MONTERROSO
Es un autor del relato corto como vemos en Mr
Taylor o el Dinosaurio. (Es el cuento más corto del mundo; cuando despertó el
dinosaurio aún estaba ahí) No es novelista, aunque movimiento perpetuo se le
considera a veces cuento, a veces novela. Borges era poeta, cuentista pero no
escribió novela. Son estructuras experimentales en muchos casos. Nace en 1921
en Honduras, en la capital Tegucigalpa, aunque es guatemalteco y muere en 2003
en México. Del 44 al 55 hay un paréntesis democrático y regresan los escritores
del exilio como Asturias. Él acababa de salir de México dos años antes y regreso
al país. Fue cónsul de Guatemala en México y Bolivia en esos diez años de
gobierno democrático. Ocupó varios cargos. El gobierno fue derrocado por el ejército
de Guatemala y la CIA, se va al exilio a Chile dos años. En el 56 se instala en
México definitivamente, aunque hizo viajes. Fue en México profesor de
universidad, director de talleres literarios, periodista en distintas
editoriales. En México publica su primer libro “obras completas” en el 59.
Vemos su ironía en el título. Su segundo libro es de 1969. 10 años después
escribía la oveja negra y luego su producción es más constante. En el 72
movimiento perpetuo, en el 78 lo demás es silencio y en el 87 la letra E. Jesús
Marchamalo hace un retrato caricaturesco de Monterroso, en el 2000 gana el
premio príncipe de Asturias. Le llama Monterroso el breve. Se cuenta que en una
recepción de gala una mujer de tacones y lentejuelas agitó las pestañas y le
dijo sobre el dinosaurio, su obra; ya le contaré cuando termine. El libro tiene
7 palabras-. Es el cuento más corto que se ha escrito; cuando despertó el
dinosaurio seguía ahí.
Tiene tendencia al reduccionismo, a la brevedad, sinopsis,
resúmenes urgentes. Hasta reduce su nombre y se llama tuto. En su caso escribía
casi sin escribir. Le gustaban las palabras de oportunidad. Las esquinadas y
gamberras, para darles significados. No es lo mismo “el dulce lamento de dos pastores”
que “el dulce lamen tarde dos pastores”. Saca palabras de un sobrero y hace malabares
y trucos de ilusionista. Los acrósticos son las palabras capicúas que se leen
igual del derecho o del revés, guardaba una foto con un amigo, y la titulo “al
lado de una persona de altura normal” ACA SOLO TITO LO SACA es un acróstico. Se
hace breve pero no pequeño. En el escorial imparte un curso. Firma con los
iniciales breves y en mayúscula. Le trataba de tu todo el mundo. Huye de
solemnidades, aspavientos, y de decir con dos palabras lo que se puede decir en
una. Es un escritor lacónico, fragmentario, breve. La novela tiene capítulos y
se puede leer individualmente. Es una suma de historias con humor ironía, auto sarcasmo.
Se ríe mucho de si mismo. Huye de la solemnidad. Todos los humoristas tienen un
fondo de pesimismo profundo. Usa las fabulas sin moraleja, pero con una lectura
moral o aprendizaje. Admira a Jonatan Swift de Gulliver y a Kafka, que tenemos
una imagen de tipo lúgubre pero cuando leía en público fragmentos novelas se
partía de risa leyendo. Son textos humorísticos con trasfondo negativo. Los
moralistas tienen una visión negativa del ser humano, escepticismo en sus
hazañas que disfraza con ironía y humor. Con Mr Taylor te partes de risa pero
es duro, es el mismo tema que en M A Asturias, pero contado diferente, son cara
y cruz formalmente.
Mr Taylor de Monterroso
-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar
-dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas
en la selva amazónica. Se sabe que en 1937 salió de Boston,
Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener
un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región
del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace
falta recordar. Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto
llegó a ser conocido allí como “el gringo pobre”, y los niños de la escuela
hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba
brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde
condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras
Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la
pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se
acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules
y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones
Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes
internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se
internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa
de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad
vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente.
Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr.
Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada
hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar
felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
–Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor,
Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta
una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no
estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se
sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló
pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor
regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de
palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas
acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr.
Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El
mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y
el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían
sonreírle agradecidos por aquella deferencia. Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía
entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones
filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente
en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte
inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos
hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le
pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor
lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr.
Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo “tenía mucho agrado en
satisfacer sus deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr.
Taylor se sintió “halagadísimo de poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes
aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de
refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su
madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con
toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos
términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del
sensible espíritu de Mr. Taylor. De inmediato concertaron una sociedad en la
que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en
escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera
en su país. Los primeros días hubo algunas molestas
dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había
logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló
como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para
exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años.
Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos
Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la
comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en
posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de
cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo
proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de
un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales
ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un
decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr.
Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al
principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es
la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron
adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza
teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con
ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado
de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los
verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían
alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una,
muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante
condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como
de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de
aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos
hispanoamericanos. Mientras tanto, la tribu había progresado en
tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo.
Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los
miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose,
en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son
buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas. Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya
insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche
caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como
por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la
mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le
contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que
mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia
administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena
de muerte en forma rigurosa. Los juristas se consultaron unos a otros y
elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según
su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a
ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por
puro descuido, decía “Hace mucho calor”, y posteriormente podía comprobársele,
termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba
un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la
cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los
dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó
inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las
Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a
los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus
papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a
la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran
contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos
merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle
el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los
médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie.
Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el
orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras
industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la
asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo
de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una
nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las
doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas
decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito,
desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos
periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo
justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento.
Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que
ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez
reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido
designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como
ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles;
mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras
completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se
desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que
diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó
un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus
señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr.
Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las
tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera
tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la
gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la
cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora
en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar
tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo
de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta
laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las
dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las
cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres
saludos optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y
fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato
sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de
monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día
siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío. Sin embargo, penosamente, el negocio seguía
sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer
exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la
demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el
fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston,
desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la
Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su
sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación. Los embarques, antes diarios, disminuyeron a
uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de
diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la
Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico
que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de
usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un
paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía
desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía
decir: “Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.”
Le manda una cabeza por correo porque se trata de
matar gente para tener más cabezas. Y ganar dinero. Acaba sacrificando su
propia cabeza. Es humorista pero hiriente en sus comentarios contra EEUU. Salta
por la ventana para evitar el estruendo de la pistola.
Movimiento perpetuo es ensayo poético. La vida no
es un ensayo poema o cuento. Todo está en movimiento perpetuo. Las moscas estan
muy presentes en sus relatos y en su obra como en la de Borges.. El escritor es
mosca cojonera del poder y de si mismo.
Las moscas introducción.
Hay tres temas: el amor, la muerte y las
moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias
lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las
moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años
tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo.
Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita.
La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra
la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado
un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has
hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son
Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué;
pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te
perseguirán para siempre. Ellas vigilan. Son las vicarias de alguien
innombrable, buenísimo o maligno. Te exigen. Te siguen. Te observan. Cuando
finalmente mueras es probable, y triste, que baste una mosca para llevar quién
puede decir a dónde tu pobre alma distraída. Las moscas transportan,
heredándose infinitamente la carga, las almas de nuestros muertos, de nuestros
antepasados, que así continúan cerca de nosotros, acompañándonos, empeñados en
protegernos. Nuestras pequeñas almas transmigran a través de ellas y ellas
acumulan sabiduría y conocen todo lo que nosotros no nos atrevemos a conocer.
Quizá el último transmisor de nuestra torpe cultura occidental sea el cuerpo de
esa mosca, que ha venido reproduciéndose sin enriquecerse a lo largo de los
siglos. Y, bien mirada, creo que dijo Milla (autor que por supuesto desconoces
pero que gracias a haberse ocupado de la mosca oyes mencionar hoy por primera
vez), la mosca no es tan fea como a primera vista parece. Pero es que a primera
vista no parece fea, precisamente porque nadie ha visto nunca una mosca a
primera vista. A nadie se le ha ocurrido preguntarse si la mosca fue antes o
después. En el principio fue la mosca. (Era casi imposible que no apareciera
aquí eso de que en el principio fue la mosca o cualquier otra cosa. De esas
frases vivimos. Frases moscas que, como los dolores mosca, no significan nada.
Las frases perseguidoras de que están llenas nuestros libros.) Olvídalo. Es más
fácil que una mosca se pare en la nariz del papa que el papa se pare en la
nariz de una mosca. El papa, o el rey o el presidente (el presidente de la
república, claro; el presidente de una compañía financiera o comercial o de
productos equis es por lo general tan necio que se considera superior a ellas)
son incapaces de llamar a su guardia suiza o a su guardia real o a sus guardias
presidenciales para exterminar una mosca. Al contrario, son tolerantes y,
cuando más, se rascan la nariz. Saben. Y saben que también la mosca sabe y los
vigila; saben que lo que en realidad tenemos son moscas de la guarda que nos
cuidan a toda hora de caer en pecados auténticos, grandes, para los cuales se
necesitan ángeles de la guarda de verdad que de pronto se descuiden y se
vuelvan cómplices, como el ángel de la guarda de Hitler, o como el de Jonhson.
Pero no hay que hacer caso. Vuelve a las narices. La mosca que se posó en la
tuya es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra. Y una vez
más caes en las alusiones retóricas prefabricadas que todo el mundo ha hecho
antes. Pues a pesar tuyo haces literatura. La mosca quiere que la envuelvas en
esa atmósfera de reyes, papas y emperadores. Y lo logra. Te domina. No puedes
hablar de ella sin sentirte inclinado hacia la grandeza. Oh, Melville, tenías
que recorrer los mares para instalar al fin esa gran ballena blanca sobre tu
escritorio de Pittsfield, Massachussets, sin darte cuenta de que el Mal
revoleteaba desde mucho antes alrededor de tu helado de fresa en las calurosas
tardes de niñez y, pasados los años, sobre ti mismo en el crepúsculo te
arrancabas uno que otro pelo de la barba dorada leyendo a Cervantes y puliendo
tu estilo; y no necesariamente en aquella enormidad informe de huesos y esperma
incapaz de hacer mal alguno sino a quien interrumpiera su siesta, como el
loquito Ahab, ¿Y Poe y su cuervo? Ridículo. Tú mira la mosca. Observa.
Piensa.
Exportación cerebros
El fenómeno de la exportación de cerebros ha existido siempre, pero
parece que en nuestros días empieza a ser considerado como un problema. Sin
embargo, es un hecho bastante común, y suficientemente establecido por la
experiencia universal, que todo cerebro que de veras vale la pena o se va por
su cuenta, o se lo llevan, o alguien lo expulsa. En realidad lo primero es lo
más usual; pero en cuanto un cerebro existe, se encuentra expuesto a beneficiarse
con cualquiera de estos 3 acontecimientos.
Ahora bien, yo considero que la preocupación por un posible brain drain hispanoamericano nace del planteamiento de un falso problema, cuando no de un desmedido optimismo sobre la calidad o el volumen de nuestras reservas de esta materia prima. Es lógico que estemos cansados ya de que países más desarrollados que nosotros acarreen con nuestro cobre o nuestro plátano en condiciones de intercambio cada vez mas deterioradas; pero cualquiera puede notar que el temor de que ademas se lleven nuestros cerebros resulta vagamente paranoico, pues la verdad es que no contamos con muchos muy buenos. Lo que sucede es que nos complace hacernos ilusiones; pero, como dice el refrán, el que vive de ilusiones muere de hambre. Sospechar que alguien está ansioso de apropiarse de nuestros genios significa suponer que los tenemos y, por tanto, que podríamos seguir permitiéndonos el lujo de no importarlos.
Pero hay que examinar las cosas mas a fondo.
Si en los próximos censos generales lográramos en Hispanoamérica computar unos doscientos cerebros de primera, dignos de y dispuestos a ser atraídos por las vanas tentaciones del dinero del exterior, deberíamos darnos por contentos, pues ya es hora de ver las cosas con objetividad y de reconocer que mientras sigamos exportando solamente estaño o henequén nuestras economías permanecerán en su deplorable estado actual.
El cerebro es una materia prima como cualquier otra. Para refinarlo se necesita enviarlo afuera para que algún día nos sea devuelto elaborado, o bien transformarlo nosotros mismos; pero, como en tantos otros campos, por desgracia las instalaciones con que contamos para esto último o son obsoletas, o de segunda, o sencillamente no existen.
Como alguien podría suponer que todo lo dicho hasta aquí ha sido dicho en broma, es bueno acudir a los ejemplos.
La exportación de cada racimo de plátanos le ha estado produciendo a Guatemala alrededor de un centavo y medio de dólar, que la United Fruit Company paga como impuesto, y que sirve sobre todo al gobierno para mantener la tranquilidad social y el orden policiaco que hacen posible producir otra vez sin tropiezos ese mismo racimo de plátanos. Los racimos se exportan por miles cada año, es cierto, pero hay que reconocer que aparte de aquel orden, los beneficios obtenidos han sido más bien escasos, si uno no toma en cuenta el agotamiento de la tierra sometida a esta siembra. ¡Que diferencia cuando se exporta un cerebro! Es evidente que la exportación del cerebro de Miguel Angel Asturias le ha dejado a Guatemala beneficios mas notables, un premio Nobel incluido. Por otra parte, muchos otros cerebros han salido de ese país sin que, por lo menos que se sepa, la estructura de éste se haya resquebrajado en lo mínimo; antes por el contrario, sin ellos parece estar cada vez mejor y progresando como nunca.
¿A qué debemos dedicarnos entonces? ¿A producir plátanos o cerebros? Para cualquier persona que maneje medianamente el suyo, la respuesta es obvia.
Examinemos un ejemplo más.
Durante la segunda Guerra Mundial y los años subsiguientes, México exportó braceros en escala considerable. Aun cuando no faltó en ese tiempo, por razones humanitarias, quien impugnara las ventajas de esta exportación, o arm drain, lo cierto es que cada uno de estos braceros aportaba al país un promedio de 300 dólares anuales que enviaba a su familia. Hoy nadie puede negar que estas remesas contribuyeron en gran medida a resolver los problemas de divisas que México enfrentó en los ultimos años para lograr el impresionante desarrollo económico que ahora experimenta. Si esto se logró con la contribución de los humildes y sencillos campesinos, la mayoría de las veces analfabetos, imagínense lo que significaría la exportación anual de unos 26,000 cerebros. La relación de pago de unos a otros es casi sideral. Cabe, entonces preguntarse de nuevo: ¿qué vale mas exportar: brazos o cerebros?
Planteémonos, pues, el problema, o el falso problema, con toda claridad.
1.- A nuestros cerebros no se los lleva nadie o, si esto sucede, es en mínima escala. Cuando buenamente pueden, nuestros cerebros simplemente se van, en la mayoría de los casos porque su consumo en Hispanoamérica esta lejos todavía de ser importante.
2.- La historia muestra en buena medida que la fuga de determinado cerebro beneficia mayormente al país que lo deja marcharse que su permanencia en éste, Joyce hizo mas por la literatura irlandesa desde Suiza que desde Dublín; Marx fue más útil para los obreros alemanes desde Londres que desde su patria; es probable que si Martí no hubiera vivido en los Estados Unidos y en otros países la Revolución cubana no tendría en él a tan grande ideólogo; Andrés Bello transformó la gramática española desde Inglaterra; Rubén Darío hizo lo mismo con el verso español desde Francia; y no quisiera mencionar a Einstein, por lo de la bomba atómica. Son casos aislados, se dirá; sí, pero qué casos. Si Hispanoamérica cree tener en la actualidad unos veinte cerebros como estos, y no los deja escapar, se estará jugando torpemente su destino.
3.- Quedan los expulsados. Lo único positivo que los gobiernos dictatoriales de Hispanoamérica han hecho por esta región es expulsar cerebros. A veces se equivocan de buena fe y expulsan a muchos que no lo merecen; pero cuando aciertan y destierran a un buen cerebro están haciendo mas por su país que los Benefactores de la Cultura, que convierten a los talentos de la localidad en monumentos nacionales incapaces de decir una frase o dos que no se parezcan peligrosamente al lugar común o, en el mejor de los casos, al rebuzno, que, viéndolo bien, no ofende nunca a nadie y a veces puede incluso embellecer la caída de la tarde.
Finalmente, y si es que la preocupación es correcta, como en muchas ocasiones la solución está a la mano y nadie la ve, quizá porque choca con nuestros moldes mentales en materia económica: por cada cerebro exportado importemos dos.
Ahora bien, yo considero que la preocupación por un posible brain drain hispanoamericano nace del planteamiento de un falso problema, cuando no de un desmedido optimismo sobre la calidad o el volumen de nuestras reservas de esta materia prima. Es lógico que estemos cansados ya de que países más desarrollados que nosotros acarreen con nuestro cobre o nuestro plátano en condiciones de intercambio cada vez mas deterioradas; pero cualquiera puede notar que el temor de que ademas se lleven nuestros cerebros resulta vagamente paranoico, pues la verdad es que no contamos con muchos muy buenos. Lo que sucede es que nos complace hacernos ilusiones; pero, como dice el refrán, el que vive de ilusiones muere de hambre. Sospechar que alguien está ansioso de apropiarse de nuestros genios significa suponer que los tenemos y, por tanto, que podríamos seguir permitiéndonos el lujo de no importarlos.
Pero hay que examinar las cosas mas a fondo.
Si en los próximos censos generales lográramos en Hispanoamérica computar unos doscientos cerebros de primera, dignos de y dispuestos a ser atraídos por las vanas tentaciones del dinero del exterior, deberíamos darnos por contentos, pues ya es hora de ver las cosas con objetividad y de reconocer que mientras sigamos exportando solamente estaño o henequén nuestras economías permanecerán en su deplorable estado actual.
El cerebro es una materia prima como cualquier otra. Para refinarlo se necesita enviarlo afuera para que algún día nos sea devuelto elaborado, o bien transformarlo nosotros mismos; pero, como en tantos otros campos, por desgracia las instalaciones con que contamos para esto último o son obsoletas, o de segunda, o sencillamente no existen.
Como alguien podría suponer que todo lo dicho hasta aquí ha sido dicho en broma, es bueno acudir a los ejemplos.
La exportación de cada racimo de plátanos le ha estado produciendo a Guatemala alrededor de un centavo y medio de dólar, que la United Fruit Company paga como impuesto, y que sirve sobre todo al gobierno para mantener la tranquilidad social y el orden policiaco que hacen posible producir otra vez sin tropiezos ese mismo racimo de plátanos. Los racimos se exportan por miles cada año, es cierto, pero hay que reconocer que aparte de aquel orden, los beneficios obtenidos han sido más bien escasos, si uno no toma en cuenta el agotamiento de la tierra sometida a esta siembra. ¡Que diferencia cuando se exporta un cerebro! Es evidente que la exportación del cerebro de Miguel Angel Asturias le ha dejado a Guatemala beneficios mas notables, un premio Nobel incluido. Por otra parte, muchos otros cerebros han salido de ese país sin que, por lo menos que se sepa, la estructura de éste se haya resquebrajado en lo mínimo; antes por el contrario, sin ellos parece estar cada vez mejor y progresando como nunca.
¿A qué debemos dedicarnos entonces? ¿A producir plátanos o cerebros? Para cualquier persona que maneje medianamente el suyo, la respuesta es obvia.
Examinemos un ejemplo más.
Durante la segunda Guerra Mundial y los años subsiguientes, México exportó braceros en escala considerable. Aun cuando no faltó en ese tiempo, por razones humanitarias, quien impugnara las ventajas de esta exportación, o arm drain, lo cierto es que cada uno de estos braceros aportaba al país un promedio de 300 dólares anuales que enviaba a su familia. Hoy nadie puede negar que estas remesas contribuyeron en gran medida a resolver los problemas de divisas que México enfrentó en los ultimos años para lograr el impresionante desarrollo económico que ahora experimenta. Si esto se logró con la contribución de los humildes y sencillos campesinos, la mayoría de las veces analfabetos, imagínense lo que significaría la exportación anual de unos 26,000 cerebros. La relación de pago de unos a otros es casi sideral. Cabe, entonces preguntarse de nuevo: ¿qué vale mas exportar: brazos o cerebros?
Planteémonos, pues, el problema, o el falso problema, con toda claridad.
1.- A nuestros cerebros no se los lleva nadie o, si esto sucede, es en mínima escala. Cuando buenamente pueden, nuestros cerebros simplemente se van, en la mayoría de los casos porque su consumo en Hispanoamérica esta lejos todavía de ser importante.
2.- La historia muestra en buena medida que la fuga de determinado cerebro beneficia mayormente al país que lo deja marcharse que su permanencia en éste, Joyce hizo mas por la literatura irlandesa desde Suiza que desde Dublín; Marx fue más útil para los obreros alemanes desde Londres que desde su patria; es probable que si Martí no hubiera vivido en los Estados Unidos y en otros países la Revolución cubana no tendría en él a tan grande ideólogo; Andrés Bello transformó la gramática española desde Inglaterra; Rubén Darío hizo lo mismo con el verso español desde Francia; y no quisiera mencionar a Einstein, por lo de la bomba atómica. Son casos aislados, se dirá; sí, pero qué casos. Si Hispanoamérica cree tener en la actualidad unos veinte cerebros como estos, y no los deja escapar, se estará jugando torpemente su destino.
3.- Quedan los expulsados. Lo único positivo que los gobiernos dictatoriales de Hispanoamérica han hecho por esta región es expulsar cerebros. A veces se equivocan de buena fe y expulsan a muchos que no lo merecen; pero cuando aciertan y destierran a un buen cerebro están haciendo mas por su país que los Benefactores de la Cultura, que convierten a los talentos de la localidad en monumentos nacionales incapaces de decir una frase o dos que no se parezcan peligrosamente al lugar común o, en el mejor de los casos, al rebuzno, que, viéndolo bien, no ofende nunca a nadie y a veces puede incluso embellecer la caída de la tarde.
Finalmente, y si es que la preocupación es correcta, como en muchas ocasiones la solución está a la mano y nadie la ve, quizá porque choca con nuestros moldes mentales en materia económica: por cada cerebro exportado importemos dos.
Oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años
una Oveja negra. Fue fusilada.Un siglo después, el rebaño arrepentido le
levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían
ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras
generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la
escultura.
Es un escritor que tira a dar. Usa fabulas con
un fondo negro, moral de pesimismo.
IRONIA El Humor y
la timidez generalmente se dan juntos. Tú no eres una excepción. El humor es
una máscara y la timidez otra. No dejes que te quiten las dos al mismo tiempo.
Fecundidad. Hoy me siento
bien, un Balzac, estoy terminando esta línea.
Sin empinarme, mido
fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre
fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me
puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni
en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue
problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres. Aunque no recuerdo haber
pasado nunca hambre, lo más seguro es que durante mi adolescencia pasé buenas
temporadas de desnutrición. Algunas fotografías (que no siempre tienen que ser
borrosas) lo demuestran. Digo todo esto porque quizá si en aquel tiempo hubiera
comido no más sino mejor, mi estatura sería más presentable. Cuando cumplí
veintiún años, ni un día menos, me di por vencido, dejé los ejercicios y fui a
votar.
De
todos es sabido que los centroamericanos, salvo molestas excepciones, no han
sido generalmente favorecidos por una estatura extremadamente alta. Dígase lo
que se diga, no se trata de un problema racial. En América hay indios que
aventajan en ese sentido a muchos europeos. La verdad es que la miseria y la
consiguiente desnutrición, unidas a otros factores menos espectaculares, son la
causa de que mis paisanos y yo estemos todo el tiempo invocando los nombres de
Napoleón, Madero, Lenin y Chaplin cuando por cualquier razón necesitamos
demostrar que se puede ser bajito sin dejar por eso de ser valiente.
Con
regularidad suelo ser víctima de chanzas sobre mi exigua estatura, cosa que
casi me divierte y conforta, porque me da la sensación de que sin ningún
esfuerzo estoy contribuyendo, por deficiencia, a la pasajera felicidad de mis
desolados amigos. Yo mismo, cuando se me ocurre, compongo chistes a mi costa
que después llegan a mis oídos como productos de creación ajena. Qué le vamos a
hacer. Esto se ha vuelto ya una práctica tan común, que incluso personas de
menor estatura que la mía logran sentirse un poco más altas cuando dicen bromas
a mi costa. Entre lo mejorcito está llamarme representante de los Países Bajos
y, en fin, cosas por el estilo. ¡Cómo veo brillar los ojos de los que creen
estarme diciendo eso por primera vez! Después se irán a sus casas y enfrentarán
los problemas económicos, artísticos o conyugales que los agobian, sintiéndose
como con más ánimo para resolverlos.
Bien.
La desnutrición, que lleva a la escasez de estatura, conduce a través de ésta,
nadie sabe por qué, a la afición de escribir versos. Cuando en la calle o en
una reunión encuentro a alguien menor de un metro sesenta, recuerdo a Torres, a
Pope o a Alfonso Reyes, y presiento o casi estoy seguro de que me he topado con
un poeta. Así como en los francamente enanos está el ser rencorosos, está en
los de estatura mediana el ser dulces y dados a la melancolía y la contemplación,
y parece que la musa se encuentra más a sus anchas, valga la paradoja, en
cuerpos breves y aun contrahechos, como en los casos del mencionado Pope y de
Leopardi. Lo que Bolívar tenía de poeta, de ahí le venía. Quizá sea cierto que
el tamaño de la nariz de Cleopatra está influyendo todavía en la historia de la
Humanidad; pero tal vez no lo sea menos que si Rubén Darío llega a medir un
metro noventa la poesía en castellano estaría aún en Núñez de Arce. Con la
excepción de Julio Cortázar, ¿cómo se entiende un poeta de dos metros? Vean a
Byron cojo y a Quevedo patizambo; no, la poesía no da saltos.
La brevedad
Con
frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento
feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve dos veces bueno.
Sin
embargo, en la sátira 1, I, Horacio se pregunta, o hace como que le pregunta a
Mecenas, por qué nadie está contento con su condición, y el mercader envidia al
soldado y el soldado al mercader. Recuerdan, ¿verdad?
Lo
cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que
escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación
no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se
busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre
sin sujeción al punto y coma, al punto.
A
ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo,
que respeto y que odio.
Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre y que la comisione aquí o en donde quiera, que después le explico
A
la memoria de los hermanos Wright
Era
un poco tarde ya cuando el funcionario
decidió seguir de nuevo el vuelo de la mosca. La mosca, por su parte, como sabiéndose objeto de aquella
observación, se esmeró en el programado desarrollo de sus acrobacias zumbando para sus adentros, toda
vez que sabía que era una mosca
doméstica común y corriente y que entre
muchas posibles la del zumbido no era su
mejor manera de brillar, al contrario de
lo que sucedía con sus evoluciones cada
vez más amplias y elegantes en torno del
funcionario, quien viéndolas recordaba pálida
pero insistentemente y como negándoselo a sí mismo lo que él había teni do que evolucionar
alrededor de otros funcionarios para llegar a su actual altura,
sin hacer mucho ruido tampoco y quizá con menos gozo y más sobresaltos pero con
un poquito de mayor brillo, si brillo podía llamarse sin reticencias lo que
lograra alcanzar antes de y durante su ascenso a la cumbre de las oficinas públicas. Después,
venciendo el bochorno de la hora, se acercó a la ventana, la abrió con firmeza,
y mediante dos o tres bruscos movimientos del
brazo el antebrazo y la mano derechos hizo salir a la mosca. Fuera, el aire
tibio mecía con suavidad las copas de los árboles, en tanto que a lo lejos las
últimas nubes doradas se hun-dían definitivamente en el fondo de la tarde. De
vuelta en su escritorio, agotado por el esfuerzo, oprimió uno de cinco o seis
botones y cómodamente reclinado sobre el codo izquierdo merced al hábil mecanismo
de la silla giratoria
ondulatoria esperó a oír —¿Mande licenciado? para ordenar casi al mismo tiempo
—Que venga Carranza, a quien pronto vio entre serio y sonriente empujando la
puerta hacia dentro entrando y volviendo después la espalda delicadamente
inclinado sobre el picaporte para cerrarla otra vez con el cuidado necesario a
fin de que ésta no hiciera ningún ruido, salvo el mínimo e inevitable clic
propio de las cerraduras cuando se cierran y girando en seguida como de
costumbre para escuchar —¿Tienes a mano la nómina C? y responder —No tanto como
a mano, pero te la puedo traer en cinco minutos; te veo cansadón, ¿qué te pasa?
y regresar en menos de tres con una hoja más ancha que azul, sobre la que el
funcionario pasó la mirada de arriba abajo
sin entusiasmo para elevarla después hasta el cielo raso, como si quisiera
remontarse más allá, más arriba y más lejos, e irse empequeñeciendo hasta perder
su corbata y su forma cotidiana y convertirse en una manchita del tamaño de un
avión lejanísimo, que es
como el de una mosca, y más tarde en un punto más pequeño aún, y volverla
finalmente al llamado Carranza, su amigo y colaborador, cuando éste le
preguntara intrigado si había algún problema y oírse contestar —No, dile a la
señorita Esperanza que mañana va a venir la señorita Lindbergh porel asunto de
la vacante, que le diga que vaya a Personal y que vea a Sarabia. Tú dile a
Sarabia que digo yo que la nombre y que la comisione aquí o en donde quiera que
después leexplico
en
otro cuento habla de la vaca que al morir no le hacen un discurso de nobel,
aunque da leche y hace que prospere la nación
MONÓLOGO DEL BIEN
"La cosas no son tan simples", pensaba aquella tarde el Bien, "como creen algunos niños y la mayoría de los adultos."" Todos saben que en ciertas ocasiones yo me oculto detrás del del Mal, como cuando te enfermas y no puedes tomar un avión y el avión se cae y no se salva ni Dios; y que a veces, por lo contrario, el Mal se esconde detrás de mí, como aquel día en que el hipócrita Abel se hizo matar por su hermano Caín para que éste quedara mal con todo el mundo y no pudiera reponerse jamás."
"La cosas no son tan simples", pensaba aquella tarde el Bien, "como creen algunos niños y la mayoría de los adultos."" Todos saben que en ciertas ocasiones yo me oculto detrás del del Mal, como cuando te enfermas y no puedes tomar un avión y el avión se cae y no se salva ni Dios; y que a veces, por lo contrario, el Mal se esconde detrás de mí, como aquel día en que el hipócrita Abel se hizo matar por su hermano Caín para que éste quedara mal con todo el mundo y no pudiera reponerse jamás."
DECALOGO DEL ESCRITOR
Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: “En literatura no hay nada escrito”.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: “En literatura no hay nada escrito”.
Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
El autor da la opción al escritor de
descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.
La tela de Penélope o quién engaña a quién
Hace muchos años vivía en
Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy
astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único
defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo
pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en
cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus
prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables
tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y
una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a
buscarse a sí mismo.
De esta manera ella
conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes,
haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba
mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a
veces dormía y no se daba cuenta de nada.
Dejar de ser mono
EL espíritu de
investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han
descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos
capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono diligente que a
fuerza de teclear una máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente, los
sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena estas buenas gentes de
asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos
que los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros.
Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los
europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos;
ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.
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