martes, 12 de diciembre de 2017

BRUNO SCHULZ


Bruno schulz
1892 1942. Nació y murió en Drohobycz, Ucrania, en Galizia, región del imperio austrohúngaro antes de la primera guerra mundial. Pertenecía a una familia judía no practicante. Estudió arquitectura en Lwówl, lo dejó pronto por su salud precaria de joven. Ingresa en un sanatorio por una enfermedad cardiaca pulmonar. Está convaleciente. Se retira de sus estudios por la primera guerra mundial. Huyendo de la guerra su familia se va a Viena. Allí siguió cursos en la academia de bellas artes. Vuelve a su pueblo, pues toda su vida está unida a ese pueblo. Solo se movió en espacios cortos de tiempo
  
Otro escritor que nació allí es Joseph Roth, el autor de la marcha Rodesky, la leyenda del santo bebedor. Murió en París, pero no dejo de moverse por el mundo. Sin embargo, bruno fue un sedentario, se movió con su familia poco tiempo. vivió en esas cuatro calles toda su vida. Kapuscinski, es periodista polaco, escribió sobre Bruno. A Roth tampoco le incluyen porque nació allí, pero escribió en alemán, como Kafka. También nació aquí Henry Roth, el novelista norteamericano que vive aún y suena para el nobel y es del mismo sitio, pero escribe en inglés. Conrad nace en Polonia también pero solo vivió de niño. Enseguida se fue. Es autodidacta. Los estudios fueron alterados por su enfermedad y la guerra. Fue dibujante y pintor. Entró a formar parte del grupo estético las cosas bellas. Entró a dar clase en un instituto de su pueblo. Y como Kant no se movió de él. Daba clases de dibujo. Pertenece al grupo de los tres mosqueteros vanguardistas, los conoció a los otros dos y Gombrowicz fue a hacerle una entrevista y establecieron una relación estrecha. Produjo correspondencia muy numerosa, pero se ha perdido casi toda. Hizo exposiciones de dibujos y grabados y pinturas en Varsovia. Encontró a una mujer mecenas que le gustaba su obra novelística y pictórica. Colaboraba en la prensa, fue crítico de libros y colaba sus relatos en los periódicos. En el 31 publica una recopilación de relatos, la tienda de color canela o de canela fina. Junto con su novia tradujo al polaco a Kafka. Sus dos volúmenes de relatos se llaman el sanatorio de a Cresila. En el 38 viajo a París, pasó por Italia pues al ser judío no quería atravesar territorio nazi. Se busca la vida como pintor y llevo sus dibujos para prosperar peor vuelve sin conseguirlo. Aunque al volver le dan el premio de la literatura polaca. Era considerado. En el 39 los alemanes invaden Polonia y entran en su pueblo a pesar del acuerdo de no agresión ruso alemán, entran los rusos al pueblo. En el 41 invaden los nazis Rusia y Polonia. Se cierran las escuelas públicas. La política nazi en esos territorios es de exterminio y esclavitud de los varones que no son niños o ancianos. Son destinados a trabajos forzados, desaparecen sus bienes y los internan en guetos. En el pueblo había muchos judíos. Él se deprime porque muchos de sus amigos, con los que mantiene correspondencia, han sido llevado a campos de concentración, encarcelados o se habían suicidado. Feliks Landau es un protector suyo, de las SS, le toma como lacayo y le encarga pintar su casa y la habitación de su hijo. Él, sucio y demacrado, pintaba este edificio. El tipo de pintura jugaba con los cuentos de hadas y sin que se diera cuenta el nazi con su propia situación personal y de los judíos. Pinta escenas de un bosque donde fusilaban nazis. Se descubren estas pinturas al quitar una pared del techo en 2001. Nació con el imperio austrohúngaro, luego Polonia se hizo nación, pero enseguida la invadieron rusos y alemanes. Y de nuevo los rusos. Con la desintegración de la URSS el pueblo acabó perteneciendo a Ucrania. Las pinturas desaparecieron, llevaron las que encontraron al museo del holocausto de Israel. Lo reclama el gobierno ucraniano y polaco. Lo que hay en Varsovia son su obra pictórica que se recuperó, 400 grabados cuadros en el museo de literatura. El lugar tiene el nombre de Adam Mickiewicz. Los judíos eran condenados a vivir en un gueto y él planea huir pero está enfermo y desnutrido y consigue unos papeles falsos con los que emprende la huida. Cuando se va a salvar otro miembro de las SS; un tal Karl Günter, enemigo de su protector, le mata. Porque su protegido había matado al esclavo judío del otro. y en venganza mata a Bruno. Le pega un tiro. ¿quién me hará ahora la cama?, pensaba el nazi. Tenía 51 años cuando en el 42 lo matan. Mucha correspondencia y su obra pictórica ha desaparecido. Parte de su legado son 300 piezas de dibujos que se han recuperado. El mismo director polaco que rodó el manuscrito encontrado en Zaragoza ha rodado la película el sanatorio de la Cresila basado en sus cuentos. Tadeusz Boy-Żeleński fue un revolucionario del teatro. Su obra más conocida es una influencia para el siglo xx y habla de Cracovia, es la clase muerta, obra emblemática del teatro clásico. La realizó a partir de relatos de Bruno. Una de las obras más potentes está basada en relatos de él, sobre todo del jubilado. Un funcionario se jubila y vuelve a aprender todo desde el principio. En Siruela estan sus obras completas. Kapuscinski, tenía sus teorías del gran reportaje. Viajes a Herodoto o imperio son sus grandes obras. Ébano es un libro de reportajes sobre África e imperio un reportaje sobre el antiguo imperio austrohúngaro. Hace 6 años muere Kapuscinski. Pero no fue poeta ni novelista y por eso no nos extendemos en él. En las calles donde Bruno nace es donde le matan. Algunos escritores buscan la realidad fuera y otros se la encuentran sin moverse de casa. Potoki se suicidó. Bruno es un maestro de la trasfiguración metafórica con una prosa visionaria. Estaba trabajando en el mesías, una obra que no se ha encontrado. Le comparan a Kafka, al que tradujo el proceso, por su vida peculiar y su final y su obra. Él mismo ha sido personaje de novelas ajenas; protagonista de los reportajes de Kapuscinski, o en Cintia Ozyck que vive en américa y escribe en inglés, la autora del chal. Tiene una novela llamada el Mesías de Estocolmo donde el personaje central es Bruno, un judío en Estocolmo que busca a su padre desconocido. Habla de las emigraciones huidas durante la segunda guerra mundial. Elige ser hijo de uno. Sigue las pistas del que ha adoptado como padre. David Grossman tiene una novela llamada bésame amor que es la vida de bruno novelada. El escritor actual israelí, que daremos en el monográfico de Israel, Ugo Riccarelli, escribió el hombre que acaso se llamaba Shulz. Los tres estan en castellano traducidas. Agatha Katuska, periodista polaca, sigue sus pistas. Con la guerra entra los soviéticos, parte de su obra y memoria quedó relegada al olvido. Hay una necesaria búsqueda de los polacos a este autor. Escribió un libro periodístico, los discípulos de Shulz. Habla con los que le conocieron en sus clases de dibujos. sus alumnos. Antes de la segunda guerra mundial había 15 mil judíos allí y ahora solo 9. Los que quedaron se volvieron locos. Interrumpía sus lecturas y dibujos para contar cuentos fantásticos. Kapuscinski dice que su ciudad es el felpudo de la historia. los soviéticos le encargaron obligaron pintar retratos de Marx Lenin y Stalin para colgar en el ayuntamiento. Cuando se inauguran bajo una lluvia torrencial los cuadros se estropean. Es la primera vez que no siento pesar por ver destruida mi obra, asegura. En pocas cartas suyas que han quedado, las que se cruzaba con Mickiewicz decía que desde niño solo quería dibujar. En una carta del 36 dice que sus inicios como dibujante se pierden en la niebla mitológica, llenaba los márgenes de los periódicos de garabatos. “La infancia es una época genial de la vida, germina el espíritu adulto y el impulso creativo que te acompaña toda la vida”. Usaba para pintar colores trasparentes, ligeros, abundantes., los vecinos saqueaban sus dibujos, se llevaron muchas piezas. ¿en qué basurero estarán?, se preguntaba. ¿quién se los habrá llevado? Había un escritor amigo de estos tres, Vlaldislor Note, que murió joven y estuvo viviendo en un sanatorio de tuberculosos hasta que murió. En el sanatorio quemaron las obras de el y de su amigo al desinfectar. Le había escrito largas fabulas a su amigo enfermo, donde lo irreal se mezcla con lo grotesco. Como la metamorfosis en un barco. Le quemaron todos los dibujos y escritos. Por eso su obra es poco conocida, aunque está toda publicada. Su mundo onírico, grotesco, tiene mucho encanto. 
  
Agosto
El padre iba a tomar las aguas. En las jornadas de verano ojeábamos libros de vacaciones cuyas páginas, centelleaban a sol, como purpuras peras doradas. Ciudad era dorada por el sol, y la criada traía cerezas grandes y rojas, el sabor superaba la promesa del aroma. Eran largos mediodías de color y las frutas eran poesía pura y hacia trozos de carne y costillas de ternera, legumbres, y plantas acuáticas, con vegetales telúricos de olor salvaje, campestre. En la plaza de mercado atravesábamos el verano.
En el mes de julio mi padre tenía por costumbre ir a tomar las aguas a un balneario y, entonces, nos dejaba –a mi hermano mayor, a mi madre y a mí–, entregados a las jornadas del verano, esplendentes y embriagadoras. Amodorrados por aquella inagotable luminosidad, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas páginas refulgía con un destello solar, que conservaba en su fondo, almibarada hasta los latidos del éxtasis, la pulpa de las peras doradas.

En el transcurso de aquellas mañanas luminosas, Adela regresaba –cual Pomona– abrasada por el esplendor del día y, al punto, comenzaba a sacar de un cesto toda aquella belleza coloreada por el sol: las cerezas brillantes, colmadas de agua bajo su piel fina y transparente; las guindas negras y misteriosas, cuyo sabor no entregaba las promesas que parecía ofrecer su aroma; los melocotones, en cuya dorada pulpa aun perduraba ovillado el calor de largos mediodías, y, después de la poesía pura de las frutas, venían enormes trozos de carne, de una corporeidad densa y sabrosa, con el teclado del costillar de la ternera; las legumbres semejantes a plantas acuáticas, medusas muertas o moluscos: toda esa materia cruda de la comida, con su sabor incierto y anodino, los ingredientes vegetales y telúricos que desprendían un olor agreste y asilvestrado.

El primer piso de aquella casa que daba a la plaza vieja era atravesado diariamente de parte a parte por el inabarcable verano: el tembloroso silencio de las capas de aire, los rectángulos de luz soñando su sueño febril sobre el suelo encerado, una melodía de organillo arrancada de la más profunda vena dorada del día, dos o tres compases de un estribillo interpretado en algún lugar por un piano –de manera recurrente y ensimismada– desvaneciéndose al sol sobre las blancas aceras, perdiéndose en el fuego profundo del día. Después de hacer la limpieza, Adela pasaba inmediatamente los estores de lino sumiendo las estancias en una misericorde penumbra. Los colores, entonces, descendían una octava, las habitaciones se llenaban de sombra, como sumergidas repentinamente en la luz de las profundidades marinas que parecía reflejarse en los verdes espejos del agua, y todo el calor tórrido de la jornada respiraba en aquellos estores que se hinchaban ligeramente bajo el ensimismamiento del mediodía.

Los sábados por la tarde mi madre me llevaba de paseo. De la penumbra del corredor se penetraba de golpe en el baño solar del día. Quienes deambulaban por la plaza, chapoteando en aquel oro, entrecerraban los ojos que parecían untados de miel, y con su labio superior alzado mostraban sus dientes y encías. Todos tenían una mueca de inclemente calor en el rostro, como si el sol les hubiese impuesto una máscara de fraternidad solar, y aquellos que se cruzaban por las calles, jóvenes y viejos, mujeres y niños, al pasar se saludaban con aquella mueca báquica, emblema de un culto pagano, pintada sobre sus caras en gruesos trazos de color oropimente. La plaza vieja estaba vacía, amarilla de fuego, barrida por los cálidos vientos como el desierto bíblico.

Sólo algunas acacias espinosas desplegaban allí su claro follaje, arborescencias de verdes filigranas cuidadosamente recortadas, como en los antiguos gobelinos. Aquellos árboles estimulaban al viento, revolviendo con un gesto teatral sus copas, mostrando patéticamente al inclinarse la elegancia de sus abanicos, plateados por el reverso al igual que las nobles pieles de zorro. Las viejas casas, pulidas por los días de viento, adquirían los reflejos de otras épocas: recuerdos de colores diseminados en el fondo del tiempo ocelado. Parecía como si generaciones completas de días estivales, al igual que pacientes estucadores que rascaran el revestimiento enmohecido de las viejas fachadas, hubiesen venido a romper su engañoso esmalte, poniendo al desnudo su auténtica faz: la fisonomía que el destino y la vida les había moldeado por dentro. Cegadas por la luz de la plaza vacía, las ventanas dormitaban ahora apaciblemente y los balcones confesaban al cielo su letárgica vacuidad. Los amplios umbrales abiertos rezumaban frescor y un delicado aroma a vino.

Una gavilla de niños desarrapados, escapando del sol en un rincón de la plaza, asaltaba una pared, poniéndola continuamente a prueba, arrojando chapas y monedas como si el horóscopo de aquellas pequeñas circunferencias metálicas pudiese revelarles la naturaleza real de la misma, el jeroglífico de sus fisuras y grietas. El resto de la plaza estaba vacío. Se esperaba en cualquier momento ver avanzar bajo la sombra de las acacias, frente a la entrada del vinatero repleta de cubas, al asno del buen Samaritano llevado por el bridal y a dos servidores afanándose para bajar al enfermo de la silla recalentada, y llevarlo con gran precaución por la fresca escalera hasta el cuarto oloroso a sabbat.

Así seguíamos, mi madre y yo, a lo largo de los dos lados de la plaza inundada de sol, paseando nuestras sombras dislocadas por las paredes de las casas, como sobre un teclado. Bajo nuestros pies se desplazaban poco a poco las losetas del pavimento, ora de un color rosa pálido, como la piel humana, ora doradas o azules, planas y calientes, suaves como rostros solares, irreconocibles bajo el paso de los que por allí deambulaban, como extrañamente inexistentes.

Finalmente, al llegar a la esquina de la calle Stryjska, entrábamos en la sombra de la farmacia. Una enorme poma llena de zumo de frambuesa, colocada en su escaparate, venía a simbolizar el fresco alivio de los bálsamos reparadores. Algunas casas más allá, la calle ya no lograba mantener su decorum5, como un campesino que regresando a su casa se despoja, mientras recorre el camino, de su aparente elegancia ciudadana y se transforma en un desaliñado labriego.

Las pequeñas casas de los suburbios se hundían en una verde arborescencia, enterradas hasta las ventanas debido a la floración exuberante de los jardines. Olvidadas por la plenitud del día, las malas hierbas, los cardos y las flores se reproducían allí copiosamente, felices por aquella pausa que les permitía soñar al margen del tiempo, en el límite del día infinito. Un inmenso girasol, alzado sobre su poderoso tallo y enfermo de elefantiasis, aguardaba en su luto amarillo el fin de sus días, doblado bajo el peso de su monstruoso desarrollo. Y así, las ingenuas campanillas de los arrabales, las simples y humildes flores de percal no podían hacer nada por él, mayestáticas en sus camisas rosas y blancas, insensibles al inmisericorde drama del girasol.
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Entre tanto, en el comedor se preparaba el decorado de la noche. Polda y Paulina, las costureras, instalaban lo mejor que podían los accesorios de su oficio.

Llevaban con ellas una dama silenciosa, criatura de tela y estopa, que tenía una bola de madera negra a modo de cabeza. Aun cuando estaba colocada en un rincón, entre la puerta y la estufa, aquella serena divinidad campaba por sus dominios.

Estática, vigilaba en silencio el trabajo de las muchachas. Acogía con un aire crítico y sin benevolencia sus esfuerzos para complacerla, cuando –arrodilladas frente a ella– le probaban retales hilvanados con hilo blanco. Atentas y acientes servían a aquel ídolo ensimismado al que nada podía contentar. Era un moloch implacable, como sólo pueden serlo los moloch femeninos, que las hacía trabajar sin descanso.

Delgadas, rápidas como bobinas soltando el hilo, manipulaban con ademanes gráciles aquel montón de paño y seda, y, entre el sonido metálico de sus tijeras se aplicaban en cortar aquellos tejidos de colores; finalmente, hacían ronronear la máquina de coser, accionando el pedal con sus charolados zapatitos de pacotilla. En torno suyo se esparcían en el suelo retales, trozos y jirones multicolores como cáscaras o mondas escupidas por dos grandes papagayos mal enseñados y derrochadores.

Despreocupadas, las muchachas hundían sus pies en aquellos escombros de un posible carnaval, de una mascarada nunca llevada a cabo.

Entonces, con una risa nerviosa sacudían sus faldas para desprender los trozos de hilacha adheridos, acariciando los espejos con la mirada.

Su alma y la magia hábil de sus manos no estaban en aquellas tristes telas que abandonaban sobre la mesa, sino en los cientos de retales, en aquellos residuos ligeros y maleables con los que hubiesen podido sumergir a la ciudad en un vendaval de nieve tornasolada. En ocasiones se sentían, de pronto, demasiado sofocadas por el calor y abrían la ventana para percibir, al menos, en su impaciente soledad y su sed de acontecimientos el rostro anónimo de la noche pegado al cristal.

Ambas ofrecían al aire fresco de la noche que hinchaba las cortinas sus febriles mejillas, y descubrían sus ardientes escotes –rivales que se odiaban– dispuestas a pelear por aquel Pierrot que un soplo nocturno traería hasta la ventana. ¡Ah, qué poco exigían a la realidad! Todo lo tenían dentro de sí mismas. Les habría bastado un Pierrot relleno de serrín, una o dos palabras que estaban aguardando desde siempre, para entrar finalmente en el rol largamente ensayado, colgado hace mucho tiempo de sus labios, lleno de una amargura terrible y dulce, colmado de impulsos pasionales como las páginas de una novela de amor devorada durante la noche, con las lágrimas resbalando por sus mejillas afiebradas.

En cierta ocasión y durante la ausencia de Adela, mi padre –como de costumbre, deambulando de noche por la casa–, sorprendió aquella silenciosa escena nocturna. Se detuvo por un momento, con la lámpara en la mano, bajo el dintel de la puerta que daba al comedor, como magnetizado ante aquella escena febril y sensible, aquel idilio de polvo de arroz, carmíneo papel de seda y atropina, plena de colorido, que tenía como fondo místico la noche invernal que respiraba tras las cortinas de la ventana. Ajustándose las gafas dio algunos pasos y giró en torno a las muchachas, mientras proyectaba sobre ellas la luz de la lámpara. Una corriente de aire penetraba a través de la puerta que no había cerrado, agitando las cortinas; las jóvenes, mientras se dejaban contemplar, movían su cintura de manera sensual; el esmalte de sus ojos brillaba como el charol de sus zapatos y las hebillas de sus ligas bajo las faldas levantadas por el viento. Los retales comenzaron a deslizarse hacia la puerta entreabierta, como ratas que corriesen por el suelo. Mientras examinaba atentamente a las muchachas, que seguían sofocadas, mi padre murmuró:
Genus avium… si no me equivoco, scansores o pistacci… dignas del mayor interés.

Aquel encuentro fortuito marcó el inicio de una serie de veladas durante las cuales, mi padre, con su extraordinaria personalidad, logró fascinar rápidamente a las dos jovencitas. Para corresponder a la conversación espiritual y galante con que llenaba el vacío de sus veladas, las muchachas consentían que aquel apasionado investigador estudiara la estructura de sus banales cuerpos.

Aquello ocurría durante la conversación, de manera tan elegante y solemne que despojaba de ambigüedad los momentos más comprometidos. Al deslizar la media de la rodilla de Paulina y al estudiar con una amorosa mirada la construcción pura y noble de la pierna, mi padre decía:
–¡Qué encantadora y feliz es la forma de ser que habéis elegido! ¡Qué hermosa y simple es la tesis que expresáis mediante vuestra existencia! Y además, ¡con qué maestría y delicadeza lleváis a cabo ese cometido! Si me atreviese a perder el respeto por el Creador, y quisiera criticar su obra le diría: “Menos fondo y más forma. ¡Ah! De qué modo aliviaría al mundo una disminución del fondo. Un poco más de modestia en los proyectos, más sencillez en las pretensiones y el mundo sería perfecto, señores Demiurgos.” Así se expresaba mi padre en el preciso momento en que su mano extraía la media de la blanca pierna de Paulina.

Mas, inesperadamente, Adela apareció en la puerta del comedor con la bandeja de la cena. Aquel era el primer encuentro entre esos dos polos opuestos después de la derrota en el episodio de los pájaros. La circunstancia de la que éramos testigos nos llenó de inquietud: resultaba muy incómodo tener que asistir a una nueva humillación de mi padre, que ya había sido puesto a prueba tantas veces. Mi padre, que estaba arrodillado, se levantó lleno de turbación y con las mejillas coloreadas por flujos de rubor. Aunque Adela, de modo inesperado, se mostró a la altura de las circunstancias.

Se acercó a mi padre sonriendo y con un dedo le golpeó suavemente en la nariz. Ante ese gesto, Polda y Paulina aplaudieron y brincaron alegremente, y, agarrándose a los brazos de mi padre, lo llevaron entre pasos de baile alrededor de la mesa. De esa manera, gracias al buen corazón de las chicas, el germen de un desagradable conflicto se disipó en medio de una alegría compartida.

Así comenzaron los curiosos y enigmáticos exordios que mi padre, inspirado por el encanto de ese pequeño e inocente auditorio, pronunció durante las siguientes semanas de aquel precoz invierno.

Habrá que subrayar, pues, la forma en que todas las cosas, al entrar en contacto con aquel hombre extraordinario, volvían en cierto modo a la raíz de su existencia, reconstruían su fenomenología hasta su núcleo metafísico y regresaban, por así decirlo, a su idea primigenia, para alejarse al punto y derivar hacia las regiones más oscuras, azarosas y ambiguas que denominaremos, para simplificar, las regiones de la Gran Herejía. Nuestro heresiarca deambulaba entre las cosas como un magnetizador, contaminándolas y hechizándolas con su peligrosa seducción. ¿Acaso debería decir que Paulina fue también su víctima? Durante aquellos días ella se convirtió en su alumna, su discípula, así como en el objeto de sus experimentos.

Trataré de exponer, con toda la prudencia necesaria, y eludiendo el escándalo, la doctrina sumamente heterodoxa que se apoderó de mi padre y dominó todos sus actos durante largos meses.
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Dismunir el fondo, pretensiones mas humildes. Pelis felini. Relato teñido.
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En la época de los días más cortos y somnolientos del año, atrapados en la urdimbre espesa del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en los laberintos de la noche invernal que una brevísima aurora iría a sacar a duras penas de su ensimismamiento, ya mi padre andaba extraviado, sometido y entregado a otra dimensión.

Su rostro y toda su cabeza se cubrían con un exuberante pelo entrecano, que brotaba hirsuto en sus verrugas, cejas y fosas nasales, dándole un aspecto de viejo zorro al acecho.

El olfato y el oído se le habían desarrollado asombrosamente, y la expresión de su rostro, silencioso y tenso, delataba que sus sentidos lo mantenían en permanente contacto con el mundo invisible de los oscuros recovecos, los escondrijos de los ratones, los huecos de las maderas carcomidas del suelo y los tiros de las chimeneas.

Todos los crujidos y ruidos nocturnos, la vida secreta y estridora de los suelos encontraba en él a un observador tan atento como implacable, al mismo tiempo espía y cómplice. Eso lo absorbía hasta tal punto que acababa implicándose completamente en la otra dimensión, inaccesible para nosotros, y que ni siquiera intentaba explicarnos.

A menudo, cuando todas esas veleidades de lo insólito se hacían demasiado absurdas, no podía impedir chasquear los dedos y reír en voz baja, para sí mismo. Entonces lanzaba miradas de inteligencia a nuestro gato, a su vez también iniciado en ese mundo, que levantaba su cara cínica y fría, surcada de rayas, guiñando con indiferencia y tedio sus ojos pequeños y sesgados.

A veces, durante la comida, dejaba a un lado el cuchillo y el tenedor y con la servilleta atada al cuello se levantaba con un movimiento felino, deslizándose sobre la punta de los pies hacia la puerta contigua de la habitación vacía, para mirar con suma precaución por el ojo de la cerradura. Después regresaba a la mesa algo avergonzado, con una incómoda sonrisa, entre rezongos y murmullos del monólogo interior en que estaba sumido.

Para distraerle un poco y apartarlo de sus morbosas investigaciones, mi madre lo sacaba a pasear por la noche, y él la acompañaba en silencio, sin oponerse, pero también sin convicción, como ausente. Uno de esos días fuimos al teatro.

Nos encontrábamos de nuevo en aquella amplia sala mal iluminada, dejada un poco al abandono, llena de apagados rumores y un bullicioso ajetreo. Pero una vez que nos abrimos paso a través de aquel público abigarrado, apareció ante nuestros ojos un enorme telón de un azul desvaído, como si fuese un nuevo firmamento. Pintadas sobre la tela, se podían ver grandes máscaras de color rosáceo, de pómulos hinchados, destacando sobre aquella gran superficie. Aquel cielo imaginario se extendía y fluía a lo largo y a lo ancho, inflamándose con el poderoso aliento del pathos y los gestos desmesurados, con la atmósfera de un universo artificial y colmado de brillo, que se levantaba allí abajo, sobre los crujientes andamiajes del escenario. El temblor que atravesaba aquella cara del cielo, la palpitación por la que las máscaras se agrandaban y cobraban vida, desvelaba ante nuestros ojos lo ilusorio de aquel firmamento y nos acercaba esa realidad que en los instantes místicos sentimos como el fulgor de la revelación.

Las máscaras movían sus párpados rojos, sus labios pintados susurraban algo inaudible, y yo sabía que pronto iba a llegar el momento de la revelación: el enorme cielo del telón se abriría, y, levantándose, desvelaría cosas inauditas y deslumbradoras.

Pero no me fue otorgado asistir a ese momento porque mi padre comenzó a manifestar una cierta inquietud, rebuscó en todos sus bolsillos y, finalmente, acabó diciendo que había olvidado la cartera con el dinero y algunos documentos importantes. Después de un cambio de impresiones con mi madre, una sombra de duda recayó sobre Adela, y, entonces, se me propuso que regresara a casa a buscar la cartera extraviada. Según mi madre, el espectáculo aún tardaría en comenzar y, teniendo en cuenta mi agilidad, podría regresar a tiempo.

Salí a la noche invernosa, destellante por la iluminación del firmamento. Era una de esas noches blancas en las que la bóveda estrellada es tan extensa y ramificada, que parecía estar rota y dividida en un laberinto de diversos cielos y que abarcaba todo un mes de noches invernales, y daba cabida bajo sus argentadas cúpulas a todos los acontecimientos nocturnos, errancias y mascaradas carnavalescas.

En una noche como aquella, enviar a un muchacho con una misión importante y urgente denotaba una cierta irresponsabilidad, casi imperdonable, toda vez que las calles se multiplicaban, se entremezclaban y cambiaban de lugar en la penumbra. En las entrañas de la ciudad, si podemos decirlo así, se abrían calles duplicadas, espejismos de calles, calles engañosas y callejones sin salida. La imaginación, hechizada y perdida en su vuelo, recreaba los planos fantásticos de una ciudad que hace mucho tiempo creía conocer, en los que aquellas calles tenían su lugar y su nombre, mientras la noche, en su inagotable fecundidad, seguía urdiendo sus quiméricas configuraciones. Acaecen y nos salen al paso esas tentaciones de las noches invernales cuando intentamos recortar el camino y tomar un atajo. Entonces, para eludir un complicado recorrido, se busca algún vericueto aún inexplorado. Pero en aquella ocasión sucedió de otra manera.

Después de dar algunos pasos caí en la cuenta de que había olvidado el abrigo. Pensé en regresar, pero me pareció una innecesaria pérdida de tiempo, porque la noche no era fría, sino al contrario, estaba atravesada por corrientes de aire de una rara tibieza, por vaharadas de una irreal primavera. Las apelmazadas y dispersas manchas de nieve parecían ahora blancas ovejas, inmaculado y suave vilano con fragancia a violetas, que se reflejaba en el cambiante espejo del cielo. La luna parecía desdoblarse y multiplicarse en él, mostrando en esa transformación todas sus fases y posiciones.

Ese día el cielo desvelaba sus entrañas, exponiendo como cortes anatómicos las espirales y las vetas de luz, las incisiones de los bloques de añil, el plasma de los espacios, la urdimbre de los delirios nocturnos.

En una noche como aquella no era fácil deambular por la calle Podwale o cualquier otra de las oscuras calles que discurren por la parte trasera de las casas que dan a la plaza vieja, sin tener en cuenta que a esa hora tardía aún están abiertas algunas de las tiendas tan exóticas y fascinantes, que, en otros momentos, no solemos recordar. Y que por el oscuro color de su revestimiento de madera, y por algo aún más insólito, que sólo se mostraba en su interior, llamaré tiendas de canela fina.

Aquellos comercios de acendrada solera, y que permanecían abiertos hasta horas muy avanzadas de la noche, habían sido siempre objeto de mis deseos más ardientes. Sus interiores, poco iluminados, invadidos de penumbra y recogimiento, estaban impregnados de una densa fragancia a pinturas, a laca, a incienso y aromas de países lejanos, a exóticas mercancías. Allí se podían encontrar fuegos de bengala, cofres mágicos, sellos de países hace mucho tiempo desaparecidos, grabados chinos, extracto de indigófera, pasta de Malabar, huevos de animales exóticos, de papagayos y tucanes, salamandras vivas y basiliscos, raíz de mandrágora, autómatas de Nuremberg, homúnculos en tarros, microscopios y telescopios, y, sobre todo, libros raros y curiosos, viejos infoliosllenos de grabados maravillosos y deslumbrantes historias.

Evoco ahora a aquellos comerciantes experimentados, imbuidos de gravedad, que con la mirada baja atendían a sus clientes manteniendo un discreto silencio, investidos de conocimiento y comprensión hacia sus más secretos deseos. Había allí, también, una librería, en la que en cierta ocasión hojeé algunas ediciones prohibidas y publicaciones de círculos clandestinos, que revelaban secretos temibles y embriagadores.

¡Qué raras ocasiones se presentaban de ir a aquellas tiendas, y además con la cantidad de dinero suficiente en los bolsillos! Así que no podía perder la que ahora se me ofrecía, a pesar de la importante misión que se me había confiado.

Según mis deducciones, tenía que adentrarme por una pequeña calle lateral, y contar dos o tres más que la atravesaban, para llegar a las tiendas que permanecían abiertas hasta avanzadas horas de la noche. Eso me alejaba de mi objetivo, pero podía recuperar mi retraso atajando por el camino que conducía a Żupy Solne.

 En el relato el jubilado se basa para la obra de teatro la clase muerta. Un funcionario jubilado mayor decide volver a la escuela para reaprender todo. Va a la escuela como un niño con un punto kafkiano. Bruno, Mitkiewic (insaciabilidad) y Grombowitz se conocieron los tres en la segunda mitad del siglo xx.

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