“Ella se asomó a la ventana, apoyó la
frente en el cristal, observó la acera casi desierta y, soltando un largo
suspiro, pensó que de aquel día no pasaría…
Era el día señalado. Los gatos amarillos
ladraban en los cubos de basura. Los poetas sonámbulos leían bajo la luna, que caía
sobre la ciudad y se reflejaba en la ría. La contaminación de la ciudad era en realidad polvo de
hadas. Un unicornio halado volaba sobre los tejados. En
la azotea de su casa, ella lloraba, con los puños sosteniendo su cabeza. Desde la
ventana lo espiaba todo; los gritos del mercado y su olor a sardinas, el tráfico
de los coches (elefantes de la jungla urbana), el humo de fábricas y chimeneas.
Ella se dejaría caer, y no sentiría nada, un poco la impresión y nada más.
Abriría la ventana y volaría, en brazos de Peter Pan, como un hada volátil por
su nube mágica. La ventana era el mirador de las efímeras estrellas, diadema de
estrellas muertas. Volaría con sus alas de cera de Ícaro y besaría el azabache
de la noche, hasta derretirse con los rayos del sol que queman la mañana. Y
caería en el dédalo, en el laberinto, en el juego de espejos y puertas cerradas
que es la muerte. Al fondo del cuarto hay
un ovillo con el que juega el gato. El ovillo es el cordón
umbilical entre su madre y ella. El ovillo es también el hilo que la ha
permitido salir siempre ilesa del laberinto de Ariadna y Teseo. El dédalo de
Ícaro. Pero el mino tauro la ha devorado, imposible escapar. Su cara esta
pálida, tiene ojeras y cara de ángel caído. La ciudad es una bola de nieve que al agitarse
se llena de copos. Una esfera de cristal, aislada del resto del mundo. Ella conoce todos los movimientos de los
ciudadanos. Camina sin rumbo por la ciudad y entra al pulmón verde del parque,
que es un gigante que sopla vendavales de hojas. Se mecen los árboles, se
espantan las palomas. En el
parque hay videntes, cantautores, parejas de enamorados, un vendedor de globo.
Y el silencio enmudecido de la noche. Deambula por las ruinas de este pueblo
fantasma. Hoy la Luna brilla y no sé si en Norta se
respira mejor.
Abrazaría la noche como al fantasma de una madre
ausente. Estaba tan unida a ella, que ahora, ante su muerte, se sentía más que
huérfana; naufraga. Sobre su cama, el álbum de fotos. Las fotos de su madre,
amarillentas. Su madre dejó un día de comer y se dejó envolver por la pena. No
la mató la edad, la mató la fobia al tiempo, pues el tiempo perdido siempre nos
acaba encontrando. Ella la cuidó toda su vida, desde que enfermó y se jubiló.
Se recriminaban la una a la otra su soledad y se herían como única forma de
demostrarse cariño. La existencia de la una se justificaba sabiendo que la otra
seguía la misma suerte. La madre era un cadáver viviente, por piernas tenía
huesos y las moscas la rondaban en las tardes calurosas como aves carroñeras
ante una muerta en vida. Un sol de justicia y un verano de infierno, y en el
invierno peor, porque se le congelaba la nariz. Y ella la peinaba su escaso
pelo disimulando su incipiente alopecia. Y la echaba perfume como se arroja
estiércol a la tierra yerma. ¿Qué sentido tenía todo esto, maquillar a una
moribunda? Sola, siempre sola, cuidó de su madre.
Luego la llevaron al hospital y allí rezaron
juntos a los ángeles de las esquinas de la cama. Tenía que cuidar de su madre
pero era la madre la que cuidaba de ella. Ella robó un paquete de cigarros de
un cajón que habían dejado los enfermeros. Sonó la alarma, los enfermeros se la
echaron encima por robar el tabaco. Salió a la calle sonámbula, fantasma.
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