sábado, 18 de agosto de 2018

EL INFIERNO DEL ACOSO Y LA MURALLA DE JOKIN DE HONDARRIBIA


1de octubre día de todos los santos.

                     "Prefiero la paz eterna al infierno de mi colegio"
                                    "Seré libre"  "Mis pies se pararán, pero continuarán mirandoos mis ojos" 

Jokin camina sereno por la muralla de Hondarribia. Impávido sonámbulo, alucinada alma errante de errores ajenos. Sigiloso niño haciendo una trastada en la nocturnidad y alevosía del inmolador en primer grado. Recorre angostas calles, sombra más del camino. Sube la antigua ciudadela con sus pies tullidos, se cae, se derrumba, en un viacrucis calvario, hasta su  liberación final.   En vano se aferra a la muralla pétrea de cuyo abrazo áspero se aparta. Anda fatigosa, pesadamente. Caminar es un proceso rutinario, dar un paso tras otro, pero él dará esta noche el último paso cruzando el umbral final. La ikastola tiene verja y puerta cerrada,  barrotes de cárcel y un preso dentro clama al cielo: “Mi pecado es haber nacido” Jokin se siente Jesús, ¿por qué me has abandonado en este valle de lágrimas tan solo? Ni el viento responde. Llega al límite de la muralla, pero su reino ya no es de este mundo.   Quiere coser su sombra a su espalda para hacer menos ruido. Camina torpe, odiándose así mismo. Todo le asusta. Le han hecho tener miedo: El canto de un grillo, la palidez de una luciérnaga, esa falsa calma y silencio quieto de su vecindario familiar y respetable. Las luces apagadas. De noche todos los gatos pardos maúllan mientras los camioneros de basura vacían contenedores. Su vecindario duerme el sueño de los justos. De noche nada es lo que parece y todo resulta amedrentador. Un borracho se retuerce por las calles, sujetándose la tripa, arrastrado, vomitándose a sí mismo. La noche se llena de presencias amenazantes, ruidos inquietantes y sombras que acechan. Su decisión es irrevocable, ya no puede echarse atrás, un paso más, sólo uno. 

 


Jokin atraviesa la oscuridad, sordo y ciego a las vetas de luz abriéndose paso. El mar también ruge y la brisa le sopla la nuca. Un viento serpentino se queja soplando veletas en los tejados y arremolina su pelo. Siente frio, escalofríos, las orejas enrojecidas, el corazón achicado y contraído, acobardado en su pecho dolorido. El viento es hierro que le abrasa a fuego vivo su alma congelada. Su pecho se derrite en agua de lágrimas. Se está haciendo pis, como cuando se meaba encima en el autobús camino a una excursión y todos se reían de él. La andereño le gritaba; “Yo no puedo ser tu madre” Le vienen a la cabeza todas esas risas crueles, punzantes sobre su cuello. Le tocaban las orejas y se las movían diciendo “txolo txolito”. Una saliva amarga se le ha clavado en la garganta. Los recuerdos taladran. Quiere huir de esas voces,  recuerdos, insultos. 

 
Ante una agresión solo hay tres salidas. Cristo (con el que los curas le habían hecho identificarse de niño) pone la otra mejilla a sus enemigos, aunque él había venido a hacer la guerra y no la paz. Cuando se deja matar le pide a su Dios que les perdone porque no saben lo que hacen. Pero él no les iba a poner su nalga derecha en bandeja y quedar como un mártir. La segunda opción es enfrentarse, pero su honda no iba a derribar a estos Goliats que sólo entienden el lenguaje de los puños. Los sapiens evolucionados se defienden con la palabra de Polifemo, haciéndoles creer que es Nadie él que les ataca. Jokin no quería devolver ojo por ojo, caer en la bajura moral del otro. La violencia sólo llama a más violencia, los jóvenes airados son hijos de la ira. Sus acosadores querían que se rebajara al puño pero él no quería hacer daño ni a una mosca.  La solución más racional parecía ser la de huir, no había hecho otra cosa en la vida que escapar y evadirse. Pero a modo de proyección y trauma, tarde o temprano regresaban sus risas llenas de baba para enfrentarlas en el recuerdo.  

Le llevaban el puño a los ojos haciendo el amago de pegarle para divertirse con su reacción y sus reflejos. Él se asustaba como damisela.  Las ventanas de su colegio se agolpan de lágrimas, mudas de toda palabra. El viento se lleva todo, menos el recuerdo. Quizá hay algo morboso en adivinar sus últimos pensamientos, pero en vida a nadie le importó lo que Jokin pensara. Nadie le tendió una mano amiga. Le tiraban al suelo y le pegaban como a un cuerpo sin rostro, un saco de boxeo donde descargarse,  un trozo de carne que vapulear. La memoria esquiva lo que duele, y trata de borrarlo y censurarlo. Pero Jokin ha liberado la caja de Pandora del recuerdo: cuando dejó escapar la esperanza ya nada fue lo mismo.
 Resultado de imagen de infierno
En la entrada de la ikastola una placa rezaba; “Quienes entréis aquí abandonar toda esperanza” El infierno de los Otros está aquí en la tierra. La Bestia es el hombre y su nombre es legión. Tienden sus compañeros sus garras peludas de uñas afiladas y puntiagudas. Clavan sus colmillos licántropos, ávidos de sangre. Un tribunal inquisidor le condena a la hoguera del aquelarre. Cuelgan sus sangrientos miembros con el peso de una cadena, y le queman en el fuego. Le flagelan, torturan y escupen el pelo. Le comen la cabeza creyendo, como las tribus africanas, que así les pasará su cerebro de empollón. ¡Le habéis matado, matones, lentamente, gota a gota! Estos abejorros después de matar mueren. La herida sólo a vosotros hiere, pero no podéis evitar herir por vuestra naturaleza de moscas cojoneras, ladillas que succionan sangre e inocencia. En cada agresión mordéis más vuestro propio aguijón venenoso. Como zumbidos en la oreja, los recuerdos duelen. Jokin era la miel que atraía a los zánganos. En su mierda se revolvían estas mosquitas muertas, más muertas cada día. A Jokin no le aterraba la ilustración del infierno de una lectura piadosa, ni una pintura negra. Le han quemado en un infierno terrenal, hoguera de vanidades. Se había hecho un Juan sin miedo, a vueltas de todo, cuando venían él ya había vuelto, pero ¿Hasta cuándo puede resistir un corazón humano? 

 

En su pira arde como un crucificado que clame a Dios o una bruja que invoca al demonio.  Los diablos entonaban un réquiem en su entierro en vida. Lloráis plañideras hipócritas después, ¡Oh greca tragedia! Espectros y esperpentos hacen de su cuerpo aposento. Resucita la infecta carne del mundo pecador, tuberculosis degenerativa que va cebándose en los pulmones de la tierra, bubones llenos de peste granjeándole el corazón. Como un cristiano al que se come un león; un judío errante carbonizado en su campo de exterminio de pueblo elegido, al que le llueve el maná divino de la cámara de gas, o un feto que nace muerto pero bautizado. La victima agoniza y suplica sin dignidad ya que le aplasten su cabeza por piedad, para dejar de sufrir. Resulta patético el charco de sangre, la resistencia del cerebro a morir. Han arrasado con las briznas de hierba del parterre original y el campo está yermo y quemado. En el jardín del paraíso los jinetes del Apocalipsis trotan indomables en caballos negros por un desierto ahogado de silencio. El hombre es un lobo sanguinario que nunca sacia en su avidez.  Un cáncer devora la anatomía del mundo. La calavera quiere llorar y no puede: sus ojos los recorren los gusanos. Tampoco recuerda cómo era eso de reír. Sus compañeros de colegio bailan una danza macabra, con Jokin en el centro. Es su diferencia y rareza la que queman, es lo distinto lo que asusta. Se va quemando en este aquelarre improvisado, mientras chutan balones contra su cabeza o le obligan a pasar un pasillo de manos alzadas que le golpean la cabeza. ¿Sientes ya el dolor del fuego? Le tiran de la oreja un día y otro, como una tortura china, soplándole en la nuca y susurrándole; Solo, Solo, siempre vas a estar solo.
Aquella disciplina inglesa en pleno siglo XXI, era el castigo más exquisito de una civilización refinadamente sádica de chavales. Le escupían el pelo, le tiraban al suelo, le cubrían de patadas. Su cerebro no podía aguantar tantas descargas de silla eléctrica. Sujetan sus ojos con pinzas, como en una manzana mecánica, para que vea todo el dolor del mundo. Resuenan a su espalda risas sarcásticas, histriónicas, de monos hirientes y miméticos. Perros de pelea que al olor de la sangre se excitan y devoran con más crueldad y saña.  Le señalan con el dedo, y le llaman frikie y flipado. Le pasan su corrupción y él los redime. Se ha cansado de ser la víctima y los agresores se han olvidado de que lo fueron. 

 Resultado de imagen de infierno

En Norta-rribia esta mañana la nieve se desliza pegajosa por las calles empedradas. Los quitanieves arrastran capas de escarcha por la plaza y la barren las porteras hasta el bordillo de las aceras.  La nieve huele a recuerdo de navidad. Jokin fue el muñeco de nieve de sus compañeros, un tentetieso derribado en el patio, hecho de paja y nieve. Un pelele  hinchable con su kit de mearse de miedo en los pantalones. Les regalaron por navidad esta marioneta a los niños malcriados y ellos la destrozaron y cortaron la cabeza. Los recuerdos caen, copos de nieve, y el viento mueve el cadáver inerte de Jokin como una veleta más.  El pasado duele y hay que darle algún sentido, no demasiado absurdo en nuestro esquema mental. Los árboles se van desnudando de frio y la muralla se llena de hojas en el otoño de sus vidas. 

 
Jokin vuelve esta noche como un espectro de Shakespeare a señalar con el dedo a sus asesinos. Nos trae malas conciencias y unas cuantas noches en vela más. No arrastra ninguna sabana ni cadena con bola. Jokin se ha quedado en el camino. Peter Pan cansado de volar, voló por última vez.  Batalló contra su propia sombra. Un beso de Peter Pan me trae el viento y su polvo mágico de hada en las alas. Se despide de los niños perdidos de la generación Botellón que amadrinó, y que ahora seguirán sin él hasta convertirse en adultos grises y estresados. Peter ya nunca crecerá para ver cómo sus padres le han  sustituido por otro niño. Wendy nos pinchó con su dedal mágico en el dedo,. De Nunca Jamás no se regresa. Never more, susurra el cuervo al viento,  que esto no se repita. El viento sopla a Jokin como el último beso de mamá. Y en el aire se  esparce el polvo de alas. Un canto de sirenas, circes y calipsos, que han quedado afónicas a la tragedia. Los adultos perdieron su inocencia, y juegan a soldados, ganadores y vencidos, fuertes y débiles. Niños viejos que en sus alcobas quisieran venir a este reino de fantasía pero han olvidado cómo volar y soñar. Jokin nos amenazó: “Yo seré libre y quedarán mis ojos mirando”. Juzgando a sus inquisidores y verdugos. La ventana se empaña de lágrimas, muchos años de auto inculpación. Pero al fin a Jokin le han brotado alas y voló. Ha dejado de ser niño, pero también de crecer. Ha regresado al jardín de infancia en que los niños eran inocentes, sin colegios que los malearan. 

                         Su madre no le dejaba mancharse en el barro del parque. Todo era “caca”. Le prohibió jugar con las mariposas, tirarse por la pendiente del río y perseguir al viento. Aprendió a arrancar las flores, disecarlas en herbarios y dejar de olearlas. Dejó de vivir y aprendió a juzgar la vida, se acostumbró a que las preguntas nunca se contestaran. Aprendió a hablar para después callar en la escuela.  Nunca tuvo una infancia feliz, pero a veces se recuerda como un dios que encantaba a la naturaleza de mitos y pensamientos mágicos. Adán o la Nada dado la vuelta. Su infancia era la nada. Le espabilaron, se cayó al final del manzano, o le tiraron del árbol de la vida. Creció más rápido que los otros niños, quizá había nacido ya niño viejo. Fueron los demás los que le tiraron su cántaro de lecherita al suelo. La comadrona le dio una hostia sagrada para despertarle de su sueño placentario y luego la vida fue golpe tras golpes. Le despertaron violentamente del sueño de bella durmiente. Se evadía en sus fantasías, pero los compañeros le bajaban de de la nube y parra. Le llamaban “triste amapola” pero él no quería madurar como una manzana que se pudre hasta caer. Siempre la maldita manzana con gusano: el pecado, la conciencia, la ciencia cayendo sobre Newton, la que hizo despertar a Blanca nieves a un sueño eterno, la que Guillermo Tell disparó contra su Padre al arrancarse sus ojos de Edipo, cegados de luz. Manzana de logos que sabía ácida, verde, que te quiero verde, como Peter Pan,  los ojos de Minerva, la esperanza. Le obligaron a morder una manzana envenenada y agria, cada chiste verde amargaba más y podría más su presunción de inocencia. 

 
A sus profesores les molestaba su candidez. A sus compañeros les asustaba su pureza. Su timidez se antojaba prepotente, sus silencios incomodaban, sus ojos daban miedo. Naces en pañales, sin pan en el brazo, y los demás te juzgan.  Hay circunstancias que nos determinan. El criminal no nace con un gen maligno o un chip de delincuente marginal sino que se hace en un entorno desfavorable. No hay naturalezas demoniacas ni pecados originales. Los genios nacen en familias con más recursos culturales, que lo posibilitan. No nacemos buenos o malos sino inconscientes, espejos de cómo nos miran otros ojos ajenos. No hay destino fatal y hay que seguir queriendo el mundo y no sólo el subsistema y la parcelita que nos ha tocado. 

Enseguida se criminaliza a la víctima, se culpa al marginal de su marginación en nombre de la Libertad condicional que nos da el capitalismo de consumir. La estatua de Nueva York señala una libertad económica y un sueño americano que algunos rechazan porque les quita la luz del sol, y así se condenan a sí mismos al ostracismo. Quizá para ellos la libertad es algo más que cambiar de canal con el mando a distancia, pero los convertimos en cigarras culpables de su suerte y expulsadas del hormiguero. Cabras locas y desempeñadas que se salen del rebaño que bala el gregario canto gregoriano. A veces el pastor de almas tiene compasión por su lobito bueno y abandona un momento a las demás ovejas en busca de su hijo prodigo. A veces se les concede RGIs, migajas del sistema, a estos parásitos sociales del lumpen. No entienden los pastores de su Dios Capital Estado que a veces no tenemos nosotros solo la culpa de que nos marginen, como no la tiene él que nace en la pobreza. 

 
Pero los propios siquiatras culpabilizan, criminalizan a la víctima del bullyn,  La misma histeria de culpa la han aprovechado estos nuevos curas, gurús del “orfidal del pueblo”. Derrumban en terapias de choque los recursos autodefensivos de la sique de estos niños, piensan que su neurosis desaparecerá si juegan al golf y hacen deporte como los demás. Los psicoanálisis quedan reservados a las hijas de la burguesía a las que hacen sentir fatal hablándolas de sus fases anales, electras y edipos. Pero a los hijos de obrero se les destinan terapias conductistas, más prácticas y útiles, sin el rollo ese de racionalización y filósofo. Si fuma quitas el tabaco y listo. La conducta negativa acabará por irse con estímulos negativos, correctivos, como si esta no fuera consecuencia de una conciencia compleja detrás.  Se trata de que los ratones sigan girando en la polea, produciendo, tras el queso que reparte el jefe, profesor o laboratorio farmacéutico. En el redil normativo de la cordura políticamente correcta dejamos por miedo nuestras cabezas, para que la confiesen y aconsejen. Los psicólogos le decían a Jokin que no se adaptaba. No lograba aprender el eusquera, palabras difíciles que se atragantaban en su cerebro. No tenía a nadie con quién hablar, obligado al ostracismo y voto de silencio, aunque ardía de palabras dentro. Le llamaban el santito, por su carácter sumiso, y le hicieron su esclavo. No tuvo nunca amigos, sólo relaciones sadomasoquistas. Llevaba en la frente un sambenito, un estigma de Caín, un cartel de marginado. Había intentado siempre huir. En la carta que había dejado a sus padres escribió: ¡Quiero ser libre! 

Jokin se ha llevado su dolor y secretos a la tumba. Unas velas brillan a los pies de la muralla, como una lucecita de amor, para demostrarle al descreído preadolescente que hay personas con corazón que ponen velitas y que la llama es eterna. Ahora su familia ha sido noticia y han llenado su casa de cámaras y periodistas que enredan por todas partes. Han atestado la puerta de mensajes de condolencia, coronas funerarias, cartas de apoyo... parafernalia de rendir culto al muerto cuando se le ha marginado toda la vida. ¡Hipócrita cultura en torno a la muerte! En el chopo del jardín Jokin se balanceaba en un columpio, que ahora se mece en silencio. El jardín parece abandonado y mustio tras su muerte, dejado a la mano perezosa de Dios, y las arañas caen del columpio desolado. Han encendido la chimenea y salen volutas de humo. Las madreselvas se han enredado en el jardín florido, escenario de sus juegos y su paraíso infantil, el jardín de los secretos. Allí perdía el tiempo contemplando musarañas y leyendo libros que aumentaban más su locura, según los psicólogos, pobre quijote.
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Fuí amigo de Jokin. Me da miedo su suicidio valiente y cobarde y me he enterrado en vida. Le llamaban calavera por su cara famélica, siempre triste. El espectro de Jokin me visita y atormenta mi insomnio. Me he identificado con él, y hasta creo que me ha poseído como a los místicos. Jokin no quiere irse de mi cabeza propensa a las obsesione,  irrumpe en mí la lluvia agolpada en la ventana. Sus lágrimas caen por sus mofletes sonrosados y enturbian mis propios ojos. Fui cómplice de los golpes que le daban en el estómago. Su mancha de sangre no se borra en la pared. Jokin había escrito; “Aunque mis pies ya no puedan andar, seguiré mirándolos con mis ojos”. Su mirada acusadora llora por todos nosotros. Nos dejó su sudario de llanto. Su espíritu me llama desde el otro lado del espejo, y pide al mundo que deje de llorar. El valle del Bisasosa se ha teñido de sangre, es imposible  lavar la conciencia o las manos. Vemos la noticia desde el frio monitor de televisor, pero su tragedia se nos desborda y es imposible secar la sala. Su figura lánguida y taciturna se ha convertido en un mueble más de mi salón.
 
Jokin era un pato feo, su único crimen fue no tener el cuello erguido de los cisnes negros. Un Kalimero que nunca dejó de llorar. Siempre iba agachado y encorvado, con la mirada al suelo y los ojos huidizos y perdidos, y una sonrisa tímida que nos iluminaba. Se acoplaba a los grupos pidiéndonos con sus ojos tiernos que fuéramos sus amigos. Su vocecilla sonaba como la de un moribundo que aún conserva algo de ilusión en la retina. “El hombre es bueno hasta que lo cambian”. Solíamos reflexionar sobre la inocencia natural. Rousseau Nietzsche… nos llevaban a altas reflexiones, en la fraternidad de las confidencias y lágrimas compartidas. Él era mi camarada, mi hermano, mi igual. Y aunque él era yo mismo, le negué siete veces siete. Le di el beso de Judas y le traicioné. Renegué del profeta mártir crucificado. Iban a pegarle y yo decía que no le conocía de nada para que no me golpearan a mí. Fui un cobarde, sabía quiénes le acosaban por internet y en el patio pero no dije nada a nadie. Los profesores lo excusaban: “son cosas de niños”. Los psicólogos le culpaban a él y a su carácter difícil. Él ha logrado volar y liberarse para siempre de su cabeza, que era la que más le golpeaba. Quizá no ha sido más que otra huida más. La cárcel del mundo sigue en pie, con nuevas víctimas y agresores. Él sólo quería ser libre, un espíritu libre ni bien ni mal pensante, ¡Oh, libre!     
 
Ahora es nuestro fantasma y se ha vengado. Nos hace sentir culpable. El odio le fue matando. Le hicimos carne de cañón, cabeza de turco al que golpear y descargar nuestros problemas como en los juegos bélicos de ordenador en que se dispara a muñecos de trapo que no sienten. Un títere manejado con nuestros hilos. Un tonto útil o inútil al que culpar de todo, chivo expiatorio y  cordero de dios. Le ataban los cordones a los zapatos para verle tropezar. Le pegaban patadas. Miles de latigazos de toallas mojadas le golpeaban en los vestuarios tras la gimnasia. Le hinchaban de patadas sin ningún problema de conciencia. Le perseguían con pistolas de agua, y  de balas de goma, y si hubiéramos tenido armas como en EEUU se habría montado aquí una masacre. El propio Jokin habría emprendido a tiros contra sus crueles compañeros y sus profesores, que hacían la vista gorda y desatendían del problema.  Le perseguían por toda la ciudad con un láser para quemarle los ojos, o le echaban colirio en los ojos y él manoteaba ciego. Le amenazaban con navajas y le llenaron el móvil y el correo electrónico con amenazas. Él se metía en chats para hacer amigos, pero allí también le insultaban y le hacían la vida imposible.  En el comedor le escupían en el plato. Era el perro al que los niños crueles ponen latas en el rabo. Le tiraban a los charcos. Jokin cogió miedo a los balones de fútbol, todas las pelotas iban destinadas a su cabeza, y no podía pasar por una calle con niños. Cuando se acercaba a nosotros le negaban el saludo, se apartaban de él, no le invitaban a ninguna fiesta. El divertimento era verle humillado y vejado. Otros compañeros le dedicaban su látigo de indiferencia, y le ignoraban, pero la mayoría le insultaba directamente. Se divertían dejándole en vergüenza delante de la profesora. Le apuñalaban traperamente por la espalda, vacilándole con hachazos, como sierpes mordiéndole viperinas, ceceantes, susurrantes y ladinas. Le atacaban por detrás, cobardemente, envenenándole de odio la manzana.
Jokin se sentía basura, inferior a una mota de polvo. Desde niño le robaron los bocadillos de la merienda. Le insultaban, perseguían y acosaban por toda la ciudad. Estaba amenazado de muerte y de violación. En las clases de natación le hacían aguadillas. Le robaban la ropa en los vestuarios. Se reían de su cuerpo, criticaban su ropa. Se metían con el nivel económico de sus padres. Le llamaban españolito porque le costaba aprender el eusquera. Le rompían su diario y sus escritos. Le robaban los deberes. Juzgaban hasta el menor gesto que hiciera. Le pegaban mocos en su gabardina. Cuando él pasaba apartaban la vista. Su moral se fue hundiendo, le hacían el vacío en todo sitio. Era divertido tirarle al fango, al barro, a los charcos. Más bajo no podía caer. Les divertía empujarle para verle chillar afeminadamente. Le abofeteaban, le tiraban del pelo y le clavaban las uñas, le agarraban del cuello…. Sembraron en él una cantinela de insultos que cada noche le martillaba la cabeza. Sólo podía pararla con tranquilizantes por la noche. Le daban ataques de ansiedad y su sueño era pesado, poblado de pesadillas y fantasmas. Le manipularon psicológicamente. No fue una mano invisible. Tienen rostro  los que le empujaron aquella noche de la muralla al vacío. Hundieron su autoestima maltratándole  y le hicieron odiarse así mismo. Había aprendido a callarlo todo. A veces su voz insegura trataba de quejarse, pero nadie la escuchaba. Dependía del juicio de los demás. ¿El karma del odio volverá a sus agresores? Se sentía un aborto fallido, un error de la ciencia, un niño probeta que sale mal, un fallo genético. Le hicieron creer que era distinto, diferente al resto, alienígena aterrizado en nuestro patio de colegio de otro planeta. Su reino no era de este mundo. Para unos era un retrasado mental aunque algunas profesoras le llamaban geniecillo despectivamente, les chocaba que el niño no supiera eusquera pero fuera tan brillante en literatura. Jokin se sentía de sobra en esta vida, su delito era haber nacido. Los distintos no tienen derecho a existir en este mundo homogéneo de pensamiento único y excluyente. Me gustaría que Jokin hubiera desaprendido todo lo que nos enseñaban las escuelas, de-construyendo la mala educación. Deseo que haya regresado a ese jardín en que fue feliz e inconsciente. Ya ha dejado de huir, su cabeza descansará de otra noche de voces. No sé si ha encontrado al fin la libertad, sí realmente ha conseguido volar. He topado, amigo Sancho, con esta muralla entre Jokin y el mundo, ¡un muro de vergüenza!  

 

Email de una compañera de colegio de Jokin.
Cuanto más tiempo pasa peor me siento. Un gusano se come mi interior por no haberte defendido. Hace ya un año de lo ocurrido  pero hoy, no sé por qué, me ha venido otra vez el flash, se me ha vuelto a agolpar todo en la mente. He estado todo el día comiéndome el coco, dándole una y otra vuelta de tuerca al mono tema. Me sentía hecha polvo, de bajón, plof, no tenía fuerzas ni para levantarme  de la cama. Sí me levantaba era para dar vueltas sin sentido de un lado al otro del cuarto. Me emparanoio. Ya no vivo en mí. Me preparaba un café cargado. Pero recordaba su cara. Esa noche  me invitó a bailar con él en la fiesta... Me miró con su carita de niño bueno, ojitos de gato, de cordero degollado, perdidos, de loco, pero dulces. Estaba triste y lánguido, pero sus retinas verdes, ilusas. ¡Que movida! ¿Por qué recuerdo tanto sus ojos, tía? Tenía razón, ya lo creo. “Mis ojos seguirán mirándoos aunque se paren mis pies” Era una amenaza, un mal de ojos, la maldición pesa sobre todos nosotros. Su forma de mirarme, me daba miedo. Aún me aterra la forma en que me mira. Sin decir nada. Y yo tampoco. Ni el siquiatra sabe hacerle desaparecer de mis pesadillas. Me descubro ahora conociéndole, a veces pienso que le quiero, otras le odio. ¡Si no le hubiera rechazado! No teníamos que haberle dejado solo en la fiesta. Le hice un desplante. Y ya no le  volví a ver más. Ahora tengo su imagen grabada en la mente, entre ceja y ceja. El fantasma pulula por toda la casa. Me despedí de él insultándole. Le aparté con asco e indiferencia. ¡Me cebé con él! ¡Qué crueles podemos llegar a ser!  Me odio, me doy asco a mí misma, todo lo que le pasó al chaval…Y cada vez que veo su cara en el telediario se me atraganta la comida. Me pide que baile una danza macabra con él, pero yo le aparto, le empujo y salgo llorando de la habitación. No puedo olvidarle. Un día se borrará de mi insomnio su cara, y esta conciencia como mosca zumbándome la oreja. Cada mañana ahogo mi cabeza en el agua de la ducha, pero no se va el pepito grillo, y mis manos salen más sucias cuanto más me las lavo. Las paredes están manchadas de sangre, y el polvo y la mierda no cabe ya bajo la alfombra. Me he desahogado contigo, perdona la chapa, no sé si esta noche dormiré con esta comedura de cabeza. 

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