LA ONU en su plan de desarrollo contempla entre sus objetivos (el
cuarto) el acceso de los ciudadanos a una cultura de calidad. En este relato
quiero hablar de la Asociación Vasca de Poesía, que lleva 70 años en
funcionamiento. También quiero mostrar la iniciativa de grupos poéticos como
Noches Poéticas que hacen recitales itinerantes en diferentes bares, o de un
bar como el Luzdegas en Bilbao que celebra el Poety Slam, un concurso de
recitación que se organiza en todo el país. Hay muchos proyectos culturales
como ofrendas florales, rallys literarios, clubs de lectura, de historia de la
literatura y de escritura, grupos de teatro… también quiero hablar del
movimiento anti o contracultural desde las casas okupas, de ideología
anarquista, con proyectos como radios libres, teatro independiente o recitales
de poesía alternativa. Este es el objetivo de los relatos; la librería y el
loft, la casa okupa, el recital en Carpintería, el rally, el café Bohemia,
La librería
Estuve un tiempo como dependiente en la librería de una amiga. Allí empecé mi andadura
por estos eventos de poesía. Pasaba el polvo, limpiaba el escaparate, atendía
al público y apuntaba los libros comprados. La librera Maritriste pasaba
vergüenza cuando iba al almacén de la editorial a recoger los libros tan raros
que encargaba. Venía cargada con bolsas llenas de libros de autoayuda y chamanismo.
Me pagaba en especias, en libros en vez de en dinero y me dejaba participar
gratis en su taller de escritura La
galleta del norte. Era una librería rara, se llamaba el Plus-ultra, y se
reunían allí dadaístas extraños. Organizaban veladas y tertulias literarias. La
luna del escaparate llamaba la atención con sus libros de hadas, reiki y
budismo, astrología y zen, filosofía alternativa y todo muy hippy y new age a
lo Herman Hesse.
Venía al taller de escritura gente diversa: muchas amas de casa,
una anti-psicóloga. Una estudiante de filosofía, de cara feérica, flotaba por
la librería levitando en su era de acuario. Un ferroviario escribía novela
realista y socialista de panfleto, y seguía a los jóvenes airados, el
hiperrealismo sucio americano, los beats, la generación Kronen y todos esos
humos. Una niña prodigio nos castigaba con sus ripios sentimentaloides y
lunáticos como una brujita buena lanzando sus conjuros. Conformábamos un
extraño té de los sombrereros locos reuniéndonos en aquel local al otro lado
del espejo. Con unas tijeras recortabas periódicos y hacías collages, e
inventábamos poéticas e enfermedades imaginarias que nos aquejaban a todos. En
otra época nos habrían encerrado con la Ley de vagos y maleantes. Sonaba un
hilo musical de Enya y Lorena Mckennitt de fondo y a veces plasta-autores o
música oriental y étnica o acordes celtas. Algo de clásica. La dueña te vendaba
los ojos y te hacía probar sus magdalenas pensando que así escribiríamos todos
como Proust. A veces freía sardinas y nos las daba a probar para inspirarnos o
nos hacía oler una estufa de butano para hacer una poesía más sensorial. Estaba
como una cabra. Los vecinos solían protestar por el ruido. Una vez se presentó
la dueña del local, con su marido y otros perros feroces, con el propósito de
asustar a la librera y que les pagara el alquiler.
Un sanador vino una vez al taller, con su flauta de Amelí de curandero
alternativo. Afirmaba hablar con los ángeles, que le inspiraban los acordes de
su música. Resultó un encantador de serpientes, como todos allí, vendedores de
humo. Maritriste podían leer la carta astral o escenificar teatro del absurdo.
Lo mismo hablabas de ovnis, de El caballo
de Troya que de tus múltiples yos esquizofrénicos. Y mientras oíamos jazz,
escribíamos pasa-pasas o cadáveres
exquisitos al modo del papa André Bretón. Estos juegos consistían en escribir
una frase y pasarle el papel al siguiente que sin mirarlo escribía otro verso y
así se iba conformando una poesía azarosa, sin más sentido que el que le acababas
buscando. Era el barroquismo llevado al surrealismo, donde se mezclaban las
tormentas o lluvias de ideas (que usan también en publicidad) con los
matrimonios de palabras, elegir palabras al azar que encontrabas en un bote con
papeles y así conformar metáforas extrañas. También hacíamos juegos de los del
Oulipo, juegos matemáticos de escribir sin la letra a o metiendo palabras
obligadas. No aprendí allí nada, solo lo bajo que se puede caer en nombre de la
creatividad. Quizá sirviera para soltarse a escribir, pero no salía ningún
texto bueno, y echaba de menos contenidos específicos sobre cómo escribir un
cuento o una novela.
En la librería se celebraban exposiciones de pintura y fotografía,
como la de una profesora chalada de primaría que decidió fotografiarse al
despertarse o ir a la ducha. Su ejercicio de ego nos obligaba a verla desnuda
en distintas fotografías, todas iguales y sin calidad. Una señora pintaba pañuelos y los vendía allí
y también pintaba cuadros impresionistas ya que tenía Parkinson y su mano
lograba con sus temblores la pincelada puntillista precisa. Otra exposición consistió en un conjunto de
periódicos atados a un cordel por pinzas, denunciando así la sobreinformación.
Ponían canapés y las señoras se atragantaban con ellos. Creían cambiar el mundo
cambiando el sentido lógico del lenguaje. El lenguaje estaba instrumentalizado
por la burocracia y violado y ellas le daban un nuevo uso, como niños con
palabras nuevas. Se buscaba más la transgresión que la belleza. Era la fantasía
por la fantasía. Un gnomo parecía salir de entre los libros mientras nos
entregábamos a aquellas escrituras automáticas. Nos emborrachamos cuando no
podíamos más con nuestro monologo y no soportábamos el peso de nuestras cabezas. Para ellos escribir era soltar lo primero que
te pasaba por la cabeza.
La librera Maritriste tenía una historia de madame Bovary: se casó
para escapar de su casa opresiva en la margen derecha, pero pasó de un padre al
otro. Al principio le gustó que su nuevo marido, el empresario de Algorta, la
llevara a bares y le comprara ropa cara. Pero cuando perdió a su hijo en el
parto se le agrió el carácter. Poco después su padre acabó con su vida, colgado
en el guardarropa de su oficina. Se separó. Luego tuvo una colección de
amantes: un drogadicto, un artista plástico, un profesor de literatura y ahora
está con un ciego. Escribió en el espejo de la lonja el lema; “la realidad es
un estado mental”. Paseaba a veces por calas solitaria, reflexionando ante el
mar de la playa de Arrigunaga o el acantilado de Punta Galea, junto al molino
de quijote de Aixerrota. Llenó la casa de gatos enfermos que le daban pena y
las vecinas la miran mal por darles de comer. Ninguna protectora de animales se
hacía cargo de ellos y algunos morían en sus brazos. En su casa cantaba
canciones country con la guitarra y escribía desde la cama, como Proust.
El otro día me dio un masaje de reiki, sanador y terapéutico. Se
pirraba por Jodorowsky y se fue a París a escucharle y a que le leyera las
cartas de Tarot. No se daba cuenta de que le sacaban el dinero todos estos
gurús. Tenía una amiga esquizofrénica que se llevaba mal con la madre y ella se
puso por medio. Y una sobrina periodista a la que silbaban los hombres por la
calle. Tenía el local lleno de dibujos por la pared. Con música de Marisol y
una peluca interpreté el tengo el corazón contento. Ahora la madre de la
librera se estaba muriendo y Maritriste se había empeñado en que aquella
señora, tan autoritaria toda su vida, se pusiera a pintar en su última etapa.
Ocupaba a su madre haciendo acuarelas y cuadros abstractos y minimalistas.
Escribió una novela-río sobre esta relación madre e hija tan forzada, en la que
le llevaba la cuchara de papilla a la boca y le preguntaba: «¿Comida o mimos?»
Tuvo que cerrar la librería por las protestas de los vecinos de poner música a deshoras y
porque todos pensaban que era una secta y ella una pirada pervertidora de la
juventud. Faina era una niña autista que venía a este taller creativo. La librera
solía meterse en la vida de sus alumnos del taller de escritura. Y a Faina le
puso en contra de su madre. Sobre el monitor de plasma la madre de Faina veía
programas de corazón y sobre el monitor había instalado La summa teológica de santo Tomas de Aquino. No le costó irse. La
madre acusó a la mujer de haberla llevado a su niña a un bar de lesbianas y emprendió
una caza de brujas contra Maritriste, quería verla arder en la pira de la
Inquisición. Y Maritriste la llamó hermafrodita e intersexual. Se enzarzaron
como dos brujas. Por su culpa y su mala influencia Faina había dejado a su
obesa madre y famélico padre y se había escapado de casa, a vivir con los
alternativos. Sólo se llevó un hatillo y un saco de dormir. Faina ahora leía poemas
feministas en una radio libre, en la que no le pagaban. Una poetisa a la que nunca darían el
Planeta.
El loft
Ayudé a Maritriste con la mudanza de la librería al loft y la fundí
los plomos de la luz. Me acusó de robarla una bolsa de libros que había dejado
en la escalera. En realidad se los había llevado su ex novio drogadicto. El
loft llamaba la librera a una buhardilla enorme que había instalado en los antiguos
almacenes de la empresa de su padre, que heredó cuando se suicidó. Estos pisos quedaron
vacíos y ella los llenó con los objetos de la librería cerrada. Trasladó allí su
taller de escritura, para continuarlo. Por las estanterías se repartían cintas
de casete (con grabaciones de poesía) y libros. Tenía cuadros tirados por el
suelo. A su madre siempre le pareció la casa de una drogadicta. En el cuarto de
revelado, iluminado por luces de infrarrojo, tenía fotos colgadas en pinzas
sobre cuerdas. En un saco de boxeo descargaba el odio a su familia o a su exmarido,
se desahogaba dando puños, en una sicoterapia barata. Cuando me enfadaba con
mis padres iba allí a dormir, y llevé todos los libros que mi padre amenazaba
tirar, para que los guardara en la lonja. Debajo del loft estableció una cocina
donde servía tés y cafés a los asistentes al taller. El local estaba lleno de
ceniceros de colores en forma de luna, velas, baritas de incienso que esparcían
su olor por el local, muñecos y títeres, un antiguo teatrillo de marionetas,
cintas de música, acuarelas y oleos del ex novio drogadicto. Y flores de Bach, haditas
de barro y una gran pizarra con hadas dibujadas por el ex.
La casa
okupa
Las paredes
exteriores del lof estaban llenas de pintadas y grafitis. En la parte de abajo
vivía una comunidad okupa. Si seguías las flechas pintadas en la pared de la
lonja ocupada ibas al comedor vegano, que tenía un menú anticrisis como si
fuera un restaurante. Tenían El capital
entre otros libros del estilo por las estanterías. Celebraban reuniones
clandestinas y conferencias sobre marxismo o postfeminismo y a veces recitales
de poesía o obras de teatro alternativo. Intentó la dueña, la librera,
echarles, pues los okupas no la pagaban la luz ni participaban de ningún gasto
del local y les había cortado el agua. Al final tuvo que intervenir la policía
para desalojarles. La policía irrumpió en el local. Lo que parecía un inocente
lugar de reunión de punkis podía ser una célula terrorista, pues todo estaba
lleno de panfletos anarquistas y pintadas de Gora ETA y Gora Euskadi. La
librera disfrutaba viéndoles salir cabizbajos. Entre ellos iba Faina.
El recital
El recital poético se celebra en carpintería vieja. El bar está en
Bilbao la vieja, zona que ahora se está rehabilitando, entre el mercado de la Ribera
y el muelle de Marzana a orillas de la ría. Pregunté por el sitio, debía estar
en calle Bailen, pero otro viandante me mandaba ir san Francisco abajo. El
móvil se me había apagado y no podía llamar a la asociación que lo organizaba,
Revertso Poético, conformada por unos tipos bohemios abertzales. Me metí en
todas las galerías de arte que veía por la zona y en las bibliotecas, que me
recibían con sus zonas de wifi gratuito a la entrada. A medida que recorría
todos estos sitios culturales iba llenando mi mochila de los folletos
culturales que me iba encontrando, lo mismo programa de teatro de calle que de
festivales de cine. Pregunté en el Bilborock, antigua iglesia que ahora se ha
convertido en una sala de conciertos. Y en el museo de reproducciones, una
antigua iglesia neoromántica, que ahora habilitaba una colección de réplicas de
estatuas clásicas griegas. Estaba ya mareado de tantas calles iguales y de preguntar
en los bares. Ni siquiera la policía sabía dónde estaba el local. Las calles
estaban llenas de cibercafés y de tiendas de informática de segunda mano o de
comida rápida y kebabs. Una señora pensó que preguntaba por la calle carnicería
vieja: “pero eso está en el casco viejo, en las siete calles”. La señora me
llevó a la carnicería de su barrio que regentaban unos saharauis. Otro señor se
extrañó de una carpintería abierta a estas horas. Estaba harto de preguntar a
gente que ni entendía mi idioma. Una señora me respondió: “¿y yo qué sé de
poesía si solo soy una puta?” Cuando ya había dado todo por perdido, encontré
el lugar. Se trataba efectivamente de una antigua carpintería abandonada en la
que ahora se celebraban recitales de poesía.
A modo de ascensor había un montacargas de trastos que me subió al
tercer piso. Por supuesto el acto había ya terminado, pero aún quedaban un par
de pinchos.
El rally
El ayuntamiento organizaba un paseo poético, una especie de rally literario
por mi pueblo parándose en sitios estratégicos dónde escribíamos poemas o improvisábamos
dibujos. Se paraban en las antiguas oficinas de los Hornos Altos, o en el
mercado y visitaban estatuas de los poetas de la zona. Parecíamos una secta
cuando nos cogimos de las manos haciendo un corro de la patata rodeando la
estatua de Unamuno. El ayuntamiento ha reducido Unamuno a un cabezón, cuando este
hombre fue todo corazón. Le han colgado encima de un palo como si fuera una
conquista del imperio romano encima de la columna de Trajano. Varias veces los vándalos
han tirado el cráneo a la ría. En Bidebarrrieta hay un muñeco de Unamuno sentado
en el palco superior, bendiciendo cada conferencia.
El café Bohemia
El café literario Bohemia estaba lleno de pintores, filósofos, actores,
gente de la bohemia. A un pintor le había dado un derrame en el cerebro y le habían
extirpado medio. Lo que asusta es la muerte cerebral. Sin recuerdos somos como
recién nacidos y el pasado deja de pertenecernos. Los libros de autoayuda
recomiendan no pensar en el pasado y vivir el carpe diem, un presente eterno en
el instante, pero a veces es gozoso recordar pasados y soñar futuros. En el
café se repiten los mismos poemas siempre. En este bar comencé mi andadura en
los recitales de poesía. Como era la novedad me dejaban recitar los que
quisiera y me invitaban después a un combinado. Un grupo cantaba con la
guitarra letras groseras sobre exnovias y cuartos de baño. Los magos hacían sus
números, que todos descubríamos. La poesía ya no vendía y los clientes
preferían los espectáculos de magia y teatro. Se me había acabado el chollo de
la bebida gratis. La dueña puso otro bar en la Rivera y dejó a su hermano zombi
de encargado del local. En su nuevo bar estaban demasiados ocupados sirviendo
copas en despedidas de soltera o bodas para recitar poemas. La dueña estaba
separada, con un hijo y un novio que componía monólogos y teatro. Tenía
empleadas a becarias y estudiantes de carrera en la barra. Los grupos de poesía
se reunían cada mes en un bar distinto, lo llamaban noches poéticas.
También se celebraba un concurso llamado el Poety. Repartían
pizarras y tizas entre el público para votar el mejor poema. Yo jamás pasé del mediocre 6. Pero el ganador concursaba
con los vencedores del poety de las otras provincias. El premio era un ramo de
flores y el viaje pagado. El organizador de este concurso, de mediana edad,
barba luenga y gafas de culo de vaso, trabajó
de manager y en discográficas de Madrid, lanzando carreras de muchos músicos de
la movida. Con todo ese dinero ahorrado pagaba de su bolsillo el evento que se
celebraba en todo el país.
Un señor recitaba romances antiguos y poemas de monjas. Al bar venían
dibujantes de comics y grafitis y artistas gráficos, cineastas… Una señora
obesa lideraba los movimientos de poesía feminista. Siempre estaban los típicos
guaperas cuyas fans compraban sus poemarios como discos, enamoradas de él. Un
señor mayor de barbas abertzales tocaba con su guitarra letras de denuncia de
Chicho Ferlosio por estos ateneos libertarios.
El público son dos señoras, como decía Benavente, que acudían a asociaciones
de escritura y poesía y leían poemas con olor a café con leche. Jóvenes
promesas leían sus poemas de amores platónicos. Una sudamericana leía poesía
indígena en la que mezclaba a las campesinas feministas y a la diosa madre
tierra. Había poemas para todos los gustos, de todas las nacionalidades y
culturas. Letras de denuncia social,
contra los desahucios o las pateras, que parecían rap o hip hop. Iban tan
rápidas que no podía trascribirlas con el ordenador. Corrían los cafés y las cervezas mientras yo
recortaba los artículos de cultura de las revistas y apuntaba aquellos poemas
en mis cuadernos, por aquello de que la escritura es memoria que perdura.
Recitaba la poeta futurista, con sus botas rojas de plástico y ropa
regalada en una tienda de intercambio de segunda mano llamada De balde donde
estuvo de voluntaria. Su novio se lio borracho con un chico en un bar de
ambiente. Y ella se había enamorado de un cantautor alemán. Escribía una poesía cursi de carpeta de
adolescente y al final de su declamación tiraba rosas al público. Nos peleábamos
por los libros que nos regalaban sobrantes de los mercadillos. La poetisa los
vendía en la puerta de aquel bar. Otro chico recitaba un poema skap de trovador
urbano.
Otro poeta siempre empezaba el poema con un grito o irrintzi y
siempre hablaba de caseríos y de la guerra. Una mujer de mediana edad, menudita
y fea y licenciada en filosofía también recitaba allí. Te miraba con unos ojos
penetrantes que daban miedo. Sus ojos se te quedaban clavados, llenos de una soledad
abrumante. La dio el brote psicótico estudiando a Pascal en Deusto. Ahora
exponía en una galería, una factoría de Warhol a lo cutre. Su psicólogo creía que
sí cambia su vestuario encontrará a su príncipe. Pero ella no salía de su
mutismo jorobado de monja o tortuga tímida y su sonrisa nerviosa daba miedo.
Cuando hablaba escupía su falta de amor.
Agus era el hermano de un director de cine conocido. Eran de
familia bien, creo que hasta tenían título. Ambos habían sido marginados por no
jugar a fútbol en la escuela, pero uno había llegado a lo más alto y el otro
vendía sus caricaturas para pagarse vinos y tabaco. Congelaba las posturas de los
clientes de aquel bar, sacaba lo mejor del retratado: un rapsoda o una pareja
tomando su margarita. Así seguía tirando. Escribía y dibujaba todo en un
cuaderno azul y a veces recitaba o monologaba a lo Woody Allen sobre su
experiencia con la muerte cuando le dio un infarto. En el hospital, él tan ateo
y de Nietzsche de toda la vida, se aferró a Dios o a lo que fuera. Afirmó que le
llamaba un pasillo luminoso, un túnel de luz. El poeta daba algo de miedo con
su voz ronca y sus aspavientos y gestos. Ahora daba clases de dibujo a unos
niños y le habían echado muchas broncas por fumar delante de ellos. En su
poesía llena de referencias uno se perdía como en un laberinto o bosque. No se
llevaba bien con el hermano que le tiene por loco. Encima le acusaron de
apologista del terrorismo.
En el Bohemia una vez una loca se levantó la falda, se bajó las
bragas y enseñó el coño y las tetas a los clientes del bar. Tiró sillas y mesas
y la dueña llamó a la policía, se montó un cristo. Se encararon. Y la loca
gritó: “Vencerás porque eres la dueña del bar, pero no convencerás. Esto lo
dijo Unamuno” Todo el mundo se quedó atónito
y perplejo. Luego cogió la rosa, que le había regalado su novio, drogadicto y en
silla de ruedas, y le dio una patada a la silla. Le llamó impotente y le encaró
que vivía del estado, de las migajas del sistema y que daba pena. Es la única
rosa que he visto intercambiar a esta pareja de drogadictos en toda su
relación.
La asociación
También había una asociación de poesía y artistas vascos; la Artística Vizcaína. La
conformaban en su mayor parte ancianitas y amas de casa. La poesía puede ser
marginal o aristocrática, pero nunca del club de la tercera edad y del IMSERSO.
Yo las llamaba la pasarela Cibeles y también los clubes de ganchillo. Muchas de
estas señoras se tomaban la asociación como un club social donde hacer amigas
tras quedar viudas o divorciadas. Así pasaban el día que se les hacía muy
largo, entretenidas y sin pensar en sus problemas. No se trataba de afrontar
los problemas sino de evadirse con aquellas distracciones poéticas. Destrozaban
poemas de Blas de Otero, recitándolos como si llegaran al orgasmo. Todas
estaban apuntadas a clubs de recitación y declamación de poesía, de escritura
de poesía o creativa, talleres de lectura, de teatro… No tenían calidad sus
poemas, por muy entrañables que resulten estas señoras. Siempre eran poemas del 27 o de la poesía
social, me cansaba tanto Blas de Otero y Gloria Fuertes. Estaba harto de Ángela Figuera y Miguel Hernández.
No se recitaba otra cosa. Leer a Anacronte habría quedado anacrónico. Nuestra
locura sí que era crónica. Las asociaciones de poesía las pueblan viejecitas rácanas
con las invitaciones a cafés tras las tertulias y amas de casa que escribían
versitos antes de dormir a la luna. Había escuchado a muchos profesores de
estos talleres creativos de escritura quejarse de sus alumnas, menospreciarlas.
Me apenaba que nunca llegaran a ser las escritoras profesionales que soñaban
ser, como los niños con Messi. Los talleres buenos estaban en Madrid y Barcelona.
Hacían una discriminación positiva hacía la mujer, pues era raro ver en uno de
estos sitios a un hombre. Los recitales solían acabar con un “nos vemos por los
bares” y cada mes lo hacían en un café irlandés o pub diferente. Un bar estaba dedicado
a Lorca, con fotos de su huerta en Fuente vaqueros, jamones por el techo y
tacos y pinchos y a veces con una guitarra se tocaban bulerías y flamenquillo.
El director de la asociación era un impresentable. Ni siquiera se
quedaba a escuchar los poemas de estas señoras. Como mucho aguantaba uno o dos
y luego se iba a tomar cañas. Las cobraba al año 100 e de cuota de socias, y yo
me preguntaba a dónde iba ese dinero, pues en la asociación de poesía no se
gastaba más que en fotocopias, ya que el local lo ponía el ayuntamiento. Todo
el dinero recaudado financiaba a la asociación de pintores, que sí tenían más
gastos; local, agua, luz, caballetes, oleos y pinturas. Las señoras bromeaban
con que el director se iba a Nueva York con el dinero de todas. Cambiaban mucho
de vicepresidente. La vicepresidenta había dimitido por los micromachismos de
este individuo, que la trataba como a una secretaria de los 50. El actual vicepresidente
no quería buscar por internet información del poeta que tocaba aquel día, así
que había creado un comité de sabios en los que delega este trabajo.
A la asociación perteneció gente ilustre como Blas de Otero,
idolatrado por la viuda en cada ofrenda floral a su estatua, al vacío. Sabina
de la Cruz, su viuda, había empleado su vejez en honrar su memoria y leer sus
poemas. Esta señora vivía todo el año esperando el día de homenaje a su Blas, y
le había dedicado toda su vida. Le perdonó todas su infidelidades, el
matrimonio en Cuba, y le cuidó cuando el cáncer. Me pagaron la cuota de la
asociación pues tenía más que aportar al grupo que ellos a mí, afirmaron. Y así
pude publicar en el libro que sacaron por su 70 aniversario y en su revista
trimestral. Se reunían en cafés literarios como el Iruña, el Boulevard o el
Lago y en un centro cultural que les deja el ayuntamiento.
El grupo anarquista también había sacado un cd de poemas
colectivos que se vendían luego a la salida de los actos junto a los poemarios.
Se peleaban por presentar esa tarde el poemario y vender un libro más en esas
autoediciones baratas. También se auto publicaban en Amazon y sus poemarios se
morían de asco a dos euros sin que nadie se los bajara en ebook o en papel.
Nairana quería ser la artista total del surrealismo, incluso se parecía
físicamente a Leonora Carrington y lo mismo ejercía de poeta que de dibujante,
pintora, o cineasta. Había señoras más viejas que la asociación y los cafés,
como Katty, que tenía una actividad cultural frenética que contrastaba con su
edad en el DNI. O una tal Belero que monopolizaba todas las comidas hablando de
su ilustre padre que conoció a María Zambrano, su hermana tenor en Italia o lo
que lloró desconsoladamente cuando murió Azcuna, el alcalde de la “movida bilbaína”.
También te contaba sus baños de sales en el balneario de Carranza, que eran el
secreto de que aquel viejo dinosaurio arrugado siguiera acudiendo a todos los
recitales, a sus 90 años, y regalándonos trozos de chocolatinas Kinder. En general la asociación la poblaban mujeres
de su casa y señoras con nietos. Un señor amanerado de barba larga y blanca de
chivo se disfrazaba con una túnica y hecho un personaje movía los brazos,
gesticulaba y recitaba incoherencias que todos los hípster aplaudían. Aquel
señor me confesó que jamás había leído a un poeta. Lo que él hacía era una performance,
o un happening, o una prosa con intro, pero no poesía.
La duquesa apodaban a una profesora de inglés que siempre criticaba
a los funcionarios y era maleducada y malhablada, que debía maltratar a su
padre, pues una vez se personó la policía a ver por qué hablaban a gritos de
una habitación a otra, molestando a los vecinos.
En la noche blanca se abrían todos los museos y se iluminaban las
zonas importantes de Bilbao; la diputación, el ayuntamiento, el Arriaga, la
Alhóndiga, el museo vasco, el etnográfico, el marítimo, el Guggenheim y el Bellas
artes. Pero no fui a ninguno de estos museos pues con mis carnés de parado y de
chalado iba a todas las exposiciones gratis. A veces cenaba con esta gente. Hacían
obras de teatro extrañas. Cuando me entrevistaron en radio hablé de todos estos
sitios. También hablé de todos los relatos y cuentos que había publicado con
aquellos grupos. En el premio Mario Marrodan la viuda me invitó a una merendola,
a partir de ese año ya el premio fue económico. Creo que escribimos cuando
somos infelices, felices no hay necesidad de escribir. Aquella gente hacía una
poesía dadaísta y fónica rara, emitiendo ruidos por la boca: “la guerra civil
fue un pim pam...”y se quedaban tan panchos. Una vez se me cayó un poema al
suelo en uno de estos recitales y lo publicaron sin pedirme permiso. Un editor
publicaba a autores alternativos, cuanto más esquizofrénicos mejor. Pero mi
novela les pareció densa, pesada y personal, incluso a ellos. Me invitó este
editor a unos cursos de arte postal. Se trataba de maquetar cartas con
productos encontrados en la calle, elevados a categoría artística y con los que
confeccionábamos collages. Lo llamaban readymade. En el aniversario del taller
literario La galleta del norte nos
regalaron galletas.
Rubén el fotógrafo de la movida bilbaína llegaba ahora con su máquina
de fotos colgada del cuello y el Jotdown y el País bajo la axila. Tomó su café
de siempre y empezó a quejarse de su exmujer que le había echado de casa y se había
quedado su biblioteca, porque todas las mujeres eran unas feminazis. Estos
recitales y asociaciones los conformábamos todos los fracasados de la vida. No
sé porque tenía la sensación de que en el mundo de la cultura todos teníamos un
tiro.
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