jueves, 10 de agosto de 2017

IRSE DE CASA. EVASION; HUIDA Y DE HUGO



Fue tan sencillo como coger las maletas e irse. Lo llevaba masticando mucho tiempo, pero ese día de pronto, impulsivamente, abrió la maleta y empezó a meter ropa y algún libro. Claro, no podía llevarse la biblioteca entera encima. Y tenía una biblioteca enorme pues su madre le había contagiado el amor por la lectura. Sus padres estaban separados. Y este fin de semana le tocaba con su madre. Estaba harto del trauma de hijo de separados. A veces se sentía el culpable de que sus padres se hubieran separado. Otra paranoia más, le decía la siquiatra, producto de su esquizofrenia. Bajó las escaleras. Era de noche, pero aún estaba la vecina Herminia merodeando por allí. Seguramente habría oído abrirse la puerta y sentía curiosidad por ver quién se marchaba a esas horas. Era una gran cotilla. Hugo recordaba que de niño esa vecina le regalaba caramelos. Al salir a la calle lo primero que sintió fue un gran frio. Era un frio que helaba el corazón. Odiaba su pueblo. Atravesó aquellas calles que veía todos los días y solo sintió deseos de abandonarlas. Estaba harto del pueblo y sus gentes. Había gente de lo más variopinta y en ellos se basaba para escribir sus cuentos.  Sus cuentos, que trascurrían en zonas rurales o ciudades alienadas, siempre eran la misma historia, porque la historia de su ciudad y sus habitantes era su propia historia. Infinidad de veces se había escapado de casa. Y su padre había salido tras él a buscarlo. Le gustaba escaparse, huir de las cosas, evadirse. No afrontaba la realidad, quizá. En los campamentos siempre se escabullía cuando había que hacer tareas en común, como colocar las tiendas de campaña o escarbar un agujero en el suelo que llamaban el cagaleku. Él siempre se escaqueaba de trabajar y la monitora, aquella mujer joven y sonriente llamada Helena, iba donde él como si fuera Blancanieves y él el enanito gruñón que se negaba a trabajar para el sistema o para el grupo scout. Recuerda un cumpleaños de su prima. De pronto se echó a correr y su tío, que era ertzaina y acostumbrado a correr tras los criminales, le alcanzó en seguida. Se perdía también mucho en los centros comerciales. Se quedaba viendo los tebeos de Mortadelo y los comics de Asterix y Tintín y luego se perdía porque el supermercado era algo monstruoso que le devoraba como un laberinto de minotauro. Y luego sus padres le llamaban por megafonía. Se escabullía entre la gente. La gente le agobiaba cuando había mucha pero también le ofrecía la oportunidad de ser invisible, de pasar desapercibido porque la ciudad a veces era como ese cuadro de Magritte en el que llueven hombres con paraguas y bombín y son todos iguales, una especie de leviatán con las cabezas alienadas de todos los hombres grises que pueblan Norta.
Estaba en la calle y estaba solo. No había ni un alma. Llovía un poco, bah, pero el sirimiri habitual de Norta. Hugo llevaba años planeando escaparse de casa, pero también es cierto que había fantaseado con la idea de suicidarse. Ambas cosas eran una huida, una evasión. Solo que una era definitiva, sin marcha atrás. Y Hugo estaba muy asustado con la muerte. Tenía miedo a todas las enfermedades habidas y por haber. Además, hacía tiempo que había abandonado la fe. Ningún dios le saldría a recibir en el cielo. Y quizá se encontraría a san pedro diciéndole que había elegido la religión incorrecta, pues dios era budista. No le daba miedo el infierno, pues bastante infierno de los otros es ya de por si la vida. Llevaba años sintiéndose tan mal consigo mismo… tenía la autoestima unos puntos por debajo de los de Kafka. Desde niño sufría grandes depresiones. Podía tirarse días enteros en la cama. La depresión no es algo neurasténico y estético como veían los románticos. La depresión es una enfermedad muy seria. Se te quitan las ganas de todo. Solo tienes ganas de estar en la cama. y luego se sentía culpable de llevar tantas horas dormido o haciendo que dormía. Necesitaba dormir al menos 10 horas porque tenía mucha actividad cerebral y esa maldita imaginación todo el día pululando por su cabeza. Además, dormía siempre en tensión. No dormía bien. Se duerme más y mejor de noche que de día, de día uno duerme peor pero Hugo tenía la noche idealizada, era el momento de escribir, también el de emborracharse o salir de fiesta, el de inspirarse, el de quedarse mirando a la luna aullándola como un lobo o hablándola como un lunático. Dormía siempre con los puños apretados, nervioso, estresado por el resto del día. Eso si, tenía la habilidad desde niño de controlar sus sueños. Era lo que se llama un soñador lúcido, capaz de decidir el rumbo que había de tomar él en los sueños, como protagonista de los mismos.
Muchas veces soñaba auténticas películas, un sueño en que una pareja hacia el amor en un cementerio y que parecía todo un thriller o una película de Alex de la Iglesia. Siempre soñaba con lo mismo, con los psiquiátricos que había estado (esa parte de su vida y juventud que le robaron), con los bares de ambiente gay (era bisexual), con su tío (tomaba cafés con él todos los viernes y sábado) y muchas veces con la universidad y las residencias de estudiantes donde había vivido. Había terminado ya la carrera. Había ido a aquella absurda fiesta de fin de grado, se había emborrachado, se había sacado la foto de la orla, le habían dado el diploma, había hecho el trabajo fin de carrera… a veces soñaba también que escribía una gran novela. En su sueño solo aparecían sus manos tecleando sin parar en el ordenador. Ni en sueños descansaba. Borges decía que escribía las 24 horas del día. A veces despertaba del sueño e intentaba apuntar en un papel o en el móvil lo que había soñado. Pero ni se acordaba ni a veces tenían sentido los sueños. Felini hizo un libro de dibujos surrealistas dibujando todo lo que había aparecido en sus sueños. Era la diferencia entre el sueño de los grandes genios como Felini y de los hombres mediocres y vulgares como Hugo.  Ya no se trata tanto de interpretar los sueños como hacía Freud. Eso solo tenía sentido en una sociedad puritana y reprimida como la victoriana donde el sexo estaba velado y reprimido y los sueños eran simbólicos y había que interpretarlos. Pero hoy en día nadie sueña con una gran bola que simboliza un clítoris. Si uno tiene un sueño erótico este aparece tan evidente como en una película pornográfica, tan obvio que no hay nada que interpretar. Ya no se trata de interpretar los sueños sino de ser capaces de soñar lo que queremos, usar el consciente dentro del inconsciente. Hugo no sabía que le había llevado a pensar en los sueños. Quizá porque para él los sueños eran más importantes que la realidad. Si la vida era dura, tenía la fantasía para poder evadirse de ella o afrontarla. Hugo llevaba una hora andando sin dirigirse a ningún punto fijo. No tenía dinero para coger un taxi. Esperaba dormir en alguna iglesia. En el pórtico se estaría bien porque hacía un día de verano a pesar de la lluvia que picoteaba las ventanas como un pájaro carpintero. Sacó el saco de dormir, estaba realmente cansado y en nada se durmió.
Le despertó la voz ronca del diacóno. ¿Qué haces aquí? Deberías estar en la universidad. La universidad la he acabado, respondió Hugo, ahora soy ya todo un licenciado parado. El diacono era Miguel. Era un hombre joven y fortachón, una especie de cristiano comunista, lo que en tiempos de la transición se llamaba un cura obrero o progre.  Miguel simbolizaba la nueva iglesia, la juventud cristiana. Era de un pueblo de la Rioja. En su juventud había sido objetor de conciencia, desertor. Había vivido el Mayo del 68 de la ciudad de Calahorra y de Logroño. Vivía en la parte de arriba de la parroquia. Allí tenía montado un estudio de homeopatía y yoga, meditación y relajación. Tenía carnet de naturista y no pocas veces le había ofrecido a Hugo flores de bach y le había dado masajes como el mejor de los fisioterapeutas.  Miguel estaba preocupado de que Hugo estuviera allí, con su mochila, como un vagabundo. Pero en el fondo Miguel admiraba la valentía de Hugo de haber decidido escaparse de casa. Le invitó a entrar en la iglesia. Miguel cogió un poco de agua bendita del pilón y se hizo la señal de la cruz. Hugo miraba aquellos retablos y pinturas y todas las esculturas de santos y apóstoles y todo le parecía lo mismo. Cuando visitaba una iglesia intentaba adivinar de qué época era; románica, gótica, barroca… pero en el fondo todas las iglesias eran la misma, no sabía bien diferenciarlas. No le decían nada. Aquel Jesucristo lleno de venas y sangre le horrorizaba, era humano demasiado humano. Y las cruces románicas le parecían frías, un dios demasiado estilizado.
– Vivimos en un mundo sin Dios, después de Nietzsche- decía Miguel mientras atravesaban los bancos hasta una puerta pequeña junto al altar. – Todos somos ahora huérfanos. La mayoría de la gente clama al cielo unas cadenas. Si Dios no existe habría que inventarlo. El hombre teme la libertad. Pero también están los que orgullosos se creen así mismos dioses. Y entre los unos y los otros la iglesia sin barrer- bromeó. Miguel le había llevado a Hugo a su despacho. Tenía un poster grande con el canon de Vitrubio de Leonardo Da Vinci. Miguel era como un sabio que sentenciaba, como si su palabra fuera palabra de ángel.
– Ha habido épocas en que el ser humano se ha dado cuenta de lo que valía. Sucedió en la Grecia clásica, en el Renacimiento, en la ilustración… son las épocas en las que el hombre es el centro del mundo. Y luego están las épocas en las que el hombre se ha subordinado a algo mayor. Las personas necesitamos rebelarnos a nuestro creador, porque la libertad es la huida de la opresión. Por eso respeto que quieras irte de casa de tus padres.
A Hugo le vinieron recuerdos de su infancia, de sus padres, había tantos momentos malos como buenos. Pero el día había llegado, era hoy, ya no podía aguantar más. Los años pasaban y cada vez más rápido. Si se dejaba dominar por los miedos jamás saldría de aquel cuartucho monacal, una celda como de monja. Tenía que escapar ahora que aún era joven porque un día podría mirarse al espejo y avergonzarse de si mismo. Porque la vida es solo una, y es siempre así, Vida con mayúsculas, porque la vida exige decidir, y equivocarse, elegir y ser libre y estar condenado a serlo y poder huir. Porque el secreto es que a veces no hay que elegir y podemos conciliar las dos cosas y creernos en la ilusión de que hemos llegado a una síntesis dialéctica. Son los niños los que lo quieren todo, no quieren elegir, quieren el sol pero también la luna, quieren a papá pero también a mamá, o no les quieren a ninguno de los dos… ese era el caso de Hugo.  Miguel le puso una infusión de plantas medicinales y le fue explicando que llevaba aquella mezcla. Miguel en la edad medía habría sido un herbolario o un alquimista de esos que buscaban convertirlo todo en oro. Habría sido un mago Merlín o un druida Panoramix o Gandalf del señor de los anillos. Seguramente le habrían quemado por brujo, aunque usara la escoba solo para limpiar la parroquia. Miguel solía beber absenta a escondidas, la bebida de los brujos y poetas. Desde luego no era un religioso ortodoxo, convencional. Nunca dejaba de sorprender al joven Hugo. Miguel le había enseñado a Hugo a hacer yoga, a doblarse con las piernas encima una de otra y hacer la salutation al sol.
También le enseñó a relajarse y a dominar los ataques de ansiedad. Era horrible, le podían dar en cualquier sitio, en el tren, en la calle, en un bar. Y se empezaba a ahogar, sentía que se iba a morir allí mismo, que había envejecido su cuerpo demasiado, que le faltaba el aire, sentía débiles las extremidades y un gran cansancio, pero no podía dormir ni permanecer tumbado o sentado en la cama. Entonces se dedicaba a pasear, a ver si se le pasaba y podía tardar dos horas.   Lo mejor era prevenirlo antes. Los ataques surgen porque el cuerpo a la noche pide el mismo nivel de estrés que durante el día y no se relaja. Y también porque Hugo era adicto al café, a las bebidas energéticas. También le gustaba beber los sábados con los amigos. Compraban litros en la tienda del Botellas y hacían botellón en las eras, en el teleclub o en el frontón del pueblo. Hugo fumaba mucho. Realmente tenía todos los vicios habidos y por haber. Miguel a veces le había tumbado en la cama y le había hecho un masaje de reiki. Empezaba a tocar los chacras de su cuerpo y le explicaba lo que significaba cada uno. Le hacía hasta llorar, entrar en catarsis, como esos sicoanalistas que le hacen llorar a uno y tener regresiones de la infancia. Miguel le iba diciendo; sacaré el demonio de ti, te sanaré, te haré tener un cuerpo sano. Miguel era todo un chamán. De hecho, probó el peyote o la mescalina en sus viajes a Sudamérica donde visitó Chile, el Machu Pichu… también había estado en la India, en el Tibet. Le gustaban todas las religiones, hacía una mezcla a la carta con todas ellas.
Le entusiasmaba también la filosofía. Este párroco le dejaba a Hugo leer todos los libros que tenían en la iglesia. Hugo también leía los libros de su madre y los de la biblioteca del pueblo. Miguel, la madre, la bibliotecaria y una profesora de literatura habían sido los culpables de que Hugo fuera un letra- herido. Miguel sabía mucho también de teosofía; madam Blabasky, Rudolf Steiner, Nietzsche, Goethe, los masones, las escuelas Waldor, Gurchef… estaba al día de los libros de Osho, de Jodorowsky… le gustaba la astrología, las ciencias paranormales, el esoterismo… Miguel inició a Hugo en su adolescencia. Fue una especie de padre iniciático en la secta que es la cultura. Era el padre que Hugo siempre había querido tener. Su padre en nada se parecía a este filósofo, a esta figura reverenciada. El padre de Hugo era un funcionario gris y aburrido que fichaba por la mañana, tomaba el café y atendía asuntos en el ayuntamiento.
A su padre jamás le vio con un libro. Era un hombre de horarios, de rutinas, de costumbres, no de grandes meta relatos o filosofías sino de pequeñas creencias, de una serie de lugares comunes que se repetía cada día para seguir viviendo. Miguel y Hugo tomaban la infusión. Era el momento de que el aprendiz superara al maestro, en el que la vida de verdad se impusiera sobre la vida en la fantasía, en que el árbol de la vida dejara atrás el de la ciencia. Era el momento de abandonar toda jaula de oro. Lo vemos en la naturaleza, el polluelo aprende a volar. La naturaleza a veces es cruel y la madre picotea a su propio hijo. Y es que la madre de Hugo le había picoteado muchos años. Todo estaba demasiado reciente para ponerse a juzgar las cosas, si su educación había sido proteccionista o pasota ausente, por qué sentía que habían querido más a su hermano... Necesitaba distancia, para ser objetivo. Ahora recuerda los libros que leía su madre, títulos como “cómo ser una mala madre” le hacían escalofriar, ¿en qué momento se habían mezclado los libros de autoayuda, el conductismo y los libros educativos de la Vallejo Nájera? Huir no es la mejor solución, pero es una solución transitoria. Él no había sido capaz de suicidarse. Cuando quería suicidarse se metía en la cama y se hartaba a dormir. Hugo se despidió de Miguel con un abrazo. Y allí le dejó con sus legajos de monje copista, con su estudio de naturópata, con su cuadro de da Vinci y su bola del mundo, con su esqueleto de despacho de medicina, y con la cruz, siempre aquella cruz enorme presidiendo la pared, y debajo de ella la foto de Carlos Marx. Hugo bajó las escaleras del estudio de Miguel. Eran unas escaleras de caracol como de castillo medieval. Era la torre del alquimista, era la torre en que un dragón custodia a una princesa y a una perla. Solo tenía una ventana aquella torre, una ventana con barrotes, como la de una prisión. Por allí ningún príncipe podría subir a rescatar a Miguel. Hugo sintió en la forma de abrazarle que Miguel envidiaba su decisión de abandonar este pueblo prisionero
Hugo empezó a caminar por la carretera, que cortaba el pueblo en dos. Tan sumergido estaba en sus pensamientos que se dirigía sin ningún rumbo ni destino. Tenía que llegar a la ciudad para coger un autobús a otro sitio. No sabía a dónde ir. Podía empezar a andar y acabar en una ciudad lejana. Pero pronto le alcanzarían, llamarían a la policía, le traerían de vuelta a casa. No, estaba vez no iba a dejarse capturar. No podía haber fallos en su plan. Sería una vergüenza volver a casa con la cabeza gacha como el hijo pródigo. Necesitaba dinero para el pasaje y se puso a pedir en la avenida de la primera ciudad a la que llegó. Allí no le conocían, no era el hijo del Tomaso el del ayuntamiento y podía pedir sin que nadie le dijera nada. Necesitaba conseguir 30 euros que es lo que valía el billete, pero en un día solo consiguió apenas 20. Sin embargo, un señor le empezó a preguntar para qué era el dinero, qué pensaban sus padres de que se hubiera escapado… hacía demasiadas preguntas pero aquel hombre se ofreció a llevarle en coche hasta la capital donde estaba la central de autobuses y le dio siete euros, eso sí, llamándole descerebrado y quejándose de la juventud. Sin pensárselo dos veces Hugo montó en el coche.
A través de la ventana se despedía de un pueblo que dejaba atrás, era toda su infancia, su pasado, lo único que tenía. Cuando llegó a la ciudad lo primero que hizo fue tomarse un café con leche en un café irlandés que le gustó mucho. Así hacía tiempo hasta coger el autobús. Muchas veces había perdido los autobuses. Había llegado tarde. Una vez perdió el de las 8 y el busero de las 9 le dejó meterse al autobús de gratis. Sus padres se encargaban de recordárselo, era su enfermedad, su maldita enfermedad que le hacía estar en otro mundo, en el de la fantasía y que tantos problemas le costaba en la realidad. Pero esta vez no, esta vez llegó a la hora, incluso le sobraron cinco minutos para fumar un cigarro. Subió al autobús y enseguida se quedó dormido bajo el libro que estaba leyendo. Es por eso que no vio el paisaje de estepas y eras de color dorado. No vio el sol reflejado en aquellos desiertos, el sol que iluminaba su cabeza que como siempre se encontraba soñando.

Cuando llegó a la capital empezó a sentirse mal. Le estaba dando un ataque de ansiedad. Además, se encontraba perdido, desorientado. Recordó aquel pasaje del guardián entre el centeno donde él se escapa y visita Central Park y pregunta al taxista dónde van los cisnes y patos cuando en invierno se hiela el lago. Se empezó a encontrar mal, a sudar por todo el cuerpo y el mareo y la debilidad se adueñaron de su escuálida figura. Una señora se acercó donde él pues se había mareado y casi se había caído el suelo, pero no había perdido el conocimiento del todo. La señora le dio el teléfono de una asistenta social y también le dijo que en la ciudad había varios albergues y comedores sociales. Pero no, no llamaría ni a la asistenta social ni al siquiatra ni a nadie. Llamarlos significaba que enseguida llamarían estos a sus padres, verían su DNI, sería dar demasiadas explicaciones. Quizá lo volvieran a ingresar en un psiquiátrico. Quizá tendría que acudir de nuevo al odiado centro de día.  Vérselas con siquiatras y psicólogos de diferentes escuelas, movimientos, corrientes… y su plan quedaría abortado. Esta vez no dejaría rastro ni huella. Se acabó perder el tiempo tomando café y leyendo el periódico en aquel centro de día lleno de actividades rutinarias que hacían cada día. Le gustaba tomar café en la cafetería, pero no le hacerlo él porque le  recordaba al tiempo perdido en el centro de día. Estaba harto de oír. ¿y cómo llevas tu enfermedad? Una conocida le decía que no era una enfermedad, que no se dejara siquiatrizar ni medicar, que a saber lo que tenían esas pastillas. Claro, era muy fácil decirlo, pero el día que no tomaba la pastilla sus padres se enfadaban con él. No había tenido ataques de ansiedad hasta después de la enfermedad. Y aunque no podía beber con medicación, todos los días se tomaba tres bebidas energéticas y no había sábado que no saliera a la calle a beber. Se bebía todo lo que encontraba. Encontraba cubatas pues la gente los dejaba casi enteros. Es una enfermedad sobre la que se sabe poco, aunque se ha estudiado mucho. Ha existido en todas las épocas, con otros nombres. En la época del romanticismo por ejemplo lo llamaban neurastenia, hiper sensibilidad. Ahora hay mil nombres para referirse a ella; esquizo paranoico, esquizo típico, esquizo afectivo, bipolar, aspergeil… los siquiatras con alegre soltura te recetan pastillas o te encierran meses en un psiquiátrico. Es tan duro...sus propios padres piensan que Hugo está loco y muy enfermo, ¿y si tuviesen razón? ¡Es tan doloroso pensar que no la tienen...! Hugo es esquizofrénico leve, le dijeron que tenía “miedo al rechazo paterno”, también leve, luego él ha estudiado e investigado por su cuenta lo del complejo de Edipo, la fase anal, oral, fálica, edípica… no sabe quién es, tiene trastorno de identidad, también leve, y un brote de soja sicótico. Está en psicoanálisis, en tratamiento. Tiene que tomar pastillas. Tiene una mente prodigiosa. También lee a Jodorowsky el sicomago. Su peor época es cuando fue cleptómano y le daba por robar cds y películas y videojuegos. Se sentía como Robin Hood que robaba a los ricos y a la burguesía para dárselo a los pobres. Aunque robaba para él. Pero no por el objeto en sí sino por el hecho de salir del supermercado con el producto escondido bajo el abrigo. Vaya subidón de adrenalina le daba. Sabía que le iban a pillar antes de salir. Era consciente de que le grababan las cámaras, de que le estaba siguiendo el segurata, de que cuando saliera por la puerta magnética iba a pitar. Pero le daba igual, ya había cogido el libro del están, ya se lo había guardado. Y luego le agarraban entre dos, le llevaban a un cuartucho oscuro lleno de cámaras y allí le sacaban todos los productos del abrigo y comentaban cosas como “has cogido de todo, vaya cacería” En un centro comercial alabaron que le gustara tanto la cultura, pero eso no impidió que firmaran la denuncia y en veinte minutos estaba allí la policía haciendo preguntas. Luego descubrió que toda esa música, todas esas películas se las podía bajar de internet con un programa de descarga, ares o emule o Torrent, se llamaba. Pero ya era demasiado tarde. Había pagado unos dos mil euros de multas y durante unos meses el buzón de su casa se llenó de multas. Leyó a un escritor, James Elroy, que él también robaba cosas de niño. A veces la lectura te lleva por caminos poco recomendables cuando tratas de imitar a los escritores. También le dio una época en que se creía el niño Jesús porque lo había leído en una novela de Enrith boll; billar a las 9 y medía. Se ha leído todos los libros de la biblioteca de su pueblo, eso no es normal. Sus amigos le dicen que en esta vida hay que ser malo, pero él no tiene maldad. El no tiene maldad y sus amigos no saben dónde va.
En sus escritos Hugo siempre habla de sí mismo. Eso no puede interesar a ningún lector, pero es lo que necesita escribir. Hugo se ha traído el ordenador en esta escapada, lo lleva en la mochila. El ordenador es todo. Allí escribe y va quitando paja, porque el ordenador le permite borrar al instante. Hace resúmenes de libros y tesinas. Se esconde en los libros. No quiere crecer. María, su mejor amiga, le insta a que madure. María hace a veces un poco de madre. Proust es su autor preferido. Todas aquellas fiestas, toda esa comida, la criada sirviendo un café… es una vida con la que uno solo puede soñar. Ha leído tanto que cada momento de su vida le recuerda a algún libro. Y este momento sin duda es el del guardián entre el centeno. A veces tienes la sensación de “Esto ya lo he leído. Esto ya lo he vivido”. Tiene siempre esa sensación de ya viví. Además del ordenador se ha traído un bloc para dibujar constantemente bocetos de hadas, de gnomos, de vampiros. No ha traído muchos libros porque ha traído el libro electrónico. Todos los grandes genios de la antigüedad caben en un aparato pequeño del tamaño de una mano. También le gusta ver películas y videos con María y hacer yoga. Escuchar música. Salir a pasear por oscuros bosques románticos y recolectar hierbajos y flores para su herbario.
Hacía calor y le entretenía el vuelo de una mosca, mirar musarañas. La ciudad es una gran araña que abarca con sus patas a los habitantes y los apresa en una tela. Es un laberinto de Dédalo y de Minos, donde los ciudadanos perdidos y cubistas y con cara de gilipollas se sienten alienados. Es una megalópolis postmoderna, un cementerio marino, un cuerpo que sangra por las carreteras como venas y las aceras como músculos. Por la órbita del silencio transitan las constelaciones y las estrellas...se va haciendo de noche y Hugo pasea por el malecón. Se fija en uno de esos hombres que hacen figuras en la arena. Ha hecho una sirena con un rastrillo y la gente le tira monedas. Como tenía hambre y no sabía dónde ir fue a un bar y les convenció de que si le daban un bocadillo y unos pinchos él haría de friegaplatos. Y mientras el agua iba limpiando la suciedad él se sintió sucio por dentro, de toda la mierda que había aguantado toda su vida y que se había quedado adherida a su piel. Hugo hedía, porque la soledad se huele y se huye. Hugo hiede a el olor de los adolescentes pobres de barrio pobre con mentalidad soñadora y romántica. El barrio te absorbe y evita toda ensoñación. Es un olor desagradablemente moderno.
Así que después de cenar en una mesa del paseo marítimo y con velitas, mirando a las parejas besarse con fruición, se dirigió a la playa. Caminó por la arena dejando una estela de pisadas sobre ella. Y se metió al agua. Se sumergió. Aunque eran las 12 de la noche necesitaba sentir el cuerpo. Nadar era el único deporte que hacía. La luna bañaba de luz las olas y Hugo nadó y nadó hasta que acabó exhausto. Era la forma de quitarse la suciedad del cuerpo.  Toda la playa para él. El mar inmenso sonriéndole en el horizonte. Era el hechizo de la luna que re encantaba el mundo. Pidió un deseo a la estrella que más brillaba en el firmamento. Se acordó de la de veces que apoyado en el vértice de la cama, había rezado, con las manos en cruz, llorando a la luna. Él no creía en Dios, pero creía en lo creado por él, en la luna de los lunáticos como él. Se despidió de los astros; hasta mañana. Y la luna se escondió como el imago de una mujer ideal, como en este mundo no hay. Le gustaba la playa, pero de noche. De día era todo más sucio, más lleno de gente y turistas alemanes. Ponía la sombrilla y la toalla y se sentía Mister Bean. No le gustaba que todo estuviera lleno de niños como aquellos del cuadro de Zuloaga. Le recordaban demasiado a su infancia, cuando él hacía castillos de arena con su padre. Eran castillos enormes, con su torre y sus almenas, sus murallas, el foso no podía faltar…la playa por el día estaba llena de musculosos bonitos y decorativos y mujeres de sujetadores abultados. Pero por la noche la playa estaba encantada, era mágica y Hugo se dejaba llevar por las olas, la corriente, el mare nostrum... imaginó por un momento que una mujer salía del agua con la concha venusiana tapando su sexo, como el cuadro renacentista. Le excitó esa imagen. En su sueño él se dirigía hacia ella con su visor y sus prismáticos y se los quitó al llegar hasta ella. “no tengo oficio ni beneficio. Me he escapado de casa”. “Da igual, vamos a follar” Unas gotas de agua que cayeron sobre Hugo le hicieron despertar de su sueño. Estaba empezando a lloviznar, lo que aquí en el norte llaman sirimiri. Pero Hugo aún estuvo un tiempo nadando porque el hecho de que lloviera le gustaba aún más. Era tan romántico nadar de noche, con el cielo mojado de fondo…
Hugo pasea por el malecón de noche con las manos en los bolsillos y un pitillo en la boca. Se repite así mismo; nunca es tarde para una infancia feliz. Pero el paraíso lo hemos perdido todos, se acordó de Milton. O el paraíso en la tierra, que prometía el marxismo, nos lo han quitado. Era el jardín de infancia, el edén de la fantasía, pero nos hicieron decidir entre el árbol de la vida y el de la ciencia, sin saber que ambos son el mismo árbol. Y mordimos la manzana del pecado, aquella que nos dio el saber, la conciencia, la razón, y la manzana sabía a muerte. Ya solo nos espera la noche, y el cielo se ha poblado de urracas, gavilanes y gaviotas que rastrean la línea del mar. Hugo quiere ser una de esas gaviotas y volar muy alto, muy lejos, despistarse de la bandada de los otros pájaros, ser cigüeña en el campanario, para volver de París y traer niños al mundo, y emigrar a tierras calientes. Quería encontrar la antípoda de Norta. Si Norta era el frío, él buscaba el sol, la iluminación, el calor. Sí, el sur, como en la novela de Adelaida García Morales. Este mundo está en guerra, las fuerzas rojas marxistas que sus padres decían del demonio y las almas puras, blancas, angelicales, que blanquean la realidad con su hipocresía. Ángeles demasiado demoniacos, demonios demasiado angelicales. Lo apolíneo y dionisiaco como parte de lo mismo. Y el único paraíso que nos queda para recuperar el tiempo perdido es la escritura, la memoria que perdura. Coge una caracola y oye el murmullo del mar. El mar habla con voz queda, pero ronca, como si hubiera fumado toda la vida. Pero no es el verdadero rumor del mar, es solo su imagen de idea platónica. Nunca podremos aprehender el mar infinito, ni la Vida ni la Nada, solo sus señales, sus indicios, sus huellas, las sombras de las sombras. Es la idea de mar y no el mar lo que retumba en nuestra cabeza como un eco repitiéndose así mismo, como el grito del dios titán Neptuno. Un mar lleno de marinos muertos absorbidos por la crueldad de las olas. Y la loca del puerto que aún llora por su amor perdido en la mar.
Hugo siente el deseo de aullar a la luna como un lobo. La luna lunera cascabelera es su única amiga en estas noches. A la luna la casaron con el sol Lorenzo.  Desde entonces llora, y tiene una pena de desgarro.  La Luna se apaga y se enciende intermitentemente. Llora y llora. El sol por la noche se vuelve oscuro, y un manto cubre la noche. El sol y la luna son dioses padres a los que incestuosamente amas y odias con todas tus fuerzas. Hugo piensa en sus padres. ¿Cómo reaccionarán cuando descubran que no ha amanecido en su cama¿, qué está el edredón abierto, qué falta una maleta… y Hugo llora pero sin victimismos, con una mezcla de tristeza y alegría, con la melancolía infinita de las rocas del acantilado. Para sus padres todo desengaño existencial se debía a que hacía poco deporte. Hugo recuerda cuando le decían; te encanta estar mal, llamar la atención, hacerte la víctima. Pues ya no verían más sus lágrimas de cocodrilo, su llanto de niño burgués, mimado y consentido. 
Hugo sufre alucinaciones. Ve de pronto un fantasma, una mujer que lleva un candil y va en camisón y brilla y le tiende la mano y entonces despierta… se ha quedado dormido en unas rocas, en el acantilado. Hace brisa en el vacío y hay un fluir entre las olas y Hugo se hace nada con la espuma que es cremosa como la nata. No, no hay ni Dios ni demonio, y si lo hay son la misma cosa; el mismo invento del lenguaje. El hombre teme la libertad y la felicidad. El hombre teme sufrir. Por eso renuncia a ser hombre. Le cansa ya ser humano demasiado humano y sufrir y por eso inventa a alguien superior, siempre hay alguien mejor para ayudarnos y alguien peor para compararnos y no sentirnos tan desgraciados. Ese es el sentido de que haya dios y diablo, de que el mundo esté en continuo combate maniqueo, pero la lucha de clases o de ideas o cualquier dialéctica carecen de solución, la tesis y su antítesis llegan a la única síntesis que es la síntesis del agotamiento. Podemos estar horas defendiendo una postura y la contraria y la solución llega por el agotamiento, y decimos; en el medio estará lo correcto. Pero no es así, es una forma de engañarnos. Nunca llega a su conclusión el pensamiento dualista, bipolar. La mayoría de las personas que Hugo conoce no han pasado del infierno, el primer capítulo de la divina comedia de Dante. Miles de almas mediocres se ahogan en la Laguna estigia del fiero Cancerbero y el triste barquero Caronte. Y los telediarios no informan de ello. 

Nadie informó de la huida de Hugo ni de su muerte. Solo cuando encontraron su cuerpo flotando aún en la playa de Arrigunaga. Se había tirado desde punta Galea, desde los acantilados. solo el molino de Aixerrota había sido testigo de su suicidio. porque las piedras callan, porque las rocas son duras como dura es la vida y aunque el mar la golpee y refresque al final siempre es la piedra la que gana y la espuma de mar se retira de la roca pidiendo perdón por existir. porque la vida es dura como ese acantilado y poca o ninguna es la voluntad del hombre de poder cambiarla. ironico, o mejor cinico, que este quijote haya muerto debajo de su molino de viento, cerca de la placa que pusieron con el nombre de Ramiro PInilla y la siguiente inscripción; aquí empezó todo. cínico porque precisamente ahi es donde acababa todo. 


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