lunes, 14 de mayo de 2018

JON BANVILLE

Banville nace en Wexford Irlanda en el 45. No pasó por la universidad, como Cela o Saramago. Trabajó en la aerolínea, un trabajo burocrático, pero que le permitió viajar por medio mundo. Trabajó 25 años en un periódico como corrector de estilo, supervisando los textos antes de ser publicados y dando una mano estilísticamente. Eso supuso más que una universidad para él. “La literatura es tener valor sabiendo que vas a ser derrotado y salir a pelear” Sus libros le han convertido en uno de los grandes talentos británicos. Elige palabras a degüello, flamantes, precisas, elegantes. Los temas recurrentes en sus novelas son el narrador que cuenta una historia y se cuenta así mismo su historia par entenderse, el paso del tiempo, el buceo por el pasado cenagoso, la huida a la infancia, las referencias pictóricas, la recreación de la memoria tramposa y los monstruos a los que lleva la imaginación. Es uno de los prosistas más finos de la literatura británica y mundial. Su nombre suena para el nobel desde hace años. Tiene una doble vida literaria porque escribe novela negra con el seudónimo y alter ego de Benjamín Black y reserva su verdadero nombre para la novela que considera seria. También tiene una doble vida real porque tiene dos mujeres y dos familias. Con una tiene dos hijos y con la otra mujer dos hijas. Vive media semana con una y la otra con la otra. No es moro. Es una solución muy romántica. Tiene una esposa y una amante compañera y quiere a las dos Picasso era un antipático brutal y bajito. Todos los artistas son unos caníbales. Una vez su mujer en plena discusión le gritó algo y él le preguntó; ¿puedo usarlo para la novela? Eres un monstruo. Lo sé, pero ¿puedo usarlo? Su mujer es la mujer de un artista y lo sabe y es maravillosa. La culpa tiene que ver con el catolicismo, y es n narcisismo; qué bueno soy que me he dado cuenta de lo mal que he hecho. Por eso no siente culpa de tener amante y dos hijos con ella. Sus hijas tienen 26 y 29 años. Y tiene dos hijos cuarentones. No se conocen entre ellos. No le haría gracia a sus dos mujeres. 

 
 

Tiene una mente privilegiada, no fue a la universidad, se aburrió como empleado de una reserva de aerolínea, corregía textos y ahora es candidato al nobel. Sus novelas se han llevado al cine o adaptado para series de la BBC. Le gusta el tiempo que hace en Irlanda, que llueva 9 meses al año porque le invita a escribir. En los climas cálidos de Europa sería incapaz de escribir dos líneas seguidas. Los temas son la herida y la fugacidad del tiempo, la posible redención o no… ha publicado el libro de las pruebas, el mar, los infinitos, antigua luz. Es premio príncipe de Asturias en el 2014. Es dueño de una prosa elegante, con sus temas que le torturan y reflexiones profundas. En la novela negra el protagonista es el forense Quirke en el turbio Dublín de finales de siglo XX. En ellos aparece los crímenes de la todopoderosa iglesia católica y las familias podridas de dinero. Escribe la novela negra a ordenador y las serias a mano. Tarda 3 o 4 años en hacer una novela negra y un verano en las novelas negras que son las que le dan de comer a toda su prole. 



El arte es una cosa extraña” Bajo su sombrero Banville escribe 200 palabas al día porque en la literatura puede convertirse en otro, cambiar de sombrero de piel, ser como un actor y disfrutar. Parece que otro usa tus manos, otro tipo vive tu vida y se deleita escribiendo para él. Escribir es como respirar por la propia boca. Ha escrito las vidas de científicos reales como Newton o Copérnico, pero que pasan con su pluma a ser ficción. La realidad se difumina borrosa en la frontera con lo ficticio. Se envuelve de una capa de polvo mitad verdad y mitad mentira. Pensaba ya en ser escritor a los 13 años. Muchas personas de su vida protestan; yo no soy un personaje de tu novela. Pero eso han de decirlo con la boca pequeña y en voz baja. El escritor es un caníbal antropófago que roba material de otros y disfruta de la mentira y el disfraz, es duro ser escritor en un país en el que Joyce metió todo en los libros y Samuel Beckett lo sacó todo de los libros. De hecho, Beckett es su escritor de cabecera. Pasó la época de los dioses de Hollywood y los sueños dorados, de calcular los sueldos en Wall Street. El péndulo de la historia se mueve entre la codicia y el miedo. Ahora toca miedo, pero volverá a tocar prosperidad económica. La solución política de Portugal España y Grecia es ir al estado de bienestar europeo porque la alternativa seria darlos a la bebida. 

 

Siempre lleva sombreros. Hace 12 años, en 2006, le entrevistaron en Bilbao cuando recogió el premio de los libreros en la feria del libro por ser su última novela la más vendida. ¿disfruta o sufre escribiendo? La gente no entiende este tipo de trabajo. Las frases se escriben solas, es muy fluida la escritura, pero al acabar el libro veo fallos, imperfecciones. Beckett, mi maestro, decía; fracasar es mejor que no hacer nada. La única de sus novelas que salvaría es los infinititos porque llegó más alto de lo que se propuso con ella. El premio Booker por su novela el Mar le añudó a darse a conocer internacionalmente y el primer sorprendido con el premio fue él. Creía que la novela el mar volvería al cajón y que los editores esperarían algo mejor, pero fue un éxito. En España tuvo éxito porque comparte con Irlanda su historia de guerras civiles (que no es sino la lucha de los curas y granjeros pequeños que odian a las clases profesionales) y el poder de la iglesia católica que ya no es tanto. La gente se queja de la burocracia, pero él está a favor de que nos gobiernen los funcionarios, personas que van a las 9 a trabajar, paran a comer y vuelven a trabajar. Cuando alguien tiene grandes ideas surge el problema y ya se quiere matar a los judíos. Inglaterra tiene una tendencia a lo claro e Irlanda al barroquismo. Se ve en las obras de Joyce, Beckett o el mismo. El inglés y la literatura inglesa es más clara, pero en Irlanda aman la ambigüedad. Los ingleses creen que los irlandeses querrían escribir novelas inglesas y no pueden. Se trata de una lucha de trabajo diario con el lenguaje y el estilo. En su generación se preocupaban más de crear una obra de arte y de ser, en esencia filosófica. Los de ahora se preocupan por lo que está, por lo que es. Se han abandonado las revoluciones, pero la iglesia ya no tiene tanto poder. En el 92 se descubrió el escandalo de un obispo que tenia mujer e hijos y había robado a la iglesia y después los casos de pederastia ya busos a menores. ¡y aún se creen que pueden decirlos lo que tenemos que hacer! Es optimista con la desaparición de la influencia religiosa. Su estilo es irlandés, ni realista, ni intimista. Un libro no es la vida, pero el arte hace la vida, crea un nuevo interés, le da relevancia, como decía Henry James. No es más importante que la vida, pero el arte rea vida, hace lo ordinario algo más extraordinario, puedes decir lo maravilloso y terrible del mundo. Escribir una historia con sus personajes es infantil y él busca algo más. Su prosa es muy poética. Existe el verso, la prosa y la poesía que puede ocurrir en cualquiera de las dos formas. Busca lo intangible e invisible. No escribe para profesores y críticos sino para que le reconozca la gente ordinaria. El arte crea vida y belleza, pero también destroza la vida. Todo amor es narcisista al principio y luego se convierte en otra cosa. Ha estado en España y admira el arte, pero no la corrida de toros, que es una tortura publica y su hija Eva, que es vegetariana, le suele mandar información antitaurina. Su otra hija solo come carne
 

Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado del carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían, aquel día, una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.
Alguien acaba de caminar sobre mi tumba[1]. Alguien.
El nombre de la casa es los Cedros, desde hace mucho. Un bosquecillo de esos rígidos árboles, de color marrón simio y hedor alquitranado, los troncos formando una maraña de pesadilla, crece aún en la margen izquierda, delante de un césped descuidado, y llega hasta la gran ventana en curva de lo que solía ser la sala de estar, pero que la señorita Vavasour prefiere denominar, en su argot de patrona, el salón. La puerta principal queda al otro lado, y se abre a un cuadrado de gravilla manchado de gasoil que queda detrás de la verja de hierro, que aún está pintada de verde, aunque el óxido ha reducido sus puntales a una trémula filigrana. Me asombra lo poco que ha cambiado en los más de cincuenta años transcurridos desde la última vez que estuve aquí. Me asombra, y me decepciona, e incluso diría que me aterra, por razones que se me hacen oscuras, pues ¿por qué iba a desear algún cambio, yo, que he vuelto para vivir entre los escombros del pasado? Me pregunto por qué construyeron así la casa, de lado, encarando a la carretera un muro sin ventanas de enlucido granuloso; quizá antiguamente, antes del ferrocarril, la carretera tenía una orientación completamente distinta, y pasaba directamente justo delante de la puerta de delante, todo es posible. La señorita V. se muestra imprecisa con las fechas, pero cree que, el siglo pasado —quiero decir, el siglo antes del anterior, todo esto de los milenios me está confundiendo—, aquí se construyó una casita de madera, a la que luego se le fueron haciendo añadidos de manera caprichosa a lo largo de los años. Eso explicaría el aspecto heterogéneo del lugar, con pequeñas habitaciones que dan a otras más grandes, y ventanas que dan a muros lisos, y techos bajos por todos los lados. Los suelos de pino tea le dan una nota náutica, al igual que mi silla giratoria con respaldo de listones. Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quién pudiera ser él. Haber sido él.
Cuando estuve allí, hace todos esos años, en la época de los dioses, los Cedros era una casa de verano que se alquilaba por quincenas o por meses. Cada año, durante todo el mes de junio, un médico rico y su familia numerosa y escandalosa la infestaban —no nos gustaban las sonoras voces de los hijos del médico, se reían de nosotros y nos tiraban piedras protegidos por la infranqueable barrera de la verja—, y después de ellos llegaba una misteriosa pareja de mediana edad que no hablaba con nadie, y que, con aspecto triste, en silencio, paseaban a su perro salchicha cada mañana a la misma hora por la calle de la Estación hasta la playa. Para nosotros, agosto era el mes más interesante en los Cedros. Era el mes en que los inquilinos eran diferentes cada año, gente que venía de Inglaterra o del Continente, alguna pareja de luna de miel a la que intentábamos espiar, y de vez en cuando una compañía de teatro itinerante que viajaba con todo el equipo, y que representaban alguna función vespertina en el cine del pueblo, de chapa. Y luego, aquel año, llegó la familia Grace.
Lo primero que vi de esa familia fue su coche, aparcado en la grava, traspasada la verja. Era un coche de techo bajo, un modelo negro abollado y lleno de arañazos con asientos de cuero beige y un enorme volante de madera con radios. Libros de cubiertas descoloridas y con las esquinas dobladas estaban tirados de cualquier manera sobre el estante que había bajo la ventanilla trasera, inclinada al estilo de los coches deportivos, y se veía un mapa turístico de Francia, muy usado. La puerta principal de la casa estaba abierta de par en par, y dentro, en el piso de abajo, pude oír voces, y desde el piso de arriba me llegó el ruido de unos pies descalzos correteando sobre las tablas del suelo y de una chica riendo. Me había parado junto a la verja, escuchando sin disimulo, y de repente un hombre con una copa en la mano salió de la casa. Era de baja estatura y con un cuerpo desproporcionado, todo hombros y pecho y una gran cabeza redonda, y el pelo, muy corto, lo tenía ondulado, negro y brillante, con prematuras mechas grises y una barba negra y puntiaguda también agrisada. Llevaba una camisa verde y holgada sin abotonar, pantalones caquis e iba descalzo. Estaba tan bronceado por el sol que la piel tenía un matiz morado. Me di cuenta de que incluso tenía los pies morados en el empeine; según mi experiencia, la mayoría de padres eran de un blanco de leche por debajo de la línea del cuello de la camisa. Dejó el vaso —ginebra de un azul suavísimo y cubitos y una rodaja de limón— formando un peligroso ángulo sobre el techo del coche y abrió la puerta del copiloto y se inclinó para meter la cabeza y buscar algo bajo el salpicadero. En el piso de arriba de la casa, que no podía ver, la chica volvió a reír y soltó un grito medio desaforado, medio gorjeo de falso pánico, y de nuevo se volvió a oír el sonido de los pies que correteaban. Jugaban a perseguirse, ella y el otro sin voz. El hombre se enderezó y cogió el vaso de ginebra que tenía encima del techo y cerró de un golpe la portezuela. Fuera lo que fuera lo que había estado buscando, no lo había encontrado. Mientras regresaba a la casa me vio y me guiñó el ojo. No lo hizo al estilo habitual de los adultos, con esa mezcla de condescendencia y superioridad. No, fue un guiño de complicidad, masónico casi, como si ese momento que nosotros, dos desconocidos, habíamos compartido, aunque por fuera careciera de importancia, de contenido incluso, poseyera no obstante un significado. Sus ojos eran de un azul extraordinariamente claro y transparente. Volvió a entrar en la casa, comenzando a hablar incluso antes de haber cruzado el umbral.
—Maldita sea —dijo—, parece que se ha… —Y desapareció.
Me quedé un momento escrutando las ventanas del piso de arriba. No apareció ninguna cara.
Ése fue mi primer encuentro con los Grace: la voz de la chica bajando desde lo alto, el ruido de su correteo, y el hombre abajo guiñándome uno de sus ojos azules con ese aire desenfadado, íntimo y levemente satánico.
De nuevo me he sorprendido haciéndolo, ese silbido fino y frío que sale a través de los dientes de delante que he comenzado a emitir recientemente. Diiid diiid diiid, hace, como el taladro de un dentista. Mi padre solía emitir ese mismo silbido, ¿me estoy convirtiendo en él? En la habitación que hay al otro lado del pasillo, el coronel Blunden está oyendo la radio. Sus programas preferidos son las tertulias de la tarde, en las que airados oyentes llaman para quejarse de los políticos malvados y del precio de la bebida y otros asuntos perennemente irritantes. «Me hace compañía», dice lacónico, y carraspea, con un aire un tanto avergonzado, mientras sus ojos protuberantes como huevos duros evitan los míos, aun cuando yo no le he reprochado nada. ¿Está echado en la cama mientras escucha? Se me hace difícil imaginármelo allí, con sus gruesos calcetines de lana color gris puestos, haciendo girar los dedos de los pies, sin la corbata y con el cuello de la camisa abierto y las manos entrelazadas detrás de ese cuello viejo y nervudo que tiene. Fuera de su habitación es un hombre vertical, desde las suelas de sus zapatos marrones y relucientes y muy remendados hasta la punta de su cráneo cónico. Cada sábado por la mañana va al barbero del pueblo a que le corte el pelo, corto atrás y en los lados, sin piedad, sólo se deja en lo alto una rígida cresta gris como de halcón. Le asoman las orejas, coriáceas y de lóbulos alargados; es como si las hubieran secado y ahumado. El blanco de los ojos también tiene un tono amarillento. Oigo el murmullo de las voces en la radio, pero no distingo lo que dicen. Podría volverme loco, aquí. Diiid, diiid.

Antigua luz es la historia de un viejo actor de teatro que recuerda su primer amor adolescente, intenso y fugaz, un tema recurrente en sus novelas. En el rodaje de cine intima con una joven actriz peculiar cuya vida se asoma al destino como el de las mujeres que marcaron su vida. 

Billy Gray era mi mejor amigo y me enamoré de su madre. Puede que amor sea una palabra demasiado fuerte, pero no conozco ninguna más suave que pueda aplicarse. Todo esto ocurrió hace medio siglo. Yo tenía quince años y la señora Gray treinta y cinco. Estas cosas son fáciles de decir, pues las palabras no sienten vergüenza y nunca se sorprenden. Puede que la señora Gray todavía viva. Ahora tendría, ¿cuántos, ochenta y tres, ochenta y cuatro? Tampoco es muy mayor, para estos tiempos. ¿Y si emprendiera su búsqueda? Sería toda una aventura. Me gustaría volver a enamorarme, me gustaría volver a enamorarme, sólo una vez más. Podríamos seguir un tratamiento de glándulas de mono, ella y yo, y volver a ser como hace cincuenta años, entregados a nuestros éxtasis. Me pregunto cómo le irá, suponiendo que siga en este mundo. En aquella época era tan desdichada, y debe de haber sido tan desdichada, a pesar de su valerosa e inquebrantable jovialidad, y de verdad espero que las cosas le fueran mejor.
¿Qué recuerdo de ella ahora, en estos días suaves y pálidos en que caduca el año? Imágenes del pasado remoto se agolpan en mi cabeza, y la mitad de las veces soy incapaz de distinguir si son recuerdos o invenciones. Tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay alguna. Hay quien afirma que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo, adornándolo y embelleciéndolo, y me inclino a creerlo, pues Madame Memoria es una gran y sutil fingidora. Los pecios que elijo salvar del naufragio general —¿y qué es la vida, sino un naufragio gradual?— a veces asumen un aspecto de inevitabilidad cuando los exhibo en sus vitrinas, pero son azarosos; quizá representativos, quizá de manera convincente, pero sin embargo azarosos.
Para mí hay dos manifestaciones iniciales perfectamente definidas de la señora Gray, separadas por los años. Puede que la primera mujer no fuera ella en absoluto, tal vez sólo un presagio, por así decir, pero me complace pensar que las dos eran una. Abril, por supuesto. ¿Recordáis cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire y los pájaros fuera de sí en los árboles que ya habían echado brotes? Yo tenía diez u once años. Había cruzado la verja de la iglesia de la Virgen Inmaculada, la cabeza gacha como siempre —Lydia dice que camino como un penitente permanente—, y el primer presagio que tuve de la mujer que iba en bicicleta fue el silbido de los neumáticos, un sonido que cuando era chaval me parecía excitantemente erótico, y la cosa no ha cambiado, no sé por qué. La iglesia se hallaba en una cuesta, y cuando levanté la vista y la vi acercarse con el campanario proyectándose a su espalda tuve la emocionante sensación de que había caído en picado del cielo en ese mismo momento, y que lo que había oído no era el sonido de los neumáticos sobre el asfalto, sino unas alas veloces batiendo el aire. La tenía casi encima, bajaba la cuesta en punto muerto, se reclinaba hacia atrás, relajada y guiando con una sola mano. Llevaba un impermeable de gabardina, y los faldones aleteaban detrás de ella a izquierda y derecha, sí, como alas, y también llevaba un suéter azul sobre una blusa de cuello blanco. ¡Con qué claridad la veo! Me la debo de estar inventando, quiero decir que debo de estar inventándome estos detalles. La falda era ancha y suelta, y de repente el viento primaveral la levantó, dejándola desnuda de cintura para abajo. Ah, sí.
Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm
Cuando mi hija era una niña sufría de insomnio, sobre todo las semanas de pleno verano, y a veces, por desesperación, suya y mía, ya bien entrada una de esas noches en blanco la envolvía en una manta, la metía en el coche y la llevaba a dar vueltas hacia el norte, por las carreteras secundarias de la costa, pues en aquella época vivíamos junto al mar. A ella le encantaban esas excursiones, pues aunque no se durmiera, le provocaban una amodorrada calma; decía que se le hacía raro estar en pijama en el coche, como si después de todo estuviera dormida y viajara en un sueño. Años después, cuando era una jovencita, ella y yo pasamos un domingo por la tarde recorriendo otra vez esa vieja ruta por la costa. Ninguno quiso reconocer delante del otro las implicaciones sentimentales del viaje, y yo no mencioné el pasado —tenías que ir con mucho cuidado con lo que le decías a Cass—, pero cuando cogimos aquella carretera llena de curvas creo que ella, tanto como yo, se acordó de esos paseos nocturnos y de la sensación, como en un sueño, de deslizarnos por una oscuridad grisácea, con las dunas a nuestro lado y el mar un poco más allá, una línea de fulgurante mercurio bajo un horizonte tan alto que parecía un espejismo.
Hay un lugar, muy al norte, no sé cómo se llama, en el que la carretera se estrecha y transcurre junto a unos acantilados. No son muy altos, pero sí lo bastante altos y escarpados como para ser peligrosos, y hay unas señales de advertencia amarillas por el camino a intervalos regulares. Aquel domingo, Cass me hizo parar el coche y salir a caminar con ella por lo alto del acantilado. Yo no tenía muchas ganas, siempre me han dado miedo las alturas, pero no iba a negarle a mi hija una petición tan sencilla. Era finales de primavera, o principios de verano, y el día era luminoso, con un cielo limpísimo, y había ráfagas de viento cálido procedentes del mar y un olor a yodo en el aire cargado de sal. Sin embargo, no le presté mucha atención a aquella escena llena de centelleos. El aspecto de las aguas agitadas y de las olas abalanzándose contra las rocas me estaba provocando náuseas, aunque procuré armarme de valor en la medida de lo posible. Unos pájaros flotaban en el aire al nivel de nuestros ojos, a no más de unos cuantos metros, casi inmóviles en medio de las corrientes de aire, las alas temblorosas, sus chillidos sonaban como pullas burlonas. Al cabo de un rato el estrecho sendero se hacía aún más estrecho e iniciaba un brusco descenso. Llegamos a un empinado terraplén de arcilla y rocas sueltas a un lado y nada al otro, excepto el cielo y el gruñido del mar. Cada vez estaba más mareado, y avanzaba muerto de miedo, inclinado hacia el terraplén que tenía a la izquierda y apartándome del ventoso abismo azul de la derecha. Deberíamos haber ido en fila india, pues el camino era muy estrecho y traidor, pero Cass insistía en caminar a mi lado, por el mismísimo borde del sendero, con su brazo entrelazado con el mío. Me maravillaba su falta de miedo, incluso comenzaba a molestarme su despreocupación, pues en aquel momento yo estaba tan asustado que sudaba y me había puesto a temblar. Poco a poco, sin embargo, quedó claro que Cass también estaba aterrorizada, quizá incluso más que yo, de tanto oír cómo el viento la cortejaba con su voz susurrante, de cómo el vacío tiraba de su abrigo, y de la gran caída que estaba a sólo un pasito de ella, abriéndole los brazos de una manera tan incitante. Cass siempre había tenido sus escarceos con la muerte, ésa era mi niña; no, era más que eso, era una experta. Para ella, caminar por el borde de aquel acantilado, estoy seguro, resultaba como dar un sorbo del brebaje más intenso y secreto, de la mejor cosecha. Mientras ella me agarraba del brazo podía sentir el rasgueo del miedo en su interior, la excitación del terror temblando por sus nervios, y comprendí que, quizá a causa de su miedo, ya no estaba asustado, y así seguimos caminando a paso vivo, padre e hija, y era imposible decir cuál de los dos sujetaba al otro.


 
El libro de las pruebas. Un hijo de buena familia, científico brillante se aísla en unas islas paradisiacas, donde hay una bohemia más cercana a la degradación que al arte. Roba secuestra y mata a una joven criada que quería robarles. Se convierte en un perpetuo extranjero. Esa mujer de mediana edad le conduce al crimen. ¿qué es verdad y mentira? Usó las estructuras y tramas de crimen y castigo el extranjero de Camus. Freddie Moatgomery  de 38 años está en la cárcel por crimen y asesinato. Ofrece su confesión al juez donde desvela las causas del crimen y el enigma que es para sí mismo. Sus novelas serias también son policiacas, donde indaga en la naturaleza del narrador y su vida pasada. Usa la primera persona de esta voz tan peculiar.
Su señoría, cuando me pida que se lo cuente a los miembros del jurado en mis propios términos, diré lo siguiente: me tienen encerrado como a un animal exótico, último superviviente de una especie que consideraban extinta. Deberían dejar pasar a las masas para que me viesen: el devorador de la muchacha, esbelto y peligroso, andando de aquí para allá en mi jaula, mientras mis terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes; tendrían que darles algo con que soñar cuando por las noches están bien abrigados metidos en sus camas. Cuando me detuvieron, se arañaron con tal de echarme un vistazo. Estoy convencido de que habrían pagado por ese privilegio. Gritaron insultos, esgrimieron sus puños amenazadores y mostraron los dientes. Fue irreal, aterrador pero cómico verlos allí, apiñados en la acera como extras cinematográficos, jóvenes con gabardinas de tres al cuarto, mujeres con la bolsa de la compra y uno o dos personajes silentes y canosos que permanecían inmóviles, voraces, atentos a mí, pálidos de envidia. En aquel momento un guardia me cubrió la cabeza con una manta y me empujó al interior del coche patrulla. Reí. Había algo irresistiblemente gracioso en la forma en que la realidad, trivial como de costumbre, satisfacía mis peores fantasías.
   A propósito de aquella manta, ¿la trajeron aposta o siempre llevan una en el maletero? Ahora estas cuestiones me preocupan, les doy vueltas y más vueltas. Debí de dar una imagen interesante, apenas entrevista, instalado en el asiento trasero cual una momia mientras el coche se deslizaba a todo gas por las calles húmedas bañadas de sol, dándose aires de importancia.
   Luego este sitio. Lo primero que me impresionó fue el ruido. Una barahúnda ensordecedora, gritos y silbidos, risotadas, disputas, sollozos. Pero también existen momentos de calma, como si de súbito cayera un gran temor o una profunda tristeza que nos dejara sin habla. Igual que agua estancada, el aire pende inmóvil en los pasillos. Está salpicado por un sutil hedor a fenol, que recuerda al osario. Al principio me figuré que era yo, quiero decir que ese olor era mío, mi contribución. ¿Puede que lo sea? La luz del sol también es rara, incluso afuera, en el patio, como si le hubiese ocurrido algo, como si le hubieran hecho algo antes de dejarla caer sobre nosotros. Tiene un tinte ácido, alimonado, y se presenta en dos intensidades: o es insuficiente para ver o nos abrasa los ojos. No me referiré a los diversos tipos de oscuridad.
   Mi celda. Mi celda es. ¿Para qué insistir?
   A los detenidos les asignan las mejores celdas. Como debe ser. Al fin y al cabo, podrían declararme inocente. Oh, no debo reír, duele demasiado, sufro una punzada espantosa como si algo presionara mi corazón..., supongo que el peso de la culpa. Dispongo de una mesa y de lo que aquí llaman un butacón. Incluso hay un televisor, aunque apenas lo enciendo ahora que mi caso está sub iúdice y en las noticias ya no hablan de mí. Las instalaciones sanitarias dejan mucho que desear. Salpicaduras: ¡qué adecuada, la expresión! Intentaré conseguir un sodomita..., ¿o quiero decir un neófito? Un sujeto joven, cimbreante y bien dispuesto, que no sea muy quisquilloso. No me resultará difícil. También quiero hacerme con un diccionario.
   Por encima de todo, me molesta el olor a semen que hay en todas partes. Este sitio apesta.
   Admito que tenía expectativas irremediablemente románticas sobre el modo en que aquí discurrirían las cosas. Me figuré que sería una especie de celebridad, aislada de los demás presos en un ala especial, en la que recibiría a grupos de personas serias e importantes con quienes hablaría largo y tendido sobre las grandes cuestiones del momento, impresionando a los hombres y fascinando a las mujeres. ¡Qué penetración!, exclamarían. ¡Qué agudeza! Nos dijeron que era una bestia insensible y cruel, pero ahora que lo hemos visto y oído..., ¡vaya, qué sorpresa! Y aquí estoy, adoptando una pose elegante con mi perfil de asceta vuelto hacia la luz que se cuela a través de la ventana con barrotes, tocando un pañuelo perfumado y con una ligera sonrisa forzada. Jean-Jacques, el asesino culto.

Desperté en medio de la astillada luz del sol, al tiempo que un chillido sonaba en mis oídos. Cama grande y hundida, paredes pardas, olor a humedad. Pensé que estaba en el dormitorio de mis padres en Coolgrange. Estuve tendido unos instantes, con la mirada fija en las luces acuáticas que se deslizaban por el techo. Entonces recordé, cerré los ojos con fuerza y me tapé la cabeza con los brazos. La oscuridad era taladrante. Me levanté, me arrastré hasta la ventana y me sorprendí con la inocencia azul del mar y el cielo. Los veleros blancos viraban de bordada bahía adentro. Bajo la ventana se extendía un pequeño puerto de piedra y, más lejos, la curva de la carretera del litoral. Apareció una gaviota enorme, que chilló y se arrojó con violento aleteo sobre el cristal. Te toman por mamá, dijo Charlie a mi espalda. Estaba en la puerta, llevaba un delantal sucio y en la mano sostenía una sartén. Explicó que su madre tenía la costumbre de alimentar a las gaviotas. Tras Charlie había un resplandor blanco e impenetrable. Este es el mundo en el que a partir de ahora debo vivir, en medio de esa luz abrasadora e ineludible. Me miré y comprobé que estaba desnudo.
 
El mayor estilista en lengua inglesa es autodidacta. Muchos que no han pasado por la universidad terminan dando clases allí. Estuvo 30 años de corrector de estilo. Continuó obras de Danssiel Hammet como el halcón maltés. Terminó la novela de Raymond Chadler que dejó sin terminar, la rubia de ojos negros, donde resucita a Piliph Marlowe. Con 60 años se plantea escribir nuevas cosas y no marchitarse. Lo firmó como Black. 

 

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