a violarlas. Daba un poco miedo trabajar así, en una redacción tan pequeña y algo sombría. Ya habían atentado contra revistas como Galea los de la banda ETA, y por progresista que fuera la revista siempre hay un neonazi para todo. Lo de llamarlas feminazis les parecía algo infantil, de niño de párvulo. Los hombres a veces ridiculizan a las mujeres por miedo. Bromeamos con lo que desconocemos o es diferente porque nos asusta o amenaza. Pero si los hombres tienen miedo al comentario de las mujeres, las mujeres tienen miedo a que los hombres las maten.

 
La profesora era la fundadora honorifica de la revista y a veces iba a visitarlas a la redacción y las traía unos pasteles o algo para que cenaran. “No podéis olvidaros de que tenéis un cuerpo y hay que comer” A veces July había deseado no tener un cuerpo que tuviera que definir, sino ser un alma etérea sin género ni etiqueta. Le gustaba ser mujer. No entendía por qué tenía que definirse como lesbiana, bisexual, poli sexual o ambivalente. Definirse como indefinida era una cosa paradójica. En su casa sentó fatal que se enamorara de su profesor de teatro, que era árabe. Sus padres no entendían que se hubiera ido con un marroquí. “Mira que has tenido parejas raras, pero irte con un moro de esos de Bilbao la vieja, que nos pueden desbalijar la casa, y que no tiene oficio ni beneficio… se pasa el día fumando porros en los bancos. Parece mentira, tú, que tienes una carrera”.

Ahora su madre le comprendía. Había tenido que pasar mucho tiempo, pero al fin la apoyaba. Aunque ella ya no estuviera con aquel chico y últimamente se enamorara de mujeres. El padre de July había muerto hace unos años, y la madre había encontrado el amor de nuevo en un chico veinte años más joven que ella: su fisioterapeuta. La criticaban en todo momento. No podía ir a la pescadería sin que la hicieran comentarios: «Cómprale mejor unas chucherías para ver juntos Xman y jugar a la Play station». La hacían sentir como una pervertidora de menores, y ella estaba cada vez más insegura de sí misma. ¿Qué podía ver aquel joven en ella? Ya era una mujer mayor, pero al quedar viuda no se iba a quedar a vestir santos, o a llorar de paredes para dentro, sin que la oyera nadie, como en los dramas de Lorca. Aún estaba de buen ver, aunque la dijeran que se le había pasado el arroz o como la copla; solterita se quedó. Se miraba insegura en el espejo, se había obsesionado con llenarse la cara de crema Nivea y hacer dietas e ir al gimnasio, comprarse ropa ajustada, ir al masajista… Quería ser lo suficientemente atractiva para él. Podría ser su madre. Pero ella aún disfrutaba de su sexualidad, se masturbaba pensando en él. Incluso se planteaba volver a ser madre a sus 60 años. No estaba aún jubilada en esto de la vida. Ni tenía la edad en espíritu que marcaba su DNI. Pero cada vez que su chico miraba a otra mujer se sentía más insegura de sí misma. Ella creía que él disfrutaba también con ella. Pero para su psicóloga esto era como un capricho que se le había antojado, como el último estertor antes de su muerte, y no le daba importancia, «Ya se pasará, son cosas de la edad y la menopausia».

Ahora estaban madre e hija en el concierto de un cantautor indígena en la sala cultural de Podemos; la Morada. El cantor se llamaba Cristian Vergara y componía letras sobre campesinos de Sudamérica a los que les había arrebatado la tierra el gobierno, en expropiaciones. Las canciones estaban llenas de tragedias, pero también de luz y esperanza. Madre e hija se abrazaron, conmovidas por la letra de una de las canciones; “Dios me ha dicho que no existe, la mentira fantasea...” La madre al fin comprendía que el amor no tiene género ni edad ni color de piel, y que uno se podía enamorar de la luna o de aquella noche, por ejemplo. Aquella noche habían cenado juntas sushi en el restaurante japonés tan caro. También era lícito enamorarse del amor por el amor. Después fueron a comer pinchos y habían acabado en este concierto. Se sentían más liberadas paseando por el muelle de la ría, que esas mujeres de Sexo en Nueva york que comentaban sus fantasmadas sexuales con sus amantes mientras tomaban cafés con leche. Ambas odiaban la televisión, tan sexista. Aquellas mujeres cosificadas en los concursos de televisión o en los de belleza, como animales tasados y puestos una nota a sus pechos. Y los anuncios de esos hombres de torso desnudo y peludo, con hedor a Chanel, rodeados repentinamente por mujeres semidesnudas y sonrientes. Aquella noche madre e hija firmaron una tregua. Y juntas fumaron la pipa de la paz de un porro que compartieron a medias. La noche acabó y ellas, borrachas ya, se quitaron las bragas, bajo la falda de la madre y los pantalones cortos de la hija, y las tiraron a la ría. Era su tributo al amor y a la mujer.
 

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