GIOCONDA BELLI
Esta mujer empezó con la poesía hasta descubrirse
novelista. saltó a la fama con la mujer habitada. Ha estado muy de moda. La
escribió en el 88. Ahora tendrá 68 años, así que debió nacer en el 50 en
Nicaragua. Sobre la grama es su primer poemario que lo publica con 20 años. En
España ha presentado libros y es muy premiada, por ejemplo; es caballero con o
d la orden de las letras y las armas que es un premio en Francia al honor que
también recibió Carol Yoyce Oates. Pertenecía a la clase acomodada del país. Su
poesía es de gran sentimiento, como un descubrimiento de su propia desnudez y
la escribe cuando se casa con un hombre pesimista y descubre que ella es
optimista. El sueño romántico Disney que les venden sobre todo a las mujeres se
diluyó en el vapor del baño. Escribía también poesía social tras ingresar en el
frente sandinista y reunirse con los poetas del momento. Creía en la
revolución. Su marido era director del instituto de prensa del país. A todos
gusta este primer poemario lleno de sensualidad. El marido le dijo que no
escribiera sin comunicárselo a él y se separan. Ella conoce a escritores como
Coronel Urtecho, Quadra, Sergio Martínez, que la apoyan desde sus inicios. Las
críticas son favorables desde su primer libro. Calló a sus familiares y a su
primer marido que no creían en su futuro literario. O caigo en la mediocridad
reinante o soy valiente y hago mi literatura, debió pensar. Decían también las
malas críticas que su poesía era vaginal y es que siempre ha estado al lado del
feminismo. Para bien o mal todos hablan de ella. Empezó a leer a las teóricas
feministas como Betty Friedan, Susan Sontag o Doris Lessing.
Cuando deja al marido empieza una sicoterapia de la que acaba desengaña del
mundo de la psiquiatría y psicología. Esa sensualidad de sus poemas estaba
prohibida en su país. Eran los años 70 y ella quería cambiar el mundo. En el 88
publica la mujer habitada y la siguen Sofía de los presagios, wioslana o el
infinito en la palma de mis manos. Y el país de las mujeres en 2010. En ellos
habla de feminismo, del valor de la mujer, de haberse casado con el hombre equivocado,
con un pesimista. El país bajo mi piel es un libro de memorias donde habla de
los sandinistas. En el país de las mujeres plantea una utopía o quizá distopia
donde gobiernan las mujeres democráticamente, por elecciones, y llevan a cabo
un programa electoral feminista. Vivió antes de la revolución en Costa Rica y
EEUU, participó en la revolución del mayo del 68 y dio clases en California. Volvió
a Nicaragua donde vive ahora. se casó por tercera vez y es feliz y tiene varios
hijos.
FRAGMENTOS DE LA MUJER HABITADA
Extraño es todo lo que ha
acontecido desde aquel día en el agua, la última vez que vi a Yarince. Los
ancianos decían en la ceremonia que viajaría hacia el Tlalocan, los jardines tibios
de oriente —país del verdor y de las flores acariciadas por la lluvia tenue—
pero me encontré sola por siglos en una morada de tierra y raíces, observadora
asombrada de mi cuerpo deshaciéndose en humus y vegetación. Tanto tiempo
sosteniendo recuerdos, viviendo de la memoria de maracas, estruendos de
caballos, los motines, las lanzas, la angustia de la pérdida. Yarince y las
nervaduras fuertes de su espalda. Hacía días que oía los pequeños pasos de la
lluvia, las grandes corrientes subterráneas acercándose a mi morada centenaria,
abriendo túneles, atrayéndome a través de la porosidad húmeda del suelo. Sentía
que estaba cercano el mundo, lo veía acercarse en el diferente color de la
tierra.
Vi las raíces, las manos
extendidas, llamándome. Y la fuerza del mandato me atrajo irremisiblemente.
Penetré en el árbol, en su sistema sanguíneo, lo recorrí como una larga caricia
de savia y vida, un abrir de pétalos, un estremecimiento de hojas. Sentí su
tacto rugoso, la delicada arquitectura de sus ramas y me extendí en los
pasadizos vegetales de esta nueva piel, desperezándome después de tanto tiempo,
soltando mi cabellera, asomándome al cielo azul de nubes blancas para oír los
pájaros que cantan como antes.
Canté también con mis nuevas
bocas (hubiera querido danzar) y hubo azahares sobre mi tronco y en todas mis
ramas, olor de naranjas. Me pregunto si habré llegado, por fin, a las tierras
tropicales, al jardín de abundancia y descanso, a la alegría tranquila e
interminable reservada a los que mueren bajo el signo de Quiote-Tlátoc, señor
de las aguas... Porque no es tiempo de floraciones; es tiempo de frutos. Pero
el árbol ha tomado mi propio calendario, mi propia vida; el ciclo de otros
atardeceres. Ha vuelto a nacer, habitado con sangre de mujer.
Nadie sufrió este nacimiento,
como sucedió cuando asomé la cabeza entre las piernas de mi madre. Esta vez no
hubo incertidumbre, ni desgarraduras en la alegría. La partera no enterró mi
xicmetayotl, mi ombligo, en la esquina oscura de la casa; ni me tomó en sus
brazos para decirme: "Estarás dentro de la casa como el corazón dentro del
cuerpo... serás la ceniza que cubre el fuego del hogar". Nadie llora al
ponerme nombre, como hubo de hacerlo mi madre, porque desde la aparición lejana
de los rubios, de los hombres con pelos en la cara, todos los augurios eran
tristes y hasta temían llamar al adivino para que me pusiera nombre, me diera
mi tonalli. Temían conocer mi suerte. ¡Pobres padres! La partera me lavó, me
purificó implorando a Chalchiuhtlicue, madre y hermana de los dioses y en esa
misma ceremonia, me llamaron Itzá, gota de rocío. Me dieron mi nombre de
adulta, sin esperar que llegara mi tiempo de escogerlo, porque temían el
futuro.
En cambio, ahora todo parece
tranquilo a mi alrededor: hay arbustos recién cortados, flores en grandes
maceteras y un viento fresco que me mueve, me mece de un lado al otro como si
así me saludara, me diera la bienvenida a la luz después de tanta oscuridad.
Extraño es este entorno. Me
rodean muros. Construcciones de anchas paredes como las que nos hacían levantar
los españoles.
Vi una mujer, la que cuida el
jardín. Es joven, alta, de cabellos oscuros, hermosa. Tiene rasgos parecidos a
las mujeres de los invasores, pero también el andar de las mujeres de la tribu,
un moverse con determinación, como nos movíamos y andábamos antes de los malos
tiempos. Me pregunto si trabajará para los españoles. No creo que trabaje la
tierra, ni sepa hilar. Tiene manos finas y unos ojos grandes, brillantes.
Brillan con el asombro de quien aún descubre.
Todo quedó en silencio cuando se
marchó; no escuché sonidos de templo, movimiento de sacerdotes. Sólo la mujer
habita esta morada y su jardín. No tiene familia, ni señor y no es diosa porque
teme: cerró puertas y candados antes de marcharse.
El día que floreció el naranjo,
Lavinia se levantó temprano para ir a trabajar por primera vez en su vida.
Soñolienta apagó el despertador.
Odió su mugido de sirena de barco alborotando la paz de la mañana. Se frotó los
ojos y se desperezó.
El olor entraba por todas partes.
La esencia de los azahares la sitiaba desde el jardín con insistencia. Se asomó
a la ventana, arrodillándose sobre la cama y desde allí miró el naranjo
florecido.
Se rencarna en el naranjo del jardín.
Imaginamos las ramas. Es el comprimiso d la mujer metida en política.
MIRANDO SU JARDÍN DE HELECHOS y
jalacates, Sara hablaba, sin detenerse, de su tiempo ocupado en verduras que
comprar, cuartos que arreglar, muebles que tapizar... "Soy una buena
esposa —dijo—. Y me gusta serlo. Es una felicidad como cualquier otra: arreglar
la casa, recibir al marido." Lo curioso, decía, era sentirse encerrada en
una especie de modorra, en el espacio de un tiempo propio en el que Adrián
apenas intervenía. Cuando él llegaba por las noches, con sus noticias del
trabajo y los acontecimientos mundiales, a ella le costaba cambiar el rol;
tener una conversación "interesante". Le costaba más aún, siguió
diciendo, irse a la cama y jugar los juegos seductores que a él le gustaban;
romper todas los noches la crisálida, el refugio manso de los quehaceres
domésticos y volar como mariposa: ser una mujer sensual. "Casi siento que
debo fingir. Tengo que esforzarme por romper la modorra, acelerar el ritmo,
escuchar lo que dice con cara de interés." Era más fácil, decía, cuando él
se marchaba y ella quedaba guardada en su mundo callado, en el jardín, los
quehaceres domésticos.
A veces pensaba que "su mundo"
le permitía encontrar sosiego y sentido en las tareas diarias, tan
aparentemente irrelevantes y sencillas; o era que quizás realmente gustaba de
la exquisita vida en cámara lenta de su reino: el imperio de la domesticidad.
Lo que más le llamaba la atención,
agregaba, era que la sensación parecía ser común a las mujeres en su misma
situación: pasaban el día dedicadas aparentemente a la felicidad del marido,
pero aquellos hombres apareciendo de noche y saliendo por la mañana, eran
extraños en el entorno.
Las "amas de casa", se
preguntaba Sara mirando a Lavinia, ¿no estarían desde hacía siglos acomodadas
en un universo personal, fingiéndose rostros a los intrusos de la noche, para
retornar a sus dominios durante el día?
—No sé si me explico —decía Sara—
para la gente como vos, la vida doméstica es un desierto. Así también la ven
los hombres. El asunto es que uno se inventa el oasis. Uno se divierte con lo
que hace. A mí me gusta hablar con el carnicero, me divierte discutir precios
en el mercado, arreglar el jardín, ver crecer las begonias. Disfruto la
cotidianidad. Lo que uno empieza a sentir extraño es el compartir la cama, el
baño, la ducha, con un ser que viene de noche y se va en la mañana; que lleva
una vida tan distinta...
—Bueno —dijo Lavinia— de eso se
trata precisamente. A las mujeres se les asigna la cotidianidad, mientras los
hombres se reservan para ellos el ámbito de los grandes acontecimientos...
—Lo que estoy tratando de
decirte, Lavinia, es que, aunque no lo parezca, las esposas también, a su
manera, relegan al marido. Los maridos se convierten en intrusos del mundo
doméstico...
—No te engañes, Sara —dijo
Lavinia—, si el marido no estuviese de por medio, las amas de casa no
existirían, ese mundo del que hablas, sería diferente...
—No estoy hablando de que dejen
de existir los maridos. Compréndeme. El hecho es que existen. Lo que estoy
diciendo es que, así como el hombre tiene una vida satisfactoria en su trabajo,
las "amas de casa" tenemos nuestras propias maneras de funcionar...
—No lo dudo —dijo Lavinia—, sin
salario, ni reconocimiento social...
—A mí todos en el barrio me
quieren —dijo Sara—, me conocen y me respetan. Tengo reconocimiento social
entre mis amistades...
—Como cualquier ama de casa —dijo
Lavinia.
—No me molesta —dijo Sara—. Ser
ama de casa es una condición respetable. No trato de decirte que no me gusta lo
que hago, sino esto de descubrir...
—Lo único que has descubierto es
la división del trabajo —interrumpió Lavinia, exasperada.
—No, Lavinia. Te sorprendería oír
a las "amas de casa" hablar entre sí sobre los mandos. Se les atiende
como seres extraños, como si nada tuvieran que ver con nosotras; con las
discusiones sobre las manchas en los manteles, el tiempo de cocción de la
carne, el cuido de los jardines... Lo curioso es que los hombres creen que es
un mundo que existe para ellos y, honestamente, creo que no hay otro lugar
donde sean menos importantes, aunque todo parezca girar a su alrededor. El de
las amas de casa es un espacio que, contrario a lo que todos suponen, sólo vuelve
a la normalidad cuando los hombres se van por la mañana al trabajo. Ellos son
las interrupciones.
—Y la razón de ser de ese espacio
—dijo Lavinia—. Cualquier feminista que te escuchara, se enfurecería...
—¿Vos no lo ves como una manera
de las mujeres de abarcar algún territorio...?
—No —dijo Lavinia, categórica—. A
mí me parece que la "Modorra" de la que vos hablas y eso de ver al
hombre como un "intruso", son nada más formas de una rebelión
inconsciente.
—¿Pero no crees que las mujeres
tenemos primacía sobre un territorio de la mayor importancia, con un poder real
inimaginable... Lo que se ha llamado "el poder detrás del trono"?
—Eso es un invento de los
hombres...esos que vienen por la noche.
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