miércoles, 8 de agosto de 2018

ULTIMOS RELATOS SOCIALES


El relato social es un género inventado por los realistas, como una forma de mostrar objetivamente la miseria humana y de denunciarlo. Se puede bucear en otros antecedentes; los románticos a veces salían de sí mismos y se apiadaban por el otro. La caridad cristiana pasó a llamarse ágape, solidaridad universal. Los ilustrados ya cuestionaban su Razón, dios y civilización que permitía tanto dolor. En el barroco encontramos los relatos más duros. El siglo de oro de las letras españolas fue también el de mayor hambrunas y muertas de inanición. El relato social sirvió para hacer proselitismo de diferentes ideologías surgidas a partir de las revoluciones burguesas junto a partidos políticos y asociaciones. El realismo sucio americano, los beats, Bukosmky, los jóvenes airados ingleses, los retratos descarnados de Cuba…son el cénit de este relato costumbrista de la calle y su jerga. Los 17 objetivos del plan de desarrollo de la ONU me han servido de excusa y de inspiración para estos relatos, en los que me he alejado del subjetivismo, lucha de egos y yos y me ha encontrado en el Otro. Estos son los últimos relatos.


Volvía de un recital de poesía y decidí darme una vuelta por las txosnas ya que eran las fiestas de mi pueblo, los carmenes. Un árabe se abalanzó hacía mi cubriéndome de abrazos para que le invitara a más cervezas. Era el chico que venía a las reuniones de la asociación LGTB. Ni siquiera sé su nombre, ni saben el apellido de la madre. Se sentaba en la silla más escondida y nunca hablaba, no parecía comprender nuestro idioma. La asociación tan progresista le sentaba un ordenador en las rodillas que le iba traduciendo a su idioma lo que nosotros decíamos. Pero luego no hacían nada por él y el chaval seguía durmiendo en la calle. 

Me sorprendió verle allí. El chico sólo tenía 20 años, un niño. No sabía que dormía en la calle. Estaba completamente borracho y el rostro cansado de no dormir y algo avejentado. Pretendía que le sacara unas cervezas, era el motivo de tan efusivo recibimiento. Me preguntó dónde dormía, y yo viendo por dónde iba, le aseguré que a mi casa no podía venir. “Está mi padre. Cuando viva solo todavía”. A mi padre no le haría ninguna gracia que me trajera a casa a un desconocido. No tenía miedo de que me desbalijara la casa, no era ese tipo de chaval. Me aseguró que llevaba tres años en España, pero no entendía mi idioma ni podíamos mantener un dialogo.  Así que me pasó el volante del hospital, que hablaba por él. Le acababan de soltar hace 4 días del hospital y llevaba esos cuatro días sin dormir, bebiendo todo aquello que encontraba o a lo que le invitaban. Cuando llegaba a un nivel máximo de intoxicación etílica se autolesionaba: se intentaba cortar las venas con todos los objetos metálicos que encontraba o se golpeaba en el suelo. Le ingresaban y al cabo de unos días le volvían a dejar en la calle. 

En el informe ponía que tenía fobia social, que era incapaz de comunicarse con los otros y carecía de cualquier empatía. También figuraba que tenía una plaza en un albergue al lado de mi caso, pero al que no iba. Me lloriqueaba todo el rato: “aquí todos hablar, pero nadie ayudar”. No podía dejarle allí y le acompañé al albergue pensando que si yo hablaba con los encargados le dejarían entrar. Se abrió la puerta electrónica y el policía aseveró que no eran horas, que no tenían camas, y que mira lo borracho que estaba mi amigo. Argumentó más razones por la que no podía dormir allí: solo pueden estar 10 noches allí, luego tienen que renovar el carné y él no acudía a la oficina del asistente social. Aunque pedía ayuda constantemente, no se dejaba ayudar. Fuimos a la policía. Le trataron con racismo, sin conocerle de nada: “Tú ya sabes que no puedes ir porque la lías dentro, te portas mal. Que no te engañe, es un delincuente”. Aquel policía, sintiéndose quizá demasiado inhumano, recayó en la posibilidad de que durmiera en el hospital. Él no quería volver allí. 

Todo el rato llorando: “la vida no me gusta, la vida mala, me quiero morir”. “Pero la muerte es peor”, le aseguraba. “Bien, haremos esto: te acompaño al hospital. Primero pasamos por mi casa y te bajo algo de cena”. Cogí lo que tenía por la nevera, cuatro yogures, dos plátanos, varias piezas de fruta y el bocadillo que mi padre me había dejado para cenar. Cuando bajé con el refrigerio había roto el volante en pedacitos. No aceptó más que un yogur y me devolvió los otros tres. Tampoco aceptó el cojín viejo que le ofrecí para servir de almohada. Así que allí le dejé. No podía hacer nada, más que tranquilizar mi conciencia y sentirme esa noche bien. Él seguiría durmiendo en la calle. Al día siguiente llamé a la asociación explicándoles la situación del chico. “Ya sabemos que duerme en la calle. Nos encargaremos de ello en septiembre, que ahora son vacaciones”. Eso sí aún lo encontraban con vida para entonces. 

Más tarde me descubrí en el bolsillo trasero del pantalón algo. Había roto el volante pero me había metido sin darme una cuenta una copia. Era como si me estuviera pidiendo ayuda. Yo no podía hacer nada por él, solo usar su historia en este relato social. Imaginé su vida y me puse a escribir: “Allí en Marruecos sus padres nunca la quisieron y le abandonaron de niño porque no podían alimentar tantas bocas. Creció en un mundo que no comprendía, ni siquiera el idioma. Llevaba 3 años aquí. Se había hecho adolescente en la calle. Nunca tuvo amigos de verdad, sólo amigos imaginarios, (pues constantemente hablaba él solo). Ni siquiera le escolarizaron. Le buscaron un centro de día donde pasaba inadvertido, triste y callado, como un mueble más, que quedaba bonito. Constantemente se peleaba con otros marroquís inmigrantes aquí, le insultaban porque era más negro que ellos. Le robaron el móvil. Él no protestaba cuando le daban una paliza o le trataban como a un perro callejero. Ese no era su lugar, así que pasó de una pandilla a otra. Se perdió por las calles rebuscando entre la basura de los restaurantes algo que comer. Su figura se fundió con los gatos pardos y la noche, hasta hacerse completamente oscuridad. 

Dormía en un cajero y esa mañana los gritos de un travestido la despertaron. Le gritaron obscenidades, venían de una fiesta, serían las 8 de la mañana, él agachó la cabeza. “Ven con nosotras, nosotras te ayudaremos”. La pintaron el pelo, la cambiaron la ropa. La pusieron un nicky corto y rosa. Sólo para seguir riéndose de él Sus nuevos amigos se pasaban el día tocándose el culo y comentando frivolidades entre ellos. Él les hacía creer que era gay, porque tenía miedo de que se acabara la diversión con él y no quería estar solo. Le habían pagado un café y quizá lo hicieran todos los días. El café estaba ardiendo pero él se lo llevaba  a la boca como si fuera maná caído del desierto. Aquella gente se reía por todo, con baba asquerosa, y sobre todo de él. Esa noche quedaron con él y le llevaron de fiesta. Le perdieron por los bares. Uno de ellos le ofreció venirse con él a su casa, él le haría de tutor gay y le daría cama y comida, a cambio de que le enseñara algo de árabe. Sería un punto hablar el mismo idioma que los chaperos del sex-shop. Luego comprendió que estaba hablando en broma. Le hubiera dado igual que se aprovecharan sexualmente de él. Aunque para ayudarle no hacía falta acostarse con él. No tenía a nadie con quien ir y al menos estos le invitaban a cervezas. Un día se hartó, se cansó de estas compañías y las abandonó. Se perdió por las calles y nunca más se supo de él. 

La paralitica iba en silla de ruedas. No tenía piernas debajo de la manta que cubría su estómago. Merodeaba por los restaurantes y cuando los camareros no la veían; ¡zas!, cogía las propinas de la gente. Y si se despistaban la cuenta. Los camareros no podían ni verla. Al principio la dejaban hacer, pero las cosas tienen un límite y acabaron echándola. Una chica la acusó de haber robado a su madre, ella lo negaba todo. “Te aprovechas de tu enfermedad y tu minusvalía, intentas dar pena, pero das repulsión”. Todos esos restaurantes tenían a la salida sus vagabundos pidiendo dinero. Una señora llegó a conmocionarse con esta tullida y ella no se apiadaba por cualquier cosa. La aseguró que tenía cáncer y que moriría en dos meses, ¿Y quién daría de comer a sus niños? Todo aquello sonaba a mentira, la daría dinero y se lo gastaría en alcohol, pero la señora se sentía muy sola y sus hijos ya no iban a verla. Con los vagabundos no se llevaba bien. “Les des el dinero que les des siempre sientes haberles dado poco”. ¿Por qué aquella gente dormiría en los cajeros habiendo hogares protegidos para ellos? No querían tener horarios, cenar a una hora y dormir a otra. Les alimentaba más la libertad. Podían estar sin comer, pero no sin fumar. La señora no se quería meter en líos, pero tampoco dejarla allí, dentro de dos meses volvería a ver si era verdad lo del cáncer, pero entonces quizá ya sería tarde. Los desheredados de la calle bebían su cartón de vino. Ella no era mejor que ellos por tener calefacción. Era como ellos, como el lumpen de barriobajeros. Ella terminaría así, rebuscando entre la basura, cuando la llegara la demencia senil. 

Conocí a los vagabundos estos de los míos un día que salí de la universidad y no tenía dónde comer. Quise vivir la experiencia de un comedor social, y fue extremadamente fácil convencer a la monja de que no me llegaba la RGI. Recuerdo haber hecho la cola y la cuchara en la que me sirvieron un cazo de garbanzos podridos. A la noche me encontré con ellos a la salida de un ateneo. Los yonquis del parque compartían jeringas y discusiones filosóficas. También había un botellón de adolescentes, era jueves universitario y los ninis se emborrachaban hasta el coma etílico, en el mayor de los nihilismos. A sus quince años fumaban porros como quien fuma tabaco. Me daban más pena los ninis que los vagabundos, me parecieron aún menos libres. A veces quería decirles a los sintecho que vinieran a la presentación de una exposición en la que ofrecían un lunch al final, pero allí se sentirían extraños, intrusos. A veces al ir a sacar dinero del cajero tenía que apartar sus mantas y en ocasiones había alguien envuelto entre ellas. Me sentía culpable de que las cosas me fueran bien mientras sacaba los billetes. Uno de ellos siempre me abría la puerta del cajero, esperando luego una propina. Establecían una especie de vinculación conmigo, como si me obligaran a dejarles dinero, como si me acusaran con su desafiante mirada y eso me incomodaba. Conseguí un trabajo de conserje de media mañana, al salir de la universidad. Me daban media hora de descanso para tomar un café rápido. Siempre estaba allí la misma vagabunda de todos los días. Algunos bares dejaban a la noche una bolsa de plástico con bocadillos sobrantes colgada de un pincho. Unos trotamundos arrastrando una carreta de madera los recogían con un gancho. Todo aquello era muy duro, nada que ver con la canción del bohemio pirata de Espronceda. Algunos no eran aventureros ni bohemios, ni cosmopolitas ciudadanos del mundo, simplemente pobres que dependían de una RGI del estado.  A veces les veía beber cubatas que la gente deja enteros y que abandonaban en los bancos. Se ponían unas coplas del siglo pasado y para ellos eso era la fiesta. 

A veces se sentaba Juan, en la esquina, con su perro Pastor y su guitarra. Cantaba canciones y ponía la txapela en el suelo para que le dieran dinero los viandantes. Antes curraba en la obra, pero le echaron. Su novia Sonia  le dejó cuando se enteró de que se había liado con un chico en un bar de ambiente. Se me antojaba un filósofo de la vida, aunque no hubiera leído nunca un libro. Quería volver con su Sonia, jurarla que no la levantaría más la mano. Una tarde la policía le detuvo. Habían tenido una fuerte discusión a gritos y la pegó delante de todos. Se pasó dos años en un centro protegido, una especie de cárcel progre. Sonia lo esperaba más enamorada cada día. Le llamaba todas las noches contándole los dedos que se hacía pensando en él y otros detalles íntimos. Le esperó los dos años, entreteniéndose con otros la espera. 

Sonia jugó un tiempo con un heroinómano, que escribía poemas. Un día le vio desnudo en su casa y sintió un asco profundo. Estaba tan demacrado que asustaba a los niños por la calle. ¿Cómo podía haberle atraído un yonqui así? Ella le invitaba a comer y a todo y él sólo le había robado un sobre de jamón o un perfume de vez en cuando en el súper. Quería más a la droga que a ella y un día Sonia ya no le abrió la puerta de su casa. Él la había traído unas comprensas que había colado en su abrigo sin que le vieran. Sonia evitaba pasar por la trasera del mercado de la Rivera donde él se instalaba con otros heroinómanos. Luego conoció a un mulato musculoso. Me enseñaba fotos de él desnudo y empalmado, con la gorra a modo de concha venusiana tapándole el miembro. Le daba unas noches locas de sexo, pero no le pagaba el alquiler y le gorroneaba. Y acabó poniéndole de patitas en la calle también, a aquel ocupa que se le había instalado en la buhardilla. 

“Sonia me ama a mí”, me aseguraba Juan el cantautor, “pero vive en su nube, se cree que puede vivir de pensiones, de la caridad del vecindario, de la RGI…” La novia iba a verle una vez cada dos meses. No les permitían más visitas, teniendo en cuenta además que era la supuesta maltratada la que iba a visitarle. Y el móvil sólo a unas horas determinadas. Cuando Juan salió de prisión era otro distinto. Ya no se drogaba. Pero a Sonia ya no le gustaba. Se lo habían cambiado. Y ella se había ido enamorando de una idea de él, todo este tiempo había conformado una idealización del chico. Había pasado mucho tiempo y una es humana y el chichi pica, me decía. Además la psicóloga le había dicho que repetía siempre el mismo modelo o patrón, se buscaba hombres borrachos y agresivos como su padre, un complejo de Electra. Y es que Sonia tampoco era ya la misma. Esta nochevieja la ha pasado sola, con el drogadicto tocándola los timbres (vendría a gorronear los langostinos de la cena), y al salir a ver los petardos le han robado por octava vez el móvil los árabes: vive en lo mejor de Bilbao, calles muy pacíficas y ejemplares de la integración de los inmigrantes. 

Vive en un sexto piso sin ascensor y su calle es un ir y venir de prostitutas y mafias de la droga. Hay muchas peleas entre bandas y etnias, pero a las prostiputas las respetan más. De uno de esos locales, el molino rojo, sale una a golpes de su chulo. Un señor vende por las calles pañuelos, le llaman pañuelitos. Otra mendiga tiene cara de María Zambrano y siempre está filosofando entre murmullos que escapan del cigarrillo de sus labios. También hay otra vagabunda con cara de pocos amigos y aspecto de marimacho. Es grande y acarrea un carro de la compra, como en una conjura de los necios en femenino. No puedo evitar esta idealización hacía esta gente, aunque me reciban con insultos y sarcasmos. A veces quisiera hacer un documental de realismo social, pero sería una película con el zoom revolucionado, en esta esquizofrenia de calles iguales sin nombre. Ahora han recogido unas revistas de corazón del contenedor y uno de los sintecho se ha apropiado de unas revistas pornográficas. Y lo están comentando. Hablan de la droga de la movida, de tetas y políticos y culpan al gobierno de sus propias drogadicciones. 

Con la crisis han proliferado los mercadillos y rastrillos y hemos aprendido a deslizar disimuladamente perfumes bajo el abrigo y llegar a políticos. La marquesa de Marzana ha robado ya muchas cremas sintiéndose una gran actriz grabada por las cámaras de vigilancia y el Gran Hermano. Ella ya ha pagado lo suyo, en sus juicios de cleptomanía. Ya no celebrará más fiestas de caridad cristiana con los desamparados y su sobrina sigue escondiéndose en el armario de la fantasía. Hemos pasado por trabajos a la comunidad, psiquiátricos, centros ocupaciones y cárceles, como si los delincuentes, los minusválidos físicos o los psíquicos fueran todo lo mismo. Lugares de explotación por 100 e disfrazados como integración laboral de los discapacitados. A la vez nos hemos movido por los ambientes culturales del botxo: señoras divorciadas o viudas aburridas de la vida, recitales de okupas anarquistas, presentaciones en librerías y talleres de naturistas y sectas. Hemos aprendido más de los borrachos y los filósofos de la vida que de la universidad. Y sus ambivalencias. Nos hemos acostumbrado a que nos robasen el móvil para luego volver a comprarlo en una tienda de empeño y segunda mano.  La picaresca se ha adueñado de todo. Y la más puta es versada en Quevedo, cuando no explotada en trata de blancas. Hemos cenado los pinchos que sobraban de los bares de la plaza nueva, compartiéndolos con vagabundos de RGI y piso alquilado. Nos han regalado todos los libros que sobraban de la plaza nueva y las ferias y ya no caben en casa. Mis amigos han terminado con 30 años la carrera que empezaron a los 18. Se trataba de dilatar el tiempo para que los padres siguieran dándonos la propina los sábados y emborracharnos al borde del coma etílico hasta perder toda conciencia. Incluso la social. 

Era la prolongación eterna del carpe diem, del instante presente, de la juventud de Peter Pan y Dorian Gray, del espejo del Narciso postmoderno, del “Ahora” de los libros de autoayuda budistas y del “queso” y el premio de los conductistas. Coger las rosas antes de que se marchitaran y al despertar sólo hallaramos una flor. O un dinosaurio. Vivir sin pensar, como recomienda el slogan de Nike: Just Do It. (No lo pienses, hazlo) En esas noches sin sentido de sábado me he encontrado con muchos ninis. Niños de 30 años que siguen jugando a la play station o viendo videoclips de Bridney Spear, (otra niña que ha crecido con nosotros, pasando de virginal a puta) He conocido casas hipis con la ropa tirada por el sueldo, padres ausentes, familias desestructuradas, cuartos empapelados de fotografías de Justin Beaver. También habitaciones más siniestras, con posters de nirvana, góticos que ven una serie tras otra la noche del sábado, emos que se hacen cortes en las venas, y librerías que se desbordan de sus estanterías. Ninis que ven programas de corazón la noche del sábado soñando la fama fácil de un tertuliano, que de mayor quieren ser un Messi o un Kronen. Este amigo no sale de fiesta, no le llega el presupuesto, aunque trate de convencerle de que no se necesita consumir para divertirse. He conocido a las princesas anoréxicas que, como en un cuento gótico, juegan con el viento en el patio del colegio a mover las hojas. También a los empollones o amanerados marginados en el bullyn que pasan luego a sufrir moobin como becarios sin contrato. 

El fantasma del paro ha venido a visitar mi pueblo desindustrializado de Norta. Quizá hemos derribado las chimeneas contaminantes de altos Hornos, pero nuevos espíritus amenazan nuestro insomnio, como el de los desahucios. Han surgido nuevos partidos políticos, como Podemos, nuevos mayos del 68 como el 15M, un gobierno al fin socialista. Los abuelos pensionistas se han rebelado. Las mujeres han salido a gritar a las manifestaciones. Y también nos hemos indignado con la Manada y con las violaciones y el maltrato a la mujer. No estamos nada orgullosos de ser la especie dominante ni de matar a los animales en pueblos y mataderos. O marear toros para nuestro divertimento. Hemos compartido pinchos veganos y militado en asociaciones LGTB, juventudes comunistas y escuelas de teatro. Se han creado revistas post-feministas de tercera ola. Hemos dicho No a la guerra. Y un tímido no al capital-estado, aunque sea porque la crisis ha reducido el consumo.  
  
Alguno de mis amigos no han terminado las asignaturas que les quedaban, no tenían dinero para la matricula. El ludópata sigue debiendo millones al banco, pero no le cojo ya el teléfono. Sé que se pasea por saunas, cabinas, sex shop y parques de cruisin homosexuales y bares de ambiente con cuartos oscuros. Algunos de mis amigos se han suicidado, como aquel pobre chapero. Tampoco sé nada de Belisa ni de su exnovia drogadicta, ni si sigue eternamente opositando y pluriempleada. Gilberto se despidió para siempre de mí. Hacía un año que no le veía. Y le conté toda mi vida un sábado a las 12 de la noche en mi casa. Cenamos una pizza pero a medida que contaba mis historias de Shedesade para no dormir él me iba pidiendo más y más bollos, alguna magdalena proustiana que acompañara el recuerdo, unas galletitas, ¡saca ya los bombones! Se fue a las 6 de la mañana. Al día siguiente mi padre me encontró en la cama, “¿Mucha fiesta?” “No, sólo resaca de palabras” Y un mensaje de wasap; “estoy pasando por otra crisis mental y estaremos 5 años sin volver a vernos”. A Gilberto se le quemó la casa de protección oficial de etxebide. Y a mí me quieren echar de casa y desde que me pillaron con el chico en la cama paterna me encargan todas las tareas de la casa.

La mujer de José pelea por la custodia mientras él sigue yendo a cursos de lanbide. Todo va a seguir igual. Los gitanos sin techo seguirán durmiendo en los cajeros. La crisis golpea en su cara más cruel a la yonqui seropositiva sin sitio donde caerse muerta. Seguiré gorroneando cafés a mis amigos. Nueva York sigue ahí como el sueño de libertad prometido, pero los ejecutivos continúan teniendo miedo al metro y a que las torres gemelas caigan sobre sus cabezas, como un dios muerto que orinara lágrimas. En el 11s no sólo cayó el capitalismo sino muchas personas de los rascacielos. Nos hemos desengañado del comunismo también, y no sé si Oswaldo en Cuba correrá mejor suerte que Kalim o Mohamed tras su viaje en patera. Sonia seguirá esperando a su amor eterno, entreteniéndose por el camino y Nuria seguirá paseando sus perros y carro de la compra por la rehabilitada Bilbao la vieja. La librera ha montado otro taller en su nueva casa, tras echar a las okupas anarkos del loft. 

Ya no se celebran recitales en el bar Flore porque eran más rentables las improvisaciones de teatro. En el último recital me susurró el organizador algo al oído, pensaba que sería una palabra de apoyo, pero dijo; cómo leas más de poemas te corto los huevos. Ya no me invitarán a más redbull tras mis poemas. Del último bar me echaron de mala gana tras dejar mi poesía para la última hora del sábado y veía marcharse a los asistentes a cada verso. Debo tener el poder de vaciar auditorios. Tuve que pagar por escribir en el libro de poesía que sacaron del festival y luego comprar mi propio libro. En mi última entrevista en una radio sudamericana tropical me regalaron una botella de agua y un cepillo de dientes como si saliera de una consulta del dentista. Me hicieron redactar a toda prisa un currículo literario que no leyó nadie, así que no sabía el entrevistador qué preguntarme, más que tópicos. Se perdió la grabación y deseé que se hubieran metido el cepillo por mejor lugar. El hermano del cineasta famoso da ahora talleres de dibujo a la salida de un colegio. Al poeta progre del País le ha dejado la mujer, una feminazi, asegura.  Han muerto unas cuentas viejas del club de ganchillo de la poesía. En el centro de día siguen los mismos fósiles sorbiendo su café. También ha muerto alguna vieja con síndrome de Down del taller ocupacional y no tardará en hacerlo mi abuelo en su residencia de soledad. Al menos han echado a la encargada amargada y vigorexica del taller Ausoa. 

El filósofo sigue recordando la movida y he hecho mi tesis sobre aquellos años de locura. He tenido el honor de ser ese 1% al que suspenden un trabajo de fin de grado demasiado trasgresor. He acabado la carrera y me han tocado tres becas seguidas y ahora empiezo un master en literatura. La abuela sigue invitándonos a comidas familiares en las que nadie habla. Las casas de veraneo han ido menguando y ya no tenemos Marina Horror. Sigo recortando periódicos, recogiendo cubatas, escribiéndome las manos. A Norai ya nadie va a los talleres, y no les caben más libros. Yeray sigue planteándose hacerse mujer pero no tiene dinero para ello y le asustan los efectos secundarios de las hormonas y la operación. Siguen llegando inmigrantes a la costa en pateras, por muchos muros que creamos edificar. A la salida de una reunión de militantes Afro vascos mi amigo llama racista al negro. Nuestros sueños también se han derrumbado como castillos en el aire. Pero hemos erigido nuevos.  Nadie sabe cuánto durará esta crisis, que parece endémica y que se ha extendido por toda Norta. El arte ya no busca la belleza sino la trasgresión a través de la mimesis con una realidad fea. No sé si estos relatos llamarán a la solidaridad, pero son un testimonio claro de vulneraciones a los derechos humanos que la ONU quiere utópicamente erradicar. No son en general historias en positivo, porque la realidad es ya de por sí suficientemente horrible. Las tragedias se desbordan del papel y no hace falta inventarme nada.

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