miércoles, 8 de noviembre de 2017

LOS DOS DISCURSOS DE ANA MARIA MATUTE, EN EL BOSQUE, EN LA RAE Y CON CERVANTES

    En el bosque
DISCURSO LEIDO
EL DÍA 18 DE ENERO DE 1998,
EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA
POR LA EXCMA. SHA.
DOÑA ANA MARÍA MATUTE
Y CONTESTAAÓN DEL EXCMO. SR.
DON FRANCISCO RICO 
  
Ante todo deseo  expresar mi agradecimiento por el honor que para mí 
supone haber sido llamada a formar parte de esta Casa. 
Ni en mis más locos sueños juveniles pude
imaginar que un día me hallaría aquí, ante ustedes y
en ocasión tan solemne. De hecho, de haber sabido
que un día mis cuentos y mis novelas me llevarían a
pronunciar un discurso tan difícil, tan comprometido
y tan arriesgado como el presente, acaso jamás me
habría atrevido a escribir ima sola línea. Pero por for-
tuna no lo sabía, y así puedo alegrarme de las dos
cosas: de haber escrito y de estar aquí, ahora, leyendo
estas palabras ante los miembros de una Institución
absolutamente mítica para mí.
No sólo me siento honrada —incluso halagada-
sino también asustada, lo confieso, porque soy consciente 
de la responsabilidad que esta distinción conlleva. Evoco las 
ilustres  personalidades que me hanprecedido y me embarga 
el temor de no ser capaz de emularlas. 
Pienso, en concreto, en Carmen Conde, mi antecesora.
Pienso que la poesía es la esencia misma de la
literatura, la máxima expresión literaria. Quizá
el lenguaje poético sea, en el fondo, el más próximo a
mi concepción personal de lo que es la escritura: el uso
de la palabra para perseguir y desentrañar el envés del
lenguaje, el revés del tejido lingüístico. Más adelante
he de hacer referencia a esta cuestión —aunque no sea
más que de la forma intuitiva que es la única que está
a mi alcance—, pero ya desde este primer momento
me gustaría que mis palabras estuviesen presididas
por la figura de Carmen Conde, poetisa que supo
extraer toda la fuerza, el misterio y la sabiduría que
las palabras encierran para quien desee interrogarlas.
Son varios los aspectos de la obra de Carmen
Conde que me han impresionado. La guerra, por
ejemplo, el inmenso dolor que sentimos cuando el
fanatismo y la barbarie azotan el mundo; cuando la
injusticia y el horror dejan de ser imágenes o recuer-
dos borrosos y se convierten en algo palpable, se nos
imponen como una presencia ineludible y dejan en
nosotros una huella dolorosa. Carmen Conde supo
plasmar en sus versos toda esta infamia, toda esta tragedia. 
Escribía, por ejemplo:
Las madres y las esposas
vestidas de muertos callan.
Tumbas y cárceles gimen
cerrándose a las palabras...
Estas palabras tienen para mí una fuerza evocadora y
testimonial realmente enorme, una fuerza con la que
mi novela Los hijos muertos—una de las obras de las
que más satisfecha me siento— me permite tender un
puente íntimo y sólido. Otra vertiente de la obra de Carmen Conde que
desearía recordar aquí es su producción destinada alos
niños. Recuerdo sus libros de cuentos, como Doña
Centenita, gata salvaje o Los enredos de Chismecita, y sus
obras de teatro —Aladino, A la estrella por la cometa—,
que encandilaban a los lectores más jóvenes con su
sensibilidad, su ternura y su encanto. El amor y
la fascinación por el mundo de la infancia —que tanto
añoró la autora, debido a la trágica muerte de su hija
María del Mar— es asimismo un vínculo que me une a 
Carmen Conde de forma indisoluble.
La figura de Carmen Conde tiene para mí, además,un peso singular 
 por lo que se refiere a suespléndida 
 capacidad para asimilar y reinterpretar
la tradición más auténticamente popular, para
encontrar un lugar en la literatura capaz de rescatar
del olvido o de las interpretaciones simplistas —que
en ocasiones son el enemigo más peligroso— la voz
más íntima de una lengua y de una cultura... Pero
¡habría tanto que decir! No he hablado del aspecto
más trascendente de su poesía, ni de su arrollador
amor por el paisaje mediterráneo, por la luz del sur,
por el mar; tampoco he hecho referencia a la rique-
za de su poesía amorosa, reveladora de una sensibi-
lidad extraordinaria y de un verbo denso, preciso y sutil.
Nadie que haya escuchado o leído los poemas de
Carmen Conde podrá olvidarlos, y para mí no sólo
constituye un honor, sino un verdadero placer haber
podido recordar aquí su figura, en la que fue su casa.
el hogar de su palabra, aunque no haya sido más que
con unas pocas pinceladas rápidas y emocionadas.
Tengo que pronunciar un discurso y yo no sé
pronunciar discursos. Apelo, pues, a vuestra
benevolencia y os ruego que aceptéis estas palabras
mías como la expresión de lo único que soy capaz de
hacer y de la única razón por la que he llegado hasta
aquí: yo soy una contadora de historias. Por ello, desearía 
aprovechar esta ocasión tan extraordinaria para
hacer un elogio, y acaso también una defensa, de la
fantasía y la imaginación en la literatura, que son para
mí algo tan vital como el comer y el dormir, y que
opongo a la aridez de la actitud que tan a menudo nos
rodea, que se niega a ver la dimensión espiritual de lo material.
Así, es mi intención invitaros, en este discurso mío
tan poco erudito y tan poco formal, a ensayar una
incursión en el mundo que ha sido mi gran obsesión
literaria, el mundo que me ha fascinado desde lo más
temprano de la infancia, que desde niña me ha man-
tenido atrapada en sus redes: el «bosque» que es para
mí el mundo de la imaginación, de la fantasía, del
ensueño, pero también de la propia literatura y, afin
de cuentas, de la palabra. Y desearía hacerlo bajo la
invocación de Alicia en el país de las maravillas,
con los siguientes versos:
Recibe, Alicia, el cuento y deposítalo
donde el sueño de la Infancia
abraza a la Memoria en lazo místico,
como ajada guirnalda
que ofrece a su regreso el peregrino
de una tierra lejana.

El momento en que Alicia atraviesa la cristalina barrera 
del espejo, que de pronto se transforma en una 
clara bruma plateada que se disuelve
invitando al contacto con las manitas de la niña, siem-
pre me ha parecido uno de los más mágicos de la his-
toria de la literatura, quizá el que ofrece un mito más
maravilloso y espontáneo: el deseo de conocer otro
mundo, de ingresar en el reino de la fantasía a través,
precisamente, de nosotros mismos. Porque no debe-
mos olvidar que lo que el espejo nos ofrece no es otra
cosa que la imagen más fiel y al mismo tiempo más
extraña de nuestra propia realidad.
Desearía, pues, exhortaros a participar, durante el
breve tiempo de este atipico discurso, de la fascinación
que sin duda constituye la cifra de mi obra, y acaso
también de mi vida: la posibilidad de cruzar el espejo
e internarse en el bosque de lo misterioso y de lo fan-
tástico, pero también del pasado, del deseo y del
sueño. No pretendo que abandonemos este mundo,
nuestro mundo, sino tan sólo que nos aventuremos por
unos instantes en los otros miondos que hay en éste.
Es ésta una fascinación eminentemente literaria,
pero no sólo. Porque los bosques siempre han sido
importantísimos para mí. Su mera imagen siempre me
ha sugerido toda suerte de historias y leyendas, de
recuerdos que ignoraba poseer, pero que estaban ahí,
confundidos entre los árboles o escondidos en la espesura 
de los zarzales.Antes de saber leer, los libros eran para mí como
bosques misteriosos. Me acuciaba una pregunta:
¿cómo era posible que de aquellas págir\as de papel,
de aquellas hormiguitas negras que la surcaban se
levantara un mundo ante mis ojos, mis oídos y
mi corazón de niña? ¿Qué clase de magia, de sortilegio
era aquel que sobrepasaba cuanto yo vivía y cuanto
vivía a mi alrededor? Criaturas, deseos, sueños, per-
sonas y personajes, y tiempos desconocidos bullían
allí. De pronto, la palabra hablada se orientaba entre
los árboles y los matorrales, descorría el velo y hacía
que apareciesen ante mis ojos cuantas innumerables
miradas, memorias y atropellos pueblan el mundo.
«Cuando yo sea mayor —pensaba— haré esto». Ni
siquiera sabía que «esto» era participar del mundo
imaginario de la literatura.
Después, cuando ya había aprendido a descifrar
esos signos misteriosos, la primera vez que leí la pala-
bra «bosque» en un Übro de cuentos, supe que siem-
pre me movería dentro de ese ámbito. Toda la vida de
un bosque —misterioso, atractivo, terrorífico, lejano
y próximo, oscuro y transparente— encontraba su
lugar sobre el papel, en el arte combinatoria de las
palabras. Jamás había experimentado, ni volvería a
experimentar en toda mi vida, una realidad más cer-
cana, más viva y que me revelara la existencia de
otras realidades tan vivas y tan cercanas como aque-
Ila que me reveló el bosque, el real y el creado por las palabras.
Porque el bosque era el lugar al que me gustaba
escapar en mi niñez y durante mi adolescencia; aquél
era mi lugar. Allí aprendí que la oscuridad brilla, más
aún, resplandece; que los vuelos de los pájaros escri-
ben en el aire antiquísimas palabras, de donde han
brotado todos los libros del mundo; que existen rumo-
res y sonidos totalmente desconocidos por los huma-
nos, que existe el canto del bosque entero, donde resi-
den infinidad de historias que jamás se han escrito y
acaso nunca se escribirán. Todas esas voces, esas pala-
bras, sin oírse se conocen, en el balanceo de las altas
ramas, en la profundidad de las raíces que buscan el
corazón del mundo. Allí presentí y descubrí, minuto
a minuto, la existencia de innumerables vidas invisi-
bles, el rumor de sus secretos comunicándose de hoja
en hoja, de tallo en tallo, de gota en gota de rocío, con-
ducidos a través del bosque por los diminutos habi-
tantes de la hierba. Percibí claramente el curso de los
ríos escondidos y el sueño de las tormentas apagadas,
que duermen incrustadas en las cortezas de los viejos
troncos, aún fosforescentes. El aire del bosque entero
parece sacudido, vibra, se cruza de relámpagos fuga-
ces. Los gritos de todos los pájaros heridos, el último
mágico resplandor de la nada aparente. De la oscuri-
dad surgía, gracias a las fantasía y a las palabras, un
mundo idéntico al de los bosques, un mundo irreal
pero, al mismo tiempo, más real aún que el cotidiano,
un mundo que pronto se convertiría para mí en una
auténtica tabla de salvación. Si no hubiese podido
participar del mundo de los cuentos y si no hubiese
podido inventarme mis propios mundos, me habría
muerto. Así de reales eran aquellos mundos en los que me
sumergía, porque los llamados «cuentos de hadas» no
son, por supuesto, lo que la mayoría de la gente cree
que son. Nada tienen que ver con la imagen que, por
lo general, se tiene de ellos: historias para niños, a
menudo estupidizadas y trivializadas a través de
podas y podas «políticamente correctas», porque tam-
poco los niños responden a la estereotipada imagen
que se tiene de ellos. Los cuentos de hadas no son en
rigor otra cosa que la expresión del pueblo: de xm pue-
blo que aún no tenía voz, excepto para transmitir de
padres a hijos todas lashistorias que conforman nuestra 
 existencia. De padres a hijos, de boca en boca,
llegaron hasta nosotros las viejísimas leyendas. Pero
en esas leyendas, en aquellos «cuentos para niños»
—que, por otra parte, fueron recogidos por escritores
de la talla de Andersen, Perrault y los hermanos
Grimm, por ejemplo— se mostraban sin hipócritas
pudores las infinitas gamas de que se compone la
naturaleza humana. Y allí están reflejadas, en peque-
ñas y sencillas historias, toda la grandeza y la miseria
del ser humano. El hambre que asolaba al campesinado medieval
queda plasmada, mejor que en cualquier testimonio,
en cuentos como Pulgarcito o Hansel y Gretel:
los padres abandonan a sus hijos en el bosque, para que
los devoren las fieras, antes de verlos morir de ham-
bre en sus casas. La crueldad, la ambición, la fragili-
dad del ser humano..., todo se revela en estos cuentos
aparentemente simples e indudablemente
inocentes. Con toda la crueldad y el cinismo de la inocencia, que
no juzga, sino que se limita a constatar —como el
niño que hace referencia a la desnudez del empera-
dor, en el cuento de Hans Christian Andersen El traje 
nuevo del Emperador —: «las cosas son así y no de otro modo».
Unos picaros comercian con el cadáver de su abue-
la para sobrevivir en un mundo materialista, que nada
tiene que envidiar al materialismo del siglo XX. Un rey
coronado de amatistas y de nostalgia por su mujer
muerta, desea casarse con su hija porque se parece a
su madre. Una niña es víctima del odio de una mujer
porque es más bella y más joven y más buena que ella.
Otra niña duerme durante cien años para despertar al
primer beso de amor. Pero tras ese beso de amor se
alza el Castillo con una suegra dentro, que desea
devorarla, a ella y a sus hijos... Y, de pronto, el Prínci-
pe Azul ya no es tan azul. Ni la niña tan inocente, ni
los niños tan confiados.
Todo esto, llamado despectivamente por algunos,
por demasiados, «cuentos de viejas, cuentos para
niños» —como si los viejos y los niños fueran una tribu
desdeñable y escasamente «humana»—, no fueron
transmitidos de padres a hijos, generación tras genera-
ción, para entretenimiento frivolo y banal. Lo que ellos
nos cuentan, nos recuerdan y advierten, se repite siglo
tras siglo, año tras año, hora tras hora. Las ideologías,
incluso las ideas y los ideales, cambian, perecen o se
transforman. Los sentimientos, por ahora, se mantienen
exactamente iguales a los de los «cuentos de hadas».
Porque los sentimientos —la alegría y la tristeza,
la nostalgia, la melancolía, el miedo— permanecen
como emboscados en estos cuentos, en los que se
encuentran, me atrevería a decir, en su elemento natural. 
En ellos, en sus luces ysombras, se mezclan realidad y fantasía, 
las dos materias primas de los sentimientos, en la misma medida 
 que ocurre en nuestravida. Porque ¿acaso nuestros sueños, 
nuestra imaginación no forman parte también de nuestra realidad?
Yo creo que no hay nada ni nadie que sea única y
absolutamente materia, y que todos nosotros, con
mayor o menor fortuna, somos portadores de sueños,
y los sueños forman parte de nuestra realidad.
Cuando Alicia cruza la neblina del espejo, no pasa
a un mundo que, por el mero hecho de ser inventado,
resulte totalmente imaginario e irreal. Por el contrario,
Alicia se introduce en un mundo que es mágico sim-
plemente porque, en él, realidad y fantasía se entre-
mezclan, se sitúan en un mismo plano. Pero tengamos
presente que eso es algo a lo que nuestra vida nos
aboca continuamente: ¿qué sería de aquella pobre,
tosca, fea Aldonza, si Don Quijote, el gran caballero
de los sueños, no la hubiera convertido en Dulcinea?
¿Qué sería de aquellos monótonos molinos manche-
gos, si aquel hombre tan solo y tan triste no los hubiera 
convertido en gigantes?
No desdeñemos tanto la fantasía, no desdeñemos
tanto la imaginación, cuando nos sorprenden brotando de las páginas
 de un libro trasgos, duendes, criaturas del subsuelo. 
Tenemos que pensar  que de alguna manera aquellos seres 
fueron una parte muyimportante de la vida de hombres y mujeres 
que pisaron reciamente sobre el suelo y que hicieron frente a
la brutalidad y a la maldad del mundo gracias al cul-
tivo de una espiritualidad que les llevó a creer en todo:
en el rey, en los fantasmas, en Dios, en el diablo... El
abandono de la barbarie de alguna forma va ligado a
esas creencias, a esa fe ingenua e indiscriminada. No
seamos tan descreídos, no tanto como para imponer
la desmemoria al conocimiento, si no queremos
encontrarnos, al final, con las manos vacías. No olvi-
demos que el diablo entra en todos los conventos, que
Dios reside en todas las criaturas vivas del mundo,
que la palabra descubre, desentierra del olvido o de la
indiferencia futura aquello que nos hace distintos de las bestias.
Siempre he creído, y sigo creyendo, que la imagi-
nación y la fantasía son muy importantes, puesto que
forman parte indisoluble de la realidad de nuestra
vida. Cuando en literatura se habla de realismo, a
veces se olvida que la fantasía forma parte de esa rea-
lidad, porque, como ya he dicho, nuestros sueños,
nuestros deseos y nuestra memoria son parte de la
realidad. Por eso me resulta tan difícil desentrañar,
separar imaginación y fantasía de las historias más
realistas, porque el realismo no está exento de sueños
ni de fabulaciones... porque los sueños, las fabula-
ciones e incluso las adivinaciones pertenecen a la
propia esencia de la realidad. Yo escribo también
para denunciar una realidad aparentemente invisi-
ble, para rescatarla del olvido y de la marginación a
la que tan a menudo la sometemos en nuestra vida
cotidiana. Porque escribir, para mí, ha sido una constante
voluntad de atravesar el espejo, de entrar en el bos-
que. Amparándome en el ángulo del cuarto de los
castigos, como apoyada en algún silencioso rincón del
mundo, me vi por vez primera a mí misma, avan-
zando fuera de mí, hacia alguna parte a donde de-
seaba llegar. Hacia una forma de vida diferente, pero
certísima, aunque nadie más que yo la viera. En las
sombras surgía, de pronto, la luz; recuerdo que ocu-
rrió un día, al partir entre mis dedos un terrón de
azúcar y brotar de él, en la oscuridad, una chispita
azul. No podría explicar hasta dónde me llevó la chis-
pita azul: sólo sé que todavía puedo entrar en la luz
de aquel instante y verla crecer. Es eso lo que me ocu-
rre cuando escribo. Porque cuando escribo ahora
regreso a entonces: al silencio más sonoro, capaz de
revelar y absorber los más remotos ecos. Viéndome
avanzar, me convierto en una espectadora de mí
misma: es asistir por fin a una suerte de integración,
de identificación en la vida de todos y con todos.
Asisto a la vida y al mismo tiempo formo parte de
ella, como puede ser la lluvia en la tierra. Es oír el
silencio y la recuperación de otro tiempo, otro tiem-
po que somos nosotros mismos; como un pobre ani-
mal indefenso que intenta atravesar un arroyo hela-
do. Así es el trance de eso que llamamos «escribir».
Escribir es para mí recuperar una y otra vez aquel
día en que creí que podría oírse crecer la hierba, cuan-
do la noche llegó a ser más brillante que el sol. La
noche, el mundo nocturno —que es el mundo más
vivo—, es un mundo real y absolutamente cierto, es
un mundo mágico que forma parte de la vida cotidia-
na, en el que las criaturas de la oscuridad existen con
tanta o más intensidad que las que habitan bajo el sol
más impío y aparentemente verdadero. Para mi, escri-
bir no es una profesión, ni una vocación siquiera, sino
una forma de ser y de estar, un largo camino de ini-
ciación que no termina nunca, como un complicado
trabajo de alquimia o la íntima y secreta cacería de mí
misma y de cuanto me rodea.
Por todo ello, no existen fórmulas que enseñen a
ser escritor. Se empieza a escribir desconociendo toda
clase de definiciones sobre ese acto, toda clase de ense-
ñanzas sobre aquella aventura. Es una puerta que se
abre, una barrera que se franquea, un mundo al que
se tiene acceso; algo parecido a lo que le ocurrió a Ali-
cia ese día en que, tras cambiar algunas reflexiones
con su gato (y tal vez con sus sueños), se encaramó al
espejo de la chimenea y, suavemente, pasó al otro
lado. No se tiene noticia de que leyera antes instruc-
ciones ni folletos explicativos al respecto. Poco más o
menos todos los escritores empezamos a escribir ese
día en que, por primera vez, la vida nos conduce a
atravesar esa rara y traslúcida barrera.
Y una vez al otro lado del espejo, una vez en el
bosque, escritores y lectores podemos comprobar que
Alicia, más que descubrimos pasadizos desconocidos,
nos ayuda a recorrer rutas ya conocidas; todo el
mundo de Alicia, creo yo, puede residir en la vida o
por lo menos en el recuerdo de lo que pudo ser la vida
de muchos seres humanos. Porque escribir es, qué
duda cabe, un modo de la memoria, una forma privi-
legiada del recuerdo; yo sólo sé escribir historias por-
que estoy buscando mi propia historia, porque acaso
escribir es la búsqueda de una historia remota que
yace en lo más profundo de nuestra memoria y a la
que pertenecemos inexorablemente. Escribir es como
lana memoria anticipada, el fruto de un malestar entre-
verado de nostalgia, pero no sólo nostalgia de un
pasado desconocido, sino también de un futuro, de un
mañana que presentimos y en el que querríamos estar,
pero que aún no conocemos, una memoria anticipada,
más fuerte aún que la nostalgia del ayer, nostalgia de
un tiempo deseado donde quisiéramos haber vivido.
La literatura es, en verdad, la manifestación de ese
malestar, de esa insatisfacción expresada de tantas
maneras como escritores existen; pero también es,
sobre todo, la expresión más maravillosa que yo
conozco del deseo de una posibilidad mejor. Para mí,
escribir es la búsqueda de esa posibilidad.
Una búsqueda, sin duda. Y, a veces, hasta feroz.
Algo parecido a una incesante persecución de la presa
más huidiza: uno mismo. Esta búsqueda del reducto
interior, esta desesperada esperanza de un remoto
reencuentro con nuestro «yo» más íntimo, no es sino
el intento de ir más allá de la propia vida, de estar en
las otras vidas, el patético deseo de llegar a compren-
der no solamente la palabra «semejante», que ya es
una tarea realmente ardua, sino entender la palabra
«otro». Es el camino que un escritor recorre, libro tras
libro, página tras página, desde lo más íntimo a lo
más común y universal. Sólo así lo personal se vuelve lícito.
Un verso de Luis Cernuda dice: «Creo en mí por-
que algún día seré todas las cosas que amo». Escribir
también es creer en uno mismo, para poder creer en
tantas cosas, y descubrir tantas cosas, que están ahí,
aunque no se vean. Cosas buenas, o bellas, o simple-
mente ciertas. Hay que creer en uno mismo, y así en
los otros, para que la oscuridad se encienda. Ésta es
una de las razones que me impulsan a escribir, a aden-
trarme en el bosque de las palabras, tratando de reve-
lar la belleza de todo lo que hay en él, de todo lo fan-
tástico y mágico que no vemos, pero que es necesario
descubrir. Escribir es un descubrimiento diario a través de la
palabra, y la palabra es lo más bello que se ha creado,
es lo más importante de todo lo que tenemos los seres
humanos. La palabra es lo que nos salva. Pero no la
poseemos sin más, para utilizarla como un instru-
mento; si la tenemos es porque la consagramos a la
búsqueda sin fin de una palabra distinta, no común,
laboriosa y exaltadamente perseguida, pero que tan
simple, tan sencilla resulta cuando la hemos hallado.
Como la reconstrucción del instante en que alguien
lloró por primera vez: un momento doloroso y difícil.
Qué extraño e insólito, qué asombroso parece, y tam-
bién, qué sencillo y verdadero.
Porque todos y cada uno de nosotros llevamos
dentro una palabra, una palabra extraordinaria que
todavía no hemos logrado pronunciar. Escribir es
para mí la persecución de esa palabra mágica, de la
palabra que nos ayude a alcanzar la plenitud; ella es
la cifra de mi anhelo: que esa palabra pueda llegar a
alguien que la reciba como recibiría el viento un vele-
ro en calma sorda y desolada, una palabra que acaso
le conduzca hacia la playa, una playa que a veces
puede llamarse infancia desaparecida, que puede llamarse 
vida, o futuro, o recuerdo. Que puede llamarse «tú» o «yo».
O quizá se trate de una palabra que todos olvida-
mos siempre, apenas la descubrimos. Seguimos bus-
cando, todos nosotros, aquella palabra especial, aque-
lla palabra donde parece residir el sentido total de la
vida, y que sin embargo estaba ahí, o estará ahí, en
adelante, para que alguien la recoja. Esa palabra que
no sabíamos pronunciar ni habíamos oído nunca, o
que habíamos oído y perdido, en otro tiempo y otro
lugar. Como aquella que inútilmente perseguía y que-
ría formar con pedazos de hielo el pequeño Kay del
cuento de Andersen. Era una palabra simple, pero ina-
prensible, como el tiempo. Por fin, tras su largo viaje
de búsqueda, la pequeña Cerda la restituyó a su lugar,
como restituyó a su lugar el corazón de Kay. El amor
se parecía a aquella palabra, pero no se llamaba amor.
Tal vez sea cierta la sospecha de que en todo escritor
yace el recuerdo insobornable de una inocencia no del
todo perdida, de una brizna de locura saludable y
de lanas insospechadas reservas de amor.
La palabra «hermano», la palabra «miedo», la pala-
bra «amor», son palabras muy simples, pero llevan el
mundo dentro de sí. No siempre es fácil, ni sencillo,
descubrirlo. Hay que intentar alcanzar el oculto res-
plandor de esas palabras, de todas las palabras, o de
una sola que todavía nadie oyó nunca pronunciar.
Toda mi vida ha sido una constante búsqueda de esa
palabra capaz de iluminar con su luz el país de las
maravillas que tanto nuestro mundo como, sobre
todo, nuestro lenguaje albergan, y
que no siemprenosotros sabemos indagar. Porque 
las palabras —lodiré, para terminar, con los versos que
 cierran el poema de Alicia—:

Invaden un País de Maravillas...
Es como ir por un caudal corriendo.
Ligero y tan fugaz como un destello...
Porque Lavida, dime: ¿es algo más que un sueño?
Muchas gracias.

Discurso de recepción del Premio Cervantes

Por Ana María Matute
 Ana María Matute leyó su discurso de recepción del Premio Cervantes el 27 de abril de 2011 en el Paraninfo de la Universidad, en la ciudad de Alcalá de Henares

Majestades, autoridades:
Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.
Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de su emoción, de su alegría y de su felicidad —¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?— a todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: «Érase una vez...» y conmovió toda mi pequeña vida.
Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida. San Juan dijo: «el que no ama está muerto» y yo me atrevo a decir: «el que no inventa, no vive». Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: «La música de papá, no te la creas: se la inventa». Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna —esa que llevamos dentro, como un secreto— nos la inventamos. Igual que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad —el don más raro de este mundo— en una criatura carente de todos esos atributos. (¿Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea...?)
El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar —y quizá explicarme de algún modo— mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas.
Sí, este galardón que tanta felicidad y optimismo me causa —y no olvidemos que el optimismo y los planes de futuro, a los ochenta y cinco años, son cuestiones a meditar o poner en tela de juicio— puede ser el colofón a la entrega de toda una vida que, en mis tiempos mozos, consideré en su mayor parte una «vida de papel». Y recuerdo. Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, Primera memoria. Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura —en grande—, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas. Gorogó lo sabía, lo sabe y no me ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco años, me lo trajo de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow. Mi padre sabía que a mí no me gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas de aquel tiempo: mujeres recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a las amigas de mamá era todo su futuro. Gorogó, como entonces, sigue conmigo ahora, lo llevo a todos mis viajes, y le sigo contando lo que no puedo contar a nadie. (Hoy también me espera en el hotel.) Y sigo haciéndole partícipe, por ejemplo, del miedo que siento por tener que pronunciar estas palabras, y, sobre todo, ante quienes debo hacerlo. Gorogó, estás aquí —mi mejor invento—, estás a mi lado, viejo amigo, en este día inolvidable, con tu ojo derecho ya nublado, como el mío, aunque ya no luzcas aquellos cabellos negros, hirsutos, de limpiachimeneas dickensiano, aunque falten los botones de tu frac azul... ¡Cómo nos parecemos, Gorogó! ¿Te acuerdas de aquel día, que hoy me devuelves con toda la añoranza y el encanto-desencanto que compone una vida tan larga...? ¿Y recuerdas la timidez, el asombro y la audacia de mis casi veinte años, cuando por primera vez me asomé al mundo editorial, del que lo ignoraba todo?
La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y de sueños —¿acaso no son, a veces, una misma cosa?—, todo eso me empujó a llevar mi primera novela —escrita años antes, a los diecisiete— a probar fortuna en una de las más prestigiosas editoriales. Pero mi mayor osadía era no sólo llevar una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que, encima, la llevaba escrita a mano, en un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro. (Si alguien de mi edad me está escuchando, sabrá de qué tipo de libreta hablo. Eran las libretas de la posguerra.) Yo iba a Destino cada día, con mi libretita bajo el brazo, diecinueve años y calcetines —que entonces estaban de moda a esa edad— y mi aspecto aún más aniñado del normal. Un empleado que se había fijado en mí (debía de resultar patética) se conmovió con mis pretensiones y mi libreta y me consiguió una entrevista con el director. Se trataba del novelista Ignacio Agustí, que acababa de tener un enorme éxito con su novela Mariona Rebull. Cuando vio mi cuadernito lleno de letras e «inventos», tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla ni extrañeza. Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia, me explicó que debía pasarlo a máquina y que ellos la leerían, y que ya me dirían algo. Aún hoy me sonrojo recordándolo. Era la criatura más ignorante y despistada de cuanto el mundo editorial se refería. Nadie de mi entorno, ni familiares, ni amistades, conocidos o saludados (como diría Josep Pla) había tenido nada que ver con el mundo editorial. Eran lectores, eso sí, pero de la confección de un libro lo ignoraban todo. Afortunadamente, la lectura y los libros no escasearon en mi casa ni en mi familia. Cosa que he de agradecerles, porque no era muy frecuente en la España de entonces.
Pocos días después, tuve la enorme alegría —y, por qué no decirlo, el vago temor— de que la editorial Destino me contratase el libro. Eso sí, con la sorpresa de mi estupefacto padre, a quien yo no había anticipado nada de aquellos afanes, y que fue requerido para dar validez a mi contrato con su firma, pues yo era menor de edad. Animada por el éxito de aquellos primeros pasos, y enterada de la existencia del Premio Nadal —que había ganado otra mujer joven, Carmen Laforet, aunque ella era algo mayor que yo—, envié mi segunda novela, escrita a los diecinueve, con la esperanza de obtenerlo yo también. No fue así, pero tengo aún la satisfacción y acaso orgullo de constatar que quedó en tercer lugar, cuando se llevó el premio el gran Miguel Delibes.
La novela citada, llamada Los Abel, y escrita, que no publicada, a los diecinueve años, suplantó en el contrato a Pequeño teatro (que, once años más tarde, obtuvo el Premio Planeta). Y ese fue mi verdadero bautizo de entrada en el mundo editorial. Empecé a conocer a escritores y todo tipo de gentes de «invenciones», puesto que me aparté totalmente del que había sido hasta aquel momento mi entorno natural. Conocí y viví un clima distinto, muy distinto del que había sido el mío habitual hasta aquel momento, y que, paradójicamente, resultaba mucho más afín a mi naturaleza. Y continué inventando invenciones, y viene a mi memoria un día en que inventé el «arzadú»... Brotaba esporádica, espontáneamente, cuando buscaba el nombre de una flor. Si existía, vivía sólo en la memoria de su delicadeza, su color, su perfume, aunque no constara en ningún libro ni catálogo de botánica. Y, así, llegó un día en que estudiosos y minuciosos profesores y escolares americanos se interesaron por el arzadú, y me brearon a preguntas: no lo encontraban por ninguna parte. Y yo, cobarde, me presté a seguir inventando el arzadú. Tuve que continuar inventándolo durante años, incluso me vi obligada a dibujarlo en las pizarras, y variaba su color, del rojo al blanco, según me pareciera pertinente... Desde aquí les pido perdón a aquellas gentes de buena voluntad. Tómenlo como lo que era: una invención más. La había introducido no sólo en algunos de mis cuentos, sino también en alguna novela; y, al fin, yo me lo creía, y me lo creo: el arzadú brota cada primavera, o cada otoño, en las vastas y ahora ya remotas colinas de los sueños. De los sueños que convierten Aldonzas en Dulcineas, y quién sabe cuántas flores más. Tantas como soñadores, o poetas existan. Y cuando por fin vi publicado por vez primera mi primer libro, Los Abel, dormí toda la noche con el ejemplar bajo la almohada. Y el gran honor con el que hoy se me ha distinguido reúne para mí tanto una trayectoria literaria como vital: no puedo separar la una de la otra. Desde que tengo uso de razón, he leído, he escrito, he escuchado... Desde aquel primer cuento inventado a los cinco años hasta este último libro, que los recoge casi todos, compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha ingresado entre los géneros respetados de nuestra literatura. Aun cuando contemos con entre sus cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra con su nombre este premio, hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes y no tan jóvenes, hasta hace poco aún se lo ha considerado literatura «menor». Pero por fin en España se empieza a reconocer en el cuento, en el relato corto, el valor y la importancia que merece.
Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas —que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado «el tercer hermano Grimm»—, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego —como está mandado—, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: «Érase una vez...» y habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once años cuando estalló la Guerra Civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de «los niños asombrados». Porque nadie nos había consultado en qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas palabras —«el abuelito se ha ido y no volverá...»—, sino a través de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas historias «impropias para niños», añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas.
En lugar de cuentos aislados, empecé a escribir entonces una revista, de la que era editora, escritora y repartidora, una revista «a mano» que se pasaban unos a otros mis hermanos y mis primos, algún amigo... Había de todo: desde cuentos, por supuesto (que siempre acababan con un «continuará» del que yo aún no tenía clara noticia), hasta crítica de cine, con sus correspondientes fotografías recortadas de alguna revista. Y recuerdo ahora cómo, en medio de todo aquel horror, qué encanto, qué maravilloso invento de la vida era para mí aquella llamada revistilla... y todo lo que yo ignoraba, que sería lo que continuaría mañana...
Entonces escribí mi primera novela. Se llamaba Juanito, y ocurría durante la Revolución Francesa. Pero pueden imaginar qué extraña Revolución Francesa relataba... Claro está: me la inventé, pero algo tienen los inventos-sueños, porque, cuando durante la noche, toda la casa dormida acudía al cuarto de mis dos hermanos, José Antonio y José Luis, y, ayudada por una linternilla de pilas, se la leía, protestaban cuando yo decía «continuará». (Y eso quería decir hasta la noche siguiente.) Entonces parecía llenarse de magia la habitación a oscuras de los niños. Niños asombrados —como cuando, en cierta ocasión, vi surgir, al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una chispita azul—, algo que me reveló que yo sería escritora, o que ya lo era.
Con ello sólo quiero decir que aquella lucecita azul, aquel virus, no me abandonó nunca. Cuando Alicia, por fin, atravesó el cristal del espejo y se encontró no sólo con su mundo de maravillas, sino consigo misma, no tuvo necesidad de consultar ningún folleto explicativo. Se lo inventó, como la música de papá.
Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado trasmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado.
Muchas gracias.


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