lunes, 6 de agosto de 2018

MARINA HORROR


Se abrieron las puertas de la urbanización de Oropesa del mar y el coche entró en el bloque de apartamentos. cuadriculados como una construcción del lego. Se trataba de comprobar el estado del apartamento tras los últimos inquilinos y prepararlo para los nuevos. Mi padre tenía aquello más para especular alquilándolo que para disfrutarlo. Ahora cambiaba de canal aburrido mientras preparaban la cena. Habíamos hecho las compras en el súper de abajo. A veces nos llevabámos a las novias de papá o a la abuela a esta residencia de playa, y otras mi hermano lo utilizaba de picadero. Paseamos por la orilla del mar entre una hilera de palmeras, rodeados de tiendas de artesanía, puestos, top manta y chiringuitos de playa. Se mezclaban melodías de varios músicos callejeros. En la playa un arquitecto de la arena había hecho varias figuras de sirenas y marineros en torno a un castillo. Unas bombillas horteras iluminaban mesas donde la gente tomaba copas de tiples bolas de helado.  Los animadores descansaban tomando combinados del espectáculo de anoche, una exhibición de mises y mujeres cosificadas en un concurso de belleza animado por una especie de José Luis Moreno, algo de magia y números de ventrílocuos, como el programa hortera de noche de fiesta. En la playa había bañistas tomando el sol sobre toallas; manchados de arena, mojados de mar y quemados por la bola roja. Silbatos de policías paraban los coches. Unos negros vendían collares y hacían extensiones en el pelo. Por doquier tiendas de chino dónde vendían flotadores, toallas, bañadores, novelas para la playa, sombrillas y lo que hiciera falta. En varias casetas vendían apartamentos y en otras pulseras hipis. 
 
 

 
Con esto de la crisis muchos se habían quedado a medias, y estaban solitarios y deshabitados como fantasmas.  A un lado el mar y al otro los apartamentos con sus piscinas comunales. Por el suelo esparcidas mantas con cedes y películas en DVD. En el bufete podías comer de todo, hasta atiborrarte; desde jamón hasta langostinos. En Marina Horror está el balneario más importante de agua marina de Europa y un spa con masajes tailandeses con aceites y cremas, y paseos por aguas templadas, calientes y duchas frías. En la caseta de la oficina de turismo nos dieron un mapa del pueblo de Oropesa, poblado de calles de artesanos y tiendas de antigüedades, galerías de arte y de segunda mano. Eran galerías de artistas, una especie de gremio artesano, pero las calles no eran demasiado viejas. En uno de estos locales una pintora intentaba que mi padre invirtiera en sus acuarelas, que se revalorizarían de aquí a unos años. Había un museo de cartas, el más importante después del de Vitoria. Tenían incluso una semana de poesía en la que recitaban Lorca y Gloria Fuertes por aquellas calles. Y un rastrillo los domingos, donde se vendía libros de segunda mano. Me pasaba el día leyendo en la biblioteca. Con aquel sopor me encerraba alli. En un bar de salsa bailaba horteramente papá. Como siempre que le acompañaba a estos antros de merengue y bachata, sorbía mi cubata mientras analizaba a las solteronas que movían sus abanicos esperando ser sacadas a bailar. Era un baile sensual, ponían todas caras de estar haciendo el amor, pero resultaba un poco penoso por la edad y falta de talento de aquellas señoras. Sonaba un “negra mulata, ven a mí. Déjame mover mi tan tan en tu tutú, mi donut de caramelo”. Un guiri que parecía alemán trataba de imitar patéticamente las sevillanas españolas, y su pareja, con un moreno excesivo entre sus arrugas, una jota. Luego él emuló a un toro poniendo las manos en cuernos y la vieja levantó los brazos como si le torease con una capa. Me podrían haber ahorrado aquella exhibición. 

 
El parque de atracciones con los bares temáticos quedó a medias con la crisis, pero aún seguían las maquetas en una carpa enorme y podían verse las montañas rusas en escala miniatura que ya nunca construirían. Organizaban allí en Oropesa el festival nacional de ajedrez, del que mi mejor amigo Gilberto había sido ganador un año. Reponían canciones de verano en orquestas de pueblo. Los guiris movían sus carnes flácidas y subían a los niños al escenario como en lluvia de estrellas, todos empeñados en que los niños prodigios imitaran a los adultos. (Daba igual si era como cantantes, master chef o jóvenes Rimbaud de la copla) 

Celebraban también una carroza vestidos de príncipes, parecía el desfile de Disney-word pero a mí se me antojaba un juego de abalorios para ostentar el poder de estos propietarios de fincas. Ellas iban vestidas de cenicienta y ellos de príncipes azules, sobre una carroza de luces brillantes y horteras. Marina Dor se puso muy de moda en la época del aznarato, pues allí veraneaba el presidente, al que le habían reservado una cota de playa en exclusiva para él y Ana Botella y los hijos, con una escolta vigilando sus baños. 

Era una ciudad prefabricada, de apartamentos erguidos al cielo como puñales desafiantes a cualquier dios moribundo. Me refugié en el parque, con estatuas de dioses griegos y bancos modernistas de colores imitando lamentablemente el parque Güell de Gaudí. Intenté leer la Náusea de Sartre mientras de fondo sonaba un hilo musical y promocional que interrumpía la música clásica cada cinco minutos, repitiendo el mismo mensaje: ¿Dónde mejor que en Marina Dor?. A mí se me ocurrían mil sitios mejor, edenes terrenales que no confesé a aquella máquina del Gran Hermano.   
 
Estaba enfadado con mi padre y me senté a leer. Un chico me tiraba pepitas desde la ventana de su apartamento. Al terminar mi libro de la Gaite levanté la vista y estaba él. Compartíamos paquetes de tabaco y nos hicimos amigos de verano. Mi hermano se enamoró de una niña y los padres de esta salían de copas con los nuestros. Papá ganó el concurso de disfraces, se confeccionó un traje de momia con papel higiénico del cuarto de baño. Mi madre me metió dentro de una  caja de cartón en la que había escrito “leche Behiak” y en la que había pintado una cara de vaca que ríe. Esa noche ganamos el concurso, pero me corté el pie con un cristal y las vendas del traje de momia fueron empleadas para mejor fin. La urbanización sólo tenía tres discotecas, de las que me había advertido mi amigo ajedrecista. Allí te podías morir de asco, y enseguida te hacías un amigo de compartir cigarrillos fortuna en el mayor de los tedios. La discoteca El Buho tenía bachata de la peor y a la salida, junto al búho con ojos de neón,  había un cartel con los presos de ETA buscados por la zona. Fantaseaba con que a mí también me perseguía la ertxaina o la benemérita. A veces hacíamos excursiones en caona o barca y a parques acuáticos para niños, pero yo me aburría tanto que llegué hasta a apreciar aquellos bancos de colores chillones y aquellos mensajes que me recordaban, por si en cinco minutos lo había olvidado, que me encontraba en el Paraíso. 

 

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