lunes, 20 de agosto de 2018

AMOR, AMISTAD Y FRATERNIDAD


Mis padres se obsesionaron con que tuviera amigos a toda costa. Y  se desvivían en  llevarme a psicólogos “Estas mejor solo que mal  acompañado” se contradecía con “no te quedes solo un sábado a la noche”. La soledad cuando es buscada es un bien inapreciable, te sientes un águila sobre las bandadas de aves, pero cuando es impuesta es la peor de las putadas. Nacemos y morimos solos. Los adultos, que siguen siendo los mismos niños solitarios, tienen sus contactos útiles, conocidos a los que no conocen y con los que comentan estupideces en el trabajo y en el gimnasio. Yo idealizaba la amistad buscando mi émulo, camarada, mi igual, mi hermano, un amigo para siempre como el de la canción de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Pedía demasiado, en mi avidez adolescente de perfeccionismo e idealismo: alguien como yo, un idéntico que no me llamara diferente. Un amigo de sangre y a prueba de fuego: en alguna hoguera de campamento intercambiar nuestra herida, la sangre del dedo. ¡Qué cursi me habían vuelto las series de compañeros de colegio de la televisión y el idealismo alemán! Solo encontré puños y malas palabras por respuesta.
Borges se lamentaba de no haber tenido nunca amigos. En el árbol de la vida los amigos son como hojas; unas vuelan y otras se quedan, pero el tronco necesita respirar por las extremidades de estas ramas tanto como por sus raíces. El árbol llora su sabia, mientras unos vienen y otros se van. La amistad se mantiene en la distancia y el tiempo, pues se lleva en el corazón y en el recuerdo por lejos que estés. Y sí, se demuestra en los malos momentos, en las duras y en las maduras, en el compadecimiento compartido de la empatía. En la fraternidad te pones en el lugar del otro, y más allá del respeto, le llegas a querer. El amor no es más que una atención prolongada en el otro, en el que ves una proyección de ti mismo y el otro te hace de espejo, y esa atención va desde el contacto más primario hasta la obsesión más romántica. Así lo entendía Ortega y Gasset en sus estudios del amor.

Para Platón el amor es la búsqueda de la belleza del otro amado ya que el amador tiene una carencia y una necesidad dentro de sí mismo que le lleva a desear al otro, que le completa. Un erotonomano feo al que su penuriam pobreza y fealdad le hace anhelar al efebo en el banquete del amor. Las almas gemelas vienen de un mismo cuerpo, que no entiende de género. Llevamos en los cromosomas al andrógino soñado por Platón, que por un golpe del rayo del demiurgo Zeus o de la comadrona, se parte en dos. Estamos destinados a vagar por el mundo hasta encontrar a esa otra media naranja, por mucho que parezca que allá en las antípodas han debido exprimir un zumo con ella. Dos corazones solitarios se reconocen, se huelen su soledad mutua como perros olfateándose el culo.  Nos crían y nosotros nos juntamos. En el dolor nos aunamos, todos a una y quizá la unión de la fuerza, pienso, mientras alzo mi bandera antisocial.  “Unidos y jamás vencidos. Hasta la victoria” Hay que besar a muchos sapos verdes antes de encontrar al príncipe azul desteñido. Los románticos creían el amor y la amistad eterna, verdadera, buena y bella, ese amor ideal platónico, que los cristianos habían identificado con Dios. Los románticos escribían poemas sentimentales, y dramas que acababan cuando los adolescentes se casaban o suicidaban. Los realistas nos contaron la trastienda del palacio del cuento de hadas; aquellos novelones en que hacían inventario de los trastos de sus mansiones y contaban las infidelidades de esos matrimonios monótonos. Continuaban el cuento donde los otros lo habían dejado, en el final feliz comiendo perdices a riesgo de empacho. Pero no sabían que afuera del castillo había unos rojos con pancartas que iban a destruir palacio y Bobary, y todo sentimentalismo romántico burgués, hasta destruirse a ellos mismos en nombre del sexo libre.  
 

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