Con este relato quiero hablar de las nuevas formas de
familia monoparentales, de las familias desestructuradas o disfuncionales y también
de las nuevas tribus urbanas como los góticos y de los problemas psicológicos
en los adolescentes, así como el problema del paro.
Relato de un emo
Amanecía en la ciudad
pero Tristán seguía dormido. Como la mayor parte de los adolescentes, tenía el
cuarto lleno de pósteres de grupos musicales (idolatraba al grupo Nirvana) y
carteles de películas. El cuarto era angosto y oscuro. La sabana tenía aún un
poco de sangre, aquella noche se la había pasado haciéndose pequeños cortes en
las muñecas. Era su forma de protestar contra este mundo cruel que le habían
impuesto. Le gustaba ver deslizar la cuchilla por su brazo y el color rojo y
vivo de la sangre. No se consideraba gótico sino emo, era un paso más, aunque
no le gustaba definirse en ninguna tribu urbana. Él no llegaba a la paranoia de
querer ser sirena y cortarse los pies, o ser gato y maullar en sus
conversaciones. La única libertad que nos deja esta vida es el suicidio. Sí nos
obligan a vivir y a morir, lo único verdaderamente fruto de la voluntad es
inmolarse. Muchos se han suicidado ya en vida y siguen con sus vidas rutinarias
y monótonas. Otros no se atreven a hacerlo, hay que ser muy valiente para
matarse, o quizá cobarde. La vida le daba miedo a Tristán. Su infancia la había
pasado en una habitación vacía, sin juguetes. Esa nada siempre le había
asustado. Nunca había tenido un cumpleaños de niño normal, con padres soplando
las velas y amigos comiendo patatas fritas y bebiendo coca cola en vasos de
plástico. Así que cuando llegó la adolescencia le entró un horror vacui y llenó
la habitación de libros, carteles, objetos que encontraba en los basureros. Se
había aburrido y sentido muy solo toda su niñez en aquel cuarto que ahora había
ido poblando de falsos recuerdos.
También había
llenado su cuerpo de tatuajes, piercins en nariz y lengua y ropa negra con
cadenas y esvásticas. Le asqueaba su propia desnudez aquella mañana en la
ducha: Su cuerpo escuálido y flácido, su cara taciturna y melancólica. El rímel negro de sus ojos maquillados cayéndole como lágrimas bajo el agua del grifo. No le
gustaban sus venas, por las que corría presa la sangre. Sus venas eran argollas
en su cuerpo, mucho peores que las cadenas de hierro que ahora se ponía sobre
el cuello. Le brotaba un poquito de sangre, pero no le dolía, era algo
placentero. Igual que los vampiros de la serie Crepúsculo, se había enamorado de su propia sangre. Desde Drácula hasta Caza vampiros siempre ha habido licántropos que se han alimentado
de la sangre de otros. Su propia madre, ya desde el cordón umbilical, le había
ido chupando la sangre y la vida. Tras cada corte se echaba un poco de agua y
se chupaba las heridas. Los médicos aseguraron a su madre que era una forma de
llamar su atención y que le ignoraran. Realmente la madre de Tristán no había
hecho otra cosa en su vida que ignorarlo.
Sus padres
estaban divorciados, o el murió. Tampoco le importaba. No guardaba más que
malos recuerdos del padre, pegándole a su madre. Su madre siempre había pasado
de él, queriendo más ser su amiga que su madre, le había consentido todo. Hay
otras madres sobreprotectoras que viven a través de sus hijos, proyectan su
vacío en ellos y les utilizan para sentirse bien con ellas mismas, por eso las
intranquiliza si el hijo se va de fiesta. Pero su madre nunca había sido así.
Había aceptado su conversión a emo como una nueva locura del hijo. Fumaba maría
delante suyo y a veces la compartían, el niño siempre supo que la cajita con la
marihuana estaba debajo del vestíbulo. Su madre se desvivía porque saliera
alguna vez de casa y quedara con amigos, como los otros chicos de su edad. Le
daba igual que volviera a las 4 de la mañana con tal que estuviera acompañado.
Pero Tristán se pasaba las noches solo, viendo series, un capitulo tras otro,
en el Netflix, hasta que terminaba la serie o la serie acababa con él. Sólo
tenía unos amigos raros, con los que a veces quedaba para jugar a rol o
escenificar escenas del señor de los
anillos. Los libros no cabían en su cuarto. Su madre se echaba a llorar
cada vez que entraba en su habitación. A Tristán no le gustaba que entraran
allí, desde niño había convertido su cuarto en un refugio. Hasta tenía un altar
místico: unas velas y un cenicero en forma de luna en la que se quemaba una
barra de incienso. A su madre le gustaba mucho esparcir aquellas barras aromáticas
por toda la casa. Desde el día que se mudaron a este piso Tristán se encerró en
su cuarto, como una bella durmiente aletargada durante cien años.
No salía ni para
comer. Era como el insecto de la
metamorfosis de Kafka, parecía que su madre le pasaba la comida por debajo
de la puerta, o el artista del hambre
que muere en una jaula encerrado. Jaulas de oro para un palomo cojo al que no
dejaban desplegar las alas y volar. A Tristán le gustaba mucho Kafka. Su madre
le llamaba para comer dándole unos golpes en la pared. Eso le molestaba, era el
hechicero en su caverna, y no aceptaba visitas. A veces con sus miniaturas de
las guerras de las galaxias escenificaba escenas, como las niñas pijas que
juegan con barbis y casas de muñecas. De niño había querido ser mago, adivino,
un Gandalf y ahora le había dado por ser escritor. Antes de dormir escribía una
especie de diario con reflexiones. Varias estanterías se habían vencido por el
peso de los libros de corte fantástico y de terror. El complejo de Diógenes
sólo es complejo si le acompleja a uno mismo, y dejó de ser un problema cuando
sustituyó los libros por los ebooks. Se trataba de que no abultase el problema,
para poder enseñar el cuarto a las visitas. En los armarios tenía libros en vez
de ropa, pues no le gustaba ir de compras con su madre, eligiendo por él la ropa
más hippie y alternativa, él no le daba importancia a su aspecto o a su cuerpo.
Vestía lo más negro que podía, para manifestar una especie de luto perpetuo con
la muerte de dios y del mundo. A pesar de tener 25 años, su madre le seguía
comprando la ropa como si fuera un adolescente. Pero es que seguía
comportándose como un adolescente inmaduro. No tenía resiliencia o resistencia
a la frustración y cualquier problema le tenía encamado durante días. No quería
salir de allí ni para comer, cuando el mundo se le caía encima.
En su balda
Sartre, Kinkegaard, Nietzsche y otros existencialistas y nihilistas no le daban
una respuesta más esperanzadora. A veces se miraba en el espejo las pequeñas
heridas. No le gustaba ducharse, por pereza y por no ver su cuerpo. Ni
levantarse todos los días a la misma hora, ni lavarse los dientes ni afeitarse
como un hombre. A veces había deseado ser mujer para no tener que hacer aquel
proceso de quitarse pelo, pero el dolor del parto tampoco le convencía. Nunca
tendría hijos ni traería a nadie a este valle de lágrimas sin pedirle permiso.
La vida era engañarse en cada despertar, y el dormir un ensayo para la muerte.
La vida era una condena a muerte prorrogada por un dios sádico que disfruta de
nuestro dolor.
No conseguía
dormir, se pasaba la noche insomne y le venían voces y recuerdos. Lo conseguía
a las 5 de la mañana, su sueño era pesado y lleno de pesadillas y el despertar
era aún peor, levantándose más cansado de lo que se había acostado. A veces le
venían ataques de ansiedad. Los preveía cinco minutos antes, pero cuando quería
darse cuenta ya estaba en medio de uno de ellos. No podía hacer nada por
evitarlos. Sentía debilidad en los brazos, y otras sensaciones extrañas. No
podía permanecer quieto en un mismo sitio, así que de nada servía que su madre
le dijera que se relajara en el sofá o en la cama. El cuerpo le pedía la misma
actividad que había tenido durante el día. Y así se removía inquieto y
nervioso, sintiéndose que se moría en cada ataque, o que se hacía viejo y que
llegaría un día en que no podría soportar el ataque y se tiraría por la ventana.
Entonces empezaba a dar vueltas al salón y a veces por la calle, que le
refrescaba un poco y le quitaba el dolor de cabeza, hasta que se le pasaba. Su
respiración se aceleraba, sentía ahogarse, le flaqueaban brazos y piernas, como
si se le hubieran quedado muertos. Si le daba una «noche de voces», su cabeza
no paraba y le venían los vaciles, consejos e insultos de la gente como en una
mala digestión. Las palabras se quedaban
dentro de su cabeza, se le pegaban al pelo como chicles, y así el runrún y
comezón de cabeza le iba rayando toda la noche. Siempre eran las frases que no
dijo en su momento, ya era tarde para defenderse. Pero todos aquellos mensajes
negativos se le habían quedado dentro y ahora salían a flote, insultándose así
mismo. Las voces eran el recuerdo de todo el bullyng que había aguantado en su
colegio. A veces vomitaba por exceso de bebidas energéticas, que eran el
secreto de su escritura, pues le mantenían despierto hasta la madrugada. En un
estado alterado de conciencia y lleno de tabaco rubio, escribía hasta que se
quedaba dormido frente al ordenador. A veces por puro cansancio ya, se dejaba
caer en la cama, y su neurastenia desaparecía por extenuación. Alguna vez le
había dado en un bar o en el colegio y lo pasaba doblemente mal, pues debía
disimularlo hasta que ya no podía más y tenía que salir de clase.
Lleno de angustia
y desazón, iba al bachiller de mala gana. Le habían suspendido todos los cursos
que se pueden suspender. Por edad ya tendría que estar en la universidad, pero
su madre había considerado más progresista llevarle a una escuela de educación
especial, ante sus deficiencias académicas y malas notas en la escuela. Allí le
trataban como a un tonto, le hacían leer libros del barco de vapor y no le
enseñaban nada. Aprendía cosas prácticas como hacer carpintería o poner
tornillos, porque habían dado por supuesto que no servía para estudiar.
Dudó esa mañana levantarse
o no, apurando un segundo de pesadilla. El más mínimo esfuerzo cómo echarse
jabón le hastiaba. Quería que le salieran alas y emerger al mundo de las ideas
y renunciar a las tareas escatológicas o inmanentes. Su estómago contradecía
esos deseos de ser etéreo y los callaba comiendo algún pincho a la salida de
una conferencia sobre Mundo disco o Harry Potter. Dormía con la ropa puesta
para ahorrarse el vestirse. En la cocina, un zumo y soledad. Había ido a la
oficina del paro por contentar a su madre, pero en el ordenador sólo aparecían
trabajos de camarero y otras cosas para las que era un negado. Había que
eliminar las que pedían idioma, carné de conducir o título. A cambio de enseñarle a hacer un currículo,
le obligaron a apuntarse a un montón de cursos sin sentido. Cuando hablaba con
la funcionaria de Lanbide esta le miraba de arriba sus pintas, sus cadenas y
sus ropas de Adán y después de explicarle los trabajos a los que podía optar
apostillaba; «pero lo importante es querer trabajar» Estaba harto de que le
llamaran vago. Le obligaron a ir a una asociación de inserción laboral. En el
curso básico de informática y ofimática le enseñaron a usar el office y a
escribir en Word. En las de economía a hacer balances, el pasivo inmueble, el
activo.... Pero enseguida pasaron de hablarle de otros números: los que montaba
Ruiz Mateos vestido de Superman para llamar la atención de la prensa sobre el
cierre de sus empresas. Era raro dar eso en una clase de economía. Tristán se
aburría de tanta estadística. Las clases eran peor que las de su colegio de
educación especial. El colegio progresista era laico, pero allí también le
daban clase de comportamiento cívico. Una profesora argumentaba que a un niño
hay que educarle con una buena ostia a tiempo. Y él se avergonzaba secretamente
de su excéntrica madre y de la educación sentimental que había recibido, tan al
gusto de los románticos. A veces contestaba a la profesora con aquel poema de
Kalhi Gibran; tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida...Y entonces la
señora le respondía: «Como se nota que no has tenido hijos, cuando los tengas me
darás la razón» No estaba entre los planes de Tristán tener hijos.
Tristán jamás
había tenido novia ni novio. Se concebía así mismo como un ser asexuado, sin
género, y eso conllevaba cierta austeridad y estrechez o frigidez sexual.
Cuando alguien le tocaba se apartaba con rechazo. Él era un duro y le
molestaban los besos pegajosos de su madre, que olían a porro. A veces esta le
había propuesto salir juntos de fiesta. Se la imaginaba de la manita como si
fuera un retrasado. Ella lo hacía para sacarle de casa, y porque no se fiaba de
sus extraños amigos. Pero Tristán de mayor no sería ese tipo de solterón que
toma cafés con su mamá. Tristán tampoco tenía amigos. En aquella cuadrilla de
frikis que habían formado, ninguno estudiaba ni trabajaba. Eran lo que se dice
unos «ninis». Sólo decían estupideces o comentaban series. Todos tenían la cara
pálida, como las damas mojigatas del romanticismo inglés, como las de los mimos
que edifican cárceles imaginarias a la salida del corte inglés, payasos
tristes.
Tristán a la
salida del colegio especial y de los cursos del Inem, se acostumbró a ir a
conferencias y presentaciones de libros de fantasía. Trascribía algunas de esas
charlas al ordenador, para que perdurara y no se perdiera, a fuerza de trascribirlo
algo se le quedaría. Algunas ya las veía por streming desde su ordenador y así
no tenía que molestar a todas aquellas señoras con su tecleo impertinente.
Tampoco se perdía un festival de cine, ya fuera de cine fantástico, gore, o de
series o videos de YouTube. Entraba gratis a los museos con su carné de parado.
Y así se fue conformando una vida cultural que le mantenía por unas horas
alejado de su ordenador. Esto agradó a su madre, que ya pensaba que su hijo
tenía el corazón frio, hecho de silicio, o que una manzana de Macintosh se lo
había sustituido, como al hombre de hojalata. Tristán se escribía en la mano
cosas que quería recordar porque así no se le olvidaba: títulos de pelis o
libros que le recomendaban los frikis de su grupo. Sólo pisaba su casa para
encerrarse en el cuarto con el ordenador a ver videos, series, escribir o
bajarse películas por el Emule. El ordenador se había convertido en parte de sí
mismo y el ratón era ya una extremidad más de su cuerpo.
Aquella noche iba
a ser especial. Se celebraba la clausura del festival de cine gore Caostica en
el monte Artxanda. Habían dejado mascaras para que la gente se pusiera y había
barra libre de cervezas. Tristán se puso una careta de Jocker, y mientras veía
los cortos de terror y cine fantástico imaginó hacerse con una sierra eléctrica
y provocar una masacre en aquel evento. Se haría una careta de pieles humanas. Después
de las películas entregaron unos premios, y lo grabó todo con su móvil. Algunos
cineastas y actores de los cortos conversaron con los asistentes. La noche
acabó haciendo una pequeña hoguera en la ladera. Leyeron cuentos góticos de
vampiros. Les metieron miedo: en aquel monte, aislado del resto de Bilbao,
cualquier asesino podía descuartizarles, sin que nadie se enterara. Aquellas
historias para no dormir no asustaban en absoluto a Tristán. Su vida había sido
el peor relato de terror que se puede contar ante la lumbre. Se acordó del
macarra de su padre, siempre borracho o ausente, se largaba a Marruecos sin
decir nada y volvía con una bolsa llena de marihuana. Pero no quería dedicarle
ni un segundo de su recuerdo.
Aquella fogata le
recordaba a las que hacían los monitores en los campamentos scout a la que su
madre le obligó a ir, obsesionada con que hiciera amigos. Asaban patatas,
chistorras, y a veces saltaban el fuego como en las sanjuanadas o en las
fiestas de san Roque. Era verano. Posiblemente hoy fuera San Juan. La luna
brillaba llena en una noche sin estrellas. En aquellos campamentos solían subir
a una explanada a contemplar astros: el cinturón de Orión, las constelaciones
de la osa mayor y menor, Leda, o la estrella polar que venía del ártico y había
iluminado el portal de belén y guiado a los reyes magos. Tristán contemplaba el
cielo vacío esa noche. No había estrella a la que pedir un deseo. Él seguía su
propia estrella, pero sólo había sido un estrellado en la vida. La luna
convertía en lobos a los hombres aquella primera noche del verano. A Tristán le
hubiera gustado quemar todos sus libros de reinos mágicos y crónicas de Nardia
en una pira común y empezar de nuevo. También le hubiera gustado que le
salieran colmillos y chuparles la sangre a todos, bajo el amparo de la luna
cascabelera de los lunáticos. Tristán quería arder con las llamas y sentir cómo
su cuerpo se quemaba y se purificaba hasta llegar al cielo. El fuego purifica
el alma. Y entonces todos danzarían en un aquelarre y orgía dionisiaca hasta el
amanecer. El demonio le señalaría con su pezuña y le sacaría de su infierno, el
de los otros. Nada de todo esto pasó, solo eran las fantasías de un gótico que
daba miedo con sus cadenas, pero que ahora se había quedado dormidito como un
niño bueno en el calor de la noche de verano. Otra pesadilla: los otros niños
le pegaban con el palo de freír chorizos y avivar la hoguera scout.
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