Fue tan
sencillo como coger las maletas e irse. Lo llevaba masticando mucho tiempo,
pero ese día de pronto, impulsivamente, abrió la maleta y empezó a meter ropa y
algún libro. Claro, no podía llevarse la biblioteca entera encima. Y tenía una
biblioteca enorme pues su madre le había contagiado el amor por la lectura. Sus
padres estaban separados. Y este fin de semana le tocaba con su madre. Estaba
harto del trauma de hijo de separados. A veces se sentía el culpable de que sus
padres se hubieran separado. Otra paranoia más, le decía la siquiatra, producto
de su esquizofrenia. Bajó las escaleras. Era de noche, pero aún estaba la
vecina Herminia merodeando por allí. Seguramente habría oído abrirse la puerta
y sentía curiosidad por ver quién se marchaba a esas horas. Era una gran
cotilla. Hugo recordaba que de niño esa vecina le regalaba caramelos. Al salir
a la calle lo primero que sintió fue un gran frio. Era un frio que helaba el
corazón. Odiaba su pueblo. Atravesó aquellas calles que veía todos los días y
solo sintió deseos de abandonarlas. Estaba harto del pueblo y sus gentes. Había
gente de lo más variopinta y en ellos se basaba para escribir sus cuentos. Sus cuentos, que trascurrían en zonas rurales
o ciudades alienadas, siempre eran la misma historia, porque la historia de su
ciudad y sus habitantes era su propia historia. Infinidad de veces se había
escapado de casa. Y su padre había salido tras él a buscarlo. Le gustaba
escaparse, huir de las cosas, evadirse. No afrontaba la realidad, quizá. En los
campamentos siempre se escabullía cuando había que hacer tareas en común, como
colocar las tiendas de campaña o escarbar un agujero en el suelo que llamaban
el cagaleku. Él siempre se escaqueaba de trabajar y la monitora, aquella mujer
joven y sonriente llamada Helena, iba donde él como si fuera Blancanieves y él
el enanito gruñón que se negaba a trabajar para el sistema o para el grupo
scout. Recuerda un cumpleaños de su prima. De pronto se echó a correr y su tío,
que era ertzaina y acostumbrado a correr tras los criminales, le alcanzó en
seguida. Se perdía también mucho en los centros comerciales. Se quedaba viendo
los tebeos de Mortadelo y los comics de Asterix y Tintín y luego se perdía
porque el supermercado era algo monstruoso que le devoraba como un laberinto de
minotauro. Y luego sus padres le llamaban por megafonía. Se escabullía entre la
gente. La gente le agobiaba cuando había mucha pero también le ofrecía la
oportunidad de ser invisible, de pasar desapercibido porque la ciudad a veces
era como ese cuadro de Magritte en el que llueven hombres con paraguas y bombín
y son todos iguales, una especie de leviatán con las cabezas alienadas de todos
los hombres grises que pueblan Norta.
Estaba en la
calle y estaba solo. No había ni un alma. Llovía un poco, bah, pero el sirimiri
habitual de Norta. Hugo llevaba años planeando escaparse de casa, pero también
es cierto que había fantaseado con la idea de suicidarse. Ambas cosas eran una
huida, una evasión. Solo que una era definitiva, sin marcha atrás. Y Hugo
estaba muy asustado con la muerte. Tenía miedo a todas las enfermedades habidas
y por haber. Además, hacía tiempo que había abandonado la fe. Ningún dios le
saldría a recibir en el cielo. Y quizá se encontraría a san pedro diciéndole
que había elegido la religión incorrecta, pues dios era budista. No le daba
miedo el infierno, pues bastante infierno de los otros es ya de por si la vida.
Llevaba años sintiéndose tan mal consigo mismo… tenía la autoestima unos puntos
por debajo de los de Kafka. Desde niño sufría grandes depresiones. Podía
tirarse días enteros en la cama. La depresión no es algo neurasténico y
estético como veían los románticos. La depresión es una enfermedad muy seria.
Se te quitan las ganas de todo. Solo tienes ganas de estar en la cama. y luego
se sentía culpable de llevar tantas horas dormido o haciendo que dormía. Necesitaba
dormir al menos 10 horas porque tenía mucha actividad cerebral y esa maldita
imaginación todo el día pululando por su cabeza. Además, dormía siempre en
tensión. No dormía bien. Se duerme más y mejor de noche que de día, de día uno
duerme peor pero Hugo tenía la noche idealizada, era el momento de escribir,
también el de emborracharse o salir de fiesta, el de inspirarse, el de quedarse
mirando a la luna aullándola como un lobo o hablándola como un lunático. Dormía
siempre con los puños apretados, nervioso, estresado por el resto del día. Eso
si, tenía la habilidad desde niño de controlar sus sueños. Era lo que se llama
un soñador lúcido, capaz de decidir el rumbo que había de tomar él en los
sueños, como protagonista de los mismos.
Muchas veces
soñaba auténticas películas, un sueño en que una pareja hacia el amor en un
cementerio y que parecía todo un thriller o una película de Alex de la Iglesia.
Siempre soñaba con lo mismo, con los psiquiátricos que había estado (esa parte
de su vida y juventud que le robaron), con los bares de ambiente gay (era
bisexual), con su tío (tomaba cafés con él todos los viernes y sábado) y muchas
veces con la universidad y las residencias de estudiantes donde había vivido.
Había terminado ya la carrera. Había ido a aquella absurda fiesta de fin de grado, se había emborrachado, se había sacado la foto de la orla, le habían
dado el diploma, había hecho el trabajo fin de carrera… a veces soñaba también
que escribía una gran novela. En su sueño solo aparecían sus manos tecleando
sin parar en el ordenador. Ni en sueños descansaba. Borges decía que escribía
las 24 horas del día. A veces despertaba del sueño e intentaba apuntar en un
papel o en el móvil lo que había soñado. Pero ni se acordaba ni a veces tenían sentido los sueños. Felini hizo un libro de dibujos surrealistas dibujando todo
lo que había aparecido en sus sueños. Era la diferencia entre el sueño de los
grandes genios como Felini y de los hombres mediocres y vulgares como Hugo. Ya no se trata tanto de interpretar los sueños
como hacía Freud. Eso solo tenía sentido en una sociedad puritana y reprimida
como la victoriana donde el sexo estaba velado y reprimido y los sueños eran
simbólicos y había que interpretarlos. Pero hoy en día nadie sueña con una gran
bola que simboliza un clítoris. Si uno tiene un sueño erótico este
aparece tan evidente como en una película pornográfica, tan obvio que no hay
nada que interpretar. Ya no se trata de interpretar los sueños sino de ser
capaces de soñar lo que queremos, usar el consciente dentro del inconsciente. Hugo
no sabía que le había llevado a pensar en los sueños. Quizá porque para él los
sueños eran más importantes que la realidad. Si la vida era dura, tenía la
fantasía para poder evadirse de ella o afrontarla. Hugo llevaba una hora
andando sin dirigirse a ningún punto fijo. No tenía dinero para coger un taxi. Esperaba
dormir en alguna iglesia. En el pórtico se estaría bien porque hacía un día de
verano a pesar de la lluvia que picoteaba las ventanas como un pájaro
carpintero. Sacó el saco de dormir, estaba realmente cansado y en nada se
durmió.
Le despertó la
voz ronca del diacóno. ¿Qué haces aquí? Deberías estar en la universidad. La
universidad la he acabado, respondió Hugo, ahora soy ya todo un licenciado
parado. El diacono era Miguel. Era un hombre joven y fortachón, una especie de
cristiano comunista, lo que en tiempos de la transición se llamaba un cura
obrero o progre. Miguel simbolizaba la
nueva iglesia, la juventud cristiana. Era de un pueblo de la Rioja. En su
juventud había sido objetor de conciencia, desertor. Había vivido el Mayo del
68 de la ciudad de Calahorra y de Logroño. Vivía en la parte de arriba de la
parroquia. Allí tenía montado un estudio de homeopatía y yoga, meditación y
relajación. Tenía carnet de naturista y no pocas veces le había ofrecido a Hugo
flores de bach y le había dado masajes como el mejor de los
fisioterapeutas. Miguel estaba
preocupado de que Hugo estuviera allí, con su mochila, como un vagabundo. Pero
en el fondo Miguel admiraba la valentía de Hugo de haber decidido escaparse de
casa. Le invitó a entrar en la iglesia. Miguel cogió un poco de agua bendita
del pilón y se hizo la señal de la cruz. Hugo miraba aquellos retablos y
pinturas y todas las esculturas de santos y apóstoles y todo le parecía lo
mismo. Cuando visitaba una iglesia intentaba adivinar de qué época era;
románica, gótica, barroca… pero en el fondo todas las iglesias eran la misma, no
sabía bien diferenciarlas. No le decían nada. Aquel Jesucristo lleno de venas y
sangre le horrorizaba, era humano demasiado humano. Y las cruces románicas le
parecían frías, un dios demasiado estilizado.
– Vivimos en
un mundo sin Dios, después de Nietzsche- decía Miguel mientras atravesaban los
bancos hasta una puerta pequeña junto al altar. – Todos somos ahora huérfanos.
La mayoría de la gente clama al cielo unas cadenas. Si Dios no existe habría
que inventarlo. El hombre teme la libertad. Pero también están los que
orgullosos se creen así mismos dioses. Y entre los unos y los otros la iglesia
sin barrer- bromeó. Miguel le había llevado a Hugo a su despacho. Tenía un
poster grande con el canon de Vitrubio de Leonardo Da Vinci. Miguel era como un
sabio que sentenciaba, como si su palabra fuera palabra de ángel.
– Ha habido
épocas en que el ser humano se ha dado cuenta de lo que valía. Sucedió en la
Grecia clásica, en el Renacimiento, en la ilustración… son las épocas en las
que el hombre es el centro del mundo. Y luego están las épocas en las que el
hombre se ha subordinado a algo mayor. Las personas necesitamos rebelarnos a
nuestro creador, porque la libertad es la huida de la opresión. Por eso respeto
que quieras irte de casa de tus padres.
A Hugo le vinieron
recuerdos de su infancia, de sus padres, había tantos momentos malos como
buenos. Pero el día había llegado, era hoy, ya no podía aguantar más. Los años
pasaban y cada vez más rápido. Si se dejaba dominar por los miedos jamás
saldría de aquel cuartucho monacal, una celda como de monja. Tenía que escapar
ahora que aún era joven porque un día podría mirarse al espejo y avergonzarse
de si mismo. Porque la vida es solo una, y es siempre así, Vida con mayúsculas,
porque la vida exige decidir, y equivocarse, elegir y ser libre y estar
condenado a serlo y poder huir. Porque el secreto es que a veces no hay que
elegir y podemos conciliar las dos cosas y creernos en la ilusión de que hemos
llegado a una síntesis dialéctica. Son los niños los que lo quieren todo, no
quieren elegir, quieren el sol pero también la luna, quieren a papá pero
también a mamá, o no les quieren a ninguno de los dos… ese era el caso de Hugo. Miguel le puso una infusión de plantas
medicinales y le fue explicando que llevaba aquella mezcla. Miguel en la edad
medía habría sido un herbolario o un alquimista de esos que buscaban
convertirlo todo en oro. Habría sido un mago Merlín o un druida Panoramix o
Gandalf del señor de los anillos. Seguramente le habrían quemado por brujo,
aunque usara la escoba solo para limpiar la parroquia. Miguel solía beber
absenta a escondidas, la bebida de los brujos y poetas. Desde luego no era un religioso
ortodoxo, convencional. Nunca dejaba de sorprender al joven Hugo. Miguel le
había enseñado a Hugo a hacer yoga, a doblarse con las piernas encima una de
otra y hacer la salutation al sol.
También le
enseñó a relajarse y a dominar los ataques de ansiedad. Era horrible, le podían
dar en cualquier sitio, en el tren, en la calle, en un bar. Y se empezaba a
ahogar, sentía que se iba a morir allí mismo, que había envejecido su cuerpo
demasiado, que le faltaba el aire, sentía débiles las extremidades y un gran
cansancio, pero no podía dormir ni permanecer tumbado o sentado en la cama. Entonces se dedicaba a pasear, a ver si se le pasaba y podía tardar dos horas. Lo mejor era prevenirlo
antes. Los ataques surgen porque el cuerpo a la noche pide el
mismo nivel de estrés que durante el día y no se relaja. Y también porque Hugo
era adicto al café, a las bebidas energéticas. También le gustaba beber los
sábados con los amigos. Compraban litros en la tienda del Botellas y hacían
botellón en las eras, en el teleclub o en el frontón del pueblo. Hugo fumaba
mucho. Realmente tenía todos los vicios habidos y por haber. Miguel a veces le
había tumbado en la cama y le había hecho un masaje de reiki. Empezaba a tocar
los chacras de su cuerpo y le explicaba lo que significaba cada uno. Le hacía
hasta llorar, entrar en catarsis, como esos sicoanalistas que le hacen llorar a
uno y tener regresiones de la infancia. Miguel le iba diciendo; sacaré el
demonio de ti, te sanaré, te haré tener un cuerpo sano. Miguel era todo un
chamán. De hecho, probó el peyote o la mescalina en sus viajes a Sudamérica donde visitó
Chile, el Machu Pichu… también había estado en la India, en el Tibet. Le
gustaban todas las religiones, hacía una mezcla a la carta con todas ellas.
Le
entusiasmaba también la filosofía. Este párroco le dejaba a Hugo leer todos los
libros que tenían en la iglesia. Hugo también leía los libros de su madre y los
de la biblioteca del pueblo. Miguel, la madre, la bibliotecaria y una profesora
de literatura habían sido los culpables de que Hugo fuera un letra- herido.
Miguel sabía mucho también de teosofía; madam Blabasky, Rudolf Steiner,
Nietzsche, Goethe, los masones, las escuelas Waldor, Gurchef… estaba al día de
los libros de Osho, de Jodorowsky… le gustaba la astrología, las ciencias
paranormales, el esoterismo… Miguel inició a Hugo en su adolescencia. Fue una
especie de padre iniciático en la secta que es la cultura. Era el padre que Hugo
siempre había querido tener. Su padre en nada se parecía a este filósofo, a
esta figura reverenciada. El padre de Hugo era un funcionario gris y aburrido
que fichaba por la mañana, tomaba el café y atendía asuntos en el ayuntamiento.
A su padre
jamás le vio con un libro. Era un hombre de horarios, de rutinas, de
costumbres, no de grandes meta relatos o filosofías sino de pequeñas creencias,
de una serie de lugares comunes que se repetía cada día para seguir viviendo. Miguel
y Hugo tomaban la infusión. Era el momento de que el aprendiz superara al
maestro, en el que la vida de verdad se impusiera sobre la vida en la fantasía,
en que el árbol de la vida dejara atrás el de la ciencia. Era el momento de
abandonar toda jaula de oro. Lo vemos en la naturaleza, el polluelo aprende a
volar. La naturaleza a veces es cruel y la madre picotea a su propio hijo. Y es
que la madre de Hugo le había picoteado muchos años. Todo estaba demasiado
reciente para ponerse a juzgar las cosas, si su educación había sido
proteccionista o pasota ausente, por qué sentía que habían querido más a su
hermano... Necesitaba distancia, para ser objetivo. Ahora recuerda los libros
que leía su madre, títulos como “cómo ser una mala madre” le hacían escalofriar,
¿en qué momento se habían mezclado los libros de autoayuda, el conductismo y
los libros educativos de la Vallejo Nájera? Huir no es la mejor solución, pero
es una solución transitoria. Él no había sido capaz de suicidarse. Cuando
quería suicidarse se metía en la cama y se hartaba a dormir. Hugo se despidió
de Miguel con un abrazo. Y allí le dejó con sus legajos de monje copista, con
su estudio de naturópata, con su cuadro de da Vinci y su bola del mundo, con su
esqueleto de despacho de medicina, y con la cruz, siempre aquella cruz enorme
presidiendo la pared, y debajo de ella la foto de Carlos Marx. Hugo bajó las
escaleras del estudio de Miguel. Eran unas escaleras de caracol como de
castillo medieval. Era la torre del alquimista, era la torre en que un dragón
custodia a una princesa y a una perla. Solo tenía una ventana aquella torre,
una ventana con barrotes, como la de una prisión. Por allí ningún príncipe
podría subir a rescatar a Miguel. Hugo sintió en la forma de abrazarle que
Miguel envidiaba su decisión de abandonar este pueblo prisionero
Hugo empezó a
caminar por la carretera, que cortaba el pueblo en dos. Tan sumergido estaba en
sus pensamientos que se dirigía sin ningún rumbo ni destino. Tenía que llegar a
la ciudad para coger un autobús a otro sitio. No sabía a dónde ir. Podía
empezar a andar y acabar en una ciudad lejana. Pero pronto le alcanzarían,
llamarían a la policía, le traerían de vuelta a casa. No, estaba vez no iba a
dejarse capturar. No podía haber fallos en su plan. Sería una vergüenza volver
a casa con la cabeza gacha como el hijo pródigo. Necesitaba dinero para el
pasaje y se puso a pedir en la avenida de la primera ciudad a la que llegó.
Allí no le conocían, no era el hijo del Tomaso el del ayuntamiento y podía
pedir sin que nadie le dijera nada. Necesitaba conseguir 30 euros que es lo que
valía el billete, pero en un día solo consiguió apenas 20. Sin embargo, un
señor le empezó a preguntar para qué era el dinero, qué pensaban sus padres de
que se hubiera escapado… hacía demasiadas preguntas pero aquel hombre se
ofreció a llevarle en coche hasta la capital donde estaba la central de
autobuses y le dio siete euros, eso sí, llamándole descerebrado y quejándose de la
juventud. Sin pensárselo dos veces Hugo montó en el coche.
A través de la
ventana se despedía de un pueblo que dejaba atrás, era toda su infancia, su
pasado, lo único que tenía. Cuando llegó a la ciudad lo primero que hizo fue
tomarse un café con leche en un café irlandés que le gustó mucho. Así hacía
tiempo hasta coger el autobús. Muchas veces había perdido los autobuses. Había
llegado tarde. Una vez perdió el de las 8 y el busero de las 9 le dejó meterse
al autobús de gratis. Sus padres se encargaban de recordárselo, era su
enfermedad, su maldita enfermedad que le hacía estar en otro mundo, en el de la
fantasía y que tantos problemas le costaba en la realidad. Pero esta vez no,
esta vez llegó a la hora, incluso le sobraron cinco minutos para fumar un
cigarro. Subió al autobús y enseguida se quedó dormido bajo el libro que estaba
leyendo. Es por eso que no vio el paisaje de estepas y eras de color dorado. No
vio el sol reflejado en aquellos desiertos, el sol que iluminaba su cabeza que
como siempre se encontraba soñando.
Cuando llegó a la capital empezó a sentirse mal. Le estaba dando
un ataque de ansiedad. Además, se encontraba perdido, desorientado. Recordó
aquel pasaje del guardián entre el centeno donde él se escapa y visita Central Park y pregunta al taxista dónde van los cisnes y patos cuando en invierno se
hiela el lago. Se empezó a encontrar mal, a sudar por todo el cuerpo y el mareo
y la debilidad se adueñaron de su escuálida figura. Una señora se acercó donde
él pues se había mareado y casi se había caído el suelo, pero no había perdido
el conocimiento del todo. La señora le dio el teléfono de una asistenta social
y también le dijo que en la ciudad había varios albergues y comedores sociales.
Pero no, no llamaría ni a la asistenta social ni al siquiatra ni a nadie.
Llamarlos significaba que enseguida llamarían estos a sus padres, verían su
DNI, sería dar demasiadas explicaciones. Quizá lo volvieran a ingresar en un
psiquiátrico. Quizá tendría que acudir de nuevo al odiado centro de día. Vérselas con siquiatras y psicólogos de
diferentes escuelas, movimientos, corrientes… y su plan quedaría abortado. Esta
vez no dejaría rastro ni huella. Se acabó perder el tiempo tomando café y
leyendo el periódico en aquel centro de día lleno de actividades rutinarias que
hacían cada día. Le gustaba tomar café en la cafetería, pero no le hacerlo él porque le recordaba al tiempo perdido en el centro de día. Estaba harto de oír. ¿y cómo llevas tu
enfermedad? Una conocida le decía que no era una enfermedad, que no se dejara
siquiatrizar ni medicar, que a saber lo que tenían esas pastillas. Claro, era
muy fácil decirlo, pero el día que no tomaba la pastilla sus padres se
enfadaban con él. No había tenido ataques de ansiedad hasta después de la
enfermedad. Y aunque no podía beber con medicación, todos los días se tomaba
tres bebidas energéticas y no había sábado que no saliera a la calle a beber.
Se bebía todo lo que encontraba. Encontraba cubatas pues la gente los dejaba
casi enteros. Es una enfermedad sobre la que se sabe poco, aunque se ha
estudiado mucho. Ha existido en todas las épocas, con otros nombres. En la
época del romanticismo por ejemplo lo llamaban neurastenia, hiper sensibilidad.
Ahora hay mil nombres para referirse a ella; esquizo paranoico, esquizo típico,
esquizo afectivo, bipolar, aspergeil… los siquiatras con alegre soltura te
recetan pastillas o te encierran meses en un psiquiátrico. Es tan duro...sus
propios padres piensan que Hugo está loco y muy enfermo, ¿y si tuviesen razón?
¡Es tan doloroso pensar que no la tienen...! Hugo es esquizofrénico leve, le
dijeron que tenía “miedo al rechazo paterno”, también leve, luego él ha
estudiado e investigado por su cuenta lo del complejo de Edipo, la fase anal,
oral, fálica, edípica… no sabe quién es, tiene trastorno de identidad, también
leve, y un brote de soja sicótico. Está en psicoanálisis, en tratamiento. Tiene
que tomar pastillas. Tiene una mente prodigiosa. También lee a Jodorowsky el
sicomago. Su peor época es cuando fue cleptómano y le daba por robar cds y
películas y videojuegos. Se sentía como Robin Hood que robaba a los ricos y a
la burguesía para dárselo a los pobres. Aunque robaba para él. Pero no por el
objeto en sí sino por el hecho de salir del supermercado con el producto
escondido bajo el abrigo. Vaya subidón de adrenalina le daba. Sabía que le iban
a pillar antes de salir. Era consciente de que le grababan las cámaras, de que
le estaba siguiendo el segurata, de que cuando saliera por la puerta magnética
iba a pitar. Pero le daba igual, ya había cogido el libro del están, ya se lo
había guardado. Y luego le agarraban entre dos, le llevaban a un cuartucho
oscuro lleno de cámaras y allí le sacaban todos los productos del abrigo y
comentaban cosas como “has cogido de todo, vaya cacería” En un centro comercial
alabaron que le gustara tanto la cultura, pero eso no impidió que firmaran la
denuncia y en veinte minutos estaba allí la policía haciendo preguntas. Luego
descubrió que toda esa música, todas esas películas se las podía bajar de
internet con un programa de descarga, ares o emule o Torrent, se llamaba. Pero
ya era demasiado tarde. Había pagado unos dos mil euros de multas y durante
unos meses el buzón de su casa se llenó de multas. Leyó a un escritor, James Elroy,
que él también robaba cosas de niño. A veces la lectura te lleva por caminos
poco recomendables cuando tratas de imitar a los escritores. También le dio una
época en que se creía el niño Jesús porque lo había leído en una novela de
Enrith boll; billar a las 9 y medía. Se ha leído todos los libros de la
biblioteca de su pueblo, eso no es normal. Sus amigos le dicen que en esta vida
hay que ser malo, pero él no tiene maldad. El no tiene maldad y sus amigos no
saben dónde va.
En sus escritos Hugo siempre habla de sí mismo. Eso no puede
interesar a ningún lector, pero es lo que necesita escribir. Hugo se ha traído
el ordenador en esta escapada, lo lleva en la mochila. El ordenador es todo.
Allí escribe y va quitando paja, porque el ordenador le permite borrar al
instante. Hace resúmenes de libros y tesinas. Se esconde en los libros. No
quiere crecer. María, su mejor amiga, le insta a que madure. María hace a veces
un poco de madre. Proust es su autor preferido. Todas aquellas fiestas, toda
esa comida, la criada sirviendo un café… es una vida con la que uno solo puede
soñar. Ha leído tanto que cada momento de su vida le recuerda a algún libro. Y
este momento sin duda es el del guardián entre el centeno. A veces tienes la
sensación de “Esto ya lo he leído. Esto ya lo he vivido”. Tiene siempre esa
sensación de ya viví. Además del ordenador se ha traído un bloc para dibujar
constantemente bocetos de hadas, de gnomos, de vampiros. No ha traído muchos
libros porque ha traído el libro electrónico. Todos los grandes genios de la
antigüedad caben en un aparato pequeño del tamaño de una mano. También le gusta
ver películas y videos con María y hacer yoga. Escuchar música. Salir a pasear
por oscuros bosques románticos y recolectar hierbajos y flores para su
herbario.
Hacía calor y le entretenía el vuelo de una mosca, mirar
musarañas. La ciudad es una gran araña que abarca con sus patas a los
habitantes y los apresa en una tela. Es un laberinto de Dédalo y de Minos,
donde los ciudadanos perdidos y cubistas y con cara de gilipollas se sienten
alienados. Es una megalópolis postmoderna, un cementerio marino, un cuerpo que
sangra por las carreteras como venas y las aceras como músculos. Por la órbita
del silencio transitan las constelaciones y las estrellas...se va haciendo de
noche y Hugo pasea por el malecón. Se fija en uno de esos hombres que hacen
figuras en la arena. Ha hecho una sirena con un rastrillo y la gente le tira
monedas. Como tenía hambre y no sabía dónde ir fue a un bar y les convenció de
que si le daban un bocadillo y unos pinchos él haría de friegaplatos. Y
mientras el agua iba limpiando la suciedad él se sintió sucio por dentro, de
toda la mierda que había aguantado toda su vida y que se había quedado adherida
a su piel. Hugo hedía, porque la soledad se huele y se huye. Hugo hiede a el
olor de los adolescentes pobres de barrio pobre con mentalidad soñadora y
romántica. El barrio te absorbe y evita toda ensoñación. Es un olor
desagradablemente moderno.
Así que después de cenar en una mesa del paseo marítimo y con
velitas, mirando a las parejas besarse con fruición, se dirigió a la playa.
Caminó por la arena dejando una estela de pisadas sobre ella. Y se metió al
agua. Se sumergió. Aunque eran las 12 de la noche necesitaba sentir el cuerpo.
Nadar era el único deporte que hacía. La luna bañaba de luz las olas y Hugo
nadó y nadó hasta que acabó exhausto. Era la forma de quitarse la suciedad del
cuerpo. Toda la playa para él. El mar
inmenso sonriéndole en el horizonte. Era el hechizo de la luna que re encantaba
el mundo. Pidió un deseo a la estrella que más brillaba en el firmamento. Se
acordó de la de veces que apoyado en el vértice de la cama, había rezado, con
las manos en cruz, llorando a la luna. Él no creía en Dios, pero creía en lo
creado por él, en la luna de los lunáticos como él. Se despidió de los astros;
hasta mañana. Y la luna se escondió como el imago de una mujer ideal, como en
este mundo no hay. Le gustaba la playa, pero de noche. De día era todo más
sucio, más lleno de gente y turistas alemanes. Ponía la sombrilla y la toalla y
se sentía Mister Bean. No le gustaba que todo estuviera lleno de niños como
aquellos del cuadro de Zuloaga. Le recordaban demasiado a su infancia, cuando
él hacía castillos de arena con su padre. Eran castillos enormes, con su torre
y sus almenas, sus murallas, el foso no podía faltar…la playa por el día estaba
llena de musculosos bonitos y decorativos y mujeres de sujetadores abultados.
Pero por la noche la playa estaba encantada, era mágica y Hugo se dejaba llevar
por las olas, la corriente, el mare nostrum... imaginó por un momento que una
mujer salía del agua con la concha venusiana tapando su sexo, como el cuadro
renacentista. Le excitó esa imagen. En su sueño él se dirigía hacia ella con su
visor y sus prismáticos y se los quitó al llegar hasta ella. “no tengo oficio
ni beneficio. Me he escapado de casa”. “Da igual, vamos a follar” Unas gotas de
agua que cayeron sobre Hugo le hicieron despertar de su sueño. Estaba empezando
a lloviznar, lo que aquí en el norte llaman sirimiri. Pero Hugo aún estuvo un
tiempo nadando porque el hecho de que lloviera le gustaba aún más. Era tan
romántico nadar de noche, con el cielo mojado de fondo…
Hugo pasea por el malecón de noche con
las manos en los bolsillos y un pitillo en la boca. Se repite así mismo; nunca
es tarde para una infancia feliz. Pero el paraíso lo hemos perdido todos, se
acordó de Milton. O el paraíso en la tierra, que prometía el marxismo, nos lo
han quitado. Era el jardín de infancia, el edén de la fantasía, pero nos
hicieron decidir entre el árbol de la vida y el de la ciencia, sin saber que
ambos son el mismo árbol. Y mordimos la manzana del pecado, aquella que nos dio
el saber, la conciencia, la razón, y la manzana sabía a muerte. Ya solo nos
espera la noche, y el cielo se ha poblado de urracas, gavilanes y gaviotas que
rastrean la línea del mar. Hugo quiere ser una de esas gaviotas y volar muy
alto, muy lejos, despistarse de la bandada de los otros pájaros, ser cigüeña en
el campanario, para volver de París y traer niños al mundo, y emigrar a tierras
calientes. Quería encontrar la antípoda de Norta. Si Norta era el frío, él
buscaba el sol, la iluminación, el calor. Sí, el sur, como en la novela de
Adelaida García Morales. Este mundo está en guerra, las fuerzas rojas marxistas
que sus padres decían del demonio y las almas puras, blancas, angelicales, que
blanquean la realidad con su hipocresía. Ángeles demasiado demoniacos, demonios
demasiado angelicales. Lo apolíneo y dionisiaco como parte de lo mismo. Y el
único paraíso que nos queda para recuperar el tiempo perdido es la escritura,
la memoria que perdura. Coge una caracola y oye el murmullo del mar. El mar
habla con voz queda, pero ronca, como si hubiera fumado toda la vida. Pero no
es el verdadero rumor del mar, es solo su imagen de idea platónica. Nunca
podremos aprehender el mar infinito, ni la Vida ni la Nada, solo sus señales,
sus indicios, sus huellas, las sombras de las sombras. Es la idea de mar y no
el mar lo que retumba en nuestra cabeza como un eco repitiéndose así mismo,
como el grito del dios titán Neptuno. Un mar lleno de marinos muertos
absorbidos por la crueldad de las olas. Y la loca del puerto que aún llora por
su amor perdido en la mar.
Hugo siente el
deseo de aullar a la luna como un lobo. La luna lunera cascabelera es su única
amiga en estas noches. A la luna la casaron con el sol Lorenzo. Desde entonces llora, y tiene una pena de
desgarro. La Luna se apaga y se enciende
intermitentemente. Llora y llora. El sol por la noche se vuelve oscuro, y un
manto cubre la noche. El sol y la luna son dioses padres a los que
incestuosamente amas y odias con todas tus fuerzas. Hugo piensa en sus padres. ¿Cómo
reaccionarán cuando descubran que no ha amanecido en su cama¿, qué está el
edredón abierto, qué falta una maleta… y Hugo llora pero sin victimismos, con
una mezcla de tristeza y alegría, con la melancolía infinita de las rocas del
acantilado. Para sus padres todo desengaño existencial se debía a que hacía
poco deporte. Hugo recuerda cuando le decían; te encanta estar mal, llamar la
atención, hacerte la víctima. Pues ya no verían más sus lágrimas de cocodrilo,
su llanto de niño burgués, mimado y consentido.
Hugo sufre alucinaciones. Ve de pronto
un fantasma, una mujer que lleva un candil y va en camisón y brilla y le tiende
la mano y entonces despierta… se ha quedado dormido en unas rocas, en el
acantilado. Hace brisa en el vacío y hay un fluir entre las olas y Hugo se hace
nada con la espuma que es cremosa como la nata. No, no hay ni Dios ni demonio,
y si lo hay son la misma cosa; el mismo invento del lenguaje. El hombre teme la libertad y la
felicidad. El hombre teme sufrir. Por eso renuncia a ser hombre. Le cansa ya
ser humano demasiado humano y sufrir y por eso inventa a alguien superior,
siempre hay alguien mejor para ayudarnos y alguien peor para compararnos y no
sentirnos tan desgraciados. Ese es el sentido de que haya dios y diablo, de que
el mundo esté en continuo combate maniqueo, pero la lucha de clases o de ideas
o cualquier dialéctica carecen de solución, la tesis y su antítesis llegan a la
única síntesis que es la síntesis del agotamiento. Podemos estar horas
defendiendo una postura y la contraria y la solución llega por el agotamiento,
y decimos; en el medio estará lo correcto. Pero no es así, es una forma de
engañarnos. Nunca llega a su conclusión el pensamiento dualista, bipolar. La
mayoría de las personas que Hugo conoce no han pasado del infierno, el primer
capítulo de la divina comedia de Dante. Miles de almas mediocres se ahogan en
la Laguna estigia del fiero Cancerbero y el triste barquero Caronte. Y los telediarios no informan de ello.
Nadie informó de la huida de Hugo ni de su muerte. Solo cuando encontraron su cuerpo flotando aún en la playa de Arrigunaga. Se había tirado desde punta Galea, desde los acantilados. solo el molino de Aixerrota había sido testigo de su suicidio. porque las piedras callan, porque las rocas son duras como dura es la vida y aunque el mar la golpee y refresque al final siempre es la piedra la que gana y la espuma de mar se retira de la roca pidiendo perdón por existir. porque la vida es dura como ese acantilado y poca o ninguna es la voluntad del hombre de poder cambiarla. ironico, o mejor cinico, que este quijote haya muerto debajo de su molino de viento, cerca de la placa que pusieron con el nombre de Ramiro PInilla y la siguiente inscripción; aquí empezó todo. cínico porque precisamente ahi es donde acababa todo.
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