Con esto de la crisis la
marquesa de Marzana estaba completamente arruinada. La iban a desahuciar de su casona y
había tenido que reducir el servicio. Ahora sólo tenía a una asistenta que
limpiaba por las mañanas y dejaba la comida hecha, pero en sus tiempos tuvo muchas
criadas, vestidas con cofia. La marquesa solía organizar un mercadillo
beneficio en su jardín todos los años, pues era la socia honorifica de una
asociación caritativa que ella heredó de sus padres. Era una tradición familiar
celebrar aquel domingo de rastrillo solidario. Ahora, bajo una sombrilla del
jardín, hacía inventario de los trastos viejos que vendería esa mañana. El
dinero obtenido iría a diferentes causas. Antes solía ceder cantidades
considerables de su fortuna a diferentes ONG, pero ya no podía permitirse esos
excesos.
En el jardín había preparado
una gran mesa con libros y objetos de decoración a cada cual más exótico. Iba
prácticamente a regalar un montón de antigüedades de la casa y objetos que
había ido trayendo de sus viajes por el mundo. Era cuestión de tiempo, tendría
que abandonar la casona de piedra, pero se llevaría todo, absolutamente todo, a
otra residencia que tenía en Madrid. La marquesa tenía ahora más titulos que
dinero. La mansión se había ido poblando de telarañas y polvo, había decaído la
limpieza a la par que ella misma. Se sentía vieja, arrugada, un trasto más del
caserón. A pesar de su paso por el cirujano y del Botox que había agrandado sus
labios, sus senos…el tiempo seguía pasando y cada vez era más difícil mantener
su exótica belleza y su aspecto de niña eterna. A la marquesa le gustaban
aquellas galas benéficas, aparecer en la prensa, gritar al mundo lo que ella
hacía por la gente pobre. El jacuzzi y la piscina hacía tiempo que no lo
pisaba. La marquesa solía pasarse el día bebiendo cocteles en una hamaca. Se tumbaba
a veces en el sofá con aire teatral y mientras sorbía en pajita una bebida tras
otra, iba dictando sus memorias a su biógrafo personal. La marquesa no escuchaba y hablaba y hablaba y se metía con los funcionarios, mientras bebía y bebía, o con los politicos o con lo que tocara hoy.
La marquesa tenía una
gran conversación, cuando no estaba borracha. Pero, a partir de la séptima copa
de ginebra con zumo de fresa, no había quién la aguantara. Su humor dejaba de
ser inglés o ironía romántica y se volvía burdo. A veces se ponía agresiva o
cínica. Se ponía a la defensiva, por inseguridad en sí misma, y respondía a
cada interpelación de su invitado con un sarcasmo. Si ella juzgaba que no la
hacías el suficiente caso a sus palabras, entornaba los ojos en blanco, enfadada
y se llevaba las manos a la cabeza, enfadada con el mundo. Se dejaba caer en su
mecedora o sofá, fingiendo un teatral desmayo y no se levantaba de allí hasta
que se le pasaba. No había nada peor que
no ser escuchada, no le gustaba repetir lo que ya había dicho, a veces sentía
que tenía que tratar con retrasados mentales en todo momento. Alguna vez venía
a visitarla su sobrina, una niña rubia difícil de trato. Ella ni se levantaba
de su dormitorio, alegando jaquecas que duraban días enteros y la niña se
pasaba la tarde sola en el cuarto de juegos, balanceándose en un caballito de
madera o admirando las casas de muñeca de su tía. Una vez las visitas le
preguntaron dónde estaba su sobrina, para darla dos besos y ella, sin moverse del
sofá, exclamó como una diva del cine “Dentro del armario” Aquella niña pasaba
demasiado tiempo sola, pero la señora no mostraba ningún afecto por ella. Lo
natural es que la niña se perdiera dentro de los armarios, con los monstruos
que en él se esconden, o al otro lado de los espejos, igual que ella pasó su
infancia en estos mundos de fantasía.
Ahora en su despacho
gritaba a la criada. -Lo siento, ayer era mi día libre y me liaron. Sólo iba a ser ir al cine y cenar, pero me
llevaron a un local, una copa llevó a otra. Esta mañana ha sonado el
despertador, pero no podía moverme de la cama. Tengo una resaca tremenda- La
criada no había llegado a su hora y la marquesa descargaba con ella su furia,
una furia que la iba amargando por dentro. En realidad, aquellos reproches
parecían dirigirse a ella misma. La marquesa sabía que Ana solía meter todas
las sobras de la comida y la cena en bolsas de plástico y que se las llevaba a
unos amigos indigentes. A veces faltaban cosas de la casa y la marquesa
sospechaba de su fiel cuidadora. Hoy estaba tan enfadada con ella y con el
mundo que estuvo a punto de despedirla. La criada tenía un novio que rebuscaba
en la basura. Al principio a ella le hacía gracia que el novio cogiera de vez
en cuando comida que se encontraba. Pero cuando él empezó a abrir bolsas de la
basura aquello la superó.
Nadie estaba libre de las
manías de una sique enferma, pues la marquesa tenía Diógenes. Guardaba todo.
Iba amasando una colección de libros que ya no cabían en la biblioteca y que
jamás abría. También recopilaba folletos y entradas a teatros y programas de actos.
La marquesa no podía perderse una charla en el Ateneo o en el Círculo de Bellas
Artes ni sus citas de café con amigas de salón. Su sueño era haber sido una
especie de mecenas cultural. Una Salomé moviéndose entre escritores, consiguiendo
contactos, soñaba mientras sorbía su café con leche merengada. No se perdía una
sola conferencia en la Bilbaína. Quería estar en todos los actos culturales,
conocer a todos los artistas… A veces viajaba a otras partes del país con un
carné falso de periodista, asegurando que pertenecía a una revista cultural de
la que no había ni oído hablar. Esto daba lugar a cenas incomodas cuándo la
preguntaban por esa revista a la que supuestamente representaba, pero ella
salía airosa hablando de su admiración por Eduardo Mendoza. Quería estar en
todos los sitios a la vez sin tener el don de la ubicuidad. A veces sus amigos
para rabiar no la invitaban a una audición de música o a una obra de teatro que
sabían que a ella le encantaba. “Hoy no va a mover su culo del sillón Chesterfield”
Cuando la marquesa se enteraba entraba en cólera. Dejaba de hablar durante años
al amigo que no la había informado de aquella cena, en la que no había estado
ella presente. A la salida de todos los actos invitaba a todo aquel que la
saludara a conocer su mansión. El 80% de la pensión que le dejó su marido iba
para pagar la mansión, que la esclavizaba. La mansión estaba llena de libros,
pero ella no los leía. En las tardes de sopor se aburría soberanamente. A veces
jugaba sola en el ajedrez de ébano, o disponía la porcelana china para tomar té
ella sola, como el sombrerero loco de Alicia, celebrando todos los días su no
cumpleaños. Si la soledad se hacía insoportable, obligaba a sus criadas a
compartir el té con ellas, pero siempre notaba que lo hacían por compromiso.
Como la mujer del
ciudadano Kane, a veces perdía la serenidad y se gritaba cosas al espejo de madrastra
de Blancanieves, mientras observaba sus objetos acumulados. El espejo se
resquebrajaba en su interior y de nuevo estaba al otro lado, asomándose al
precipicio de la locura. Vivía en la jaula de oro que se había construido, o en
la que le habían ido dejando sola, como ave rota, sin alas. Si una amiga de
café se negaba a ver su mansión por octava vez, también la negaba el saludo. La
gracia del castillo era presumir de él. No era feliz en su farsa, en la que
ella era la princesa Sissi, tenía momentos lúcidos en los que se cuestionaba su
vida lujosa. Para ser feliz en un palacio no hay que enterarse de nada, ni de
las deudas del banco, ni de los pobres que hay pasada la verja del jardín. Si hubiera
vivido en la fantasía por la fantasía, sin conciencia de la realidad, habría
sido feliz, pero ella era demasiado inteligente para engañarse así misma. Quizá Madame Boba-ry habría sido menos Boba y feliz si se hubiera contentado con leer novelas de amor y no querer llevarlas a la realidad con sus amantes, igual que el quijote si nunca le hubieran quemado sus libros.
Igual que quería retener
para ella sus amigos, o la vida cultural de su ciudad, acumulaba todo lo que el
ser humano puede acumular. Era incapaz de desprenderse de nada. Todo lo que
vendía en aquellos mercadillos beneficios lo volvía a recuperar luego, de una
forma u otra. Por más que se deshiciera de trastos viejos, nuevos objetos iban
llegando a la casa. Era incapaz de dejar de gastar y de comprar ropa. Le
gustaba cómo se deslizaba la tarjeta de crédito del bolsillo y con sólo poner
el pin todo podía ser suyo. La marquesa se sentía sola en aquellas tertulias,
por rodeada de amigas que estuviera. Llevaba más tiempo viuda que lo que
recuerda haber estado soltera. Se había convertido en una vieja tacaña, que
sufría dándole la paga a su sobrina o invitando a una amiga a un café, por mucho
dinero que tuviera. Siempre el miedo a arruinarse, y haber hipotecado su vida
para pagarse un palacio en el que se aburría, y del que estaba cansada. Pasaba muchas
tardes en la ciudad y cuando volvía al castillo se le hacía demasiado grande, y
sucio, cuanto más grande más suciedad acumulaba. Para escapar de aquel paraíso
extraño se inventaba cosas, a veces iba a dar conferencias con las monjas sobre
cualquier tema y así viajaba a otros lugares.
Sentía que su vida era
una película que protagonizaban con ella sin pedirla permiso, para exhibirla en
un programa de corazón. Se sentía dentro de una especie de Show de Truman. Todo
esto era más paranoia que realidad; su vida no era tan interesante como la de
otras famosas y ya no la hacía caso la prensa. Toda su vida social era un
paripé y sus amigas sólo actrices en este montaje. Parecían todos contratados
en esta ficción retrasmitida en todo el mundo. La verían las abuelas en sillas
de rueda zapeando sus programas basura en las residencias. Se morirían de
envidia. La marquesa disfrutaba con estos pensamientos mientras se miraba al
espejo de madrastra de Blancanieves. ¡Qué bella sigo siendo!
Hubo un tiempo en que la
prensa rosa la persiguió, hace ya muchos años, cuando murió su marido el viejo
banquero. Entonces sí interesaba su persona, sus romances eran una cuestión de
estado. Todos censuraban su comportamiento frívolo y licencioso y que, con el
cadáver aún caliente, se entregara a los brazos de cualquier chulo buscavidas
20 años más joven que ella. Ella no era imbécil, sabía que aquellos donjuanes
se acercaban a ella por su dinero. Pero le divertía aquella situación. Los
podía conocer en cualquier fiesta y el romance la rejuvenecía; viajes en yate,
champán descorchado, noches de sexo, ¡tan buenas para el cutis! Los paparazis
ya no se interesaban por ella. Al fin y al cabo, ella no era nadie. No
importaban los titulos de su padre o lo que había estudiado ni las gestiones en
asociaciones que llevó en Ginebra. Ella sería para siempre la mujer del
banquero López. Los rumores de una boda por poderes, de que se había casado para
heredar, habían sido imparables, y ya se aceptaban como verdad incuestionable. El
tiempo había pasado y se habían olvidado de ella. Quería perseguir a los paparazis
hasta que su coche se estrellara, devolverles lo que le habían hecho a Lady Dy.
Se iba de cada sarao triste porque ni siquiera la habían fotografiado. Como en un
crepúsculo de los dioses, se sentía una actriz en ciernes, que sólo interesaba
a un director; el cínico Dios.
La marquesa era
cleptómana. Era un poco absurdo pues ella podía permitirse lo que quisiera,
pero cada vez que metía algo en su abrigo caro de piel la adrenalina le subía
hasta el estómago y se sentía viva y joven de nuevo. Le gustaba que la grabaran
en video cuando salía del centro comercial, cargada de prendas bajo su abrigo. Se
las metía debajo del visón sabiendo que estaba siendo grabada. Y como la mejor de
las actrices saludaba a su público. Sabía que pitaría la banda electrónica al
salir del mega centro, pero le daba igual, porque nada era real, todo era la
misma película. Robaba perfumes en estos almacenes, para palpitar de adrenalina
y luego los tiraba al cajón de las colonias robadas, junto a la caja dónde
guardaba los periódicos que hablaban de ella. Tenía miles de cajones, que iba
llenando de objetos que fueron preciados y codiciados por ella durante quince
minutos y luego relegados al olvido. Tenía libros que no leía, juegos de té
para fiestas en las que sólo estaba ella y vestidos que nunca se ponía. Cada
vez que iba a una de esas fiestas sentía que la seguían, que su suegra había
contratado a un detective para saber de sus amores. Cada amante que encontraba
lo creía contratado para vigilarla y con su vida estaban haciendo un reality
show. De vez en cuando el director querría dar un nuevo giro a la película y
surgirían nuevos figurantes contratados.
Aquella noche todo debía
ser perfecto. Como un director de escena, preparó la fiesta hasta el más mínimo
detalle. La criada, a la que iba a despedir, puso manteles de Burdeos y varios
cubiertos, el cuchillo del pescado, el de la carne, las copas de cristal… La propia
marquesa seleccionó la música que se escucharía en la velada. Enya y Lorena
McKernitt. Nada podía quedar a la improvisación. Se había ensayado la cena
repetidas veces. Había enviado invitaciones en sobres lacados y no faltó casi
nadie. A medida que entrabas al jardín la criada los iba anunciando. La cena
trascurrió en silencio. Nadie se atrevía a levantar la cabeza del plato,
mientras el marisco en bandejas se iba sirviendo. La marquesa bendijo la mesa y
después le dejó bendecirla a su sobrina. Esta se levantó de su silla y exclamó;
“Dios bendice el odio que nos tenemos, y que la marquesa viva muchos años de
odio más” La marquesa se puso tan colérica que su crucifijo quedó completamente
cubierto de la mahonesa de los langostinos. “Me da miedo su ironía”, exclamó.
Luego se desmayó al sofá levantando ambos brazos al aire, mientras los
comensales fingiendo no haber pasado nada siguieron repartiendo el caviar. A la
niña la invitaron a irse de la mesa, y su madre, la hermana de la marquesa, la
disculpó; “A esta niña le gusta bromear. Siempre le ha costado distinguir entre
la fantasía y la realidad” Como en la película Celebration, la niña salió de
mala gana y la cena transcurrió, sin niña ni marquesa. Terminados los postres
sirvieron los cafés. Los hombres fumaron puros en el cuarto del opio y las mujeres
hablaron de sus cosas en la sala rosa, hasta que todos bailaron charlestón en
el cuarto de baile. La criada ya tenía tema de que hablar y se sonrió con
maldad de la desgracia de la señora que la acababa de despedir. La niña paseó
por el jardín, lleno de mesas con objetos cubiertos por bolsas de plástico y mantas protegiendolos de la lluvía. A la
mañana siguiente la gente se pelearía por los jarrones a precio rebajado, por
las cristalerías de bohemia prácticamente regaladas, regatearían por el precio
de unos libros de los que la marquesa sólo conocía el título. La marquesa tan
caritativa hacía mucho por los pobres, aunque ahora sólo gimoteara en su cama
de dosel dorado y bebiera una copa de champán tras otra. La niña entró a su
habitación, silenciosamente para no despertar el sueño de su tía carcelera, y se
metió de nuevo en el armario.
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