martes, 21 de agosto de 2018

HISTORIA DE MI COLEGIO

HISTORIA DE MI COLEGIO
 
Mi colegio a partir de la ESO, la educación secundaria obligatoria, se radicalizó con la irrupción de estas tribus urbanas venidas de colegios públicos que cerraban por la crisis y con la venida de nuevos profesores, más profesionalizados que vocacionales. La educación primaria había sido lo más parecido a una infancia feliz, algo de lo que te puedes orgullecer cuando desempolvas un viaje álbum de fotos guardado en el desván. No me reconozco en aquel chico lánguido, con la mirada huidiza a la cámara, que hacía una mueca de mala gana al fotógrafo. ¡Ahora decir “patata”!  Yo lo que quería era gritar. Era el único al que se le había ocurrido ir de traje a la foto de clase, al lado de mi profesora de faldas, que me mimaba, y creía que mi sonrisa de circunstancias era de felicidad.
LA PRIMARIA, el fin de los 80
De mi jardín de infancia y primaria recuerdo canciones en eusquera, corros de la patata, castillos hinchables, colchonetas, trenecillos que robaba a los otros niños para hacerlos rodar por las paredes… canicas, parques infantiles llenos de heroinómanos dónde saltar a la rayuela… niñas que no me prestaban sus pañuelos klinex cuando el hijo del chatarrero me arrinconaba en una esquina del patio y me robaba el bocadillo de jamón, no era el chope ni la mortadela que a él le ponían, pero se permitía criticarlo…Recuerdo txalos pintxalos, Ana Belen entre globos de payasos de la tele, ¿cómo estan ustedes?, teresa raval, músicas de guitarras y cigarras, cantautores, pinochos que se fueron a pescar con la nariz, susanitas que tenían ratones, el conejo Ross que estaba comiendo Arros, “al saltar la comba me dijo el barquero las niñas bonitas no pagan dinero” y aquel patio de mi casa-colegio que cuando llovía “no te  mojas, como en los demás” Gogos y tabas en el suelo esparcidos, junto a unas cartas de magic, manas y tableros de juegos de rol en vivo… conejos de la suerte (Tu besaras al chico o a la chica que te guste más), el escondite inglés…a la abuelita paseándome orgullosa con el carro por toda la ciudad, mis compañeros envidiosos de que me hubieran regalado un hermano por navidad, los bocadillos con chocolate dentro de la nanni, cuentos de hadas en versiones dulcificadas, el cuento de mi padre de un loro que hablaba demasiado (que se parecía tanto a mí, en su indirecta),....

Construcciones del Lego, fuertes y barcos e islas con muñecos play-movil, barbys asexuadas a las que arrancaba sus melenas hasta convertirlas en góticas con las que ningún Keny se casaría…micromachines carreteando por la pared, actionmans, paredes de colores naranjas y rojas, un vaso de leche todas las mañanas, los juguetes compartidos en navidad, los libros de Teo y el Barco de vapor, manolito Gafotas, Harry Potter y otros mundos de Hippi en Barrio sésamo. Aquella librería cuidadosamente seleccionada por mi profesora esquizofrénica de pelo rojo, con toda la poesía del 27, Lorca, Miguel Hernández y por supuesto los animalitos y globos de Gloria Fuertes. Colecciones de pines y chapas contra el cierre de una central nuclear, la Garoña de entonces y los escapes de gas de Altos Hornos que nos obligaban a salir al patio, o los ensayos y simulacros de incendio, la colección de sellos de aquel cura que me llevaba a la celdilla despacho donde dormía en una cama que salía de la pared. Recuerdo aquellos absurdos sobres del Domun, la caridad de entonces, la sospecha de abusos sexuales, los cromos que nos regalaban para que compráramos el albúm y siguiéramos con la colección.  Se trataba de coleccionar: tazos, agendas casio, juegos de Nintendo, peonzas, gomas que se pegaban en la pared, diábolos, punteros laser o pistola de agua o de balas o fotos en aquellos coloridos finales de los 80, con sabor a Colacao y Nescui y a bocata de mortadela en los descansos 

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Guardo entrañable recuerdo de aquellas profesoras de los 80 que nos hacían ser creativos moldeando sus plastilinas y poniendo a unos cerdos de papel fosforito un rabo de algodón y hacer redacciones escolares llenas de buenismo, utopía y dibujos picassianos. Los libros olían al forro nuevo con que la asistenta o tata me los había forrado. Los herbarios olían a flores silvestres apresadas. Todos aquellos libros de literatura albergaban  poemas del 27 e ilustraciones de Gloria Fuertes que debíamos colorear con pinturas cera Marley, las Plastidecor y las de palo Alpino. Las gomas de borrar nos las llevábamos a la boca porque decían que eran de nata. Aquellas mujeres progresistas, y algo esquizofrénicas, con su pelo rojo, afirmaban que descansaban la cabeza haciendo aquellos trabajos creativos, pero mecánicos. De todas formas,  siempre estaba el cura de la catequesis dispuesto a leernos pasajes del nuevo testamento y su dios Amor.      

 
    
               
Estas profesoras de romanticismo infantil también tenían que lidiar con los profesores de historia a los que les gustaba más el materialismo dialectico, la Objetividad y el realismo panfletario y socialista del siglo XIX. Por si no tuviera poco lio en mi cabeza, empezábamos las clases de matemáticas rezando el padre nuestro para luego leernos aquel cura un poema de Machado. Aquel profesor se descargaba en sus clases de sus problemas matrimoniales, no entendía a los homosexuales ni las cosas modernas, y tocaba el culo y las tetas disimuladamente a la alumna que se acercara a borrar los senos y cosenos de la pizarra. Los profesores de eusquera eran borrokas, txistularis, abertxales, iban a la herriko taberna y volvían a clase algo borrachos. Los exámenes a la vuelta desprendían cierto hedor a tabaco. Los profesores de eusquera eran rechonchones y cercanos, y te los podías llevar un día de fiesta por el casco viejo. En la pared de mi colegio de curas había una Cruz, al lado de un Marx barbudo, una foto del Rey inmérito y otra del Papa. ¡Menudo cacao!

A la profesora creativa y bohemia la fueron arrinconando en la sala de profesores. Ella quería que dibujáramos palomas de Alberti cada vez que ETA mataba a otra víctima y no sólo cuando venía el espíritu navideño. Pero la bicho raro terminó por ser ella. La fueron rebajando de curso, cada vez hacía cantar La misa campesina a niños más pequeños. En la obra de teatro del colegio los curas obreros nos hacían representar la pasión moderna de Jesús o movernos como árboles de navidad, rimando absurdamente. La profesora nos contaba sus viajes a Turquía donde había fumado en una cachimba cantando “Estambul, no me esperes en el puerto” con unos hippys.  Nos hacía copiar números que se sumaban y restaban en cuadernos Rubio y mejorar nuestra caligrafía, que debía ser positiva y ascendente como la letra bonita de niña. Mi profesora no se daba cuenta que hasta nuestra ortografía la corregiría un ordenador. El colegio dejó de ser esa mezcla de profesores de HB dionisiacos, relamidos padres paules apolíneos y profesoras creativas y locas allá por los 80.  


              Empezaron a llegar los profesores especializados. Estos ya no nos usaban para desahogarse en una terapia de psicoanálisis por la que encima les pagaban, contándonos sus viajes a la India o rezando a Machado al comienzo de las clases de matemáticas. No, estos eran peor, porque habían puesto toda su vida en una disciplina vocacional, y así para la profesora de economía el capitalismo aprendido en la escuela de Sarriko era todo su mundo y lo explicaba todo desde los dinosaurios. El de historia hacía de La Objetividad su dios subjetivo. El de sociología se ponía muy pesado con lo social….y así cada loco con su tema, repitiendo los mismos contenidos año tras año, trataban de hacernos sus nuevos adeptos.         


LA SECUNDARIA, los 90
En los 90  se iban imponiendo criterios más económicos, o yo me hacía más mayor, y lo creativo se iba sustituyendo por lo productivo. “Esto no es la obra de un genio. Los genios no existen. Lo dice Umbral desde Madrid (para que no vayamos más genios a esa movida en la que ya no cabe nadie) Es una chapuza artística. Con la Encarta y la Wikipedia pueden redactar en ordenador trabajos más profesionales” Ya no volví a ver a la profesora loca, que escondía su medicación en el cajón, debajo de los poemas coloreados. Y así llegué a la Eso y cada vez había menos profesores progres de literatura, del tipo El club de los poetas muertos y cada vez eran más Michelle Pfeiffer en Mentes criminales, mujeres que habían estudiado su carrera de económicas en Sarrico, toda su vida cursis y escuchando a Mecano, y que de pronto se habían encontrado con unos negros hispanos del Bronx que las insultaban. La profesora se volvía una sargento del ejército mediando entre aquellos vándalos, pues toda dulzura progresista o educación sentimental se la tragaban con patatas. A todo progre blando o débil y a sus loables métodos de innovación pedagógica, se los comían. Se reían de los dibujos del profesor de Arte, de la esquizofrénica profesora de primaria. A los autoritarios les respetaban por miedo. No se margina ya solo a los chavales sino también a los profesores. La música era una maría y solo iban a esa clase a fumar porros. Y como si se pusiera galla la profesora y no les diera el aprobado general se iba a acordar de sus muertos.  Nuestros padres delegaban la responsabilidad de educarnos en estos maestrillos, que nos tenían que enseñarles valores y no sólo matemáticas. Yo tenía la cabeza llena de valores morales de diferentes escuelas enfrentadas y algunos ni eso.

Empezábamos las clases de historia por la revolución francesa, como si todo lo demás hubiera sido un terrible oscurantismo medieval. Nuestros padres estudiaron una historia nacional-socialista de reyes y santos y hazañas. Nosotros estudiamos las relaciones económicas de la historia, que habían escrito los marxistas, los perdedores. Pero yo ya estaba harto de tanta estadística de la escasez de remolacha en el antiguo régimen y quería más literatura en aquella ciencia fría y objetiva de la historia. Nuestros padres se educaron en la disciplina, el orden, la autoridad, el miedo, el castigo, la mala educación, los abusos sexuales del cura  y el maltrato con el cartabón en los dedos. Nosotros crecimos en la permisibilidad, en la ambigüedad moral, en el maltrato a nuestros padres y profesores, como pequeños dictadores. Los papeles han tornado, y ahora se maltrata a los que antes maltrataban.

A mí me gustaba inventar juegos en el recreo para mis compañeros de colegio, juegos de rol en los que tenían que buscar a un hechicero que les daba unas hierbas mágicas que brotaban junto a la fuente que solo arrojaba un hilito de agua, para ahorro de la comunidad de padres. Pero pronto entendí que solo había dos pandillas; la del fútbol y la del baloncesto. Y todos los demás éramos sus marginados.  Los chicos que no eran sanos ni hacían deportes se dividían a su vez en dos grandes grupos; los raros y los empollones. A todos nos llamaban frikis; monstruitos. Y también flipados; los que flipan, sueñan y vuelan y planean más elevados que el resto. 

Los empollones al menos renunciaban al deporte físico en nombre del espíritu y el intelecto. Pero los raros lo hacían simplemente porque eran diferentes o vagos. Y generalmente tampoco solían ser unas lumbreras del estudio. Entre los raros podías encontrar a los afeminados, que se pasaban la gimnasia saltando a la comba con las chicas o haciendo la tortilla o el bocadillo, que consistía en meter a un niño dentro de las dos colchonetas, como una hamburguesa a la que pudieras manosear y acosar sexualmente. Aquello niños excéntricos habían traído la modernidad consumista al colegio, las canciones de Bridney Spear y a las Spice Girls y las niñas les amaban porque se parecían a Justin Beaver y a los actores y modelos, rubios y afeminados, de sus revistas Super Top. Niños que no les daban tanto miedo como los que las tocaban las tetas al menor descuido. Bridney Spear era la virgen que se convierte en puta, siguiendo a Maddona y su beso mágico. Y se rebela a la estructura escolar tirando sus apuntes al suelo y moviendo la falda. Y Justin Beaver también representaba a ese NiNI eterno, que ni estudia ni trabaja y además posa como peter pan gay y sigue jugando a la play station en casa de sus padres, que siguen sufragándosela aunque el niño tenga  50 años. Claro que los curas debían tener especial cuidado con estos raros que a la menor podían denunciarles por acoso sexual y también había que distinguir correctamente las tribus urbanas que de ellos iban saliendo. No es lo mismo un punk que un gótico, un emo que una post-trans-feminista liberal radical de cuarta ola. 

Con los niños raros conocí los sitios de ambiente gay pues las niñas no me hacían ningún caso. Te negaban el pañuelo de klinex aunque te hubieran dejado la nariz sangrando. Yo no era un efebo de ojos azules y cara aniñada como las fotos de sus actores que adornaban sus carpetas. No me gustaban sus ripios adolescentes y sentimentales, me parecían unas cursis: “El verso más sincero de un poeta tiene dos letras que son TE QUIERO” anulaba cualquier otro intento por mi parte de elaborar un poema más profundo.  La profesora de pelo rojo me quería casar con la niña a la que le brotaron pechos antes que a las demás y que se refugiaba llorando en el cuarto de baño para que aquellos matones no la tocaran las tetas. Se llamaba Laura, como la amada platónica de Dante, y como la enamorada de Steef Urkell que era un tonto útil del que todos se reían y que pedía perdón después de cada charlotada. ¿He sido yo?

Creo que si me hubieran dejado en la cama como a Proust hubiera escrito una mejor novela de este tiempo perdido, hartándome de madalenas inspiradoras. La chacha Fregoña me encontraba todas las mañanas en mi cama, y suponía un gran estorbo cuando pasaba la aspiradora. Pero en la varicela leí mucho, leí a los  escritores tuberculosos de la Montaña mágica y hasta los delirios místicos de Santa Teresa. Quizá fui precoz, adelantado, y no se ponían de acuerdo curas, siquiatras, profesores y mis padres en sí era un genio, un retrasado mental, un niño prodigio, un disminuido psíquico, un minusválido, un aspergear, un borde-line (que debe ser un borde además de estar en el límite del abismo), un maniaco obsesivo, paranoico depresivo, esquízo afectivo falto de afecto, un bipolar hiperactivo con doble personalidad psicótica o  simplemente un esquizofrénico típico. ¡Vaya lio entre hiperactivos, hipersensibles, hiperestésicos, neurasténicos, neurolépticos, y neuróticos, en cuanto incorporaron a un psicólogo al colegio!

A mí me gustaba aquello de Honderlin: ¡Ojala no me hubieran enseñado nada las escuelas! Claro que acabó en un psiquiátrico como Nietzsche. Idealizaba al buen salvaje de Rousseau porque en mi pueblo había sido feliz y libre, con mi bici por las eras. Tenía el rostro sano, lozano y regordete, y sonreía en las fotos. La estructura te malea, te ata en corto, te doma y te reprime y oprime como una compresa que se lleva en silencio como las hemorroides. Desde la institución escolar hasta la de familiar lo sentí todo un constreñimiento de pelotas. A mis padres les decía el siquiatra que debían buscarme un colegio de educación especial para súper dotados, y ponerme una pizarra y una tiza para que le diera la vuelta a la teoría de la relatividad de Einstein, mientras escuchaba música clásica en un colegio conductista de paredes rojas y azules para aumentar mi creatividad, en plan Walden2 de Skinner.  Pero a ellos les convencía más llevarme a un programa de la tele donde un hermano mayor me enseñara a respetar a la autoridad y al orden santotomasiano. 

Sacaba mis buenas notas, mis dignos 7, y así mantenía a profesores y psicólogos callados. En las clases de literatura protestaba como los japoneses, trabajando el doble y haciendo más redacciones de las que me pedían. Las humanidades sí, porque el rollo me lo habían metido los curas en el cuerpo, pero la ciencia me costaba horrores. Los profesores ponían precio a nuestras cabezas de Billy el niño como cajeras del Carrefour, etiquetando fracasos escolares o niños con vocación al arte o de científicos. El siquiatra del colegio nos hacían un test cuantitativo que medía nuestras inteligencias, pero la suyo no le daba para hacernos uno de más cualidad. ¡No vean cómo se peleaban las madres tras estos cálculos del porcentaje de inteligencia de sus hijos! Todos los niños eran pequeños genios para todas aquellas madres, salvo para la mía. “Mi niño le gana al tuyo en el balance sopesado de cálculo numérico, lo que pasa que es un vago y no estudia ni pega clavo” Para mi madre era un caso perdido. Y si yo era un prodigio tampoco se lo dije a aquellas señoras y a los repelentes niños empollones que se pegaban por sacar más decimas de nota que los otros. Yo quería estar en la media, ser del montón, mediano, mediocre y normal, todo muy aristotélico, y de punto medio. Sabía que destacar por arriba o abajo me traería problemas. Despuntarte o desmarcarte del común denominador siempre resta más que suma, divide y no multiplica. Me podían volver a etiquetar, como si con etiqueta les diera menos miedo, y me volverían a marginar.

Todo lo tenemos que nombrar, numerar…En aquellos test se analizaba absolutamente todo; la memoria, lo visual, lo verbal, lo numérico… incluso nuestra conducta según eligiéramos tres opciones que nos daban debajo de una viñeta en la que un niño pegaba a otro. Había que tener cuidado con marcar una u otra porque eso determinaba tu carácter y psicología profunda. Yo sabía que responder para salir airoso, ósea normal, del test. Tasar todo aquello me parecía absurdo. ¡Es tan relativa la inteligencia académica y emocional! Yo creo que a todos aquellos niños no les tenían que haber obligado a estudiar. Quedaba muy progre retardarles la entrada al paro o al taller mecánico del padre, pero no servía de nada. Estaban escolarizados a la fuerza y el colegio respiró cuando todos aquellos niños, que venían de colegios públicos que habían cerrado con la crisis, se fueron. Se fueron a la formación profesional. Y muchos, demasiados, nos fuimos a la universidad. En el instituto al menos ya no había obligados que impidieran estudiar a los que sí querían. Y nos dividieron de nuevo en los de letras o humanidades, los de ciencias,  los de salud, los de economía y lo social y los de arte. Los de letras y artes eran los hipis de siempre, que optaban por las marías, vagos y maleantes. Aunque hubiera algún latinista de la RAE entre ellos.  Los que valen; valen y van a las ciencias. Y los futuros funcionarios e hijos de empresarios tiran por lo económico-social. 

Los profesores son cómplices del  acoso escolar, como todos los demás, pero a veces son las propias víctimas. He visto a muchas de esas profesoras progres llorar antes de entrar a clase y al salir. Tiraron una silla por la ventana. El profesor se acobardó en su mesa mientas los gamberros vaciaban el extintor de incendio por todo el pasillo, llenando el aula de espuma. Le habían pinchado las ruedas del coche y al pobre le jubilaron. Yo no me podía ir de la lengua o era hombre muerto. No hay cosa peor que ser el chivato lameculos del profesor, aunque me pasara los recreos con ellos filosofando en vez de aguantando el olor a porro de mis compañeros. Contar más de la cuenta significa ser mañana amenazado de muerte. Al hijo del profesor le marginaban solo por serlo. Al propio profesor se le ponían gallitos y le tiraban las gafas al suelo. Y al hijo le daban patadas en la espinilla. Bolas y aviones de papel planeaban por aquellas clases, mientras la pizarra se llenaba y borraba de tiza. Al empollón le bajaban de su púlpito de gafoso. Los curas ¡encima! nos decían que todos debíamos sembrar las semillas de talento que dios nos había dado. Esos curas obreros no distinguían entre igualdad de talentos o condiciones e igualdad de oportunidades capitalista. Creían que solo bastaba con darles la oportunidad, pero no todos tenemos el mismo talento ni para lo mismo, cada persona somos un mundo, y no sé si era más absurdo uniformarnos a todos pintando cerdos o dividirnos en ciencias y letras.

En ese igualitarismo absurdo se mezclaba cierto comunismo cristiano con este capitalismo en el que el más pobre carpintero de Belén puede pasar al instante de vender periódicos a dueño de una multinacional, a lo ciudadano Kane, el sueño americano. Además no contaban con el hecho de que muchos no querían estudiar. No respetaban su decisión, la noluntad de decir NO y les mantenían escolarizados. Se resistían a la idea de  privar a alguien de educación, por deficiente que fueran sus resultados académicos anotados o su comportamiento impidiendo el estudio del resto. Aceptar el deseo de que quien no quiere estudiar no es democrático. Les iban retardando la patada en el culo, les llamaban fracasos escolares con eufemismos y les hacían repetir cursos. A los chicos deportistas y sanos les aprobaban alguna asignatura, igual que tenían mano blanda con el de letras al que se le atascaban las matemáticas o al revés. ¿Cómo iban a decirle a la madre que le habían suspendido a su pequeño Mozart o Steve Jobs en potencia? Y la madre se iba tranquila a casa, porque mientras el niño estuviera allí metido no montaría la revolución en la calle o en la casa. En el fondo siguen sirviendo los colegios como correctivos sociales, modernos penitenciarios, se llamen ahora como se llamen, y tengan las paredes de colorines que tengan. 

Ahora creo que a mi generación nos han tenido más tiempo formándonos en cursos y más cursos que trabajando. Para que no nos llevemos el susto del paro, nos lo suavizan y endulzan como el café con leche y el terrón de azúcar diluido de la merienda en la catequesis. Y al final la parada de larga duración sabe más de ofimática que la funcionaria de Lanbide que le enseña y tiene cuatro carreras y no sé cuántas escuelas de idiomas. Aquellos curas se compadecían de nuestra ignorancia. “Cuando conozcáis el bien obrareis bien”, decía aquel catedrático de religión tan poco ético, que sabía mucho y se comportaba mal. Su intelectualismo moral era tan ingenuo que él creía trasmitirnos valores haciéndonos copiar una parábola de Jesús mil veces en la pizarra o en el cuaderno, hasta la saciedad. Tampoco le gustaba que ilustrara mis cuadernos con dibujos, dibujar a José carpintero era una herejía, era como mentar el nombre de dios en vano, aunque san José no fuera ningún dios. Aquel cura te castigaba contra la pared o al cuarto oscuro. No obraba de mala fe, pero obraba mal. Los profesores que vinieron después fueron más maltratados que maltratadores. Antes uno se ponía a currar en el taller del padre y los curas obreros no se rasgaban sus vestiduras ilustradas por ello. 


EL NUEVO COLEGIO PIJUS EN EL 20001 

Me apunté al colegio Pijus, allá en lo alto de un monte, el mejor colegio del país norteño para hijos de empresarios. Estaba junto al cementerio de Derio (que mi profesora de economía miraba con miedo, como el único nihilismo que se permitía en esas clases a los futuros hombres de provecho), el parque tecnológico, vivero de nuevas empresas, y el psiquiátrico de Zamudio, cerca también de un seminario. ¡Vaya mezclas de visiones desde las diferentes ventanas! Fuí allí huyendo del acoso de mi colegio. (DIGRESION: todos tenemos lo nuestro y que son pocos lectores a los que les importa lo que este autor sufra o haya sufrido. O su filosofía de vida. Debería desterrar de mis cuentos las digresiones y pensamientos, la moralina y los sentimientos subjetivos pero se me hace imposible dejar de ser sujeto). Aquel colegio también intentó deshumanizarme, pero tampoco lo logró. Por suerte siempre he sido autodidacta, un diletante al que escolarizan en una educación secundaria obligatoria. Mis padres eligieron el colegio más cercano a casa, sin importarles que fuera religioso o concertado, publico a la vez que privado. (A veces tengo la sensación de que todo lo que he elegido yo ha salido mejor o quizá lo vea así porque al menos de estos errores solo tengo la responsabilidad yo) Pero a mí me educó la biblioteca de mi pueblo, como a Miguel Hernández sus libros de libre prensadores entre cabras, que le hicieron un espíritu libre, ni bien ni mal pensante. 


El primer día en este nuevo colegio fue el 11 de setiembre de 2001. Recuerdo que nadie me habló aquel día, aunque conocía a una chica de un campamento que traficaba con películas pornográficas en el autobús, y también al hijo de la vecina, la profesora de literatura, que quería ser empresario y por eso nos vendía y regateaba cedés en el autobús, y al que le dejaba flipado que me comiera tanto la cabeza con mi primera y única novia. Tanta rayadura que él habría solucionado pragmatica y capitalistamente. También conocí al chico gordo, que representaba en lo académico a todos aquellos indolentes hijos de empresarios fumadores de costo. Era el empollón clásico: un tipo gordo, de pelo grasiento, obesidad mórbida, gafas pastosas y de culo de vaso, que se había aprendido de la A a la Z toda la enciclopedia de casa de sus padres y de P a PA la de la escuela. La repetía memoristicamente, conociéndose todos los inventores de todo. Era el presidente del club de ajedrez, ganaba premios internacionales, el representante del movimiento sindical estudiantil, el director de un programa de radio en que sólo hablaba él (Tú eres de los cela/umbrales esos, ¿no? No me digas más... Y yo no decía más), así como el director del club de debate escolar, el club de ocio, el club de escritura y lectura, la revista escolar.... En la revista entrevistaba por ejemplo a Xavier Gereñu, ya cascado y en la residencia, o publicaba sus fotos con Rosa Diez, la eurodiputada a la que tanto le molestó mi ingenua pregunta en su conferencia de sí la Unión Europea también hacía cosas en África. Me puse rojo como un tomate. Me dí cuenta de que las preguntas estaban ya estipuladas, las fotos concertadas y en todas quería salir aquel Miguel Ruin, figurando en todos los sarados, que le daban vida. Luego también lideraría clubes de debates universitarios, en los que la retorica o la extroversión importa más que la verdad, y tienes que defender al modo jesuita una tesis y su contraria. Yo les convencí a todos de ser un perfecto fatxa, defendiendo la unidad de España en contra de la independencia catalana. Hablaba del hijo prodigo, de la unidad de los reyes católicos, de la España vertebrada...y aún así no pasé a la final, ni gané dinero en los diferentes concursos de debate. Aquel día en que conocí a aquel tipo y la indiferencia del resto, volví a casa.... Encendí el televisor y pensé que mi padre se había dejado el video puesto. Las torres gemelas explotaban, caían entre nubes de humo, explosiones y personas gritando de horror, tirándose al vacio sobre Nueva York.  Aquel día se derrumbaban todos los mitos en los que aún me quedara algo de fe.   

Elegí aquella escuela tan clasista, pija y elegante, con tantos premios y buenas notas, piscinas, hangares, canchas de tenis, baloncesto... porque mi tía era profesora allí y una vecina, que ya no habla, también. Ambas, junto a la profesora que bailaba salsa en Algorta y vivía en un palacio de Neguri, encarnaban la figura de la profesora de literatura ideal: Entre ellas jugaban a ser el trio calavera "Carmen Martin Gaite, Ana María Matute y Josefina Aldecoa". Incluso las imitaban en los gestos, en las poses soñadoras, en las lecturas obligadas de ellas y en los textos que debíamos analizar léxicogramaticalmente… y por mucho que la pija señora de Neguri se riera de mis movimientos de pato mareado en la bolera de salsa (como si yo fuera tras los doblones de oro de su marido empresario)…yo la seguía idealizando. Ahora ha atestado el Facebook de fotos de ella con distintos modelitos en las playas de la margen derecha, o en el Benidorm con sus amigas del Inserso, como una exhibición de ego que me hace al fin des idealizarla. 


En estos tiempos de poetas- obreros del lenguaje y de materialismo no era correcto revindicar la inspiración del genio romántico, pero aquella mujer me inspiraba poemas. Los escritores eran simples técnicos marxistas a los que la inspiración pillaba trabajando. Lo romántico eran prejuicios pequeñoburgueses, aunque de vez en cuando una descripción a lo Gaite se permitía. El bulling se ignoraba en mi escuela hasta que se puso de moda, como se habían puesto de moda los cromos o los punteros con láser. Antes se corría un tupido velo, son cosas de niños, no vamos a escandalizarnos… y el problema persistía. Los padres no aceptan el agresor que hay en su hijo acosador. “Mi hijo es un angelito”. El dinero decide quién acosa a quién y quién exagera las cosas. Es más fácil culpan a los emigrantes o gitanos que a los hijos de un empresario. No se educa en valores sino en conocimientos. Y los padres delegan esas funciones en los profesores. Del autoritarismo del profesor y el cartabón en los dedos al pasotimo permisible. El adolescente se convierte en un dictador, ponche tirano. El agredido madura y se haces adulto antes de tiempo, le roban la infancia con sus navajas, persiguiéndole por todo el pueblo con pistolas de bolas de goma. Su carpeta está llena de amenazas.  Y el celofán del bocadillo, puesto con todo cariño maternal, se desprende de todo, derrumbado al suelo. Habría que analizar las circunstancias sociales de cada chaval por separado, las familias desestructuradas y disfuncionales, las separaciones y divorcios traumáticos, la pobreza de los barrios conflictivos… Pero esto es muy cansado y los aullidos de unos gatos en sus cubos de basura silencian mis lloros

Los profes perdieron su motivación, cobraban sueldos de mierda pero mejores que los maestros de la República, porque no todo lo explica el dinero. Mis compañeros les escupían a la cara todo lo que esa mañana nos fueran a contar. Todo era una chapa y rallaba. Los profesores, acobardados, ni se atrevían a dar la clase. Habían perdido el amor al arte, su vocación pedagógica. Ya no era la pasión con la que mi profesora loca recitaba a Lorca, creyendo propagar la revolución. Ahora se limitaban a cumplir con planes de contenidos ministeriales cada vez más impersonales. El colegio tenía su renombre y debía haber buenas notas y un número estipulado de aprobados, aunque para ello tuvieran que inflar las notas. Me gustaría agradecerles a estos profesores masoquistas que nos aguantaran. A riesgo de resultar pelota o lameculos quiero agradecer su resistencia en la trinchera y barricada de sus mesas, y a los que conservaron la ilusión a pesar de los pesares. Tenía además que soportarme el profesor de filosofía en los recreos debatiendo sobre Nietzsche y la muerte de Dios, que tampoco es que me importara tanto. El profesor me salvaba del recreo con aquellos matones y yo soportaba su idea de que todo el mensaje de Nietzsche fuera que yo me hiciera un chico de cuerpo sano y deportista, como los demás. Pero supongo que  le sentarían peor los cínicos que le regateaban rastreramente una decimas de la nota del examen, después de ignorarle o hacerle la vida imposible. Era  ruin aquel chantaje emocional de “si suspendo mis padres se rayarán y no me comprarán la moto”.  Importaba aprobar y no aprender. Al profesor solo debía importarle su sueldo. Y le debería dar igual que le robaran la chaqueta de vez en cuando, cosas de niños.

Aquel viejo profesor marxista de filosofía, de bigotes a lo Nietzsche y barba a lo Marx,  añoraba por la ventana su juventud. Se quedaba traspuesto mirando por la ventana, y a mí eso me impresionaba. No miraba a la piscina, a las canchas de tenis y baloncesto, ni a la cárcel conductista naranja de los niños, ni siquiera al jardín de hojas barridas por la máquina de podar césped del cuidador del hangar. Miraba más lejos. Y más dentro. A veces se le caía una lágrima de sus gafas empañadas y sucias. O la tiza por la artrosis. Todos se reían de sus dibujos en la pizarra en los que trataba de explicar el triángulo de Aristóteles o la ambivalencia de Platón, haciendo figuras geométricas, símiles de la línea y pirámides, como en una clase de aritmética. Se quedaba dormido en clase y nadie le despertaba. Sólo a mí se me ocurría hablar con él en los recreos.  Recordaba a un profesor de la república, a un maestrillo de escuela, se me hacía simpático. El profesor se estaba muriendo, pero nadie lo sabía. Era espinosista, tomista y aristotélico. Creía en la justa medida trinitaria, el punto medio, el equilibrio. Parecía crecer en algún tipo de tercer ojo, espíritu santo, supra conciencia o simplemente es que miraba hacía la cámara de gran hermano que le habían instalado en el aula. ¡Oh aquellas recreos y tardes con mi viejo profesor de instituto! (Hay hasta un libro llamado así) A veces nos ponía cine clásico y la explicación o cineforum duraba más que la película. Mi padre desconfiaba de esta relación platónica, ya tenía que ver siempre mi padre algo sexual y sucio en aquellas dialécticas inocentes pero intelectuales. La obsesión de aquel profesor era que hiciera deporte, y que tuviera un cuerpo sano, y no enfermo como el de todos los filósofos. Y Nietzsche o las novelas de Herman Hesse (¡vaya obsesión que tomé por leerme aquellos libros!) servía de excusa para hablarme de eso, “de lo otro, vamos a hablar de lo otro, a lo otro es siempre a lo que me refiero….” DE LA VIDA, me estaba hablando. Todo tenía un punto de verdad postmoderna, pero no renunciaba a buscarla. Ahora creo que sí, está muy cansado y ya no recibe mis cuentos y confesiones intimistas románticas con la ilusión que antes ponía en leerlas. Ya sabe lo que voy a escribir. Ha superado el cáncer, pero no por ello se siente más vivo, ni me enseña ya su casa y a su mujer, ni me dice aquello de que podría escribir en su terraza. Alguna vez me invita a comer, y tomamos algún café que otro, pero ambos nos damos pena, y ni yo soy ya un adolescente problemático Haulfiend ni él mi Guardián entre el centeno. 
 

 

1 comentario:

  1. Por eso os invitamos a compartir con nosotros un Taller de Cocina Divertida en colaboración con Kid Talents. Porque si enseñamos a nuestros niños y niñas a utilizar los diferentes alimentos y a elaborarlos, les estamos motivando a probar y experimentar, al mismo tiempo que les estamos acompañando en la educación del gusto. http://yaldahpublishing.com/

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