El maltrato no se da sólo del hombre hacía la mujer. A veces es al
revés. Y también es necesario visibilizar los casos de violencia entre personas
del mismo género. Este es el propósito de estos dos relatos; una mujer que
maltrata a otra mujer y un hombre que maltrata psicológicamente a otro hombre.
Reducir la violencia en la pareja es el quinto objetivo de la ONU en su plan de
desarrollo. Estos relatos los he incluido porque también reflejan otros problemas
sociales como son el paro o la pobreza, y los mecanismos institucionales que
hay para paliarlo, como son las ayudas económicas (rentas básicas, rentas de garantía
de ingresos, complementos de vivienda...), los pisos protegidos o de ayuda
social (los inquilinos propietarios), el servicio de Lanbide (el antiguo Inem)
a través de cursos y búsqueda de empleo. En el segundo cuento además reflejo la
militancia en juventudes y partidos políticos, el tema siempre velado de la
prostitución masculina, la realidad de los psiquiátricos o el enganche a las
prácticas de esoterismo.
LOS VINOS TRISTES DE BELISA
No he vuelto a ver a Belisa desde que tiene nueva pareja, hace dos años. Antes quedábamos todos los días en los bares de la parte alta. Me sacaba un café y aguantaba sus vinos tristes que iba pidiendo uno tras otro, mientras se quejaba de su novia maltratadora. Cuando me enseñaba sus heridas en el cuello me sentía culpable: a esa chica se la presenté yo. Aquel día en la asociación LGTB le pasé su teléfono para que se conocieran, ¿Cómo iba a sospechar la clase de persona que era? Belisa es rubia y alta, y viste ropa de hombre, se comporta muy infantilmente para sus 40 años. Esa noche se llevaba a los labios la última copa, pero siempre la seguían otras. No podía mentarla la asociación de alcohólicos anónimos sin que se ofuscara, pero estaba apuntada a miles de cursos: el eusquera, un taller de literatura y otro de pintura. Siempre está eternamente opositando. Al sistema les interesa tenernos toda la vida estudiando y ocupados. Aunque ya sepamos más que nuestros examinadores. En los trabajos no la cogen porque está sobre cualificada. Belisa estudia una carrera tras otra mientras hace todos los cursos de Lanbide a los que la obligan. Lleva sacándose el carné de conducir toda la vida, en las prácticas siempre se pone nerviosa y lo estropea todo. Trabajó un tiempo de informática en Madrid, tras su primera carrera y vivió la noche de la movida por Malasaña, pero tuvo que volver a casa de sus padres y ahora ha conseguido un piso de protección oficial de Etxebide o Bizigune en una de las casas torre jirafas.
Belisa me arreglaba el ordenador
cada vez que se me estropeaba, me ayudó a hacer el blog y me pasaba programas
piratas o direcciones para comprar por internet o responder encuestas y
ganarnos un dinero. En cierta forma tenía una deuda con ella, aparte de una
amistad. Merendábamos pintxo potes por los bares mientras me contaba su jornada
en la asociación feminista en la que militaba. Me hablaba de sus compañeras,
paradas de larga duración, que se presentaban a oposiciones de cincuenta mil
personas para cuatrocientos puestos.
Me convenció para vender lotería de la cruz roja en la ETT en la que ella
está apuntada. Allí la buscaron su último curro como dependienta en una tienda de
productos cosmeticos. Al principio me obligaban a vender aquellos boletos en
plena gran vía bilbaína, pero nadie me hacía caso, me sentía ridículo con
aquella tira de cupones colgando del cuello. Decidí saltarme la ruta de lugares
estipulados y vender boletos a mis amigos. Continué mi frenética vida cultural diaria
por ateneos, bibliotecas, y centros de recitales y conferencias. A cada poeta
amigo que me encontraba le intentaba vender un boleto y me lo acaban comprando
por fraternidad o pena. De esta forma conseguí aumentar las ventas y cumplir
con las expectativas programadas. Una vez vendí un boleto a unos amigos que tomaban cervezas en una terraza. Uno de ellos me
respondió sarcástico; “ya sabemos que tenemos que ayudar a los negritos, pero
no existe la filantropía, la solidaridad es egoísmo. Hasta los misioneros lo
hacen por tranquilizar su conciencia”.
Un amigo nuestro, Juan, trabajaba
en una fábrica hasta que le echaron en un despido improcedente según él. Lo
cierto es que muchas mañanas no iba a fichar o se presentaba borracho. Tenía la
sabiduría de la calle, de tratar con borrachos, y se peleaba con cualquiera que
le mirara mal. Juan era feo, cejijunto, siempre manchado y sucio. Sin embargo,
con su aspecto malote triunfaba entre el público femenino. Una mañana nos llevó
a su fábrica y sacamos fotos artísticas al paraje que ese domingo estaba
deshabitado y fantasmal. Fotografié a mi amiga subida a unas tuberías o suspendiéndose
de unos cables al vacío. Parecían fotos de profesional de estudio. Juan tenía
muchas denuncias: una vez se enzarzó con un policía que le amonestó por mear en
la calle. Ya que le trataban como a un delincuente se comportó como tal y la
sentencia se agravó, con una multa que no podía pagar. Se había quedado en paro
y su mujer le había abandonado, quedándose ella con la custodia de la niña.
Parecía importarle mucho a Juan su hija de diez años. Nos enseñaba sus
redacciones del colegio y sus dibujos y me preguntaba dónde podría conseguir
cuadernos de caligrafía y Rubio de matemáticas para ella. Aquel hombre no sabía
ni redactar un currículo. Nos enseñó el que había presentado en Lanbide, lleno
de faltas de ortografía y de trabajos penosos de Bukowsky. No tenía un duro y
sin embargo se enfadaba si no le aceptábamos las cervezas a las que nos
invitaba.
Angelito era otro amigo de Belisa,
un señor mayor sesentón y gay, que se gastaba la herencia de su madre en ropa
de verskha y pantalones ajustados. Y en sus vicios; “mis cigarritos, un porrito
y un poco de polvo”, decía señalándose la nariz. Se pasaba la semana comprando
ropa o metiéndose productos de aseo personal entre la ropa en los comercios de
la gran vía y así lucirlos el fin de semana por los bares de ambiente.
Ahora Belisa mezclaba ginebra y
kases en unos soportales, ¡un botellón adolescente a nuestros años! Por el
precio de un cubata podíamos hacernos cuarenta caseros. Los papeles de la matrícula
en periodismo se mezclaban entre vasos desbordados de alcohol. A veces me hablaba
de su primer amor, una escritora amargada que no reconocía su condición sexual
y vivía reprimida. Un día preguntó por Belisa en la peluquería de la hermana de
esta. La hermana le respondió sarcásticamente; «tú sabrás, que te la tirabas
todas las noches», y ella se escandalizó. Belisa salía con dos hermanas a las
que apodaban «las Bronte». Eran pintoras, una de ellas tenía la espalda mal y
siempre se estaba quejando de su fibromialgia. A su exposición de cuadros solo
fueron cuatro amigos ante las cervezas y pinchos prometidos. Fue patético ver a
las cincuentonas vendiendo cuatro cuadros en esa exposición, a la que no habían
ido ni sus padres. Belisa estaba tan borracha esa noche que decía que nos ibamos
a volver ambos heterosexuales. Acabé llevándola a mi casa porque sus torres estaban
un poco lejos. Se quedó durmiendo en la habitación de mi hermano, hablando
sola.
Cuando le pasé el teléfono de
Belisa en la asociación LGTB Paula la llamó al móvil con una voz tan
autoritaria que me asusté. Luego eso se convertiría en algo habitual pues
siempre se refería a ella con improperios e insultos. Paula tenía la cara
demacrada por la droga, pero el cuerpo fofo de la medicación antipsicótica. Era
alcohólica y bebía lo que se encontraba por la calle o a lo que la invitaban.
Se enamoraba de cualquier cartera y polemizaba con todos los barman, cuando no
les contaba su vida. El camarero le sufría la historia y el arranque de
sinceridad alcohólica por el precio del combinado. Se metió en tantos líos que
le prohibieron entrar en muchos locales. El otro día en las fiestas del pueblo
saboteó el número de los travestis Felini subiéndose al pódium que habían
improvisado en la acera. La travestí
gorda se quejaba; “solo nos han dejado un bordillo de acera para hacer nuestro
espectáculo”. Y no le dio tiempo a reaccionar cuando Paula se subió al
escenario y empezó a bailar con ellos. Al principio la siguieron el rollo hasta
que se agachó fingiendo hacerles una felación. El de seguridad se la llevó de
la cintura mientras una de las travestis improvisó: «¡Esta tiene que cambiar de
camello, pero ya!» Aún se oían sus gritos de protesta mientras forcejeaba con
el segurata en la campa. Luego la vimos tambalearse y al final cayó en la
campa, haciendo su número final.
Paula estaba avejentada y parecía
una señora mayor, llena de droga. Sus labios con rímel hacían a su cara pálida
una especie de careta de payasa. Era una chony de barrio, vestía como una
camorrista, a veces con trajes militares y esvásticas. Esta barriobajera se
comportaba como los hombres machistas de los años 40 en la América profunda,
que veían el fútbol mientras la mujer les hacía la cena. Se comportaba como un
hombre en todo, la trataba con una violencia más propia de lo masculino. Cuando
te ve se abalanza como si te conociera de toda la vida te abarcaba con sus
brazos en un abrazo teatral. A pesar de su argot callejero todo lo que decía
eran lugares comunes y me asqueaba cuando le daba por besuquearme. Se enrollaba con todo aquel que le invitara a
una raya de coca o le ofrezca un porro y sin embargo se llenaba de celos si a
Belisa alguien le lanza un piropo elogioso. La prohibía hablar con mujeres atractivas.
Mendigaba alcohol por las esquinas de los bares como una “come boltxak”, en el
argot. Antes vivía con el estrangulador del barrio hasta que se mudó al piso
torre de Belisa. Le llamaban el estrangulador porque acababa de salir de la
cárcel tras cumplir su condena por asesinato y Belisa tenía miedo de que un día
las descuartizara a ellas. Le habían pillado en una bañera llena de sangre tras
degollar a su mujer.
Belisa acogió a Paula en su casa
porque no tenía otro sitio donde caerse muerta y una madre muy enferma. Belisa
tampoco estaba muy boyante con esa hipoteca que la esclavizaba. A veces Paula
venía disfrazada con un chándal y me clavaba sus dientes de sarrro en un beso.
Belisa se fiaba de los lobos. Y esta mantis religiosa la devoró. Belisa necesitaba
caer en lo más bajo, tocar fondo, para luego ascender del lodo y las cenizas.
Belisa no tenía claro si debía consentir aquel maltrato, o si la violación no
se consideraba tal al ser pareja. Se sentía una mierda y se abrazaba a mí, era
el único que en ese momento de su vida la daba algún aliento de esperanza. Un
día encontré a Paula pidiendo en las escaleras del metro e incluso una de sus
conocidas alegó tener mucha prisa y que se le escapaba el metro. Si la dabas
algo de dinero se lo gastaba en cervezas del súper, al que no le gustaba ir pues
la miraran por encima del hombro. Otra noche la descubrí con otro drogadicto en
brazos y al verme me escupió; “ahora se lo cuentas a Belisa”.
Esa noche se había presentado Paula
borracha perdida en la casa torre y cuando Belisa le abrió la puerta se
abalanzó sobre ella besándola fuertemente en la boca. Tuvieron una noche
ardiente de sexo, pero luego empezó a insultarla sin venir a cuento, llamándola
come braguetas. Belisa me decía que Paula la daba emoción en su vida y
adrenalina, cada día era diferente, una aventura. Estaba atada a ella, y
juzgaba su relación de un romanticismo pasional. Belisa no podía ni saludar a
un amigo si estaba la otra presente. Luego se hizo habitual lo de tocar el
timbre a las tantas de la madrugada. Belisa le había pedido que esa noche no
viniera porque tenía que estudiar para las oposiciones, pero a la otra le daba
igual y armaba un escándalo en la escalera si Belisa no la abría el portero. Se
metía en la cama de su novia y se auto invitaba a todo lo que tuviera en el
mueble bar. Belisa en sueños acababa echándole de la cama. Y Paula la pegaba
sin ningún remordimiento después. Si le daba la neura por cualquier cosa acababan
a puñetazos. Hasta su sexo era violento, hecho forzadamente y de una brutalidad
sin cariño. Belisa se había obsesionado con Paula, o como ella decía;
«enchochado». Paula le apretaba contra su pecho, y Belisa aguantaba sus
machismos. A veces le tiraba al suelo. Era una relación sadomasoquista. Belisa
me enseñaba los cortes que le había hecho, bebiendo y fumando auto
destructivamente en el bar. Paula le traía a casa los muebles que se encontraba
por la calle, y al principio Belisa propuso restaurarlos juntas, pero luego se
cansó de aquello. También invitaba a gente al piso de su pareja. Las gitanas rebuscaban entre la basura con
palos y rastrillos. Paula cada vez que pasaban por un conteiner se zambullía
dentro y Belisa pasaba mucha vergüenza.
Belisa dejó a todas sus antiguas
amistades porque no les podía presentar a aquella tipa. No podía prever qué
nueva locura haría esta vez ni la reacción de sus amigos. Fue abandonando a
todas sus amigas, incluso la asociación feminista, hasta que se abandonó así
misma, y a mí también. Cuando se
peleaban y Belisa la echaba de su casa, Paula dormía en un cajero entre
esterillas y cartones. Si los del servicio social la encerraban en psiquiatría
se escapaba. No le gustaba la comida de allí, pero la prefería a la de los
comederos sociales. A veces se caía al suelo, se pegaba ostias ella sola y
acababa en el hospital. La policía la cacheaba y la quitaba la navaja scaut del
bolso y pasaba muchas noches en comisaría. También la habían detenido por
trapichear con heroína.
Belisa acabó por no dejarla entrar
a su piso, y entonces ella en represalia la robó el felpudo. Belisa acabó harta
de tanta acción en su vida, de sus celos imaginarios y de verla entre los
jonquis del barrio. Su vida parecía una película de Tarantino continua. El
siquiatra de la seguridad social lo definía como una relación enfermiza o
tóxica. Paula está ahora ingresada en una clínica de desintoxicación en una
granja. Belisa ha copiado al óleo una serigrafía de Warhol en el taller de
pintura al que ha vuelto. En la presentación de la exposición dijo que la lata
de tomate Orlando representaba su corazón triturado. Sólo recuerdo una noche
divertida con ellas dos juntas, en las que bailamos los tres agarrados, pero
escapé cuando me propusieron una relación de poli amor a lo Castillos de Cartón. Belisa se sacó
fotos del cuello y la denunció. Confesó las noches en que no se atrevía ni a
salir de casa, llena de arañazos por todo el cuerpo. Ya no me siento culpable
de haber sido su celestino. Paula le saludaba con un hija de puta y a Belisa
esto le llegó hasta a parecer normal. Su forma de amarse era pegándose, y
Belisa había desarrollado un síndrome de Estocolmo. Las sabanas a Belisa aún le
huelen a Paula, y no es tan fácil como le dice la siquiatra librarse de esta
mala influencia. La última vez que vi a Belisa fue en una conferencia de James
Elroy, en la que el autor en inglés nos recomendó; «volveros a casa, nada bueno
trae la noche». No la he vuelto a ver. Sé que ha rehecho su vida con otra mujer
de su edad, separada y con una niña. Su vida ahora se parece más a una película
de Almodóvar que a las de Tarantino. Ha vuelto a todos los cursos que abandonó.
Sigue viviendo en las torres jirafa, opositando eternamente y aún no se ha
sacado el carné de conducir.
EL PISO DE GILBERTO, UNAS CARTAS DE TAROT, UN
SUICIDIO Y EL PARTIDO COMUNISTA
Gilberto es un chico gay de cuarenta años, que
se parece al de la Conjura de los necios,
pues es grande, obeso y filósofo y ve conjuras en todo y en todos. (El Sistema
confabula contra él) Vivía en un piso de alquiler social que le había tocado en
etxebide o bisigune. Era inquilino propietario. En realidad la casa era
propiedad del ayuntamiento, pero le daban la opción de comprarla, aunque no le
valía la pena: Pagaba 30 e al mes, simbólicamente y el ayuntamiento corría con
todos los gastos. Le pusieron un baño de mampostería valorado en dos mil euros
y el ascensor se había pagado también municipalmente. Le daban una ayuda de
complemento de vivienda. En nuestra comunidad autónoma tenemos ayudas que no se
dan en el resto del país, como la renta de garantía de ingresos RGI o renta
mínima. Y entre todas las rentas se hacía con unos 900 e todos los meses.
¿Dónde iba a encontrar un alquiler o una hipoteca mejor?
Mi amigo tenía la casa patas arriba y muchos
libros. Era militante en muchas asociaciones, y solía traer a su casa a anti
sistemas que conocía una noche en una casa okupa. Y a veces se venía a casa con
gente del lumpen. Se enamoraba de cualquier chulo que le guiñara un ojo en una discoteca
y se sentía una hermanita de la caridad dando de desayunar a todos los
vagabundos que encontraba. Con uno de ellos tuve un altercado pues se empeñó en
que le había robado su chupa en casa de Gilberto y me persiguió por el metro
hasta que le pararon los de seguridad. Gilberto preparaba una cazuela de
achicoria y un caldo asqueroso. Disolvía sobres de sopa de veinte céntimos en
una cazuela. Vivía con su pareja: un viejo de setenta años, obeso, feo, y
maleducado. Aquel señor era analfabeto, venía del campo. Mi amigo Gilberto es psicólogo,
y creo que ha estudiado alguna otra carrera, es todo un intelectual. No sé qué
pintaba con el otro. Le había conocido en un cuarto oscuro y el viejo se le había instalado en casa.
Gilberto le preparaba la comida como una buena ama de casa y le servía el
desayuno a la cama. El cuidado de aquel
viejo suplía sus carencias afectivas y su falta de padre. El viejo le llamaba a
gritos desde la cama y le maltrataba. No sé cómo podía atraerle, pero le tenía
hipnotizado. A Gilberto el aldeano le hacía reír, cuando anunciaba tirarse una
flatulencia y tras el pedo se reía como un niño. Despertaba en él sentimientos
maternales. El viejo se había criado con las cabras y a mí no me podía ni ver,
se sentaba lejos de mí en los actos culturales en que coincidía con la extraña
pareja. El viejo se quedaba dormido en estos recitales. Tampoco entendía una
palabra de lo que Gilberto y yo hablábamos en aquellas tertulias en su casa,
junto al café. Se movía inquieto en su silla, protestando como a un niño al que
habíamos castigado con nuestra charla. Gilberto no me dejaba hablar mal de su
novio y lo defendía vehementemente y sí me metía con el otro lo recibía como un
ataque personal. El amor debe ser ciego y subnormal.
Gilberto alojaba en su piso protegido a todo el
que se encontraba, a cual más raro. Parecía una pensión para alternativos. Por
su casa desfilaban erasmus, sudamericanos y camaradas comunistas con greñas, a
los que mi conservador padre llamaría «desmelenudos». Un día se encontró un
gato atravesado por un coche y lo recogió también. Se le murió en brazos. Le
apenaba su vientre roto. Para Gilberto un gato herido no era poca cosa, pero
cuando pidió ayuda en un bar bromearon con meterlo en una hamburguesa, entre
pan y pan. Aquella mañana le contaba mi vida a Gilberto mientras él zampaba
bollos, impasible. Sentía su barriga crecer mientras asistía insensiblemente a
mi desahogo. Estuvimos hasta la madrugada del domingo, no sé si se iría de casa
a las 5 de la mañana. Mi padre al verme en la cama a las 2 del mediodía me
preguntó: “¿Cuántos bares, querido?” Pero mi resaca era de tanto
intelectualismo y achicoria. Gilberto me mostró su última creación: un cuento
sobre su vecina «la quejona». Estaba convencido de que se lo habían copiado los
de Gomaespuma cuando lo llevó al concurso del programa de radio, pues poco
después salió el libro de Cándida.
Por supuesto, los libros sólo se parecen en el título. Otra paranoia de mi
amigo.
Por la mañana me llevó a una reunión de las
juventudes comunistas, en la que militaba. Puede parecer marginal este partido,
pero de aquí surgieron grupos como Podemos. Una de las chicas dirigía la parte
feminista del grupo, pero no puso objeción en ser ella quién sirviera aquella
sopa horrible. Leí un texto de García Montero sintiéndome adalid de la
revolución del 15M. Editaban también una revista panfletaria de poesía,
mensual, pero para publicar allí había que pagar la cuota de socio. Yo pensaba
que el comunismo estaba por encima del vil metal. Así que no fui a más
reuniones. En aquellas sesiones empezaban todos rezando el capital, igual que
en las antiguas escuelas el padrenuestro. El cristo de mi escuela y el Marx que
tenían allí colgado me parecían la misma cosa a la que uno se tiene que
reverenciar como un esclavo. Luego un tipo de barbas arengó un rollo marxista,
y luego debatimos sobre temas de interés general. Me contaron que a veces
ponían documentales sobre Lenin y el trotskismo o películas en blanco y negro
de Eisenstein, como el acorazado Potemkin.
Y luego un cine fórum. Al menos les robé un par de libros de Racionero de su
biblioteca. La noche acabó leyendo poemas, y el mío lo calificaron «de diván de
psicólogo», pues mis sentimientos debían de parecerles muy pequeñoburgueses o
románticos.
Ahora un perro saca de paseo a Gilberto y así
se saca un dinero. A veces le acompaño en estos paseos, que pueden durar horas.
Mi amigo me hace de psicoanalista gratuito. Con la crisis tuvo que dejar la
carrera de psicología, le quedaban dos asignaturas cuando sus padres cortaron
el grifo. Me ha diagnosticado un «edipo travesti». «¡Ojala todos los Diógenes
fueran tan selectivos como el de tu cuarto!», me decía, porque aprecia mucho mi
biblioteca, que se parece tanto a la suya.
El otro día le llevé mis expedientes psiquiátricos, y nos reímos de todos
los términos formales que empleaban los siquiatras. Cuando hablo con él tomo
notas en una libreta roja. Apunto los autores que él cita, las recomendaciones
y bibliografía necesaria para seguir su conversación. Y sin embargo, él, que
tanto sabe de sicología, esta terriblemente enfermo de esquizofrenia. Me gusta
hablar con él porque es una enciclopedia andante y sabe de todo. Son nuestros
paseos como los de los peripatéticos de Aristóteles que filosofaba con sus discípulos
por el jardín. Alguna vez hemos intentado ordenar nuestras habitaciones,
seleccionar libros y tirar otros. Podemos discutir si el sufrimiento en el arte
es necesario o no importa el esfuerzo, o sí debe ser emocional o intelectual.
Tiene algún oleo pintado, pero no aplica bien todo lo que sabe sobre historia
del arte. A veces en su casa, en la pizarra que tiene en la cocina, me ha
intentado explicar teorías que él tiene y que inter relaciona unas con otras,
como suelen hacer los esquizofrénicos. Y yo le digo que a veces los críticos
ven más de lo que el pintor ha querido reflejar. Pero él disfruta más
inventando poéticas que en el puro acto de crear. Nuestros paseos, con el
perro, son como monólogos de besugo y dialécticas sin síntesis. Yo alzo el dedo
el cielo de Platón y él lo baja a la tierra de Aristóteles. Nos peleábamos,
como unos náufragos que sólo tienen una botella para mandar sus mensajes de súplica.
Nuestros antiguos compañeros de colegio ya se han casado y tienen hijos, y eso
nos hacía sentir mayores, como obligados a ser adultos. Lo nuestro era
filosofar como niños. Incluso muchos de nuestros profesores se han ido
muriendo. Él fue por ciencias, y acabó en sicología, y yo siempre he ido por
letras. Pero somos los mismos niños que en el patio de recreo jugábamos a remover las hojas que se
arremolinaban en el suelo, como si fuéramos dioses del viento, capaces de
hacerlas volar. Apuntaba todo lo que mi amigo decía en servilletas, por miedo a
que se perdiera en el olvido. El viento soplaba las hojas del parque.
Gilberto de niño no era tan gordo. De joven
incluso resultaba seductor, aunque era terriblemente tímido con las chicas.
Además tenía un futuro prometedor, siempre había sido el más listo y estudioso,
el empollón del colegio. Sus padres dejaron de financiar sus carreras cuando
descubrieron que la asignación se la gastaba en amantes de sexo masculino. Le
gusta mucho la física, y la metafísica y esoterismos. Le gustaba leerme las
líneas de la mano, y yo bromeaba prediciendo que tendría una gran piscina.
«¿Eso te lo dice el campo de Venus o la línea de la vida?» Y entonces le escupía la mano. «Me lo ha
dicho esto» Le gustaba elaborar cartas astrales. Él era un libra tendente al
equilibrio y yo un virgo obsesionado por el orden. (Quién lo diría viendo mi habitación)
Mercurio era el planeta que me velaba, y lo regía Hermes, el dios mensajero, el
dios del periodismo. Me sacaba los ascendentes. Y a veces me leía las cartas de
tarot de un mazo de Marsella. Las extendía sobre la mesa boca abajo y me dejaba
elegir tres cartas: pasado presente y futuro. Mi carta preferida era la del
aprendiz, no he hecho otra cosa en la vida. La carta de la muerte sugería un
cambio en la vida. El ahorcado simbolizaba lo bien lo que nos había ido. Toda
esta superchería en el fondo me atraía sin llegar a los niveles exotéricos de
mi amigo.
Aquella tarde se empeñó en hacer una guija.
Quería invocar a Jaro, un amigo en común que se nos suicidó. Le hizo una
especie de pequeño homenaje, encendiendo unas velas. Convocó su espíritu. Gilberto me asustaba cuando cerraba los ojos
y decía que le estaba hablando el muerto. Encendió todas las velas y la cera
roja se derritió junto al sucedáneo de café sobre el mantel de cuadros
rojiblancos. Movía mi mano sobre un cuchillo que se giraba como si le hubiera
poseído el espíritu de nuestro amigo. A Jaro le marginaban por amanerado en el
colegio y por vestir de gótico y de emo, y era un fracaso escolar. Su conversación
se reducía a hablar de series de televisión. Era alto y espigado, taciturno y
delgado, pero los fármacos psiquiátricos le fueron engordando y entró en una
decadencia total. A nada que indagabas en su vida te conmocionaba su tragedia. Bajo
su aparente mediocridad se encontraba una vida terrible. La madre, depresiva,
pasó su vida encerrada en psiquiátricos hasta que murió. Fue en un ingreso
psiquiátrico cuando le volví a ver, no se parecía en nada al chaval marginado
del colegio y tenía una cara pálida, demacrada y avejentada, sobre un cuerpo
fofo. Experimentaban con nosotros y le inyectaban veneno en su cuerpo deforme.
Me pedía que le hablara de políticos y me escuchaba como a un loco. Nos dimos
un pico en la sala de fumar, de película, ante la cámara que lo grababa todo.
Le contaba historias hasta que se dormía en la habitación del sanatorio,
mientras una enfermera paseaba un carrito con tés, manzanillas y relajantes
para dormir. La mosquita muerta nos quería llevar por el buen camino y por el
aro y Jaro la escupió en el vaso. «Lo que vas a sufrir, Jarito, por no
adaptarte a las normas»
Me llegaron rumores de que Jaro había sido
chapero y que ponía anuncios en los periódicos. Al principio buscaba encuentros
y aventuras sexuales pero luego ya todo le daba igual. En el sanatorio nadie
quería beber de su vaso de agua, creían que tenía sida. Debía ser muy promiscuo
y alguna vez me arrastró a esos bares de perdición. Fue un día a la asociación
LGTB pero la abandonó llamando bollera a la psicóloga. Y a mí me decía «gay
reprimido, perdedor», se alegraba de mi locura. Estaba reñido con el mundo. Me
amenazaba con decirle a mi padre que era gay. Me podía dejar tirado en medio de
un café o coger un taxi, y aunque éramos vecinos, le decía al taxista que no me
llevara, que no tenía dinero. Poco después me enteré de que se había tirado por
el puente de la Salve de Deusto. Ya lo había intentado delante de mí subidos a
una noria en las fiestas del pueblo. Y ese mismo día le dio un ataque de
epilepsia en un castillo hinchable. La última vez que le vi me había enseñado
su cuarto, vacío y desolador, pues solo tenía un disco de Mónica Naranjo. Allí había
pasado toda su infancia. Me enseñó los perfumes que se echaba como una capa de
lodo a un cerdo. Y toda la medicación que por entonces tomaba.
Jaro fue el primer amante de Gilberto. Gilberto
conoció a Jaro cuando era un chico desorientado que se iba con cualquiera. A
los viejos les parecía interesante y ligaba mucho cuando no era conocido. Luego
vino su muerte social y el rumor de su enfermedad y nadie se acercaba a él. A
veces cogía una litrona de cerveza, se ponía los cascos de música y bailaba
solo en una esquina de la ría, a la puerta de los bares de ambiente. La gente
se acercaba para reírse de él o increparle. Hedía a soledad. Gilberto le cobijo
un tiempo en su casa hasta que tuvieron una discusión peor que la de Rimbaud y
Verlaine en la que casi le corta la oreja. Gilberto le leía fragmentos de sus
ensayos como un misionero de la teología de la liberación. Aquella catequesis al
otro le parecía una chapa. Fueron folla amigos y luego nada. Gilberto intentó
que dejara la prostitución y que se anunciara en el periódico para leer las
cartas de Tarot, pero entonces Jaro le llamaba «bruja» y se iba dando un
portazo. Gilberto llegó a obsesionarse con todo esto de la astrología y se
gastaba mucho dinero llamando a las tarotistas que se anunciaban en la tele.
Siempre me hablaba de la bruja Lola, la bruja Avería, Rafael y los intentos de
suicidio de Aramis Fuster. Estaba enganchado a aquellos programas, que eran
peores que la tele tienda.
El viejo
a veces no me abría la puerta de su casa. Y harto de no encontrar respuesta
dejé de frecuentarla. El viejo no entendía una palabra de nuestras
conversaciones intelectuales pero quería apartarme de su esclavo. Estuvieron a
punto los servicios sociales de quitarle el piso a mi amigo, porque se
enteraron de que metía a todo el mundo en ella. Una vez tuvo que ir la policía
porque tuvieron una discusión fuerte el viejo y él. Cada uno en una habitación,
y a gritos. Yo creo que le maltrataba. Al menos psicológicamente. La cosa acabó
de la forma más trágica. Gilberto se dejó una vela exotérica encendida y la
casa ardió. Se chamuscaron todos los libros. los muebles y todo. Incluso la
cama donde retozaba con el viejo. Gilberto se empeñó en salvar los libros, que
eran toda su vida. Gilberto se había intentado suicidar también y le daban
locuras. Quién sabe si fue él mismo quién prendió fuego a la casa. Todo ardió
en una pira nazi como la de Fahrenheit, como la del Quijote al que le apartan
de los libros, y Gilberto salió asustado de la casa, como un Nerón enloquecido.
Tuvo que volver a casa de su madre, una Bernarda alba que le decía; “ya te lo
advertí, no se te puede dejar solo”. El personaje de la quejona bien podía
haber sido el de su propia madre fálica, como aquella madre de la conjura de
los necios. Su madre, por cierto, era géminis, el espíritu de la contradicción.
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