martes, 21 de agosto de 2018

BULLYNG

Mi recuerdo aparece diluido como un fantasma. Un matón me sacó la navaja y me tiró al suelo. Mi columna vertebral chocó con estrepito. Sentí mis huesos resquebrajarse, mi corazón hecho añicos, cristal de bohemia frágil y roto en una pelea doméstica. Hicieron con mi masa encefálica blandiblú entre sus manos. Los matones jugaban un partido de fútbol con mi calavera. Era patético allí tirado, como basura o colilla que se aplasta en el cenicero, chicle pegado en la acera.  Todo transcurría en un callejón sin salida, ensombrecido y solitario, en el fin de la noche.  Hedía a barrio bajo sin escapatoria posible. A nadie podía gritarle ayuda. Me obligaban a callar, a que mi incomunicación fuera la más lacónica. Yo ver, oír y callar. De todo esto ni oxte ni moxte. Ese muro me acompañará toda la vida.

Al bullyng siempre lo hemos llamado acoso escolar antes de que adoptáramos el nombre de los psicólogos conductistas americanos.  Es tan viejo como la historia de la dominación humana.  El sadomasoquismo, la moral de señores y esclavos es tan antigua como la voluntad de poder del hombre o su naturaleza de cordero a la que el otro hace sacar sus garras de lobo. El cristianismo ha rendido culto al dolor y a  la víctima sacrificada, cordero de dios y chivo socrático que pone la otra mejilla, ama sus enemigos y se deja matar. La marginación es un secreto a voces entre víctimas y agresores, compañeros, profesores y padres cómplices en el silencio. “A quien cuentas un secreto le das tu libertad”, decía la Celestina, porque eres preso de tus palabras y dueño de tus silencios. A nadie le confesaba lo que estaba pasando. Un silencio cobarde e hipócrita reinaba entre mis compañeros. A la espalda, tiraban la piedra y escondían la mano.

 


Las víctimas de acoso suelen volverse micro-acosadores de su propio grupo de marginados y más susceptibles, saltan a la primera, desconfían de cualquier muestra de cariño. A veces te rechazan: “tengo bastante con lo mío, no me pases tu mierda”. Los hijos de agresores se vuelven maltratadores. Se interiorizan los insultos y el resentimiento lleva a ser más duros con los demás que lo que han sido con ellos. También conocen donde duele más y tienden a dividirse más que a unirse. No hay peor acosador sádico que uno mismo. Nadie puede hacerte daño si no te afecta. El que acude a una terapia psicológica es la persona afectada y raramente el maltratador. Dos no se pelean si uno no quiere. No hay agresión sin víctima que se preste a serlo inconscientemente, pero ante todo no hay que culpabilizar o criminalizar  al agredido, sino hacer que se desvincule emocionalmente del trauma: objetivizar la tragedia que con el tiempo se volverá una comedia, algo de la que incluso nos reiremos. Verla desde la cima del monte y no desde la falda. Es necesario alejamiento, distanciamiento y a veces incluso humor. El que amenazaba reír el último y servir el plato frio de la venganza, sigue llorando. El dolor lo magnificamos y nos auto fustigamos. 

 
El empollón hereda la gravedad del ser de sus profesores: la cultura ha de ser seria, profunda y olvida reírse de uno mismo. Sus compañeros, en cambio, pasan de todo, en la mayor de las indolencias conformistas. Parece la calma y laxitud del estoico, pero a diferencia de este han renunciado al dolor y al placer de la vida. El estoico acepta la vida como viene, no sólo busca el placer sino que no le afecta lo trágico, pero al pasota todo le da igual, y en su irenismo y relativismo moral cree ser amoral cuando solo está tratándose de escabullirse del compromiso ético, no atreviéndose a declararse contra moral. Y con el apolítico, que no se vota y se queja, pasa lo mismo; querámoslo o no todos somos ciudadanos de la misma Polis. Vivir la vida a un nivel de animal, esclavo de su instinto autómata, es tan absurda como vivirla siempre analizándola, como un libro lleno de pies de página y referencias.












El niño es inocente pero cruel en su inconsciencia. El que se da más cuenta de sí mismo no es más feliz ni menos que el animal autómata que vive según sus instintos, pero el que es más consciente lo racionaliza todo más, saboreando más lo bueno pero también sufriendo con más intensidad lo malo. Yo me sentía un cerebro con patas, mi diosa Razón no me hacía feliz, me daba cuenta de que me había construido una burbuja de marfil y que las novelas suplían mi Vida. Envidiaba al buen salvaje romántico, idealizando mi pueblo de paletos entre cabras. Pasé muy rápido de ser un niño inocente y feliz a una rata podrida de biblioteca, girando eternamente en mi polea de exámenes brillantes tras el queso (Aunque el queso fuera el beso de mi profesora loca estampado en mi moflete) Me fastidia dar la razón en esto a Aristóteles y su templanza, equilibrio y punto medio: no hay que llegar a ser ni un masturbador mental ni un autómata del deseo animal. Mis neuronas se quemaban y me sentía un zombi entre libros. Me tomaba la vida con demasiada gravedad, y con sentimiento trágico, pero este mundo habría sido un valle de risas si Jorge de Burgos (Borges) no hubiera quemado el otro libro del filósofo. 
Me refugiaba en mi mundo interior como en el cascarón de un caracol. Yo, que tanto quería cambiar el mundo, no podía con mi vida, salir del circulo vicioso. El daño que me hacían lo revertía en mí, haciéndome prolongación de su odio, como  un cable eléctrico que canaliza eones y electrones y se contagia el mismo. Cuanto más me agredieran, más me responsabilizaba, culpabilizaba y peor me sentía. Ni siquiera estaba enfadado, sólo sentía un odio ensimismado. Con un muro de incomprensión había chocado, de puños, insultos,  desprecios e hipocresía. Bien merecido lo tenía, era todo por mi culpa. Me agredía a mí mismo como a mi peor enemigo. Ellos pegándome llevaban a la práctica el daño que no me atrevía a infringirme a mí mismo. La recursividad verbal permite crear imaginarios pero también ahondar y regodearse en el dolor. Solo cobijaba en mi interior un ansia autodestructiva, impulsos de muerte, principios de destrucción, decadentismo. Como un esclavo masoquista desarrollé un síndrome de Estocolmo hacía los que  me cosificaron e hicieron su juguete, un vinculo de dependencia. Necesitaba a mis agresores, como una maltratada que siente que la pegan porque la quieren. Ahora sé que quien bien te quiere nunca te hará llorar. Era un tamagochi japonés al que matas con un botón para quitarte el estrés. Me moldeaban a cada puñetazo como chicle o masa que la masa moldea. Yo era lo que ellos querían que fuera. Movían la cabeza, gesticulando que me iban a cortar la cabeza a la salida de clase.   Me vacilaban y trataban como a un retrasado mental. Hacían un corro, me gritaban… al menos me hacían caso, me prestaban atención, les importaba. Pero entonces quería que hablaran de mí aunque fuera mal. Me menguaba para que se crecieran, aunque al final es la victima la que tiene superioridad moral sobre los agresores, pues el poder no lo tiene el que ama o odia sino el que es amado o odiado.
Separé mi autoestima e inteligencia emocional de mi brillantez académica. Mi edad mental no se correspondía con mi inmadurez psicológica. Leía libros de mayores que no sólo no me trastornaban sino que abrían mi mente. Era una cabeza con patas, cerebro de empollón. Me creían sin sentimientos y por eso me pegaban con impunidad, creían mi corazón de acero y hielo cuando se derretía como gelatina. Lo sufría doblemente, era hipersensible, hiperestésico,  neurasténico y todo lo aumentaba. Me edifiqué una muralla, hice de tripas corazón, aguanté lo inaguantable, sufrí lo que nadie habría sufrido en su sano juicio. Me fortifiqué tanto la muralla, convertí tanto mi corazón en piedra que ya me creía un hombre de hojalata carente de corazón. Sólo servía para leer, estudiar, aguantar los lamentos que dejaron otros hombres en el tiempo, pero no para la vida. Separé los árboles de la vida y la ciencia, las abstracciones de lo inmanente y concreto. Vivía en el inframundo soñando ser súper hombre. Era inútil físicamente, una piltrafa pálida y ensombrecida, de mirada taciturna, con una de esas caras graciosamente bonitas condenadas a arrugarse. Mi cara de niño bueno, de elfo Silvano, la mirada picara de fauno y duende travieso…desaparecería pronto. Punk espía a las ninfas en su sueño una noche de verano, sin atreverse a cortejarlas. Esta cara feérica de “nini” eterno, bella y maldita, se arrugará como la del maestro Yoda. Mis iris aún conservan la ilusión del niño interior, como si envejeciera el retrato y no yo. Me miro en mi espejo de madrastra, en mi lago de Narciso, y este me devuelve el rostro distorsionado de mis acosadores.  
No tenía ninguna agilidad ni velocidad ni flexibilidad ni sicomotricidad en gimnasia, mis músculos estaban atrofiados. Odiaba el deporte, lo asociaba a los traumas. Todo asustaba mis reflejos; el puño se acercaba y yo gesticulaba en aspavientos exagerados. Gritaba, lloraba, llamaba a mamá y a la profesora, y salía corriendo. Era introvertido, apocado, con pánico escénico y fobia social a los grupos. Podía tratar a las personas de una en una, confiar en ellas, pero no así, en masa. Mis verdugos eran mi público y juez. Me atraían a la vez que aterraban. El odio debe ser malo para la piel. Trataba de ponerme en su lugar. Mi timidez se convertía en una verborrea e incontinencia verbal que trataba de disimular esa introversión. En los grupos solo agachaba la cabeza sin hablar pero si tomaba confianza con alguien le abría mi corazón, le contaba mi vida y le idealizaba como si fuera mi alma gemela. En la última fila de clase, intentaba pasar desapercibido e inadvertido, ser invisible y pequeño hasta caber en los agujeros de ratones o mimetizarme con la pared. No quería problemas pero todos me venían en bandeja, ellos se arrimaban como pulgas a perro sarnoso. Era el personaje de la clase, y no podía desprenderme del rol que me obligaban a representar, por más que lo intentara.
Todo me sucedía a mí, el niño pupas, el enfermo imaginario que exageraba las cosas según sus psicólogos. El hipocondriaco que fingía tener varicela para no ir ese día a clase. El niño enfermizo que se creía Jesús, tan potxolo y angelical. Me llamaban conflictivo los psicólogos, atraía los conflictos, yo era el verdadero problema. Y del problema hacía un mundo, me ahogaba en un vaso de agua. Eso me decían. Si me escondía en el baño me acababan encontrando. Quería ser tan anónimo como las motas de polvo, y callaba, pero aquel acoso era un secreto a voces. Yo atraía a mis agresores porque irradiaba debilidad y olía a soledad, y ellos querían espabilarme ostia tras golpe. Me enamoré del vértigo de mi caída, de mi autodestrucción. Me lo había ganado todo por ser tan distinto, y por mi actitud negativa, según el psicólogo. Me resignaban al conformismo de lo que es, pero yo soñaba con lo que podría ser. No me gustaba este mundo y edificaba castillos interiores con mi imaginación. El viento derribaba los de arena y los de naipe, los que construía en el aire. No quería ya cambiar el mundo, sino recluirme en el que me había creado. La gravedad de la materia lo derrumbaba y cuanto más alto volara más dura era luego la caída.

Me auto marginaba como un asocial. Los demás me veían como al bicho raro. Me encasillaron y me metieron en ese saco del diferente y me obligaron a seguir con ese rol. Aunque te niegues a ponerte la máscara de persona, te obligan a ser su personaje. No puedes ir de sincero y autentico por el mundo,  porque el “ir de” ya implica que juegas a otra careta. Las etiquetas las ponen los otros con sus prejuicios y tú sólo sigues con el papel. Hasta la mortaja que nos cubre o la calavera son las últimas mascaradas de esta sociedad caníbal y antropófaga que va hipócritamente al entierro del que han matado en vida y le ponen una vela. Nos cubren de maquillaje y ropa, huelen a channel Nº5 nuestras cenizas, y nos encierran pronto en la urna, como si temieran que volviésemos a la vida. Jokin ha muerto joven dejando una bonita calavera, Yo prefiero ser la más alegre del cementerio, castañear con gracia en manos del bufón de Hamlet. Como si con esta ironía y humor negro fuéramos a reírnos de la muerte. Esta siempre ríe la última y gana la partida de ajedrez. La misma promesa de un paraíso cristiano en el cielo o de otro terrestre comunista son suertes de humor negro y cinismo.
    
Mi mente me borra a mí mismo de todos esos recuerdos traumáticos. Recuerdo los hechos como flashes de películas, trozos distorsionados e inconexos, que le han pasado a otro. La memoria se fragmenta y no podemos ver la vida como una secuencia de novela. Nos lamentamos del tiempo perdido y lo traumático se elimina para no acabar loco en el desahogo. La conciencia tiene sus recursos autodefensivos.   Sí viviéramos constantemente apegamos a las partes más oscuras de nuestra biografía no tendríamos fuerza para continuar, para seguir luchando, tirando, resistiendo, caminando. Seguir dando guerra aquí. Los que han sufrido pueden quedarse petrificados, parados, congelados, estáticos en sus vidas, sin asimilar patológicamente todo lo sucedido, como los antiguos combatientes de la guerra de Vietnam con shocks emocionales, pero el espectáculo debe continuar.. No tengo valor para suicidarme, ni arrojo para seguirle a Jokin. Me da miedo el vacío y la nada, y me engaño con que soy más valiente siguiendo vivo. Hay otros que siguen en vida muertos. Me lo pide mi corazón humillado y dolorido, pero la cabeza me lo impide. El muerto va al hoyo y el vivo al gozo. “Tendrás amigo, tendrás amor” decía Goytisolo a su solitaria y taciturna hija Julia, pero luego se suicidó, como retractándose de su brote de optimismo. Nos aferramos a la más mínima esperanza para seguir despertando. Resisto en la barricada porque la muerte me aterra, esperemos que a ella no le obsesione yo, y porque hasta en el peor de los sufrimientos e infiernos hay alas para inventar nuevos cielos. 
Me veo a mí mismo en todos esos recuerdos sin rostro, sin cuerpo, como si fuera otro al que pisoteaban y pateaban. Me gritaban “maricón, empollón, pardillo, hijo de puta, te vamos a matar.  Vas a acordarte de nosotros, julandrón de los cojones.”  Se cebaba en mi cara, como si quisiera borrarla de una patada. Mis ojos no podían ni mirarles. El cristal de la gafa clavado en el ojo. No veía nada ni entendía nada, todo iba rápido,  borroso y difuminado, parpadeaba, y al abrir los ojos percibía un nuevo puñetazo hasta que se volvía a cubrir todo de noche. Fogonazos de luz y otra vez oscuridad. En mi ojo tenía escupitajos y cataratas. Mi boca áspera sabía a sangre seca y a piel. Me habían desprendido el labio. No podía hablar, ni moverme, ni siquiera sentía el dolor. Mi cuerpo estaba sedado al dolor físico, como esos yoghis a los que puedes pegar durante una meditación y no sienten nada.
Tardé en reconocerme como víctima. Me aislaba, me evadía. Y los psicólogos desde su despacho me criminalizaban, me culpaban de mi falta de adaptación e integración, de no ser normal, un “chico sano y deportista”. Era un problema más complejo y profundo que sus análisis frívolos de conducta y sus test de medir lo innombrable. No sé si me acosaban por puro aburrimiento de sus vidas, quizá tenían poca vida interior y necesitaban meterse en las vidas o mundos interiores de los otros. Acumulaban sed y hambre de nuevos monstruos de Frankenstein o” frikis” como los que veían en la televisión reducidos a lo irrisorio y esperpéntico. Pero la televisión no deja de ser una caja y un instrumento y el que mata es el pistolero, no la pistola. Como si estuviera en uno de esos programas en que te cambian de look, ellos querían moldearme a su imagen y semejanza, diseñar mi nueva identidad. Por eso criticaban hasta mi ropa y debía besar la suela de sus zapatos Nike. Me moldearían con su barro como a un nuevo monstruo de Prometeo, o a Pigmalión. Y como a Pandora me regalarían una caja en la que ya no había esperanza. Me decían hasta qué debía pensar, pues mis comentarios se ahogaban en una espiral de silencio.  Como un camaleón yo trataba de mimetizarme con los demás y adaptarme al medio, como me habían recomendado los psicólogos. Yo solo valía si los demás me ponían precio o daban utilidad. A veces sus menosprecios se disfrazaban de consejos de colega pero siempre eran críticas destructivas. Una autentica terapia de choque. Yo esperaba a la mano amiga, la palabra amable, pero me acostumbré a sus manoseos y burlas. No me aceptaban mi diferencia, así que debía hacerme normal. “Tienes que ser menos raro”  Los psicólogos me recomendaban adaptarme al medio, amoldarme a ellos, ser como los demás, allá dónde fuera hacer  lo que viera, a dónde va Vicente va la gente… y que no osara ser diferente. Me acoplaba intentando integrarme en los grupos. Tenía que tener amigos a toda costa, aunque con esos clanes rebajara mi identidad. Debería el marginado defender su persona contra viento y marea, diga lo que diga Rafael. El miedo es un recurso natural que nos protege de situaciones de peligro real, pero el terror es innecesario y ataca nuestra integridad moral y psíquica.  A flor de piel, la vena de mi cuello sigue tensa y mi mente en situación siempre a la defensiva, salto a la menor, soy más susceptible y escéptico, siempre estoy en guardia y  alarma continua. Pero también mi ingenio se ha afilado con el dolor. Sigo pensando que nos robaban la inocencia y que somos buenos y los malos nos hacen malos como ellos. Interrumpieron mi infancia. Solo niños y escritores dicen la verdad, Las cosas no son como nos las han contado. ¡Volver a ver el mundo con aquellas gafas de miope!

Me reía por dentro de todos. Me gustaba jugar conmigo mismo sin jugársela a nadie. Me creían incapaz de matar una mosca, o de romper un plato. Una mosquita muerta. No sé a quién le molestaba que se me cayera el cántaro de vez en cuando. Trataba de no hacer ruido, que no notaran mi presencia, y era un florero más en la escuela, que decora y hace bonito. Miraba al reloj. El tiempo no pasaba. La aguja se había detenido. Quería jugar con los bichos del parque. Mi imaginación tenía problema de límites, acantilados y bordes. Me llevaba a veces a asomarme al precipicio de la locura, y me enamoraba del vértigo de esa caída, de esa decadencia autodestructiva.  Mundos interiores de fantasía y nubes infinitas, de las que despertaba con una flor de recuerdo o un dinosaurio en mi almohada, o de forma brusca con un puñetazo en la tripa. Solo tenía mi mundo de dentro, para volar y regresar a un edén infantil que nunca había existido más que en mi recuerdo idealizado. Era libre pero solo por dentro, y soñaba ser más inocente y puro cada día, ¡con tanta lectura de santo! Le daba a la piedra más vulgar un pensamiento mágico y mitológico. Hacía volar las hojas del recreo, que caían en otoño. Me pegaban para pasar el tiempo, no tenían nada mejor que hacer. Y yo lo veía todo como si lo protagonizara otro, un personaje de novela. Gandhi trataba de resistir pacíficamente, luchando activamente, pero yo ni eso. Me sentía débil y endeble físicamente, pero los golpes a mis huesos no me dolían si pensaba en otra cosa y me concentraba en ser más fuerte moralmente que ellos. Pero los golpes al alma sí que hacían daño. Me ausentaba de aquellas palizas que me infringían, algún día escribiría sobre todo esto. Me subía a las estrellas y eso me sedaba pero luego la caída era peor. La ensoñación sobrevuela a los mortales, pero termina por derrumbarse y surgen nuevas, y a veces hay personajes e ideas más conocidas que su autor. ¿Sobrevive lo espiritual a la materia transformándose?, ¿Y eso ya qué le importa al que ha sufrido tanto en vida?
No tratemos a la víctima con caridad cristiana y paternalismo, o hipocresía institucional. No instrumentalicemos la muerte de Jokin política o antinacionalista mente para criticar el modelo en castellano de la ikastola.  Desprendamos a la víctima de su rol. ¿Qué importa si sus agresores eran conscientes o Dios ha de perdónales porque no sabían lo que hacían crucificándole? El daño está hecho. No nos regodeemos en él, buscando verdugos y degollados. No se puede olvidar algo así, ¿cristiano es perdonar, poner la otra mejilla? Pero el reconcomio no cesa, ni la imagen traumática, ni la noche de voces en mi cabeza, ese runrún incesante de insultos, recuerdos y mea culpas. Me perdono a mí mismo del pecado original que me han impuesto. Todos los que corrieron un tupido velo de complicidad ahora le lloran, al final ha logrado verdaderamente llamar la atención y ser el muerto en el entierro. La televisión mediatiza frívolamente el caso. Y surgen arribistas que persiguen más lucro que respuestas. No lo acabo de asimilar, de superar, de afrontar, siempre lo he huido. He de quitar gravedad y victimismo narcisista. El dolor psicológico no es tan tangible como moratones y cicatrices, pero es peor.
A mi recuerdo lo quiero borrar con la goma de seguir adelante, borrón y cuenta nueva. Pero esta suciedad no se puede barrer y esconder bajo la alfombra. Son muchas lunas llorando la almohada como único confidente. Y el pasado no muere tan fácil. Mi recuerdo es un drama exagerado por mi imaginación. Quiero sacar el miedo de mi inconsciente, sublimarlo, superarlo y que no se quede dentro reprimido. Ni enterrarlo en una capa de polvo que ni te atreves después a limpiar. Lo puedes esconder, evadirlo, pero sigue ahí. Esta escritura automática me sana. Sin ella enloquecería. Convierto en catarsis mi desahogo. Mi vida ha  sido una huida. Sombras chinescas se representan en la pared de mi cuarto, con rostros que acechan. Recuerdo cada cara y podría reconocerles en el cristal de acusados de una comisaria. La justicia tiene los ojos vendados pero no me la puedo tomar por mi mano. Tal vez sólo una autoridad divina podría castigarles. Las furias de la venganza atemorizan el insomnio de estos cómplices: “menos mal que la toman  con Jokin y no conmigo”. La culpa es de todos. Hay que comer para no ser comido, aunque algunos nos hagamos veganos y fumemos la hierba de la paz. 

Los golpes se sucedían unos a otros, rápidamente, violentos, parecía que nunca iban a parar. Insultos, patadas…me chutaban como a un balón de reglamento, me tiraron al contenedor diciendo que la basura era mi lugar. “A nadie le importas ni nadie vendrá a recogerte.  Das asco. Has perdido tu dignidad como persona”. Me degradaban y no tenía coladores mentales para asimilarlo. “Despojo de la humanidad, nadie te quiere. Gente como tú no debía haber nacido. Eres repulsivo, mírate. Eres penoso, patético. Solo das pena, payaso”. Salían esas palabras con espuma en sus bocas de perros rabiosos. No entendía por qué me atacaban así. ¿Qué había hecho yo para merecer eso? Y mi léxico solo servía para herirme más a mí mismo. Las palabras se inflaban, excesivas. El lenguaje y la introversión son  armas de doble filo. Me lo he ganado a pulso…. La mayoría no se equivoca… Pero lo normativo se traga lo heterogéneo y no acepta al diferente ni el pensamiento único tolera el divergente. La norma de lo normal es cruel con quién peque por exceso o defecto, y aplasta a los que ellos mismos se sienten cucarachas de Kafka.
Mis lágrimas traicionan mi intento de escribir una confesión intima coherente. En los talkshows  cuentan sus tristezas las maltratadas, a muchas marujas les entretiene verlo, a muchos agresores los educa la televisión. Quizá esto sirva para que no se repita. El mundo no es como el que soñamos en las redacciones escolares, dibujando casas y mundos ideales con papá y mamá agarrados de la mano. He estudiado comunicación, pero sé que mis palabras se las llevará el viento, predicando en un desierto de siroco loco. Si en mi vida nunca he encontrado quién me escuche, ¿por qué iba a encontrarla en la literatura? Choco con una muralla de hipocresía, con la barrera que las personas nos ponemos unas a otras, para no abrirnos de verdad. Nadie quiere hablar de lo profundo y yo me sincero a través de esta literatura mentirosa. Los políticos hablarán de dialogo, cómo si no estuviéramos ya hartos de este exceso de palabras. Los libros están llenos de lamentos de muertos, y confesiones descarnadas que ahora nos dejan helados, fríos, e impasibles. Nuestro corazón se ha endurecido del silicio y la urna de metacrilato del ordenador, del coltán del móvil, que sigue propagando el ciber acoso. Asistimos a la realidad virtual retrasmitida por el telediario. Y este solo es otro caso más. Sedados al dolor del otro, ya nada nos conmueve. Pero su tragedia es real. La misma realidad se describe así misma, sin que pueda esconderme en la tercera persona de Jokin. No desaparezco del texto en esta divagación del yo, que nunca será esa cosa objetiva y científica realista, ni lo pretende. ¡Quien toque este cuento toca a un hombre! Me siento hoy más emocional que intelectual. Quiero hablar directamente a mi interlocutor soñado, tenerle empatía, que sienta que me puede llamar para tomar un café. Sigo prefiriendo la conversación al refugio y subterfugio balsámico de la literatura.
El colegio ha sido mi infierno personal. No me  atrevía ni a salir a la calle. Sigo con miedo, con menos. No es fácil de superar. Y menos solo. Empezaron a marginarme por proteger a Jokin y negarme a que le pegaran. Me sacaban fallos en el vestuario por cualquier tontería. Adivinando mi debilidad de carácter fueron cebándose, permitiéndose más y más cada día, hasta convertirme en su títere y conejillo de indias, en su rata de laboratorio, en uno de sus experimentos conductistas, en un hombre- probeta con el que ensayar nuevas torturas sicológicas. No me arrepiento de haberle defendido. Fue un acto ético que repetiría en todas mis reencarnaciones, cometiendo los mismos errores. Los profesores no tomaban esto en serio. Mis padres solo monologaban con ellos mismos. Los psicólogos querían que me integraran y mis compañeros callaban.  Adáptate al mundo o fenece con él, sin osar transformarlo. No era una persona sino su personaje. En su primitivo clan o estás con ellos o contra ellos.
Lo normal es una convención social que va cambiando en la historia. Nada es blanco o negro sino una escala de grises. ¿Es normal fustigarse en el gimnasio, chutar un balón, llevar un móvil cancerígeno en el bolso, ver la televisión, jugar a la guerra en el ordenador, consumir y dar palizas a diestro y siniestro? ¿Es normal que la conversación se reduzca a coches, revistas porno, fichajes de fútbol, deportes, drogas y discotecas?  Son estructuras, edificios esquemas mentales cosmovisiones, arquetipos, modelos de salud mental y cuerpo perfecto. Al crearnos inseguridad e inestabilidad dentro de nosotros nos pueden manipular mejor capital estado si nos auto reprimidos. El miedo a la locura y al alzhéimer se vuelve en la sociedad postmoderna un terror mayor que el pánico a los atentados terroristas y a la muerte. Temen al que piensa diferente, al discurso del loco al se le va la olla, y lo flipa, y vuela en su columbrar.  La verdadera locura es ese miedo a acabar loco, esa histeria de intentar pasar como normal e imitar todo lo que los demás hacen. Comprar ropa de marca, pasar inadvertido, no mosquear a nadie, respetar a los líderes, no robarle la novia, no destacar en clase para que no te saquen motes… Siempre el agobio del qué dirán. Una esquizofrénica sensación de soledad rodeada de gente, ¡tan transitada! Destetado, carente de afecto, necesitado de cariño y amor, ruegas un abrazo, mendigas un amigo. Te sientes desamparado cuando se vacía el aula y la ventana te invita al suicidio. Era claustrofóbica la ikastola dantesca, ver pasar las horas y morir los días. Las manecillas del reloj se habían quedado estáticas y todo se había congelado en piedra. No quería salir al recreo.
Salían en grupos del aula, comentando cosas intrascendentes entre ellos, chascarrillos y chorradas del televisor, dándose palmadas en la espalda de colegas.  Yo me quedaba solo, triste y sin collar. Ellos querían que me desmayara, desvaneciéndome como una damisela decimonónica cuando me metían miedo. Tenía el cuello tenso como cuchillo defensivo que no se clava, pero sigue ansioso.  Solo me enfrenté una vez. Un matón me agarró por la espalda y me tiró al suelo. Llaman “ska” a acribillarte a ostias el grupo entero, respaldados unos por otros. “Mierda, te vas a enterar” Sacó el láser de infrarrojos, era la moda,  me cegó los ojos, y retorciéndome, intenté defenderme. Otros dos me agarraron y me dieron un golpe contra la pared que a poco no me rompen la columna vertebral. Me escupían sus babas, y me agarraban fuerte los brazos y otro me intentaba meter mano, le excitaba verme indefenso, aprovecharse de alguien diferente o más débil que él. Le clavé el compás en sus partes, con la mano libre que me quedaba. El agresor estaba empalmado con aquella situación, pero sintió de pronto un profundo y agudo dolor. Yo sentía un asco inmenso, el mundo era más infecto de lo que había imaginado, guiado por los instintos más bajos. Nuestra sociedad está en serio malestar clínico. Pegué un alarido que asustó a los dos compinches. Me liberaron y corrí como nunca había huido, más que el viento. La cabeza se iba dislocar del cuerpo por la presión del aire y la velocidad y mis piernas se volvieron un artefacto con alas que me propulsaba al infinito, lejos. Todo el cuerpo me dolía y mis piernas no podían más. Caí sobre unos matorrales encharcados, que me parecieron embarrados de mi propia sangre. Y allí, aun jadeante, tosiendo, con un ojo ensangrentado, la camiseta nueva comprada por mamá rota por sus costuras, el reloj perdido en el incidente y la dignidad, también por los suelos tras el incidente, me vi reflejado en el charco apestoso. El mundo era esa cloaca de lágrimas a la que Dios me había abandonado.  

A mis catorce años yo aún creía en Dios, los reyes magos y la navidad me la traía el corte inglés. Grité y culpé a ese Dios padre que  debía velar por mí, y pensé en el otro, el terrenal. La muerte de Dios, la conciencia de Edipo. Y sin digestivo para tragar el  reajuste existencial, todo seguido, de golpe y porrazo. Los profesores me confesaron que los reyes eran los padres. De pronto ya no podía  mearme en la cama, ya era mayor. Mis padres hacían la vista gorda si me pegaban en clase para silenciar el propio maltrato de casa. Las tres verdades de la esfinge caían en  mi inocencia, surgiendo en mí la conciencia. Como en las tragedias griegas, en la que uno se niega a aceptar la verdad ante sus narices, se le cae la gasa de los ojos y se arranca los ojos, ¿Para qué os quiero? Me conciencié de mi cuerpo, los latidos del corazón a velocidad supersónica hiriéndome en el pecho. No hay certezas,  era un ignorante que nada sabía, todo me desconcertaba. Había vivido engañado entre mitos, pero el logos no tenía fin ni respuesta. Escuché el enorme lamento de mi espalda dolorida, que  cargaba todos los días una mochila como Atlas arrastraba el mundo, o Sísifo un cacho de roca. Me dolían los ojos de tanto leer, el coco de tanto darle a la quijotesca, y  el corazón se había olvidado de latir. Mis brazos los sentía huesudos, venosos, alargados como idealistas, mi faz una calavera lánguida y mis piernas andaban como un pato Donald anoréxico, un Charlot raro. En el cuello y en la zona lumbar cargaba el miedo, la culpa, y la mochila de resentimiento. Estaba tenso y a mi cráneo sólo le faltaba el collar de pinchos y espinas de los masoquistas. Cayó mi cuerpo vencido con estrepito, derrotado en el lodo del charco. No era mi dolor sino la queja de millones de muertos gritando desgarrados, los que vinieron al mundo para pasar inadvertidos y sufrir en silencio pero que, cuando les iba llegando la muerte, gritaron para quitar el miedo.



Me arrastré por el fango. Mi rostro se ensombreció de una melancolía suprema, una tristeza que no podía nombrar. Mi boca de piñón y fresa dolía y estaba cortada y llena de sangre, sabía rara. Me habían coronado la frente de moratones. La migraña en la cabeza era insoportable, quería volármela de un tiro. Volví a identificarme con el ser denigrado y vilipendiado de Cristo. Le habían tirado al lodo, pero él había renacido de las cenizas y el barro, como un ave fénix. Cuanto más le tiraban al suelo él más tendía a lo ideal. En mi colegio de curas yo era el repelente niño Vicente de la catequesis. “Ecce homo, esta piltrafa han hecho de mi” Me había abandonado Dios pero el padre de aquí estaba también ausente. No podía ser mi padre alguien que consentía todo esto. Sollocé como solo un niño lo hace. “Me has abandonado”, le recrimina a Dios también el padre de Melibea. ¿Por qué permites dolor en el mundo? Vierte lágrimas en su torreón cuando ya no sirven de nada. De niño, manipulable en la catequesis, interioricé esas palabras que ahora repetía. Lloré a lágrima viva, con el corazón achicado en el estómago, con la sangre en la cabeza, sorbiéndome mis mocos. No podía caer más bajo. Me lamenté de que Dios hubiera muerto, pero feliz: ahora nacía yo. Sería un cuervo negro con alas, un rebelde con causa, un Caín maldito, lobo y león entre palomas, ovejas, camellos y corderos. Pero no era más que un huérfano de Dickens, arrastrando mis carencias de afecto, buscando otros padres y clamando al cielo nuevos verdugos y nuevas cadenas.
Espabilar, sufrir,  madurar, caducar, pudrirse, crecer, ser adulto antes de tiempo, amargarse, morir, suicidarse, ser matado… Adelgacé como un palillo, degastado emocionalmente, con el aspecto de una idealista calavera. Desde entonces no puedo relajarme ni dormir de noche sin ansiedad. Lastró un fantasma errante de insomnio y ya no sé divertirme, como los demás. Entiendo ahora por qué nunca seré normal, ¡me tomo las cosas tan en serio, lloro sólo con ver un colegio, me asusto si unos niños juegan al balón! Soy hipersensible a todo. Era un niño siempre bajo las faldas de la señorita, que me mimaba. En ningún sitio fui querido y vagué errante de una esquina a otra del patio. Agobiaba mi necesidad de afecto, aprecio, comprensión. Yo era un subvertido invertido, un trastornado traumado perlado, diferente y raro. Me he refugiado en las palabras por miedo a los puños, haciendo de la escritura un escudo, de la literatura caparazón, baluarte, muralla, torre de marfil dorado, barricada. Allí uno sufre y ríe a lo loco. Mis palabras aún acumulan odio, resentimiento, autodestrucción, muerte, obsesión. Herido de letra, la herida es mortal. Meterán en el psiquiátrico mi cerebro blando, en la cárcel, en la hoguera, en la pira, en la cruz, pero aun así no lo callarán.
Escribió Jokin en el chat antes de suicidarse: “mis piernas se pararan, pero quedarán mis ojos mirándoos”. Jokin sigue viviendo en nosotros, nos identificamos con él, y de estos buenos sentimientos hago mi literatura. No le he invocado en una reunión de espiritistas, a los muertos habría que dejarles en paz sin flores ni velas hoy día de todos los santos. Les erigimos en un nuestro devocionario de santos, mártires, mitos, héroes, causas y ejemplos, pero eso a él le da ya un poco igual.

No se puede culpar a la víctima, ni velar este problema silenciándolo de hipocresía. Esta vergüenza a voces no la podemos callar. A buenas horas mangas verdes, llegan tarde los bomberos de la psicología a sofocar la pira común en que se queman estas víctimas. Todos le traicionamos, fuimos cómplices. Pero ya no podemos girar la vista. Le negamos el saludo en vida y ahora sabemos lo que teníamos cuando lo ya lo hemos perdido. No nos despedimos de él, no le hicimos caso. Y ahora le lloramos. Devoramos al muerto, le cosificamos y le metemos en un álbum de cromos y mariposas, banderas, camisetas, iconos. Aprendamos del error para no repetirlo en eterno retorno de lo mismo. No sé lo que durará el feedback en la opinión pública,  su actualidad, su vigencia. Luego alzaremos a Pescadito o Gabrielito como nuevo mártir. Llevaremos a niños maltratados a contar su experiencia en televisión, porque a los adultos les gusta que los niños hagan cosas de mayores, ya sea cantar, hacer de chefs en la cocina o derrumbarse emocionalmente. Y sin embargo, los niños no debemos meternos en estas conversaciones de mayores, cuando crezcas comerás huevos,  nunca hay tiempo para nosotros. No hay quien entienda a estos seres raros de los adultos, que se encierran en sí mismos, a escuchar música de su época, y a los que no puedes sugerir que tengan el cuerpo más desordenado y sean menos maniáticos de la limpieza. Habrá que buscarle otra novia a papá. Solo piensan en proyectos a largo plazo e hipotecas, con sus sueños de quiero y no puedo, de nuevos ricos. Los psicólogos se ponen de su parte, son los que pagan. Consienten a sus hijos todos sus caprichos económicos, pero no se les da el cariño que necesitan. Quizá al niño le avergüence el beso de la madre, pero el beso es lo que se llevará al recuerdo y no la play station. Mejor un niño muerto que maricón, siempre quiere ser el muerto en el entierro, ojala no hubiera nacido… ahora ya es tarde para retractarse.
Mi soledad interrumpida por puños me fue impuesta como castigo por ser diferente a mis verdugos. Ahora busco mi habitación propia. Me equivocaré al elegir, pero seré libre y dueño de mis errores. Me quedo con la duda de si aún sigo castigado o verdaderamente escojo tomar el café solo o acompañado. Estoy moralizando obsesivamente, ¿Qué le diría a quién esté pasando por lo que he pasado?: “Quítate las máscaras, las etiquetas, roles…no te integres a toda costa… ¡huye!  Pero afróntalo en la sique, distanciándote, desvinculándote, desapegándote, objetivando, relativizando, riéndote y no hundiéndote en tu afectación regodeada. El valiente que se enfrenta al sistema simplemente es idiota, de ellos están las tumbas llenas. Tampoco son los agresores valientes, resguardados cobardemente en el grupo, pero su odio no lo hagas tuyo. Nadie puede hacerte daño si no te dejas hundir psicológicamente. Tu no aprecio será el mayor desprecio. Piden tu atención y que la víctima se rebaje a su violencia, ver tu reacción para reírse, no les des el gusto. Tu estupidez la confirmas respondiendo a estos ataques, pero un silencio indiferente te hará más interesante. Auto margínate, mejor solo que mal acompañado, elige tus amigos, que no elijan ellos por ti. En esos momentos te quedas mudo, y se te ocurre cómo responder cuando ya no estan. Llegué a apuntar sus insultos y vaciles en una libreta, les estaba dando mucho poder. Ellos huelen tu miedo y se excitan con la comunicación no verbal de tu cara aterrada. Pero sí les miras con la extrañeza de que los raros son ellos, si todo te entra por una oreja sorda y te sale por otra como si oyeras llover…te harás respetar con tu seguridad en ti mismo. Ya se aburrirán. No les sigas el juego. No intentes ser normal, acepta tu diferencia. Pero mira todo, oye todo y habla. Aunque sea con la señora de la limpieza. Aunque sea habla solo, pero sigue oyendo tu voz, sintiéndote vivo. Anímate, date vida. A los agresores, a los que no van a leerme, no tengo nada que decirles.
En una esquina del patio me pegaban, la nariz me sangraba, nadie me daba un pañuelo. Y los demás a su bola, se hacían los suecos y longuis. Me miraban con pena, asco, odio, desprecio. “Huele mal, que asco, es un pasivillo, todo lo permite” Me tocaban las orejas. Yo no protestaba, pero no por ello dejaba de sufrir.  Me comían la oreja. Era carne de cañón, el angelito inocentón y santo. Me querían espabilar con medicina de palo. Me querían despertar del sueño inocente en que somos ángeles, animales que hablan con los dioses. Sus pies se han parado, pero le han brotado alas, sus ojos siguen mirando y él es libre. Siento haberme metido en conversaciones de mayores, pero mi berreo y pataleo os costará callarlos.  No robareis el caramelo a los niños tan fácilmente. Son inocentes, pero no tontos.
Pondrán vigilantes en las zonas conflictivas y el colegio será aún más cárcel de educación obligatoria. Los griegos se educaban en la naturaleza. Los espartanos se iniciaban en el bosque. Aristóteles iba de paseo con los peripatéticos por sus jardines de dudas. Y Platón dialogaba con Sócrates en banquetes del Eros, en que el ahogamiento de la borrachera era lo único que ponía fin a su dialéctica interminable, sin llegar a ninguna síntesis. La Paidea era algo motivado, vocacional, vivo y dinámico, entre amados y amadores. Los diletantes del renacimiento también soñaban con príncipes azules de la república, perfectos cortesanos cultos que guerrearían en nombre del honor y la virtud. Los románticos escribían sus bildursromans de niños que se hacían adultos en educaciones sentimentales y no tan ilustradas. La educación no debería ser un conjunto interdisciplinar fragmentado sino un mismo tronco en el árbol de la vida, una razón práctica, vital, sintiente, poética, emocional. Educar no es sólo formar en conocimientos técnicos, utilitarios y pragmáticos, pues los bienes no son solo económicos.  El conocimiento no es la cultura de erudición ni un postureo de pasarela Cibeles, sino un Logos objetivo que entronca con lo mitológico y subjetivo. “La literatura todo lo cura” era la rima que más gustaba a mi profesora de aquellos poemas infantiles. Es balsámica, un azucarillo que endulza el café que me tomo acompañado, y no sólo me evade, me hace encontrarme con los demás, enfrentarme a la vida y perdonar. Y se acabó el cuento.
 

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