1de octubre día de todos los santos.
"Prefiero la paz eterna al infierno de mi colegio"
"Seré libre" "Mis pies se pararán, pero continuarán mirandoos mis ojos"
Jokin camina sereno por la muralla de Hondarribia. Impávido sonámbulo,
alucinada alma errante de errores ajenos. Sigiloso niño haciendo una trastada en
la nocturnidad y alevosía del inmolador en primer grado. Recorre angostas
calles, sombra más del camino. Sube la antigua ciudadela con sus pies tullidos,
se cae, se derrumba, en un viacrucis calvario, hasta su liberación final. En vano se aferra a la muralla pétrea de
cuyo abrazo áspero se aparta. Anda fatigosa, pesadamente. Caminar es un proceso
rutinario, dar un paso tras otro, pero él dará esta noche el último paso
cruzando el umbral final. La ikastola tiene verja y puerta cerrada, barrotes de cárcel y un preso dentro clama al
cielo: “Mi pecado es haber nacido” Jokin se siente Jesús, ¿por qué me has
abandonado en este valle de lágrimas tan solo? Ni el viento responde. Llega al
límite de la muralla, pero su reino ya no es de este mundo. Quiere coser su sombra a su espalda para
hacer menos ruido. Camina torpe, odiándose así mismo. Todo le asusta. Le han
hecho tener miedo: El canto de un grillo, la palidez de una luciérnaga, esa
falsa calma y silencio quieto de su vecindario familiar y respetable. Las luces
apagadas. De noche todos los gatos pardos maúllan mientras los camioneros de basura
vacían contenedores. Su vecindario duerme el sueño de los justos. De noche nada
es lo que parece y todo resulta amedrentador. Un borracho se retuerce por las
calles, sujetándose la tripa, arrastrado, vomitándose a sí mismo. La noche se
llena de presencias amenazantes, ruidos inquietantes y sombras que acechan. Su
decisión es irrevocable, ya no puede echarse atrás, un paso más, sólo uno.
Jokin atraviesa la oscuridad, sordo y ciego a las vetas de luz abriéndose
paso. El mar también ruge y la brisa le sopla la nuca. Un viento serpentino se
queja soplando veletas en los tejados y arremolina su pelo. Siente frio, escalofríos,
las orejas enrojecidas, el corazón achicado y contraído, acobardado en su pecho
dolorido. El viento es hierro que le abrasa a fuego vivo su alma congelada. Su
pecho se derrite en agua de lágrimas. Se está haciendo pis, como cuando se
meaba encima en el autobús camino a una excursión y todos se reían de él. La
andereño le gritaba; “Yo no puedo ser tu madre” Le vienen a la cabeza todas
esas risas crueles, punzantes sobre su cuello. Le tocaban las orejas y se las
movían diciendo “txolo txolito”. Una saliva amarga se le ha clavado en la
garganta. Los recuerdos taladran. Quiere huir de esas voces, recuerdos, insultos.
Ante una agresión solo hay tres salidas. Cristo (con el que los curas
le habían hecho identificarse de niño) pone la otra mejilla a sus enemigos,
aunque él había venido a hacer la guerra y no la paz. Cuando se deja matar le
pide a su Dios que les perdone porque no saben lo que hacen. Pero él no les iba
a poner su nalga derecha en bandeja y quedar como un mártir. La segunda opción
es enfrentarse, pero su honda no iba a derribar a estos Goliats que sólo
entienden el lenguaje de los puños. Los sapiens evolucionados se defienden con
la palabra de Polifemo, haciéndoles creer que es Nadie él que les ataca. Jokin
no quería devolver ojo por ojo, caer en la bajura moral del otro. La violencia
sólo llama a más violencia, los jóvenes airados son hijos de la ira. Sus
acosadores querían que se rebajara al puño pero él no quería hacer daño ni a
una mosca. La solución más racional
parecía ser la de huir, no había hecho otra cosa en la vida que escapar y
evadirse. Pero a modo de proyección y trauma, tarde o temprano regresaban sus
risas llenas de baba para enfrentarlas en el recuerdo.
Le
llevaban el puño a los ojos haciendo el amago de pegarle para divertirse con su
reacción y sus reflejos. Él se asustaba como damisela. Las ventanas de su colegio se agolpan de
lágrimas, mudas de toda palabra. El viento se lleva todo, menos el recuerdo.
Quizá hay algo morboso en adivinar sus últimos pensamientos, pero en vida a
nadie le importó lo que Jokin pensara. Nadie le tendió una mano amiga. Le
tiraban al suelo y le pegaban como a un cuerpo sin rostro, un saco de boxeo
donde descargarse, un trozo de carne que
vapulear. La memoria esquiva lo que duele, y trata de borrarlo y censurarlo. Pero
Jokin ha liberado la caja de Pandora del recuerdo: cuando dejó escapar la
esperanza ya nada fue lo mismo.
En la entrada de la ikastola una placa rezaba; “Quienes entréis aquí abandonar
toda esperanza” El infierno de los Otros está aquí en la tierra. La Bestia es
el hombre y su nombre es legión. Tienden sus compañeros sus garras peludas de
uñas afiladas y puntiagudas. Clavan sus colmillos licántropos, ávidos de
sangre. Un tribunal inquisidor le condena a la hoguera del aquelarre. Cuelgan sus
sangrientos miembros con el peso de una cadena, y le queman en el fuego. Le
flagelan, torturan y escupen el pelo. Le comen la cabeza creyendo, como las
tribus africanas, que así les pasará su cerebro de empollón. ¡Le habéis matado,
matones, lentamente, gota a gota! Estos abejorros después de matar mueren. La herida
sólo a vosotros hiere, pero no podéis evitar herir por vuestra naturaleza de
moscas cojoneras, ladillas que succionan sangre e inocencia. En cada agresión mordéis
más vuestro propio aguijón venenoso. Como zumbidos en la oreja, los recuerdos duelen.
Jokin era la miel que atraía a los zánganos. En su mierda se revolvían estas
mosquitas muertas, más muertas cada día. A Jokin no le aterraba la ilustración
del infierno de una lectura piadosa, ni una pintura negra. Le han quemado en un
infierno terrenal, hoguera de vanidades. Se había hecho un Juan sin miedo, a
vueltas de todo, cuando venían él ya había vuelto, pero ¿Hasta cuándo puede
resistir un corazón humano?
En su pira arde como un crucificado que clame a Dios o una bruja que
invoca al demonio. Los diablos entonaban
un réquiem en su entierro en vida. Lloráis plañideras hipócritas después, ¡Oh
greca tragedia! Espectros y esperpentos hacen de su cuerpo aposento. Resucita
la infecta carne del mundo pecador, tuberculosis degenerativa que va cebándose
en los pulmones de la tierra, bubones llenos de peste granjeándole el corazón.
Como un cristiano al que se come un león; un judío errante carbonizado en su
campo de exterminio de pueblo elegido, al que le llueve el maná divino de la
cámara de gas, o un feto que nace muerto pero bautizado. La victima agoniza y
suplica sin dignidad ya que le aplasten su cabeza por piedad, para dejar de
sufrir. Resulta patético el charco de sangre, la resistencia del cerebro a
morir. Han arrasado con las briznas de hierba del parterre original y el campo
está yermo y quemado. En el jardín del paraíso los jinetes del Apocalipsis
trotan indomables en caballos negros por un desierto ahogado de silencio. El
hombre es un lobo sanguinario que nunca sacia en su avidez. Un cáncer devora la anatomía del mundo. La
calavera quiere llorar y no puede: sus ojos los recorren los gusanos. Tampoco
recuerda cómo era eso de reír. Sus compañeros de colegio bailan una danza
macabra, con Jokin en el centro. Es su diferencia y rareza la que queman, es lo
distinto lo que asusta. Se va quemando en este aquelarre improvisado, mientras
chutan balones contra su cabeza o le obligan a pasar un pasillo de manos
alzadas que le golpean la cabeza. ¿Sientes ya el dolor del fuego? Le tiran de
la oreja un día y otro, como una tortura china, soplándole en la nuca y
susurrándole; Solo, Solo, siempre vas a estar solo.
Aquella disciplina inglesa en pleno siglo XXI, era el castigo más exquisito
de una civilización refinadamente sádica de chavales. Le escupían el pelo, le
tiraban al suelo, le cubrían de patadas. Su cerebro no podía aguantar tantas
descargas de silla eléctrica. Sujetan sus ojos con pinzas, como en una manzana
mecánica, para que vea todo el dolor del mundo. Resuenan a su espalda risas sarcásticas,
histriónicas, de monos hirientes y miméticos. Perros de pelea que al olor de la
sangre se excitan y devoran con más crueldad y saña. Le señalan con el dedo, y le llaman frikie y
flipado. Le pasan su corrupción y él los redime. Se ha cansado de ser la
víctima y los agresores se han olvidado de que lo fueron.
En Norta-rribia esta mañana la nieve se desliza pegajosa por las calles
empedradas. Los quitanieves arrastran capas de escarcha por la plaza y la
barren las porteras hasta el bordillo de las aceras. La nieve huele a recuerdo de navidad. Jokin
fue el muñeco de nieve de sus compañeros, un tentetieso derribado en el patio,
hecho de paja y nieve. Un pelele hinchable con su kit de mearse de miedo en los
pantalones. Les regalaron por navidad esta marioneta a los niños malcriados y
ellos la destrozaron y cortaron la cabeza. Los recuerdos caen, copos de nieve, y
el viento mueve el cadáver inerte de Jokin como una veleta más. El pasado duele y hay que darle algún
sentido, no demasiado absurdo en nuestro esquema mental. Los árboles se van
desnudando de frio y la muralla se llena de hojas en el otoño de sus
vidas.
Jokin vuelve esta noche como un
espectro de Shakespeare a señalar con el dedo a sus asesinos. Nos trae malas
conciencias y unas cuantas noches en vela más. No arrastra ninguna sabana ni
cadena con bola. Jokin se ha quedado en
el camino. Peter Pan cansado de volar, voló por última vez. Batalló contra su propia sombra. Un beso
de Peter Pan me trae el viento y su polvo mágico de hada en las alas. Se
despide de los niños perdidos de la generación Botellón que amadrinó, y que
ahora seguirán sin él hasta convertirse en adultos grises y estresados. Peter
ya nunca crecerá para ver cómo sus padres le han sustituido por otro niño. Wendy nos pinchó
con su dedal mágico en el dedo,. De Nunca Jamás no se regresa. Never more,
susurra el cuervo al viento, que esto no se repita. El viento sopla a
Jokin como el último beso de mamá. Y en el aire se esparce el polvo de alas. Un canto de
sirenas, circes y calipsos, que han quedado afónicas a la tragedia. Los adultos
perdieron su inocencia, y juegan a soldados, ganadores y vencidos, fuertes y
débiles. Niños viejos que en sus alcobas quisieran venir a este reino de fantasía
pero han olvidado cómo volar y soñar. Jokin nos amenazó: “Yo seré libre y
quedarán mis ojos mirando”. Juzgando a sus inquisidores y verdugos. La ventana
se empaña de lágrimas, muchos años de auto inculpación. Pero al fin a Jokin le han brotado alas y voló. Ha dejado
de ser niño, pero también de crecer. Ha regresado al jardín de infancia en que
los niños eran inocentes, sin colegios que los malearan.
Su madre no le dejaba
mancharse en el barro del parque. Todo era “caca”. Le prohibió jugar con las
mariposas, tirarse por la pendiente del río y perseguir al viento. Aprendió a
arrancar las flores, disecarlas en herbarios y dejar de olearlas. Dejó de vivir
y aprendió a juzgar la vida, se acostumbró a que las preguntas nunca se
contestaran. Aprendió a hablar para después callar en la escuela. Nunca tuvo una infancia feliz, pero a veces
se recuerda como un dios que encantaba a la naturaleza de mitos y pensamientos
mágicos. Adán o la Nada dado la vuelta. Su infancia era la nada. Le
espabilaron, se cayó al final del manzano, o le tiraron del árbol de la vida. Creció
más rápido que los otros niños, quizá había nacido ya niño viejo. Fueron los
demás los que le tiraron su cántaro de lecherita al suelo. La comadrona le dio
una hostia sagrada para despertarle de su sueño placentario y luego la vida fue
golpe tras golpes. Le despertaron violentamente del sueño de bella durmiente.
Se evadía en sus fantasías, pero los compañeros le bajaban de de la nube y parra.
Le llamaban “triste amapola” pero él no quería madurar como una manzana que se
pudre hasta caer. Siempre la maldita manzana con gusano: el pecado, la
conciencia, la ciencia cayendo sobre Newton, la que hizo despertar a Blanca
nieves a un sueño eterno, la que Guillermo Tell disparó contra su Padre al
arrancarse sus ojos de Edipo, cegados de luz. Manzana de logos que sabía ácida,
verde, que te quiero verde, como Peter Pan,
los ojos de Minerva, la esperanza. Le obligaron a morder una manzana
envenenada y agria, cada chiste verde amargaba más y podría más su presunción
de inocencia.
A sus profesores les molestaba su candidez. A sus compañeros les
asustaba su pureza. Su timidez se antojaba prepotente, sus silencios
incomodaban, sus ojos daban miedo. Naces
en pañales, sin pan en el brazo, y los demás te juzgan. Hay circunstancias que nos determinan. El
criminal no nace con un gen maligno o un chip de delincuente marginal sino que
se hace en un entorno desfavorable. No hay naturalezas demoniacas ni pecados
originales. Los genios nacen en familias con más recursos culturales,
que lo posibilitan. No nacemos buenos o malos sino inconscientes, espejos de
cómo nos miran otros ojos ajenos. No hay destino fatal y hay que seguir
queriendo el mundo y no sólo el subsistema y la parcelita que nos ha tocado.
Enseguida se criminaliza a la víctima, se culpa al marginal de su
marginación en nombre de la Libertad condicional que nos da el capitalismo de
consumir. La estatua de Nueva York señala una libertad económica y un sueño
americano que algunos rechazan porque les quita la luz del sol, y así se
condenan a sí mismos al ostracismo. Quizá para ellos la libertad es algo más
que cambiar de canal con el mando a distancia, pero los convertimos en cigarras
culpables de su suerte y expulsadas del hormiguero. Cabras locas y desempeñadas
que se salen del rebaño que bala el gregario canto gregoriano. A veces el
pastor de almas tiene compasión por su lobito bueno y abandona un momento a las
demás ovejas en busca de su hijo prodigo. A veces se les concede RGIs, migajas
del sistema, a estos parásitos sociales del lumpen. No entienden los pastores
de su Dios Capital Estado que a veces no tenemos nosotros solo la culpa de que
nos marginen, como no la tiene él que nace en la pobreza.
Pero los propios siquiatras culpabilizan, criminalizan a la víctima del
bullyn, La misma histeria de culpa la
han aprovechado estos nuevos curas, gurús del “orfidal del pueblo”. Derrumban en
terapias de choque los recursos autodefensivos de la sique de estos niños, piensan
que su neurosis desaparecerá si juegan al golf y hacen deporte como los demás.
Los psicoanálisis quedan reservados a las hijas de la burguesía a las que hacen
sentir fatal hablándolas de sus fases anales, electras y edipos. Pero a los
hijos de obrero se les destinan terapias conductistas, más prácticas y útiles,
sin el rollo ese de racionalización y filósofo. Si fuma quitas el tabaco y
listo. La conducta negativa acabará por irse con estímulos negativos, correctivos,
como si esta no fuera consecuencia de una conciencia compleja detrás. Se trata de que los ratones sigan girando en
la polea, produciendo, tras el queso que reparte el jefe, profesor o
laboratorio farmacéutico. En el redil normativo de la cordura políticamente
correcta dejamos por miedo nuestras cabezas, para que la confiesen y aconsejen.
Los psicólogos le decían a Jokin que no se adaptaba. No lograba aprender el
eusquera, palabras difíciles que se atragantaban en su cerebro. No tenía a nadie
con quién hablar, obligado al ostracismo y voto de silencio, aunque ardía de
palabras dentro. Le llamaban el santito, por su carácter sumiso, y le hicieron
su esclavo. No tuvo nunca amigos, sólo relaciones sadomasoquistas. Llevaba en
la frente un sambenito, un estigma de Caín, un cartel de marginado. Había intentado
siempre huir. En la carta que había dejado a sus padres escribió: ¡Quiero ser
libre!
Jokin se ha llevado su dolor y secretos a la tumba. Unas velas brillan
a los pies de la muralla, como una lucecita de amor, para demostrarle al
descreído preadolescente que hay personas con corazón que ponen velitas y que
la llama es eterna. Ahora su familia ha sido noticia y han llenado su casa de
cámaras y periodistas que enredan por todas partes. Han atestado la puerta de
mensajes de condolencia, coronas funerarias, cartas de apoyo... parafernalia de
rendir culto al muerto cuando se le ha marginado toda la vida. ¡Hipócrita
cultura en torno a la muerte! En el chopo del jardín Jokin se balanceaba en un
columpio, que ahora se mece en silencio. El jardín parece abandonado y mustio
tras su muerte, dejado a la mano perezosa de Dios, y las arañas caen del
columpio desolado. Han encendido la chimenea y salen volutas de humo. Las
madreselvas se han enredado en el jardín florido, escenario de sus juegos y su
paraíso infantil, el jardín de los secretos. Allí perdía el tiempo contemplando
musarañas y leyendo libros que aumentaban más su locura, según los psicólogos,
pobre quijote.
.
Fuí amigo de Jokin. Me da miedo
su suicidio valiente y cobarde y me he enterrado en vida. Le llamaban calavera
por su cara famélica, siempre triste. El espectro de Jokin me visita y
atormenta mi insomnio. Me he identificado con él, y hasta creo que me ha
poseído como a los místicos. Jokin no quiere irse de mi cabeza propensa a las
obsesione, irrumpe en mí la lluvia
agolpada en la ventana. Sus lágrimas caen por sus mofletes sonrosados y
enturbian mis propios ojos. Fui cómplice de los golpes que le daban en el
estómago. Su mancha de sangre no se borra en la pared. Jokin había escrito; “Aunque
mis pies ya no puedan andar, seguiré mirándolos con mis ojos”. Su mirada acusadora
llora por todos nosotros. Nos dejó su sudario de llanto. Su espíritu me llama
desde el otro lado del espejo, y pide al mundo que deje de llorar. El valle del
Bisasosa se ha teñido de sangre, es imposible lavar la conciencia o las manos. Vemos la
noticia desde el frio monitor de televisor, pero su tragedia se nos desborda y
es imposible secar la sala. Su figura lánguida y taciturna se ha convertido en
un mueble más de mi salón.
Jokin era un pato feo, su único
crimen fue no tener el cuello erguido de los cisnes negros. Un Kalimero que
nunca dejó de llorar. Siempre iba agachado y encorvado, con la mirada al suelo
y los ojos huidizos y perdidos, y una sonrisa tímida que nos iluminaba. Se
acoplaba a los grupos pidiéndonos con sus ojos tiernos que fuéramos sus amigos.
Su vocecilla sonaba como la de un moribundo que aún conserva algo de ilusión en
la retina. “El hombre es bueno hasta que lo cambian”. Solíamos reflexionar
sobre la inocencia natural. Rousseau Nietzsche… nos llevaban a altas
reflexiones, en la fraternidad de las confidencias y lágrimas compartidas. Él
era mi camarada, mi hermano, mi igual. Y aunque él era yo mismo, le negué siete
veces siete. Le di el beso de Judas y le traicioné. Renegué del profeta mártir
crucificado. Iban a pegarle y yo decía que no le conocía de nada para que no me
golpearan a mí. Fui un cobarde, sabía quiénes le acosaban por internet y en el
patio pero no dije nada a nadie. Los profesores lo excusaban: “son cosas de
niños”. Los psicólogos le culpaban a él y a su carácter difícil. Él ha logrado
volar y liberarse para siempre de su cabeza, que era la que más le golpeaba.
Quizá no ha sido más que otra huida más. La cárcel del mundo sigue en pie, con
nuevas víctimas y agresores. Él sólo quería ser libre, un espíritu libre ni
bien ni mal pensante, ¡Oh, libre!
Ahora es nuestro fantasma y se
ha vengado. Nos hace sentir culpable. El odio le fue matando. Le hicimos carne
de cañón, cabeza de turco al que golpear y descargar nuestros problemas como en
los juegos bélicos de ordenador en que se dispara a muñecos de trapo que no
sienten. Un títere manejado con nuestros hilos. Un tonto útil o inútil al que culpar
de todo, chivo expiatorio y cordero de
dios. Le ataban los cordones a los zapatos para verle tropezar. Le pegaban
patadas. Miles de latigazos de toallas mojadas le golpeaban en los vestuarios
tras la gimnasia. Le hinchaban de patadas sin ningún problema de conciencia. Le
perseguían con pistolas de agua, y de
balas de goma, y si hubiéramos tenido armas como en EEUU se habría montado aquí
una masacre. El propio Jokin habría emprendido a tiros contra sus crueles
compañeros y sus profesores, que hacían la vista gorda y desatendían del
problema. Le perseguían por toda la
ciudad con un láser para quemarle los ojos, o le echaban colirio en los ojos y
él manoteaba ciego. Le amenazaban con navajas y le llenaron el móvil y el
correo electrónico con amenazas. Él se metía en chats para hacer amigos, pero
allí también le insultaban y le hacían la vida imposible. En el comedor le escupían en el plato. Era el
perro al que los niños crueles ponen latas en el rabo. Le tiraban a los
charcos. Jokin cogió miedo a los balones de fútbol, todas las pelotas iban
destinadas a su cabeza, y no podía pasar por una calle con niños. Cuando se
acercaba a nosotros le negaban el saludo, se apartaban de él, no le invitaban a
ninguna fiesta. El divertimento era verle humillado y vejado. Otros compañeros
le dedicaban su látigo de indiferencia, y le ignoraban, pero la mayoría le
insultaba directamente. Se divertían dejándole en vergüenza delante de la
profesora. Le apuñalaban traperamente por la espalda, vacilándole con hachazos,
como sierpes mordiéndole viperinas, ceceantes, susurrantes y ladinas. Le
atacaban por detrás, cobardemente, envenenándole de odio la manzana.
Jokin se sentía basura, inferior
a una mota de polvo. Desde niño le robaron los bocadillos de la merienda. Le
insultaban, perseguían y acosaban por toda la ciudad. Estaba amenazado de
muerte y de violación. En las clases de natación le hacían aguadillas. Le
robaban la ropa en los vestuarios. Se reían de su cuerpo, criticaban su ropa.
Se metían con el nivel económico de sus padres. Le llamaban españolito porque
le costaba aprender el eusquera. Le rompían su diario y sus escritos. Le
robaban los deberes. Juzgaban hasta el menor gesto que hiciera. Le pegaban
mocos en su gabardina. Cuando él pasaba apartaban la vista. Su moral se fue
hundiendo, le hacían el vacío en todo sitio. Era divertido tirarle al fango, al
barro, a los charcos. Más bajo no podía caer. Les divertía empujarle para verle
chillar afeminadamente. Le abofeteaban, le tiraban del pelo y le clavaban las
uñas, le agarraban del cuello…. Sembraron en él una cantinela de insultos que
cada noche le martillaba la cabeza. Sólo podía pararla con tranquilizantes por
la noche. Le daban ataques de ansiedad y su sueño era pesado, poblado de
pesadillas y fantasmas. Le manipularon psicológicamente. No fue una mano invisible.
Tienen rostro los que le empujaron
aquella noche de la muralla al vacío. Hundieron su autoestima maltratándole y le hicieron odiarse así mismo. Había
aprendido a callarlo todo. A veces su voz insegura trataba de quejarse, pero
nadie la escuchaba. Dependía del juicio de los demás. ¿El karma del odio
volverá a sus agresores? Se sentía un aborto fallido, un error de la ciencia,
un niño probeta que sale mal, un fallo genético. Le hicieron creer que era
distinto, diferente al resto, alienígena aterrizado en nuestro patio de colegio
de otro planeta. Su reino no era de este mundo. Para unos era un retrasado
mental aunque algunas profesoras le llamaban geniecillo despectivamente, les
chocaba que el niño no supiera eusquera pero fuera tan brillante en literatura.
Jokin se sentía de sobra en esta vida, su delito era haber nacido. Los
distintos no tienen derecho a existir en este mundo homogéneo de pensamiento
único y excluyente. Me gustaría que Jokin hubiera desaprendido todo lo que nos enseñaban
las escuelas, de-construyendo la mala educación. Deseo que haya regresado a ese
jardín en que fue feliz e inconsciente. Ya ha dejado de huir, su cabeza
descansará de otra noche de voces. No sé si ha encontrado al fin la libertad, sí
realmente ha conseguido volar. He topado, amigo Sancho, con esta muralla entre Jokin y el
mundo, ¡un muro de vergüenza!
Email de una compañera de colegio de Jokin.
Cuanto
más tiempo pasa peor me siento. Un gusano se come mi interior por no haberte
defendido. Hace ya un año de lo
ocurrido pero hoy, no sé por qué, me ha
venido otra vez el flash, se me ha vuelto a agolpar todo en la mente. He estado
todo el día comiéndome el coco, dándole una y otra vuelta de tuerca al mono tema.
Me sentía hecha polvo, de bajón, plof, no tenía fuerzas ni para levantarme de la cama. Sí me levantaba era para dar
vueltas sin sentido de un lado al otro del cuarto. Me emparanoio. Ya no vivo en
mí. Me preparaba un café cargado. Pero recordaba su cara. Esa noche me invitó a bailar con él en la fiesta... Me
miró con su carita de niño bueno, ojitos de gato, de cordero degollado, perdidos,
de loco, pero dulces. Estaba triste y lánguido, pero sus retinas verdes,
ilusas. ¡Que movida! ¿Por qué recuerdo tanto sus ojos, tía? Tenía razón, ya lo creo.
“Mis ojos seguirán mirándoos aunque se paren mis pies” Era una amenaza, un mal
de ojos, la maldición pesa sobre todos nosotros. Su forma de mirarme, me daba
miedo. Aún me aterra la forma en que me mira. Sin decir nada. Y yo tampoco. Ni
el siquiatra sabe hacerle desaparecer de mis pesadillas. Me descubro ahora
conociéndole, a veces pienso que le quiero, otras le odio. ¡Si no le hubiera
rechazado! No teníamos que haberle dejado solo en la fiesta. Le hice un
desplante. Y ya no le volví a ver más.
Ahora tengo su imagen grabada en la mente, entre ceja y ceja. El fantasma
pulula por toda la casa. Me despedí de él insultándole. Le aparté con asco e
indiferencia. ¡Me cebé con él! ¡Qué crueles podemos llegar a ser! Me odio, me doy asco a mí misma, todo lo que
le pasó al chaval…Y cada vez que veo su cara en el telediario se me atraganta
la comida. Me pide que baile una danza macabra con él, pero yo le aparto, le
empujo y salgo llorando de la habitación. No puedo olvidarle. Un día se borrará
de mi insomnio su cara, y esta conciencia como mosca zumbándome la oreja. Cada
mañana ahogo mi cabeza en el agua de la ducha, pero no se va el pepito grillo,
y mis manos salen más sucias cuanto más me las lavo. Las paredes están
manchadas de sangre, y el polvo y la mierda no cabe ya bajo la alfombra. Me he
desahogado contigo, perdona la chapa, no sé si esta noche dormiré con esta
comedura de cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario