Banville nace en Wexford Irlanda
en el 45. No pasó por la universidad, como Cela o Saramago. Trabajó en la aerolínea,
un trabajo burocrático, pero que le permitió viajar por medio mundo. Trabajó 25
años en un periódico como corrector de estilo, supervisando los textos antes de
ser publicados y dando una mano estilísticamente. Eso supuso más que una
universidad para él. “La literatura es tener valor sabiendo que vas a ser
derrotado y salir a pelear” Sus libros le han convertido en uno de los grandes talentos
británicos. Elige palabras a degüello, flamantes, precisas, elegantes. Los
temas recurrentes en sus novelas son el narrador que cuenta una historia y se
cuenta así mismo su historia par entenderse, el paso del tiempo, el buceo por
el pasado cenagoso, la huida a la infancia, las referencias pictóricas, la
recreación de la memoria tramposa y los monstruos a los que lleva la
imaginación. Es uno de los prosistas más finos de la literatura británica y
mundial. Su nombre suena para el nobel desde hace años. Tiene una doble vida
literaria porque escribe novela negra con el seudónimo y alter ego de Benjamín
Black y reserva su verdadero nombre para la novela que considera seria. También
tiene una doble vida real porque tiene dos mujeres y dos familias. Con una
tiene dos hijos y con la otra mujer dos hijas. Vive media semana con una y la
otra con la otra. No es moro. Es una solución muy romántica. Tiene una esposa y
una amante compañera y quiere a las dos Picasso era un antipático brutal y
bajito. Todos los artistas son unos caníbales. Una vez su mujer en plena
discusión le gritó algo y él le preguntó; ¿puedo usarlo para la novela? Eres un
monstruo. Lo sé, pero ¿puedo usarlo? Su mujer es la mujer de un artista y lo
sabe y es maravillosa. La culpa tiene que ver con el catolicismo, y es n
narcisismo; qué bueno soy que me he dado cuenta de lo mal que he hecho. Por eso
no siente culpa de tener amante y dos hijos con ella. Sus hijas tienen 26 y 29
años. Y tiene dos hijos cuarentones. No se conocen entre ellos. No le haría
gracia a sus dos mujeres.
Tiene una mente privilegiada, no
fue a la universidad, se aburrió como empleado de una reserva de aerolínea, corregía
textos y ahora es candidato al nobel. Sus novelas se han llevado al cine o
adaptado para series de la BBC. Le gusta el tiempo que hace en Irlanda, que
llueva 9 meses al año porque le invita a escribir. En los climas cálidos de Europa
sería incapaz de escribir dos líneas seguidas. Los temas son la herida y la
fugacidad del tiempo, la posible redención o no… ha publicado el libro de las
pruebas, el mar, los infinitos, antigua luz. Es premio príncipe de Asturias en
el 2014. Es dueño de una prosa elegante, con sus temas que le torturan y
reflexiones profundas. En la novela negra el protagonista es el forense Quirke en
el turbio Dublín de finales de siglo XX. En ellos aparece los crímenes de la
todopoderosa iglesia católica y las familias podridas de dinero. Escribe la
novela negra a ordenador y las serias a mano. Tarda 3 o 4 años en hacer una
novela negra y un verano en las novelas negras que son las que le dan de comer
a toda su prole.
El arte es una cosa extraña” Bajo
su sombrero Banville escribe 200 palabas al día porque en la literatura puede
convertirse en otro, cambiar de sombrero de piel, ser como un actor y
disfrutar. Parece que otro usa tus manos, otro tipo vive tu vida y se deleita
escribiendo para él. Escribir es como respirar por la propia boca. Ha escrito
las vidas de científicos reales como Newton o Copérnico, pero que pasan con su
pluma a ser ficción. La realidad se difumina borrosa en la frontera con lo
ficticio. Se envuelve de una capa de polvo mitad verdad y mitad mentira.
Pensaba ya en ser escritor a los 13 años. Muchas personas de su vida protestan;
yo no soy un personaje de tu novela. Pero eso han de decirlo con la boca
pequeña y en voz baja. El escritor es un caníbal antropófago que roba material
de otros y disfruta de la mentira y el disfraz, es duro ser escritor en un país
en el que Joyce metió todo en los libros y Samuel Beckett lo sacó todo de los
libros. De hecho, Beckett es su escritor de cabecera. Pasó la época de los
dioses de Hollywood y los sueños dorados, de calcular los sueldos en Wall
Street. El péndulo de la historia se mueve entre la codicia y el miedo. Ahora
toca miedo, pero volverá a tocar prosperidad económica. La solución política de
Portugal España y Grecia es ir al estado de bienestar europeo porque la
alternativa seria darlos a la bebida.
Siempre lleva sombreros. Hace 12
años, en 2006, le entrevistaron en Bilbao cuando recogió el premio de los
libreros en la feria del libro por ser su última novela la más vendida. ¿disfruta
o sufre escribiendo? La gente no entiende este tipo de trabajo. Las frases se
escriben solas, es muy fluida la escritura, pero al acabar el libro veo fallos,
imperfecciones. Beckett, mi maestro, decía; fracasar es mejor que no hacer
nada. La única de sus novelas que salvaría es los infinititos porque llegó más
alto de lo que se propuso con ella. El premio Booker por su novela el Mar le
añudó a darse a conocer internacionalmente y el primer sorprendido con el
premio fue él. Creía que la novela el mar volvería al cajón y que los editores
esperarían algo mejor, pero fue un éxito. En España tuvo éxito porque comparte
con Irlanda su historia de guerras civiles (que no es sino la lucha de los
curas y granjeros pequeños que odian a las clases profesionales) y el poder de
la iglesia católica que ya no es tanto. La gente se queja de la burocracia,
pero él está a favor de que nos gobiernen los funcionarios, personas que van a
las 9 a trabajar, paran a comer y vuelven a trabajar. Cuando alguien tiene
grandes ideas surge el problema y ya se quiere matar a los judíos. Inglaterra
tiene una tendencia a lo claro e Irlanda al barroquismo. Se ve en las obras de Joyce,
Beckett o el mismo. El inglés y la literatura inglesa es más clara, pero en
Irlanda aman la ambigüedad. Los ingleses creen que los irlandeses querrían
escribir novelas inglesas y no pueden. Se trata de una lucha de trabajo diario
con el lenguaje y el estilo. En su generación se preocupaban más de crear una
obra de arte y de ser, en esencia filosófica. Los de ahora se preocupan por lo
que está, por lo que es. Se han abandonado las revoluciones, pero la iglesia ya
no tiene tanto poder. En el 92 se descubrió el escandalo de un obispo que tenia
mujer e hijos y había robado a la iglesia y después los casos de pederastia ya
busos a menores. ¡y aún se creen que pueden decirlos lo que tenemos que hacer!
Es optimista con la desaparición de la influencia religiosa. Su estilo es
irlandés, ni realista, ni intimista. Un libro no es la vida, pero el arte hace
la vida, crea un nuevo interés, le da relevancia, como decía Henry James. No es
más importante que la vida, pero el arte rea vida, hace lo ordinario algo más
extraordinario, puedes decir lo maravilloso y terrible del mundo. Escribir una
historia con sus personajes es infantil y él busca algo más. Su prosa es muy
poética. Existe el verso, la prosa y la poesía que puede ocurrir en cualquiera
de las dos formas. Busca lo intangible e invisible. No escribe para profesores
y críticos sino para que le reconozca la gente ordinaria. El arte crea vida y
belleza, pero también destroza la vida. Todo amor es narcisista al principio y
luego se convierte en otra cosa. Ha estado en España y admira el arte, pero no
la corrida de toros, que es una tortura publica y su hija Eva, que es
vegetariana, le suele mandar información antitaurina. Su otra hija solo come
carne
Se marcharon, los dioses, el día de la extraña
marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían
crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban
una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia
y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado del carguero que
permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió
de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a
nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al
parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una
ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían, aquel día, una
blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia
espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del
alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.
El nombre de la casa es los Cedros, desde hace mucho. Un
bosquecillo de esos rígidos árboles, de color marrón simio y hedor
alquitranado, los troncos formando una maraña de pesadilla, crece aún en la
margen izquierda, delante de un césped descuidado, y llega hasta la gran
ventana en curva de lo que solía ser la sala de estar, pero que la señorita
Vavasour prefiere denominar, en su argot de patrona, el salón. La puerta
principal queda al otro lado, y se abre a un cuadrado de gravilla manchado de
gasoil que queda detrás de la verja de hierro, que aún está pintada de verde,
aunque el óxido ha reducido sus puntales a una trémula filigrana. Me asombra lo
poco que ha cambiado en los más de cincuenta años transcurridos desde la última
vez que estuve aquí. Me asombra, y me decepciona, e incluso diría que me
aterra, por razones que se me hacen oscuras, pues ¿por qué iba a desear algún
cambio, yo, que he vuelto para vivir entre los escombros del pasado? Me
pregunto por qué construyeron así la casa, de lado, encarando a la carretera un
muro sin ventanas de enlucido granuloso; quizá antiguamente, antes del
ferrocarril, la carretera tenía una orientación completamente distinta, y
pasaba directamente justo delante de la puerta de delante, todo es posible. La
señorita V. se muestra imprecisa con las fechas, pero cree que, el siglo pasado
—quiero decir, el siglo antes del anterior, todo esto de los milenios me está
confundiendo—, aquí se construyó una casita de madera, a la que luego se le
fueron haciendo añadidos de manera caprichosa a lo largo de los años. Eso
explicaría el aspecto heterogéneo del lugar, con pequeñas habitaciones que dan
a otras más grandes, y ventanas que dan a muros lisos, y techos bajos por todos
los lados. Los suelos de pino tea le dan una nota náutica, al igual que mi
silla giratoria con respaldo de listones. Me imagino a un viejo navegante
dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal
haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quién pudiera ser él. Haber sido
él.
Cuando estuve
allí, hace todos esos años, en la época de los dioses, los Cedros era una casa de
verano que se alquilaba por quincenas o por meses. Cada año, durante todo el
mes de junio, un médico rico y su familia numerosa y escandalosa la infestaban
—no nos gustaban las sonoras voces de los hijos del médico, se reían de
nosotros y nos tiraban piedras protegidos por la infranqueable barrera de la
verja—, y después de ellos llegaba una misteriosa pareja de mediana edad que no
hablaba con nadie, y que, con aspecto triste, en silencio, paseaban a su perro
salchicha cada mañana a la misma hora por la calle de la Estación hasta la
playa. Para nosotros, agosto era el mes más interesante en los Cedros. Era el
mes en que los inquilinos eran diferentes cada año, gente que venía de
Inglaterra o del Continente, alguna pareja de luna de miel a la que intentábamos
espiar, y de vez en cuando una compañía de teatro itinerante que viajaba con
todo el equipo, y que representaban alguna función vespertina en el cine del
pueblo, de chapa. Y luego, aquel año, llegó la familia Grace.
Lo primero que
vi de esa familia fue su coche, aparcado en la grava, traspasada la verja. Era
un coche de techo bajo, un modelo negro abollado y lleno de arañazos con
asientos de cuero beige y un enorme volante de madera con radios. Libros de
cubiertas descoloridas y con las esquinas dobladas estaban tirados de cualquier
manera sobre el estante que había bajo la ventanilla trasera, inclinada al
estilo de los coches deportivos, y se veía un mapa turístico de Francia, muy
usado. La puerta principal de la casa estaba abierta de par en par, y dentro,
en el piso de abajo, pude oír voces, y desde el piso de arriba me llegó el
ruido de unos pies descalzos correteando sobre las tablas del suelo y de una
chica riendo. Me había parado junto a la verja, escuchando sin disimulo, y de
repente un hombre con una copa en la mano salió de la casa. Era de baja
estatura y con un cuerpo desproporcionado, todo hombros y pecho y una gran
cabeza redonda, y el pelo, muy corto, lo tenía ondulado, negro y brillante, con
prematuras mechas grises y una barba negra y puntiaguda también agrisada.
Llevaba una camisa verde y holgada sin abotonar, pantalones caquis e iba
descalzo. Estaba tan bronceado por el sol que la piel tenía un matiz morado. Me
di cuenta de que incluso tenía los pies morados en el empeine; según mi experiencia,
la mayoría de padres eran de un blanco de leche por debajo de la línea del
cuello de la camisa. Dejó el vaso —ginebra de un azul suavísimo y cubitos y una
rodaja de limón— formando un peligroso ángulo sobre el techo del coche y abrió
la puerta del copiloto y se inclinó para meter la cabeza y buscar algo bajo el
salpicadero. En el piso de arriba de la casa, que no podía ver, la chica volvió
a reír y soltó un grito medio desaforado, medio gorjeo de falso pánico, y de
nuevo se volvió a oír el sonido de los pies que correteaban. Jugaban a
perseguirse, ella y el otro sin voz. El hombre se enderezó y cogió el vaso de
ginebra que tenía encima del techo y cerró de un golpe la portezuela. Fuera lo
que fuera lo que había estado buscando, no lo había encontrado. Mientras
regresaba a la casa me vio y me guiñó el ojo. No lo hizo al estilo habitual de
los adultos, con esa mezcla de condescendencia y superioridad. No, fue un guiño
de complicidad, masónico casi, como si ese momento que nosotros, dos
desconocidos, habíamos compartido, aunque por fuera careciera de importancia,
de contenido incluso, poseyera no obstante un significado. Sus ojos eran de un
azul extraordinariamente claro y transparente. Volvió a entrar en la casa,
comenzando a hablar incluso antes de haber cruzado el umbral.
—Maldita sea
—dijo—, parece que se ha… —Y desapareció.
Me quedé un
momento escrutando las ventanas del piso de arriba. No apareció ninguna cara.
Ése fue mi
primer encuentro con los Grace: la voz de la chica bajando desde lo alto, el
ruido de su correteo, y el hombre abajo guiñándome uno de sus ojos azules con
ese aire desenfadado, íntimo y levemente satánico.
De nuevo me he
sorprendido haciéndolo, ese silbido fino y frío que sale a través de los
dientes de delante que he comenzado a emitir recientemente. Diiid diiid
diiid, hace, como el taladro de un dentista. Mi padre solía emitir ese
mismo silbido, ¿me estoy convirtiendo en él? En la habitación que hay al otro
lado del pasillo, el coronel Blunden está oyendo la radio. Sus programas preferidos
son las tertulias de la tarde, en las que airados oyentes llaman para quejarse
de los políticos malvados y del precio de la bebida y otros asuntos
perennemente irritantes. «Me hace compañía», dice lacónico, y carraspea, con un
aire un tanto avergonzado, mientras sus ojos protuberantes como huevos duros
evitan los míos, aun cuando yo no le he reprochado nada. ¿Está echado en la
cama mientras escucha? Se me hace difícil imaginármelo allí, con sus gruesos
calcetines de lana color gris puestos, haciendo girar los dedos de los pies,
sin la corbata y con el cuello de la camisa abierto y las manos entrelazadas
detrás de ese cuello viejo y nervudo que tiene. Fuera de su habitación es un
hombre vertical, desde las suelas de sus zapatos marrones y relucientes y muy
remendados hasta la punta de su cráneo cónico. Cada sábado por la mañana va al
barbero del pueblo a que le corte el pelo, corto atrás y en los lados, sin
piedad, sólo se deja en lo alto una rígida cresta gris como de halcón. Le
asoman las orejas, coriáceas y de lóbulos alargados; es como si las hubieran
secado y ahumado. El blanco de los ojos también tiene un tono amarillento. Oigo
el murmullo de las voces en la radio, pero no distingo lo que dicen. Podría
volverme loco, aquí. Diiid,
diiid.
Antigua luz es la historia de un
viejo actor de teatro que recuerda su primer amor adolescente, intenso y fugaz,
un tema recurrente en sus novelas. En el rodaje de cine intima con una joven
actriz peculiar cuya vida se asoma al destino como el de las mujeres que marcaron
su vida.
Billy Gray era mi mejor amigo y me enamoré de su madre.
Puede que amor sea una palabra demasiado fuerte, pero no conozco ninguna más
suave que pueda aplicarse. Todo esto ocurrió hace medio siglo. Yo tenía quince
años y la señora Gray treinta y cinco. Estas cosas son fáciles de decir, pues
las palabras no sienten vergüenza y nunca se sorprenden. Puede que la señora
Gray todavía viva. Ahora tendría, ¿cuántos, ochenta y tres, ochenta y cuatro?
Tampoco es muy mayor, para estos tiempos. ¿Y si emprendiera su búsqueda? Sería
toda una aventura. Me gustaría volver a enamorarme, me gustaría volver a
enamorarme, sólo una vez más. Podríamos seguir un tratamiento de glándulas de
mono, ella y yo, y volver a ser como hace cincuenta años, entregados a nuestros
éxtasis. Me pregunto cómo le irá, suponiendo que siga en este mundo. En aquella
época era tan desdichada, y debe de haber sido tan desdichada, a pesar de su
valerosa e inquebrantable jovialidad, y de verdad espero que las cosas le
fueran mejor.
¿Qué recuerdo de ella ahora, en estos días
suaves y pálidos en que caduca el año? Imágenes del pasado remoto se agolpan en
mi cabeza, y la mitad de las veces soy incapaz de distinguir si son recuerdos o
invenciones. Tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay alguna. Hay
quien afirma que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo, adornándolo
y embelleciéndolo, y me inclino a creerlo, pues Madame Memoria es una gran y
sutil fingidora. Los pecios que elijo salvar del naufragio general —¿y qué es
la vida, sino un naufragio gradual?— a veces asumen un aspecto de
inevitabilidad cuando los exhibo en sus vitrinas, pero son azarosos; quizá
representativos, quizá de manera convincente, pero sin embargo azarosos.
Para mí hay dos manifestaciones iniciales
perfectamente definidas de la señora Gray, separadas por los años. Puede que la
primera mujer no fuera ella en absoluto, tal vez sólo un presagio, por así
decir, pero me complace pensar que las dos eran una. Abril, por supuesto.
¿Recordáis cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida
impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire y los pájaros
fuera de sí en los árboles que ya habían echado brotes? Yo tenía diez u once
años. Había cruzado la verja de la iglesia de la Virgen Inmaculada, la cabeza
gacha como siempre —Lydia dice que camino como un penitente permanente—, y el
primer presagio que tuve de la mujer que iba en bicicleta fue el silbido de los
neumáticos, un sonido que cuando era chaval me parecía excitantemente erótico,
y la cosa no ha cambiado, no sé por qué. La iglesia se hallaba en una cuesta, y
cuando levanté la vista y la vi acercarse con el campanario proyectándose a su
espalda tuve la emocionante sensación de que había caído en picado del cielo en
ese mismo momento, y que lo que había oído no era el sonido de los neumáticos
sobre el asfalto, sino unas alas veloces batiendo el aire. La tenía casi
encima, bajaba la cuesta en punto muerto, se reclinaba hacia atrás, relajada y
guiando con una sola mano. Llevaba un impermeable de gabardina, y los faldones
aleteaban detrás de ella a izquierda y derecha, sí, como alas, y también
llevaba un suéter azul sobre una blusa de cuello blanco. ¡Con qué claridad la
veo! Me la debo de estar inventando, quiero decir que debo de estar
inventándome estos detalles. La falda era ancha y suelta, y de repente el
viento primaveral la levantó, dejándola desnuda de cintura para abajo. Ah, sí.
Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm
Cuando mi hija era una niña sufría de insomnio, sobre todo
las semanas de pleno verano, y a veces, por desesperación, suya y mía, ya bien
entrada una de esas noches en blanco la envolvía en una manta, la metía en el
coche y la llevaba a dar vueltas hacia el norte, por las carreteras secundarias
de la costa, pues en aquella época vivíamos junto al mar. A ella le encantaban
esas excursiones, pues aunque no se durmiera, le provocaban una amodorrada
calma; decía que se le hacía raro estar en pijama en el coche, como si después
de todo estuviera dormida y viajara en un sueño. Años después, cuando era una
jovencita, ella y yo pasamos un domingo por la tarde recorriendo otra vez esa
vieja ruta por la costa. Ninguno quiso reconocer delante del otro las
implicaciones sentimentales del viaje, y yo no mencioné el pasado —tenías que
ir con mucho cuidado con lo que le decías a Cass—, pero cuando cogimos aquella
carretera llena de curvas creo que ella, tanto como yo, se acordó de esos
paseos nocturnos y de la sensación, como en un sueño, de deslizarnos por una oscuridad
grisácea, con las dunas a nuestro lado y el mar un poco más allá, una línea de
fulgurante mercurio bajo un horizonte tan alto que parecía un espejismo.
Hay un lugar, muy al norte, no sé cómo se
llama, en el que la carretera se estrecha y transcurre junto a unos
acantilados. No son muy altos, pero sí lo bastante altos y escarpados como para
ser peligrosos, y hay unas señales de advertencia amarillas por el camino a
intervalos regulares. Aquel domingo, Cass me hizo parar el coche y salir a
caminar con ella por lo alto del acantilado. Yo no tenía muchas ganas, siempre
me han dado miedo las alturas, pero no iba a negarle a mi hija una petición tan
sencilla. Era finales de primavera, o principios de verano, y el día era
luminoso, con un cielo limpísimo, y había ráfagas de viento cálido procedentes
del mar y un olor a yodo en el aire cargado de sal. Sin embargo, no le presté
mucha atención a aquella escena llena de centelleos. El aspecto de las aguas
agitadas y de las olas abalanzándose contra las rocas me estaba provocando
náuseas, aunque procuré armarme de valor en la medida de lo posible. Unos
pájaros flotaban en el aire al nivel de nuestros ojos, a no más de unos cuantos
metros, casi inmóviles en medio de las corrientes de aire, las alas
temblorosas, sus chillidos sonaban como pullas burlonas. Al cabo de un rato el
estrecho sendero se hacía aún más estrecho e iniciaba un brusco descenso.
Llegamos a un empinado terraplén de arcilla y rocas sueltas a un lado y nada al
otro, excepto el cielo y el gruñido del mar. Cada vez estaba más mareado, y
avanzaba muerto de miedo, inclinado hacia el terraplén que tenía a la izquierda
y apartándome del ventoso abismo azul de la derecha. Deberíamos haber ido en
fila india, pues el camino era muy estrecho y traidor, pero Cass insistía en
caminar a mi lado, por el mismísimo borde del sendero, con su brazo entrelazado
con el mío. Me maravillaba su falta de miedo, incluso comenzaba a molestarme su
despreocupación, pues en aquel momento yo estaba tan asustado que sudaba y me había
puesto a temblar. Poco a poco, sin embargo, quedó claro que Cass también estaba
aterrorizada, quizá incluso más que yo, de tanto oír cómo el viento la
cortejaba con su voz susurrante, de cómo el vacío tiraba de su abrigo, y de la
gran caída que estaba a sólo un pasito de ella, abriéndole los brazos de una
manera tan incitante. Cass siempre había tenido sus escarceos con la muerte,
ésa era mi niña; no, era más que eso, era una experta. Para ella, caminar por
el borde de aquel acantilado, estoy seguro, resultaba como dar un sorbo del
brebaje más intenso y secreto, de la mejor cosecha. Mientras ella me agarraba
del brazo podía sentir el rasgueo del miedo en su interior, la excitación del
terror temblando por sus nervios, y comprendí que, quizá a causa de su miedo,
ya no estaba asustado, y así seguimos caminando a paso vivo, padre e hija, y
era imposible decir cuál de los dos sujetaba al otro.
El libro de las pruebas. Un hijo
de buena familia, científico brillante se aísla en unas islas paradisiacas,
donde hay una bohemia más cercana a la degradación que al arte. Roba secuestra
y mata a una joven criada que quería robarles. Se convierte en un perpetuo
extranjero. Esa mujer de mediana edad le conduce al crimen. ¿qué es verdad y
mentira? Usó las estructuras y tramas de crimen y castigo el extranjero de
Camus. Freddie Moatgomery de 38 años está
en la cárcel por crimen y asesinato. Ofrece su confesión al juez donde desvela
las causas del crimen y el enigma que es para sí mismo. Sus novelas serias
también son policiacas, donde indaga en la naturaleza del narrador y su vida
pasada. Usa la primera persona de esta voz tan peculiar.
Su señoría, cuando me pida que se lo cuente a los miembros del jurado en
mis propios términos, diré lo siguiente: me tienen encerrado como a un animal
exótico, último superviviente de una especie que consideraban extinta. Deberían
dejar pasar a las masas para que me viesen: el devorador de la muchacha,
esbelto y peligroso, andando de aquí para allá en mi jaula, mientras mis
terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes; tendrían que darles
algo con que soñar cuando por las noches están bien abrigados metidos en sus
camas. Cuando me detuvieron, se arañaron con tal de echarme un vistazo. Estoy
convencido de que habrían pagado por ese privilegio. Gritaron insultos,
esgrimieron sus puños amenazadores y mostraron los dientes. Fue irreal,
aterrador pero cómico verlos allí, apiñados en la acera como extras
cinematográficos, jóvenes con gabardinas de tres al cuarto, mujeres con la
bolsa de la compra y uno o dos personajes silentes y canosos que permanecían
inmóviles, voraces, atentos a mí, pálidos de envidia. En aquel momento un
guardia me cubrió la cabeza con una manta y me empujó al interior del coche
patrulla. Reí. Había algo irresistiblemente gracioso en la forma en que la
realidad, trivial como de costumbre, satisfacía mis peores fantasías.
A propósito de aquella manta, ¿la trajeron aposta o
siempre llevan una en el maletero? Ahora estas cuestiones me preocupan, les doy
vueltas y más vueltas. Debí de dar una imagen interesante, apenas entrevista,
instalado en el asiento trasero cual una momia mientras el coche se deslizaba a
todo gas por las calles húmedas bañadas de sol, dándose aires de importancia.
Luego este sitio. Lo primero que me impresionó fue el
ruido. Una barahúnda ensordecedora, gritos y silbidos, risotadas, disputas,
sollozos. Pero también existen momentos de calma, como si de súbito cayera un
gran temor o una profunda tristeza que nos dejara sin habla. Igual que agua
estancada, el aire pende inmóvil en los pasillos. Está salpicado por un sutil
hedor a fenol, que recuerda al osario. Al principio me figuré que era yo,
quiero decir que ese olor era mío, mi contribución. ¿Puede que lo sea? La luz
del sol también es rara, incluso afuera, en el patio, como si le hubiese
ocurrido algo, como si le hubieran hecho algo antes de dejarla caer sobre
nosotros. Tiene un tinte ácido, alimonado, y se presenta en dos intensidades: o
es insuficiente para ver o nos abrasa los ojos. No me referiré a los diversos
tipos de oscuridad.
Mi celda. Mi celda es. ¿Para qué insistir?
A los detenidos les asignan las mejores celdas. Como debe
ser. Al fin y al cabo, podrían declararme inocente. Oh, no debo reír, duele
demasiado, sufro una punzada espantosa como si algo presionara mi corazón...,
supongo que el peso de la culpa. Dispongo de una mesa y de lo que aquí llaman
un butacón. Incluso hay un televisor, aunque apenas lo enciendo ahora que mi
caso está sub iúdice y en las noticias ya no hablan de mí. Las instalaciones
sanitarias dejan mucho que desear. Salpicaduras: ¡qué adecuada, la expresión!
Intentaré conseguir un sodomita..., ¿o quiero decir un neófito? Un sujeto
joven, cimbreante y bien dispuesto, que no sea muy quisquilloso. No me
resultará difícil. También quiero hacerme con un diccionario.
Por encima de todo, me molesta el olor a semen que hay en
todas partes. Este sitio apesta.
Admito que tenía expectativas irremediablemente
románticas sobre el modo en que aquí discurrirían las cosas. Me figuré que
sería una especie de celebridad, aislada de los demás presos en un ala
especial, en la que recibiría a grupos de personas serias e importantes con
quienes hablaría largo y tendido sobre las grandes cuestiones del momento,
impresionando a los hombres y fascinando a las mujeres. ¡Qué penetración!,
exclamarían. ¡Qué agudeza! Nos dijeron que era una bestia insensible y cruel,
pero ahora que lo hemos visto y oído..., ¡vaya, qué sorpresa! Y aquí estoy,
adoptando una pose elegante con mi perfil de asceta vuelto hacia la luz que se
cuela a través de la ventana con barrotes, tocando un pañuelo perfumado y con
una ligera sonrisa forzada. Jean-Jacques, el asesino culto.
Desperté en medio de la
astillada luz del sol, al tiempo que un chillido sonaba en mis oídos. Cama
grande y hundida, paredes pardas, olor a humedad. Pensé que estaba en el
dormitorio de mis padres en Coolgrange. Estuve tendido unos instantes, con la
mirada fija en las luces acuáticas que se deslizaban por el techo. Entonces
recordé, cerré los ojos con fuerza y me tapé la cabeza con los brazos. La
oscuridad era taladrante. Me levanté, me arrastré hasta la ventana y me
sorprendí con la inocencia azul del mar y el cielo. Los veleros blancos viraban
de bordada bahía adentro. Bajo la ventana se extendía un pequeño puerto de
piedra y, más lejos, la curva de la carretera del litoral. Apareció una gaviota
enorme, que chilló y se arrojó con violento aleteo sobre el cristal. Te toman
por mamá, dijo Charlie a mi espalda. Estaba en la puerta, llevaba un delantal
sucio y en la mano sostenía una sartén. Explicó que su madre tenía la costumbre
de alimentar a las gaviotas. Tras Charlie había un resplandor blanco e
impenetrable. Este es el mundo en el que a partir de ahora debo vivir, en medio
de esa luz abrasadora e ineludible. Me miré y comprobé que estaba desnudo.
El mayor estilista en lengua
inglesa es autodidacta. Muchos que no han pasado por la universidad terminan
dando clases allí. Estuvo 30 años de corrector de estilo. Continuó obras de Danssiel
Hammet como el halcón maltés. Terminó la novela de Raymond Chadler que dejó sin
terminar, la rubia de ojos negros, donde resucita a Piliph Marlowe. Con 60 años
se plantea escribir nuevas cosas y no marchitarse. Lo firmó como Black.
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