—Subido al tractor, la vi contoneándose, cesta a la cabeza. No apartó la mejilla, sucia de campo. Unos agarrados
en la nocturna verbena eran ya garantía amorosa. — Su cabeza ida narra
con detalle a la única que permaneció: —Se sentaban juntas, a sus cosas,
risas vergonzosas. Los abanicos aliviaban sol y sopor; moviéndose con
lenguaje propio, ¡mariposillas revoloteando! A la fresca (hasta
de noche abrasaba el viento solano). Tocaba la orquesta, las
apretujábamos entre pasodobles. — El abuelo tose, morirá del pulmón.
Entorna los ojos, cuando se pone así… ¡imposible seguir! La ventana del
asilo llora como nunca. Nostalgia, también frio.
El pueblo es ya niebla. Me llevaban los veranos, pero ¡tan niño…!
Sigue allí, en Zamora, eso indica un cartel en la autopista, ¡cómo si
no existiera! Quedan tres cabras locas, no saben regresar, las
despeñará el barranco cualquier día. Luz de chozas (adobe, paja y piedra
robada del monasterio en ruinas) apagadas por fantasmas todo el día. El
viento aún sopla, no le oyen ni los fardos de paja olvidados.
—Cuéntame
más— Él, ¡cómo si oyera llover!, a su ventana. Me traumatizan las
batallitas del abuelo cebolleta: ¡auténticos thrillers!
— ¡Déjalo en paz! Sabes que olvidó todo. —Mamá, de repente, con el
café prometido. El viejo lo huele, lo lleva a la boca, lo sorbe de un
trago, escupe al suelo. No el café, una flema melancólica asquerosa.
Paladea un agua del grifo, saca el monedero para pagarlo. ¿Pretenderá
aún darme la paga? Mamá mira el reloj una, otra vez: agujas detenidas,
minutos resbalándose con lentitud de lluvia, lágrima, agua masticada.
— ¡Seco, y me traéis mierda de café! Ese pueblo está más seco que la
mojama y los pechos de tu abuela, que en paz descanse. —Mamá
escandalizada de que un vegetal, al que ir a regar de café
ocasionalmente, hable.
Al pueblo lo atravesaba un río (seco), una carretera, una guerra civil.
Al este: la iglesia, el ultramarino, la bodega.
Por poniente: el ayuntamiento, un teleclub multiusos: tres libros, cartas, mus, teatrillos que montaba la roja de ciudad.
Altanero el templo cisterciense odiándoles, ¡le robaron sus cantos!
(Y él sus vidas)
Alrededor: eras, pajares, graneros, cosechadoras del
año Maricastaña, naves, cochineras, huertas, prado donde pastaba el rebaño de Miguelita (La muda), descarriada según el cura: leía a sus cabras M. Hernández.
El abuelo añora su memoria, trujas,
vinos, bailes, su pensión… El monedero tembloroso cae. Y a sus hijos…
Le abandonaron. Allí nadie quiso quedarse. Murió abuela, le llevamos a
casa… ¡otra vez solo! Es peor la soledad que el alzhéimer. Un pueblo
vacío olvida silencios cobardes de guerra, las sombras callan…mi abuelo
se niega a seguir. El frio irrumpe por la ventana plañidera,
arremolinando otoños. —Te hemos hecho perder tiempo, perdona. —Nos
vamos.
¿Tiempo? Lo único que le queda ahora: horas lentas, largas, solas, escasas.
El abanico de la abuela no lo perdió. La estampa de un beso en la cabeza es imborrable.
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