Nicanor parra (14-2018) ha muerto
con 103 años. Ha estado en activo hasta el último momento. Era matemático y
físico de profesión. Sus libros están en cualquier biblioteca.
Claribel Alegria era
nicaragüense, salvadoreña de adopción. Sergio Ramírez ha escrito un texto de
opinión en el País a raíz de su muerte:
Claribel Alegría tomó
desde la adolescencia el oficio de la poesía como el asunto de su vida, de
manera que puedo decir de ella que vivió en estado poético hasta el último día,
sin dudar un instante de que aquel había sido siempre su destino.
Un destino que la
convirtió en hija de dos países a la vez, pues nació en Estelí, en el norte de
Nicaragua, hija de un médico, Daniel Alegría, a quien las circunstancias
políticas siempre anormales en Nicaragua lo hicieron irse a vivir a Santa Ana,
en El Salvador, donde ella creció como salvadoreña. Por eso hablaba siempre de
que tenía una patria y una matria.
Fue discípula de Juan
Ramón Jiménez en Washington, cuando empezaba sus estudios universitarios, y él
fue, sin decírselo, apartando los poemas que ella le enseñaba, para
entregárselos de vuelta un día, debidamente mecanografiados por su esposa
Zenobia, diciéndole que allí tenía su primer libro. Su padre, enemigo de las
intervenciones yanquis en Nicaragua, llevando sus ardores antiimperialistas al
extremo, hizo prometer a sus dos hijas que jamás se casaría con un gringo. Fue
lo primero que hicieron. El elegido por Claribel, Bud Flaknoll, era todo lo
contrario del americano feo. Diplomático que empezaba su carrera en el
Departamento de Estado, renunció en protesta por las políticas injerencistas de
Estados Unidos.
Conocemos a Claribel más
por su poesía, cada libro una señal en el tiempo de lo que fueron las distintas
etapas de su vida. Pero junto con Bud escribió al alimón una novela que resultó
finalista del Premio Seix Barral, Cenizas del Izalco, y que
gira alrededor de la masacre de miles de indígenas que el dictador esotérico
Maximiliano Hernández Martínez perpetró a mansalva en El Salvador, un país de
suerte tan desgraciada en su historia como Nicaragua.
Vivió en Washington, en
Santiago de Chile, en París, y muchos de sus mejores años transcurrieron en
Deià, en la isla de Mallorca, donde Bud y ella compraron una vieja casa
campesina que remozaron. Un día, mientras ambos clavaban duelas subidos al
techo, pasó por la callejuela Robert Graves llevando su compra del mercado en
una bolsa de mano. “¿Usted es Robert Graves?”, le gritó Claribel desde arriba
enarbolando el martillo. “Sí”, respondió él, haciendo visera con la mano. “¿Y
ustedes quiénes son?”.
Esa noche tomaron una
botella de vino los tres juntos en la salita aún llena de ripios y ladrillos, y
se hicieron amigos entrañables desde entonces. Y Deià fue también el lugar de
los veranos felices de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, a
quien Claribel saludaba cada mañana de ventana a ventana. Uno de sus mejores
libros en prosa sigue siendo para mí Pueblo de Dios y de Mandinga,
una crónica lúdica y llena de ardides y sorpresas sobre la vida pueblerina de
Deià.
Claribel nunca dejó de
ensayar novedades en su voz poética, que fue siempre una voz íntima donde vida
y muerte fueron hermanas gemelas. Y tras el deceso de Bud años atrás en Nicaragua,
la presencia del marido y camarada de aventuras y viajes ya nunca dejó de teñir
su poesía, porque nunca se fue de su lado.
Dos poetas muy jóvenes
que la admiraron mucho, Ulises Juárez Polanco y Francisco Ruiz Udiel, muertos
tempranamente, dieron en llamarla Su Majestad, y así acabamos llamándola todos.
Su Majestad, nuestra reina de la poesía.
Fuimos vecinos desde
muchos años atrás, y la mejor hora de vernos era a las cinco de la tarde en su
pequeño jardín donde la encontraba sentada esperando a sus visitas ya con su
vaso de ron en la mano, siempre dispuesta a reír, ingeniosa en las bromas, y
cáustica frente a lo que no le gustaba. Y cuando no me llamaba por teléfono,
siempre estaban allí sus mensajes electrónicos. La edad nunca le hizo mella.
Claribel era el nombre para una mujer joven, y nunca traicionó su apellido,
Alegría.
Hasta Cartagena de Indias
me llega el aviso de que Su Majestad, a quien creía y quería inmortal, ha
muerto. Qué otro remedio que consolarme con su inmensa e indeleble poesía.
Y SOÑÉ QUE ERA UN ÁRBOL
Y soñé que era un árbol
y que todas mis ramas
se cubrían de hojas
y me amaban los pájaros
y me amaban también
los forasteros
que buscaban mi sombra
y yo también amaba
mi follaje
y el viento me amaba
y los milanos
pero un día
empezaron las hojas
a pesarme
a cubrirme las tardes
a opacarme la luz
de las estrellas.
Toda mi savia
se diluía
en el bello ropaje
verdinegro
y oía quejarse a mi raíz
y padecía el tronco
y empecé a despojarme
a sacudirme
era preciso despojarse
de todo ese derroche
de hojas verdes.
Empecé a sacudirme
y las hojas caían.
Otra vez con más fuerza
y junto con las hojas que importaban apenas
caía una que yo amaba:
un hermano
un amigo
y cayeron también
sobre la tierra
todas mis ilusiones
más queridas
y cayeron mis dioses
y cayeron mis duendes
se iban encogiendo
se arrugaban
se volvían de pronto
amarillentos.
Apenas unas hojas
me quedaron:
cuatro o cinco
a lo sumo
quizá menos
y volvía a sacudirme
con más saña
y esas no cayeron:
como hélices de acero
resistían.
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