Sławomir Mrożek
Qim Monzo el escritor de Barcelona
insistió para que le publicasen a Sławomir Mrożek. A partir del 95 la
editorial Acantilado ha publicado todos sus libros de relatos y teatro en
editoriales de teatro. Hace un humor negro y surrealista, irónico, cinco,
desencontrado. Presenta situaciones grotescas, es ácido y crítico en las
sátiras que plantea, hace una gran critica al comportamiento humano. Critica lo
fácil que es que el ser humano caiga en situaciones de alienación. Sus
contemporáneos eran víctimas de los abusos de poder y parodia los regímenes
totalitarios como el comunismo y la ideología capitalista. Critica ácidamente
la manipulación a través del lenguaje, de lo retorico. Escribió el elefante, la
lluvia y sus memorias. Su punto fuerte es el humor negro acido que critica el
poder y el capitalismo. Tiene un poco de Monterroso y se parece al humor de Quim
Monzo.
wikipedia:
Nace el 29 de junio de 1930 en Borczin Polonia y
muere el 15 de agosto de 2013 a los 83 años. Fue escritor, dibujante de
caricaturas y comic, dramaturgo, periodista. Sus obras
critican la alienación, el abuso de poder y los totalitarismos. Sus primeros
años los pasó en campos de Borzęcin, Porąbka Uszewska y, durante la Segunda Guerra Mundial, en Cracovia. Recibió
una educación católica, pero su obra no reflexiona en particular sobre las
cuestiones religiosas. Es un escritor que habla de la guerra, y critica a los
nazis. Después de los nazis se estableció la República de Polonia y sufrió la
represión de Stalin que le desencantó del proyecto comunista. Se licenció en la
Nowodworski Lycée en 1949 y un año después empezó a trabajar para la
revista Przekrój, como hackwriter. Al mismo tiempo empezó a estudiar arquitectura, pero a los
tres meses lo dejó y entró en la Academia de Bellas Artes de
Cracovia. Abandonó también esta carrera que
era demasiado aburrida. Formaba parte de la plantilla de Dziennik Polski.
Durante un tiempo corto estudió filosofía oriental en la Universidad de Cracovia para evitar ser reclutado en el ejército. Se unió al Partido Obrero Unificado Polaco inicialmente bajo la República Popular de Polonia, y de hecho se ganó la vida como periodista político.
En 1952 se trasladó a la Casa de los Escritores dirigida por el gobierno. Estuvo
en esa casa de escritores bajo el régimen comunista. En 1953, durante el terror en la Polonia de
posguerra, fue uno de los que firmaron una carta abierta de la Unión de
Escritores Polacos
("Związek Literatów Polskich") a las autoridades polacas que apoyaban
la persecución de los dirigentes religiosos polacos, encarcelados por el
Ministerio de Seguridad Pública, al ser acusados de espionaje. Participó en la
crítica a los curas católicos en Cracovia. Se casó
con la artista-pintora Maria Obremba cuando vivía en Katowice y en 1959
se mudaron a Varsovia (ella
moriría prematuramente, en 1969).
Cuatro años
después decidieron viajar a Italia (1963) y desertar juntos dada la situación
política. Al cabo de cinco años se sintió atraído por la literatura de París.
Se establece a vivir allí. En 1968, publicó en Le Monde una carta
abierta de protesta contra la intervención del ejército del Pacto de Varsovia
en Checoslovaquia. Pidió asilo político allí en 1960. En 1969 fallece su mujer.
Más tarde recibió la nacionalidad francesa en 1978.
Nueve años
después se casó con la directora mexicana de teatro Susana Osorio Rosas, su segunda mujer. A continuación. vivió en los
Estados Unidos y en Alemania. En 1989 se mudaron a México, donde vivían en un
rancho llamado La Epifania. Vivió en México 10 años. Es ahí donde
compuso la primera parte de su diario, Dziennik powrotu, que acabó en
Polonia. En 1996 volvió a su país natal. Se muda a Niza donde muere en 2013. El
11 de noviembre de 1997 fue galardonado en reconocimiento a su contribución a
la cultura nacional con la Orden Polonia Restituta. En 2002 sufrió un grave accidente cerebrovascular, que le causó una afasia. Gracias a
una terapia que duró tres años, recuperó la capacidad de escribir y hablar. El
efecto de su lucha contra la enfermedad es su autobiografía (que está accesible
en francés, como Balthazar, de Slawomir Mrozek, ed. Noir sur Blanc, 2007).
El 6 de mayo de 2008 decidió definitivamente abandonar Polonia y mudarse a Niza
donde murió.
Estuvo en el partido obrero unificado polaco. Recibió
el Premio Koscielski en 1962. Fue
caballero de la Legión de Honor, recibió la medalla al Mérito de la Cultura y
el premio de la Orden Polonia Restituta, Kościelski Award (1962), premio Austriaco de Literatura
Europea (1970) y el
Samuel-Bogumil-Linde prize (2006)
Mrożek
utiliza a menudo el humor surrealista y las
situaciones grotescas para revelar las creencias distorsionadas de sus
personajes. Opowiadania z Trzmielowej Góry (Tales from Bumble Bee
Hill; 1953), el primer libro de Mrożek que contenía dos historias
satíricas; fue impreso en una edición de 25.000 copias. El segundo volumen, Polpancerze
praktyczne (Practical Half-Armour) apareció el mismo año. A partir
de 1957, su carrera literaria se desdobla en dos facetas, la de autor dramático
–que le ha merecido un reconocimiento universal y un extraordinario éxito
popular– y la de narrador.
Sus obras
teatrales pertenecen al género de la ficción absurda (con referencias al absurdo
de la vida corriente en Polonia). Su talento fue descubierto cuando escribió el
show Joy in Earnest para el teatro estudiantil Bim-Bom. Mrożek adquirió
fama internacional con las colecciones de sus primeros cuentos. Słoń (El
elefante; 1957) se transformó en un bestseller y recibió el premio
prestigioso de Przegląd Kulturalny. Fue seguido por Wesele w
Atomicach (Wedding in Atomville; 1959) y Deszcz (La lluvia;
1962). Casi todos los volúmenes de sus historias breves obtuvieron gran éxito
de ventas. Una de sus primeras obras teatrales fue Policja (Los
policías (La policía)) de 1958, realizada posteriormente en Phoenix
Theatre, Nueva York, en 1961.
Como dibujante, Mrożek gozó de una gran popularidad y sus obras se publicaron
en Londres, Nueva York y París. En el
Oeste, su fama se difundió a través del libro The Theatre of The Absurd
de Martin Esslin, que apareció a principios de 1960.
En 1962 fue
galardonado con el Premio Koscielski, el drama Tango (1964), muy traducida, le
granjeó fama mundial. En 1975, la segunda de sus obras más populares, The
Émigrés, retrato irónico de dos emigrantes polacos en París, fue producida
por Andrzej Wajda en Teatr Stary (el Teatro Viejo) en Cracovia. Cuando en
1981 Wojciech Jaruzelski proclamó la ley marcial en Polonia
y detuvo a los líderes de Solidaridad, Mrożek
protestó en Le Monde y prohibió que sus obras se emitiesen en televisión
y que sus libros se publicaran en los periódicos polacos. Sin embargo, sus
obras teatrales continuaron representándose en los teatros, aunque las
autoridades eliminaron Ambasador (1982), que tuvo su estreno mundial en Varsovia, justo
antes de que la ley fuera declarada. Con muchos autores polacos, como el poeta
y narrador Czesław Miłosz y el filósofo Leszek Kołakowski, Mrożek protestó contra la disolución de la ZLP.
Recibió el premio Franz Kafka pero lo rechazó para aceptar el de la Fundación
Literaria Polaca. Miłość na Krymie (Love in the Crimea; 1993) se
centró en la caída del Imperio Ruso. Mrożek lo
escribió en francés para un concurso a la mejor obra de teatro de un dramaturgo
francés y recibió el premio Crédit Industriel et Commercial Paris Théâtre por la escenificación de la obra en el Théàtre de la Colline, en París. Fue premiado
con la 'Légion d'honneur', en 2003, por su apoyo a la cultura francesa.
Fue
traducido al castellano por Seix-Barral ya en 1969, así como algunas obras
teatrales, por ejemplo en Buenos Aires, 1983. Pero la editorial Acantilado emprendió en 2001 la publicación sistemática de su
obra narrativa. Entre sus libros vertidos destacan Juego de azar (2001),
La vida difícil (2002), Dos cartas (2003), El árbol
(2003), El pequeño verano (2004), La mosca (2005), Huida hacia
el sur (2008), El elefante (2010) y La vida para principiantes
(2013).
El expreso nocturno
Cinco minutos antes de la salida del tren encontré mi compartimiento en
el coche cama. Por suerte sólo estaba ocupada una litera, sin contar la mía,
así que podía esperar una noche tranquila. Alguien ya estaba acostado en esa
litera; desde debajo de la manta que le cubría hasta la barbilla asomaba
una nariz puntiaguda y pálida.
En seguida dejé de verlo, porque tras haber dicho «buenas noches» y
sin haber recibido respuesta —mejor, eso quería decir que ya estaba durmiendo y
que me ahorraría tener que cumplir con las obligaciones sociales—, me senté en
la litera de abajo y empecé a desvestirme.
—¿Fuma usted? —oí la voz desde arriba.
—No, gracias.
—No soporto el humo.
—Puede estar tranquilo, no fumo.
—Pero si usted fumara yo no podría soportarlo. Tengo los pulmones
muy sensibles.
—Lo siento por usted, pero no tiene nada que temer.
—Tal vez usted fume, pero ahora se esté deshabituando. Le entrarán
las ganas a media noche y no podrá aguantarse.
—No, no he fumado nunca.
La voz calló. Me quité un calcetín.
—Pero tal vez empiece.
—¿El qué?
—A fumar. Los hay que empiezan incluso a edad avanzada.
—No tengo esa intención.
—Eso es lo que se dice y después se hace otra cosa. Y yo no podría
soportarlo.
—Por lo demás no llevo tabaco.
—Entonces lo pedirá al revisor.
—No se sabe si fuma.
—¿Y si fuma?
—Entonces saldría al pasillo, no fumaría en el compartimiento.
—¿Y si se atasca la puerta?
—No importa, porque yo no fumo, no he fumado nunca y no tengo ganas
de comenzar a fumar. Buenas noches.
Dije «buenas noches» antes de tiempo, ya que me quedaban aún la
camisa y los calzoncillos. Pero quería cortar la conversación.
Me salió bien, aunque no por mucho tiempo. Apenas había logrado
quitarme la camisa cuando de nuevo se oyó su voz:
—¿Usted no apaga la luz?
—Sí, pero primero tengo que desvestirme.
—Hay quienes gustan de leer antes de conciliar el sueño y yo
entonces no puedo dormir. Soy sensible a la luz.
—Soy analfabeto.
—Puede mirar las ilustraciones.
—Aquí no hay ninguna revista ilustrada.
—¿Y fotos? Seguro que llevará usted una foto de su mujer. Y la
mirará antes de dormir.
—Estoy divorciado.
—¿Y los hijos?
—No tengo hijos.
—Todo el mundo tiene a alguien próximo.
—No, no llevo ninguna foto. ¿Quiere registrarme?
—Si no son fotos, seguro que querrá mirarse los
granos en un espejo, o qué sé yo… Y yo no lo soporto…
No terminó, porque apagué la luz. Suspiró y se hizo el silencio, y
yo ya estaba a punto de coger el sueño cuando me llegó una pregunta:
—¿Usted ronca?
—No.
—¿Por qué?
—Por casualidad.
—Es extraño, en general todo el mundo ronca y a mí me molesta. Tengo
el oído hipersensible.
—Lo siento, pero no puedo servirle.
—¿Está seguro de que no ronca?
—Del todo. Y ahora permítame dormir, estoy muy cansado.
Me lo permitió. Me despertó una luz fuerte y las sacudidas en un
brazo.
—¡Oiga! ¡Oiga!
Vi su nariz puntiaguda junto a mi cara. Asomado hacia abajo desde su
litera, me tiraba de la manga del
pijama.
—Oiga, si usted no fuma, no ronca y no deja la luz encendida, ¿qué
es lo que hace?
—¿Quiere saberlo?
—¡Sí! Porque seguro que tiene que hacer algo, solo que aún no sé lo
que es. Y eso me inquieta tanto, que no puedo dormir.
—Estrangulo.
—¿Qué dice usted?
—Estrangulo. Con las manos o con ayuda de una cuerda. ¿No ha oído
hablar del famoso Estrangulador del expreso nocturno? Viaja generalmente en
esta línea. Compra el billete de un coche cama como cualquier pasajero inocente
y luego, por la noche, estrangula. Con preferencia, claro está, cuando en el
compartimiento, aparte de él y de la víctima, no hay nadie más. Es un
degenerado y ese degenerado soy yo.
Ya no fui molestado hasta la mañana. Cuando de madrugada salí al
lavabo me lo encontré en el pasillo
con la gabardina puesta y la maleta. Se había pasado toda la noche sentado
encima de ella. Al verme se levantó y arrastrando la maleta se alejó al otro
extremo del pasillo.
Sentí pena por él: la vida de un hombre sensible no es nada fácil.
La justicia
Nowosadecki, Majer y yo fuimos a ver al ex alcalde. Iba en
calzoncillos y estaba avivando el fuego de la estufa pese a que el verano era
muy caluroso.
—¿En qué puedo servirles?
—Somos una delegación.
—Estoy ocupado.
—Pero es que actuamos en nombre de la sociedad.
—Yo también.
—Avivar el fuego de la estufa es una ocupación privada.
—Depende —dijo el otro y echó al fuego un fajo de papeles oficiales.
En el suelo había una montaña de documentos provistos todos ellos del sello «rigurosamente
confidencial».
—Usted está aquí de forma privada, cómodamente desvestido, mientras
que nosotros venimos por un asunto público.
—Social —precisó Majer.
—Nacional —añadí yo.
—Bien, ustedes dirán.
—Hemos venido para ahorcarle, señor alcalde.
—Se equivocan, yo ya no soy alcalde. Para un asunto de ahorcamiento
diríjanse a mi sucesor.
—Tiene razón —dijo Nowosadecki a Majer—. ¿Por qué sigues llamándole
alcalde?
—Por costumbre. Quería decir: hemos venido a
ahorcarte, viejo cerdo.
—Eso es, nos has hecho sufrir demasiado.
—Tú, tu Partido y tu Gobierno.
—Por fin se acabó vuestro poder.
—Y ha llegado la hora de la justi…
Majer se calló a media palabra. Seguramente quería decir «justicia»,
pero no acabó. Clavó la mirada en la montaña de papeles que había en el suelo,
o mejor dicho en el primer manuscrito del montón.
—De verdad que hace mucho calor aquí —continuó, pero con un tono de
voz diferente—. ¿Puedo quitarme la americana?
—Faltaría más —consintió el anfitrión. Acto seguido cogió de la pila
de papeles el manuscrito y lo echó al fuego. Majer respiró con alivio.
—¿Y si quemamos esto? —propuso Nowosadecki sacando de la pila una
hoja cubierta de una letra muy tupida.
—Por supuesto.
Nowosadecki se enjugó el suudor de la frente. La americana ya se la
había quitado antes sin pedir permiso.
—¿Y usted? —se dirigió el anfitrión a mí.
Me quité la americana y me puse manos a la obra. Por fin encontré lo
que buscaba: mi vieja denuncia a Majer y Nowosadecki. Mientras el papel se
quemaba Nowosadecki miraba al techo y Majer al suelo.
—¿Y no quieren quitarse los pantalones?
—No, nosotros ya nos vamos, no queremos molestar.
Salimos juntos. Una vez en la calle nos fuimos cada uno por su lado
y en silencio. En direcciones distintas, aunque simétricas.
Van a colgarle al viejo cerdo del partido. Hay pesimismo
existencial. Todos son complices y no pueden tirar la primera piedra
Del progreso y la tradició
Cada año, el día de la fiesta nacional, en nuestra ciudad se
organizaba un desfile. El gobernador salía al balcón y la población desfilaba
abajo. Y no había problemas.
Pero este año
llegó la democracia y con ella empezaron los problemas.
De hecho a partir
de ahora es la población la que debería estar en el balcón y el gobernador el
que debería desfilar abajo. Pero no podía porque había dejado de ser gobernador
y formaba parte de la población. Así que surgió el problema de quién había de
desfilar frente a la población.
De acuerdo con los
principios de la democracia, la población debería desfilar frente a sí misma.
Pero ¿cómo hacerlo? Sólo mediante una representación. De modo que se acordó que
desfilarían los diputados del Parlamento, es decir los representantes de la
población democráticamente elegidos.
Pero el balcón
resultó ser demasiado pequeño para poder contener a la población. Así que se
decidió colocar a los representantes en el balcón y a la población abajo. Al
fin y al cabo, si los representantes representan a la población, da igual que
la población desfile frente a los representantes o que los representantes lo hagan
frente a la población.
Llegó el día de la fiesta. Los representantes de la población se
pusieron en el balcón. Aquellos que no habían logrado abrirse paso a empujones
hasta situarse en la primera fila se amontonaban en la puerta, y unos cuantos,
de brazos excepcionalmente fuertes, colgaban de los lados. Empezó el desfile.
Y todo habría ido bien si no se hubiese hundido el balcón. Ya que
estaba podrido. Antes aguantaba, porque sólo subía a él el gobernador, pero
cuando llegó la democracia se hundió.
No se puede negar que los cambios han llegado. Pero también continúa
la tradición. Pues igual que no había dinero antes, tampoco lo hay ahora. Lo
que pasa es que antes bastaba con apuntalar el balcón con cualquier cosa y
ahora hay que construir uno nuevo.
Un europeo
Cuando el cocodrilo entró en mi dormitorio pensé que tampoco había que
exagerar. No me refiero al cocodrilo sino a mí mismo. Ya que mi primer impulso
fue alcanzar el teléfono y marcar los tres números de urgencias: policía,
bomberos y ambulancia. Pero justamente semejante reacción me pareció exagerada.
Puesto que soy un europeo educado en el espíritu cartesiano, siento repulsión por los
extremismos, pienso de un modo racional y no sucumbo a impulsos de ningún tipo
sin haberlos analizado previamente.
Así que me cubrí la cabeza con el edredón y emprendí un trabajo
mental.
Primero —determiné— la aparición de un cocodrilo en mi dormitorio es
un absurdo y, según el pensamiento lógico, el absurdo sirve sólo para ser
excluido del razonamiento ulterior. O sea que no había ningún cocodrilo.
Tranquilizado con esta conclusión, asomé la cara por debajo del edredón,
gracias a lo cual logré ver cómo el cocodrilo cortaba de un mordisco el cable
del aparato telefónico, ya anteriormente devorado por él. Incluso en el caso de
que alargando la mano a través de sus fauces hasta el estómago consiguiera
marcar uno de los números de urgencias, la comunicación ya estaba cortada.
Decidí acudir a la cabina telefónica más próxima para avisar al
pertinente departamento de la empresa de telecomunicaciones sobre el fallo de mi
teléfono particular, lo cual me permitiría, tras la eliminación del fallo por
un equipo de especialistas, ponerme en contacto con la institución competente
en materia de retirar cocodrilos. Sin embargo, como hombre civilizado que soy,
no podía salir a la calle en pijama, y el cocodrilo, justamente, acababa de
engullir mis pantalones. Por supuesto no eran los únicos pantalones de que yo
disponía. A pesar del insuficiente, en mi opinión, crecimiento del nivel de
vida, en mi armario había unos cuantos pantalones. Por desgracia, los que tenía
la intención de ponerme, pues combinaban mejor con la americana Yves Saint
Laurent, no se encontraban en el armario, sino en la tintorería. ¿Y dónde
estaba el comprobante de mi identidad como dueño de aquellos pantalones,
documento sin el cual resultaría imposible retirarlos de la tintorería? Me puse
a buscar el comprobante cojeando un poco, ya que mientras tanto el cocodrilo
había devorado una de mis
piernas. No hice caso de la pierna, pues iba creciendo en mí la preocupación
por los pantalones. Justamente estaba a punto de devorarme la otra pierna,
cuando adiviné la terrible verdad: el cocodrilo había devorado el comprobante
de la tintorería y nunca más recuperaría mis pantalones.
Estrangulé a la bestia con mis propias manos. Reconozco haber
actuado con brutalidad y, lo que es peor, bajo la influencia de una emoción
incontrolada. Reconozco que en lugar de confiar en las instituciones
constitucionales actué por mi cuenta. Pero ¡comerse un comprobante de
tintorería! Hay situaciones en las que la defensa de la civilización requiere
faltar a las normas civilizadas.
Un héroe
Un buen día, paseando por la orilla de un río vi de
pronto a un boy-scout que se estaba ahogando. Conozco el lugar, no es profundo,
así que decidí salvarlo en cuanto se reuniera un poco más de público. Me senté
en un banco a esperar. El boy-scout gritaba de lo lindo, por lo que al cabo de
poco se congregó en la orilla un nutrido grupo de gente. Esperé un poco más
para que el públicoestuviera al
completo, entonces me levanté, me acerqué al agua y animado por los gritos de
admiración me puse a quitarme lentamente el zapato izquierdo. El público me
aplaudió. Estaba ya en calcetines cuando me di cuenta de que un sinvergüenza
también se disponía a desnudarse. Me puse furioso.
—Yo estaba aquí primero —le dije. Y él me contestó:
—¿Es tuyo el boy-scout o qué? —y se puso a quitarse el chaleco.
—¡Tiene razón! —se dejaron oír unas voces entre el público—. ¡El
boy-scout es de todos!
—Deja esos pantalones —le dije—. Tú aún no estabas en este mundo
cuando yo ya salvaba boy-scouts.
—Habrás salvado a tu abuela —me contestó en un tono insultante.
—Y tú a tu tía. Vete a hacer puñetas y deja en paz al boy-scout.
El público iba en aumento. Unos estaban de mi parte, otros decían
que todo el mundo tiene derecho a salvar boy-scouts. Vi que las cosas se
complicaban y que todo dependía de quién se desnudase primero. Aunque él había
comenzado más tarde, como llevaba cremallera me alcanzó. Le gané sólo al llegar
a los calzoncillos. Al ver que perdía su oportunidad quiso saltar al agua tal
como estaba, en ropa interior. Se me encendió la sangre y le eché la
zancadilla. ¡Por hacerse el héroe!
No sé qué pasó con el boy-scout porque a nosotros nos llevaron a
urgencias. Yo le disloqué un brazo y él me rompió unos dientes.
Salvar a los que se ahogan requiere valor y sacrificio.
Agujero en el monte
Érase una vez un río, y en cada una de las orillas de este río
había un pueblo. Los dos pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por un
puente. Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía
arreglarse, en cuanto a esto la Érase una vez un río, y en cada una de las
orillas de este río había un pueblo. Los dos pueblos estaban unidos por un
camino que pasaba por un puente.
Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía
arreglarse, en cuanto a esto la opinión
pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una disputa
sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se
consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba
que el camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla
izquierda había de arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en
ello. El pueblo de la orilla izquierda consideraba que era el objetivo de
cualquier viaje, de modo que el arreglo del puente debía de ser de interés para
el pueblo de la orilla derecha.
La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto
más tiempo pasaba, tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.
Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna.
Los habitantes de ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la
orilla derecha a la izquierda, o bien de la izquierda a la derecha, ya que de
esto dependía cuál de los dos pueblos
era responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba
borracho.
Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero,
que cayó al agujero y se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso
en ambos pueblos —no iba ni del primero al segundo, ni del segundo al primero—,
los habitantes de ambos pueblos se mostraron indiferentes con el accidente. El
viajero, hecho una furia, bajó del carruaje, preguntó por qué no se arreglaba
el agujero, y al enterarse de las razones dijo:
—Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario?
Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero.
—O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que
demostrar que lo es.
—Pero ¿cómo? —preguntaron al unísono los representantes de ambas
comunidades—Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a
arreglarlo. Lo compraré al que arregle el puente.
Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra,
mientras el viajero se fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron
el puente en un santiamén y se presentaron para cobrar por el agujero.
—¿Qué agujero? —se sorprendió el viajero—. Yo no veo aquí ningún
agujero. Hace tiempo que busco un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar
por él un dineral, pero vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me
estáis tomando el pelo o qué?
Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los
habitantes de ambos están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si
aparece un viajero, lo detienen y lo zurran
El puente
A nuestro pueblo llegó un experto de la
capital con representantes del capital extranjero para examinar la situación
con vistas a las reformas y los créditos. Después de mucho examinar, el experto
me llamó para una consulta confidencial.
—Tenemos un pequeño problema. Los créditos en principio los darían,
pero les frena el oscurantismo de la población.
—¿Qué oscurantismo? Si todo el mundo mira la televisión e incluso se
habla de abrir un sex-shop.
—¿Y el puente?
—¿Qué puente?
—Tenéis un puente sobre el río, pero nadie lo utiliza. Vadeáis el
río como unos salvajes, aunque el puente está al lado. ¿Cómo van a daros
créditos para el desarrollo económico si ni siquiera sabéis cómo utilizar un
simple puente?
—No es por oscurantismo, sino porque el puente fue construido
durante el comunismo y la gente no se fía.
—¿Y qué le pasa? ¿Le falta algo?
—No, no es eso. Se mueve un poco, es verdad, pero la gente no se fía
por principio.
—Eso sí que los capitalistas no lo comprenderán. Y usted, como
presidente de la comarca, ¿no podría convencer a la gente de que empezara a
pasar por el puente?
—No me creerán, y lo único que sacaremos de ello es que me acusen de tener
simpatías procomunistas.
—Entonces no habrá créditos.
—A no ser que usted mismo dé ejemplo. Tiene usted coche oficial, de
modo que no arriesga nada. Cuando vean que el puente aguanta, en seguida
empezarán a utilizarlo. ¿Usted cree que vadear un río es un placer?
Dudó un poco, pero al fin aceptó. El cura anunció desde el púlpito
que el experto pasaría por el puente. Se congregó una gran multitud a ambas
orillas del río. Y todo hubiera ido bien si el experto no hubiese chocado con
un carro antes de llegar al puente. Lo llevaron al hospital comarcal.
Ahora tienen que mandar a otro experto. Pero de momento los
capitalistas se marcharon y nosotros seguimos sin créditos.
El profeta
En el pueblo vivía un tipo al que todo le molestaba, todo y todos. Nadie
ni nada le gustaba. Paseaba por las calles en un estado de permanente enfado y
despotricaba contra los transeúntes. Cuando había una boda o un bautizo se
plantaba frente a la iglesia y después frente a la casa donde se celebraba la
boda, y renegaba y desbarraba. Y cuando no pasaba nada ni había nadie en su proximidad,
mascullaba algo para sí, seguramente blasfemias.
Había mucho pitorreo con él, porque resulta agradable mirar cómo
alguien se irrita. Sobre todo si no se corre ningún riesgo con ello, y es que
él era realmente un desastre y ni siquiera sabía tirar bien una piedra. Resulta
muy divertido que alguien se sulfure con nosotros pero no nos pueda hacer nada.
A los niños, sobre todo, les gustaba chincharle. Se burlaban de él
imitándolo, le tiraban de los pantalones y después huían fingiendo tener miedo.
Él nunca podía alcanzar a ninguno y a veces incluso se caía y no podía
incorporarse, y se quedaba sentado en el suelo amenazando con un puño. Entonces
el placer era máximo.
Bastaba cualquier tontería para hacerle enfurecer, pero la gente
tiene afán de perfeccionamiento. Se percataron de que lo único que no criticaba
eran los animales, e incluso era amigo de un perro viejo que se calentaba en la plaza los días de sol. Asestarle una
pedrada o una patada al perro daba incluso mejor resultado que tirarle una
piedra a él mismo. Entonces hasta se ponía ronco de cólera y era de lo más
divertido. Finalmente, alguien que quería divertirse aún más colgó una noche al
perro.
A la mañana siguiente el perro colgaba del árbol junto al pozo y
varios curiosos esperaban sentados alrededor de la plazoleta a que llegara el
cascarrabias y viera lo que había pasado. Se alegraban de antemano pensando en
el espectáculo que daría.
Llegó alrededor del mediodía, vio al perro, se quedó inmóvil un
instante, se dio la vuelta y se fue.
No volvió a enojarse. Nos miraba como si no nos viera. Pasaba a nuestro
lado como si no existiéramos. Se le podía increpar, importunarle con un palo,
se podían inventar mil maneras de fastidiarle y… nada. Lo intentaron todo hasta
que por fin lo dejaron tranquilo; ¿para qué esforzarse si
él ya no nos hacía caso?
Perdimos una diversión y nuestros hijos un juego. Y todo por culpa
de ese anhelo de perfección. ¿Por qué diantre habían de colgar al perro?
Son historias duras, no hacen demasiada gracia. Se parece a
los chistes de gila. Si no saben aguantar el humor que se vayan del pueblo.
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