Mis padres se obsesionaron con
que tuviera amigos a toda costa. Y se
desvivían en llevarme a psicólogos “Estas
mejor solo que mal acompañado” se
contradecía con “no te quedes solo un sábado a la noche”. La soledad cuando es
buscada es un bien inapreciable, te sientes un águila sobre las bandadas de
aves, pero cuando es impuesta es la peor de las putadas. Nacemos y morimos
solos. Los adultos, que siguen siendo los mismos niños solitarios, tienen sus
contactos útiles, conocidos a los que no conocen y con los que comentan
estupideces en el trabajo y en el gimnasio. Yo idealizaba la amistad buscando
mi émulo, camarada, mi igual, mi hermano, un amigo para siempre como el de la
canción de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Pedía demasiado, en mi avidez
adolescente de perfeccionismo e idealismo: alguien como yo, un idéntico que no
me llamara diferente. Un amigo de sangre y a prueba de fuego: en alguna hoguera
de campamento intercambiar nuestra herida, la sangre del dedo. ¡Qué cursi me
habían vuelto las series de compañeros de colegio de la televisión y el
idealismo alemán! Solo encontré puños y malas palabras por respuesta.
Para
Platón el amor es la búsqueda de la belleza del otro amado ya que el amador
tiene una carencia y una necesidad dentro de sí mismo que le lleva a desear al
otro, que le completa. Un erotonomano feo al que su penuriam pobreza y fealdad le hace anhelar al efebo en el banquete del amor. Las almas gemelas vienen de un mismo cuerpo, que no
entiende de género. Llevamos en los cromosomas al andrógino soñado por Platón,
que por un golpe del rayo del demiurgo Zeus o de la comadrona, se parte en dos.
Estamos destinados a vagar por el mundo hasta encontrar a esa otra media
naranja, por mucho que parezca que allá en las antípodas han debido exprimir un
zumo con ella. Dos corazones solitarios se reconocen, se huelen su soledad
mutua como perros olfateándose el culo.
Nos crían y nosotros nos juntamos. En el dolor nos aunamos, todos a una
y quizá la unión de la fuerza, pienso, mientras alzo mi bandera antisocial. “Unidos y jamás vencidos. Hasta la victoria”
Hay que besar a muchos sapos verdes antes de encontrar al príncipe azul
desteñido. Los románticos creían el amor y la amistad eterna, verdadera, buena y
bella, ese amor ideal platónico, que los cristianos habían identificado con
Dios. Los románticos escribían poemas sentimentales, y dramas que acababan
cuando los adolescentes se casaban o suicidaban. Los realistas nos contaron la
trastienda del palacio del cuento de hadas; aquellos novelones en que hacían
inventario de los trastos de sus mansiones y contaban las infidelidades de esos
matrimonios monótonos. Continuaban el cuento donde los otros lo habían dejado,
en el final feliz comiendo perdices a riesgo de empacho. Pero no sabían que
afuera del castillo había unos rojos con pancartas que iban a destruir palacio
y Bobary, y todo sentimentalismo romántico burgués, hasta destruirse a ellos
mismos en nombre del sexo libre.
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