Don Herminio enterrador
Mi pueblo se vértebra en torno al
cementerio. A mi pueblo lo han llamado, y con razón, la ciudad de los muertos.
No es sólo que aquí los viejos parezcan fantasmas con sus cadenas o que los
adolescentes vaguen como almas en pena, sino que toda la vida de mi pueblo se
organiza rindiendo culto a la muerte. Aquí tenemos una contaminante
incineradora que arroja humo por sus fauces de dragón. Y una multinacional de
coronas funerarias y flores al por mayor.
El cementerio no es uno de esos camposantos prefabricados,
según las directrices y planos funcionalistas, laberínticas paredes con
vitrinas y urnas de cenizas dentro. No, el cementerio de Norta será de los
pocos que aún conservan su idiosincrasia clásica. Al contrario de estas
ciudades dormitorios que alejan los lechos mortuorios hasta la salida de los
pueblos, como ocultándolos, el cementerio de Norta esta en el centro de la
ciudad.
A este cementerio se accede por una puerta abalaustrada de
hierro con un frontón de piedra donde aparece inscrito una placa con el memento
mori que reza: “aquí encuentras tu salvación o tu condena eterna”. Aunque lo
amenaza en latín hasta el más iletrado conoce esta profecía. Los norteños que
lo visitan se quitan el sombrero al entrar y apagan sus cigarrillos. Algunos se
santifican ante el Bafomet de la entrada con sus colmillos licántropos y sus
garras puntiagudas. Las más piadosas se echan en la cara unas gotas de agua
bendita de la pila bautismal.
Después se saluda a Herminio, el enterrador, con su cara
avinagrada y las comisuras en la boca, su sonrisa de hiena, sus ojos lobeznos,
su olor a muerte y las manos callosas y amarillentas. Herminio, agazapado entre
las sombras, acompaña al visitante hasta la tumba que busca y allí él
desaparece dejándote sólo ante el dolor. Herminio abre el cementerio a las ocho
de la mañana
y a las ocho de la tarde noche se asegura de que nadie queda
dentro de sus muros, cierra la entrada y guarda sus llaves.
Este cancerbero custodia el umbral durante todo el día,
aunque ahora el ayuntamiento le ha colocado un guardia de seguridad y quiere
poner un portero automático en la puerta y un sistema de protección electrónico
que impida a gamberros, saqueadores, locos exhumadores o necrófilos entrar.
Herminio carga los ataúdes que salen de los coches fúnebres o sostiene en
brazos a las mujeres que se desmayan en lágrimas, echa tierra a la tierra, y
junto a los otros trabajadores abre con su pala nuevos hoyos.
Herminio tiene el rostro impasible, parece a simple vista
amargado pero no lo esta, siempre esta ausente en esta realidad, pragmático
como un robot programado para esta tarea. Dicen que tiene cara de póquer o de
pocos amigos pero él sólo tiene cara fría y amarilla y comida, mentón con
hoyuelo, labios tensos, ojos penetrantes, arrugas tensas y el rostro siempre en
su comedida imperturbabilidad. Él sólo obedece órdenes. Él sólo cumple con su
obligación, con su deber y su ética profesional le impide compadecerse del
dolor ajeno.¡estaría bueno que Don Herminio llorase por cada muerto que lleva
al hoyo!. Así que ha de ser aséptico con sus sentimientos, porque ¡estaría
bueno que se derrumbara compasivo con tanta gente como ve desaparecer tragada
por la tierra! ¡ Y él, con sus propios ojos, les ha visto ser succionados por
los labios ávidos de la tierra. Jamás ha visto nadie a Herminio llorar, ni
cuando enterraron a los gemelos de siete años, ni cuando arrojan los fetos y
bebes muertos al purgatorio de los justos e inocentes, ni siquiera cuando
enterró a sus propio padres.
A Herminio se le ha olvidado llorar por pura deformación
profesional.
- Buenos días, Don
Herminio, venía a traerle estas flores y mis respetos a la buena de Clotilde-
le dice el viudo Aniceto, conocido como el Malas pulgas.
Herminio abre la verja y Don Aniceto que fue en sus tiempos
urbanista de Norta comenta algo de cálculos estructurales para la restauración
del pórtico
y Herminio no le sabe responder o no le responde. Aniceto
acompaña al enterrador hasta el nicho de su mujer, aunque conoce el camino de
memoria, y allí le pone una mano en la espalda.
- Pase un día por casa, a mis hijas les agradaría su visita.
Ya no se te ve por la taberna.
- Alguien tiene que hacer esto, sire. Si no se les
enterrase... los muertos se comerían a los vivos.-
Malas pulgas se queda pensativo ante la tumba de su mujer. No
sabe que decir. Mira a la tumba, mira el reloj, mira sus orquídeas que su niña
le ha comprado en la funeraria, mira el retrato de su mujer, mira al suelo,
mira al cielo, se muerde los labios, le asoma una lágrima, empieza a llover. Las
gotas caen sobre la calva de Aniceto y él quita el musgo que vegeta sobre la
foto de su mujer, lo limpia con la gasa de sus gafas y después besa dulcemente
el cristal. Su boca, sus ojos, esa forma de reír irónica, la risa tonta que la
daba, los ataques de asma y de tos. Todos esos recuerdos le vienen a la cabeza.
-¡Pero hombre de Dios, se esta usted mojando.-
- Hola, doña María, Rosa. ¿qué? ¿de visitar a los parientes?
- Sí, hijo sí, como manda la tradición. Hay que honrar a
quienes nos dieron vida. Y a la tarde vendrán los nietos a ver a su abuelo. Hay
que acostumbrarlos desde niños a las realidades de esta vida.
- ceniza somos, ceniza seremos. Dios nos lo da, dios no lo
quita. Yo ya he escogido parcelita. Aquí mismo, junto a mi mujer, ¿para que
marear más a Don Herminio?.
- Uy, enterrar... no, quite, quite. A mí me incinerarán.
Imagínese usted ser recorrido por los gusanos, su cuerpo pudriéndose entre el
humus de la tierra, que le exhumen y sea usted sólo una calavera y un montón de
huesos... ¡que prosaico! A mí que me incineren, y que tiren mis cenizas a la
mar, al viento... ¡eso es poético!
- contaminantemente poético, sí. Me dejaré calcinar o
achicharrar como a un perrito caliente. ¡Todo sea por la poesía!- comentó Don Aniceto con una sonrisa irónicamente
romántica en la boca.
- Ay, que cosas dice... ¡nunca cambiará!, ¡usted siempre con
sus anarquismos, que parece mentira a su edad!- dice Rosa reprimiendo una
sonrisilla nerviosa- ¡pero ha visto usted a esa! ¡Por aquí todos conocen a ese
par de gitanas! ¡roba las flores y no se corta! ¡que vergüenza! Luego irán a
venderlas por ahí...
- ¿pero no te has enterado? Se murió “el faraón”. ¿no han
visto a la entrada un panteón ostentosísimo lleno de baratijas y cachivaches
del todo a cien? Son como urracas estos gitanos, todo falso oro de moro, plata
de la barata... ¡una soberana horterada!
El sol de
mediodía incide en ángulo recto sobre el cementerio. La iglesia queda iluminada
y el cementerio cubierto de la sombra de la iglesia, con pequeñas vetas de luz
verdina que dan sensación de irrealidad. El suelo es blanco, las cruces en su
mayoría negras. Las madreselvas se comen los muros de piedra. La tumba del
faraón es de mármol oscuro, muy frío y muy duro. El viento va meciendo las
hojas de los cipreses. El aire besa en sus soplidos a todos los tristes
solitarios arrodillados ante las tumbas para depositar dádivas a sus ancestros.
Llueve y las gotas caen sobre las hojas, y de ahí se resbalan al suelo,
formando charcos emponzoñados. La lluvia parece dadora de vida entre tanta
muerte, parece orín sempiterno de los ángeles o mana celestial emanado del
cielo. A unos metros del cementerio una pareja de niños se besa refugiados bajo
una parra de la lluvia. La lluvia se resbala por la frente del loco que va
danzando con su paraguas... La lluvia picotea como un pájaro carpintero en los
paraguas de las señoras de gris.
Las señoras de gris parecen caracoles resguardados bajo sus
paraguas, enfundadas en gabardinas, con las manos en el bolsillo y vaho en el
aliento.
El sol sigue dándolo todo, el cielo no deja de plañir y un
arco iris se asoma entre las nubes. Hacía él alzan la vista Aniceto y las dos
señoras.
- Ay, Dios mío de mi corazón, que pena más grande-
- Mírala, ahí la tienes
- ¿Perdón?- Aniceto sigue mirando el arco iris del cielo.
- ay, siempre en las nubes... ¡a su edad!- vuelve a reír
nerviosamente doña Rosa- Esa gitana, mira que gorda, que sucia y como clama al
cielo ¡como si alguien fuera a responderla! Le debe llorar al hijo yonqui,
según dicen.
- no, Rosa, te equivocas. El faraón, recuerda. Se ha muerto
el patriarca y a saber que banco han atracado estas para enterrarle como a un
egipcio con todos sus oros. Y esa que sostiene el churrumbel en brazos debe ser
la viuda. ¡y qué falta de decoro! ¡se pone aquí a amamantarlo! ¡en un santo
lugar! ¡que vergüenza! Ante Dios le da de mamar.
La gitana saca un pecho y del pezón succiona el bebé lozano y
regordete, con los mofletes sonrojados.
El bebe tira con fuerza. La lluvia cae entre los pliegues de
su ropa y se resbala por el pecho y por el mantón del niño. El niño berrea. Ea,
ea, le canta ella. Una nana de amor, nana, nada, nada pasó. Duerme mi niño, ea,
ea, ya pasó.
Las otras gitanas lloran a voz en grito formando un circo de
histriónicos gritos, altísonos graves y agudos, altos y fuertes- ¡siempre se
van los mejores!- ¡qué solos se quedan los muertos! ¡que solos nos quedamos los
vivos! ¡que sólo ese Dios del cielo que parece autista el pobre! ¡que no se
entera de nada! ¡que aquí nos morimos a montones, y él tan alto, tan arriba,
que no se entera de nada! Pobrecito Dios que esta sordo allá en las
alturas.
Desde la ventana de su azotea, una niña observa todo.
Acaricia una gata siamesa que mira la escena con ojos como platos. La princesa
triste llora y llora, lágrimas de sal, labios de fresa. Lágrimas de cocodrilo,
llanto fácil que se resbala pesado y caliente por sus mejillas heladas. La gata
maúlla a la luna. La niña la besa en el sucio hocico. La vida pasa, nada pasa.
Las gitanas se van en una furgoneta. Don Aniceto es invitado a tomar café por
Doña Rosa, mas Don Aniceto Malas Pulgas alega tener prisa:
- la comida con las
hijas, sí, hoy es Domingo, me toca, lo siento-
- no pasa nada, otro día será, adiós. Adiós. Nos lo tomamos
nosotras, bonita, buen provecho Don Herminio, aquí comiendo mal y rápido,
debería salir de este cementerio y hacer más vida social, se nos va a quedar
usted con cara de muerto
- es mi deber-
- pues será si usted lo dice, ¡cuídese Don Herminio! .
Entran parejas al cementerio. Entra un niño que esta jugando
al escondite con otros niños y en realidad quiere huir del mundo. Entra la
tribu de las ancianas a hacer turismo. Atardece. El sol pega fuerte y el cielo
ya ha clareado, casi no hay nubes ni llueve ni amenaza tormenta, en la iglesia
tiene lugar la misa de tarde, por el bidegorri trascurren bicis y ancianos,
unas palomas se posan sobre la tapia del cementerio y allí charlan de sus
cosas, se aproxima la hora de cerrar, Don Herminio ha de sacar al borracho que
se tambalea entre las losas y grita a los que él cree zombis.
Don Herminio se acerca al poeta romántico y le despierta de
su ensueño melancólico – vamos a cerrar- el poeta guarda sus cuartillas, sus
lágrimas y su pluma en el bolsillo y se abrocha la gabardina negra, y le mira
al enterrador con sus ojos taciturnos.
Los ojos del enterrador no son tristes ni alegres, sino
duros, parece que carecen de iris, son ojos de fantasma, imagina el poeta, son
concavidades huecas de vacío y nada, elucubra el poeta. El enterrador encuentra
una pareja besándose tras unos matorrales y les invita a salir.
Cuando ya sólo queda él frente a la noche cierra el gran
portón soltando el candado y guardando la llave en el bolsillo izquierdo.
La niña, desde su ventana, lo ve alejarse y despedirse de las
dos palomas. Aunque aún son las ocho de la tarde ya han salido las estrellas,
somos reflejos de las estrellas que nos guían, sombras de los que nos dejaron,
ha pasado una estrella, pediré un deseo. Los muertos quieren salir. Por la
noche los muertos se sienten solos y gritan a Dios, y clavan sus hullas en las
cajas de pinos, se ahogan, se sofocan, se queman, arden, ceniza, les duelen los
huesos, no pueden pensar, los muertos quieren resucitar en el lugar de los vivos,
robarles sus almas, besarles en la boca, succionarles el animo, el anima,
comerse su interior, beber de su sangre, volverse a la vida.
La niña se apoya en la almohada impregnada de lágrimas,
recostada en el marco de la ventana, ojos perdidos de loca.
- sí, mujer, es que la
vida es así... estaba bien, como una rosa, no he visto hombre más sano, pero de
pronto... pues de pronto te da y te da... esto no tiene vuelta de hoja
- No lo puedo creer. ¿Y ocurrió así...?
- ¡Como te lo cuento! En medio de la calle, cuarenta años ha
que tenía, dejando viuda y una pobre niña que ni ocho años tendrá, ay, pero
calla, que aquí sube la madre a recoger a la pobre huerfanita.
- ¿pero la niña está en ese cuarto? ¡Habrá oído toda nuestra
conversación!
- no, estate tranquila. Esta niña no vive en la vida, sino en
las ventanas. Dicen que es medio autista. Dicen que esta locamente enamorada de
la muerte, una niña rara y siniestra, que te mira y te quedas helada. Porque
tiene los ojos como de loca. Los ojos para un lado, los ojos amarillos y
desorbitados. No dejes que te mire, hermana, por aquí cuentan que a quien mira
le visita la muerte. Es una bruja.
- ay, calla, que viene Martirio.... Lo sentimos en el alma,
vecina, te damos un pésame de condolencia de nuestro más sentido corazón. La
niña esta ahí dentro. Ha hecho usted bien en dejárnosla aquí y que no fuera al
entierro.
- Su padre esta viajando. No ha podido venir a recoger a la
niña. Dice el siquiatra que hay que internarla sin falta, esta tarde la
llevamos, aquí, en nuestra casa, aunque la demos mucho amor, no podemos seguir
tratándola. Los médicos sabrán mejor como curarla que nosotros que sólo tenemos
el bachiller sacado. Su padre estaba algo reticente, porque la quiere mucho, es
la niña de sus ojos, pero al final ha accedido.
Y ahora he venido para llevármela. En la clínica la van a
cuidar.
Las dos mujeres se miran extrañadas entre sí.
Martirio, vestida de negro, abre la puerta.
Dentro no hay Nada.
Sólo una ventana abierta, cortinas meciéndose fantasmalmente
y la vista de un cementerio detrás.
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