HISTORIA DE MI COLEGIO
Mi colegio a partir de la ESO, la educación secundaria obligatoria, se radicalizó con la irrupción de estas
tribus urbanas venidas de colegios públicos que cerraban por la crisis y con la venida de nuevos profesores, más profesionalizados que vocacionales. La
educación primaria había sido lo más parecido a una infancia feliz, algo de lo
que te puedes orgullecer cuando desempolvas un viaje álbum de fotos guardado en
el desván. No me reconozco en aquel chico lánguido, con la mirada huidiza a la
cámara, que hacía una mueca de mala gana al fotógrafo. ¡Ahora decir “patata”! Yo lo que quería era gritar. Era el único al que se le había ocurrido ir
de traje a la foto de clase, al lado de mi profesora de faldas, que me mimaba,
y creía que mi sonrisa de circunstancias era de felicidad.
LA PRIMARIA, el fin de los 80
De mi jardín de infancia y primaria recuerdo canciones en eusquera,
corros de la patata, castillos hinchables, colchonetas, trenecillos que robaba
a los otros niños para hacerlos rodar por las paredes… canicas, parques
infantiles llenos de heroinómanos dónde saltar a la rayuela… niñas que no me
prestaban sus pañuelos klinex cuando el hijo del chatarrero me arrinconaba en
una esquina del patio y me robaba el bocadillo de jamón, no era el chope ni la
mortadela que a él le ponían, pero se permitía criticarlo…Recuerdo txalos
pintxalos, Ana Belen entre globos de payasos de la tele, ¿cómo estan ustedes?,
teresa raval, músicas de guitarras y cigarras, cantautores, pinochos que se
fueron a pescar con la nariz, susanitas que tenían ratones, el conejo Ross que
estaba comiendo Arros, “al saltar la comba me dijo el barquero las niñas
bonitas no pagan dinero” y aquel patio de mi casa-colegio que cuando llovía “no
te mojas, como en los demás” Gogos y
tabas en el suelo esparcidos, junto a unas cartas de magic, manas y tableros de
juegos de rol en vivo… conejos de la suerte (Tu besaras al chico o a la chica
que te guste más), el escondite inglés…a la abuelita paseándome orgullosa con
el carro por toda la ciudad, mis compañeros envidiosos de que me hubieran
regalado un hermano por navidad, los bocadillos con chocolate dentro de la nanni,
cuentos de hadas en versiones dulcificadas, el cuento de mi padre de un loro
que hablaba demasiado (que se parecía tanto a mí, en su indirecta),....
Construcciones del Lego, fuertes y barcos e islas con muñecos play-movil, barbys asexuadas a las que arrancaba sus melenas hasta convertirlas en góticas con las que ningún Keny se casaría…micromachines carreteando por la pared, actionmans, paredes de colores naranjas y rojas, un vaso de leche todas las mañanas, los juguetes compartidos en navidad, los libros de Teo y el Barco de vapor, manolito Gafotas, Harry Potter y otros mundos de Hippi en Barrio sésamo. Aquella librería cuidadosamente seleccionada por mi profesora esquizofrénica de pelo rojo, con toda la poesía del 27, Lorca, Miguel Hernández y por supuesto los animalitos y globos de Gloria Fuertes. Colecciones de pines y chapas contra el cierre de una central nuclear, la Garoña de entonces y los escapes de gas de Altos Hornos que nos obligaban a salir al patio, o los ensayos y simulacros de incendio, la colección de sellos de aquel cura que me llevaba a la celdilla despacho donde dormía en una cama que salía de la pared. Recuerdo aquellos absurdos sobres del Domun, la caridad de entonces, la sospecha de abusos sexuales, los cromos que nos regalaban para que compráramos el albúm y siguiéramos con la colección. Se trataba de coleccionar: tazos, agendas casio, juegos de Nintendo, peonzas, gomas que se pegaban en la pared, diábolos, punteros laser o pistola de agua o de balas o fotos en aquellos coloridos finales de los 80, con sabor a Colacao y Nescui y a bocata de mortadela en los descansos
.
Guardo entrañable recuerdo de aquellas profesoras de los 80 que nos
hacían ser creativos moldeando sus plastilinas y poniendo a unos cerdos de papel
fosforito un rabo de algodón y hacer redacciones escolares llenas de buenismo, utopía
y dibujos picassianos. Los libros olían al forro nuevo con que la asistenta o
tata me los había forrado. Los herbarios olían a flores silvestres apresadas.
Todos aquellos libros de literatura albergaban
poemas del 27 e ilustraciones de Gloria Fuertes que debíamos colorear
con pinturas cera Marley, las Plastidecor y las de palo Alpino. Las gomas de
borrar nos las llevábamos a la boca porque decían que eran de nata. Aquellas
mujeres progresistas, y algo esquizofrénicas, con su pelo rojo, afirmaban que
descansaban la cabeza haciendo aquellos trabajos creativos, pero mecánicos. De
todas formas, siempre estaba el cura de
la catequesis dispuesto a leernos pasajes del nuevo testamento y su dios Amor.
Estas profesoras de romanticismo infantil también tenían que lidiar con los
profesores de historia a los que les gustaba más el materialismo dialectico, la
Objetividad y el realismo panfletario y socialista del siglo XIX. Por si no
tuviera poco lio en mi cabeza, empezábamos las clases de matemáticas rezando el
padre nuestro para luego leernos aquel cura un poema de Machado. Aquel profesor
se descargaba en sus clases de sus problemas matrimoniales, no entendía a los
homosexuales ni las cosas modernas, y tocaba el culo y las tetas disimuladamente
a la alumna que se acercara a borrar los senos y cosenos de la pizarra. Los profesores de eusquera eran borrokas, txistularis, abertxales, iban
a la herriko taberna y volvían a clase algo borrachos. Los exámenes a la vuelta
desprendían cierto hedor a tabaco. Los profesores de eusquera eran rechonchones
y cercanos, y te los podías llevar un día de fiesta por el casco viejo. En la
pared de mi colegio de curas había una Cruz, al lado de un Marx barbudo, una
foto del Rey inmérito y otra del Papa. ¡Menudo cacao!
A la profesora creativa y bohemia la fueron arrinconando en la sala de
profesores. Ella quería que dibujáramos palomas de Alberti cada vez que ETA
mataba a otra víctima y no sólo cuando venía el espíritu navideño. Pero la
bicho raro terminó por ser ella. La fueron rebajando de curso, cada vez hacía
cantar La misa campesina a niños más
pequeños. En la obra de teatro del colegio los curas obreros nos hacían
representar la pasión moderna de Jesús o movernos como árboles de navidad,
rimando absurdamente. La profesora nos contaba sus viajes a Turquía donde había
fumado en una cachimba cantando “Estambul, no me esperes en el puerto” con unos
hippys. Nos hacía copiar números que se
sumaban y restaban en cuadernos Rubio y mejorar nuestra caligrafía, que debía
ser positiva y ascendente como la letra bonita de niña. Mi profesora no se daba
cuenta que hasta nuestra ortografía la corregiría un ordenador. El colegio dejó
de ser esa mezcla de profesores de HB dionisiacos, relamidos padres paules apolíneos
y profesoras creativas y locas allá por los 80.
Empezaron a llegar los profesores especializados. Estos ya no nos usaban para desahogarse en una terapia de psicoanálisis por la que encima les pagaban, contándonos sus viajes a la India o rezando a Machado al comienzo de las clases de matemáticas. No, estos eran peor, porque habían puesto toda su vida en una disciplina vocacional, y así para la profesora de economía el capitalismo aprendido en la escuela de Sarriko era todo su mundo y lo explicaba todo desde los dinosaurios. El de historia hacía de La Objetividad su dios subjetivo. El de sociología se ponía muy pesado con lo social….y así cada loco con su tema, repitiendo los mismos contenidos año tras año, trataban de hacernos sus nuevos adeptos.
Empezaron a llegar los profesores especializados. Estos ya no nos usaban para desahogarse en una terapia de psicoanálisis por la que encima les pagaban, contándonos sus viajes a la India o rezando a Machado al comienzo de las clases de matemáticas. No, estos eran peor, porque habían puesto toda su vida en una disciplina vocacional, y así para la profesora de economía el capitalismo aprendido en la escuela de Sarriko era todo su mundo y lo explicaba todo desde los dinosaurios. El de historia hacía de La Objetividad su dios subjetivo. El de sociología se ponía muy pesado con lo social….y así cada loco con su tema, repitiendo los mismos contenidos año tras año, trataban de hacernos sus nuevos adeptos.
LA SECUNDARIA, los 90
En los 90 se iban imponiendo
criterios más económicos, o yo me hacía más mayor, y lo creativo se iba
sustituyendo por lo productivo. “Esto no es la obra de un genio. Los genios no
existen. Lo dice Umbral desde Madrid (para que no vayamos más genios a esa
movida en la que ya no cabe nadie) Es una chapuza artística. Con la Encarta y
la Wikipedia pueden redactar en ordenador trabajos más profesionales” Ya no
volví a ver a la profesora loca, que escondía su medicación en el cajón, debajo
de los poemas coloreados. Y así llegué a la Eso y cada vez había menos profesores
progres de literatura, del tipo El club
de los poetas muertos y cada vez eran más Michelle Pfeiffer en Mentes criminales, mujeres que habían
estudiado su carrera de económicas en Sarrico, toda su vida cursis y escuchando
a Mecano, y que de pronto se habían encontrado con unos negros hispanos del
Bronx que las insultaban. La profesora se volvía una sargento del ejército
mediando entre aquellos vándalos, pues toda dulzura progresista o educación
sentimental se la tragaban con patatas. A todo progre blando o débil y a sus
loables métodos de innovación pedagógica, se los comían. Se reían de los
dibujos del profesor de Arte, de la esquizofrénica profesora de primaria. A los
autoritarios les respetaban por miedo. No se margina ya solo a los chavales
sino también a los profesores. La música era una maría y solo iban a esa clase
a fumar porros. Y como si se pusiera galla la profesora y no les diera el
aprobado general se iba a acordar de sus muertos. Nuestros padres delegaban la responsabilidad
de educarnos en estos maestrillos, que nos tenían que enseñarles valores y no
sólo matemáticas. Yo tenía la cabeza llena de valores morales de diferentes
escuelas enfrentadas y algunos ni eso.
Empezábamos las clases de historia por la revolución francesa, como si todo lo demás hubiera sido un terrible oscurantismo medieval. Nuestros padres estudiaron una historia nacional-socialista de reyes y santos y hazañas. Nosotros estudiamos las relaciones económicas de la historia, que habían escrito los marxistas, los perdedores. Pero yo ya estaba harto de tanta estadística de la escasez de remolacha en el antiguo régimen y quería más literatura en aquella ciencia fría y objetiva de la historia. Nuestros padres se educaron en la disciplina, el orden, la autoridad, el miedo, el castigo, la mala educación, los abusos sexuales del cura y el maltrato con el cartabón en los dedos. Nosotros crecimos en la permisibilidad, en la ambigüedad moral, en el maltrato a nuestros padres y profesores, como pequeños dictadores. Los papeles han tornado, y ahora se maltrata a los que antes maltrataban.
A mí me gustaba inventar juegos en el recreo para mis compañeros de
colegio, juegos de rol en los que tenían que buscar a un hechicero que les daba
unas hierbas mágicas que brotaban junto a la fuente que solo arrojaba un hilito
de agua, para ahorro de la comunidad de padres. Pero pronto entendí que
solo había dos pandillas; la del fútbol y la del baloncesto. Y todos los demás
éramos sus marginados. Los chicos que no
eran sanos ni hacían deportes se dividían a su vez en dos grandes grupos; los
raros y los empollones. A todos nos llamaban frikis; monstruitos. Y también
flipados; los que flipan, sueñan y vuelan y planean más elevados que el
resto.
Los empollones al menos renunciaban al deporte físico en nombre del
espíritu y el intelecto. Pero los raros lo hacían simplemente porque eran
diferentes o vagos. Y generalmente tampoco solían ser unas lumbreras del
estudio. Entre los raros podías encontrar a los afeminados, que se pasaban la
gimnasia saltando a la comba con las chicas o haciendo la tortilla o el bocadillo,
que consistía en meter a un niño dentro de las dos colchonetas, como una
hamburguesa a la que pudieras manosear y acosar sexualmente. Aquello niños
excéntricos habían traído la modernidad consumista al colegio, las canciones de
Bridney Spear y a las Spice Girls y las niñas les amaban porque se parecían a
Justin Beaver y a los actores y modelos, rubios y afeminados, de sus revistas
Super Top. Niños que no les daban tanto miedo como los que las tocaban las
tetas al menor descuido. Bridney Spear era la virgen que se convierte en puta,
siguiendo a Maddona y su beso mágico. Y se rebela a la estructura escolar
tirando sus apuntes al suelo y moviendo la falda. Y Justin Beaver también
representaba a ese NiNI eterno, que ni estudia ni trabaja y además posa como
peter pan gay y sigue jugando a la play station en casa de sus padres, que
siguen sufragándosela aunque el niño tenga
50 años. Claro que los curas debían tener especial cuidado con estos
raros que a la menor podían denunciarles por acoso sexual y también había que
distinguir correctamente las tribus urbanas que de ellos iban saliendo. No es
lo mismo un punk que un gótico, un emo que una post-trans-feminista liberal radical de cuarta ola.
Con los niños raros conocí los sitios de ambiente gay pues las niñas no
me hacían ningún caso. Te negaban el pañuelo de klinex aunque te hubieran
dejado la nariz sangrando. Yo no era un efebo de ojos azules y cara aniñada
como las fotos de sus actores que adornaban sus carpetas. No me gustaban sus ripios
adolescentes y sentimentales, me parecían unas cursis: “El verso más sincero de
un poeta tiene dos letras que son TE QUIERO” anulaba cualquier otro intento por
mi parte de elaborar un poema más profundo. La profesora de pelo rojo me quería casar con
la niña a la que le brotaron pechos antes que a las demás y que se refugiaba
llorando en el cuarto de baño para que aquellos matones no la tocaran las
tetas. Se llamaba Laura, como la amada platónica de Dante, y como la enamorada
de Steef Urkell que era un tonto útil del que todos se reían y que pedía perdón
después de cada charlotada. ¿He sido yo?
Creo que si me hubieran dejado en la cama como a Proust hubiera escrito
una mejor novela de este tiempo perdido, hartándome de madalenas inspiradoras.
La chacha Fregoña me encontraba todas las mañanas en mi cama, y suponía un gran
estorbo cuando pasaba la aspiradora. Pero en la varicela leí mucho, leí a
los escritores tuberculosos de la
Montaña mágica y hasta los delirios místicos de Santa Teresa. Quizá fui precoz,
adelantado, y no se ponían de acuerdo curas, siquiatras, profesores y mis
padres en sí era un genio, un retrasado mental, un niño prodigio, un disminuido
psíquico, un minusválido, un aspergear, un borde-line (que debe ser un borde
además de estar en el límite del abismo), un maniaco obsesivo, paranoico
depresivo, esquízo afectivo falto de afecto, un bipolar hiperactivo con doble personalidad
psicótica o simplemente un
esquizofrénico típico. ¡Vaya lio entre hiperactivos, hipersensibles,
hiperestésicos, neurasténicos, neurolépticos, y neuróticos, en cuanto
incorporaron a un psicólogo al colegio!
A mí me gustaba aquello de Honderlin: ¡Ojala no me hubieran enseñado
nada las escuelas! Claro que acabó en un psiquiátrico como Nietzsche.
Idealizaba al buen salvaje de Rousseau porque en mi pueblo había sido feliz y
libre, con mi bici por las eras. Tenía el rostro sano, lozano y regordete, y
sonreía en las fotos. La estructura te malea, te ata en corto, te doma y te
reprime y oprime como una compresa que se lleva en silencio como las
hemorroides. Desde la institución escolar hasta la de familiar lo sentí todo un
constreñimiento de pelotas. A mis padres les decía el siquiatra que debían
buscarme un colegio de educación especial para súper dotados, y ponerme una
pizarra y una tiza para que le diera la vuelta a la teoría de la relatividad de
Einstein, mientras escuchaba música clásica en un colegio conductista de
paredes rojas y azules para aumentar mi creatividad, en plan Walden2 de Skinner. Pero a ellos les convencía más llevarme a un
programa de la tele donde un hermano mayor me enseñara a respetar a la
autoridad y al orden santotomasiano.
Sacaba mis buenas notas, mis dignos 7, y así mantenía a profesores y psicólogos
callados. En las clases de literatura protestaba como los japoneses, trabajando
el doble y haciendo más redacciones de las que me pedían. Las humanidades sí,
porque el rollo me lo habían metido los curas en el cuerpo, pero la ciencia me
costaba horrores. Los profesores ponían precio a nuestras cabezas de Billy el
niño como cajeras del Carrefour, etiquetando fracasos escolares o niños con
vocación al arte o de científicos. El siquiatra del colegio nos hacían un test
cuantitativo que medía nuestras inteligencias, pero la suyo no le daba para
hacernos uno de más cualidad. ¡No vean cómo se peleaban las madres tras estos
cálculos del porcentaje de inteligencia de sus hijos! Todos los niños eran
pequeños genios para todas aquellas madres, salvo para la mía. “Mi niño le gana
al tuyo en el balance sopesado de cálculo numérico, lo que pasa que es un vago
y no estudia ni pega clavo” Para mi madre era un caso perdido. Y si yo era un
prodigio tampoco se lo dije a aquellas señoras y a los repelentes niños empollones
que se pegaban por sacar más decimas de nota que los otros. Yo quería estar en
la media, ser del montón, mediano, mediocre y normal, todo muy aristotélico, y
de punto medio. Sabía que destacar por arriba o abajo me traería problemas. Despuntarte
o desmarcarte del común denominador siempre resta más que suma, divide y no
multiplica. Me podían volver a etiquetar, como si con etiqueta les diera menos
miedo, y me volverían a marginar.
Todo lo tenemos que nombrar, numerar…En aquellos test se analizaba
absolutamente todo; la memoria, lo visual, lo verbal, lo numérico… incluso
nuestra conducta según eligiéramos tres opciones que nos daban debajo de una
viñeta en la que un niño pegaba a otro. Había que tener cuidado con marcar una
u otra porque eso determinaba tu carácter y psicología profunda. Yo sabía que
responder para salir airoso, ósea normal, del test. Tasar todo aquello me
parecía absurdo. ¡Es tan relativa la inteligencia académica y emocional! Yo
creo que a todos aquellos niños no les tenían que haber obligado a estudiar.
Quedaba muy progre retardarles la entrada al paro o al taller mecánico del
padre, pero no servía de nada. Estaban escolarizados a la fuerza y el colegio
respiró cuando todos aquellos niños, que venían de colegios públicos que habían
cerrado con la crisis, se fueron. Se fueron a la formación profesional. Y
muchos, demasiados, nos fuimos a la universidad. En el instituto al menos ya no
había obligados que impidieran estudiar a los que sí querían. Y nos dividieron
de nuevo en los de letras o humanidades, los de ciencias, los de salud, los de economía y lo social y
los de arte. Los de letras y artes eran los hipis de siempre, que optaban por
las marías, vagos y maleantes. Aunque hubiera algún latinista de la RAE entre
ellos. Los que valen; valen y van a las
ciencias. Y los futuros funcionarios e hijos de empresarios tiran por lo
económico-social.
Los profesores son cómplices del
acoso escolar, como todos los demás, pero a veces son las propias
víctimas. He visto a muchas de esas profesoras progres llorar antes de entrar a
clase y al salir. Tiraron una silla por la ventana. El profesor se acobardó en
su mesa mientas los gamberros vaciaban el extintor de incendio por todo el
pasillo, llenando el aula de espuma. Le habían pinchado las ruedas del coche y
al pobre le jubilaron. Yo no me podía ir de la lengua o era hombre muerto. No
hay cosa peor que ser el chivato lameculos del profesor, aunque me pasara los
recreos con ellos filosofando en vez de aguantando el olor a porro de mis
compañeros. Contar más de la cuenta significa ser mañana amenazado de muerte.
Al hijo del profesor le marginaban solo por serlo. Al propio profesor se le
ponían gallitos y le tiraban las gafas al suelo. Y al hijo le daban patadas en
la espinilla. Bolas y aviones de papel planeaban por aquellas clases, mientras
la pizarra se llenaba y borraba de tiza. Al empollón le bajaban de su púlpito
de gafoso. Los curas ¡encima! nos decían que todos debíamos sembrar las
semillas de talento que dios nos había dado. Esos curas obreros no distinguían
entre igualdad de talentos o condiciones e igualdad de oportunidades
capitalista. Creían que solo bastaba con darles la oportunidad, pero no todos
tenemos el mismo talento ni para lo mismo, cada persona somos un mundo, y no sé
si era más absurdo uniformarnos a todos pintando cerdos o dividirnos en
ciencias y letras.
En ese igualitarismo absurdo se mezclaba cierto comunismo cristiano con
este capitalismo en el que el más pobre carpintero de Belén puede pasar al
instante de vender periódicos a dueño de una multinacional, a lo ciudadano Kane, el sueño americano.
Además no contaban con el hecho de que muchos no querían estudiar. No
respetaban su decisión, la noluntad de decir NO y les mantenían escolarizados.
Se resistían a la idea de privar a
alguien de educación, por deficiente que fueran sus resultados académicos
anotados o su comportamiento impidiendo el estudio del resto. Aceptar el deseo
de que quien no quiere estudiar no es democrático. Les iban retardando la
patada en el culo, les llamaban fracasos escolares con eufemismos y les hacían
repetir cursos. A los chicos deportistas y sanos les aprobaban alguna
asignatura, igual que tenían mano blanda con el de letras al que se le
atascaban las matemáticas o al revés. ¿Cómo iban a decirle a la madre que le
habían suspendido a su pequeño Mozart o Steve Jobs en potencia? Y la madre se
iba tranquila a casa, porque mientras el niño estuviera allí metido no montaría
la revolución en la calle o en la casa. En el fondo siguen sirviendo los
colegios como correctivos sociales, modernos penitenciarios, se llamen ahora
como se llamen, y tengan las paredes de colorines que tengan.
Ahora creo que a mi generación nos han tenido más tiempo formándonos en cursos y más cursos que trabajando. Para que no nos llevemos el susto del paro, nos lo suavizan y endulzan como el café con leche y el terrón de azúcar diluido de la merienda en la catequesis. Y al final la parada de larga duración sabe más de ofimática que la funcionaria de Lanbide que le enseña y tiene cuatro carreras y no sé cuántas escuelas de idiomas. Aquellos curas se compadecían de nuestra ignorancia. “Cuando conozcáis el bien obrareis bien”, decía aquel catedrático de religión tan poco ético, que sabía mucho y se comportaba mal. Su intelectualismo moral era tan ingenuo que él creía trasmitirnos valores haciéndonos copiar una parábola de Jesús mil veces en la pizarra o en el cuaderno, hasta la saciedad. Tampoco le gustaba que ilustrara mis cuadernos con dibujos, dibujar a José carpintero era una herejía, era como mentar el nombre de dios en vano, aunque san José no fuera ningún dios. Aquel cura te castigaba contra la pared o al cuarto oscuro. No obraba de mala fe, pero obraba mal. Los profesores que vinieron después fueron más maltratados que maltratadores. Antes uno se ponía a currar en el taller del padre y los curas obreros no se rasgaban sus vestiduras ilustradas por ello.
EL NUEVO COLEGIO PIJUS EN EL 20001
Me apunté al colegio Pijus, allá en lo alto de un monte, el mejor colegio del país norteño para hijos de empresarios. Estaba junto al cementerio de Derio (que mi profesora de economía miraba con miedo, como el único nihilismo que se permitía en esas clases a los futuros hombres de provecho), el parque tecnológico, vivero de nuevas empresas, y el psiquiátrico de Zamudio, cerca también de un seminario. ¡Vaya mezclas de visiones desde las diferentes ventanas! Fuí allí huyendo del acoso de mi colegio. (DIGRESION: todos tenemos lo nuestro y que son pocos lectores a los que les importa lo que este autor sufra o haya sufrido. O su filosofía de vida. Debería desterrar de mis cuentos las digresiones y pensamientos, la moralina y los sentimientos subjetivos pero se me hace imposible dejar de ser sujeto). Aquel colegio también intentó deshumanizarme, pero tampoco lo logró. Por suerte siempre he sido autodidacta, un diletante al que escolarizan en una educación secundaria obligatoria. Mis padres eligieron el colegio más cercano a casa, sin importarles que fuera religioso o concertado, publico a la vez que privado. (A veces tengo la sensación de que todo lo que he elegido yo ha salido mejor o quizá lo vea así porque al menos de estos errores solo tengo la responsabilidad yo) Pero a mí me educó la biblioteca de mi pueblo, como a Miguel Hernández sus libros de libre prensadores entre cabras, que le hicieron un espíritu libre, ni bien ni mal pensante.
El primer día en este nuevo colegio fue el 11 de setiembre de 2001. Recuerdo que nadie me habló aquel día, aunque conocía a una chica de un campamento que traficaba con películas pornográficas en el autobús, y también al hijo de la vecina, la profesora de literatura, que quería ser empresario y por eso nos vendía y regateaba cedés en el autobús, y al que le dejaba flipado que me comiera tanto la cabeza con mi primera y única novia. Tanta rayadura que él habría solucionado pragmatica y capitalistamente. También conocí al chico gordo, que representaba en lo académico a todos aquellos indolentes hijos de empresarios fumadores de costo. Era el empollón clásico: un tipo gordo, de pelo grasiento, obesidad mórbida, gafas pastosas y de culo de vaso, que se había aprendido de la A a la Z toda la enciclopedia de casa de sus padres y de P a PA la de la escuela. La repetía memoristicamente, conociéndose todos los inventores de todo. Era el presidente del club de ajedrez, ganaba premios internacionales, el representante del movimiento sindical estudiantil, el director de un programa de radio en que sólo hablaba él (Tú eres de los cela/umbrales esos, ¿no? No me digas más... Y yo no decía más), así como el director del club de debate escolar, el club de ocio, el club de escritura y lectura, la revista escolar.... En la revista entrevistaba por ejemplo a Xavier Gereñu, ya cascado y en la residencia, o publicaba sus fotos con Rosa Diez, la eurodiputada a la que tanto le molestó mi ingenua pregunta en su conferencia de sí la Unión Europea también hacía cosas en África. Me puse rojo como un tomate. Me dí cuenta de que las preguntas estaban ya estipuladas, las fotos concertadas y en todas quería salir aquel Miguel Ruin, figurando en todos los sarados, que le daban vida. Luego también lideraría clubes de debates universitarios, en los que la retorica o la extroversión importa más que la verdad, y tienes que defender al modo jesuita una tesis y su contraria. Yo les convencí a todos de ser un perfecto fatxa, defendiendo la unidad de España en contra de la independencia catalana. Hablaba del hijo prodigo, de la unidad de los reyes católicos, de la España vertebrada...y aún así no pasé a la final, ni gané dinero en los diferentes concursos de debate. Aquel día en que conocí a aquel tipo y la indiferencia del resto, volví a casa.... Encendí el televisor y pensé que mi padre se había dejado el video puesto. Las torres gemelas explotaban, caían entre nubes de humo, explosiones y personas gritando de horror, tirándose al vacio sobre Nueva York. Aquel día se derrumbaban todos los mitos en los que aún me quedara algo de fe.
Elegí aquella escuela tan clasista, pija y elegante, con tantos premios y buenas notas, piscinas, hangares, canchas de tenis, baloncesto... porque mi tía era profesora allí y una vecina, que ya no habla, también. Ambas, junto a la profesora que bailaba salsa en Algorta y vivía en un palacio de Neguri, encarnaban la figura de la profesora de literatura ideal: Entre ellas jugaban a ser el trio calavera "Carmen Martin Gaite, Ana María Matute y Josefina Aldecoa". Incluso las imitaban en los gestos, en las poses soñadoras, en las lecturas obligadas de ellas y en los textos que debíamos analizar léxicogramaticalmente… y por mucho que la pija señora de Neguri se riera de mis movimientos de pato mareado en la bolera de salsa (como si yo fuera tras los doblones de oro de su marido empresario)…yo la seguía idealizando. Ahora ha atestado el Facebook de fotos de ella con distintos modelitos en las playas de la margen derecha, o en el Benidorm con sus amigas del Inserso, como una exhibición de ego que me hace al fin des idealizarla.
En estos tiempos de poetas- obreros del lenguaje y de materialismo no era correcto revindicar la inspiración del genio romántico, pero aquella mujer me inspiraba poemas. Los escritores eran simples técnicos marxistas a los que la inspiración pillaba trabajando. Lo romántico eran prejuicios pequeñoburgueses, aunque de vez en cuando una descripción a lo Gaite se permitía. El bulling se ignoraba en mi escuela hasta que se puso de moda, como se habían puesto de moda los cromos o los punteros con láser. Antes se corría un tupido velo, son cosas de niños, no vamos a escandalizarnos… y el problema persistía. Los padres no aceptan el agresor que hay en su hijo acosador. “Mi hijo es un angelito”. El dinero decide quién acosa a quién y quién exagera las cosas. Es más fácil culpan a los emigrantes o gitanos que a los hijos de un empresario. No se educa en valores sino en conocimientos. Y los padres delegan esas funciones en los profesores. Del autoritarismo del profesor y el cartabón en los dedos al pasotimo permisible. El adolescente se convierte en un dictador, ponche tirano. El agredido madura y se haces adulto antes de tiempo, le roban la infancia con sus navajas, persiguiéndole por todo el pueblo con pistolas de bolas de goma. Su carpeta está llena de amenazas. Y el celofán del bocadillo, puesto con todo cariño maternal, se desprende de todo, derrumbado al suelo. Habría que analizar las circunstancias sociales de cada chaval por separado, las familias desestructuradas y disfuncionales, las separaciones y divorcios traumáticos, la pobreza de los barrios conflictivos… Pero esto es muy cansado y los aullidos de unos gatos en sus cubos de basura silencian mis lloros
Los profes perdieron su motivación, cobraban sueldos de mierda pero mejores
que los maestros de la República, porque no todo lo explica el dinero. Mis
compañeros les escupían a la cara todo lo que esa mañana nos fueran a contar.
Todo era una chapa y rallaba. Los profesores, acobardados, ni se atrevían a dar
la clase. Habían perdido el amor al arte, su vocación pedagógica. Ya no era la
pasión con la que mi profesora loca recitaba a Lorca, creyendo propagar la
revolución. Ahora se limitaban a cumplir con planes de contenidos ministeriales
cada vez más impersonales. El colegio tenía su renombre y debía haber buenas notas
y un número estipulado de aprobados, aunque para ello tuvieran que inflar las
notas. Me gustaría agradecerles a estos profesores masoquistas que nos
aguantaran. A riesgo de resultar pelota o lameculos quiero agradecer su
resistencia en la trinchera y barricada de sus mesas, y a los que conservaron
la ilusión a pesar de los pesares. Tenía además que soportarme el profesor de
filosofía en los recreos debatiendo sobre Nietzsche y la muerte de Dios, que
tampoco es que me importara tanto. El profesor me salvaba del recreo con
aquellos matones y yo soportaba su idea de que todo el mensaje de Nietzsche
fuera que yo me hiciera un chico de cuerpo sano y deportista, como los demás.
Pero supongo que le sentarían peor los
cínicos que le regateaban rastreramente una decimas de la nota del examen,
después de ignorarle o hacerle la vida imposible. Era ruin aquel chantaje emocional de “si suspendo
mis padres se rayarán y no me comprarán la moto”. Importaba aprobar y no aprender. Al profesor
solo debía importarle su sueldo. Y le debería dar igual que le robaran la
chaqueta de vez en cuando, cosas de niños.
Aquel viejo profesor marxista de filosofía, de bigotes a lo Nietzsche y
barba a lo Marx, añoraba por la ventana
su juventud. Se quedaba traspuesto mirando por la ventana, y a mí eso me
impresionaba. No miraba a la piscina, a las canchas de tenis y baloncesto, ni a
la cárcel conductista naranja de los niños, ni siquiera al jardín de hojas
barridas por la máquina de podar césped del cuidador del hangar. Miraba más
lejos. Y más dentro. A veces se le caía una lágrima de sus gafas empañadas y
sucias. O la tiza por la artrosis. Todos se reían de sus dibujos en la pizarra en
los que trataba de explicar el triángulo de Aristóteles o la ambivalencia de
Platón, haciendo figuras geométricas, símiles de la línea y pirámides, como en
una clase de aritmética. Se quedaba dormido en clase y nadie le despertaba.
Sólo a mí se me ocurría hablar con él en los recreos. Recordaba a un profesor de la república, a un
maestrillo de escuela, se me hacía simpático. El profesor se estaba muriendo,
pero nadie lo sabía. Era espinosista, tomista y aristotélico. Creía en la justa
medida trinitaria, el punto medio, el equilibrio. Parecía crecer en algún tipo
de tercer ojo, espíritu santo, supra conciencia o simplemente es que miraba
hacía la cámara de gran hermano que le habían instalado en el aula. ¡Oh aquellas
recreos y tardes con mi viejo profesor de instituto! (Hay hasta un libro
llamado así) A veces nos ponía cine clásico y la explicación o cineforum duraba
más que la película. Mi padre desconfiaba de esta relación platónica, ya tenía
que ver siempre mi padre algo sexual y sucio en aquellas dialécticas inocentes
pero intelectuales. La obsesión de aquel profesor era que hiciera deporte, y que
tuviera un cuerpo sano, y no enfermo como el de todos los filósofos. Y
Nietzsche o las novelas de Herman Hesse (¡vaya obsesión que tomé por leerme
aquellos libros!) servía de excusa para hablarme de eso, “de lo otro, vamos a
hablar de lo otro, a lo otro es siempre a lo que me refiero….” DE LA VIDA, me estaba
hablando. Todo tenía un punto de verdad postmoderna, pero no renunciaba a
buscarla. Ahora creo que sí, está muy cansado y ya no recibe mis cuentos y
confesiones intimistas románticas con la ilusión que antes ponía en leerlas. Ya
sabe lo que voy a escribir. Ha superado el cáncer, pero no por ello se siente
más vivo, ni me enseña ya su casa y a su mujer, ni me dice aquello de que
podría escribir en su terraza. Alguna vez me invita a comer, y tomamos algún
café que otro, pero ambos nos damos pena, y ni yo soy ya un adolescente problemático
Haulfiend ni él mi Guardián entre el centeno.
Por eso os invitamos a compartir con nosotros un Taller de Cocina Divertida en colaboración con Kid Talents. Porque si enseñamos a nuestros niños y niñas a utilizar los diferentes alimentos y a elaborarlos, les estamos motivando a probar y experimentar, al mismo tiempo que les estamos acompañando en la educación del gusto. http://yaldahpublishing.com/
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