viernes, 12 de enero de 2018

EL ABRIGO ROJO, NARRACION DE BIDEBARRIETA



ABRIGO ROJO
Antes de la guerra el trasatlántico Alfonso XIII trasporta viajeros a Cuba México Nueva York. Con la guerra se llamó el barco Habana como capital de cuba. Nos dirigíamos a Inglaterra 4 mil niñas y niños. No nos cambiaron el nombre, pero en la tarjeta de identificación solo aparecía un número. Entre nosotras nadie sabía contar hasta 800 o cuatro mil. Nosotras nos veíamos mejor que a ellos, Las madres agitaban los pañuelos, había un señor serio con un nombre raro lehendakari y otro normal Aguirre e iba con un abrigo normal. A Aurora era imposible verla, porque aurora está dentro del vientre de nuestra madre. Padre decía que la guerra acabaría pronto y disfrutaríamos de un nuevo amanecer y por eso pondrían ese nombre a nuestra hermana. Nuestro padre no pudo ver a nuestra hija nacer. A nosotros no llevó el barco, a nuestro padre la guerra. Daba igual si veíamos a alguien en el barco, si alguien se despedía de nosotras con el pañuelo. Saludábamos en la borda del barco y saludábamos a todos. Iríamos en la travesía, nos enviaban lejos de la guerra. Sollozaban las más pequeñas y nos conteníamos, tratamos de consolarlas en vano.
Llevaba un abrigo rojo, más aún que las cerezas. Era el abrigo de la niña que llevaba el número 212 en el carné, una tarjeta de cartón, y el abrigo rojo que sobresaltaba entre la ropa demasiado grande, gris, demasiado remendada. Esa niña no había recorrido el camino entre carros y camiones huyendo siempre a salto de mata. Saltaba a la vista que esa niña no había buscado refugio en escuela de Lemona Benia Tolosa, en los balnearios Cestona y Karranza, siempre huyendo, pero estábamos equivocados. Conocíamos los estragos de los bombardeos de Gernika y Durango. La profesora dijo que el año anterior en fiestas de Andiano los aviones sobrevolaron el pueblo con la bandera republicana de estandarte. Todos se fiaron hasta que los nacionales regaron el pueblo de bombas en vez repartir panfletos y caramelos. La niña murió y la metieron en un ataúd blanco que parecía de juguete. Por eso había venido sola y debíamos ayudarla. Nos ayudaron al resto y repartieron leche condensada y galletas. Al día siguiente nos haríamos a la mar. Nos dijeron que nos acostáramos en el camarote y tratáramos de dormir un poco. Resultaba imposible dormir en esos camarotes. Un chico nos contó algo extraordinario, el poeta Huidobro viajó de Chile a a Europa en un trasatlántico como este y embarcó una vaca para que sus hijos disfrutaran de leche en travesía. José había embarcado solo, hablaba igual que los mayores, como los andereños que vinieron con nosotros. Las que viajamos allí teníamos entre 7 y 12 años y no sabíamos calcular. Necesitábamos 20 vacas o serian suficiente 100. En aquel barco viajábamos todas apretujadas y a alguna se nos ocurrió cantar. Canciones e historias nos reconfortaron y ayudarnos a dormir. Nos despertamos con pesadillas. Los soldados entraron a tiros y mi hermana pequeña jugó a saltar queriendo atrapar una bala entre sus manos. Todas huyeron a casa como alma que lleva al diablo. El camión nos lleva a Tolosa Ermua o Lekeitio. Nos acordamos de aquel camión. La mayoría de las embarcadas teníamos alguien en el abra o punta Galea o el puerto de Santurce y nos despedimos entre llantos y angustias. Todo eran sollozos quejidos, lamentos. El alma escapaba de las entrañas. No estábamos habituadas al mar. El horizonte se extendía infinito ante nosotros. Las demás niñas nos pedían excitadas que las ayudáramos a mirar el mal. Nos pusimos a vomitar sin ganas de mirarlo. ¡Cuántas vacas necesitábamos en nuestra travesía, cuantos días lejos de nuestro lugar! ¿Cómo sería Inglaterra?  allí bebían cerveza en vez de vinos y sidra, iban por la izquierda con los coches, no entendíamos lo que era que fueran protestantes. La profesora nos enseñó a pronunciar y decir lobo. Durante la travesía fuimos escoltados por dos buques de guerra y la virgen quedo dormida. Una galena nos atravesó. Seguimos vomitando y pusimos perdidas a las niñas. Preguntamos a la profesora cuantos días pasaríamos allí. Sólo serían 6 semanas. Contamos a las niñas que serian 6 sueños. La profesora nos atendía cariñosamente y nosotros la imitábamos con las más pequeñas. Llegamos al puerto san fausto, arribamos el sábado al amanecer y no pisamos tierra hasta el domingo. Como en el puerto de Santurce, allí también había un gentío esperándonos. Caminamos a un campamento. Nos saludaban ambos lados de la carretera como en fiestas, alegres, con muchos colores. Ali no había miedo. Estábamos entre esquimales que habían preparado tiendas parecidas a iglús, 300 o 500 de blanco inmaculado. En realidad, era Inglaterra. En grupos de 10 nos repartirnos en cada tienda. A las hermanas pequeñas las llevaban a tiendas de chicos. En realidad, el campamento era tierra de lord Hamilton. Nos sentíamos como en la Habana, pero esto era más limpio, no se movía, no vomitábamos. Escuela y teatro e iglesia estaban en el mismo edificio y había columpios. Nos confesaba nuestra hermana pequeña y los mayores tragaban lágrimas y escapábamos a un bosque cercano de arbustos a desahogarnos. Empezamos a contar los días, pero lo dejamos, todos los días eran iguales y nos confundíamos. Esperábamos en largas filas a los niños, aguantando las ganas de tener pis, los chicos con 4 palos imaginaban que eran fusiles y se hacían 4 gorras con papeles de periódico. Uno de los soldados gritaba “apunten disparen fuego” y los 4 presos caían fulminados con el ruido, los que hacían de presos. Nos acordamos de nuestros padres y nos quitábamos legañas de ojos. Todos os días eran idénticos, en contadas ocasiones hacíamos algo distinto. Era otra chica la que llevaba el abrigo rojo que se lo había cambiado por unos zapatos. Se lo cambió luego por unos pendientes. El abrigo pasó de mano a mano, de dueña a dueña. El cura vio que la hermana pequeña no llevaba zapatos y le dio dinero para comprarlos. Pero con ese dinero compró leche condensada y galletas. Por un día nos pusimos las botas. No podíamos hacernos con el abrigo rojo, era imposible vestirse y lucirlo. Nos afloraron manchas de color rojo en la piel y sangrábamos entre las piernas, con un color cereza picota. Era normal, no teníamos por qué llorar, nos ponían paños entre las piernas y eso se repetía todos los meses. Cada día que pasaba estaban más blancas como el cristal y sobre todo José. No podíamos jugar en los columpios, trepar por las ramas del boque. Tenía leucemia, si se hacia una herida era imposible detener la sangre. Le encantaba leer, pero cuando lord Hamliton quería llevarlo a la escuela normal dijo que no. El padre trabajó en los altos hornos donde trabajaré yo. El hierro y el carbón tienen el alma de rojo intenso. José se puso enfermo y el cura le dijo que se confesara. Él se negó. Donde está el poeta Huidobro escribieron; “abrir la tumba, al fondo de la tumba se ve el mar”. José en vez de al cura quiso ver a Luis Cernuda y pidió al tutor que le leyera poemas. Luego le dijo; “ahora por favor no se marche, me he vuelvo a la pared para que no me vea morir” Escapa al bosque a llorar y a la iglesia a contar historias bonitas. Su hermana pequeña tenía envidia, nosotros podíamos comulgar y hablar con dios arrodillándonos y juntando las manos. Se esforzaba en rezar. Pedía a dios que no durmiera tanto, que ayudara un poco. Dios además de saber de todo como os pájaros no hacía nada por sacarnos de ahí. El alma, las rodillas y las heridas eran muy trasparentes. En el campamento cada día que pasaba no parecíamos más las unas a las otras.
A mediados de junio fue distinto. La señorita y el resto de adultos estaban más serios que nunca. Iban de aquí para allá muy nerviosos. Era sábado. Al atardecer anuncian algo por megafonía en inglés. Algunos creyeron entender lobo y no tenían a José para traducir esas palabras. Se escuchó ruido de tos, y la voz reconocible del cura que se escuchaba muy débil, muy distinta, no con la severidad que conocíamos. Desgraciadamente Bilbao había caído.
Los mayores se dieron que ellas también habían caído y no podrían volver a sus casas a ver a sus padres, no contemplarían un nuevo amanecer. Hasta a Aurora la pondrían otro nombre, Dolores, por ejemplo. Habían conquistado Bilbao, nada se podría hacer, no regresaríamos, Bilbao había caído y no veríamos a nuestras madres. Al instante se oyeron gritos y lamentos mucho más desgarradores, más que en el trasbordo de la habana, no podíamos dejar de gritar. Otras cogieron palos y piedras y los arrojaron contra altavoces o echaron al sueño. Arrancaban hierbas desde la raíz y luego la mayoría volvimos a nuestras tiendas bañadas en lágrimas. Algunas quedamos impasibles como piedras, desvalidas, sin más lagrimas que derramar. Seriamos unas 300 todas juntas, pero más solas que la una, no sabían dónde esconderse. Nos escapamos en tropel dando tumbos y llegamos al bosque, 300 ruiseñores tristes corrían huyendo en la noche más oscura y mirando atrás no vimos a nadie en el campamento. Solo vimos a dos peros tristes lamiéndose el uno al otro en un descampado. En lodazal estaba el abrigo rojo, sucio, abandonado, parecido a una gran gota de sangre. 


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