A la salida de la universidad, he decidido dar una vuelta con mi Cadillac robado y poner fin a mi vida. Pero ya me he cansado de caminar por carreteras sin nombre, y de embobarme
con el paisaje desde el mirador turístico, no encuentro un árbol celta digno de mi inmolación. Me apetece un trago y no me importa
bajar todo el monte Artxanda. Entro al primer bar de carretera que veo y pido
una copa. La escena es onírica, no por bucólica sino por irreal, hecha de la
sustancia nubosa con que se espumean sueños y borracheras. El chorro de ginebra va cayendo orgiásticamente sobre los hielos ruidosos. Unas prostitutas me sonríen
sentadas en sofás estampadas en piel de leopardo. En la barra se reparten estanterías
con botellas de licor de colores, como esos catalejos que al agitarse te hacen
ver las estrellas. Veo el mundo a través del vidrio del gintonic, luces
estridentes y angustiosas. Un barman con peluquín es el confidente idóneo para
este estudiante en crisis existencial. Sam no toca el piano pero un humo de
cine inunda todo, un humo existencialista y acodado en la barra pido otra. No soy un Camús, cualquier pose nihilista desentona. Enciendo un
cigarro y me miran como a un criminal. Me hubiera gustado ver a un héroe de
cine negro excusándose por fumar. Hay
que matar esta expulsión autodestructiva del thanatos pero antes cargarse
a Freud.
El bar está tan iluminado por lunes naranjas de neón que no encuentras un
lugar oscuro donde deprimirte a gusto. No pasa desapercibido mi cadáver en la
esquina, ni puedo hundir mi cabeza entre los brazos mientras me sirven otra
copa. No tengo un duro para emborracharme como un puto duro de película. Las
novelas beats me rayan como si me tirara de un piso y me quedara enganchado en
su terraza Martini. Recuerdo al viejo estoico que preguntó tras una conferencia
la mejor forma de suicidarse y el otro se la dijo. Es como poner el gas del
coche para matarse y ver que has puesto la calefacción.
El bar parece más un McDonald donde un payaso atemoriza a los
niños con su sonrisa. Me enciendo un cigarro con la mecha del anterior
fingiendo cara de asco y amargor. El nihilismo era el último romanticismo que
nos quedaba y también ha muerto. Negar el poder anegarte en la nada es la
negación de la negación heideggeriana. Mi tristeza queda ridícula o patética,
una pose incomprendida de ansiedad burguesa. Me siento una víctima emocional
sin empatía con el camarero que la aguanta por 6 euros. No me puedo quitar mi
mascara de clown con sonrisa invertida, ni esta careta progresista de postureo feo
y sartriano. Ninguna prostituta viene con sus besos de cantina. El camarero
pasa con prisa la bayeta sobre mis lágrimas de cocodrilo, que ha salido a
deshora de su jaula del zoo, esperando que acabe para pasar la fregona. Me quita el
vaso y limpia la barra. Me creo un Woody Allen que se cree Bogart. Escribir es
desnudarme, pero no como los pervertidos con gabardina de los parques, sino con
un estilo de estriptis a lo Show Girl.
Ya no se puede epatar al burgués ni tomar un puto whisky decente. Acabaron por
aburrirle, y no me queda ni un euro. Me despido de todas las putas, deseándoles feliz no cumpleaños, tambaleándome y vomitándome a mí mismo.
Atravieso la oscuridad y camino por la noche. Los gatos lloran
sobre cubos de basura, pero no lo suficiente. Ningún drogadicto me sale al paso para dar sentido a mi
incursión por el fin de la noche. Parece que han metido a todos los vagabundos
de la ciudad en centros de acogida y no tengo historias que contar. No hay ya borrachos
que me den consejos de vida. Los drogadictos acuden todos los días al Proyecto
Humano y a los comedores sociales de las monjitas buenas. Voy en pos de un
ideal de pobreza para escribir estos relatos y me he encontrado con mi propia
ruina. Las chimeneas humeantes de la ciudad son prosaicamente contaminantes. No
hay poesía. Dios está de mala ostia y mea sobre el descampado. Una vieja desde su
porche sureño a lo Carson McCullers de Artxanda comenta el mal tiempo que hace a un negro
sin dientes que toca el banjo. Me siento mal por somatizaciones literarios y me
duelo del mundo y de haberle dado mi cartera a la psicoanalista. Todo dolor ha
de tener su etiqueta que lo explique, pero me duelo sin más, sin ciencias puras
y exactas. Me recetan pastillas o flores de Bach, homeopatía y toda esa mierda.
Han logrado explicar todos los sentimientos y malestares, reduciéndolos a
sustancias que nos faltan en la cabeza, a estímulos negativos o positivos e interconexiones
neurales. Quieren conducir hasta nuestro
sueño, el sueño lúcido, todos aletargados en este sueño de bella durmiente. No
se preocupen, sólo es el bajón de un niño consentido, lleno de filósofos y
racionalizaciones. Oigo lloros de otros críos. Balsas de la medusa hundidas, y el
barco de Caronte relamiéndose sus colmillos de cancerbero por tantos óbolos de
un plumazo. Voces que me hablan. Consejos de la peña. La paloma que sobrevuela
la cabeza de Santa Teresa parece el bigote enroscado, puro y blanco de
Nietzsche.
Llueve una lluvia sucia, marrón, amarilla a ratos, que parece orín
o algo peor. Subo una ladera, he aparcado el coche en lo alto, me han engañado con
que había buenas vistas y que me sentiría un pájaro sobre las bandadas, y que desde allí mi cuerpo se desvanecería en cuestión de segundos. El
cuerpo no me responde, como en las excursiones con los padres scout. Estoy ya
mayor. La ciudad sólo es una cuadricula de ratonera geométrica desde allí arriba.
La naturaleza es el césped artificial de la universidad que se cae a pedazos en
la falda del monte. Las montañas parecen de plástico y el musgo importado. Pego
un grito de loco sobre el risco. A lo Munch, expresándome expresionista. Al vacío
jadeo como un perro viejo y me resoplan las aletas de mi nariz de anfibio
apresada en el acuario. Mi respiración la escucho cansada también. Nos va
llevando el viento, pasivamente, y en plural. Un destino y Moira de causalidades
casuales. Creemos ser libres en nuestra noluntad y distinguir las cosas,
mientras conduces de tu trabajo a casa por el ciber país de las pesadillas. Un
viaje sin movernos de esta odisea de barrio dublinés, entre bosques y laberintos
de tigres y espejos. ¡Que todo cambie para que nada cambie y el sistema no nos
cambie demasiado! Ojala no hubiera leído en Hölderlin que ojala no me enseñaran
nada las escuelas. Honderlin se mezcla
con borde-line al final de este acantilado dónde he empotrado mi coche robado. Finisterre,
he llegado al límite. Monólogos esquizofrénicos en mi coche con el gas puesto,
pero tranquilos, tras el pastillazo dormiré el sueño. Me cantaré una nana en el
asiento trasero y me acunaré en brazos del onanismo hasta el dulce Morfeo último. Me
contaré cuentos a mí mismo, y me abrazaré como hacía mamá o debió hacer. En este sentido patético de mi vida, todo se
llena de indolencia, laxitud o simple vagancia, spleen y dolor de huevos del alma de las cosas. La
muerte aparece con cara de Nacha Guevara en mi lado oscuro del corazón. Y en
mis sueños tanaticoéroticos también revolotea Terenci Moix travestido de santa Teresa o de Peter pan
luchando contra su sombra con una penosa espada de palo. Hay que enfrentarse a
la sombra, al monstruo de dentro, clavarle de una vez por todas la espada en el pecho.
Mezclo los antidepresivos con lágrimas de alcohol. “La muerte más dulce
era el corte de las venas en una bañera mientras se derrumba el Imperio y los
edificios eternos de Roma”, le respondió aquel payaso en la conferencia al
estoico que le preguntó la mejor forma de suicidarse. Un baño de leche a lo
Cleopatra, una áspid que te envenene de logos primero y final, un baño espumoso
de Marilyn a altas horas de la noche y unos antidepresivos y somníferos sumergidos
en ginebra y channeln5. Un histrión castrato melancólico e idiota contando una
historia de ruido y furia y nada. Un sueño de vida y representación, un Segismundo
preso en un teatro de sombras que peca sólo por haber nacido, un Hamlet que se
queda a solas con su calavera y el fantasma paterno y su monologo cuando ya
todos han abandonado el teatro. La calavera sonriente de Joystick castañeando sus dientes, el más irónico del cementerio. Un joker de Batman. Una danza
macabra, una partida de ajedrez. Una tragicomedia rodada con mi vida en la
super8 de Flassblinder. Una patética comedia humana.
Me desmayo borracho perdido en los tapizados asientos del vehículo y me salen los espíritus
de Bécquer por la boca como gusanos. Ardo como Altos Hornos de Dante en mi
infierno de otros y de mí mismo. Tengo ganas de seguir vomitando. Si deconstruyo mi vida lo degenero todo en
esta novela de generación y deformación. Un mino tauro escapa de mi pecho, un
ciclope picassiano que llama cubista al mundo. Un Ulises que le responde al
Polifemo que nadie se lo está cargando. Furia de fiera indomable que comete
crímenes en nombre de Shakespeare. Destripo al oso de peluche que guardo en la
guantera del coche. Le saco sus ojos de botón a puñetazos. Persiguen la
violencia en el arte y no en la vida. Arden mis libros en Fahrenheit nazi de
quijote. Me quemo como una mártir al señor. Las manos se mueven solas en el
tecleo del ordenador, como un piano que toca una partitura de muerte. Solo los
salvajes se salvan. Como un mal viaje de LSD, no despierto de la pesadilla. La
boca amarga enciende otro cigarro con la lengua. La fiebre trepa y la náusea y
el fantasma del insomnio que visita ateridos parpados. Somatizas y sodomizas la
cultura, joder. Olvidados reyes en historias interminables, lamentos de peña que
no me importan más que como prolongación de mi eco.
La pantalla en blanco del
ordenador portátil bosteza y las letras se resbalan como una peonza que agitan
unas niñas, un péndulo sin zahorí que lo mueva en un eterno retorno repetido por el Timesnewroman.
Quiero dejar algo coherente escrito antes de guiñarla. Pero ni mis ojeras de fantasma asexuado ni la noche me dejan escribir una sola línea. El coche parece la fragua
de Vulcano con el gas puesto. El humo me va adormeciendo, no me enteraré de mi
muerte, no habrá más teatro ni grandes palabras finales. Sonríe un estúpido
arco iris en el cielo. Se deshace un hielo en la nevera portátil de la que saco
otra cerveza. No puedo quitarme la piel del calor. Realidad dual, ambivalencia platónica,
triángulo de Aristóteles...todo para concluir que al final todo es uno, ya
sabemos quién. Pero la amada nada de mi
cuerpo y el todo de su cielo son la misma espiral multidimensional infinita.
Piezas de este ocho por ocho con olvidados reyes y peones obreros, en los que siempre
gana Bergman. Racionalizados por psicólogos, como consumidores potenciales, somos
registrados por las máquinas de fichar o de follar o cosificados por las
cajeras del Carrefour. O por…Me da igual… ¡Qué sueño!...
¡Mierda! Me he quedado dormido, pero no la he palmado. Creo. Me duele la
cabeza, una migraña insoportable. ¡Si al menos hubiera un policía que me
considerase su hijo prodigo, tras el que correr y gritarle algo revolucionario..!
Pero no me detienen, la resaca no es pecado original todavía. Y el suicidio lo
han legitimado entre Kinkegaard y la eutanasia. Me miro en el retrovisor. Me
he convertido en uno de los vagabundos de mis relatos, en un personaje
literario que queda ridículo en la vida real. Me he caído del Cadicallc y he acabado babeando y tirado en la hierba, como en aquellos cursis campamentos
scout mirando las estrellas, o cuando escapaba del aliento dominico de papá. La
biblioteca era mi templo por el día, pero por la noche no me importaba dormir bajo una
iglesia si lograba cerrar los ojos al dios del techo. No me importaba hacerme
una choza entre cartones, aunque ya me habían advertido que Santa Teresa
también había empezado jugando de niña a ser ermitaña. No sé por qué idealizaba a
este lumpen de parásitos sociales, por qué mi príncipe tenía que ser rojo y de
izquierdas. Yo buscaba al pirata trotamundos de Espronceda y me sentaba con los
heroinómanos fingiendo ser uno de ellos. Aunque me rulaban sus porros y los
pinchos que les regalaban los bares al cerrar, nunca sería uno de ellos, era un
intruso en aquellas tragedias.
Me estaba llenando de mierda en el charco de mis
propios vómitos y me arrastré como pude hasta un matadero público y allí me
derrumbe. No recuerdo nada de esa noche en el hospital, dormí como un angelito.
Dicen que sueño en tensión, que no dejo de levantar el puño en alto, que me
revuelvo gritando en pesadillas y que ningún exorcista me puede quitar el
demonio. Ahora miro a la luna bobalicón, con el puño sosteniendo la quijotesca.
Peter no volverá aunque le llame a gritos por la ventana. Me resisto a cerrar
la ventana, aunque no he olvidado volar, creo. Salgo del armario de la fantasía
dónde me he reprimido, monstruo que se esconde bajo la cama, bajo siete
colchones y dientes de leche de ratón, caliente con mi bata blanca, mientras la
lluvia repica como pájaro carpintero en la ventana. Creo que con un poco de té
y dulce miel se me pasará el nihilismo. No me los puedo permitir, me dejan baldado
con todo lo que fumo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario