Jon Potocki 1761 1815 es el autor
de manuscrito encontrado en Zaragoza, en 1806. Pertenece de lleno al
romanticismo y al siglo de las luces o ilustraciones. Fue un hombre de letras y
armas pues fue militar, pero amante de las ciencias y las letras y un viajero explorador
de sitios de forma incansable. Como político participa en la historia polaca y
en momentos de la historia de finales del XVIII y principios del XIX como la
revolución francesa. Era de una familia noble polaca, era conde. Nace en el
castillo de Pików, en Podolia (región entonces polaca, posteriormente
anexionada por Ucrania) Era judío y eso pesa en su obra. Muchas razones tienen
los estudiosos para suponer estas raíces, aunque no se sabe bien. Le llevó su
padre a él y a sus hermanos a estudiar a Suiza, la meca entonces del
progresismo. No pasó una educación dura católica sino una educación liberal
(sentimental se llamaba entonces) en Lousiana y Ginebra. A los 12 años va allí
a estudiar ciencias y letras y lingüística. A su regreso a Polonia abraza la
carrera militar y fue capitán. Se consagró a viajar y al saber. En su poesía muestra
una cultura enciclopédica y hablaba varias lenguas modernas y clásicas. Se
contagió del espíritu liberal y progresista de la corte polaca ilustrada de Stanislao
Poniatowsky, que reformó el país. Estuvo estudiando la cronología hebrea, el
talud y la cábala. En el manuscrito aparece un judío errante. Hay influencias y
creencias para pensar que era judío. Los judíos ya eran perseguidos en la
España de los reyes católicos y su persecución en Europa no la inventó Hitler.
Tenía raíces judías. Ascendencia judía, aunque era católico. Eso le determina
mucho. Teresa de Ávila o el autor del libro del buen amor y la celestina
también lo tenían, Fernando de rojas, pero no está demostrado. Viajó mucho; a Italia,
y varios países de Europa. En 1780 recorre Italia Sicilia Malta y Túnez donde
fue recibido por el principie Albey en su palacio y así conoce las mezquitas de
Túnez. Fue a la España del rey Carlos III, ilustrado monarca. Andalucía es lo
que más le atrae. Muchos viajantes europeos venían allí por su exotismo. Era parte
del “grand tour” romántico. Era un paraíso y una meca romántica. Visita Granada
Córdoba y los caminos y montañas de sierra nevada donde está situada la novela
del manuscrito encontrado en Zaragoza. Estudia las costumbres de los gitanos y
su lengua. En Madrid visita el estudio de Goya. Viajó por países del imperio
otomano Turquía Grecia Egipto Albania los Balcanes Montenegro y Macedonia. Toma
al criado i Ibrahim que le sigue a todos lados, vestido al modo turco. Escribe
viaje por Túnez Egipto y en 1785 vuelve a Polonia y se casa. Su mujer, la
espiritual Julia Lubomirska, muere de tuberculosis y tiene dos hijos. Se entrega
al estudio y los viajes. Va a París y conoce a los ilustrados (Diderot,
Voltaire, Dalambert) y se hace amigo del autor de las amistades peligrosas.
Coge influencia de la literatura amorosa de enredos. En 1788 tras estar en
Francia y países bajos vuelve a Polonia y apoya al rey ilustrado. En 1791 es la
gran constitución ilustrada polaca como la de 1812 la pepa de España. Va contra
los privilegios de la nobleza y defiende el nuevo poder de la burguesía. Está a
favor de una Polonia menos clerical y más abierta progresista, todo fue papel mojado.
Polonia desaparece ante Alemania Rusia Prusia y el imperio austrohúngaro. Le
acusa la policía real de jacobino y es perseguido y vigilado y le prohíben usar
la imprenta, aunque él imprime en el propio palacio. Apoya las medias ilustradas
y sus obras. Escribe ensayos sobre historia universal e investigaciones sobre
los sargazos. Los intelectuales conservadores polacos dicen que son una raza
especial porque descienden de ellos y él desmiente estos rumores peregrinos.
Viaja a Turquía e Egipto e imprime allí. Junto al inventor del globo
aerostático Joseph-Michel Montgolfier hace un vuelo, con
el criado y los perros y todos le observan. Fue a Marruecos y escribe el viaje
allí. En Paris en 1791 estan en plena revolución y va a Barcelona Madrid, y entrevista
al embajador de Marruecos. Él dice que es el hombre más sabio que ha conocido
en su vida. De Gibraltar pasa a Marruecos y vuelve a Cádiz donde narra el baile
flamenco como espectador y luego va a Lisboa Madrid y París. Participa en la
Asamblea Nacional de parís, toma la palabra y revindica la libertad, pero la revolución
es tomada por los jacobinos y un pueblo violento que le desilusiona. El cambio
social ilustrado era desde arriba. Se solidariza con la revolución, pero ve
derroteros excesivos. “Al empezar año último, nuestra generación se despide de
la felicidad publica, aunque la libertad sobrevivirá”. Va a Londres, conoce a
Walter Scott y al autor del castillo de Otranto. En 1793 vuelve a Varsovia
desencantado. Escribe obras de teatro donde se burla de los revolucionarios y
aristócratas, como “los bohemios de Andalucía”. En 1799 vuelve a casarse. Se
casó 3 veces. Le da otros 2 hijos. Escribió “viaje por estepas de astracán y el
Cáucaso”. Escribe el manuscrito encontrado en Zaragoza en 1804 en san
Petersburgo, pero la segunda parte es de 1813 en París. Es un libro escrito en francés
pero que se tradujo a muchas lenguas, primero al polaco. Analiza el cauce
indeseado de la revolución. El mismo se exilió en Rusia donde murió. En España
Francia eran los enemigos de la nación, pero los ilustrados se apoyan entre
ellos. Tiene amistad con Goya. Durante la guerra de independencia hay una fracción
más reaccionaria, “vivan las cadenas” gritaban cuando vuelve Fernando XVII.
Apoyan los rusos ilustrados al zar Alejandro, aunque Rusia es enemiga de Polonia.
Este príncipe padre de su mujer trabaja para el zar y el zar le nombra director
de asuntos asiáticos del ministerio de interior ruso. Acepta por una misión
política que le ofrecen a China, el emperador chino no les deja pasar,
políticamente no funcionó la embajada pero le interesa conocer otras culturas y
costumbres. Acabó en Mongolia haciendo investigaciones científicas. El Zar le
nombra consejero polaco en 1812. Sus dos hijos luchan en el ejército de Napoleón
contra los rusos. Los restos de ejercito polaco apoyan su causa. El himno de Polonia
es un poema ensalzando a un soldado que lucho por Napoleón. Les unía la
esperanza de existir como nación, su última oportunidad era Napoleón. El hijo
es herido y hecho prisionero en la batalla de Bodolino. El padre interviene y
le ponen en libertad. Napoleón llega a las puertas de Moscú. Los polacos patrióticos
se rebelan en masa en la guerra de liberación contra el imperio ruso. Pida al
zar que le relegara y se exilia en su castillo de Polonia donde nació. Sus dos
hijos compatriotas luchan por Napoleón y el orden ilustrados pero él trabaja
para el zar. Polonia vuelve a no existir tras ese ducado de Varsovia que duró
tan poco. Hay un desgarro entre sus ideas y el fracaso histórico de la
revolución. Polonia es sitiada. En un estado de desesperanza escribe la segunda
parte que es su canto de cisne. Es una utopía positiva. Vierte sus esperanzas
en algo que se convierte en desesperanza. En 1814 es la derrota de Napoleón en
Waterloo. Triunfan los imperios absolutistas. Él se suicida en un castillo, se
pega un tiro con la bala de plata hecha con un azucarero de plata y bendecida
por un sacerdote. Su mujer se ha separado, esta arruinado, no puede mantener su
nivel de vida, es el fracaso de su mundo moderno ilustrado que había
pretendido.
Su obra es incomprendida. La
estructura es la de varias historias dentro de la historia como el Decamerón o
las mil y una noches. Le cuenta una historia y ese personaje cuenta a su vez
otra. Es una estructura endemoniada para el lector. Cierra puertas que va
abriendo y lo hila todo. Es una novela fantástica, cultivada desde los griegos,
pero donde despliega sus conocimientos amplios y bastos sobre muchas materias.
Siempre hay una explicación racional detrás de cada hecho fantástico. El
protagonista es un oficial de la guardia barona. Alphonse Van Worden. Se
desarrolla en el reinado de Felipe V de 1750 al 1830. El protagonista atraviesa
sierra morena para ir a la corte de Madrid. Es una zona encantada, embrujada
con bandoleros y caníbales. Son acontecimientos fantásticos que luego son racionales.
La novela se conforma con personajes ladrones, princesas moras, cabalistas, en
la posada de alcornoques, en la ladera del Guadalquivir, con una estructura
libertaria llena de sorpresas y una red de engaños y planes que le ponen a
prueba la cordura. Esta el jeque de los Gomelez, aparece el sainete de una
prueba iniciática. La versión nueva esta publicada en la editorial acantilado.
Su obra estaba perdida mucho tiempo, durante el romanticismo. Washington Irvin
en los cuentos de la alhambra se lo copia. O Prospero Melville, el autor de
Carmen. Conocían fragmentos de una obra que era desconocida y por tato más
fácil de plagiar. Narra aventuras y andanzas de Alphonse Van Worden en su viaje
a Madrid. Está escrita en francés. Hay varias versiones. Es un relato
entrelazado que se sobrepone un relato al otro. en el patíbulo cabalgan los
cuerpos de los hermanos bandoleros. Está lleno de simulacros de lo fantástico. La
posada esta embrujada y maldita, se llama “la venta quemada”. Pasa una noche
con Emina y Zibedea, dos primas árabes con las que hace un ménage
à trois y entre ellas. Aparece un ermitaño. El bandido Zoto, el
cabalista Don Pedro de Uceda, gitanos contrabandistas, dos mujeres, el asesino
de ravera, se mezclan unas historias con otras, se cuentan las historias de los
libros del cabalista o de Avadoro el jefe de los gitanos en la segunda parte.
Esta entrelazado. O la historia de Felipe del tintero fabricante de tinta o de
la princesa monte Salerno. En la segunda parte se imponen los enredos de corte
amoroso. Siguen las historias fantásticas y truculentas y tiene mucha influencia
de la literatura española. Tiene guiños constantes a la historia del Quijote.
Hay capítulos con la misma estructura y esto lo hace adrede. Son enredos y trasformaciones,
mujeres que se convierten en hombres como en el teatro de Tirso de Molina y Lope
de Vega. Recuerda a las comedias del siglo de por y la picaresca española, y a
la celestina o el libro del buen amor. Esta la duquesa merido sidonia. Hay una
necesidad de esparcimiento que lleva al autor a leer novelas aun siendo
peligrosas. Lope Suarez es hijo del comerciante enemistado con el comerciante
moro por no aceptar sus beneficios. Roque Bosqueros, Francisca salane, los
cabrones, Diego Gerbas, con su obra conocimientos del ser humano. Aparece su
ansia enciclopédica, entramos en un mundo de sabiduría y erudición, hay damas
libertinas y amores imposibles y princesas árabes. La historia del geómetra Piedro
Velásquez, que crea un sistema para explicar la creación del mundo. Todos los asuntos
tienen su desenlace. Se desvela que ha sido retenido por el capitán. Hay
referencias al don juan y es la metáfora de una Europa ilustrada como ahora la
Unión Europea. Muestra la realidad de su época con un profundo respeto por las
formas de pensamiento de cada cultura. El humor hace que el libro sea tan actual,
los sabios disparatados, los jóvenes que aprenden de la vida, las intrigas de
moras y judías, los nobles con orgullo, los don juanes, los ermitaños. Todas
las conductas y psicologías humanas aparecen con el prisma irónico. Son
aceptadas con la complicidad propia de una mirada contemporánea. Se han hecho
versiones al teatro. Paco Nieva hizo una versión, la película del director
polaco Hans fue hecha en 1965 con el mismo título y banda sonora de Krzysztof Penderecki. Buñuel hablo de ella y es recuperada y pasada
a DVD gracias a Francis Ford Coppola
y Martin Scorsese. La financian
ellos en 2001. Fernando la fuente es un escritor critico que habla del delirante
viaje de este joven oficial. Se encuentra con personajes místicos o criminales,
idealistas, engañadores, bandoleros. Son románticas estas historias. Es un
libro que alguien ha encontrado como el quijote. Está ambientado a mediados del
XVIII. Habla de in soldado de Napoleón que entra en el sitio de Zaragoza y
entra a beber agua a una casa y encuentra estos diarios en una mesa. Le cogen
prisionero de los franceses, le registran y le encuentran el manuscrito. Le
pide al francés que se lo traduzca. El diario lo escribió otro francés belga.
Son historia dentro de la historia. Acaba diciendo agur agur, en vasco. Los espíritus
fantásticos tienen luego una explicación racional. Se lee como una aventura.
Con interés creciente por el siguiente relato. Atrapa como el quijote y tiene
también misteriosos encantamientos. Son paralelos los intereses de Cervantes y
Potocki. El quijote es una novela del renacimiento, de un hombre renacentista
escrita en el barroco y esta novela es una novela de la ilustración escrita en
el romanticismo. Los valores que ha defendido estan dejando de existir. En eso
son dos almas gemelas. Es una exageración fantasiosa, pero con un mensaje
ilustrado que en principio es contrario a lo fantástico. Va hilando todo y hay
que volver atrás para enterarse, mete tantos personajes que te dices “no metas
tantos”, y siempre deja lo más interesante para el final como las mil y una
noches. Tiene una forma clara y sencilla de escribir por ese afán divulgador de
la ilustración. Buscan hacer entendible la literatura como instrumento de llegar
al pueblo, para ser entendido.
Prologo
ADVERTENCIA
Como oficial del ejército
francés, tomé parte en el sitio de Zaragoza.2 Algunos días después de
la toma de la ciudad, habiendo avanzado hacia un lugar algo apartado, descubrí
una casita bastante bien construida, que creí en un principio que no había sido
visitada aún por ningún francés.
Sentí
la curiosidad de entrar. Llamé a la puerta, pero vi que no estaba cerrada; la
empujé y entré. Llamé, busqué, pero no encontré a nadie. Me pareció que se
habían llevado todo cuanto tenía algún valor; pues no quedaban sobre las mesas
y dentro de los muebles más que objetos de escasa importancia. Sólo vi en el
suelo, en un rincón, varios cuadernos escritos; les eché una ojeada. Se
trataba de un manuscrito español; aunque mi conocimiento de esta lengua era
muy pobre, sabía lo bastante para darme cuenta de que aquel libro podía ser
entretenido: se hablaba en él de bandoleros, de aparecidos, de cabalistas, y
nada mejor para distraerme de las fatigas de la campaña que la lectura de una
novela estrambótica. Convencido de que el libro no volvería nunca a las manos
de su legítimo dueño, no dudé en apropiármelo.
Días
después nos vimos obligados a dejar Zaragoza. Habiéndome visto
desgraciadamente separado del grueso del ejército, caí prisionero de los
enemigos junto con mi destacamento; creí que había llegado mi última hora.
Tras llegar al lugar adonde nos llevaban, los españoles comenzaron a despojarnos
de todos nuestros efectos personales. Yo pedí únicamente poder conservar una
sola cosa que a ellos no podía serles de ninguna utilidad: el manuscrito que
había encontrado. De entrada no dejaron de poner algunas pegas, pero finalmente
pidieron el parecer del capitán, quien, tras echar
advertencia
una
ojeada al libro, vino a donde yo estaba y me dio las gracias por haber
conservado intacta una obra a la que él atribuía gran importancia, pues
contenía la historia de un antepasado suyo. Yo le conté de qué modo había
llegado a mis manos, él me llevó consigo y durante la bastante larga temporada
que pasé en su casa, donde fui muy bien tratado, le rogué que me tradujera esta
obra al francés y la escribí a su dictado.
Principio
El conde de Olavídez no había establecido aún colonias de
extranjeros
en Sierra Morena; esta elevada cadena que separa Andalucía
de la Mancha no estaba entonces habitada sino por contrabandistas, por
bandidos, y por algunos gitanos que tenían fama de comer a los viajeros que
habían asesinado. De allí el refrán español:
Devoran a los hombres las gitanas de Sierra Morena. Y eso no
es todo. Al viajero que se aventuraba en aquella salvaje comarca también lo
asaltaban, se decía, infinidad de terrores muy capaces de helar la sangre en
las venas del más esforzado. Oía voces plañideras
mezclarse al ruido de los torrentes y a los silbidos de la
tempestad; destellos engañadores lo extraviaban, manos invisibles lo empujaban
hacia abismos sin fondo.
A decir verdad, no faltaban algunas ventas o posadas
dispersas en aquella ruta desastrosa, pero los aparecidos,
más diablos que los venteros mismos, los habían forzado a
cederles el lugar y a retirarse a comarcas donde no les fuera turbado el reposo
sino por los reproches de su conciencia, fantasmas estos con los cuales los
venteros suelen entrar en componendas; el del mesón de
Andújar invocaba al apóstol Santiago de Compostela para
atestiguar la verdad de sus relatos maravillosos; agregaba, por
último, que los arqueros de la Santa Hermandad se habían
negado a
responsabilizarse de ninguna expedición por Sierra Morena, y
que los viajeros tomaban la ruta de Jaén o la de Extremadura. Le respondí que
esa opción podía convenir a viajeros ordinarios, pero que habiéndome el rey,
don Felipe Quinto, concedido la gracia de honrarme con una comisión de capitán
en las guardias valonas, las leyes sagradas del honor me prescribían
presentarme en Madrid por el camino más corto, sin preguntarme si era el más
peligroso.
—Mi joven señor —replicó el huésped—, vuestra merced me
permitirá observarle que si el rey lo ha honrado con una compañía en las
guardias, y antes de que a vuestra merced le apunte la barba en el mentón,
honra que los años no le han concedido todavía, será bueno que dé muestras de
prudencia. Pues bien, yo digo que cuando los demonios se apoderan de una comarca…
Hubiera dicho más, pero salí disparado y sólo me detuve cuando creí estar fuera
del alcance de sus advertencias; entonces, al volverme, aún lo vi gesticular y
mostrarme la ruta de Extremadura. López, mi escudero, y Mosquito, mi zagal, me
miraban con un aire lastimoso que quería decir más o menos lo mismo. No me di
por enterado y proseguí adelante, internándome en los matorrales donde después
han levantado una colonia llamada La Carlota. En el lugar mismo donde hoy está
la posta, había entonces un paraje que los arrieros llamaban Los Alcornoques, o
Encinas Verdes, porque dos hermosos
árboles de esta especie sombreaban un abundante manantial
contenido por un abrevadero de mármol. Era la única fuente y la única umbría
que se encontraba desde Andújar hasta Venta Quemada. Este albergue grande, espacioso,
construido en medio del desierto, había sido un antiguo castillo de los moros
que el marqués de Peña Quemada hizo reparar, y de allí le venía el nombre de
Venta Quemada. El marqués lo había alquilado a un vecino de Murcia, que
estableció en él la posada más considerable que hubiera en la ruta. Los
viajeros partían, pues, por la mañana de Andújar, comían en Los Alcornoques las
provisiones que trajeran consigo, y pasaban la noche en Venta Quemada; a menudo
se quedaban durante el día siguiente, preparándose allí a pasar las montañas y
haciendo nuevas provisiones; tal era, asimismo, el plan de mi viaje. Pero como
nos acercáramos a Encinas Verdes, y yo le dijera a López que allí había
resuelto apearnos para nuestra frugal comida, advertí que Mosquito no estaba
con nosotros, ni tampoco la mula cargada con las provisiones. López dijo que el
muchacho se había quedado a la zaga, arreglando las albardas de su caballería.
Lo esperamos, luego seguimos adelante, luego nos detuvimos para esperarlo aún,
luego dimos voces, luego volvimos sobre nuestros pasos para buscarlo.
Vanamente. Mosquito había desaparecido llevándose con él
nuestras
más caras esperanzas, es decir nuestra comida. Yo era el
único en ayunas, porque López no había dejado de roer un queso del Toboso, del
cual tuvo la precaución de muñirse, pero no por ello estaba más alegre y refunfuñaba
entre dientes que «bien lo dijo el mesonero de Andújar y que con toda seguridad
los demonios habían arrebatado al infeliz Mosquito». Cuando llegamos a Los
Alcornoques encontré sobre el abrevadero una canasta cubierta de hojas de viña;
parecía haber estado llena de frutas y haber sido olvidada por algún viajero.
La hurgué con ansiedad y tuve el placer de hallar en ella
cuatro hermosos higos y una naranja. Le ofrecí dos higos a López, pero los
rechazó diciendo que podía aguardar hasta la noche; comí pues todas las frutas,
después de lo cual quise apagar mi sed en el manantial
vecino. López me lo impidió, alegando que el agua me caería
mal después de la fruta, y que tenía para ofrecerme un resto de vino de
Alicante. Acepté su ofrecimiento, pero apenas llegó el vino a mi estómago sentí
que se me apretaba el corazón. Cielo y tierra giraron sobre mi cabeza y me
habría desmayado qué duda cabe, si López no se hubiera dado prisa en
socorrerme; me hizo volver del desfallecimiento y me dijo que no debía preocuparme:
era motivado por el cansancio y la inanición. En efecto, no sólo me sentí
restablecido, sino también
en un estado de impetuosidad y agitación extraordinarias. La
campiña me pareció esmaltada de los colores más vivos; los objetos
resplandecían ante mis ojos como los astros en las noches de verano,
y me latían las arterias en las sienes y López, al ver que
mi molestia no había tenido consecuencias, no pudo menos que comenzar de nuevo
con sus quejas:
—¡Ay!, por qué no habré hecho caso a Fray Jerónimo de la
Trinidad, monje, predicador, confesor y oráculo de nuestra familia. Es cuñado
del yerno de la cuñada del suegro de mi suegra, y siendo de tal modo el
pariente más cercano que tenemos, nada se hace en nuestra casa sin consultarlo.
No he querido seguir sus consejos y estoy por ello justamente castigado. Bien
me dijo que los oficiales en las guardias valonas eran heréticos, que se los
reconocía fácilmente por sus cabellos rubios, sus ojos azules y sus mejillas
bermejas, contrariamente a los viejos cristianos que tienen la color de Nuestra
Señora de Atocha, pintada por San Lucas. Detuve ese torrente de impertinencias
ordenándole que me diera mi fusil y cuidara de los caballos, mientras yo subía
a algún peñasco de los alrededores para intentar descubrir a Mosquito, o a lo
menos sus huellas. Ante mi proposición, López se deshizo en lágrimas y,
echándose a mis pies, me conjuró en nombre de todos los santos a que no lo
dejara solo en lugar tan peligroso. Le ofrecí permanecer junto a los caballos,
mientras él buscaba al muchacho, pero esta sugerencia le pareció más aterradora
aún. Entonces le hice razonamientos tan sensatos para ir en pos de Mosquito que
me dejó partir. Después sacó un rosario del bolsillo y se puso a rezar junto al
abrevadero. Las cumbres que pensaba alcanzar estaban más lejos de lo que me parecieron;
demoré casi una hora en subir a ellas y, cuando llegué, no vi más que la llanura
desierta y salvaje: ni el menor rastro de hombres, de animales o de casas,
ninguna ruta fuera del gran camino que habíamos seguido, y nadie que pasara por
él. Por todos lados me rodeaba un gran silencio. Lo interrumpí con mis gritos,
que los ecos repitieron a lo lejos. Por último retomé el camino del abrevadero,
y allí encontré mi caballo atado a un árbol, pero López… López había
desaparecido. Me quedaba la siguiente alternativa: volver a Andújar, o
continuar mi viaje. Lo primero no se me pasó por la cabeza. Subí al caballo, le
di de espuelas y al cabo de dos horas, galopando a toda prisa, llegué a las
orillas del Guadalquivir, que no es allí el río tranquilo y soberbio cuyo
majestuoso curso rodea los muros de Sevilla. Al salir de las montañas, el Guadalquivir
es un torrente sin riberas ni fondo,
siempre bramando contra los peñascos que contienen sus
esfuerzos.
El valle de Los Hermanos comienza donde el Guadalquivir se
derrama sobre la llanura; lo llamaban así porque tres hermanos, unidos, más que
por los lazos de sangre, por la afición al bandolerismo; hicieron del lugar, durante
muchos años, el teatro de sus hazañas. De los tres hermanos, dos cayeron en
poder de las autoridades, y sus cuerpos se veían colgados de una horca a la
entrada del valle, pero el mayor, llamado Soto, logró escapar de las prisiones
de Córdoba y se refugió,
según decían, en la cadena de Las Alpujarras. Cosas muy
extrañas contaban de los dos hermanos que fueron colgados; no se hablaba de
ellos como de aparecidos, pero se pretendía que sus cuerpos, animados por vaya
a saberse qué demonios, abandonaban la horca durante
la noche para angustiar a los vivos. De tal modo se dio el
hecho por cierto que un teólogo de Salamanca probó en una disertación que los
dos ahorcados, a cada cual más extraordinario, eran vampiros de una rara
especie, cosa que los más incrédulos no vacilaban en afirmar. También corría el
rumor de que los dos hombres eran inocentes y que habiendo sido injustamente
condenados se vengaban de ello, con el permiso del cielo, en los viajeros y
otros viandantes. Como de esa historia me hablaron a menudo en Córdoba, tuve la
curiosidad de acercarme a la horca. El espectáculo era tanto más repulsivo
cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban de
manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles
jirones de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las
montañas.
Hay que convenir en que el valle de Los Hermanos parecía muy
apropiado para favorecer las empresas de los bandidos y servirles de refugio.
Rocas desprendidas de lo alto de los montes, árboles derribados por la tormenta,
interceptaban el camino, y en muchos lugares era menester atravesar el lecho del
torrente, o pasar delante de cavernas
profundas cuyo aspecto malhadado inspiraba desconfianza.
Cuando salí del
valle, entré en otro y descubrí la venta que debía servirme de morada; pero
desde que la divisé a lo lejos, no auguré nada bueno. Porque pude darme cuenta
de que carecía de ventanas y postigos; las chimeneas no echaban humo, no se
veía movimiento en los alrededores ni se oía a los perros advertir de mi
llegada. Deduje que la cabaña era una de las abandonadas, de acuerdo con lo que
me había dicho el ventero de Andújar.
Cuanto más me
acercaba a la venta, más profundo me parecía el silencio. Llegué al fin y vi un
tronco que servía para recoger limosnas, acompañado de una inscripción
concebida en estos términos; «Señores viajeros, tened la caridad de rogar por
el alma de González de Murcia, que fue posadero de Venta Quemada. Y sobre todo,
seguid vuestro camino y no paséis aquí la noche
bajo ningún pretexto.»
Inmediatamente me
decidí a desafiar los peligros con que me amenazaba la inscripción. Y no porque
estuviese convencido de que no hay fantasmas, sino porque, como se verá más
adelante, toda mi educación se había centrado en el honor, y yo lo hacía
consistir en no dar nunca muestra alguna de miedo.
Como el sol
acababa de ponerse, quise aprovechar un resto de claridad y recorrer todos los
recovecos de aquella morada, menos para calmarme frente a las potencias
infernales que habían tomado posesión de la casa que para buscar algún
alimento, porque lo poco que había comido en Los Alcornoques había logrado
frenar, pero no satisfacer, la imperiosa necesidad de alimentarme que tenía.
Crucé numerosos aposentos y salas, revestidos en su mayoría, hasta la altura de
un hombre, de mosaicos, mientras los techos eran de ese hermoso artesonado con que los moros
demostraban su magnificencia. Inspeccioné cocinas, graneros y bodegas; éstas,
excavadas en la roca, comunicaban en algún caso con galerías subterráneas que
parecían adentrarse profundamente en la montaña; pero no encontré comida en
ninguna parte.
Como la luz ya
había desaparecido, fui en busca de mi caballo, que había dejado atado en el
patio, y lo llevé a una cuadra donde había visto un poco de heno, yendo luego a
reponerme a un aposento donde había un jergón, el único que habían dejado en
toda la venta. Me habría gustado tener una luz, pero el hambre que me
atormentaba tenía algo bueno: que me impedía dormir.
Mientras tanto, a
medida que oscurecía la noche, más sombrías se volvían mis reflexiones. Unas
veces pensaba en la desaparición de mis dos criados, y otras en el medio de
conseguir comida. Me figuraba que unos ladrones, saliendo improviso de algún
matorral o alguna trampa subterránea, habían atacado sucesivamente a López y a
Mosquito cuando se encontraban solos, y que yo me había librado porque mi
uniforme militar no auguraba una victoria tan fácil. Mi hambre me preocupaba
más que cualquier otra cosa: había visto cabras en el monte, pero debían estar
guardadas por un cabrero, y sin duda el hombre tendría una pequeña provisión de
pan para acompañar la leche. Además, tenía alguna esperanza en mi fusil. En
cualquier caso, volver sobre mis pasos y exponerme a las burlas del ventero de
Andújar era lo que estaba completamente decidido a no hacer. Al contrario, me
hallaba firmemente decidido a proseguir mi camino.
Una vez acabadas
estas reflexiones, no pude dejar de recordar la famosa historia de los
monederos falsos y algunas más del mismo tipo que habían acunado mi infancia.
También pensaba en la inscripción escrita en el tronco de las limosnas. No creía que el
diablo le hubiera retorcido el cuello al ventero, pero no comprendía nada de su
trágico final.
Así pasaban las
horas en medio de un silencio profundo cuando el inesperado sonido de una
campana me hizo temblar de sorpresa. Dio doce campanadas; como es de todos
sabido, los fantasmas sólo tienen poder desde medianoche hasta el canto del
gallo. Digo que me quedé sorprendido, y tenía razón para estarlo, porque la
campana no había dado las demás horas; además, me parecía que su tañido tenía
algo de lúgubre.
Al instante
siguiente, la puerta del aposento se abrió y vi entrar una figura completamente
negra, pero no aterradora, porque era una hermosa negra semidesnuda que
sostenía una antorcha en cada mano.
La negra se acercó
a mí, me hizo una profunda reverencia y me dijo en perfecto español: «Señor caballero, unas damas extranjeras que
pasan la noche en esta venta os ruegan que tengáis a bien compartir su cena.
Tened la bondad de seguirme.»
Seguí a la negra de
pasillo en pasillo, llegando por fin a una sala bien iluminada, en cuyo centro
había una mesa provista de tres cubiertos y llena de jarrones japoneses y
jarras de cristal de roca. En el fondo de la sala había un lecho magnífico.
Gran número de negras parecían impacientes por servir, pero se pusieron en fila
con mucho respeto y vi entrar a dos damas cuya tez delirio y rosa contrastaba a
la perfección con el ébano de sus criadas. Las dos damas llegaron cogidas de la
mano; vestían con un gusto raro, o al menos así me lo pareció, aunque la verdad
es que está de moda en varias ciudades de la costa de Berbería, como luego pude
comprobar cuando viajé por ellas. Ése era su atuendo, que en realidad sólo
consistía en una camisa y un justillo. La camisa era de tela hasta debajo de la
cintura, pero más abajo era de una gasa de Mequinez, un tipo de tela que sería completamente
transparente si anchas cintas de seda entreveradas en su tejido no la hicieran
más propia para velar encantos, que ganan al ser adivinados. El justillo,
ricamente bordado con perlas y adornado con broches de diamantes, apenas cubría
el seno; carecía de mangas, y las de la camisa, también de gasa, estaban
remangadas y se anudaban detrás del cuello. Sus brazos desnudos se adornaban
con brazaletes, tanto en las muñecas como por encima del codo. Los pies de
aquellas damas, que de haber sido diablesas habrían sido hendidos o terminado
en garras, no tenían nada de eso: desnudos, estaban metidos en unos chapines
bordados, mientras la parte inferior de la pierna se adornaba con una ajorca de
gruesos brillantes.
Las dos
desconocidas avanzaron hacia mí con aire natural y afable. Eran dos bellezas
perfectas: la una, alta, esbelta y deslumbrante; la otra, enternecedora y
tímida. La majestuosa tenía un talle admirable, lo mismo que sus rasgos. La menor era de talle
redondo, labios algo prominentes y párpados entornados que apenas dejaban ver
las pupilas, ocultas por unas pestañas de longitud extraordinaria.
La mayor me
dirigió la palabra en castellano y me dijo:
—Señor caballero,
os agradecemos la bondad que habéis mostrado aceptando esta pequeña colación;
pienso que la necesitáis.
Y dijo estas
últimas palabras en tono tan malicioso que a punto estuve de pensar que había
mandado robarnos la mula cargada con nuestras provisiones, pero las sustituía
tan bien que no había medio de odiarla por ello.
Nos sentamos a la
mesa, y la misma dama, ofreciéndome un jarrón japonés, me dijo:
—Señor caballero,
aquí encontraréis una olla podrida,
hecha a base de todo tipo de carnes, salvo una, porque nosotras somos fieles,
quiero decir musulmanas.
—Bella desconocida
—le respondí—, bien me parece lo que decís. Sois fieles sin duda, ésa es la
religión del amor. Pero dignaos satisfacer mi curiosidad antes que mi apetito y
decidme quién sois.
—Seguid comiendo,
señor caballero —replicó la bella mora—, que no será con vos con quien
conservaremos el incógnito. Yo me llamo Emina y mi hermana es Zibedea; nosotras
residimos en Túnez, pero nuestra familia es oriunda de Granada, y algunos de
nuestros parientes se quedaron en España donde en secreto profesan la ley de
sus padres. Hace ocho días que abandonamos Túnez; desembarcamos cerca de Málaga
en una playa desierta. Luego cruzamos las montañas que hay entre Loja y
Antequera, hasta llegar a este solitario lugar para cambiar de atuendo y
adoptar las disposiciones necesarias para nuestra seguridad. Ya veis, señor
caballero, que nuestro viaje es un importante secreto que hemos confiado a vuestra lealtad.
Garanticé a las
bellas damas que no tenían ninguna indiscreción que temer de mi parte, y me
puse a comer, cierto que con bastante glotonería, aunque sin faltar a
determinados modales obligados para un joven cuando resulta ser el único
representante de su sexo en una reunión de mujeres.
Cuando
comprendieron que mi hambre primera estaba saciada, y que me disponía a tomar
lo que en España se llaman los dulces,
la bella Emina ordenó a las negras demostrarme cómo se bailaba en su país. Me
pareció que no podía haber orden más agradable para ellas. Obedecieron con una
vivacidad rayana en lo licencioso. Creo incluso que hubiera resultado difícil
poner fin a su danza, pero pregunté a sus bellas amas si también ellas
bailaban. Por toda respuesta se levantaron y pidieron unas castañuelas. Sus
pasos tenían algo del bolero de Murcia y
de la fofa que se baila en los Algarves; quienes
hayan estado en esas provincias podrán hacerse una idea. Sin embargo, nunca
comprenderán todo el encanto que a ello añadían las gracias naturales de las
dos africanas, realzadas por los diáfanos paños con que iban vestidas.
Durante un rato
las contemplé con cierta sangre fría, pero sus movimientos acelerados por una
cadencia más viva, el ruido ensordecedor de la música mora y mi espíritu vital
reanimado por una comida apresurada, en mí y fuera de mí todo se unía para
turbar mi razón. Ya no sabía si me hallaba en compañía de unas mujeres o de
insidiosos súcubos. No me atrevía a ver, no quería mirar. Me puse la mano sobre
los ojos y me sentí desfallecer.
Las dos hermanas
se acercaron y me cogieron de la mano. Emina preguntó si me encontraba mal. La
tranquilicé. Zibedea me preguntó qué era el medallón que veía sobre mi pecho y
si se trataba del retrato de alguna amante.
—Es una joya que
mi madre me dio —le contesté—, y que prometí llevar siempre conmigo; contiene
un fragmento de la verdadera cruz…
A estas palabras,
vi a Zibedea retroceder y ponerse pálida.
—Os turbáis —le
dije—, y sin embargo la cruz sólo puede asustar al espíritu de las tinieblas.
Emina contestó por
su hermana:
—Señor caballero
—me dijo—, sabéis que somos musulmanas y no debíais sorprenderos ante el pesar
que mi hermana os ha mostrado. Yo lo comparto: nos molesta mucho ver en vos,
que sois nuestro pariente más cercano, un cristiano. Os sorprenden mis
palabras, pero, ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la misma familia,
que no es sino una rama de los Abencerrajes; sentémonos en ese sofá y os haré
saber más cosas.
Las negras se
retiraron. Emina me colocó en la esquina del sofá y se sentó a mi lado, con las
piernas cruzadas debajo de su cuerpo. Zibedea s sentó al otro lado, se apoyó en
mi cojín, y estábamos tan cerca que sus alientos se confundían con el mío.
Emina pareció
meditar un instante y luego, mirándome con aire del más vivo interés, me cogió
la mano y me dijo:
—Querido Alfonso,
es inútil ocultarlo, no ha sido el azar quien aquí nos ha traído. Os
esperábamos: si el miedo os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido
por siempre nuestra estima.
—Me halagáis,
Emina —le respondí—, y no veo qué interés puede ofreceros mi valor.
—Nos inspiráis
mucho interés —prosiguió la bella mora—, pero tal vez os sintáis menos halagado
cuando sepáis que casi sois el primer hombre que hemos visto. Os asombran mis
palabras, y parecéis ponerlas en duda. Os había prometido la historia de
nuestros antepasados, más tal vez sea mejor que empiece por la nuestra.
La novela tiene escenas subidas
de tono con las moras. Allí empieza lo bueno. Hace un juramento sagrado con el cáliz
o la copa en los labios. Rezan oraciones en árabe y el cáliz está tallado en
esmeraldas. Bebe el licor envenenado. Despierta en el patíbulo y parece que ha
hecho el amor con los presos en vez de con las moras. Un buitre quiere comerse
su cuerpo y escapa escalando la horca.
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