sábado, 12 de marzo de 2016

Me pega lo normal

                                                                                                                                       
Hacía tiempo que Rosa no acudía al café en que se citaban las amigas. Estas amigas se habían conocido en el colegio, todas eran madres de alumnos, y después de dejarles en la escuela quedaban para tomar un café en el bar de al lado. Durante unos momentos cotilleaban sobre la televisión, olvidaban a sus maridos y llenaban de elogios a sus hijos, todos con notas estupendas, todos apuntados al fútbol, al baloncesto, a yoga, a clases de inglés, el ferst, de eusquera, el ega, en caras academias. Rosa era la única que no hablaba. Todas la miraban raro por lo tímida que se mostraba. Un día salió en la conversación una presentadora famosa de televisión a la que su marido pegaba. Rosa se empezó a sentir mal y se fue repentinamente del café. Rosa llevaba siempre pañuelos en el cuello, y gafas de sol cubriéndola los ojos. Una vez la descubrieron una herida pero nadie dijo nada.
Hacía tiempo que nadie sabía nada de Rosa.  A Rosa le gustaba leer, novela rosa de amor. Que es lo propio dado su nombre. Desde niña le gustaban los cuentos. Pero los cuentos a veces son crueles. En el verdadero cuento de la cenicienta, de los hermanos Grimm,  las hermanastras se cortan el pie para que cupiese en el zapato del príncipe.  Los cuentos no son como nos lo vende Disney. Las hadas en la edad medía no eran mujeres bellas, como nos mostraron los románticos, sino aldeanas viejas feas y gordas. Blancanieves esta negra de cuidar no a seis sino a siete enanitos y los lobos feroces y capitalistas se comen a Caperucita “la roja”, o derriban la casa de los cerditos.  Rosa es la bella y su marido, el bestia. Porque su príncipe azul se ha convertido en un sapo verde. Rosa intenta engañarse, que la vida sea como un cuento, sí, pero es un cuento cruel. Quiere negar la realidad, pensar que todo va bien, que sus hijos no escuchan por la noche golpes en la puerta, gritos y puñetazos. Que su hijo no abrirá la puerta del cuarto y la verá tirada en el pasillo. Recomponer el jarrón roto, y barrer todos los cristales de la sala. Pasar la aspiradora a tanta agresividad y odio. No quiere que su hijo la vea encerrarse en el baño y allí romper a llorar sobre el retrete y fantasear con cortarse las venas. Rosa está cansada de preparar la cena a un señor que vuelve borracho  y que paga con ella su frustración de seguir en el paro.
Rosa ya no volverá al café y sus amigas, las madres, le han enviado un ramo de rosas, que es lo propio dado su nombre. Las rosas se han marchitado, están mustias y podridas, sobre el jarrón roto, lleno de cristales. Rosa se ha deshojado. Todos alabaron lo prudente, sensata y callada que era pero en realidad no la conocieron mucho por lo poco que hablaba. Era como una columna en un edificio, no llama la atención pero adorna y sostiene a las otras, en su amistad.
Rosa intentó huir de este infierno de peleas y golpes. intentó huir pero se dejó el zapato y las migas de pan con las que su marido la siguió hasta matarla.  Rosa se puso esa cadena que pita cuando él se acerca pero no sirvió de nada. Escribió  tres cartas. Una iba dirigida al marido. Era una carta de despedida. No aguantaba más. Otra a la policía, que llegó demasiado tarde. Y otra a sus hijos. Las cartas nunca llegaran a su destino. La encontraron muerta en casa. Luego él se pego un tiro. Nadie lo diría, decían los vecinos, con lo simpático que parecía en el rellano de la escalera. Un hombre en paro pero trabajador y educado, ¿Cómo ha podido ser?  Todas dijeron “no somos nada” como podrían haber dicho “nosotras también nos estamos muriendo lentamente”.

Rosa veía la tele pero el programa se ahogaba con los gritos de él. Las discusiones empezaban por cualquier tontería, con el que quería ver un partido de fútbol y acababan en una colección de improperios y juramentos de que iba a matarla.   Todo ocurría a partir de las doce de la noche, cuando la cenicienta debía volver a casa, esa era la hora en que empezaba todo.

Rosa sentía vergüenza de confesar a alguien lo que sucedía, se sentía culpable, “lo que le pasa es por mi culpa, por no saber quererle”. Una especie de síndrome de Estocolmo desarrollada con su agresor, su amor, su secuestrador. Debía apechugar, aguantar con lo que la había tocado, algún día él cambiaría, intentaba engañarse. Su marido la pegaba “lo normal”. No podía soportar más esa casa de soledad y vacio. Rosa siempre fue callada, prudente y sensata. Su muerte causó gran consternación en el pueblo. Ya cadáver siguió siendo callada, prudente y sensata.  El marido la tenía como una esclava. Cada paliza tenía una banda sonora, una música distinta. La canción, la música que a él le gustaba. Cuando oía el ruido de sus zapatos sobre la escalera o el ruido de la llave sobre el picaporte… en esos momentos le odiaba y ya sabía lo que venía después. Odiaba su voz, su olor, sus pisadas, la llave entrando por el cerrojo. Su voz era como la de un demonio subido de un averno, una voz de ultratumba. Aquella noche la siguió y la asentó cinco puñadas, luego se pegó un tiro. La policía actúo cuando ya era demasiado tarde y las amigas siguieron reuniéndose en el café de los cuentos de hadas tristes. 

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