martes, 21 de agosto de 2018

MALTRATO EN CASA


Mis padres me echaban la culpa a mí del acoso escolar: “Eres un susceptible, todo lo magnificas y exageras. Igual te han calentado alguna vez, hijo, pero todo eso es normal, cosa de niños”. ”Es que nunca te ha gustado el fútbol, nunca has sido un niño normal…”  Yo seguía la lógica opuesta a mis agresores; los matones se portaban bien en casa y en el colegio se descargaban con los débiles, pero yo era con mis padres con los que me atrevía a desarrollar mi retórica de por qué no se debe deshumanizar al ser humano maltratándole.  Cuando la profesora le contaba a mi madre lo que hacían conmigo en clase, mi madre en vez de apoyarme se desahogaba de la cruz que tenían en casa. Mis padres nunca me han apoyado en ninguna de las decisiones que he tomado. No era sólo que mi madre se negara a reconocer el bullying que sufrí  en mi colegio, es que me presentaba como un demonio en casa, haciéndome sentir cada vez más culpable y más criminal. Incluso si la profesora alababa alguna buena redacción, ella lo restaba importancia, “verborrea que él tiene, cosas suyas de él, ideas que saca…”, enfatizando todos mis defectos: Es un caso, no se puede con él, es imposible, no tiene arreglo, yo lo doy perdido… 

 
 Mis padres callaban aquel maltrato en la escuela para silenciar el que me daban en casa. Pasa hasta en las mejores familias, es natural. Las familias felices deben ser muy aburridas porque son todas iguales pero las infelices lloran cada a su manera.  “Solo quiere llamar la atención”, me decían” Ser el muerto en el entierro”. “Tienes lo que te mereces y te has buscado. Algo habrás hecho”. Y yo interioricé ese mea culpa. La culpa es tuya era la cantinela constante, bien grabada me quedó. Ya me identificaba hasta con Santa Teresa,” Hágase en mí la voluntad del señor, yo solo soy su indigna esclava, sierva de dios, y que me degollé lo que él me ha prestado” Pero ahora no estoy por la labor de poner mi otra nalga izquierda en bandeja y pompa. Mi padre me llamaba “gallina”, no tenía huevos, no sabía defenderme. No era un hombre sino una mujercita. Papá odiaba que fuera un cobarde asustadizo y un pollo débil amedrentado por cuatro gallos de pelea. Mamá opinaba que las lágrimas había que echarlas en privado y lo que no comía lo lloraba por las paredes. Además era el garbanzo o oveja negra y la vergüenza de la familia. Me sentía torpe, un tonto inútil, un bicho raro y una piltrafa. Me llamaban miga de pan, triste amapola, lecherita con alma de cántaro, pato Kalimero victimista. Me decían que a los inocentes como yo se los comerían como a corderos el día de pascua. Y que ya aprendería, ya espabilaría, ya maduraría....
 

Para mis profesores iba de genio, pues me rebelaba a sus planes académicos del ministerio. Y para el psicólogo debía cambiar de actitud, adaptarme, integrarme y ser normal y positivo. En las consultas psicológicas me sentaban en medio de mis padres y volvían a representar para mí sus discusiones de pareja en torno a mi educación. Se culpaban el uno al otro de que yo hubiera salido así, pasándose la manzana caliente de uno al otro. Escuché en una de esas broncas de pareja del salón, desde mi cuarto, que se separaban por mi culpa. Más tarde supe que se habían casado de penalti, también por mi culpa.  Me parecía todo esto normal porque también me habían dicho; ¡Ojala no hubieras nacido! Ya de mayor las nuevas novias de papá no querían venir a casa hasta que echara al ocupa con complejo de Diógenes que se había instalado en casa y al que papá no terminaba de echar del hogar. Todos aquellos mensajes, que no deben escuchar los niños,  alimentaban en mí más historia de hijo prodigio, de perdón y redención divina. . A veces cuando se peleaban tenía que hacer de puente y canal entre ellos; “mama dice…”, “papa responde que…”, sin saber que yo mismo me contagiaba de esa energía y electricidad, de esas cargas de eones y electrones positivas y negativas, en las que no era solo un mero trasmisor.

Cuando me pegaban volvía a casa avergonzado, sabía que me dirían: “¡Has puesto perdida la ropa de sangre!” O “¡Te has dejado romper las gafas otra vez!” Eran ya las quintas y no ganaban para ópticas. No sabían qué hacer conmigo, estaba para que me encerraran y me ataran. Según ellos iba jubilando a todos los psicólogos y desesperaría al mismo Freud. Era una patología con patas. “Espabila, hijo, que te roban la merienda”.  “¿Qué he hecho yo para este castigo del cielo? Hasta los niños retrasados son mejor que tú, hijo, que te obedecen, pero tú pareces tonto. ¡Que cruz, no hacemos partido contigo ni un hombre de ti!, ¿Qué vamos a hacer contigo?” A veces dejaban escapar expresiones de que era malo, como si hubiera nacido con una naturaleza maligna, perversa, retorcida y tan maquiavélica que fingía o exageraba mis propias agresiones. Todo aquello de que me pegaban en la escuela me lo inventaba yo. Cuando les hablé de tu muerte, Jokin, lo entendieron como un chantaje emocional de suicidio. Mi hiperactividad les ponía con los nervios a flor de piel. Y les llevaba por el camino de la amargura y las lágrimas. Como sólo entendía a palos, ellos seguían pegándome, para que madurara. A mi padre el ejército le había hecho hombre (y su colegio de curas dominicos mujer) y el dolor más fuerte, lo que no le había matado le había hecho más fuerte. (0 quizá más débil y cobarde) A veces le sacaba tanto de sus casillas que me arrinconaba en el suelo, y me pegaba, con el cinturón o a puños, y yo le provocaba más desde el suelo invocando absurdos idealistas de que aunque me pegara no me sometería. Pero a los diez minutos se habia arrepentido, se sentía fatal, su disculpa era dejarme la cena o un zumo de naranja en la cocina. Se avergonzaba de las muestras de cariño, e intentaba que el trato conmigo fuera el correcto, no intentando repetir lo que habían hecho con él los curas dominicos o su propio padre en el franquismo, pero yo siempre le notaba frio y distante. Me rechazaba y se apartaba cuando iba a darle un beso, pues no le habían dado a él mismo una educación sentimental sino una basada en la autoridad jerarquica y marcando las distancias, anque sea con disciplina inglesa, cuando fallan los argumentos del dominico Santo Tomás; orden, autoridad, obediencia, formas.... Pensé a veces en denunciarle, pero entre todos me hicieron sentirme yo el agresor de mi familia. Les tenía muy preocupados, pero no realmente ocupados. Es cierto que les sacaba de sus casillas y límites y esquemas mentales, de sus parcelas estancos en las que habían ordenado su mundo pequeño burgués de órdenes y summas.
A veces me subía a una silla de la sala de estar y les empezaba a arengar discursos, en los que mezclaba la revolución de Lenin con los lemas y gritos de Braveheart: "Podréis matar al hombre, pero no su Libertad", y en ese plan. También me tiraban los libros, que se acumulaban en baldas, pues contribuían a aumentar mi locura y a que aquellos discursos se eternizaran más que los de Fidel Castro. Yo los escondía. Tenía miedo de que ardiera mi biblioteca de quijote como en un Fahrenheit o pira nazi. Además de someterles a estos discursos marxistas, me gustaba escribir sermones de cura para seguir adoctrinando a mis pobres padres, las únicas victimas de aquellos soliloquios. A veces me enamoraba tanto de mis palabras que las grababa en cintas de un radiocasete con micrófono de plástico. No podía ir de jesuso por la vida. Los curas me habían enseñado a rezar pero ahora de pronto les asustaban mis paranoias de santidad. También me enseñaron a hablar para tenerme calladito en la última fila. Era de los niños que aún seguían acudiendo a la catequesis, esperando hacer la confirmación y que me regalaran tanto regalos como en la comunión. Los demás niños se reían cada vez que el rechoncho cura decía “la comida de Jesús”, pero yo no entendía el chiste verde y me sentía blanco y puro, angelical, por dentro. Tenía que espabilar y hacerme malo, tener más picardía, ser más listo y no el tonto del pueblo que todo se lo cree y al que engañan como a un chino en una merienda de negros.
 
Mis padres tiraron la toalla respecto a mi educación al separarse. Como no habían querido tenerme me sentía un aborto fallido. Dejé de ver aquellos libros de neo-conductismo de mamá para “madres malas” e “hijos especiales”. Ya no hubo más encierros en el baño amenazando cortarse las venas ni más patéticas suplicas de papá, el pasivo agresivo de aquellos libros, para que entrara en razón. Ya jamás vi a mamá pintando un cuadro, escuchando música depresiva de la Movida o leyendo libros no comerciales. Mamá repetía que parecía haberse casado con el hijo y no con el padre.  Y yo ya no sabía de quién se estaba divorciando. La separación me parecía una cosa buena, al fin seriamos todos felices. Todo se arregló judicialmente y con serenidad bien programada. La abogada me preguntó ¿En su casa  o en la de mamá? Y elegí la de papá para no desprenderme de mi biblioteca. Aquellos abogados consideraron lo más progre el reparto de Salomón, y me  separaron del hermano, cuya patria potestad se la quedó mamá. 

 
Mi hermano era el normal y el ejemplo para esta familia tan rara, pues tenía novia (seguiría la heteró-norma patriarcal y el apellido), trabajo y coche. Escribir cuentos desde mi casa para una editorial, poniéndome mis propios horarios y ritmos de trabajo, y enviándolo a una dirección de email no lo consideraban trabajo. “¿Y trabajar de verdad, cuando?”, me repetía mi abuela, a la que ser explotado en un taller ocupacional para retrasados mentales a cambio de 100 e le parecía más trabajo que lo de escribir libros, aunque me pagaran 7 veces más. Entendían el trabajo como un ir a la fábrica de 8 de la mañana a 4 de la tarde, con un descanso para comer en el comedor de la empresa, 2 euros valía aquel menú, que te iban restando de tu salario final, que de 100 euros se quedaba en 70. Si a lo de comedor añadía “de la empresa” estaba bien, pero si añadía “social” ya era cosa de vagabundos y desarrapados. Haber estudiado una carrera no valía nada para toda aquella familia. Valía mil veces más la foto de unas alubias que mi hermano mandaba, para que en las comidas familiares no le empezaran a rayar con qué si comía bien, o con que delgado estaba. Si hubiera sido por mi abuela seguiría ganando esos 100 euros (¡4 años que has perdido en la carrera!, que ahora tendrías…y se ponía a calcular 100 euros x 12 meses y luego por los 4 años perdidos) Mi hermano daba una sensación mayor de independencia y autosuficiencia mandando aquella alubiada, aunque luego se alimentara de bocadillos. Los espaguetis tenían que venir en un bote clásico y no en un sobre chino de “Yatecomo” para que parecieran comida de verdad. La noche ya no era la misma noche ni tenía peligro si el niño vivía en otra casa. Porque en el fondo no se preocupaban de mí, por sobreprotectores que fueran llamándome a las 4 de la mañana y asegurándose de que no me quedaba solo en mi borrachera. Lo que querían era sentirse bien ellos mismos y acallar su mala conciencia pre-ocupada. También les daba mucha seguridad que me tomara cada noche aquellas pastillas mágicas de la siquiatra conductista. Pronto descubrí que simplemente producían sueño, ni siquiera eran antidepresivos sino narcóticos, neurolépticos, para dormir esa noche. (La esquizofrenia no tiene cura médica aún, siempre ha sido cosa del alma) Así que de las dos pastillas me tomaba media de una, para dormir lo justo y no perder toda la mañana, drogado y zombi en la cama.     

   Con la separación creí que desaparecían también las broncas que escuchaba escondido en el pasillo, pero sólo se repartieron de una casa a la otra. Me repartieron a mí de paso, pasándoseme de uno al otro los fines de semana como una manzana caliente. Al principio de forma ordenada; esta semana te toca con mamá…y luego anárquicamente, según me diera a mí o a ellos. De igual forma, aquellos horarios establecidos y tablas de premios y castigos de la pared, que había dibujado la psicóloga conductista, poniendo pegatinas en los días en que hacía la cama y comía a mi hora y me merecía un huevo kínder… se convirtieron en comer cuando tenía hambre y dormir cuando tenía sueño. Ni siquiera la amante de mi padre quería asumir la responsabilidad de tenerme en aquel cuarto lleno de libros y humo. En las navidades de un niño que conoce la palabra divorcio antes que sus compañeros de colegio recibes dobles regalos pero también te sientes doblemente  solo.  

Mis padres suspiraban al fin si lograban aparcarme en un campamento de verano o colonia, o en una extraescolar y me metían en caras escuelas de idiomas, guitarra, canto de ángeles o lo que fuera, para descansar de mí unos momentos. En los primeros campamentos scout los padres iban a vernos un domingo y se organizaba un campin, una merendola, y luego nos desprendían cruelmente de ellos y yo me quedaba con una sensación terrible de orfandad. Pero después, cuando me ingresaron en un psiquiátrico solo volvía a casa los fines de semana para asegurarme que mi biblioteca seguía en pie. También  me metieron, como ya he contado, en un centro de ocupación laboral para disminuidos psíquicos. Era lo mejor que mi padre, con sus contactos laborales de funcionario del ayuntamiento, podía buscarle a su hijo. Estoy seguro de que sirven estos sitios para liberar a los padres, tan estresados, de sus hijos con síndrome de Down, pero no se dan cuenta de que están disfrazando como integración laboral a  los minusválidos una forma moderna de explotación feudal por cien cochinos euros y la conciencia tranquila. Y además mezclan en esta última y única oportunidad laboral a disminuidos físicos, disminuidos psíquicos, intelectuales, emocionales, delincuentes comunes…como si fuera todo la misma mierda.  Tampoco guardo ese rencor de Panero a su madre, desbordada porque su hijo hubiera fumado un porro, que le ingresó. Creo simplemente que esa autoridad que mi padre tanto invoca se la daba solamente el dinero, y aquella casa. Yo no había elegido a aquellas personas, en las que el respeto iba unido a la obediencia y sumisión, y encima a una fingida e hipócrita fraternidad. Esas reglas de urbanidad de darle el beso al padre antes de dormir no era más que un teatro absurdo, que le daba a él la ilusión de ser una familia normal. Me acabé cansando de que me sacaran de paseo o me invitarán a cafés dulces cuando querían volver a proponerme amistosamente por décima vez echarme de casa.   

 

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