En el objetivo tercero del plan de desarrollo de la ONU se habla del desarrollo en salud y bienestar del cuerpo fisico. Hacen mención a la reducción del VIH/sida en los países del primer mundo, no sólo en el mundo homosexual. Pero sobre todo en los del tercer mundo, que es dónde más se da, de forma alarmanente, junto a las muertes por parto y otras enfermedades. No tienen los servicios sanitarios e higienicos ni los medios anticonceptivos que aqui tenemos. (Fue una lucha entre las primeras feministas lograr estos anticonceptivos aunque la iglesia sigue condenandolos en sus prejuicios) Sin embargo, en este relato quiero hablar de los problemas de salud del primer mundo. Los que no pasan hambre pero deciden dejar de comer. Quiero exponer en este cuento el problema de la anorexia y la bulimia, a la que nos incita un modelo de televisión y de consumo que rinde culto al cuerpo y a su esclavitud; vigorexia en los gimnasios, medidas perfectas, modelos 90- 60- 90 y esteorotipos impuestos... La belleza es relativa. El hombre del paleolitico escogía como su pareja a la mujer más gruesa y de pechos más prominentes ya que esto garantizaba muchos partos y la continuación de la especie. Al igual que Rubens pintaba a sus venus obesas ahora el canón está en las modelos de ropa esqueleticas y enfermas de Raphn Lauren o en la propia serie Aly Mcbal. El romanticismo puso de moda a esas mujeres delgadas y de tez pálida (Coger un moreno veraniego estaba mal visto, era sinonimo de ser una esclava que trabajara la tierra de sol a sol). La emperatriz Sissí se sentía más bella cuanto más enferma estaba, una inseguridad alimenticia que también tuvo lady Dy. Pero la obsesión por la delgadez es una enfermedad, y una patología mental, que puede llevar a la muerte.
María se sentaba siempre en la última fila de clase. De niña
se llevaba a la boca las gomas de borrar, las llamaban de nata. La profesora la
había castigado por dormirse en clase. -Ya está otra vez la niña mirando musarañas-
La enviaron al aula de castigo, al final de un pasillo inmenso y oscuro. La
profesora no sabía ya que hacer para que se atase bien los nudos de la bata. Se
encerraba en el cuarto de baño y escupía, hasta que se ahogaba de vómitos. Le
hubiera gustado escupir todas las palabras que se le habían quedado dentro y
reducir su cuerpo hasta mimetizarse con las baldosas del servicio. A veces
María venía a clase con un zapato de cada color, le hubiera gustado llegar un
día con los zapatos de cristal de la cenicienta. Siempre venía sucia y llena de
manchas de barro de perseguir mariposas por el parque. A sus padres les preocupaba lo sucia que era
María. Pero no era así. En la bañera se podía tirar hora y media dentro de un
mar de espuma. Le gustaba hacer pompas de jabón con una pistola que le regaló
abuela. Cada pompa era un sueño, una nube que escapaba de su cabeza. María se
sentía marrón y se frotaba fuerte con la esponja intentando quitarse la
suciedad de su piel. Pasaba demasiado tiempo en el cuarto de baño. Ya de mayor
la sicoanalista cognitivo-conductual le hablaría de fases anales. Pero ella
solo entendía a sus doce años el lenguaje de las pompas escapando como suspiros
de su boca o la flor del abuelito cuando la soplas. El lenguaje de las
mariposas, a las que perseguía por los prados, gusanos que se sentían sucios y
mudaron de piel para volar y ser libres en el viento. Solo viven un día, dicen,
pero para ellas es una eternidad. María quería volar. Hablaban de que no era
normal, que hacía cosas que no eran propias de su edad. Necesitaba un abrazo,
pero su padre siempre estaba trabajando.
María hacía cosas malas, pero las hacía sin querer, no podía evitarlas. La
única forma de escapar al acoso de su colegio era huir y volar.
La madre hablaba y hablaba con la profesora y de su boca
salían más pompas de jabón, palabras duras de tiza blanca que explotaban en la
gris pizarra. Hablaban de colegios especiales, de sicoanalistas y de programas
de televisión en que salían niños conflictivos en terapias. Sus padres no solo
decían que era sucia, también mala. Fueron las últimas palabras de su abuela; -eres
una niña mala, te ha comido las aceitunas del tío sin pedir permiso a nadie- María
escupió las aceitunas mientras su abuela moría. María era sucia y mala. Todas
las personas de su vida se habían permitido aconsejarla, darle lecciones como
si ellos fueran felices. La habían llenado la cabeza de palabras y estas son
muy difíciles de sacar si se incrustan en la cabeza de una niña. Las palabras
eran como un chicle explosivo que se enredaba en el pelo y que luego duele
cuando la niñera te lo intenta quitar con el peine de oro. Le hubiera gustado
tenerlo rizado como ricitos de oro, comerse la sopa de los osos sin sentirse
culpable. Y luego no vomitarla. A María la habían contado muchos cuentos, hasta
que un día dijeron que ya era mayor y entonces solo la contaban cosas tristes.
En los cuentos, por crueles que sean, los malos acaban mal y los buenos bien.
Pero en la vida real no es así. Johana la había dejado sola.
El cura del colegio vivía en los cuentos también, pera muy
inocente, o eso decía la abuela. -Este hombre se ha quedado en la utopía.
Estamos en los 90 y ya no se llevan los curas obreros comunistas ni los malos y
buenos- Para el cura María era una pecadora y Johana una santa beata, pues era muy
callada. Johana era la mejor amiga de
infancia de María. Era alta y espigada y tan delgada que el viento se colaba a
través de ella y la llevaba en volandas en los días de frio. A las dos amigas les
gustaba jugar con las hojas caídas de los árboles. Decían ser las diosas del
viento, y que las hojas volaban obedeciendo su designio. Joana había dejado de
comer en el comedor del colegio hace ya muchos otoños. María recuerda que
siempre escupía el puré, le parecía normal, el puré era un asco que compraban de marca
blanca. Un otoño muy fuerte Joana fue barrida junto a sus hojas. Tenía
anorexia. También decían enanismo. María se quedó sin amiga. A María también la
diagnosticaron bulimia, había querido imitar a Johana incluso en eso.
María no tenía más amiga que Joana. Al entierro fue vestida
de negro y Ana la niñera la puso un lacito en el pelo lacio. Habían ensañado
con el cura todas las oraciones y todo salió según lo programado. Los llantos
de María se oían más alto que al párroco. Le impresionó ver a su amiga
encerrada en una caja de madera. Era como esconderse en el armario, ese juego
que tanto las gustaba, solo que esa puerta ya no se abriría más. Sólo para
exhibirla por última vez. La gente dejaba caer lágrimas y demasiadas palabras a
la urna de cristal donde Joana, como una bella durmiente, esperaba un beso que
la despertara.
María se acercó a ella. Joana era más guapa que ella, incluso
ahora que estaba tan blanca y pálida. María la dio un beso en la mejilla, pero
ella no despertó. La gente se abrazaba y aquel día incluso su padre la dio un
abrazo. Toda la parte de quemarla y hacerla ceniza fue algo que María no vio.
Cerró los ojos y pidió a ese dios del que hablaba tanto el cura, que fuera para
siempre. Pero los ojos de María
volvieron a abrirse y en cambio los de Joana ya nunca más. El mundo era
injusto, se había llevado a Joana que
era una diosa del viento y no a ella, que no era nada.
María volvió abrir los ojos. Era la pesadilla de rencontrarse
en su cama otro día más. La vida no te
deja elegir; te abre los ojos y te hace ver lo que no quieres. María no quería
morirse, aunque fantaseara con ello, había cosas que le gustaban de la vida. Quería
morir por un tiempo. y luego despertar. Y eso solo nos lo permiten los sueños o
el arte; el mundo interior. Lo inconsciente comunica los caminos entre la
muerte y la vida. Los sueños son ensayos para la muerte que hace la vida con
nosotros. Las hojas volaban aquel otoño en el patio del recreo. Pero ahora las
han barrido. Alguien dirá que las hojas
las movía el viento y no ellas, que la muerte es la que gana y nosotros solo
otras hojas más.
María dejó de hablar después de la muerte de Johana. Era la
principal preocupación de los profesores, te enseñan a hablar para mandarte
callar en clase. María abandonó su verborrea y sus nuevas amigas la condenaron
al silencio en sus frívolas conversaciones. Los adultos jugaban a mentir y
esconder su interior. Ella lo escuchaba todo y callaba. Todos se permitían aconsejarla
y todas esas voces y palabras se le enredaban en su cabeza como chicle en el
pelo. Formaban en ella una marabunta de pensamientos que no la dejaban dormir
como hilos enredados en un laberinto, entre los que se había atascado su
diadema de princesa. La niñera seguía peinando a su princesita, cada vez más
delgada. Se había obsesionado con ser como su amiga, y como las modelos de las
revistas y la televisión, como las damas de clara blanquecina de las novelas
románticas que exhalaban suspiros en sus cajitas de rapé. Avergonzada de tener
aquel cuerpo lastrándola y no poder fundirse en el éter de las ideas, se iba
convirtiendo cada día más en un fantasma. Se fundiría en el viento, se haría
tan pequeña e invisible que ni siquiera la notarían en clase, desapercibida en
la última fila como un mueble más.
María miraba por la ventana de su cuarto, pero su cuarto no
era un torreón ni su niñera el dragón que la custodiara. Su príncipe azul sería
el sapo verde de su primo con quien sus padres bromeaban casarla de mayor. La cabeza
de María quería explotar, estaba llena de palabras y hay palabras con las que
es imposible entenderse. Algunas sólo tenían la misión de que esa que esa noche
María no soñase. En esas “noches de voces” recordaba todo lo que la habían
dicho desde niña, encontraba las contestaciones cuando ya no estaban las
personas que la habían vacilado. El fantasma de Johana se le aparecía con la
luna. Y ya sólo hablaba con ella. Guardó su corazón en una caja que se derritió
al llegar al invierno. Tenía mucha necesidad de expresarse, pero sus amigas
eran unas interlocutoras impacientes y egoístas. A nadie le importaba lo que sufriera.
La comunicación era imposible, o solo un juego de máscaras y pelucas blancas. Nadie
hablaba del interior ¿Qué más daba contar su vida a la psicóloga del colegio o
quedarse callada?
La profesora se puso muy pesada en que María escribiera
correctamente. Tenía una letra garrafal que no encajaba con “la letra de niña”,
aquellos cuadernos impolutos con letra positiva y ascendente. María rellenaba
cuadernos de caligrafía y los de Rubio con cifras. Repetir palabras era como
dibujar números, un acto mecánico en el que descansaba su pensamiento invasor e
incesante. Y protegía su interior, pues eran palabras de otros. Luego llegarían
los ordenadores; ya no importaba su letra y le corregían hasta la ortografía.
Solemos olvidar que el lenguaje sólo es un instrumento y que lo importante es
el fondo y no jugar con palabras vacías. Si la novela o la conversación la aburrían
empezaba a fijarse en el cómo, en la forma, y no en lo que dice. No había sitio
en la cabeza de María para más palabras. Asentía a todos con la cabeza y no
hacía caso a nadie. Pero las palabras se le quedaban en la cabeza como intrusos
okupas montando fiestas a las dos de la mañana. A María le descubrieron un principio
de esquizofrenia. En vez de una princesa, como Johana, se sentía la bruja
malvada del cuento o la secundaria, ni siquiera la cenicienta. A sus padres les
oía decir que se habían separado por su culpa, a los psicólogos que era una
niña problemática y al cura que la había poseído el demonio. Todos hablaban y
hablaban, María era de las pocas que aún escuchaban. Sus amigas iban con cascos
para abstraerse en músicas extrañas, sólo se escuchaban así mismas. María abría
los ojos cuando todos dormían. Se llenaba la cama turca de un teatro de sombras
chinescas y recordaba los ojos apagados de Johana como los vellones de una
última función. Ella no era quién para decir a los demás que vivían en
penumbras.
María sería los ojos de Johana, que ya no podía ver, y Johana
su alma. Por suerte ella estaba ahí para contarle como seguía la vida a su
amiga. -Las hojas en el parque a veces te extrañan, aunque se ha llenado de heroinómanos-,
le dijo esa noche.
María siguió sentándose en la última fila de clase, así veía
a todos y nadie la miraba a ella. Y era invisible como los fantasmas. El
asiento de Johana lo ocuparon otras niñas. María se tapaba los oídos cuando oía
gritar a sus padres. A María le brotaron pechos más tarde que a las demás
alumnas, pero fue de las primeras del curso en conocer la palabra divorcio.
María mordió la manzana envenado del lenguaje, en el saco de manzanas podridas
y palabras crueles.
Sus noches se perdieron en un hilo de rueca y sueño eterno.
Johana aparecía con la cara pálida y un ramo de violetas sobre su pecho inerte.
Johana se había ido sin mojar siquiera una compresa de sangre. María rebuscó en el baúl del desván una foto
en el álbum familiar en que se las viera a los dos amigas sonriendo, una prueba
de que había tenido una infancia feliz. No la encontró. En la foto de la
primera comunión, Johana aparecía con cara taciturna y el ceño fruncido. El fotógrafo
terminó por echarla del estudio: Johana estaba muy enfadada ese día, no la habían
dejado llevar un vestido rojo y sacaba la lengua a la cámara. Les pareció que
quería llamar la atención vistiéndose de domadora de circo, aunque ella quería
ir como caperucita roja a la celebración. Johana había muerto sin ver su
primera regla, pero sí el váter lleno de sangre roja al final de sus vómitos. María
ni siquiera quería gustar a los chicos, que a veces la tocaban las tetas y
tenía que volver a esconderse en el váter. A los chicos les gustaban las chicas
delgadas, de medidas perfectas, pero ella sólo quería gustar a su amiga muerta.
María no sabía cómo acabaría su vida, ni siquiera por qué seguía viviendo. Sólo
sabía que la vida nunca termina como en los cuentos.
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