Hacía tiempo que Rosa no acudía
al café en que se citaban las amigas. Estas amigas se habían conocido en el colegio,
todas eran madres de alumnos, y después de dejarles en la escuela quedaban para
tomar un café en el bar de al lado. Durante unos momentos cotilleaban sobre la
televisión, olvidaban a sus maridos y llenaban de elogios a sus hijos, todos
con notas estupendas, todos apuntados al fútbol, al baloncesto, a yoga, a
clases de inglés, el ferst, de eusquera, el ega, en caras academias. Rosa era
la única que no hablaba. Todas la miraban raro por lo tímida que se mostraba.
Un día salió en la conversación una presentadora famosa de televisión a la que
su marido pegaba. Rosa se empezó a sentir mal y se fue repentinamente del café.
Rosa llevaba siempre pañuelos en el cuello, y gafas de sol cubriéndola los
ojos. Una vez la descubrieron una herida pero nadie dijo nada.
Hacía tiempo que nadie sabía nada
de Rosa. A Rosa le gustaba leer, novela
rosa de amor. Que es lo propio dado su nombre. Desde niña le gustaban los
cuentos. Pero los cuentos a veces son crueles. En el verdadero cuento de la cenicienta,
de los hermanos Grimm, las hermanastras
se cortan el pie para que cupiese en el zapato del príncipe. Los cuentos no son como nos lo vende Disney.
Las hadas en la edad medía no eran mujeres bellas, como nos mostraron los
románticos, sino aldeanas viejas feas y gordas. Blancanieves esta negra de
cuidar no a seis sino a siete enanitos y los lobos feroces y capitalistas se
comen a Caperucita “la roja”, o derriban la casa de los cerditos. Rosa es la bella y su marido, el bestia.
Porque su príncipe azul se ha convertido en un sapo verde. Rosa intenta
engañarse, que la vida sea como un cuento, sí, pero es un cuento cruel. Quiere
negar la realidad, pensar que todo va bien, que sus hijos no escuchan por la
noche golpes en la puerta, gritos y puñetazos. Que su hijo no abrirá la puerta
del cuarto y la verá tirada en el pasillo. Recomponer el jarrón roto, y barrer
todos los cristales de la sala. Pasar la aspiradora a tanta agresividad y odio.
No quiere que su hijo la vea encerrarse en el baño y allí romper a llorar sobre
el retrete y fantasear con cortarse las venas. Rosa está cansada de preparar la
cena a un señor que vuelve borracho y
que paga con ella su frustración de seguir en el paro.
Rosa ya no volverá al café y sus
amigas, las madres, le han enviado un ramo de rosas, que es lo propio dado su
nombre. Las rosas se han marchitado, están mustias y podridas, sobre el jarrón
roto, lleno de cristales. Rosa se ha deshojado. Todos alabaron lo prudente,
sensata y callada que era pero en realidad no la conocieron mucho por lo poco
que hablaba. Era como una columna en un edificio, no llama la atención pero
adorna y sostiene a las otras, en su amistad.
Rosa intentó huir de este
infierno de peleas y golpes. intentó huir pero se dejó el zapato y las migas de
pan con las que su marido la siguió hasta matarla. Rosa se puso esa cadena que pita cuando él se
acerca pero no sirvió de nada. Escribió tres cartas. Una iba dirigida al marido. Era
una carta de despedida. No aguantaba más. Otra a la policía, que llegó demasiado
tarde. Y otra a sus hijos. Las cartas nunca llegaran a su destino. La
encontraron muerta en casa. Luego él se pego un tiro. Nadie lo diría, decían
los vecinos, con lo simpático que parecía en el rellano de la escalera. Un
hombre en paro pero trabajador y educado, ¿Cómo ha podido ser? Todas dijeron “no somos nada” como podrían
haber dicho “nosotras también nos estamos muriendo lentamente”.
Rosa veía la tele pero el
programa se ahogaba con los gritos de él. Las discusiones empezaban por
cualquier tontería, con el que quería ver un partido de fútbol y acababan en
una colección de improperios y juramentos de que iba a matarla. Todo
ocurría a partir de las doce de la noche, cuando la cenicienta debía volver a
casa, esa era la hora en que empezaba todo.
Rosa sentía vergüenza de confesar
a alguien lo que sucedía, se sentía culpable, “lo que le pasa es por mi culpa,
por no saber quererle”. Una especie de síndrome de Estocolmo desarrollada con
su agresor, su amor, su secuestrador. Debía apechugar, aguantar con lo que la
había tocado, algún día él cambiaría, intentaba engañarse. Su marido la pegaba “lo
normal”. No podía soportar más esa casa de soledad y vacio. Rosa siempre fue
callada, prudente y sensata. Su muerte causó gran consternación en el pueblo. Ya
cadáver siguió siendo callada, prudente y sensata. El marido la tenía como una esclava. Cada
paliza tenía una banda sonora, una música distinta. La canción, la música que a
él le gustaba. Cuando oía el ruido de sus zapatos sobre la escalera o el ruido
de la llave sobre el picaporte… en esos momentos le odiaba y ya sabía lo que
venía después. Odiaba su voz, su olor, sus pisadas, la llave entrando por el
cerrojo. Su voz era como la de un demonio subido de un averno, una voz de
ultratumba. Aquella noche la siguió y la asentó cinco puñadas, luego se pegó un
tiro. La policía actúo cuando ya era demasiado tarde y las amigas siguieron
reuniéndose en el café de los cuentos de hadas tristes.

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