No sabía por qué había hecho este
absurdo viaje. La vida es tan absurda que podía haberlo hecho o no hacerlo y todo
seguiría igual. Había quedado como un idiota delante de su escritora favorita.
No le había dado una visión optimista del mundo literario sino todo lo
contrario; le había desengañado de su deseo de hacerse escritor, aquel inmaduro
sueño adolescente. Toda su vida había sido un bufón, pero ni siquiera gracioso,
sino uno triste, con sonrisa de Ronald Mc Donald o del Joker de Batman. Se
habían reído de él a la cara mientras lloraba por dentro. Pagaban su tristeza
con ironía y cinismo. Le habían arrojado las monedas como a Judas para que se
agachara al suelo y así poder humillarle por detrás. Roma no paga a traidores
de uno mismo. Ahora que acababa periodismo solo sentía odio por todos los que
de niño le habían inculcado el amor a la literatura. Le habían contagiado un
sida de letra herido. Pero eso de buscar culpables es cosa también de niños. Él
nunca alcanzaría ese mundo de los escritores super ventas y tampoco sabía bien
porqué lo deseaba. De la misma forma era algo inmaduro su forma de hacerse la víctima.
Pero sentirse culpable era la otra cara de la moneda, sentimiento de culpa judeocristiano
que no le dejaba dormir. Buscar victimas dentro de sí mismo, y culpables fuera
de él, tirar balones fuera… no iba a solucionar ningún problema.
La culpa era el principio de la
neurosis y de las noches de insomnio. No se separaba de sus personajes porque
todos eran él, personajes simples y maniqueos, marionetas de su propia voz, un
monologo obsesivo del que no se podía librar y que cada día le pedía cuentas,
como esta tarde la casera del albergue. Las personas normales pueden descansar,
pueden acallar esa voz, pero él no podía. Aunque le diera la razón la voz,
aunque le felicitaran por sus escritos esa voz tenía una sed infinita de sangre.
Era cosa de locos estar escribiendo a la luz de las farolas delante de una concatedral,
mientras pasaban los turistas que le miraban como otra curiosidad fotografiable
más. Ni siquiera sabía bien porqué deseaba ser escritor. No era algo que
hubiera elegido libremente, sino que tenia más que ver con lo inculcado, con
una imagen romántica del escritor maldito. Pero los malditos fueron la excepción.
La mayoría de los escritores habían escrito para la masa. Los que conocemos,
claro, los que han triunfado. También habría escritores sin pretensión de malditos,
pero condenados forzosamente al silencio. Escritores que habrían querido ser algo
y no habrían podido, se habrían quedado en el camino. O que excusasen en esa
marginalidad su mediocridad. Y para ellos no había falso consuelo ni se les
podía endulzar la verdad como a los niños cuando les dicen que se ha muerto el
abuelito. A nadie le interesa lo que sufras. Y tu escritor idealizado no te da
palabras de aliento o consuelo, no te dice lo que quieres oír o peor; te dice
lo que quieres oír y te duele más su hipocresía y falsedad, y sientes que te ha
tratado como a un tonto sacándose la foto contigo, firmándote el libro y
cogiendo la dirección de tu email para luego arrugar el papel y tirarlo a la
basura. Quizá sería mejor no conocer a los mitos, seguir admirándoles en
nuestro pedestal de imago e idealización. Ya no eres un niño. El tiempo ha
decidido que ya no lo seas sin preguntártelo y eso abre la veda a que cada cual
descargue en ti su visión más pesimista sobre el mundo.
Miles de luces encendidas, ¿y si
en cada casa hubiese un escritor haciendo lo mismo l ¿Cuántos escritores habría
en este mismo momento bebiendo una bebida energética y lamentándose de si
mismos? Él sería el primero que rechazaría a todos esos zombis que le lanzarían
sus escritos. El ordenador se le sangraba en una sangría “times new roman”. Las
letras se iban añadiendo en la pantalla en blanco como un virus de tinta electrónica
que se va extendiendo gangrena por el cuerpo. Sabes que esta peste bubónica y
no bucólica de palabras te matará y no puedes dejar de propagar la plaga a los
demás. Alientas a otros a que escriban si les apasiona, si es su verdad, para
que sigan contagiando esta peste.
Las amas de casa se lanzan a por
los yogures en el supermercado. Te dicen; ¡qué delgado estas!, ¿no comes? Tú te
alimentas de sangre de palabra que aún rebosa en tus labios de vampiro. Mientras escribes sientes tu propia delgadez,
como si cada letra te fuera comiendo el cuerpo, hasta que sientes las venas, cómo
laten en tu anemia. Te empiezas a poner nervioso, sabes que así empiezan los
ataques de ansiedad. A veces los previenes, y a veces hasta te gustan. Te
ahogas, no puedes respirar y ni tienes un cuarto propio con ventana donde
tirarte. Hablas de ti mismo, no sales de ti mismo, mientras en la calle suceden
cosas que no te interesan. Pasa un perro con la lengua jadeando, pidiendo que
le mires. Vuelve a pasar, le han tirado una pelota, reclama tu atención, pero tú
no despegas los ojos del ordenador. Conocer el absurdo de la vida y de la
escritura y la futilidad de todo esto no sirve para nada. Puedes estar
escribiendo “la vida no tiene sentido”, pero de pronto el ordenador falla, y
ves horrorizado perderse en la nada todo el documento que te ha llevado horas
escribir y quieres recuperarlo, aunque no valga nada. Nos creemos tan
importantes… creemos que tenemos algo que contar, obligamos a los demás a
escucharnos, no podemos soportar que tras nuestra muerte el universo siga
girando.
Habrá miles de egocéntricos en el
primer mundo haciendo lo mismo. Has hecho este viaje como podías no haberlo
hecho. La escritora se ha quedado con la peor imagen de ti mismo. La oreja te
grita que tienes que ser escritor, no hagas caso a esa voz. Ha desaparecido de pronto
la página del Word y ha dado igual, a nadie le ha importado. Crees que la
literatura es recuperar el tiempo perdido, pero quizá sea solo una perdida de
tiempo. En algún momento te has creído mejor que un mudo, escribiendo sobre
luchas de clases eres el primer clasista. La voz te susurra, como un demonio
tentando a que le vendas tu alma. Quizá sea mejor escuchar el silencio de esta
noche helada que llenarte de palabras y tormentas. Quizá sea la noche la que
tenga que contar algo y no tú. Escribes, aunque lo que escribes no es mejor que
el silencio. Te has pasado la vida intentando describir a la gente bailando en
una fiesta. Pero de repente tu profesora de literatura, que ha estado bailando
con tu padre, repara en tu presencia y te invita a bailar. ¿por qué no bailas?
Escribes para sustituir a la vida. Escribes porque no sabes bailar. Y te auto
marginas con tu cubata describiendo a los bailarines en la discoteca, pero
quizá lo que tendrías que haber hecho era bailar.
Tienes frio, haces el payaso en
la vía pública como los mimos que edifican su propia jaula invisible con las
manos, solo que a ellos se les paga con sonrisas. Nunca serás eso que te has
propuesto ser. Deja de hacer el ridículo, metete en la cama ya. Mañana será
otro día, te dices ebrio de desengaño. Deberían todos tirarte al suelo,
pisotearte, escupirte al pasar. Deberían haberte tratado peor, pero en tu
masoquismo te habría gustado y nunca habrías tenido bastante. Por eso has
venido a ver a esta escritora que te escupe en la cara que tú nunca serás ella.
Solo se aprende sufriendo. Solo es
cuestión de tiempo, tarde o temprano te extinguirás, y contigo esa voz de
dentro que tiene vida propia independiente de tu cuerpo, pero que no es alma
sino enfermedad psiquiátrica del cerebro. Hoy has vencido porque has salvado
cuatro líneas mal escritas del ordenador, pero mañana ya verás, volverá la vida
a darte lo tuyo, que sé que te gusta, como en una violación consentida. La
muerte siempre gana.
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