miércoles, 29 de noviembre de 2017

POTOCKI MANUSCRITO ENCONTRADO EN ZARAGOZA

Jon Potocki 1761 1815 es el autor de manuscrito encontrado en Zaragoza, en 1806. Pertenece de lleno al romanticismo y al siglo de las luces o ilustraciones. Fue un hombre de letras y armas pues fue militar, pero amante de las ciencias y las letras y un viajero explorador de sitios de forma incansable. Como político participa en la historia polaca y en momentos de la historia de finales del XVIII y principios del XIX como la revolución francesa. Era de una familia noble polaca, era conde. Nace en el castillo de Pików, en Podolia (región entonces polaca, posteriormente anexionada por Ucrania) Era judío y eso pesa en su obra. Muchas razones tienen los estudiosos para suponer estas raíces, aunque no se sabe bien. Le llevó su padre a él y a sus hermanos a estudiar a Suiza, la meca entonces del progresismo. No pasó una educación dura católica sino una educación liberal (sentimental se llamaba entonces) en Lousiana y Ginebra. A los 12 años va allí a estudiar ciencias y letras y lingüística. A su regreso a Polonia abraza la carrera militar y fue capitán. Se consagró a viajar y al saber. En su poesía muestra una cultura enciclopédica y hablaba varias lenguas modernas y clásicas. Se contagió del espíritu liberal y progresista de la corte polaca ilustrada de Stanislao Poniatowsky, que reformó el país. Estuvo estudiando la cronología hebrea, el talud y la cábala. En el manuscrito aparece un judío errante. Hay influencias y creencias para pensar que era judío. Los judíos ya eran perseguidos en la España de los reyes católicos y su persecución en Europa no la inventó Hitler. Tenía raíces judías. Ascendencia judía, aunque era católico. Eso le determina mucho. Teresa de Ávila o el autor del libro del buen amor y la celestina también lo tenían, Fernando de rojas, pero no está demostrado. Viajó mucho; a Italia, y varios países de Europa. En 1780 recorre Italia Sicilia Malta y Túnez donde fue recibido por el principie Albey en su palacio y así conoce las mezquitas de Túnez. Fue a la España del rey Carlos III, ilustrado monarca. Andalucía es lo que más le atrae. Muchos viajantes europeos venían allí por su exotismo. Era parte del “grand tour” romántico. Era un paraíso y una meca romántica. Visita Granada Córdoba y los caminos y montañas de sierra nevada donde está situada la novela del manuscrito encontrado en Zaragoza. Estudia las costumbres de los gitanos y su lengua. En Madrid visita el estudio de Goya. Viajó por países del imperio otomano Turquía Grecia Egipto Albania los Balcanes Montenegro y Macedonia. Toma al criado i Ibrahim que le sigue a todos lados, vestido al modo turco. Escribe viaje por Túnez Egipto y en 1785 vuelve a Polonia y se casa. Su mujer, la espiritual Julia Lubomirska, muere de tuberculosis y tiene dos hijos. Se entrega al estudio y los viajes. Va a París y conoce a los ilustrados (Diderot, Voltaire, Dalambert) y se hace amigo del autor de las amistades peligrosas. Coge influencia de la literatura amorosa de enredos. En 1788 tras estar en Francia y países bajos vuelve a Polonia y apoya al rey ilustrado. En 1791 es la gran constitución ilustrada polaca como la de 1812 la pepa de España. Va contra los privilegios de la nobleza y defiende el nuevo poder de la burguesía. Está a favor de una Polonia menos clerical y más abierta progresista, todo fue papel mojado. Polonia desaparece ante Alemania Rusia Prusia y el imperio austrohúngaro. Le acusa la policía real de jacobino y es perseguido y vigilado y le prohíben usar la imprenta, aunque él imprime en el propio palacio. Apoya las medias ilustradas y sus obras. Escribe ensayos sobre historia universal e investigaciones sobre los sargazos. Los intelectuales conservadores polacos dicen que son una raza especial porque descienden de ellos y él desmiente estos rumores peregrinos. Viaja a Turquía e Egipto e imprime allí. Junto al inventor del globo aerostático Joseph-Michel Montgolfier hace un vuelo, con el criado y los perros y todos le observan. Fue a Marruecos y escribe el viaje allí. En Paris en 1791 estan en plena revolución y va a Barcelona Madrid, y entrevista al embajador de Marruecos. Él dice que es el hombre más sabio que ha conocido en su vida. De Gibraltar pasa a Marruecos y vuelve a Cádiz donde narra el baile flamenco como espectador y luego va a Lisboa Madrid y París. Participa en la Asamblea Nacional de parís, toma la palabra y revindica la libertad, pero la revolución es tomada por los jacobinos y un pueblo violento que le desilusiona. El cambio social ilustrado era desde arriba. Se solidariza con la revolución, pero ve derroteros excesivos. “Al empezar año último, nuestra generación se despide de la felicidad publica, aunque la libertad sobrevivirá”. Va a Londres, conoce a Walter Scott y al autor del castillo de Otranto. En 1793 vuelve a Varsovia desencantado. Escribe obras de teatro donde se burla de los revolucionarios y aristócratas, como “los bohemios de Andalucía”. En 1799 vuelve a casarse. Se casó 3 veces. Le da otros 2 hijos. Escribió “viaje por estepas de astracán y el Cáucaso”. Escribe el manuscrito encontrado en Zaragoza en 1804 en san Petersburgo, pero la segunda parte es de 1813 en París. Es un libro escrito en francés pero que se tradujo a muchas lenguas, primero al polaco. Analiza el cauce indeseado de la revolución. El mismo se exilió en Rusia donde murió. En España Francia eran los enemigos de la nación, pero los ilustrados se apoyan entre ellos. Tiene amistad con Goya. Durante la guerra de independencia hay una fracción más reaccionaria, “vivan las cadenas” gritaban cuando vuelve Fernando XVII. Apoyan los rusos ilustrados al zar Alejandro, aunque Rusia es enemiga de Polonia. Este príncipe padre de su mujer trabaja para el zar y el zar le nombra director de asuntos asiáticos del ministerio de interior ruso. Acepta por una misión política que le ofrecen a China, el emperador chino no les deja pasar, políticamente no funcionó la embajada pero le interesa conocer otras culturas y costumbres. Acabó en Mongolia haciendo investigaciones científicas. El Zar le nombra consejero polaco en 1812. Sus dos hijos luchan en el ejército de Napoleón contra los rusos. Los restos de ejercito polaco apoyan su causa. El himno de Polonia es un poema ensalzando a un soldado que lucho por Napoleón. Les unía la esperanza de existir como nación, su última oportunidad era Napoleón. El hijo es herido y hecho prisionero en la batalla de Bodolino. El padre interviene y le ponen en libertad. Napoleón llega a las puertas de Moscú. Los polacos patrióticos se rebelan en masa en la guerra de liberación contra el imperio ruso. Pida al zar que le relegara y se exilia en su castillo de Polonia donde nació. Sus dos hijos compatriotas luchan por Napoleón y el orden ilustrados pero él trabaja para el zar. Polonia vuelve a no existir tras ese ducado de Varsovia que duró tan poco. Hay un desgarro entre sus ideas y el fracaso histórico de la revolución. Polonia es sitiada. En un estado de desesperanza escribe la segunda parte que es su canto de cisne. Es una utopía positiva. Vierte sus esperanzas en algo que se convierte en desesperanza. En 1814 es la derrota de Napoleón en Waterloo. Triunfan los imperios absolutistas. Él se suicida en un castillo, se pega un tiro con la bala de plata hecha con un azucarero de plata y bendecida por un sacerdote. Su mujer se ha separado, esta arruinado, no puede mantener su nivel de vida, es el fracaso de su mundo moderno ilustrado que había pretendido. 
 
Su obra es incomprendida. La estructura es la de varias historias dentro de la historia como el Decamerón o las mil y una noches. Le cuenta una historia y ese personaje cuenta a su vez otra. Es una estructura endemoniada para el lector. Cierra puertas que va abriendo y lo hila todo. Es una novela fantástica, cultivada desde los griegos, pero donde despliega sus conocimientos amplios y bastos sobre muchas materias. Siempre hay una explicación racional detrás de cada hecho fantástico. El protagonista es un oficial de la guardia barona. Alphonse Van Worden. Se desarrolla en el reinado de Felipe V de 1750 al 1830. El protagonista atraviesa sierra morena para ir a la corte de Madrid. Es una zona encantada, embrujada con bandoleros y caníbales. Son acontecimientos fantásticos que luego son racionales. La novela se conforma con personajes ladrones, princesas moras, cabalistas, en la posada de alcornoques, en la ladera del Guadalquivir, con una estructura libertaria llena de sorpresas y una red de engaños y planes que le ponen a prueba la cordura. Esta el jeque de los Gomelez, aparece el sainete de una prueba iniciática. La versión nueva esta publicada en la editorial acantilado. Su obra estaba perdida mucho tiempo, durante el romanticismo. Washington Irvin en los cuentos de la alhambra se lo copia. O Prospero Melville, el autor de Carmen. Conocían fragmentos de una obra que era desconocida y por tato más fácil de plagiar. Narra aventuras y andanzas de Alphonse Van Worden en su viaje a Madrid. Está escrita en francés. Hay varias versiones. Es un relato entrelazado que se sobrepone un relato al otro. en el patíbulo cabalgan los cuerpos de los hermanos bandoleros. Está lleno de simulacros de lo fantástico. La posada esta embrujada y maldita, se llama “la venta quemada”. Pasa una noche con Emina y Zibedea, dos primas árabes con las que hace un ménage à trois y entre ellas. Aparece un ermitaño. El bandido Zoto, el cabalista Don Pedro de Uceda, gitanos contrabandistas, dos mujeres, el asesino de ravera, se mezclan unas historias con otras, se cuentan las historias de los libros del cabalista o de Avadoro el jefe de los gitanos en la segunda parte. Esta entrelazado. O la historia de Felipe del tintero fabricante de tinta o de la princesa monte Salerno. En la segunda parte se imponen los enredos de corte amoroso. Siguen las historias fantásticas y truculentas y tiene mucha influencia de la literatura española. Tiene guiños constantes a la historia del Quijote. Hay capítulos con la misma estructura y esto lo hace adrede. Son enredos y trasformaciones, mujeres que se convierten en hombres como en el teatro de Tirso de Molina y Lope de Vega. Recuerda a las comedias del siglo de por y la picaresca española, y a la celestina o el libro del buen amor. Esta la duquesa merido sidonia. Hay una necesidad de esparcimiento que lleva al autor a leer novelas aun siendo peligrosas. Lope Suarez es hijo del comerciante enemistado con el comerciante moro por no aceptar sus beneficios. Roque Bosqueros, Francisca salane, los cabrones, Diego Gerbas, con su obra conocimientos del ser humano. Aparece su ansia enciclopédica, entramos en un mundo de sabiduría y erudición, hay damas libertinas y amores imposibles y princesas árabes. La historia del geómetra Piedro Velásquez, que crea un sistema para explicar la creación del mundo. Todos los asuntos tienen su desenlace. Se desvela que ha sido retenido por el capitán. Hay referencias al don juan y es la metáfora de una Europa ilustrada como ahora la Unión Europea. Muestra la realidad de su época con un profundo respeto por las formas de pensamiento de cada cultura. El humor hace que el libro sea tan actual, los sabios disparatados, los jóvenes que aprenden de la vida, las intrigas de moras y judías, los nobles con orgullo, los don juanes, los ermitaños. Todas las conductas y psicologías humanas aparecen con el prisma irónico. Son aceptadas con la complicidad propia de una mirada contemporánea. Se han hecho versiones al teatro. Paco Nieva hizo una versión, la película del director polaco Hans fue hecha en 1965 con el mismo título y banda sonora de Krzysztof Penderecki. Buñuel hablo de ella y es recuperada y pasada a DVD gracias a Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. La financian ellos en 2001. Fernando la fuente es un escritor critico que habla del delirante viaje de este joven oficial. Se encuentra con personajes místicos o criminales, idealistas, engañadores, bandoleros. Son románticas estas historias. Es un libro que alguien ha encontrado como el quijote. Está ambientado a mediados del XVIII. Habla de in soldado de Napoleón que entra en el sitio de Zaragoza y entra a beber agua a una casa y encuentra estos diarios en una mesa. Le cogen prisionero de los franceses, le registran y le encuentran el manuscrito. Le pide al francés que se lo traduzca. El diario lo escribió otro francés belga. Son historia dentro de la historia. Acaba diciendo agur agur, en vasco. Los espíritus fantásticos tienen luego una explicación racional. Se lee como una aventura. Con interés creciente por el siguiente relato. Atrapa como el quijote y tiene también misteriosos encantamientos. Son paralelos los intereses de Cervantes y Potocki. El quijote es una novela del renacimiento, de un hombre renacentista escrita en el barroco y esta novela es una novela de la ilustración escrita en el romanticismo. Los valores que ha defendido estan dejando de existir. En eso son dos almas gemelas. Es una exageración fantasiosa, pero con un mensaje ilustrado que en principio es contrario a lo fantástico. Va hilando todo y hay que volver atrás para enterarse, mete tantos personajes que te dices “no metas tantos”, y siempre deja lo más interesante para el final como las mil y una noches. Tiene una forma clara y sencilla de escribir por ese afán divulgador de la ilustración. Buscan hacer entendible la literatura como instrumento de llegar al pueblo, para ser entendido. 
  
Prologo
ADVERTENCIA
Como oficial del ejército francés, tomé parte en el sitio de Zaragoza.2 Algunos días después de la toma de la ciudad, ha­biendo avanzado hacia un lugar algo apartado, descubrí una casita bastante bien construida, que creí en un principio que no había sido visitada aún por ningún francés.
Sentí la curiosidad de entrar. Llamé a la puerta, pero vi que no estaba cerrada; la empujé y entré. Llamé, busqué, pero no encontré a nadie. Me pareció que se habían lleva­do todo cuanto tenía algún valor; pues no quedaban sobre las mesas y dentro de los muebles más que objetos de esca­sa importancia. Sólo vi en el suelo, en un rincón, varios cua­dernos escritos; les eché una ojeada. Se trataba de un ma­nuscrito español; aunque mi conocimiento de esta lengua era muy pobre, sabía lo bastante para darme cuenta de que aquel libro podía ser entretenido: se hablaba en él de bando­leros, de aparecidos, de cabalistas, y nada mejor para distraer­me de las fatigas de la campaña que la lectura de una novela estrambótica. Convencido de que el libro no volvería nunca a las manos de su legítimo dueño, no dudé en apropiármelo.
Días después nos vimos obligados a dejar Zaragoza. Ha­biéndome visto desgraciadamente separado del grueso del ejército, caí prisionero de los enemigos junto con mi desta­camento; creí que había llegado mi última hora. Tras llegar al lugar adonde nos llevaban, los españoles comenzaron a des­pojarnos de todos nuestros efectos personales. Yo pedí úni­camente poder conservar una sola cosa que a ellos no podía serles de ninguna utilidad: el manuscrito que había encon­trado. De entrada no dejaron de poner algunas pegas, pero finalmente pidieron el parecer del capitán, quien, tras echar
advertencia

una ojeada al libro, vino a donde yo estaba y me dio las gracias por haber conservado intacta una obra a la que él atribuía gran importancia, pues contenía la historia de un antepasa­do suyo. Yo le conté de qué modo había llegado a mis ma­nos, él me llevó consigo y durante la bastante larga tempora­da que pasé en su casa, donde fui muy bien tratado, le rogué que me tradujera esta obra al francés y la escribí a su dictado.
Principio
El conde de Olavídez no había establecido aún colonias de extranjeros
en Sierra Morena; esta elevada cadena que separa Andalucía de la Mancha no estaba entonces habitada sino por contrabandistas, por bandidos, y por algunos gitanos que tenían fama de comer a los viajeros que habían asesinado. De allí el refrán español:
Devoran a los hombres las gitanas de Sierra Morena. Y eso no es todo. Al viajero que se aventuraba en aquella salvaje comarca también lo asaltaban, se decía, infinidad de terrores muy capaces de helar la sangre en las venas del más esforzado. Oía voces plañideras
mezclarse al ruido de los torrentes y a los silbidos de la tempestad; destellos engañadores lo extraviaban, manos invisibles lo empujaban hacia abismos sin fondo.
A decir verdad, no faltaban algunas ventas o posadas dispersas en aquella ruta desastrosa, pero los aparecidos,
más diablos que los venteros mismos, los habían forzado a cederles el lugar y a retirarse a comarcas donde no les fuera turbado el reposo sino por los reproches de su conciencia, fantasmas estos con los cuales los venteros suelen entrar en componendas; el del mesón de
Andújar invocaba al apóstol Santiago de Compostela para atestiguar la verdad de sus relatos maravillosos; agregaba, por
último, que los arqueros de la Santa Hermandad se habían negado a
responsabilizarse de ninguna expedición por Sierra Morena, y que los viajeros tomaban la ruta de Jaén o la de Extremadura. Le respondí que esa opción podía convenir a viajeros ordinarios, pero que habiéndome el rey, don Felipe Quinto, concedido la gracia de honrarme con una comisión de capitán en las guardias valonas, las leyes sagradas del honor me prescribían presentarme en Madrid por el camino más corto, sin preguntarme si era el más peligroso.
—Mi joven señor —replicó el huésped—, vuestra merced me permitirá observarle que si el rey lo ha honrado con una compañía en las guardias, y antes de que a vuestra merced le apunte la barba en el mentón, honra que los años no le han concedido todavía, será bueno que dé muestras de prudencia. Pues bien, yo digo que cuando los demonios se apoderan de una comarca… Hubiera dicho más, pero salí disparado y sólo me detuve cuando creí estar fuera del alcance de sus advertencias; entonces, al volverme, aún lo vi gesticular y mostrarme la ruta de Extremadura. López, mi escudero, y Mosquito, mi zagal, me miraban con un aire lastimoso que quería decir más o menos lo mismo. No me di por enterado y proseguí adelante, internándome en los matorrales donde después han levantado una colonia llamada La Carlota. En el lugar mismo donde hoy está la posta, había entonces un paraje que los arrieros llamaban Los Alcornoques, o Encinas Verdes, porque dos hermosos
árboles de esta especie sombreaban un abundante manantial contenido por un abrevadero de mármol. Era la única fuente y la única umbría que se encontraba desde Andújar hasta Venta Quemada. Este albergue grande, espacioso, construido en medio del desierto, había sido un antiguo castillo de los moros que el marqués de Peña Quemada hizo reparar, y de allí le venía el nombre de Venta Quemada. El marqués lo había alquilado a un vecino de Murcia, que estableció en él la posada más considerable que hubiera en la ruta. Los viajeros partían, pues, por la mañana de Andújar, comían en Los Alcornoques las provisiones que trajeran consigo, y pasaban la noche en Venta Quemada; a menudo se quedaban durante el día siguiente, preparándose allí a pasar las montañas y haciendo nuevas provisiones; tal era, asimismo, el plan de mi viaje. Pero como nos acercáramos a Encinas Verdes, y yo le dijera a López que allí había resuelto apearnos para nuestra frugal comida, advertí que Mosquito no estaba con nosotros, ni tampoco la mula cargada con las provisiones. López dijo que el muchacho se había quedado a la zaga, arreglando las albardas de su caballería. Lo esperamos, luego seguimos adelante, luego nos detuvimos para esperarlo aún, luego dimos voces, luego volvimos sobre nuestros pasos para buscarlo.
Vanamente. Mosquito había desaparecido llevándose con él nuestras
más caras esperanzas, es decir nuestra comida. Yo era el único en ayunas, porque López no había dejado de roer un queso del Toboso, del cual tuvo la precaución de muñirse, pero no por ello estaba más alegre y refunfuñaba entre dientes que «bien lo dijo el mesonero de Andújar y que con toda seguridad los demonios habían arrebatado al infeliz Mosquito». Cuando llegamos a Los Alcornoques encontré sobre el abrevadero una canasta cubierta de hojas de viña; parecía haber estado llena de frutas y haber sido olvidada por algún viajero.
La hurgué con ansiedad y tuve el placer de hallar en ella cuatro hermosos higos y una naranja. Le ofrecí dos higos a López, pero los rechazó diciendo que podía aguardar hasta la noche; comí pues todas las frutas, después de lo cual quise apagar mi sed en el manantial
vecino. López me lo impidió, alegando que el agua me caería mal después de la fruta, y que tenía para ofrecerme un resto de vino de Alicante. Acepté su ofrecimiento, pero apenas llegó el vino a mi estómago sentí que se me apretaba el corazón. Cielo y tierra giraron sobre mi cabeza y me habría desmayado qué duda cabe, si López no se hubiera dado prisa en socorrerme; me hizo volver del desfallecimiento y me dijo que no debía preocuparme: era motivado por el cansancio y la inanición. En efecto, no sólo me sentí restablecido, sino también
en un estado de impetuosidad y agitación extraordinarias. La campiña me pareció esmaltada de los colores más vivos; los objetos resplandecían ante mis ojos como los astros en las noches de verano,
y me latían las arterias en las sienes y López, al ver que mi molestia no había tenido consecuencias, no pudo menos que comenzar de nuevo con sus quejas:
—¡Ay!, por qué no habré hecho caso a Fray Jerónimo de la Trinidad, monje, predicador, confesor y oráculo de nuestra familia. Es cuñado del yerno de la cuñada del suegro de mi suegra, y siendo de tal modo el pariente más cercano que tenemos, nada se hace en nuestra casa sin consultarlo. No he querido seguir sus consejos y estoy por ello justamente castigado. Bien me dijo que los oficiales en las guardias valonas eran heréticos, que se los reconocía fácilmente por sus cabellos rubios, sus ojos azules y sus mejillas bermejas, contrariamente a los viejos cristianos que tienen la color de Nuestra Señora de Atocha, pintada por San Lucas. Detuve ese torrente de impertinencias ordenándole que me diera mi fusil y cuidara de los caballos, mientras yo subía a algún peñasco de los alrededores para intentar descubrir a Mosquito, o a lo menos sus huellas. Ante mi proposición, López se deshizo en lágrimas y, echándose a mis pies, me conjuró en nombre de todos los santos a que no lo dejara solo en lugar tan peligroso. Le ofrecí permanecer junto a los caballos, mientras él buscaba al muchacho, pero esta sugerencia le pareció más aterradora aún. Entonces le hice razonamientos tan sensatos para ir en pos de Mosquito que me dejó partir. Después sacó un rosario del bolsillo y se puso a rezar junto al abrevadero. Las cumbres que pensaba alcanzar estaban más lejos de lo que me parecieron; demoré casi una hora en subir a ellas y, cuando llegué, no vi más que la llanura desierta y salvaje: ni el menor rastro de hombres, de animales o de casas, ninguna ruta fuera del gran camino que habíamos seguido, y nadie que pasara por él. Por todos lados me rodeaba un gran silencio. Lo interrumpí con mis gritos, que los ecos repitieron a lo lejos. Por último retomé el camino del abrevadero, y allí encontré mi caballo atado a un árbol, pero López… López había desaparecido. Me quedaba la siguiente alternativa: volver a Andújar, o continuar mi viaje. Lo primero no se me pasó por la cabeza. Subí al caballo, le di de espuelas y al cabo de dos horas, galopando a toda prisa, llegué a las orillas del Guadalquivir, que no es allí el río tranquilo y soberbio cuyo majestuoso curso rodea los muros de Sevilla. Al salir de las montañas, el Guadalquivir es un torrente sin riberas ni fondo,
siempre bramando contra los peñascos que contienen sus esfuerzos.
El valle de Los Hermanos comienza donde el Guadalquivir se derrama sobre la llanura; lo llamaban así porque tres hermanos, unidos, más que por los lazos de sangre, por la afición al bandolerismo; hicieron del lugar, durante muchos años, el teatro de sus hazañas. De los tres hermanos, dos cayeron en poder de las autoridades, y sus cuerpos se veían colgados de una horca a la entrada del valle, pero el mayor, llamado Soto, logró escapar de las prisiones de Córdoba y se refugió,
según decían, en la cadena de Las Alpujarras. Cosas muy extrañas contaban de los dos hermanos que fueron colgados; no se hablaba de ellos como de aparecidos, pero se pretendía que sus cuerpos, animados por vaya a saberse qué demonios, abandonaban la horca durante
la noche para angustiar a los vivos. De tal modo se dio el hecho por cierto que un teólogo de Salamanca probó en una disertación que los dos ahorcados, a cada cual más extraordinario, eran vampiros de una rara especie, cosa que los más incrédulos no vacilaban en afirmar. También corría el rumor de que los dos hombres eran inocentes y que habiendo sido injustamente condenados se vengaban de ello, con el permiso del cielo, en los viajeros y otros viandantes. Como de esa historia me hablaron a menudo en Córdoba, tuve la curiosidad de acercarme a la horca. El espectáculo era tanto más repulsivo cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban de manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles jirones de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las montañas.
Hay que convenir en que el valle de Los Hermanos parecía muy apropiado para favorecer las empresas de los bandidos y servirles de refugio. Rocas desprendidas de lo alto de los montes, árboles derribados por la tormenta, interceptaban el camino, y en muchos lugares era menester atravesar el lecho del torrente, o pasar delante de cavernas
profundas cuyo aspecto malhadado inspiraba desconfianza.
Cuando salí del valle, entré en otro y descubrí la venta que debía servirme de morada; pero desde que la divisé a lo lejos, no auguré nada bueno. Porque pude darme cuenta de que carecía de ventanas y postigos; las chimeneas no echaban humo, no se veía movimiento en los alrededores ni se oía a los perros advertir de mi llegada. Deduje que la cabaña era una de las abandonadas, de acuerdo con lo que me había dicho el ventero de Andújar.
Cuanto más me acercaba a la venta, más profundo me parecía el silencio. Llegué al fin y vi un tronco que servía para recoger limosnas, acompañado de una inscripción concebida en estos términos; «Señores viajeros, tened la caridad de rogar por el alma de González de Murcia, que fue posadero de Venta Quemada. Y sobre todo, seguid vuestro camino y no paséis aquí la noche bajo ningún pretexto.»
Inmediatamente me decidí a desafiar los peligros con que me amenazaba la inscripción. Y no porque estuviese convencido de que no hay fantasmas, sino porque, como se verá más adelante, toda mi educación se había centrado en el honor, y yo lo hacía consistir en no dar nunca muestra alguna de miedo.
Como el sol acababa de ponerse, quise aprovechar un resto de claridad y recorrer todos los recovecos de aquella morada, menos para calmarme frente a las potencias infernales que habían tomado posesión de la casa que para buscar algún alimento, porque lo poco que había comido en Los Alcornoques había logrado frenar, pero no satisfacer, la imperiosa necesidad de alimentarme que tenía. Crucé numerosos aposentos y salas, revestidos en su mayoría, hasta la altura de un hombre, de mosaicos, mientras los techos eran de ese hermoso artesonado con que los moros demostraban su magnificencia. Inspeccioné cocinas, graneros y bodegas; éstas, excavadas en la roca, comunicaban en algún caso con galerías subterráneas que parecían adentrarse profundamente en la montaña; pero no encontré comida en ninguna parte.
Como la luz ya había desaparecido, fui en busca de mi caballo, que había dejado atado en el patio, y lo llevé a una cuadra donde había visto un poco de heno, yendo luego a reponerme a un aposento donde había un jergón, el único que habían dejado en toda la venta. Me habría gustado tener una luz, pero el hambre que me atormentaba tenía algo bueno: que me impedía dormir.
Mientras tanto, a medida que oscurecía la noche, más sombrías se volvían mis reflexiones. Unas veces pensaba en la desaparición de mis dos criados, y otras en el medio de conseguir comida. Me figuraba que unos ladrones, saliendo improviso de algún matorral o alguna trampa subterránea, habían atacado sucesivamente a López y a Mosquito cuando se encontraban solos, y que yo me había librado porque mi uniforme militar no auguraba una victoria tan fácil. Mi hambre me preocupaba más que cualquier otra cosa: había visto cabras en el monte, pero debían estar guardadas por un cabrero, y sin duda el hombre tendría una pequeña provisión de pan para acompañar la leche. Además, tenía alguna esperanza en mi fusil. En cualquier caso, volver sobre mis pasos y exponerme a las burlas del ventero de Andújar era lo que estaba completamente decidido a no hacer. Al contrario, me hallaba firmemente decidido a proseguir mi camino.
Una vez acabadas estas reflexiones, no pude dejar de recordar la famosa historia de los monederos falsos y algunas más del mismo tipo que habían acunado mi infancia. También pensaba en la inscripción escrita en el tronco de las limosnas. No creía que el diablo le hubiera retorcido el cuello al ventero, pero no comprendía nada de su trágico final.
Así pasaban las horas en medio de un silencio profundo cuando el inesperado sonido de una campana me hizo temblar de sorpresa. Dio doce campanadas; como es de todos sabido, los fantasmas sólo tienen poder desde medianoche hasta el canto del gallo. Digo que me quedé sorprendido, y tenía razón para estarlo, porque la campana no había dado las demás horas; además, me parecía que su tañido tenía algo de lúgubre.
Al instante siguiente, la puerta del aposento se abrió y vi entrar una figura completamente negra, pero no aterradora, porque era una hermosa negra semidesnuda que sostenía una antorcha en cada mano.
La negra se acercó a mí, me hizo una profunda reverencia y me dijo en perfecto español: «Señor caballero, unas damas extranjeras que pasan la noche en esta venta os ruegan que tengáis a bien compartir su cena. Tened la bondad de seguirme.»
Seguí a la negra de pasillo en pasillo, llegando por fin a una sala bien iluminada, en cuyo centro había una mesa provista de tres cubiertos y llena de jarrones japoneses y jarras de cristal de roca. En el fondo de la sala había un lecho magnífico. Gran número de negras parecían impacientes por servir, pero se pusieron en fila con mucho respeto y vi entrar a dos damas cuya tez delirio y rosa contrastaba a la perfección con el ébano de sus criadas. Las dos damas llegaron cogidas de la mano; vestían con un gusto raro, o al menos así me lo pareció, aunque la verdad es que está de moda en varias ciudades de la costa de Berbería, como luego pude comprobar cuando viajé por ellas. Ése era su atuendo, que en realidad sólo consistía en una camisa y un justillo. La camisa era de tela hasta debajo de la cintura, pero más abajo era de una gasa de Mequinez, un tipo de tela que sería completamente transparente si anchas cintas de seda entreveradas en su tejido no la hicieran más propia para velar encantos, que ganan al ser adivinados. El justillo, ricamente bordado con perlas y adornado con broches de diamantes, apenas cubría el seno; carecía de mangas, y las de la camisa, también de gasa, estaban remangadas y se anudaban detrás del cuello. Sus brazos desnudos se adornaban con brazaletes, tanto en las muñecas como por encima del codo. Los pies de aquellas damas, que de haber sido diablesas habrían sido hendidos o terminado en garras, no tenían nada de eso: desnudos, estaban metidos en unos chapines bordados, mientras la parte inferior de la pierna se adornaba con una ajorca de gruesos brillantes.
Las dos desconocidas avanzaron hacia mí con aire natural y afable. Eran dos bellezas perfectas: la una, alta, esbelta y deslumbrante; la otra, enternecedora y tímida. La majestuosa tenía un talle admirable, lo mismo que sus rasgos. La menor era de talle redondo, labios algo prominentes y párpados entornados que apenas dejaban ver las pupilas, ocultas por unas pestañas de longitud extraordinaria.
La mayor me dirigió la palabra en castellano y me dijo:
—Señor caballero, os agradecemos la bondad que habéis mostrado aceptando esta pequeña colación; pienso que la necesitáis.
Y dijo estas últimas palabras en tono tan malicioso que a punto estuve de pensar que había mandado robarnos la mula cargada con nuestras provisiones, pero las sustituía tan bien que no había medio de odiarla por ello.
Nos sentamos a la mesa, y la misma dama, ofreciéndome un jarrón japonés, me dijo:
—Señor caballero, aquí encontraréis una olla podrida, hecha a base de todo tipo de carnes, salvo una, porque nosotras somos fieles, quiero decir musulmanas.
—Bella desconocida —le respondí—, bien me parece lo que decís. Sois fieles sin duda, ésa es la religión del amor. Pero dignaos satisfacer mi curiosidad antes que mi apetito y decidme quién sois.
—Seguid comiendo, señor caballero —replicó la bella mora—, que no será con vos con quien conservaremos el incógnito. Yo me llamo Emina y mi hermana es Zibedea; nosotras residimos en Túnez, pero nuestra familia es oriunda de Granada, y algunos de nuestros parientes se quedaron en España donde en secreto profesan la ley de sus padres. Hace ocho días que abandonamos Túnez; desembarcamos cerca de Málaga en una playa desierta. Luego cruzamos las montañas que hay entre Loja y Antequera, hasta llegar a este solitario lugar para cambiar de atuendo y adoptar las disposiciones necesarias para nuestra seguridad. Ya veis, señor caballero, que nuestro viaje es un importante secreto que hemos confiado a vuestra lealtad.
Garanticé a las bellas damas que no tenían ninguna indiscreción que temer de mi parte, y me puse a comer, cierto que con bastante glotonería, aunque sin faltar a determinados modales obligados para un joven cuando resulta ser el único representante de su sexo en una reunión de mujeres.
Cuando comprendieron que mi hambre primera estaba saciada, y que me disponía a tomar lo que en España se llaman los dulces, la bella Emina ordenó a las negras demostrarme cómo se bailaba en su país. Me pareció que no podía haber orden más agradable para ellas. Obedecieron con una vivacidad rayana en lo licencioso. Creo incluso que hubiera resultado difícil poner fin a su danza, pero pregunté a sus bellas amas si también ellas bailaban. Por toda respuesta se levantaron y pidieron unas castañuelas. Sus pasos tenían algo del bolero de Murcia y de la fofa que se baila en los Algarves; quienes hayan estado en esas provincias podrán hacerse una idea. Sin embargo, nunca comprenderán todo el encanto que a ello añadían las gracias naturales de las dos africanas, realzadas por los diáfanos paños con que iban vestidas.
Durante un rato las contemplé con cierta sangre fría, pero sus movimientos acelerados por una cadencia más viva, el ruido ensordecedor de la música mora y mi espíritu vital reanimado por una comida apresurada, en mí y fuera de mí todo se unía para turbar mi razón. Ya no sabía si me hallaba en compañía de unas mujeres o de insidiosos súcubos. No me atrevía a ver, no quería mirar. Me puse la mano sobre los ojos y me sentí desfallecer.
Las dos hermanas se acercaron y me cogieron de la mano. Emina preguntó si me encontraba mal. La tranquilicé. Zibedea me preguntó qué era el medallón que veía sobre mi pecho y si se trataba del retrato de alguna amante.
—Es una joya que mi madre me dio —le contesté—, y que prometí llevar siempre conmigo; contiene un fragmento de la verdadera cruz…
A estas palabras, vi a Zibedea retroceder y ponerse pálida.
—Os turbáis —le dije—, y sin embargo la cruz sólo puede asustar al espíritu de las tinieblas.
Emina contestó por su hermana:
—Señor caballero —me dijo—, sabéis que somos musulmanas y no debíais sorprenderos ante el pesar que mi hermana os ha mostrado. Yo lo comparto: nos molesta mucho ver en vos, que sois nuestro pariente más cercano, un cristiano. Os sorprenden mis palabras, pero, ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la misma familia, que no es sino una rama de los Abencerrajes; sentémonos en ese sofá y os haré saber más cosas.
Las negras se retiraron. Emina me colocó en la esquina del sofá y se sentó a mi lado, con las piernas cruzadas debajo de su cuerpo. Zibedea s sentó al otro lado, se apoyó en mi cojín, y estábamos tan cerca que sus alientos se confundían con el mío.
Emina pareció meditar un instante y luego, mirándome con aire del más vivo interés, me cogió la mano y me dijo:
—Querido Alfonso, es inútil ocultarlo, no ha sido el azar quien aquí nos ha traído. Os esperábamos: si el miedo os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido por siempre nuestra estima.
—Me halagáis, Emina —le respondí—, y no veo qué interés puede ofreceros mi valor.
—Nos inspiráis mucho interés —prosiguió la bella mora—, pero tal vez os sintáis menos halagado cuando sepáis que casi sois el primer hombre que hemos visto. Os asombran mis palabras, y parecéis ponerlas en duda. Os había prometido la historia de nuestros antepasados, más tal vez sea mejor que empiece por la nuestra.
 
La novela tiene escenas subidas de tono con las moras. Allí empieza lo bueno. Hace un juramento sagrado con el cáliz o la copa en los labios. Rezan oraciones en árabe y el cáliz está tallado en esmeraldas. Bebe el licor envenenado. Despierta en el patíbulo y parece que ha hecho el amor con los presos en vez de con las moras. Un buitre quiere comerse su cuerpo y escapa escalando la horca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario