jueves, 16 de noviembre de 2017

GIOCONDA BELLI

GIOCONDA BELLI
Esta mujer empezó con la poesía hasta descubrirse novelista. saltó a la fama con la mujer habitada. Ha estado muy de moda. La escribió en el 88. Ahora tendrá 68 años, así que debió nacer en el 50 en Nicaragua. Sobre la grama es su primer poemario que lo publica con 20 años. En España ha presentado libros y es muy premiada, por ejemplo; es caballero con o d la orden de las letras y las armas que es un premio en Francia al honor que también recibió Carol Yoyce Oates. Pertenecía a la clase acomodada del país. Su poesía es de gran sentimiento, como un descubrimiento de su propia desnudez y la escribe cuando se casa con un hombre pesimista y descubre que ella es optimista. El sueño romántico Disney que les venden sobre todo a las mujeres se diluyó en el vapor del baño. Escribía también poesía social tras ingresar en el frente sandinista y reunirse con los poetas del momento. Creía en la revolución. Su marido era director del instituto de prensa del país. A todos gusta este primer poemario lleno de sensualidad. El marido le dijo que no escribiera sin comunicárselo a él y se separan. Ella conoce a escritores como Coronel Urtecho, Quadra, Sergio Martínez, que la apoyan desde sus inicios. Las críticas son favorables desde su primer libro. Calló a sus familiares y a su primer marido que no creían en su futuro literario. O caigo en la mediocridad reinante o soy valiente y hago mi literatura, debió pensar. Decían también las malas críticas que su poesía era vaginal y es que siempre ha estado al lado del feminismo. Para bien o mal todos hablan de ella. Empezó a leer a las teóricas feministas como Betty Friedan, Susan Sontag o Doris Lessing. Cuando deja al marido empieza una sicoterapia de la que acaba desengaña del mundo de la psiquiatría y psicología. Esa sensualidad de sus poemas estaba prohibida en su país. Eran los años 70 y ella quería cambiar el mundo. En el 88 publica la mujer habitada y la siguen Sofía de los presagios, wioslana o el infinito en la palma de mis manos. Y el país de las mujeres en 2010. En ellos habla de feminismo, del valor de la mujer, de haberse casado con el hombre equivocado, con un pesimista. El país bajo mi piel es un libro de memorias donde habla de los sandinistas. En el país de las mujeres plantea una utopía o quizá distopia donde gobiernan las mujeres democráticamente, por elecciones, y llevan a cabo un programa electoral feminista. Vivió antes de la revolución en Costa Rica y EEUU, participó en la revolución del mayo del 68 y dio clases en California. Volvió a Nicaragua donde vive ahora. se casó por tercera vez y es feliz y tiene varios hijos. 
  
Ella en la mujer habitada también planea dos épocas distintas, pero son historias separadas por 6 siglos. La mujer maya en la época de la conquista colombina y española y la historia de Lavinia, una arquitecta nicaragüense antes de la revolución sandinista. Ella es de familia acomodada, pero toma conciencia social y se relaciona con la lucha por la revolución y la defensa de la mujer maya.
FRAGMENTOS DE LA MUJER HABITADA
Extraño es todo lo que ha acontecido desde aquel día en el agua, la última vez que vi a Yarince. Los ancianos decían en la ceremonia que viajaría hacia el Tlalocan, los jardines tibios de oriente —país del verdor y de las flores acariciadas por la lluvia tenue— pero me encontré sola por siglos en una morada de tierra y raíces, observadora asombrada de mi cuerpo deshaciéndose en humus y vegetación. Tanto tiempo sosteniendo recuerdos, viviendo de la memoria de maracas, estruendos de caballos, los motines, las lanzas, la angustia de la pérdida. Yarince y las nervaduras fuertes de su espalda. Hacía días que oía los pequeños pasos de la lluvia, las grandes corrientes subterráneas acercándose a mi morada centenaria, abriendo túneles, atrayéndome a través de la porosidad húmeda del suelo. Sentía que estaba cercano el mundo, lo veía acercarse en el diferente color de la tierra.
Vi las raíces, las manos extendidas, llamándome. Y la fuerza del mandato me atrajo irremisiblemente. Penetré en el árbol, en su sistema sanguíneo, lo recorrí como una larga caricia de savia y vida, un abrir de pétalos, un estremecimiento de hojas. Sentí su tacto rugoso, la delicada arquitectura de sus ramas y me extendí en los pasadizos vegetales de esta nueva piel, desperezándome después de tanto tiempo, soltando mi cabellera, asomándome al cielo azul de nubes blancas para oír los pájaros que cantan como antes.
Canté también con mis nuevas bocas (hubiera querido danzar) y hubo azahares sobre mi tronco y en todas mis ramas, olor de naranjas. Me pregunto si habré llegado, por fin, a las tierras tropicales, al jardín de abundancia y descanso, a la alegría tranquila e interminable reservada a los que mueren bajo el signo de Quiote-Tlátoc, señor de las aguas... Porque no es tiempo de floraciones; es tiempo de frutos. Pero el árbol ha tomado mi propio calendario, mi propia vida; el ciclo de otros atardeceres. Ha vuelto a nacer, habitado con sangre de mujer.
Nadie sufrió este nacimiento, como sucedió cuando asomé la cabeza entre las piernas de mi madre. Esta vez no hubo incertidumbre, ni desgarraduras en la alegría. La partera no enterró mi xicmetayotl, mi ombligo, en la esquina oscura de la casa; ni me tomó en sus brazos para decirme: "Estarás dentro de la casa como el corazón dentro del cuerpo... serás la ceniza que cubre el fuego del hogar". Nadie llora al ponerme nombre, como hubo de hacerlo mi madre, porque desde la aparición lejana de los rubios, de los hombres con pelos en la cara, todos los augurios eran tristes y hasta temían llamar al adivino para que me pusiera nombre, me diera mi tonalli. Temían conocer mi suerte. ¡Pobres padres! La partera me lavó, me purificó implorando a Chalchiuhtlicue, madre y hermana de los dioses y en esa misma ceremonia, me llamaron Itzá, gota de rocío. Me dieron mi nombre de adulta, sin esperar que llegara mi tiempo de escogerlo, porque temían el futuro.
En cambio, ahora todo parece tranquilo a mi alrededor: hay arbustos recién cortados, flores en grandes maceteras y un viento fresco que me mueve, me mece de un lado al otro como si así me saludara, me diera la bienvenida a la luz después de tanta oscuridad.
Extraño es este entorno. Me rodean muros. Construcciones de anchas paredes como las que nos hacían levantar los españoles.
Vi una mujer, la que cuida el jardín. Es joven, alta, de cabellos oscuros, hermosa. Tiene rasgos parecidos a las mujeres de los invasores, pero también el andar de las mujeres de la tribu, un moverse con determinación, como nos movíamos y andábamos antes de los malos tiempos. Me pregunto si trabajará para los españoles. No creo que trabaje la tierra, ni sepa hilar. Tiene manos finas y unos ojos grandes, brillantes. Brillan con el asombro de quien aún descubre.
Todo quedó en silencio cuando se marchó; no escuché sonidos de templo, movimiento de sacerdotes. Sólo la mujer habita esta morada y su jardín. No tiene familia, ni señor y no es diosa porque teme: cerró puertas y candados antes de marcharse.
El día que floreció el naranjo, Lavinia se levantó temprano para ir a trabajar por primera vez en su vida.
Soñolienta apagó el despertador. Odió su mugido de sirena de barco alborotando la paz de la mañana. Se frotó los ojos y se desperezó.
El olor entraba por todas partes. La esencia de los azahares la sitiaba desde el jardín con insistencia. Se asomó a la ventana, arrodillándose sobre la cama y desde allí miró el naranjo florecido.

Se rencarna en el naranjo del jardín. Imaginamos las ramas. Es el comprimiso d la mujer metida en política.
MIRANDO SU JARDÍN DE HELECHOS y jalacates, Sara hablaba, sin detenerse, de su tiempo ocupado en verduras que comprar, cuartos que arreglar, muebles que tapizar... "Soy una buena esposa —dijo—. Y me gusta serlo. Es una felicidad como cualquier otra: arreglar la casa, recibir al marido." Lo curioso, decía, era sentirse encerrada en una especie de modorra, en el espacio de un tiempo propio en el que Adrián apenas intervenía. Cuando él llegaba por las noches, con sus noticias del trabajo y los acontecimientos mundiales, a ella le costaba cambiar el rol; tener una conversación "interesante". Le costaba más aún, siguió diciendo, irse a la cama y jugar los juegos seductores que a él le gustaban; romper todas los noches la crisálida, el refugio manso de los quehaceres domésticos y volar como mariposa: ser una mujer sensual. "Casi siento que debo fingir. Tengo que esforzarme por romper la modorra, acelerar el ritmo, escuchar lo que dice con cara de interés." Era más fácil, decía, cuando él se marchaba y ella quedaba guardada en su mundo callado, en el jardín, los quehaceres domésticos.
A veces pensaba que "su mundo" le permitía encontrar sosiego y sentido en las tareas diarias, tan aparentemente irrelevantes y sencillas; o era que quizás realmente gustaba de la exquisita vida en cámara lenta de su reino: el imperio de la domesticidad.
Lo que más le llamaba la atención, agregaba, era que la sensación parecía ser común a las mujeres en su misma situación: pasaban el día dedicadas aparentemente a la felicidad del marido, pero aquellos hombres apareciendo de noche y saliendo por la mañana, eran extraños en el entorno.
Las "amas de casa", se preguntaba Sara mirando a Lavinia, ¿no estarían desde hacía siglos acomodadas en un universo personal, fingiéndose rostros a los intrusos de la noche, para retornar a sus dominios durante el día?
—No sé si me explico —decía Sara— para la gente como vos, la vida doméstica es un desierto. Así también la ven los hombres. El asunto es que uno se inventa el oasis. Uno se divierte con lo que hace. A mí me gusta hablar con el carnicero, me divierte discutir precios en el mercado, arreglar el jardín, ver crecer las begonias. Disfruto la cotidianidad. Lo que uno empieza a sentir extraño es el compartir la cama, el baño, la ducha, con un ser que viene de noche y se va en la mañana; que lleva una vida tan distinta...
—Bueno —dijo Lavinia— de eso se trata precisamente. A las mujeres se les asigna la cotidianidad, mientras los hombres se reservan para ellos el ámbito de los grandes acontecimientos...
—Lo que estoy tratando de decirte, Lavinia, es que, aunque no lo parezca, las esposas también, a su manera, relegan al marido. Los maridos se convierten en intrusos del mundo doméstico...
—No te engañes, Sara —dijo Lavinia—, si el marido no estuviese de por medio, las amas de casa no existirían, ese mundo del que hablas, sería diferente...
—No estoy hablando de que dejen de existir los maridos. Compréndeme. El hecho es que existen. Lo que estoy diciendo es que, así como el hombre tiene una vida satisfactoria en su trabajo, las "amas de casa" tenemos nuestras propias maneras de funcionar...
—No lo dudo —dijo Lavinia—, sin salario, ni reconocimiento social...
—A mí todos en el barrio me quieren —dijo Sara—, me conocen y me respetan. Tengo reconocimiento social entre mis amistades...
—Como cualquier ama de casa —dijo Lavinia.
—No me molesta —dijo Sara—. Ser ama de casa es una condición respetable. No trato de decirte que no me gusta lo que hago, sino esto de descubrir...
—Lo único que has descubierto es la división del trabajo —interrumpió Lavinia, exasperada.
—No, Lavinia. Te sorprendería oír a las "amas de casa" hablar entre sí sobre los mandos. Se les atiende como seres extraños, como si nada tuvieran que ver con nosotras; con las discusiones sobre las manchas en los manteles, el tiempo de cocción de la carne, el cuido de los jardines... Lo curioso es que los hombres creen que es un mundo que existe para ellos y, honestamente, creo que no hay otro lugar donde sean menos importantes, aunque todo parezca girar a su alrededor. El de las amas de casa es un espacio que, contrario a lo que todos suponen, sólo vuelve a la normalidad cuando los hombres se van por la mañana al trabajo. Ellos son las interrupciones.
—Y la razón de ser de ese espacio —dijo Lavinia—. Cualquier feminista que te escuchara, se enfurecería...
—¿Vos no lo ves como una manera de las mujeres de abarcar algún territorio...?
—No —dijo Lavinia, categórica—. A mí me parece que la "Modorra" de la que vos hablas y eso de ver al hombre como un "intruso", son nada más formas de una rebelión inconsciente.
—¿Pero no crees que las mujeres tenemos primacía sobre un territorio de la mayor importancia, con un poder real inimaginable... Lo que se ha llamado "el poder detrás del trono"?
—Eso es un invento de los hombres...esos que vienen por la noche. 
 

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