miércoles, 10 de enero de 2018

WITOLD GOMBROWICZ

Witold Gombrowicz se libró de los avatares de Polonia porque en 1939 e invitan a una línea de crucero entre Polonia y argentina. Era ya un escritor conocido. Se va a Buenos Aires. Tres días después estalla la guerra y lo que iba a ser una semana se prolonga 30 años. Al acabar la guerra se quedó allí. Nació en 1904 en un pueblo de Polonia y murió en Francia en el 69. El primer libro es del 33. Estaba en un país cuyo idioma no conocía además de las circunstancias de la segunda guerra mundial en Europa. había publicado antes de la guerra. No fue puesto en valor hasta los 60. En Polonia y Argentina es un mito. Es un gran creador de la novela moderna. Era hijo de familia noble de terratenientes. Estudio derecho en Varsovia y filosofía en París. En 1929 volvió a Polonia, a la vida bohemia de cafés tertulias literarias. En el 33 escribe memorias de tiempo de madurez, relatos. Se traduce como bakakay. En el 35 escribe la primera obra de teatro ibone y la princesa de Borgonia. No es histórica. En el 37 la novela ferdyduke. En el 31 le invitan a un viaje inaugural. Se salva viviendo en un país extraño. Hablaba francés también y argentina es francófila. No conocía a nadie y partió de cero. No era judío. Tuvo una vida miserable en Argentina de estrecheces económicas. Solo, y sin dinero y sin hablar italiano, trabajó de contable en un banco con un sueldo mu pésimo. Tenía una relación peculiar con argentina. No era dado a la vida literaria, pero iba a bares y cafeterías, a jugar a dados, ajedrez y billar. Entabló contacto con la vida bohemia, con escritores argentinos. 
 
En 1947 le propusieron traducirlo al castellano y lo hicieron entre él que hablaba algo de castellano y sus amigos. Fue un trabajo colectivo hecho en la vida arrabalera de Buenos Aires y con la financiación de la edición por un mecenas adinerada. Lo traducen del polaco al castellano y se publica en el 47. Colaboró en publicaciones argentinas y revistas de exilio polaco como Kultura. Colaboró mucho tiempo. en 1953 publica la segunda novela, trasatlántico. En los 60 publica su segunda obra de teatro el casamiento. Luego pública pornografía o la seducción, la tercera novela. En el 63 deja Argentina, estuvo 24 años allí. Se instala en el sur de Francia. Se casa con una mujer bastante más joven que él. Escribe sus dos últimas obras; la novela cosmos del 65 y opereta, la última obra de teatro en el 66 y en el 69 fallece. Se publica un libro de entrevistas, lo humano en busca de lo humano y un curso de filosofía en 6 horas y cuarto que son lecciones y enseñanzas para iniciar a su mujer en la filosofía. Se publican sus diarios, sus preocupaciones literarias y vitales. 
 
Como todo vanguardista, cuida obsesivamente la forma. Sopesa cada palabra meticulosamente, no es amigo de los adornos o ornatos de la literatura, sus obras son tachadas de meditada frialdad, emociones contenidas. Tiene obsesión por la forma literaria y vital. La forma equivale a la mentira. Defiende como valor positivo la inmadurez, que es lo vivo, lo que no tiene forma cerrada y definitiva. La madurez es lo disecado, lo muerto. Se traslada a lo literario esa pelea con la forma que diseca y falsea la realidad que quiere representar y también pugna con la madurez psicológica. Cuando maduramos nos estancamos, nos ponemos una máscara social, no somos como realmente somos sino como la sociedad espera que seamos. Es enemigo de esa madurez. En sus novelas hay niños que actúan como viejos, viejos como niños, sabios que son chalados. No es el absurdo por el absurdo sino una crítica a la madurez a la que nos condenamos a nosotros mismos. Hay que denunciar esas mascaras que no nos quitamos. Lo no maduro es lo que fluye, lo vivo. Hay una íntima unión entre la esencia de alguien y la forma en que se expresa, de forma verdadera o enmascarada. A forma no debe matar la realidad a representar, sino que sea verdadera. La forma afecta a la forma y esencia de las cosas. La forma ha transformado la esencia de la persona. No somos espontáneos ni realmente libres. Es muy crítico con lo artificioso. El mundo de la cultura es artificial, una construcción de formas de vivir. El que estudia medicina es médico y algo más. El hombre es más que eso. La madurez convierte en artificiosos pomposos y en creernos lo que no somos. Es fría. Los sentimientos son artificiales. Es enemigo de lo sentimentaloide. No soporta el sentimentalismo ni el intelectualismo, la alta cultura, os artificios alejados de la vida. Es un cortocircuito a la lógica racional realista, los sabios piensan como locos, los hombres cabales pierden la forma y la compostura. Usa la farsa como Mitkiewic y Bruno. Los personajes son elementos no controlados que esconden algo. Todos somos construcción, artificio, sector oscuro y afecta a nuestros actos. Hay que reconocerlo así. En las quiebras del fingimiento afloran los motores vitales. No controla la vida sino falsificada por los demás, por la imagen que de uno tienen de él. ¿quién es cada uno, el que cree ser, el que le gustaría ser, el que los demás quisiera que fura? Es una mezcla de todo ya irresoluble. ¿Qué es la realidad? 
  
Ferdy durke fue publicada en el 37 y en el 47 en Argentina. Es la grotesca historia de un señor que se vuelve niño es denostado como tal. Desenmascara la madurez humana. Construimos mascaras artificiosas. Como buen vanguardista es inventor de palabras, rompe la sintaxis de forma endiablaba, juega y hay capítulos ensayísticos dentro de la novela. En trasatlántico, aunque no era partidario de lo confesional, parte de su vida. Ve su propia identidad creada socialmente y rompe sus propias mascaras que luego rompe. Es la llegada de un escritor polaco a argentina, no sabe cuántos años estará, no habla el idioma, no conoce a nadie. ¿a quién pertenece? ¿cuál es su patria, identidad?
En pornografía o seducción un viejo mueve los hielos de una pareja de quinceañeros para que se enamoren u tengan una relación sexual para revivir su propia juventud a través de ellos. Dos hombres viven en una pensión donde creen encontrar señales de algo oculto, una sombra que parece una flecha o un gorrión muerto, jugando con los elementos de novela policiaca y os procesos mentales. Así construye la realidad y esta le atrapa, la que él mismo ha creado. 
A partir del 53 y hasta el 69 que muere escribe diarios donde habla de si mismo, no cree en lo confesional, pero escribe diarios. Tiene presente al lector y habla de su propia individualidad a través de formas. Fabrica día a día su personaje. Juega con la satura. El mejor investigador es uno de sí mismo, y es la construcción de la propia mascara social. hay un proceso de infantilización en la escuela. La versión castellana va con prólogo de unos de sus amigos, Eduardo Sábato, que le ayuda a traducirlo al castellano. “Pobre y descamisado, trabajaba en un banco, jugaba al ajedrez en los cafés llenos de humos. Nadie imaginaba que en él se escondía un gran artista. Su obra no era de fácil acceso en el 56. Su personaje es un clown de irresistible comicidad, es el reinado del puro absurdo y la payasada metafísica, entran en juego graves dilemas del ser humano”. 
 
Temiendo la incomprensión en Polonia escribe un prólogo donde explica las ideas básicas de su visión del mundo. Habla de madurez y las formas. El combate se libra entre las tendencias que buscan la forma y las que lo rechazan. La realidad no se encierra en la forma, pero necesita representarse en la forma aunque le excede siempre el caos. Es lo dionisiaco frente a lo apolíneo. Es la reivindicación del desorden y el caos. Asesina y rompe la máscara, pero al entrar en convivencia le obligan a representar la madurez en la vida. La forma es la muerte, retorica, fosilización. El dionisiaco expresa su caos y ambigüedad ambivalente en forma de arte, la paradoja es que denuncia la forma a través de la forma pues la literatura siempre es forma. Tiene una vida anónima cercana a la miseria. Vaga por las calles, llora amargamente ante los acontecimientos en Europa. hay una inclinación al infantilismo. Hay que conservar un gramo de alegría. Escribe abundantes aclaraciones y aun así el sentido de Ferdy duke no se comprendió. Tiene un sentido; el problema entre la inmadurez y la forma. Estamos obligados a ocultar la inmadurez. Él dice; vuestra madurez exterior es ficción, no corresponde a la realidad última, vivimos en un mundo de mentiras, y la cultura es instrumento de engaño. Podemos expresar la inmadurez ajena, expresarla científica o artísticamente pero no expresamos nuestra propia inmadurez, sino que de forma madura hablamos de madurez. No la expresamos de forma consciente y directa. Hay libros sabios sobre la tontería, pero no libros tontos. Ni la ciencia ni el arte permite manifestar la realidad inmadura condenada al mutismo. La cultura se convierte en un juego mecánico fragmentario, y no hay contacto con nosotros mismos. Si yo intento ser educado con mi amigo él será educado y la conversación falsa. El arte es demasiado arte, es como llevar un traje un niño demasiado grande para él. El niño no puede quitárselo, no tiene otro, pero puede decir que ese traje no le va bien y quiere otro. Es tomar distancia frente a la forma. Es producto del choque entre la realidad y el yo exterior. La cultura así sería menos cargante. Quiere escribir un libro bueno, pero con libertad de palabra. El malo no dice nada porque es malo y el bueno es esclavo de su buena pluma. Debe haber un término medio. No se oculta su persona al lector. No esconde su inocencia cultural, se desnuda con grandeza y agudeza. Esto causa incomodidad con la forma de la obra. Es un mecanismo de estilos y esa formalización de la pluma le horroriza. Siente decepción por la novela y el relato y su novela es un alegato contra la forma. Quiere más libertad frente a la forma. Se ve el mecanismo de su inmadurez. 
 
América latina y Polonia son análogas por el problema de la madurez cultural. El esfuerzo se pierde en imitar a los literatos maduros y extranjeros en vez de reconocerse ignorantes. La escuela de la vida echa por tierra la escuela literaria. El argentino en esa época, en que era una especie de Suiza Argentina, era feliz y elude la revisión básica de estas funciones literarias. Caminamos por el camino estético literario de los intelectuales y maestros consagrados. Su literatura será un ejemplo para los maestros que ha de nacer y ni de lejos su novela se parece al texto original. Se rechazó en el continente porque criticaba la parálisis permanente de la literatura extranjera. Menciona a los argentinos que le ayudaron. Aquellas amenas discusiones y reuniones de trabajo tenían lugar en las salas de ajedrez de las confiterías y pastelerías. No había nacido en los tristes talleres del comercio libresco de una editorial sino entre amigos. Al final del prólogo dice al lector que no diga nada, todo lo que diga sonará a falso. Callar, no digáis que os gustó, si os tocáis la oreja izquierda es que os ha gustado y la derecha es que no. Comprendemos ese silencio. 
  
Los tópicos de las comunidades se acentúan. Rompe las formas establecidas. Es una literatura irónica, humorística, de un humor absurdo. Es una novela en pugna con la forma de novela y critica constante a lo que está haciendo. Es conocido y reputado en vida a partir de los 60, sus últimos años. Se va a vals, en la Provenza del sur de Francia. El siempre escribió en polaco. Lo tradujeron editoriales. Estuvo 24 años en argentina. “la novela no refleja el fondo porque la forma es una dictadura”
 
«Una de las sorpresas de esta obra (…) fue su insólita manera de manejar el idioma. Se trata [de] proponer al lector una nueva y distinta forma de lectura», con esta nota aclaratoria celebraba un grupo de jóvenes intelectuales el final de la hazaña de traducir al castellano, bajo la dirección de Virgilio Piñera y en colaboración con el autor, esta indiscutible obra maestra. Con la publicación de Ferdydurke, prologada por Ernesto Sabato y el propio autor, y protagonizada por un héroe de treinta años que se transforma en un adolescente de quince bajo la influencia de su maestro.
«Es la especie de grotesco sueño de un clown, con páginas de irresistible comicidad, con una fuerza de pronto rabelesiana, el reinado al parecer del puro absurdo, ¿Cómo adivinar que en el fondo [Ferdydurke] era algo así como una payasada metafísica en que delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la existencia del hombre?» ERNESTO SÁBATO.
 
«El supremo anhelo de Ferdydurke es encontrar la forma para la inmadurez. Pero esto es imposible. (…) lo que quería conseguir a toda costa era una mayor libertad de palabra en este campo de la cultura, donde el escritor malo no puede decir nada porque es malo y el bueno tampoco puede decir algo porque es bueno (…) Así que Ferdydurke tiene un doble aspecto: por un lado es un relato y una novela, una descripción y, por otro, un acto de mi lucha personal con la forma.» WITOLD GOMBROWICZ.
Supe entonces que Filifor formaba parte de una novela llamada Ferdydurke, que ardía por leer. Pero su autor no estaba en condiciones de hacerla traducir ni editar. Pobre, desanimado, trabajando en una oficina bancaria, caminando por las calles del Bajo, jugando partidas de ajedrez en cafés llenos de humo, nadie o casi nadie adivinaba en aquel sujeto a un formidable artista; más bien la gente se nclinaba a considerarlo como a un mistificador o a un mitómano. Hasta que una mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género femenino), Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del libro, que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes. Cuando en 1947 apareció con el sello de Argos, el escritor cubano Virgilio Piñera, que por aquel tiempo vivía en Buenos Aires, escribió en la solapa: «Resulta difícil prever la suerte de este mensaje, sobre todo cuando no nos llega de París. Creo, sin embargo, que con estas breves líneas no hago otra cosa que disparar el primer tiro en la batalla que tarde o temprano van a librar los ferdydurkistas de Hispanoamérica». Hoy, cuando W. G. tiene fama mundial, es justicia rendir homenaje a aquel pequeño grupo de fervorosos que aquí advirtieron y saludaron su talento.
Las palabras de Piñera fueron lamentablemente proféticas. Es muy improbable que en la Argentina la gente se atreva a considerar genial a un escritor que no venga patentado desde París.
Por otra parte, es cierto que la obra no era de fácil acceso, sobre todo en 1946. Especie de grotesco sueño de un clown, con páginas de irresistible comicidad, con una fuerza de pronto rabelesiana, el reinado al parecer del puro absurdo, ¿cómo adivinar que en el fondo era algo así como una payasada metafísica, en que delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la existencia del hombre?
El autor previó y temió la incomprensión. Por lo cual juzgó conveniente un prólogo en que intentaba explicar al lector las ideas básicas de su visión del mundo. No creo, sin embargo, que el prólogo ayudara mucho. Pues si es verdad que debajo de la obra de un gran escritor hay siempre unaWeltanschauung, no siempre esa concepción del universo puede expresarse en ideas claras y distintas; o, en todo caso, la natural forma de expresarla es, en el poeta, su mágica creación, lo que es algo menos pero también algo más que una filosofía, algo menos y algo más que un conjunto de conceptos: es una visión total de la realidad, en parte conceptual y en parte intuitiva, parcialmente intelectual y en sumo grado emocional y mágica. Motivo por el cual, aunque los críticos puedan ofrecernos una interpretación de las ideas de Kafka, la sola lectura de un cuento suyo nos da una vivencia de su mundo (incluso de su mundo ideológico) que ninguna exposición conceptual es capaz de revelarnos, por extensa e inteligente que sea.
Y es precisamente esta causa la que diferencia a este escritor existencialista (que escribía su obra en 1936, cuando no tenía la menor noticia de esa doctrina) de un filósofo como Heidegger. Pues éste, en tanto que pensador, no puede sino operar con razones, siendo a la postre una especie de racionalista, inevitablemente; lo que equivale a decir que en definitiva resulta paradójicamente, un tipo de anti existencialista. Mientras que un escritor como W. G. simplemente es existencialista, por su sola presencia integral, por su manera de ver y sentir la realidad.
 No se trata, pues, de incapacidad para las ideas: su Journal demuestra la extraordinaria inteligencia y la cantidad de ideas de este poeta. Se trata de la radical incapacidad del ensayo para reemplazar a la ficción y a la poesía, manifestaciones del espíritu que no pueden ser reducidas a los términos del pensamiento puro.
En estas condiciones, sería inconsecuente con la propia tesis que acabo de exponer todo intento de reemplazar la lectura de Ferdydurke con una serie de explicaciones. Pero, y del mismo modo que, aun sin poder sustituir la visión personal de París con palabras ajenas, se le puede decir al viajero que se fije con cuidado en tal o cual monumento o calle o mercado o rincón del Sena (perturbado y un poco atontado como está el recién venido por el tumulto, la novedad y la contingencia), se le puede advertir al lector de este libro de choque que trate de ver, en esta novela en apariencia tan descabellada, las ideas básicas que son las típicas del existencialismo: la angustia, la nada, la libertad, la autenticidad, el absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el problema típico de Gombrowicz, la categoría que es esencial en su concepción del mundo: la Inmadurez; categoría íntimamente vinculada a otra que le es obsesiva: la de la Forma.
Pues para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra entre dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la que, aun sin poder sustituir la visión personal de París con palabras ajenas, se le puede decir al viajero que se fije con cuidado en tal o cual monumento o calle o mercado o rincón del Sena (perturbado y un poco atontado como está el recién venido por el tumulto, la novedad y la contingencia), se le puede advertir al lector de este libro de choque que trate de ver, en esta novela en apariencia tan descabellada, las ideas básicas que son las típicas del existencialismo: la angustia, la nada, la libertad, la autenticidad, el absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el problema típico de Gombrowicz, la categoría que es esencial en su concepción del mundo: la Inmadurez; categoría íntimamente vinculada a otra que le es obsesiva: la de la Forma.
Pues para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra entre dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza. La realidad no se deja encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos. No hay pensamiento ni forma que pueda abarcar la existencia entera (y de ahí, como yo decía antes, la imposibilidad de sustituir la expresión poética o mágica de la existencia mediante el puro pensamiento abstracto). Y esta lucha entre esas dos tendencias opuestas no se realiza en un hombre solitario sino entre los hombres, pues el hombre vive en comunidad, y vivir es con-vivir; siendo las formas que adopta la consecuencia de esa ineluctable convivencia. (De paso, y como me hace notar mi mujer, esa tenaz y cálida necesidad que Gombrowicz siente por la comunicación lo aleja del existencialismo negativo de un Sartre, para acercarlo, curiosa e inesperadamente, al pensamiento de un escritor como Saint-Exupéry).
No creo demasiado arbitrario aducir que eso creo demasiado arbitrario aducir que ese combate es el que eternamente se ha librado entre el espíritu dionisiaco y el espíritu apolíneo, siendo la existencia del ser humano un como equilibrio (inestable) entre ambos, en virtud de esa ley psicológica, ya entrevista por Heráclito, de la enantiodromia, reguladora de los contrastes. Tampoco creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisiaco, la potencia oscura, que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético) presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar (una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino mediante máscaras o formas). Y así como la Inmadurez es la vida (y por lo tanto la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la desmesura  lo barroco), la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo dionisiaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su caos y su ambigüedad mediante una obra de arte; que, como toda obra de arte, en última instancia es un orden, una Forma. Forma que al mismo tiempo que expresa a Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta agotarlo; motivo por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la creación de otra obra, y luego de otra y así ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es superior a su obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física.
Esta angustiosa lucha entre extremos opuestos, esta esencial antagonía del espíritu humano, se rasluce en Ferdydurke. Y el lector percibirá cómo encaja en este cuadro una escena al parecer tan descabellada como la frenéticamente cómica parte en que el Flaco pugna por explicar a sus alumnos la grandeza del poeta Slawoski, tratando de arrancarles la admiración oficial que hay en las historias del arte y en los museos por los caparazones fosilizados. De ahí también el temor al Envejecimiento de este creador a la vez viejo de mil años y conmovedoramente infantil (como todo creador, ya que la magia es atributo de la infancia y de la Inmadurez). De ahí el combate que en todas sus obras lleva contra las falsificaciones de la cultura libresca, contra la deshumanización del hombre contemporáneo, contra el esteticismo estéril del Profesor y la Academia; y no, es bueno advertirlo, como un mero problema estético sino como problema existencial y metafísico.
Hay, en fin, un aspecto en las ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente útil para nosotros los argentinos. No hay casualidades en el reino del espíritu, ni tampoco causalidades. En buena medida el hombre es libre para construir su destino, y no creo que por puro azar este polaco haya permanecido veinticuatro años entre nosotros; ya que si pudiera admitirse como acto gratuito y contingente que Gombrowicz se embarcara en el viaje inaugural de un transatlántico polaco hacia Buenos Aires, invitado a visitar esta región del mundo, y si el hecho luego de producirse la guerra mundial no es, claro, un hecho que la voluntad de Gombrowicz pudiera haber evitado, en cambio su permanencia aquí es si un acto que en buena medida es producto de su voluntad.
Es que nuestro país, como Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje podríamos llamar Territorio de la Inmadurez. Y esto lo vinculo a una vieja teoría que tengo sobre lo que llamo la periferia del Renacimiento. Países como Polonia, Rusia, Noruega, Dinamarca, Suecia y España no sufrieron de modo estricto el proceso renacentista, fenómeno burgués, caracterizado por el maquinismo y la razón que tuvo su epicentro en Italia y Francia. Aquellos países mantuvieron rasgos semifeudales casi hasta este siglo, no debiendo extrañarnos que un personaje como el Quijote pocas veces haya sido bien interpretado en Francia, siendo en cambio entrañablemente sentido en Rusia. En ambos extremos de Europa, la desmesura y la sinrazón eran los restos de una mentalidad preburguesa. Y el parentesco se acentuó en la vieja Argentina de las grandes llanuras pastoriles; hasta el punto de que una novela como Ana Karenina, con sus criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancieros y burócratas, podía entenderse cabalmente aquí. Y si al célebre personaje de Gontcharoff se le colocara un mate en la mano en lugar de su eterno vaso de té ¿quién dudaría en encontrarle casi todas las características de un argentino viejo? La desorganización, un sentido del tiempo medieval, no cuantificado por el interés, la vida patriarcal de las antiguas familias, una educación afrancesada, el desdén y al propio tiempo la arrogancia por lo nacional; todo ello explica por qué un estudiante argentino entendía mejor las Memorias desde el Subterráneo (por lo menos hasta la segunda guerra mundial) que un profesor de la Sorbona, al que los personajes de Dostoievsky le resultaban nouveaux riches de la conscience, individuos poco menos que demenciales, incapaces de apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados como para afirmar (contra todas las tradiciones de cartesianos y ahorristas franceses) que dos más dos puede ser igual a cinco. Lo curioso, pero psicológicamente explicable, es que aquellos bárbaros moscovitas, omo nuestros bárbaros aborígenes, admiraban la refinada cultura occidental, sus toros escoceses, sus novelas (¡Dostoievsky aspiraba a escribir como George Sand!), la filosofía alemana, los establecimientos de Baden-Baden y sus casinos. Y así, por los mismos motivos que nosotros, se hicieron «europeistas», rasgo tan típicamente eslavo o ríoplatense como el vodka o el mate; al revés de lo que aquí sostienen algunos superficiales pensadores, que lo consideran un rasgo de enajenamiento. Los europeos no son europeistas: son simplemente europeos.
Leyendo ese Journal que debería traducirse cuanto antes, observo que mi teoría es correcta y que vale para la intelliguentsia polaca las mismas reflexiones que podemos hacer para la argentina. Allá como aquí es palpitante el problema de la inmadurez intelectual; allá como aquí se prefiere lamentarse de la situación inferior con respecto a uropa, en lugar de aceptarlo como un fecundo y poderoso punto de partida de algo original. Nosotros, como ellos, tenemos las ventajas de los países «bárbaros», por haber resguardado una vitalidad y un candor que la civilización renacentista no alcanzó a desecar. Es un hecho significativo que la formidable reacción existencial contra esa civilización se levantara precisamente en esa periferia bárbara, y bastarían los nombres de Dostoievsky, Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno para probarlo. Polacos y argentinos estamos, sin embargo, llegando a valorar en medio de la gran crisis de nuestro tiempo (y se ve también por esto cómo «crisis» significa «enjuiciamiento») lo que cabalmente somos y lo que podemos representar en el mundo, superando al mismo tiempo dos actitudes simultáneas e igualmente equivocadas: nuestro sentimiento de inferioridad y nuestra loca arrogancia con relación a Europa. Con toda la azón, Gombrowicz les dice a sus compatriotas en su Diario que no traten de rivalizar con Occidente y sus formas, sino que traten de tomar conciencia de la fuerza que implica su propia y no acabada forma, su propia y no acabada inmadurez; con todo lo que ello supone de fresca y franca libertad en un mundo de formas fosilizadas. En suma, recomienda y practica él mismo la barbarie dionisiaca, haciendo de su juventud e inmadurez una potencia renovadora. Buena lección para nosotros.
ERNESTO SÁBATO
Santos Lugares, julio de 1964.
 
El martes me desperté a esa hora inanimada y nula en que la noche ya está por terminar y sin embargo todavía no ha nacido el alba. Descansaba en una luz turbia y mi cuerpo sentía un temor mortal, que me oprimía el alma, y el alma a su vez oprimía el cuerpo… y hasta la más mínima de mis partículas se contorsionaba en el presentimiento atroz de que no ocurriría nada, nada cambiaría, nunca pasaría nada, y aun cualquier cosa que se emprendiese no sucedería nada y nada. El sueño que me había despertado luego de molestarme durante la noche explicaba las razones de ese espanto.
¿Qué había soñado? Por un retroceso del tiempo que debiera estar vedado a la naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años —me trasladé a la mocedad—, y de pie, bajo eviento, sobre una piedra, a orillas del río decía algo… y me oía… oía mi hace mucho enterrada voz, voz chillona de pichón, y veía mi nariz aún no lograda sobre mi rostro blando, transitorio, y mis manos en exceso grandes… sentía el contenido ingrato de esta mi fase pasajera e intermedia. Me desperté en medio de la risa y del pavor porque me parecía que tal como era mi persona ahora, ya en la treintena, remedaba al impúber que yo había sido y se burlaba de él, mientras éste también se burlaba de mí… y ambos nos burlábamos mutuamente. ¡Desgraciada memoria que obligas a saber por qué rutas hemos llegado a ser lo que somos! Y también divagaba medio adormecido que mi cuerpo no era del todo homogéneo, sino que algunas de sus partes no estaban todavía maduras y que mi cabeza se reía y se burlaba del muslo, mientras el muslo de la cabeza se burlaba, y que el dedo del corazón, el corazón de los sesos, la nariz del ojo, el ojo de la nariz a carcajadas locamente se carcajeaban, y que todos esos miembros y partes del cuerpo se violaban mutua y salvajemente en una atmósfera de penetrante e hiriente pan-mofa. Mas cuando ya totalmente recuperé mis sentidos y empecé a meditar sobre mi vida, el espanto no decreció ni un ápice, al contrario acrecentóse, aunque por momentos lo interrumpía (o estimulaba) una risita que los labios no podían contener. En la mitad del camino de mi vida me encontré en una selva oscura. Y algo peor aún: aquella selva era verde.
Porque en la realidad era yo tan indefinido y deshecho como en el sueño. Atravesé hace poco el Rubicón de la ineludible treintena, crucé la frontera, según mis documentos, y mi apariencia semejaba un hombre maduro y, sin embargo, no estaba maduro. ¿Qué era entonces? ¿Cómo se presentaba mi situación? Vagaba por las confiterías y los bares, me encontraba con otras personas, cambiando palabras y a veces hasta pensamientos… pero mi situación era poco clara y yo mismo no sabía qué era: hombre o adolescente; y así, al comenzar la segunda mitad de mi vida, no era ni esto ni aquello —era nada—, y los de mi generación que ya se habían casado y ocupaban puestos determinados, no tanto frente a la vida como en diversas oficinas, me trataban con una justificada desconfianza. Mis tías, esas numerosas semi madres agregadas, atadas o pegadas, pero bondadosas, ya desde tiempo atrás trataban de influir en mí para que me estabilizara como alguien, digamos como abogado o empleado —mi indefinición prolongada les resultaba sumamente molesta—; no sabiendo bien quién era, no sabían cómo hablar conmigo y, en el mejor de los casos, sólo emitían una triste cháchara. «Pepe —decían entre un balbuceo y otro—, el tiempo apremia, hijo mío, ¿qué pensará la gente? Si no quieres ser médico, sé por lo menos mujeriego o coleccionista, pero sé alguien… sé alguien…». Y yo escuchaba cuando una murmuraba al oído de la otra que yo era poco pulido social y mundanalmente, después de lo cual, de nuevo, empezaban a balbucir, desesperadas por el vacío que yo provocaba en sus cabezas. En verdad aquel estado no podía prolongarse indefinidamente. Las agujas del reloj de la naturaleza eran implacables y terminantes. Cuando las últimas muelas, las del juicio, me hubieron crecido, fue necesario creer: el desarrollo se había cumplido, había llegado el momento del asesinato ineludible, el hombre debía matar al mozalbete, elevarse en los aires como mariposa, dejando el cadáver de la crisálida. Debía pues, entrar en círculos adultos.
¿Entrar? ¡Cómo no! Hice la prueba, y una risita me convulsiona aún al recordarlo. Para preparar la entrada me dediqué a escribir un libro… deseaba primero mediante un libro aclarar mi caso y conseguir de antemano los favores del mundo adulto, preparando así el terreno para las relaciones personales, y me parecía que si lograba sembrar en las almas un concepto positivo sobre mi persona, ese concepto, por su parte, me formaría a mí; de tal modo que aunque yo no quisiera sería llevado a la madurez. ¿Por qué, sin embargo, la pluma me había traicionado? ¿Por qué el santo pudor no me había permitido escribir una novela notoria y chatamente madura, y por qué, en vez de engendrar pensamientos y conceptos nobles con el corazón y con el alma, los generé con la parte inferior? ¿Por qué puse en el texto no sé qué ranas, piernas, qué sustancias fermentadas, aislándolas sobre el papel sólo por medio del estilo, de la voz, del tono frío y disciplinado, y demostrando: he aquí que quiero dominar el fermento? ¿Por qué, en perjuicio de mi propósito, intitulé el libro Memorias del período de a inmadurez? En vano los amigos me aconsejaban que dejara aquel título y me cuidara en general de cualquier alusión a lo inmaduro. No hagas eso —decían—, la inmadurez es un concepto drástico; si tú mismo te vas a considerar inmaduro, ¿quién, entonces, te considerará maduro? ¿No comprendes, acaso, que la primera condición para lograr la madurez es declararse maduro a sí mismo? Pero yo creía que en verdad no convenía de modo demasiado barato y fácil pasar por alto al jovencito en mí encerrado y que los adultos son en demasía perspicaces, penetrantes para dejarse engañar; y que, por fin, el que es perseguido sin cesar por el mocoso no debe aparecer en público sin mozalbete. A lo mejor encaraba yo en forma demasiado seria la seriedad, valorizaba en exceso la madurez de los maduros.
¡Recuerdos! Con la cabeza hundida en la almohada, con las piernas bajo la frazada, dominado ya por la risita, ya por el temor, hice el balance de mi entrada entre los adultos. Pensaba en mi triste aventura con el primer libro y recordaba cómo, en vez de procurarme la estabilidad anhelada, me hundió aún más, provocando contra mí una ola de juicios torpes. ¡Oh, es una maldición que la existencia nuestra en este planeta no aguante ninguna jerarquía definida y fija, sino que todo siempre fluya, refluya, se mueva y cada uno deba ser sentido y valorado por cada uno, que el concepto sobre nosotros de los torpes, limitados e incapaces nos sea tan importante como el concepto de los sabios, capaces y sutiles! Pues el hombre, en lo más profundo de su ser, depende de la imagen de sí mismo que se forma en el alma ajena, aunque esa alma sea cretina. Y me opongo con toda energía a la opinión de aquellos mis camaradas de pluma que frente a la opinión de los cretinos adoptan una posición aristocrática y orgullosa, declarando odi profanum vulgus. ¡Qué modo más barato, más simplificado de estafar la realidad; qué pobre huido en una ficticia altivez! Sostengo, al contrario, que cuanto más torpe y estrecha es la opinión tanto más se nos vuelve importante, así justamente como un zapato estrecho y mal ajustado. Oh, esos juicios humanos, ese abismo de juicios y opiniones sobre tu inteligencia, carácter, corazón y sobre todos los detalles de tu organización que se abre delante de ese imprudente que vistió sus pensamientos con letras y los envió sobre el papel, entre los hombres. ¡Oh, el papel, el papel, oh, la letra, la letra!

Y no estoy hablando yo aquí de los dulces, tibios juicios familiares de nuestras tías queridas; no, quisiera referirme más bien a los juicios de otras tías; las tías culturales, aquellas numerosas semiautoras que expresan sus juicios en los periódicos. Pues sobre la cultura del mundo se sentó un montón de maritornes, cosidas, atadas a la literatura, iniciadade modo incomparable en los valores espirituales y orientadas estéticamente, con ideas, conceptos y todo lo demás, ya enteradas de que Oscar Wilde es anticuado y que Bernard Shaw es el maestro de la paradoja. Ah, ya saben que hay que ser independiente, sencillo, profundo, así que son independientes, profundas, sencillas, y llenas además de bondad familiar. ¡Tía, tía, tía! ¡Ah, quien no se vio llevado nunca al taller de la tía cultural y no fue operado por esas mentalidades trivializantes, y que privan de vida a la vida, quien no leyó en el periódico un juicio tial sobre su propia persona, no sabe, en verdad, lo que es la bagatela, ignora lo que significa la tía bagatela!  (…)

Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentado! ¡Que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie! ¡La excitación me empuja hacia el papel! Saco el papel del cajón y he ahí que empieza la mañana, el sol inunda el cuarto, la sirvienta trae café con leche, medialunas y yo, entre las formas relucientes y cinceladas, empiezo a escribir las primeras páginas de una obra, de mi propia obra, de una obra como yo, idéntica a mí, proveniente de mí; de una obra que soberanamente me afirma contra todo y contra todos, cuando de repente suena el timbre, la sirvienta abre la puerta y aparece en ella T. Pimko, doctor y profesor o mejor dicho maestro, un culto filólogo de Cracovia, pequeño, debilucho, calvo y con lentes, con pantalones rayados y chaqueta, uñas sobresalientes y amarillentas, zapatos de gamuza, amarillos.
¿Conocéis al profesor? ¿Al profesor?
¡Alto, alto, alto! Asustado por aquella Forma Humana tan chatamente trivial y trivialmente chata, me eché sobre mis textos para ocultarlos; pero él se sentó, y entonces yo también tuve que sentarme; y, después de sentarse, me ofreció su pésame muy sentido por la muerte de una tía fallecida hace tiempo, y de la cual ya me había olvidado por completo.
—El recuerdo de los muertos —dijo Pimko— constituye un Arco de Hermandad entre los años pasados y los venideros, lo mismo que el canto popular (Mickiewicz). Vivimos la vida de los muertos (A. Comte). Su tía ha muerto y por esta razón se puede, y aún se debe, dedicarle unos pensamientos cultos y conceptos nobles. La difunta tenía sus defectos —aquí los enumeró— mas tenía también sus cualidades —las enumeró— provechosas para la sociedad, así que el libro no es malo, perdón, la tía no es mala, es decir más bien se merece una buena clasificación, pues, definitivamente y en dos palabras, la difunta era un factor positivo, el juicio sumario resulta favorable y considero un agradable deber decírselo a usted, yo, Pimko, guardián de los valores culturales a los cuales sin duda pertenece también la tía, en vista, sobre todo, de que ha muerto. Y además —añadió con indulgencia— de mortuis nihil nisi bene; aunque se podría objetar esto y aquello, ¿para qué desanimar a un joven autor, perdón, un sobrino? ¡Pero! ¿qué veo? —exclamó percibiendo mis borradores sobre la mesa—. ¿Así que no sólo sobrino sino también autor? Noto que probamos suerte con las Musas. ¡Ta, ta, ta, autor! En seguida opinaré, aconsejaré y animaré… —y, sentado, atrajo los papeles por encima de la mesa, al mismo tiempo que se ponía los anteojos… y se quedaba sentado.
—No… —balbuceé. De súbito el mundo se quebró. La tía y el autor me confundieron por completo.
—Bueno, bueno… —dijo—. Ta, ta, gallinita.
Y diciendo eso se restregaba un ojo; después sacó un cigarrillo y, tomándolo con los dedos de la mano izquierda, lo ablandó con los dedos de la mano derecha; al mismo tiempo estornudó porque el tabaco le irritó la nariz y, sentado, comenzó a leer. Y, sentado muy sabiamente, leía. Pero yo, cuando lo vi leyendo, me puse pálido y creí desvanecerme.
No podía echarme sobre él, por encontrarme sentado, y me encontraba sentado porque él estaba sentado. No se sabe cómo ni por qué el sentar se destacó en primer plano y se convirtió en el mayor obstáculo. Me revolvía, pues, sobre mi sentar; no sabiendo qué hacer, comencé a mover las piernas, a comerme las uñas… mientras tanto, él con la mayor lógica continuaba sentado, teniendo su sentar organizado y justificado por el hecho de estar leyendo. Duraba eso una eternidad. Los minutos pesaban como horas y los segundos se hinchaban… y me sentía incómodo como un mar sorbido con una paja.
—¡Por Dios, todo menos el Maestro! ¡No el Maestro! —gemí.
La maestra rigidez del maestro me aplastaba. Pero él seguía leyendo como un maestro y asimilaba mis espontáneos escritos con su personalidad de típico maestro, acercando al papel los ojos… y por la ventana se veía una casa, ¡doce ventanas horizontales, doce verticales! ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Para qué vino, aquí, para qué estaba sentado, con qué fin estaba sentado yo? ¿Por qué milagro todo lo que ocurrió antes, sueños, recuerdos, tías, sufrimientos, pensamientos, obra, cómo todo eso se redujo al sentarse de las asentaderas del Profesor y Maestro? ¡Era imposible! Él estaba sentado con razón, ya que leía, mientras que yo estaba sentado sin razón ninguna, sin sentido.
Hice un esfuerzo convulsivo para levantarme, mas en el mismo momento él me miró por debajo de sus anteojos con gran indulgencia, y de pronto… me achiqué, mis piernas se transformaron en unas piernecitas, mis manos en manecitas, mi nariz en naricita, mi obra en obrita y mi cuerpo en cuerpecito… mientras que él se agigantaba y permanecía sentado, contemplando y asimilando mis carillas in saecula saeculorum, amen… y sentado.
¿Conocéis esa sensación de empequeñecer dentro de alguien? ¡Ah, achicarse dentro de una tía! Es algo extremadamente impúdico, ¡pero el empequeñecerse en un notable maestro notorio constituye la cumbre misma de la indecente pequeñez! Y observé que el maestro, como una vaca, se alimentaba con mi verdor. Extraña sensación: el maestro de escuela pace tu verdor sobre el pasto y sin embargo, sentado en un sillón, sigue leyendo, y sin embargo pasta y se nutre. Algo terrible ocurría conmigo y no obstante fuera de mí, algo estúpido, algo insolentemente irreal.
—¡Espíritu! —exclamé—. ¡Yo… espíritu! ¡No un autorcito! ¡Un espíritu! ¡Yo vivo! ¡Yo!
Pero él estaba sentado y estando sentado permanecía sentado de modo tan sentadesco, se arraigaba tanto en su sentar, que el sentar siendo insoportablemente tonto era al mismo tiempo dominador.
Y sacándose los lentes de la nariz, los limpió con el pañuelo, y sé los puso otra vez… y la nariz era algo indecible y a la vez invencible. Era esta una nariz narizada, trivial y notoria, escolar y pedagógica, bastante larga, compuesta de dos caños paralelos y definitivos. Y dijo:
—¿Qué espíritu por favor?
—¡El mío! —exclamé.
—¿El suyo? —preguntó él entonces—. Es decir, claro está, el espíritu patriótico de la Patria…
—¡No! ¡No el espíritu de la Patria, sino el mío!
—¿El suyo? —dijo él bondadosamente—. ¿Así que creemos tener un espíritu propio? Pero ¿acaso conocemos por lo menos el espíritu del rey Ladislao? —Y permaneció sentado…
¿Qué rey Ladislao? ¡Me sentía como un tren desviado de golpe y porrazo a la vía muerta del rey Ladislao! Frené y abrí la boca, dándome cuenta de que no conocía el espíritu del rey Ladislao.
—¿Pero conocerá usted el espíritu de la Historia? —preguntó él entonces—. ¿Y el espíritu de la civilización helénica? ¿Y el de la gálica, espíritu de armonía y de buen gusto? ¿Y el espíritu de un escritor bucólico del siglo XVI quien por vez primera usó en la literatura la palabra «ombligo»? ¿Y el espíritu del idioma? ¿Cómo se debe decir: «el puente» o «la puente»?
La pregunta me tomó por sorpresa, cien mil espíritus me aplastaron de golpe el espíritu; tartamudeé que lo ignoraba y entonces me preguntó qué podía decir sobre el espíritu de Mickiewicz y cuál era la actitud del poeta frente al pueblo. Me preguntó todavía por el primer amor de Lelevel. Tosí y me miré furtivamente las manos, pero las uñas estaban limpias, no había nada escrito en ellas. Entonces miré a mi alrededor como esperando que alguien me soplara, mas alrededor no había nadie. ¿Sueño? ¡Cielos! ¡Qué pasa, Dios mío! Pronto levanté la mirada, fijándome en él, pero la mirada no era mía, era esa una mirada de reojo, pueril y llena de odio. Me acometían unas ganas anacrónicas e imposibles de tirar a la nariz misma del profesor una bolita de papel. Viendo que algo malo me ocurría, hice un esfuerzo convulsivo para preguntar a Pimko en un tono de lo más mundano ¿qué tal?, ¿cómo le va? y ¿qué me dice?, mas en vez de mi tono normal saqué una voz chillona y ronca, como si de nuevo pasara por la mutación… y callé; entonces Pimko preguntó qué sabía de los adverbios, me ordenó declinar mensa, mensas, mensae, conjugar amo, amas, amat, hizo una mueca de desaprobación, y dijo:
—Bueno, habrá que trabajar todavía…
Sacó la libreta y me puso una mala nota; mientras tanto estaba sentado y su sentar y sus asentaderas eran ya definitivos, absolutos.
¿Qué? ¿Qué? Quise gritar que no era un colegial, que había ocurrido una equivocación, salté para huir, pero algo me atrajo desde atrás como un garfio y me clavó y fui atrapado por mi cu… culito infantil, escolar. Con el cuculeíto no podía moverme, era imposible moverse con el cuculato, y mientras tanto el maestro estaba sentado y, sentado, expresaba un espíritu pedagógico tan magistral, que, en vez de gritar, levanté la mano como suelen hacer los colegiales cuando piden permiso para decir algo. Pimko frunció la nariz y dijo:
—Quédate quieto, Kowalski. ¿Nuevamente quieres ir al baño?
Y permanecía sentado, mientras yo también permanecía sentado en un absurdo irreal como un sueño… sentado sobre mi cuculillo infantil que me paralizaba hasta la locura… mientras él se quedaba sentado sobre el suyo como sobre la Acrópolis y anotaba algo en su libreta.
Por fin dijo:
—Bueno, Pepe, ven, vamos a la escuela.
—Pero ¿a qué escuela?
Pero ¿a qué escuela?
—A la escuela del director Piorkowski. Es un establecimiento de primera clase. Hay todavía vacantes en el segundo año. Tu educación: algo descuidada; ante todo, habrá que corregir las fallas.
—Pero ¿a qué escuela?
—A la escuela del director Piorkowski. Justamente me pidió Piorkowski que le llenara todas las vacantes. La escuela tiene que funcionar y para que funcione hay que encontrar alumnos. ¡A la escuela, pues! ¡A la escuela!
—Pero ¿a qué escuela?
—¡Basta ya de caprichos! ¡Vamos a la escuela!
Llamó a la sirvienta, pidió un sobretodo, y ella empezó a lamentarse no comprendiendo por qué un señor desconocido me llevaba, mas Pimko la pellizco y la sirvienta, pellizcada, no podía lamentarse más, porque tuvo que mostrar los dientes y estallar en una risa de sirvienta pellizcada. Y el pedagogo me tomó la mano y salió conmigo a la calle… ¡donde, a pesar de todo, las casas quedaban en pie y la gente caminaba!
¡Policía! ¡Demasiado tonto! ¡Demasiado tonto para que pudiese ocurrir! ¡Imposible porque imposiblemente tonto! Mas demasiado tonto para que yo pudiera oponerme… ¡No podía con el pedagogo! El idiótico e infantil cuculato me paralizaba, quitándome toda posibilidad de resistencia; trotando al lado del coloso que avanzaba a pasos gigantescos, no podía hacer nada a causa de mi cuculeíto. ¡Adiós, espíritu mío; adiós, obra, adiós mi forma verdadera y auténtica, ven, ven forma terrible, infantil, verde y grotesca! Cruelmente achicado, troto al lado del Maestro enorme que murmura:—Ti, ti, galliníta… Naricita mocosa… Me gustas. E, e, e… Hombrecito peque… pequeñito… pequeñuelo… E…, chico, ti, ti cucucu, cuculí,  uculucho.
Delante de nosotros una dama paseaba un perrito, el perrito gruñó, saltó sobre Pimko y le rompió los fundillos del pantalón, Pimko gritó, emitió un juicio negativo sobre el perrito, se arregló el pantalón con un alfiler de gancho y me llevó de la mano.


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