LA
BRUJA DE ORESA
Voy a relatar mis vacaciones
en el pueblo de Zamora. No recuerdo cuando ocurrió, ni siquiera cuantas veces
ocurrió. Quiero decir que todo esto sucedió un verano, o mejor dicho varios
veranos, pero no puedo precisar cuál fue el primero o que edad tenía yo la
última vez que habitamos los secretos.
Los secretos, así llamaba mi
abuela a la pequeña casa e adobe que ocupábamos en el pueblo. El pueblo se
llamaba la granja y era un pueblo de interior, un pueblo aburrido donde pasar
horas cazando moscas, mirando musarañas, cogiendo moras, o sesteando bajo un
árbol.
El invierno el pueblo se
congelaba, a veces había nieve, los habitantes veían la caída de la nieve como
un espectáculo importantísimo te tratara. Como la mayoría de los pueblos, la
granja tenía su centro y su plaza mayor entre el ayuntamiento y la iglesia.
Sólo había una iglesia en mi pueblo, solo un ayuntamiento. Las cigüeñas
surcaban el cielo y se posaban en sus nidos sobre el campanario. La iglesia era
pequeña y tenía partes de ella de estilo barroco, rococó conviviendo con
estilos posteriores, pero casi toda ella estaba restaurada tras el bombardeo de
la guerra civil. Las campanas repicaban de forma suave pero consistente, y su
ruido despertaba a todos los habitantes. Jamás podré olvidar el barullo que se
montaba a la salida de misa y aquellos vestidos de señora, esos trajes tan
anticuados y horteras. O cuando el párroco venía a nuestro jardín de los
secretos a tomar café.
No sé decirte la edad que
tendría, quizá más de diez, seguro que no más de quince. Estaba acostumbrado al
frio de la ciudad, al sirimiri, a la hipocresía de los paseantes que no se
saludaban al encontrarse por la calle. La ciudad y el pueblo eran dos mundos
aparte. En la ciudad podías caminar con ropa estridente, nadie te decía nada.
En la ciudad podías ir medio desnudo o haciendo brincos o llevar una bolsa de
basura en la cabeza o filosofar por las calles, nadie te saludaba, a nadie le
importabas. No importaba el pobre que pedía a las puertas de la iglesia o
dormía en un saco de dormir y una esterilla. Nada de eso importaba a nadie un
carajo. El pueblo era diferente, allí todos nos conocíamos, nos saludábamos por
el nombre, por el mote y a veces incluso por el apellido. Yo por ejemplo no era
Gabriel, era Gabriel millar, el de los millares, el nieto del millar.
Mis hermanos y yo éramos los
protagonistas de estos veranos, de esta historia. Nuestros padres no podían
acompañarnos ya que trabajaban todo el mes de agosto y se limitaban a venir en
septiembre, pero ya no era lo mismo porque las moras se escondían, porque había
higos, porque el verano acababa. Mamá trabajaba en una multinacional en la
ciudad y papá era funcionario de correo. Mi hermana Joana y yo simples
estudiantes. Ella, mayor que yo, hacía el bachillerato y quería ir a la universidad
a estudiar periodismo, aunque su vocación secreta era ser escritora. Yo también
compartía con ella la afición a escribir. De hecho, el tiempo ha pasado y yo me
he convertido en un escritor más o menos reconocido mientras que ella se ha
casado y llenado de niños llorones y gritones, pañales y biberones. Toda la
familia tenemos una gran vena artística. La abuela y mamá pintan cuadros, el
tío también y papá diseña planos. Joana y yo escribimos.
Los abuelos se llamaban
Matilde y Juanito. Eran los padres de mi madre. La casa del pueblo había
pertenecido a sus abuelos y a sus tatarabuelos y ellos habían hecho en ella
pequeñas reformas. El abuelo conducía un coche familiar algo anticuado, tenía
muchos años y muchos kilómetros. El viaje era una de las cosas que más me
gustaban del verano. Al entrar en el pueblo la gente salía de sus casas para
saludarnos, como si fuéramos invitados de lujo, bienvenido míster Marshal. La
vecina cuidaba del jardín cuando los abuelos volvían a la ciudad, era una mujer
corpulenta y un poco histérica. Parlanchina. Siempre la veías reunida
cotilleando co los otros vecinos, tenía rulos y un vestido de lunares de una
sola pieza, alpargatas y tenía muchos hijos y nietos.
La abuela la quería mucho,
era como parte de la familia y la dejaba las llaves para que regase los rosales
o talase las ramas de los árboles. El nieto suyo era un chaval triste y
taciturno, introvertido, que no tenía amigos, que hablaba con las hadas y las
lagartijas de la calle. E imitaba a carrascal y a Hermida porque quería ser
presentador de la tele.
Al pueblo se entraba por una
carretera larga, donde había habido muchos accidentes de coches. El pueblo se
edificaba alrededor de la plaza mayor con el ayuntamiento y la iglesia y aún se
veían las murallas que en otro tiempo derribaban la anchura del pueblo.
Ahora las murallas habían
quedado en medio, entre el casco antiguo rodeado por estas murallas defensivas
y las nuevas casas, ensanches, casas construidas hacía poco. Durante la guerra
civil los habitantes habían edificado viviendas dentro de la propia muralla o
robado piedras para construir nuevas casas, la mayoría de casas eran de adobe y
ladrillo. El pueblo parecía un pueblo fantasma, no tenía muchos habitantes,
sobre todo por la noche o a la hora de la siesta, parecía que no había alma en
derredor. Pero de pronto algo rompía esta falsa ilusión, igual un niño salía de
su casa un rato a chutar un balón de futbol y poco a poco la plaza de la casa
consistorial se iba llenando de niños. Mi hermana y yo no solo conocíamos a
todos los jóvenes de granja, sino que incluso sus nombres nos aprendimos.
Mi mejor amigo era el hijo
del alcalde, un chaval alto, rubio, pecoso, con pequeños granos de acné, y
acento pueblerino. Nos hicimos amigos desde el primer día y me dejaba entrar en
su casa, en lo que llamaban las cochineras y las cocheras y allí jugábamos con
una pizarra electrónica a dibujar y con tizas de colores a escribir y pintar en
las paredes. Tenía muñecos articulados, muñecos de acción e inventábamos peleas
de luchadores y a veces fabulábamos historias con los muñecos. Podía haberme
dedicado a escribir guiones de cine con él. Además de estas pequeñas novelas o
series o capítulos, como quieras llamarlos, jugábamos a cocinitas, a cocinar
con hierbas del suelo y granos y paja y arena. Siempre acababa llenándome de
arena los zapatos y por la noche me gustaba quitármela y dejar el suelo del
desván lleno de arena. Quitarme las pajas que se colaban entre los dedos de los
pies era mi secreta afición. El hijo del acalde se convirtió en mi mejor amigo
y fue el encargado de presentarme al resto de la tropa. Así conocí a Tania, loa
hija del tendero. Ester. A las hermanas Sonia y lela, la primera bulímica y la
segunda muy bruta y fálica. Allí todos eran primos de primos y el hijo de, que
además era el nieto de aquel otro y todos estaban emparejados, como la realeza
europea y victoria de Inglaterra. O como esos matrimonios entre primos donde el
hijo sale síndrome de dan. Quizá el futuro de joana y el mío fuera casarnos
entre primos o incluso casarnos entre hermanos. Desde luego esta sensación de
vivir en grupo y en comunidad en el pueblo era muy agobiante pero a la vez era
muy humana y mucho más cálida que la gélida ciudad.
En la ciudad siempre había
sido el introvertido, estudioso, modelo de los jesuitas y niño sin amigos. Sin
embargo, en el pueblo pronto me convertí en el líder de todos. ¿Qué verían
estos niños aldeanos en mí? Les parecí un exótico extraño, forastero que de la
noche a la mañana se ganaba la amistad de todo el pueblo. Los niños son
crueles, pero estos niños me respetaron desde el principio y me admiraban por
las cosas que sabía. El hijo del alcalde me invitaba a jugar a la videoconsola
que tenía en el cuarto. Su casa era la más grande del pueblo. La cochera era una
especie de garaje. Entrabas a un patio interior lleno de arbustos y helechos y
vegetación, con una fuente en medio, a imitación de las romanas. Me acompañó a
las cochineras donde tenían a los cerdos, el olor era nauseabundo y el ruido
estridente. Los abuelos de mi amigo veían la tv cubiertos por varias matas y
batas de tela a pesar del calor. También vi su cocina, su sala de estar, sus
baños y dormitorios. Me gustaba dibujar.
Mi
abuelo nos llevaba en su viejo SEAT, y allí montábamos mi bisabuela, mi abuela
y yo. Aparcaba el coche en el jardín de los secretos. Y salía la vieja vecina,
y nos preguntaba que tal las cosas por la ciudad, y cuanto habíamos crecido y
nos quería medir en la pared. El abuelo regaba con la manguera el jardín y se
subía a la higuera a por higos. La abuela regaba las rosas, grandes rosas rojas
o blancas, y tomaba grandes vasos de café con leche en una mesa mientras yo
leía tebeos o las aventuras de Sherlock Holmes. Los tacos de jamón, las
cortezas, las moras recogidas en zarzales con mi bisabuela, la tarta de moras,
el zumo de moras, beber un katilu de leche perdiéndonos por las eras, queriendo
volver al norte andando. A mi jardín solía venir el cura del pueblo, que en
realidad no solo daba sermones en mi pueblo de granja de moreruela sino en
varios pueblos. Era un poco el cura de la Regenta y siempre le invitábamos a
comer, era un poco gorrón. Mi pueblo estaba gobernado por una especie de
caciques, dos alcaldes, derechones todos, los propietarios de los bares, uno de
ellos, siempre decía querer comprarnos la chabola para dejar ahí botellas, y
gaseosas.
De
niño iba mucho a su bar y me subía hasta el tejado del bar y me regalaba el
empresario chapas de las botellas. ¿Qué
pensaría el Principito de esto de coleccionar chapas, gogos, tazos, estrellas? Su
hijo se casó con una mujer de la ciudad y tuvo un niño súper rico y majo y andaba
siempre por el bar riéndose.
Los chiveros eran una gran familia de gitanos, con
patriarca y muchos nietos. Con Sofía, la menor del chivero, me di mi primer
pico, mi primer beso. Me llevó al prado
y allí me dio mi primer morreo pero recuerdo que no me gustó nada, de pronto me
encontré por sorpresa con su lengua e hice muchos gestos de agg, que asco y
así, y al final ella se mosqueó de que no me hubiese gustado el beso y dejó de
hablarme. Y me gané su enemistad. De todas formas, me daba igual pues estaba
colado por Laura, la chica del pozo, la bruja. Con Laura bailé en las verbenas
y bebimos bebidas energéticas y orgasmos (kas de limón con vodka) y ginkases hasta
vomitar. Cuando bebo me sale el lado cómico y nos lo pasamos genial, hasta
acabar tirados en una campa fumando porros y diciendo chorradas. Lo cual,
claro, molestó y mucho a la gitana enamorada de mí, que estaba celosa de mi
amorío con Laura.
En el pueblo por supuesto teníamos al tonto de pueblo,
al listo de ciudad, al borracho oficial del pueblo, al drogadicto, a la
solterona, al loco del pueblo… las que no eran solteronas eran mal casadas o malmaridadas
o ligeras de cascos, se veía mal a las divorciadas o a las viudas que volvían a
casarse.
Al
bar iba siempre un señor muy altivo, no tenía amigos en el pueblo, y tomaba
allí su café con leche. Era el “Mantequilla”, el rico del pueblo. Este señor
tenía varias hijas, una abogada, la otra notaria. Eran los de fatxadolid que
presumían de tener muchos estudios y que vivían de las rentas y tomaban café
con leche con mis abuelos. Y el hijo de estos era un neonazi insoportable con
el que también me peleé. Estaba la peluquera, con hijas pequeñas. Se metían conmigo
por ser del norte. Decían que todos los
vascos eran etarras. Nos metíamos en peleas y luego mi abuelo salía a
defendernos y se reían de él, y se lió a ostias con los dos niñatos. Fueron
donde la familia del chivero y allí se aliaban con los otros dos para pegarme e
insultarme Esto de que me margine la gente siempre me ha pasado, en el colegio
salían a perseguirme en las fiestas del colegio con una pistola de dardos de
goma. En el colegio Vizcaya me hacían el
ska, gritaban todos ska, ska, y salían a pegarme.
En las verbenas nos ponían las canciones del verano y bailábamos
todos apretados. Había muchos bailes agarrados, salsa, bachata, pasodobles,
jotas, zarzuelas, coplas y sevillanas. En un verano, en los 90, me encargué de
diseñar unas pequeñas olimpiadas poniendo pruebas. Lo hicimos en el bosque, en
la alameda, y allí puse pruebas para los chicos del pueblo, tales como
sokatira, carreras de bicis, el juego de las sillas, saltar la comba, el juego
del conejo de la suerte Jugábamos con una extranjera que vino de Zamora, y el
juego consistía en besarse con un chico o una chica y tenías que cantar; el conejo de la suerte que se ha escapado, este mediodía a la
hora de comer, tris tras, quien besará a la chica o al chico que le guste más)
las fiestas que había en el pueblo y los concursos que gané. Tengo muchos recuerdos buenos de todo ello.
También recuerdo cosas malas como cuando me peleé con el hijo del chivero, y
con el de Fachadolid y me persiguieron hasta casa de mi abuelo donde allí tuvo
que salir mi abuelo a ponerlos en cintura, Me metía en peleas y el abuelo salía
a defenderme. Fue traumático y nos avergonzaba recordar la pelea. ya nadie
quería volver al pueblo después de ese incidente, fue algo como para no
recordar.
Me metía con la iglesia al ir a misa. Aunque de todas
formas y como todos los chicos, hice de monaguillo, me puse una casulla y
repartí ostias entre la gente. Cuerpo de Jesús. Fue divertido ser monaguillo. Recuerdo
el primer día que ayudé al cura;
El sol despertó tímidamente
entre las nubes. Me despertó el ronquido de mi tía que dormía justo debajo de
mi ático. No tardó en cantar el gallo. Se le oyó en toda la comarca. Pero entre
todos los ruidos del amanecer mi preferido era el repicar de las campanas. Así
anunciaba el párroco la primera misa las campanadas sonaban metálicas y se
repetían a lo largo del día, tarde y noche. Lo oíamos desde el jardín y así
sabíamos que era Domingo de misa. Mi abuela se lavaba la cara y se pintaba los
labios. Un gesto de coquetería que se permitía cada vez que acudía a la
iglesia. La gustaban estos rituales, había que mantener las viejas costumbres.
Se perfumó y vistió con una
chaqueta marrón y una falda de flores. Cerró las ventanas y la puerta y entró
en la iglesia. Dentro el cura leía el viejo testamento y Ricardo hacía de
monaguillo, siguiéndole a todos partes, algo tímido, algo inseguro el daba las
ostias, y el vino sagrado y mi abuela fue una de las que recibían los santos
sacramentos. Yo observaba todo desde un alto, al lado del órgano, encima de los
bancos de feligreses me hacía risa aquel cura gordo y me divirtió ver las
escenas de la pasión pintadas en la pared.
El primer verano conocí al hijo del alcalde del
pueblo, me lo presentó mi abuela y pronto nos hicimos muy amigos, porque yo le
enseñaba como un friki toda mi colección de mitología griega, romana, hispana y
lo que por entonces leía que eran muchas novelas de misterio, las obras
completas de Agatha Christie. Era muy amigo ese niño y jugábamos a con una
pizarra creernos profesores, hacíamos los deberes del verano, tablas de tres,
ecuaciones, logaritmos, silogismos, trigonometría, geometría etc. juagábamos a
consolas, a juegos de rol. Le enseñé mis libros de friki, mi colección de
mitología, jugábamos con otro chico a medírnosla debajo de un puente y hacer
concursos de quién meaba más lejos. Leía muchas novelas de misterio.
Comprábamos chucherías; coca colas, helados, falsees, gusanitos, triskis,
pipas, tazos, gominolas, algodones, regalices. Y en el bar tapas, fritos,
rabas, sepia, pulpo, mejillones, berenjena, salmón, patatas, langostinos,
gambas, bocadillos y tortilla de patatas y pinchos de jamón, queso... Bebíamos. Espiábamos parejas en el pueblo. También me acuerdo de un chico que siempre
estaba bebiendo y trabajaba mucho en las eras y que a mí me daba algo de miedo
por lo grande y lo gordo que era. Hicimos aquel concurso de ver quien la tenía
más gorda y nos estuvimos pajeando todos juntos. Ahora lo miro con distancia en
el tiempo y me repulsa que nos divirtiésemos de esa forma, pero seguramente en
la inocencia de la edad ni le di importancia.
EL ABUELO
No puedo comer
pues me dan mucha grima los huesos de leche del abuelo y su olor a queso
rancio. Parece un bebe siendo un hombre corpulento, enorme cual gigante,
cejijunto y de nariz porcina, chata y deforme por un accidente de carpintería.
El abuelo te devora con unos ojos oscuros como de animal salvaje, y una
pelambrera que se ceba bajo la nariz, entre los dedos, en los sitios donde no
debiera crecer, pero surge, cual tundra de madreselva. De pequeño el abuelo
hacía como que me echaba siembres para que me creciera el pelambre del pecho
macho. Me sonreía con sus mofletes surcados por una escandalosa cicatriz y me
arrimaba a su barba macilenta para darme un beso con sabor a trujas. No es del
toda cierta esta descripción del abuelo, pues ahora parece un oso de nieve (si
existe tal raza) y se ha nevado la selva. El abuelo lideraba la mesa, le
recuerdo enjuto en su sillón, sirviendo pacharán a su hijo o encendiendo sus
enormes habanos, mientras su soliloquio caía plomizo sobre las patas de cordero
que él desechaba con tal de monologar sobre las colas en la feria artesanal de
quesos o en el banco. Ahora el abuelo apenas habla, nos llama cara conejo,
enmudece como un niño triste ante los reproches quejumbrosos de la abuela, la
pregunta quien es y que donde esta su mujer, y después abuela le limpia la baba
con la servilleta y lo retira a la cama. Mientras la abuela lo aleja casi a
rastras, se despide de nosotros como una estrella en ciernes que va perdiendo a
su público a medida que el comedor se difumina de su cansada vista. Cuando la
abuela regresa, ya nadie puede comer. Tras los cariñosos arrumacos, la llorera
del patriarca resuena estridente como tenedores en pugna, o platos rotos o las
uñas de abuela rasgando los platos con furia mientras friega. El abuelo representaba para mi lo duro de la
vida, un hombre hecho y derecho, curtido de palos, no podía dejar de imaginarlo
como el alma del pueblo en las tabernas, el ligón de verbenas, el acérrimo
carpintero de la Granja, el currante chupatintas del banco que había llegado en
los 60 a director general... y sin embargo también simbolizaba para mi el
defecto del realista; su carencia de imaginación, de sueños, de ideas. El
abuelo se refugió siempre en su sentido común, si a algo temía era perder la
lógica, las cosas sucedían porque así habían de suceder, el sol se ponía por
Antequera por voluntad de Dios, la tierra era para quien la trabaja, esto se
hacía porque lo mandaba él... Todo tenía una explicación que él no ponía, que
venía ya con la vida desde tiempos inmemoriales, y el mundo aún injusto era el
normal, y ahora le fallaba el sentido común, perdía la cabeza, se volvía un
Alonso quijano que recobraba por fin la locura tras años de fingirse cuerdo
cuando por dentro nada, ni el levantarse ni el acostarse, tenían el menor
sentido.
Sentados en el café irlandés
de debajo de la casa de los abuelos, mamá me sonríe. - ¿Qué te ha parecido la
historia de amor de los abuelos? ¿Ves
cómo la fuerza del amor mueve el mundo? – lagrimea bajo sus gafas empañadas y
se limpia con una servilleta, sin apenas alterarse el rímel- El abuelo puede
parecer muy bruto, pero tiene un corazón tan amplio como el mar, nunca me pegó,
recuerdo el día que vino con un enorme televisor, siempre se ha desvivido por
los demás. Es una gran persona, hijo mío, y sólo espero que un día seas capaz
de emularlo-
VIAJE EN COCHE POR CARRETERA SECUNDARIA
El
día de la partida es un día muy movido. Todos estamos nerviosos preparando las
maletas. Mi padre no me deja cargar la mía con todos los libros y CDS que
quisiera llevarme. Mi madre hace el botiquín de primeros auxilios con todo lo
que pilla en el cuarto de baño. Mi padre se pasa el día trazando croquis del
recorrido, con un mapa que cubre la mesa del salón y la guía michelín de
paradores nacionales. Por fin nos vamos subiendo todos al coche familiar. Los
vecinos nos despiden, pañuelo en mano. Mi madre le da el canario a la Juani, y
cargamos todo en el maletero y las bicis en la baca del coche.
Era
el día de la partida. Mamá (la de sempiternas histerias y gelocatiles varios)
prepara un sandwitz con todo su amor maternal. Envuelto en albal, lo mete en su
bolsa de plástico. Papá bajó el saco de dormir y la esterilla del cuarto de los
trastos. (mi cuarto de atrás)- mamá, no me voy a la guerra. Luego la mitad de
todo esto no lo uso-
-
mete más mudas y calzones... Mira, si no vas a la guerra no sé para que metes
tantas novelas. ... - parezco un caracol con la casa a cuestas. Mamá, por Dios,
¡bastante pesa ya el muerto este de la mochila! - Yo, Atlas, lastraba el mundo sobre mi
mochila, cada día de colegio. - No te olvides el botiquín de primeros auxilios.
El año pasado ya ves que disgusto nos disté cuando te mordió la culebra. - ¡Lagarto, lagarto! No dejaré que me coma
la pitón, mamá- bromeé.
Venga,
niños, al coche! Papá en la mesa de la sala traza un croquis del recorrido con
escuadra y cartabón. – Este atajo nos hará ganar tiempo. ya me conozco yo tus
atajos…
Una
hora de viaje. Paramos en este merendero a las 12: 00 o´ clock. Comemos. 12:10.
Escala en Burgos. Visita fugaz a la catedral. Dos horas más de viaje. Descanso
en un bar. Y en medía hora estamos en el pueblo. ¿qué os parece el plan? ¡la
aventura es la aventura! - Papá sonrió a mamá. Llevaba todo el equipo del
general Tapioca, aunque sólo se trataba de llegar al pueblo. Papá siempre ha
pensado que es más importante el camino que la posada.
Los
vecinos se despiden de nosotros batiendo pañuelos en la mano. Todos los vecinos
salen de sus casas inglesas con jardín y desde la verja nos despiden. Lágrimas
en los ojos. Descorchan botellas de champaña cuando papá mete la llave y
arranca. Mamá aún no ha subido al coche. La Juani recoge el canario y las
instrucciones para cuidarlo.
Madre
encarga a la Juani darle la pastilla cada noche a la tía abuela sordomuda que
guardamos en el desván. Papá retrocede con el coche. – nos dejábamos a mamá
¡que perdida irrecuperable!
Una vez en el coche papá nos mira diciendo ¿estamos
todos? Y mete la llave en la marcha. El coche se despide con una nube de humo
tóxica de regalo para el vecindario. Y
llega el primer semáforo. Y otro. Veo las farolas aún iluminadas (solemos
madrugar mucho cuando viajamos) y si entrecierro un poco mis ojos me crean la
ilusión de ser pequeñas luciérnagas que nos siguen volando.
El
coche vuelve a arrancar. El coche suena a roto. Oímos los ruidos estomacales
del maletero que en una de estas se va a abrir tirandolo todo. En el techo se
escuchan las bicis de la baca balanceándose de tumbo en tumbo. El coche derrapa
en la primera curva y da un frenazo en el primer stop con semáforo. Rojo,
amarillo- ámbar, verde. Mamá declinada en el asiento de copiloto (el más mortal)
se queda, del mecimiento, adormecida. A veces creo que el ruido del coche calma
a las fieras. Mi hermano (el Imbecil),
excitado, araña la felpa de los asientos y me da pataditas. Cuando papá se gira
mi hermano pone cara bueno y mamá me grita y me echa la bronca. Mi hermana (la pija), empieza a rayarnos con su
verborrea barata. Es una pico de oro:
- ¿Sabéis por qué nunca tendré un coche y
nunca conduciré?
-
son contaminantes y echan humo tóxico por el tubo de escape, pierden gasoil.
-
huelen mal, huelen a ambientador de coche y a carburante viejo
-
son caros, traen gastos, facturas, pasar la ITV, multas, OTA, revisiones,
gasolina, parking, averías...
-
no son libertad de movimientos sino una imposición de la way of live americana
-
afean el paisaje urbano
...
Y sigue citando causas por las que ella nunca tendrá un coche. Yo creo que se
deja la principal: los coches contribuyen a la mediocridad gris de los
adultos. Odio los coches, no porque
simbolicen la way of live Americana que nos vende esa falsa sensación de
libertad de movimientos, no por qué sean un cúmulo de gastos (el carnet, el
coche, la gasolina, el parking, las revisiones, las multas, los repuestos, las
averías...) sino porque contribuyen a la mediocridad gris de los adultos. Los adultos cuadriculados tienen una mente
muy estrecha y a la mayoría (diga lo que diga el anuncio) no le gusta conducir.
Lo que quieren es viajar. Llegar al sitio, sin más. Porque la mayoría de
conductores no usa el coche por disfrute.
Son
pocos los que van en coche hasta para comprar tabaco. Se usa el coche para
movimientos pendulares desde el barrio dormitorio al lugar de curro. Somos
pocos los que hacemos turismo rural por el mundo. Y los que lo hacemos
preferimos el bus o el tren de toda la vida porque culturizan.
Los
transportes públicos fomentan la lectura mucho más que los profesores de literatura.
Papá no puede hablar cuando esta aparcando pues necesita concentrar toda la
atención sólo en un punto. ¿Eso es el pensamiento unidimensional de Marcuse?
Papá se enfurece si le hablamos en el coche. Papá al volante se pone echo una
furia griega de la fatalidad. Se le amarga y agria el carácter, le flotan en el
cuello unas venas muy marcadas y tensas.
La frente se le arruga toda y frunce el ceño.
Es
un poco paradójico lo del coche. Robamos caucho a los indios naturales del Amazonas.
Les – nos- talamos el pulmón del mundo
para que mi padre pueda meterse a un coche donde apenas podemos respirar y nos
ahogamos con el ambientador de coche en forma de abeto. El sistema capitalista
es así de ahogador.
Mi hermana se marea y siempre acaba vomitando en una
bolsa de papel. Se pone verde. Mi hermano pequeño abre la ventana y siempre
hace amago de tirarse o de escupir a los demás coches, y les saca la lengua por
la ventanilla (una vez se la pilló).
Los coches tras el semáforo arrancan como una manada
de animales furiosos y salvajes. Parece que sólo les falten dientes para
morderse unos a otros como en los dibujos animados. Intento siempre ver el lado
positivo de todo y por ello a mí me encanta entrecerrar mis párpados y ver la
sucesión de farolas que aún brillan tenuemente sobre la carretera. Con los ojos
semi cerrados me da la sensación de fotografiar en flashes la velocidad y me
creo un Marinetti futurista en espera de algún dictador que use mis poemas para
limpiarse las nalgas. Las farolas parecen luciérnagas volando sobre el coche.
Hadas de la carretera que nos espían.
Me
encanta abrir la ventana y dejar que el aire penetre en el coche. A papá le
molesta pues el coche se vence para un lado por el peso del aire, pero para mí
simboliza la misma Libertad hondeando mi pelo. En el coche siempre discutimos.
Las familias felices son iguales las unas a las otras, pero las que son
infelices lo so cada una a su manera, y las maneras de la mía son francamente
vomitivas; mi hermano grita, mi madre monologa sola, mi hermana se evade en un
libro (de ahí que siempre acabe mareada). Mi padre mira de vez en cuando
frenético por el retrovisor. Mi hermano pregunta “¿queda mucho?” cada cinco
minutos.... Mi madre quiere bajar a tomar un café y fuma cigarros echando el
humo por la ventanilla. Lo ha visto en el cine.
Papá
insulta a los demás conductores diciéndoles “mujer tenías que ser” (aunque sean
hombres o travestís) Cuando conduce se vuelve machista y no puedo aparcar o le
ha pillado caravana. Siempre se queja de que llega tarde, como el conejo de
Alicia. Cronometra su vida en el reloj que mamá le regaló por su santo, un
vicerot de julio Iglesias, que lo anunciaba por la santa tele.
Los
coches son fieras salvajes rugen su claxon en esta selva urbana de asfalto. Ver
uno de esos cementerios de coches es tan triste que a uno se le hiela el alma.
A veces en la carretera ves camiones grúas de esos que cargan coches encima y
sabes que su destino es el cementerio de los coches. Chatarra eres y chatarra
serás. ¿Le gusta conducir?
Yo
creo que no, que aunque intente hacer que le gusta y de ello quiera
convencerse, en el fondo no le gusta. Los coches me parecen a mí unas fieras
salvajes rugiendo en la carretera, atropellando peatones, siempre intempestivos
y fugaces, los coches arrancan casi como manadas de bestias en esta selva de
asfalto de la gran ciudad. Parece
obligado tener un coche en este mundo capitalista, es uno de esos objetos que
marcan el paso de la adolescencia a la juventud. Algo iniciativo. Los jóvenes
quieren coches alegres, de colores estridentes, maqueados, cantosos, con la
música a todo trapo y con la máxima potencia y velocidad, pero luego todos caen
y acaban comprándose primero el seat, luego el Renault gris del adulto gris y
al final el coche familiar y seguro. Yo
soy contrario a los coches no por la contaminación o los gastos o el estrés
sino porque viajar en trasporte público culturiza y el metro o el bus fomentan
la lectura. Después de esta digresión, ya se habrán dado cuenta de que su
narrador es un tipo raro, diferente, especial, que no compra coches. ¡que le
vamos a hacer; ese soy yo! Por aquí no veo a nadie mejor que les cuente esta
historia, así que creo que tendré que seguir contándola yo. Papá no suele parar a repostar, porque es
caro y se pierde tiempo. El café de estos autoself suele ser un buen vomitivo
para echar esa comida artificial servida en bolsita de plástico que más que
comible parece de juguete. Así que sin un solo minuto de retraso llegamos al
pueblo.
Mi hermano se orina. Mi padre se duerme al volante y
nosotros armamos trifulca para no dejarle que se le venza la cabeza contra el
cristal. En el coche hace calor agobiante. Huele al tabaco negro de mamá y a
gasolina y a lo que huelen los SEATs familiares; una mezcla de carburante,
caucho quemado, ambientador de coche y sudor contenido.
Papá cuando se casó con mamá también tenía un coche de
un color muy llamativo y estridente, y lo maqueaba, y le obsesionaban las
marchas y velocidades, hacer competiciones, poner la música a tope... ahora
busca por los confesionarios una furgoneta familiar muy segura y muy
familiar. Y se deja engañar por los
vendedores. Yo creo que mi viejo es de los que compran el coche por la piva del
anuncio. Esa piva que se te medio despelota en el coche y hace símbolos fálicos
con el acelerador. El coche suple la
necesidad connatural de mi padre de conducir. Nació con ella.
A medida que nos alejamos de esta gélida ciudad del
norte, Norta, y entramos en la meseta castellana el cielo va clareándose; las
nubes grises que presagian tormentas y sirimiris se deshacen en el cielo como
claras de huevo, y el cielo va despejándose hasta que de pronto se ve ese sol
anaranjado que nos dora la piel y nos achicharra las cabezas. Un sol que sólo
puede darse en verano y sólo en mi pueblo, ya lo siento, pero nunca el sol
brilla igual en todas partes.
El
sol de la insolación castellana. La
meseta castellana del Cid y el Quijote.
Las verdes montañas dejan paso a despobladas cordilleras, estepas
desérticas...Me encanta cuando el coche atraviesa la carretera en cuesta y
luego baja. Es como un tobogán o una montaña rusa, y se nos sube la adrenalina
al alma. Nos perdemos en una ladera, y
ante un descampado mi padre se lleva las manos a la cintura y grita: – Dios,
¿por qué nos has abandonado en medio de la autopista? Mi madre gruñe – ya te lo advertí. Ya me
conozco yo tus atajos- Mamá gritaba guardándole el mapa. - ¡más perdido que
berberecho en almíbar acabas tú!. ¡¡y tu, deja ya esa guía Michelín, que
perderte vas a perderte igual!
-
¡Bah... mujeres!, ¿por qué nunca entendéis los mapas de carretera? -
Atravesamos
carreteras secundarias. Y acabamos subiendo un tortuoso camino de cabras.
Siempre con el miedo a despeñarnos, peñas abajo. Preguntamos por los pueblos
por donde seguir.
Y
los aldeanos con boina que echan la siesta en sillas frente al bar abren sus
brazos, como señales viarias, hacía todas las direcciones. Nadie conoce nuestro
pueblo, pero “haberlo haylo”. Algunos nos dan malas indicaciones, aposta, con
una sonrisa demoníaca de oreja a oreja. La mala senda. Para estos hombres somos
urbanitas a los que timar y que les rescatan de su apatía.
MI PUEBLO ORESA
Al
llegar a Oresa nos salen a recibir las viejas del lugar. Se levantan de sus
sillas de plástico (estaban cotilleando como siempre a la puerta de sus casas)
y, sillas en mano, persiguen al coche por las callejas hasta que este se mete
al garaje del abuelo. Salimos del coche y ya empiezan los besuqueos y las
preguntas tópicas ¿qué tal el viaje?
Contestamos
un lacónico “bien”. Todas las maruxas son amiguísimas de toda la vida de mi
madre. – que delgada estas, mujer, ¿ya se come en ciudad?.- Cuando logramos desprendernos de esas
cotillas nos sale al paso Servidora, que es la vecina que nos cuida el jardín
en nuestra ausencia.
-
ay, Servidora, ¡que haríamos sin ti! Los baños están como el chorro del oro, ¡y
qué limpias las rosas, si se diría que hasta las has quitado las espinas!
Servidora, ¡cuantas molestias!
-
Calla, calla, que me enrojezco toda. Una tiene que entretenerse en algo.
Servidora esta para servir, ¿para que si no esta servidora? – Y te lo dice con
una sonrisa tan estúpida que uno piensa que efectivamente parece lógico que
Servidora sirva para servir, para ser de utilidad pública al bienestar rural.
Una tonta útil sirviendo a una familia de listos inútiles- Quite, quite, por Dios, no se debe nada- dice
ella haciéndose la cruz, asqueada de ver vil metal, ¡poderoso caballero de
triste figura es el billete arrugado! Y como no la pagamos en metálico se lo
cobra en especies y la tenemos todo el verano asomada a la puerta del jardín,
trayéndonos jamones, contándonos las noticias del pueblo etc, Servidora es
nuestra fiel perra guardiana, la cancerbera de la finca, pero como suele
suceder con estos incondicionales es a su vez la vecina más cotilla, la de
lengua más mordaz y libidinosa. Yo creo
que a estas víboras se las afila la lengua y el cotilleo de no usar la lengua
para otros fines. Si las besaran más, cotillearían menos. A la espalda esta mujer nos pone a parir y
airea nuestros asuntos por todo el vecindario. Así se cobra su fiel lealtad.
Los
abuelos están dentro, en el jardín. Las abuelas toman un refrigerio en la
mesita de piedra, bajo la sombrilla de plástico. Las sillas son plegables, se
pueden reclinar para arriba y para abajo. El abuelo sale a recibirnos, hoz y
martillo en mano, pues ha estado quitando las malas hierbas que se enraízan a
la parra y haciendo bricolaje casero. En su abrazo nos abarca a todos, mientras
las abuelas nos atacan por la espalda a besos y arrumacos. Empieza su retahíla
de exclamaciones: - ¡ay, pero que delgados estáis!, ¡no nos coméis nada allá en
la ciudad!, ¡estáis abandonados, pobrecitos!, nada, nada, os vamos a cebar como
a gorrinos. ¡que alto y que grande, estas hecho todo un chico grande, ya, ¿eh?!
¡que alturas, dios mío! ¡Ni el empire estate ese!
La
abuela se empeña en ir a medirme en la pared. La gusta coger la cinta métrica
que usa para coser y medirme. Y luego inscribe mi nueva altura en la pared,
haciendo una rayita sobre la raya del verano anterior. Ahora llego ya a la
ventana. El abuelo, de mientras, nos ayuda con las maletas. Sube todos nuestros bártulos a el cuarto de
las literas, así llamamos al cuarto de los niños e invitados. Yo lo llamo el
cuarto de atrás. Desde que leí a Ana Frank, todo para mí es el cuarto de atrás.
También Carmen Martín Gaite llamaba cuarto de atrás al cuarto donde veía
fantasmas. A mi hermano y a mí nos encanta dormir en literas, aunque por la
noche no nos dejamos dormir, venga a simular ronquidos para fastidiarnos el uno
al otro o nos rayamos mutuamente hasta que nos sobamos. Mi bisabuela es ya casi
centenaria y la tienen en la sillita la reina, sorbiendo su blody mary que es
el carburante que le permite seguir funcionando. Es una adicta al café con
leche y fuma como posesa, pero ahí la tienen; toda arrugadita en su
venerabilidad, como una madre tierra, igualito a una santa sobre la que te
postras, con su entrañable sonrisa, y sus estrafalarias gorras en la cabeza.
(la he visto con una bohemia visera parisiense, con una txapela vasca, con una
bolsa de plástico, con un sombrero de flores y frutas tipo victoriano y con
unas orejas de Mickey Mouse)
No
pretendo contar la historia de mis abuelos, sólo la historia de un verano, y
sin embargo he de hacer una nota a pie de página sobre mis abuelos. Mi abuelo
es natural de este pueblo, Oresa, siempre el alma de toda fiesta. – un viva la
virgen tu abuelo- me dice abuela- “el farrero” lo motejan en el pueblo. (aquí
todos tienen su mote) El abuelo es más pobre que las ratas. Mi abuelo era hijo
de un constructor de vías estrechas, un ferroviario, que luego se hizo minero
con eso de la industrialización y que se vino a Norta, donde conoció a mi
abuela.
Mi
abuela era una niña bien de la burguesía norteña nacionalista, hija de un
industrial de la naval y nieta de uno de los más importantes banqueros de
Norta, el señor Urquijez de Gurutxetená. Ambos son del P.A.N. (partido añorante
norteño) Se conocieron en una romería. Era el año 75.
Ahora
debería hablar de Oresa. Oresa es una aldea de 10.00O habitantes, donde todos
nos conocemos (y los que no.. porque nos
evitamos). Esta al Sur, y es un pueblo llano, de huertas y eras. Bajo unos
peñascos aparece lo que llaman “la costa, o el lago” y el único interés son
unas barcas derruidas entre las solitarias calas. Oresa tiene más pasado que
futuro, porque se cuenta que el monasterio cercano a este pueblo lo habitó la
orden del Cister ¿o fue la de Cluny?, y que sus terrenos atravesaban media España
llegando hasta Portugal. En sus tiempos hubo aquí un campamento romano y una
villa de un patricio muy acaudalado, todo esto me lo descubrió hace poco una
arqueóloga que excava por aquí y de la que me enamoré platónicamente. Por aquí
pasa también la ruta de la plata, en su paso hacía el camino de Santiago, así
que tenemos siempre en el pueblo la tira de peregrinos. Si hasta aquí esta la historia oficial de
Oresa, luego tienes sus leyendas, su mito, que sí tesoros templarios y cataros,
la fortificación derruida de la orden de Calatrava, o un enclave masón, que sí
la abuela fuma, que sí hay que votar a los tradicionalistas regionalistas que
me cuentan leyendas de no sé que Cid campeón...
También tiene sus historias truculentas de la guerra de la independencia
y de la civil y sus leyendas del sacamantecas y del hombre del saco o del gota
a gota (esa tortura china consistente en que caía una gota sobre el cráneo
hasta abrirlo) y ninfas o driadas y hadas buenas, y de las otras, de las malas,
y gnomos y elfos por aquí también se ven.
Y muchos más seres elementalmente naturales. Lo cierto es que sobre el
pueblo de Oresa, allá en la colina, se alzan unas ruinas, que los historiadores
no se ponen de acuerdo si son del monasterio o del castillo
La
explanada de las ruinas del monasterio es tres veces la aldea, pero le gana en
terreno el conjunto de las eras. El monasterio funcionaba como fortaleza
militar en tiempos de banderizas y también como hospital para peregrinos. Ha sido declarado hace nada patrimonio
nacional y nos han fastidiado a todos; porque antes subíamos allí a jugar a
fútbol entre las piedras. Jugábamos a “rol en vivo” y a caballeros y damiselas
creyéndonos en la edad media.
Allí
se montaban las fiestas y verbenas del pueblo, y nosotros, los niños,
recreábamos esa época tan legendaria de la edad media jugando a “dragones y
mazmorras” pero con castillo de verdad. Son por todos estos misterios
misteriosos por los que mi pueblo me encanta y despierta en mi un romanticismo
desaforado por lo que ciertamente no deja ser un conjunto de piedras, arcos de
media punta ya apenas dibujados y el memento mori con el bahomet de la entrada,
en el pórtico, que es lo que más me impresiona.
En el monasterio hacíamos concursos de pintura, de ilustración, de hacer
tartas, piñatas, ponerle cola al burro, coger manzanas con la boca en barriles
de agua o morder manzanas en cuerdas, cross, carreras de saco y competiciones
con bici, tirar caramelos por la ventana, concursos de tute, ajedrez, futbol,
tenis, una especie de olimpiadas en el pueblo, donde se implica todo el pueblo,
con dinero de las arcas municipales. Cantamos canciones y jugamos y lo vivimos
como las fiestas o olimpiadas populares.
Para que se hagan una idea de lo brutos que son los de
mi pueblo, cuando la guerra civil robaban las piedras del monasterio para
construir sus propias casas, y así es como en mi aldea, aparte de las casas
cutres de adobe y paja, hay unas pedazo construcciones de piedra que son
orgullo y vergüenza de todos.
El castillo siempre hace sombra sobre el pueblo, como
si aún debiéramos algún extraño diezmo a los monjes de allí. A veces, por la
noche, cuando paseaba por el monasterio, creía ver los espíritus de esos monjes
locos que me perseguían por haberles interrumpido su pena eterna. Ya ha salido la amanecida en La Granja. Esta
noche ha sido la más corta del año, la de San Juan y todos los habitantes del
pueblo despiertan de su sueño de noche de verano. La luz crepuscular va
disipándose en neblina. El gallo de Doña Carca cacarea. Mí abuela se despierta
al oír su canto, y se despereza mientras escucha un programa de radio por sus
auriculares. En un instante ya la tienes trajinando en la viejo hornillo de
butano y calentando en termos los desayunos.
MI ABUELA
El gallo de Doña Carca cacarea. Mí abuela se despierta
al oír su canto, y se despereza mientras escucha un programa de radio por sus
auriculares. En un instante ya la tienes trajinando en el viejo hornillo de
butano y calentando en termos los desayunos.
- Este Agosto será muy caluroso. Se precipita por toda
la meseta española una ola de calor. las temperaturas superaran los 25 grados.
Ante este bochorno recuerden, queridos radioyentes, Cola Cola quita la sed.-
Mí abuela apaga la radio, coge las tijeras de podar y
sale al jardín. Para ella podar los rosales, cultivar su jardín, es un ritual
de estos japoneses, ya saben: cultiva tu
bonsái, escribe un haikus, nótate vivo, vivo en este instante;
Mi abuela poda la rosa
Se pincha
Sangra.
Quitando las malas hierbas que se enraízan por doquier
mi abuela tiene la sensación de liberarse ella misma de los malos pensamientos
y de sus propias espinas en el alma.
Es una maniática del orden, pero supongo que es porque
así estructura también su cabeza. La abuela, agachada para echar una semilla en
la tierra, toda cheposa, parece desde la ventana un bulto que le haya salido al
jardín, un hongo que brota de la tierra.
Me despierto con la imagen de mi abuela en la terraza
tomando su café y fumando en aros un cigarrillo. Sobre la mesa se esparcen las
rosas podadas. Dicen que la rosa es la flor de la vida, mortal y rosa. Los
romanos enterraban a sus muertos con una corona de rosas. Los poetas lo
llamaban la flor del amor. Para mí abuela las rosas son su perfume de pasión. .
Rosae rosa e, una rosa es una rosa es…. Cantaba Mecano…
-
hola, hijo, ¿has dormido bien? Aireé toda la casa, he dejado las ventanas
abiertas, pero este calor es que no es normal, a veces siento que me empiezo a
derretir, literalmente, me hago agua.-
-
no pasa nada, abuela, después de llover siempre sale el sol... ¿por qué no al
revés?
-
ay, hijo, Dios te oyera, que hasta el riachuelo se ha secado, y tu me dirás si
esto es bueno para la tierra o no, pero por lo pronto tu abuelo ya no puede ir
a cultivar. Es esta tierra, oscura, marrón, yerma, que se lo come todo, aquí no
florece más que mala hierba, esta tierra esta podrida-
------------------------------
Hemos
llegado a Oresa el día de San Roque y por aquí es costumbre hacer las
tradicionales hogueras. Hay dos hogueras; para niños y para mayores. Las
hogueras de niños son realmente patéticas. Las viejas prenden una llamita y
allí saltan las niñas con sus vestidos azules. Son estas niñas a las que yo
pegaba de niño (era un matón, un enfant terrible yo) cuando jugaban a la comba.
Entonces cogía yo en banda a la niña de las coletas y la estiraba de las
trenzas por políticamente incorrecto que esto fuera. Las niñas se reían con una
risita tonta y nerviosa cada vez que me veían. Y siempre se acercaba un grupito
de tres y una de ellas, haciéndose la modosa, me preguntaba: ¿Y tu de quien
eres? Allí en el pueblo sólo importan tus apellidos. Quiero decir que tu no
eres nadie, sólo el “hijo de” o el “nieto del farrero” y enseguida te etiquetan
de kas naranja o de kas limón. Y nosotros al ser de Norta éramos los
terroristas del pueblo. Y las niñas ñoñas me pedían que las dijera cosas en
eusquera y yo me inventaba una jerga feerica, y me reía de ellas. Cuando me
decían que las enseñara mi pistola de etarra me apretaba el paquete y las
comentaba obscenidades. Aquellas niñas ñoñas enseguida dejaron de saltar a la
comba cerca de nuestra casa. Nosotros veníamos a desestructurar la armonía y
buena avenencia que en el pueblo reinaba.
En
las hogueras de los niños también saltan los mayores y a todos les divierte
mucho jugar a ser niños. Y gritan “ay San Roque, si viene la peste que no me
toque” mientras dan una zancada y cruzan la hoguera. Hay alguna que se resbaló
con la bata de casa por hacer la gracia y casi se achicharra viva. A mí a veces
me gustaría ver a las viejas chismosas, esas celestinas y putas viejas,
quemadas al fuego vivo en su propia hoguera de las vanidades. Pero, no
feministas radicales, tranquilas, no soy misógino, sólo que a ciertas viejas
machistas no hay quien las trague.
En
la hoguera ponen unas patatas que se van asando y luego reparten acompañadas de
un poco de sal metido en papel albal. Después los niños que nos creemos mayores
vamos a espiar la hoguera de los adolescentes. Y aquello tiene algo de
mefistofélico y dionisiaco. Todos danzan en torno a la hoguera puestos de
alcohol y cantan canciones protestas, echan azufre o gasolina a la llama y esta
sobrepasa hasta la altura del frontón (que es donde la montan) Saltan la
hoguera casi dando tumbos. Danzan al son de la música que sale de uno de sus
coches maqueados. Y las parejas se besan mientras ven los fuegos artificiales.
Aquella noche conocí a la que se convertiría en mi amor platónico durante todo
aquel verano. Laura.
LAURA
-
Este pueblo esta muerto, no hay ni piscinas, ni cines ni discotecas. Nada más hay
viejos paseando a sus perros-
-
calla ya, niña, mareada me tienes, baja del coche de una santa vez. Siempre con
tus inconformismos, así nunca en la vida serás feliz. A todo sacas pegas y
críticas... ¡si no leyeras tanto...!
Laura
bajó del coche. Lo primero que vi de ella fueron sus piernas. Nunca he sido
fetichista, pero he de decir que aquellas medias rositas excitaron en mí el
deseo de verla las piernas descubiertas. Llevaba unos zapatos negros de charol
porque era niña bien y ñoña, ¡no poco cursi la habían hecho las monjas! Ella salió del coche, apoyando el pie
izquierdo en un charco. Se movía desdeñosa. Se notaba que estaba ahí a
disgusto.
La
vi casi de refilón. No pude fijarme en sus hermosos ojos verdes que me
atravesaron como un rayo fulminante. Rayo de luna, de Manrique, luz que te
ciega de cristalización. Una mirada fugaz, de esas que matan. Ella pestañeó y
se restregó las manos en los ojos como quitándose una legaña. Tenía la cara
somnolienta por el viaje y las mejillas muy sonrojadas, contrastaba todo ello
con la palidez casi enfermiza de su cara que le daba un aspecto decadente.
Llevaba el pelo en bucles, rizado la caía, cascada refulgente de luminosidad.
Su nariz era un pequeño bulto, nariz de gnomo, y cara aniñada de mujer hada.
Laura me sacaba de mí y me hacía soñar. Y eso que fue sólo la primera
impresión, esa que dicen que marca todo en una relación, huella que deja su
impronta, el objeto de deseo se clava en tu mente romántica y la empiezas a
idealizar. Tu no quieres, pero tu mente recuerda su rostro en todos los lugares
y tarde o temprano has de aceptar la cruel realidad del flechazo, platónico,
enamoramiento a primera vista, y entonces te dices: ¡ya la hemos pringado y no
hay nada que hacer! El amor es así de
puñetero.
-
-- Laura, trae paca las maletas. Ay, Dios, que niña más tonta. Saluda al
abuelo. Venga, no me salgas con remilgos, que peores besos habrás dado tu en el
colegio. Mira, yo os dejo, que si me doy prisa aún llego para la cita del
mediodía con el accionista. Un beso, niña, adeú papá. Al final del verano la
recoge Txema que es su quincena y le toca. Pórtate bien y haz caso al abuelo en
todo lo que te diga.
-
hija- exclama el abuelo casi como una súplica lastimosa – quédate a comer con
nosotros- - otro día, tengo prisa, tengo prisa- besa a su padre, al abuelo, en
la mejilla- adiós, espero que no pase como la otra vez, ¡no se os puede dejar
solos! ¡el abuelo peor que la cría! ¡más niño aún! -- La madre vuelve a entrar
en el coche y sale despedida. El abuelo mira a la niña con aire preocupado.
Después la acaricia el cabello y ambos entran en el viejo torreón. Yo ya no
puedo verla. Aunque sé que cada noche ella se asoma al portón. Y sé que cada
noche ella se queda en su ventana, soñando, expuesta a las miradas de los
vecinos (como dicen en su casa) y sin importarla el frío ni nada. Y se queda
preguntando retóricamente a la luna, mirando las constelaciones de estrellas,
sollozando por las cosas malas y riéndose de las buenas, filosofando sobre el
mundo, pensando en ella misma, recordando otras calles, otras gentes, anhelando
otros mundos, nuevos paraísos, el amor de su vida.... y así soñando se queda
traspuesta, pequeña niña de plata al reflejo de la noche.
LA MUERTE DEL PEREGRINO DE LA VIA DE LA
PLATA
Ese
sol se cuela por nuestro soleado caserío serpenteando por las eras, huertas y
bancales del pueblo. Y un peregrino para Santiago, camina por estas calles
tristes y vacías de mi pueblo. El caminante, eccehomo, tiene 33 años, la edad
de Cristo.
Si
la cara es un reflejo del alma.... su rostro cuarteado y amarillento, su mirada
lobezna y desengañada, sus colmillos negros y afilados reflejan la peor de las
desolaciones en que puede sumirse el hombre.
Enfundado en un manto oscuro esconde una levita chaleco y unos
pantalones de corte clásico. A sus espaldas lastra toda la gravedad del mundo,
una esterilla y la mochila con el saco de dormir. Colgado al hombro la
bandolera o zurrón.
En
la mano derecha una botella de vino. En la mano izquierda un bastón con una
concha o vieira de puño. Sus pisadas
suenan más que las demás, se tambalea de farola en farola. Remedios, que por
ahí pasa, ve al hombre bamboleándose y piensa que se trata de un borracho, así
que se santifica y sigue su calvario hasta la iglesia. De pronto el hombre cae
al suelo, ruido tan estrepitoso como seco el golpe en sí. Doña Remedios observa
con ojos pavorosos que del costado del hombre mana un riachuelo de sangre. -
¡Santos benditos! Esta herido. A este hombre le han clavado un puñal-
-------------------
----------------
Doña Maria Dolores da gritos en la calle, despertando
a los que aún se retozaban entre nubes, algodones y sueños. Tiene la voz
gutural, los gritos parecen de rata, como el de una sirena estridente que va
despertando a Oresa. Sale Paco, su hijo, y entre los dos, un rato a rastras y
otro al hombro, lo llevan a la sacristía.
El monaguillo, Pascual, mozo de doce años y de rasgos femeninos, avisa
al diacono y este a su vez despierta al párroco Don Jesús que sale con vendajes
y gasas. –
Si le llevamos
al hospital, que está varios pueblos más allá, se nos desangra por el camino.
Hay que hacerle un torniquete en el brazo- y el cura, que ha recibido clases de
la cruz roja, le venda el brazo. Llaman a una ambulancia. Tumban al herido en
la cama del señor cura y Doña Dolores le vela leyéndole fragmentos de la Biblia
sobre las heridas del alma y los golpes de la vida, metáforas que el peregrino
no está para escuchar. Un sudor frío y febril recorre su frente, sus ojos le
centellean como dos luceros, parpadeando intermitentes, y su boca no logra
exhalar ninguna palabra. Al final, antes
de morir, nos dice: - Ha sido esa loca. Vine a por ella, pero ella me ha
herido... de amor.... por amor. Esa niña, Laura, es una bruja capaz de matar a
la gente con solo mirarla- El falso peregrino señala hacía la vieja masía antes
de agonizar entre balbuceos. Sus ojos amarillentos se desorbitan. El cura se
precipita a hacerle la extremaunción e impregnarle de aceites. El vagabundo
apenas tiene fuerza en la mano para apartarle los ungüentos al cura. El cura le
da un golpe en la cabeza y le dice “de todas formas, ve con Dios, hijo mío, a-
Diós” Pum, y le da un coscorrón en la frente y el pobre hombre se va al otro
mundo.
DOÑA ROSITA
LA SOLTERA
-Rosita,
a la luz de los farolillos, parece más bella que nunca, refractada por halito
de luna, abanicándose ante la noche bochornosa. Se ha untado bien de arrebol
por si alguien se dignara a mirarla. Ensaña gestos con su abanico, gestos de
recato, sonrisas de complacencia... tal y como su madre la enseñó. El lenguaje
de los abanicos va marcando las etapas de un noviazgo decente, pero ella debió
quedarse corta en su “mostrarse, pero no exhibirse”, en su sonreír con
complacencia indolente, algo la falló, quizá tuvo miras muy altas, tal vez
nunca pisó tierra, o pedía más de lo que daba... Abierto a mil especulaciones
esta el hecho de que a sus cincuenta años se ha quedado compuesta, sin novio, y
para vestir santos. Y a los santos que
los vista la beata de turno que ya de cría Rosita los maldecía entre dientes
porque jamás se creyó ese cuento. “Te
llenan la cabeza de cuentos de hadas y luego te das de bruces con esta
realidad, que se las trae, que más valiera dejarse de hipocresías y enseñar a
los niños que la vida no son rosas sino espinas.” Piensa Doña Rosita.
Mientras
todas rezaban el rosario en la escuela, ella blasfemaba haciendo que rezaba o
simplemente movía los labios para que no se dijera, pero ella ni de niña se
creyó eso de la virgen que la velaba. Huérfana como era ya podían con eso de
que es uno y trino a la par, a contarla la Biblia en verso y discutir todo lo
divino y lo humano o polemizar sobre el sexo de los ángeles. ¿qué ganaba ella
teniendo a un padre ausente? Cuando sintió la llamada del Señor se hizo la
sueca, ya podía llamarla que ella plin, por una oreja la entraba y por otra la
salía. Y si Dios no consiguió desposarla... aún menos lo harían los hombres,
pues buen carácter tiene la Rosita.
Ella
moriría vestal pero no por beaterías y mojigaterías puritanas sino porque
simplemente no sentía esa llamada de la selva en su interior, jamás reprimió
instintos porque nunca los tuvo. Sería frígida, estrecha, asexuada, lo que
quisieras, pero ella estaba bien como estaba. Eso sí, ella era una enamorada
del amor, lo mismo de un paisaje, de una sinfonía, de una mujer, de un hombre,
de un niño, de cuando la dio por meterse a política, de la literatura. Amaba
todo en esta vida y por eso mismo, porque lo quería, le dolía tanto en el pecho
ver tanto dolor en el mundo. Ese amor
universal, ese Ágape la inflamaba el pecho, la insuflaba esperanza. Ese amor
iba en los efluvios del aire mañanero. Poco a poco su corazón se fue resecando
pues si a una flor no la riegas se mustia, y ya por no creer ni en el amor
creía. Acodada en la baranda del balcón, a veces piensa en tirarse, o sueña que
un príncipe trepara por las madreselvas encaramadas a la fachada a rescatarla,
sigue soñando lo mismo que cuando chica. La brisa marina la arremolina la
melena, la noche arrecia en cada estrella, las estrellas lloran sobre los
pómulos hundidos de Doña Rosita, los quinqués se apagan, se escucha al sereno
enredando con las llaves en el bolsillo y abriendo a las parejas que se besan
en los soportales, agazapadas de toda mirada. Si ella fuera una famosa de esas
de la tele respondería a los periodistas; ningún hombre ronda en mi vida, yo
soy una enamorada del amor, me enamoro de los libros, los paisajes…
Asomada
en su balcón ya ha visto de todo, hasta yonquis que se clavan jeringas en sus
trémulos y venosos brazos, muchachas vomitadas y orinadas de arriba abajo a las
que les acaba de dar un coma etílico, niñas vestidas como putas y con la falda
muy corta, enseñando las carnes y sin sublimizar nada, ¡vaya lolitas
ninfomanías todo el día con el móvil de aquí para ya y riendo y frivolizando
con los muchachos del pueblo! ¡que desvergüenzadas!
Pronto
la ambulancia viene con su sirena despertando medio barrio, porque se llevan al
vagabundo-peregrino que murió, en buena hora y en su gracia le tenga el Señor.
Y a ella un día también la montaran en una de esas camillas y la sacaran de ese
piso con los pies por delante. Alguien llamaría al 112, toda la escalera bajará
al portal a darla el último adiós, a despedirse hipócritamente de la ignorada
de la escalera, y la mascarilla de oxigeno la impediría insultarlos a todos y
cagarse en Dios y en la virgen inmaculada concepción que lo parió. Y después…. .Nada
más, la oscuridad, la senda luminosa, o el color que halla de tener la muerte.
Sin familia, sin nadie a quien dejar la herencia, sólo las estrellas, ¿la
echarán de menos?, las vecinas verán que del quinto derecha no asoma ya nadie.
La habitación oliendo a alcanfor, la habitación aireada para quitar el pestazo
a muerte, los muebles sacados a la calle para que las urracas y los anticuarios
se enzarcen en repartirse sus posesiones.
Y
ella, toda orinada, vomitada de arriba abajo en su traje chaqueta, se irá con
la tristeza de no haber amado jamás en esta vida a nada de verdad, pero
habiendo amado en abstracto a toda la humanidad, inmensa y abstracta. ¡qué
fácil amar en abstracto, y qué difícil amar de verdad! ¡que difícil quererse a
sí misma, sobre todo!
En
el entierro del vagabundo, el del camino de Santiago, volví a ver a Laura. Me
enteré por mi abuela que era la aijada de la señora Rosita. Aunque nunca había
tenido niños, (pues decían por ahí que estaba yerta y hueca o seca), siempre la
habían gustado mucho los niños. Y Laura, apenada de la soledad de sus últimos
días, iba cada tarde a visitarla a su casa. Todo esto me enteré por la radio
patio de mi abuela. Entonces ese día decidí seguir a Laura en su rutinario
caminar hacía la casa de su madrina. y me enteré de su secreto, del secreto de
Laura.
MARIA UGENIA, LA ROJA DEL PUEBLO
En el pueblo había una que llamaban maría Eugenia y
vivía con la madre y era la bibliotecaria y la que llevaba todas las cosas
culturales del pueblo. La roja del pueblo iba por la calle haciendo preguntas a
la gente: ¿tú eres feliz en tu vida? ¿No te sientes alienado? ¿Tu trabajo te
enajena?. Y siempre hacía esas preguntas y todos se cuestionaban por qué les
hacía esas preguntas raras. Eugenia era como un Sócrates al que le gustaba de
marear a los pobres trabajadores con rollos que los hacían saltar sus
neuronas... A veces se mostraba
desdeñosa con la gente, parecía tratarles por encima del hombro, como si ella
fuera una aristócrata de la cultura. Quizá en el fondo ella envidiara la
felicidad del primitivo, del asilvestrado, del que no tiene cultura ni
conciencia de vida y muerte. En verdad quería era ser ella uno de nosotros. La
felicidad de sancho panza. Perder su libertad, enajenarse con nosotros,
alienarse, y todos juntos seríamos esclavos pero felices.... claro que ella ya
nunca podría ser feliz porque había mordido de la manzana del saber, del árbol
de la ciencia.
mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm
El
sol baña las eras y dora los campos.
-
Niño, ¿marchó ya tu abuelo? - me preguntó abuela.
-
sí, tenía prisa. Ya debe estar en la era-
-
este hombre me mata a mí de un disgusto. Se ha dejado el almuerzo-
Mi
abuela fue abriéndose paso entre las tortuosas calles del pueblo. Mi abuela
tenía el pelo canoso y todo el cuerpo arrugado, pero seguía siendo hermosa. Sus
ojos pequeñitos estaban llenos de vitalidad. La abuela vestía una bata
estampada de flores azules. Llevaba en un zurrón pan y ristras de chorizo. Le
salió al paso una vecina, Maria Dolores, y empezó a relatarla todos los dolores
que la aquejaban. ¡largas listas de dolores lastraba la señora Dolores!.
-
ay, Jesús, Jesús. No somos nada, lo que Dios nos da Dios nos lo quita.
Mi
abuela miraba a Eugenia, Ugenía, que salía de su casa. ¡como odiaba a aquella
mujer de mala vida! Aquella marisabidilla se pasaba de lista. Iba de literata
ella y de que sabía latines, pero en el fondo era una “roja” de esas, y lo que
era peor; no se la conocía hombre alguno, andaba perdida la mujer, lo que se
dice una buscona, el hazmerreír de todas las señoras de bien que había en el
pueblo. Mi abuela no podía tragarla, era superior a ella, ¡y decían que todos
los maridos iban tras ella! Hacía mucho que tenían que haberla echado a
pedradas del pueblo.
-
Ya va esa desvergonzada enseñando busto-
-
sí, desde luego, se esta sometiendo a objeto de especulación esta mujer pública
exhibiéndose sola y fresca por ahí. Ya se sabe que a la mujer no se le ha
perdido nada fuera de los fogones. Las que van por ahí buscando acaban todas en
el arroyo. Por cierto, ¿a dónde ibas con tanta prisa? -
-
Mi Zenón, que se me ha dejado la comida. Este hombre siempre con el santo en el
cielo... ¡ay, dios mío, que no hago un hombre de él! ¿Tu te crees que ahora se
me ha puesto a leer y todo?
-
No me digas, mujer, eso debe ser por influencia de la Ugenía, ahora anda
ilustrando a todos y haciéndoles conciencia de obreros. Yo no sé cómo le dejas
ir a tu marido a esas reuniones. ¡a saber lo que se hará ahí! ¡Masonería y
brujería!.Y claro, vienen todos como encantados luego, hechizados por la bruja
roja esa.-
-
Es que me suelta unas cosas mi Zenón... que me dejan descolocada del todo,
señora. Me viene con que todos somos buenos e inocentes al nacer, todos libres
e iguales, y luego me pregunta para qué queremos un estado o ir a misa, y no
sé, chica, cosas que le dan ahora por leer. ¡Que me tiene ya calentada la
cabeza!
-
a mí me pasa algo parecido con mi hijo que no quiere ir al ejercito y se va a
los cafés a escribir poemas. Son los tiempos, señora, los tiempos ¡que están
locos! Bueno, la dejo, que se conoce que tenía prisa y la estoy aquí
distrayendo-
-
vaya con Dios, y esperemos que mejore de salud-
-
recemos, recemos, hija, porque poco se puede hacer ante lo inevitable y lo que
quiere el señor. Dios proveerá, que las cosas suceden cuando tienen que
suceder.
-
Y usted que lo diga- Mi abuela se recolocó la falda que se la estaba volando
con el viento. Y siguió caminando por el pueblo. Ella miraba las casas de adobe
e iba pensando en cada familia que había dentro. Se conocía los entresijos de
todas las familias. Tras los visillos de la ventana sabía lo que cada familia
cocinaba en su puchero. Si veía una luz apagada sabía que era porque él trabaja
y ella estaba en el mercado. Sí veía luces dadas sabía casi con certeza quien
se encontraba en su interior. Con esa seguridad de conocer todo su pequeño
mundo a la perfección, mi abuela iba serena y satisfecha de sí misma. e incluso
contenta. Todo sucedía como tenía que ir sucediendo, como siempre había
sucedido y siempre sucedería. Tenía razón Maria Dolores. Pero esa roja, esa
Ugenia de los diablos, había venido a estropear la paz conyugal y la buena
avenencia del pueblo.
Resplandecía
el sol sobre las eras. Mi abuela se limpió el sudor con un pañuelo.
-
Zenón, baja del tractor, hombre.
Mi abuela se sitúo delante del tractor. Mi
abuelo fumaba un trujas o un celtas y lo tiró por la ventanilla del tractor. Mi
abuela se lo pisoteó fingiendo enfado. Mi abuela tenía los brazos cruzados, un
gesto que repetía mucho cuando se enfadaba. Mi abuela subió al tractor y allí
le dio la bolsa con la comida a su marido y un beso en la frente.
-
anda, mujer, ya que has venido... hazme un poco de compañía. - dijo mi abuelo
pegándola un achuchón.
-
quita, quita, zalamero, yo tengo mucho “quehacer” y no puedo estar aquí a
verlas venir. A ver si me entiendes, ¡que ya estamos mayorcitos! Bueno, anda,
demos un paseo.- mi abuelo enseñaba a mi abuela las marchas del tractor e
incluso intentó que ella la manejara.
-
Todas las mujeres del pueblo saben conducir el tractor y ayudan a sus maridos-
-
pues yo no, ya ves. Te lo dije cuando nos casamos. Ya sabes que soy chica fina
de ciudad y lo de trabajar en la casa siempre fue cosa del servicio. Trabajar
con las manos no es propio de señoras. Y bastante que acepté hacerte la comida,
¡explotada me tienes en casa! No cocina otra como yo en todo el pueblo.
-
Ya veo... tan fina que ni le das un beso a tu marido para que no te ensucie con
sus manos llenas de tierra. No esta echa la miel para la boca del cerdo, ¿No?
-
¡quita, quita! Ay, Zenón, nunca cambiarás. ¡que hombre! - dijo ella dejándose
acariciar. – bueno, no te me acalores ya Zenón, que tú empiezas y no paras.
Mira, deberías hacer como Don Paquito, ¿le ves? Ahí arrodillado, con el
sombrero en el pecho, la mano en el corazón, rezando el ángelus. ¡que devoto!
¡Eso es un hombre! Desde que perdió a su mujer no he visto hombre más
religioso.
-
Don Paquito lo que es... es un reaccionario.
-
No empieces, que yo no me meto en políticas, ya lo sabes. Y tu no deberías, que
esa Ugenia sólo te va a llevar a mal traer. No deberías exponerte a las miradas
del pueblo, exhibiéndote con esa mujerzuela...ya sabes lo mala que es la gente
y lo que le gusta a la gente rumorear.
-
Yo te respeto tus ideas, pero no puedes prohibirme que siga yendo a esos
mítines del partido. Me están enseñando a leer, ¿sabes?, todo lo que no sabía
de niño, ¡ay que ver lo que saben ahora estas nuevas generaciones! Tendrías que
venir un día conmigo, nos levantamos todos y empezamos a cantar la
Internacional y luego Ugenia levanta el puño y todos nos tronchamos de risa, y
a la vez la queremos todos, es un poco la madre (revolucionaria) de todos. Y a
veces sentimos pena de ella cuando nos cuenta lo del marido que la pegaba y
como huyó y todo eso... era una malmariada de esas. Pero nadie la toca un pelo,
palabra de Zenón, es otra cosa lo que sentimos por la profesora. Una conciencia
de clase o como ella dice.
-
enamorado te tiene, Zenón, ¡que vergüenza a tu edad! Ea, me marcho, cuando
quieras dejar de poner el buen nombre de esta familia por los suelos y vuelvas
a sentir tus santos deberes y tus obligaciones para con tu familia vuelves.
Cuando recuperes el sentido común, vuelves a nuestro hogar... yo ahí seguiré,
como siempre, fiel esclava del señor. Adiós, espero que se te pase la tontería.
Algunos hombres, por grandes que seáis, siempre os comportareis como
chiquillos- Mi abuela se despidió del abuelo con un gesto que había aprendido
de las divas del cine. “aour revoir, mon cherí querido”, le dijo entre risitas.
¡Había
visto tantas despedidas así en las tardes de cineclub con las amigas! Y a ella
le tiraba un poco el mundo este de los teatreros y las zarzuelas, y la gente
que iba en barraca de pueblo en pueblo. Todo esto de la farándula la atraía
mucho. Pero no podía confesarlo en el pueblo, no fuera a ser que la
considerarán una roja de esas. A ella le encantaban las películas de coplistas
de pueblo que triunfaban en la ciudad y prendaban a los militares en las
cantinas moviendo las piernas, pero siempre conservando la honra y la decencia.
¡Aún había mujeres... y mujeres!. Y esas
películas sobre viejos de pueblo perdidos en la ciudad detrás de las suecas en
la playa.
Mi
abuelo se quedó bastante hecho polvo pues empezó a pensar en cuanto se
diferenciaban mi abuela y la profesora. Ambas eran de la capital, ambas tenían
dinero y alta cuna, y fineza, pero lo que las separaba era otra cosa,
¡cultura!, y él, en vez de reflexionar sobre su propia ignorancia, se apenó de
la de su mujer. ¡que cosa más mala es no saber!, pensó, - le engañan a uno como
a un chino- Después el abuelo volvió a pensar en el mayorista que le compraba
los fardos de paja y el trigo, y en qué tenía que ir a la nave almacén antes
del mediodía. El sol se escondió en las montañas.
Mi
abuelo me montaba de niño en el tractor y allí me enseñaba a conducir. Recuerdo
que siempre se quejaba del trabajo, pero por otra parte decía que el trabajo es
lo que dignifica al hombre, los trabajos y los días, y que él hacía lo que era
su deber, por deber personal y familiar.
Expresaba infinitos agradecimientos a la
multinacional que le compraba toda la cosecha, pero siempre se quejaba de los
“ricos del pueblo” que producían el doble trabajando la mitad. Ellos eran las
cigalas y mi abuelo la hormiga labradora. Y las cígalas tenían explotados a los
extranjeros en las huertas y por eso ganaban el doble que él. Mi abuelo echaba
pestes de todos los políticos, pero a la hora de la verdad nunca acudía a
votar. El señor Zuloaga que era el rico
del pueblo y una especie de cacique, siempre intentaba sonsacarle a quien había
votado, pero él se lo quitaba de en medio hablándole de Spengler, Bakunin, Marx
y otros autores que el señor Zuloaga no había leído. Mi abuelo tampoco los
había leído, pero había oído hablar mucho de ellos a Eugenia. Y quedaba muy
culto citarlos.
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Llegó
un momento en mi vida en el cual todo el año pasaba para mí fugaz, repetitivo,
rutinario, despreciable, y sólo contaban aquellos veranos. En aquel pueblo no
existía la noción del tiempo y uno podía pasarse horas tumbado en la hamaca
mirando a las musarañas, ayudar a llevar la segadora viendo como se iban
cortando las espigas, bailar en las verbenas o filosofar en las noches de luna
con los borrachos del único bar que eternamente encontrabas abierto. Me
recuerdo al mando de mi bici, recorriendo aquellos áridos desiertos. El sol
doraba mi piel morena, el sudor corría por mi frente, en mi cara tenia la
sonrisa del Feliciano aldeano y mis ojos brillaban muy verdes, como hierba del
campo. Todo el campo estaba lleno de vida. Olía las flores y sus azmicles me
insuflaban ganas de vivir. Yo sólo era un vegetal más, que me nutría de
alimentos y de ilusiones, sin preocupaciones, criado libre en la naturaleza,
entre mis fantasías, como una planta agreste que no es mala hierba, aunque se
enrede mucho. Entonces perdía el tiempo, las horas, mi vida, y sin embargo
siento que las ganaba. El tiempo pasaba más rápido. No era consciente del
tiempo, ósea de la muerte. No me aburría ni sentía tedio. Todo era ese instante
eternamente repetido y repentino.
Oler
una flor, acariciar a un bichito, limpiarme el sudor de la frente, tirarme por
la pendiente del arroyo, jugar a meterme en los fardos de paja, construir una
cabaña o ir con mis amigos a jugar en las cochineras.
En
cambio, ahora cronometro mis días, apunto en una libretita mis citas, segmento
cachitos de mi vida, los divido entre mil estresantes tareas y al final de
tanta multiplicación sólo me queda una resta: siento que no vivo.
Pero
entonces yo era feliz, al lado, de Laura. O mejor dicho buscando a Laura porque
la gracia de los amores platónicos es precisamente eso; no ser correspondidos,
ser mera intelección, idealización y paja mental. Cristalización, recuerdo,
exageración, imagen, neblina, imaginación, visión, obsesión. ¿qué es el amor?
LAURA, LA NIÑA DEL POZO.
A
veces la abuela me mandaba a que fuera al pozo a sacar agua. Mi abuelo decía
que de aquel pozo nada bueno podría sacarse. Una vez le acompañé al abuelo a
matar una serpiente que había aparecido en el pozo. Él con un palo consiguió
atraparla y luego la clavó, ante la admiración de todos. La piel de la sierpe
parecía blanda y escurridiza, aunque me hubiera dado asco tocarla. Y le salía
una sangre aguada que me revolvía el estomago. Desde ese día los vecinos del
pueblo llamaban a mi abuelo San Jorge, el mata dragones.
Yo
siempre le he tenido mucho asco a las serpientes. Y quizá la palabra no sea
“asco” sino miedo. Don Jesús, nuestro párroco, dice que el demonio siempre
aparece en forma de pitón. Y los gitanos también dicen “lagarto, lagarto”
cuando viene la guardia civil a expropiarles sus chamizos. Por eso me
sorprendió ver en el cine aquel día a una india que se enroscaba en el cuello
una serpiente. Mi abuelo me había llevado al cine de premio, por haber aprobado
todo. A la entrada del cine unos chavales salieron a reírse del abuelo, y mi
abuelo perdió el control y casi los mata a boinazas. – Sí, si, mucha befa,
mucha mofa, pero luego, cuando hay algún peligro en el pueblo todos acuden a
mí, a que les solucione todo. Así es la gente de desagradecida, Miguelito.
Igual que los pocos que acudimos a defender al gobierno legitimo. Nunca nos lo
han perdonado aquí en el pueblo que estuviéramos con los que había que estar.
Ya ves tú, Miguelito, así de mala es la gente. - En el cine aparecía una actriz
muy conocida haciendo de india y todos en la sala la pitaban y silbaban cuando,
a través de los velos y gasas de seda, se la veía algo de carne.
Mi
abuelo decía que en las últimas filas se colocaban las parejitas que querían
pasar desapercibidas. Y también las pajilleras y las prostitutas. Nunca había
ido al cine a hacer una guarrada así, pero otros chicos de mi colegio sí que
iban. Yo no podía dejar de mirar los ojos azules de aquella falsa india. Y ni
se inmutaba de tener una culebra entre su cuello, ¡ni que fuera una
gargantilla! Desde aquel día, cada vez
que iba al pozo miraba hasta dentro con miedo de que saliera alguna serpiente.
En lugar de eso, apareció la india del cine, o al menos una adolescente que se
la parecía mucho.
-
Yo también vengo cada mañana aquí, ¿sabes?
-
Pues yo nunca te he visto.
-
Es que me escondo. Me pongo detrás de ese matorral y allí te espío. Jaja. Me
gusta mirarte. ¡Siempre vas con una cara de serio y de enfadado! Me llamo
Laura, aunque por estas lindes me llaman la bruja. Jajaja. – Me gustó su forma
de reírse. No era una sonrisa falsa de coquetería, y tampoco esperpéntica o
histriónica, era una media sonrisa perfecta pero natural, entre irónica,
romántica y feliz. Como la de la mona lisa que yo había visto en los libros de
arte.
-
Ya he oído hablar de ti. A ti te llaman “niña endiablada”, creen las viejas del
pueblo que estás poseída por el demonio. Jaja. Yo no creo en esas cosas. Estas
viejas son unas racistas y os atacan por ser gitanas. Según ellas, tu abuela y
tu madre son brujas. Esas viejas cotorras se inventan chismes, y se creen todas
las supercherías.
Siempre
andan entre rumores, mascando en la boca palabras con doble sentido, como
papillas de palabras farfulladas entre dientes. A mí me dan mucho asco. De
nosotros dicen que somos rojos. Ya ves; ¡tu negra y yo rojo... ¡ Para gustos
son los colores!.
-
Pero tienen razón. Soy una bruja. Y tienen razón. Todas las personas tenemos
color. Pero no el de la piel, otro. Otro, el del alma, el de nuestro aura.
Quizá el tuyo sea el rojo. Tendrás que descubrirlo.
- A mí me gustaría ser pintor. Y sí no... director de
cine. O fotógrafo. Me gustaría poder captar la luz, los colores, las líneas... dibujar
la realidad. Y
- pero que realidad ¿la de dentro o la de fuera?
- que yo sepa sólo hay una realidad, ¿no? Esta, la que
se puede tocar, la que se puede comer. La única realidad posible. No sé. “la
realidad científica”.
Jajaja. Laura volvió a reírse.
- no hay una única realidad, hay infinitas. Ahora
mismo sólo puedes observar un trozo. No puedes mirar con tu tercer ojo, el
interior, el que percibe las cosas importantes. Si me pongo detrás de ti
desaparezco. Lo que no ves, lo que no sientes, para ti no existe.- Y empezó a
cantar una canción; cuando crees que me ves cruzo la pared, hago chas y
aparezco a tu lado, quieres ir tras de mí, pobrecito de ti, no me puedes
atrapar…
Laura empezó a revolotear en torno mío, dando vueltas
de un sitio a otro. Disfrutaba viéndola así, con los brazos desplegados como
una mariposa, libre, juguetona, y aunque me daban ganas de estrecharla entre
mis brazos, me contenía. En el fondo, la temía.
- me ves. No me ves. Me ves. No me ves.- - Basta ya!-
grité- haces que me maree.
- Me gustaría pintarte a ti. Aquí. En este mismo pozo.
Sería mi primer ensayo como pintor.
- Ya, y yo tendría que posar para ti como una musa.
¡vaya rollo! ¡toda estática, ahí, con una mano puesta en la cabeza dándomelas
de soñadora! Así no podría nadie reconocerme. La gente me vería en dos
dimensiones, y toda quieta. Hay que reflejar la realidad en movimiento porque
la realidad nunca se para quieta. Igual que yo.
Y diciendo aquello, la misteriosa niña desapareció.
A la mañana siguiente volví a acudir al pozo con el
caldero de agua para llenar. Esta vez venía cargado con mi atril, un lienzo, la
paleta y mis pinceles. Primero dibujé a carboncillo un croquis con las
dimensiones del espacio. Pero yo estaba imitando a los impresionistas, así que
enseguida me cansé de hacer la figura y pasé directamente a mezclar los
colores, que era lo que a mí me divertía de la pintura.
Mezclar naranjas, rosas y amarillos hasta dar con el
color del sol, y yo lo hacía de forma intuitiva, sin leerme los mil libros sobre
escalas cromáticas que pudiera haber en el mundo.
Me hallaba extasiado con la naturaleza. Sobre mí
volaban bandadas de cigüeñas que se posaban en el campanario de la iglesia y
las palomas de la plaza, y pequeños gorriones e incluso vi a un gavilán atravesando
los altos peñascos. No podía retratar toda la realidad, tenía que elegir,
decidir qué fragmento de realidad quería pintar. Eso fue lo primero de lo que
me percaté como pintor. Las hojas de los árboles eran de un verde vivo y por
ellas se resbalaban pequeñas gotas de lluvia, o se posaban insectos. La tierra
removida, embarrada, de un marrón dolido. El cielo azul claro, lleno de
esperanza. Las nubes como jirones de una cama. El humo parecía salir de ese
fuego diluido en naranjas que amanecía, aunque salía de las fabricas. Entonces
apareció Laura. Llevaba el pelo suelto. Un pelo lacio y azabache que la caía en
cascada y me miro con sus ojos verdes y penetrantes. – estoy lista. Píntame-
- me gusta mirarte, Laura. Creo que me esta saliendo
mal el cuadro. Quizá la pintura no sea lo mío. En vez de imágenes me salen
palabras. O más bien no me salen, enmudezco-
Laura se rió tímidamente. Sentí que ella también me tenía miedo a mí. Se
estremecía y lo noté cuando acaricié su mano con la mía. La imagen a veces nos
trae a la cabeza mil palabras y eso es lo que me pasó en ese momento.
Se me agolparon todos los nombres de doncellas,
vírgenes, vestales, mujeres fatales y eternos femeninos, descripciones e
imágenes que habían quedado ya dentro de mí, y sólo pude en ese momento
balbucir, como un idiota: - Laura-
Nuestros ojos lloraban. Nos atraíamos tanto que no queríamos tocarnos.
Teníamos tanto que decirnos el uno al otro que nada se nos ocurría decir. Ella
salió corriendo.
- Aléjate de mí, Miguel. Tienes catorce años, yo tengo
casi dieciocho. Las mujeres despertamos antes, somos más listas. Tu ahora no
sabes lo que quieres. Ves en mi una madre. Te parezco bella, pero es una
belleza poética, platónica. Yo en cambio soy capaz de amar, de amar de verdad,
y de sufrir, aunque sea por un niño como tú. Así que aléjate de mi vida. Soy
como las mariposas, recuérdalo, nunca permaneceré quieta. Y hay una cosa además
que debes saber, tienen razón en el pueblo, soy una bruja.
- ¿qué quieres
decir? ¡No digas tonterías!
Miguelito, eres aún muy inocente. Nosotras en nuestra
casa nos dedicamos a la santería desde siempre. Nunca se ha visto hombre con
nosotras porque no los necesitamos. Somos esposas del demonio. Él nos alimenta
con su verga de fuego.
Tiene razón el cura. ¿por qué crees que venía a este
claro del bosque? Aquí busco las hierbas que me encarga la abuela para sus
cocciones. Sortilegios para el mal de amor, conjuros satánicos, pequeños
remedios caseros. Los sábados hacemos aquelarres, y lo hacemos el mismo día que
esa plaga de judíos porque el demonio nos posee a ambos. Soy una meiga,
entérate bien, nuestro amor es imposible.
- No me lo creo. Si no lo veo.. no lo creo y todo lo
que veo... me meo.-
- Muy bien. Entonces ven este sábado al peñasco del
desempeña perros. Así lo veras con tus ojos y no darás crédito.
ESPIRITISMO,
LA GUIJA. APARICIONES FANTASMALES DE LAURA
--
¿No tendrás miedo, no?
-
¿Miedo yo? Perdona, chaval, estas hablando con Juan sin miedo.
--
ya, ya, vaya acojonado. Jaja. Si no tienes miedo, sube la tapia del cementerio.
Obedecí
a Ricardo. La tapia, enredada de madreselvas, y musgosa, resbalaba mucho. Al
final del muro había una hilera de cristales y a poco me corto. Una lagartija
se posó en mi mano y pegué un grito.
-
jaja, ¡que cagón!
-
He visto una culebra, ¡lagarto lagarto!, era un enanago. Tenía la piel suave
pero escurridiza. ¡que asco!
-
Cuidado, que te come el dragón. Jaja.
Un
bahomet sonreía en el frontón de la puerta del monasterio. Sus dientes
brillaban con el reflejo de la luna y su mirada cejijunta parecía enrojecer de
fuego interior. De un salto crucé al otro lado. Me hice daño al caer. Me dolía
un poco la rodilla, pero no dije nada, me froté la herida con las manos sucias.
-
Vamos, subir vosotros. ¿No subís? ¡que nenazas! A ver sí los cobardes sois
vosotros.
-
jaja. ¿y si te dejamos ahora ahí tirado? ¡que pardillo eres! ¿sabes la leyenda
que corre sobre este monasterio? Lo fundaron los del cister que eran unos
monjes locos y fanáticos. Sus tierras llegaban hasta Portugal. Los odiaba en secreto
todo el pueblo. Dicen que en la guerra contra los franchutes lo bombardearon y
lo ocuparon las gentes de aquí. Después, en la guerra civil, lo expropiaron y
los monjes se piraron. Y luego ya no volvieron más porque no se les quería
aquí. Y después de la guerra... los del pueblo robaron las piedras, una a una,
para reconstruir sus propias casas semi derruidas por los malos. Ahora los
espíritus de los monjes tienen sed de venganza y pasan a cuchillo carnicero a
todos los que profanan este sacro lugar, que dicen esta encantado.
Un
búho ululó y batió sus alas en la copa de un árbol. Oía al cuco y el crepitar
de las hojas mojadas, los grillos y el canto de las ranas en los charcos. Oía
el silencio. La oscuridad me aterraba y los ojos del bahomet no dejaban de
mirarme. Mis amigos se alejaban. Adivinaba sombras entre la maleza y luces en
el monasterio abandonado.
Grité
y lloré de miedo. Mis amigos volvieron mofándose de mí, entre vaciles.
-
¿estas muerto de miedo? Tranquilo, haremos una sesión de espiritismo y los
muertos, que pueden oler el miedo, vendrán para cocerte. Los muertos quieren
nuestra sangre, sobretodo la de los niños que somos más tiernecitos.
Unas
sombras se movían en el muro. Mis amigos, de un salto, se incorporaron a la
esquina del muro donde yo sollozaba.
-
saca la guija, Alvarito-. La guija era una tabla de madera con el abecedario y
los números grabados y en el centro una especie de brújula, con una flecha que
oscilaba. Mis amigos hicieron un corro
sentados en cuclillas.
Yo
me arrodillé. Casi iba a ponerme a rezar. Todo aquello me daba mucho yuyu.
¡estábamos en un cementerio intentando convocar al demonio! ¡una noche de luna llena, oscura, y ruidos y
sombras entre la maleza!
-
Verónica, te invocamos.
A
las doce de la noche. Decían que esta arpía aparecía frente a un espejo y hacía
que se clavaran todos los objetos punzantes en tu cuerpo. Yo me la imaginaba
como una femme fatale o una dama del cine italiano, y así me daba menos miedo y
hasta me atraía. - Nada, no viene, esto es un cuento, Ricardo-
-
Schhh, calla. Ellos huelen al escéptico e irrumpen en su cuerpo poseyendo su
alma.
-
Dadme todos las manos- dijo. Yo sentí la
mano cálida de David y la mano fría de Ricardo que parecía que conservaba la
sangre fría. Y yo tenía mis manos heladas de miedo, pero goteando sudor.
Ricardo me apretó fuerte la mano. Y sentí un escalofrío. Su mano helaba. Sentí
que me trasmitía energía. De pronto la brújula empezó a moverse. Se escuchó un
trueno y el rayo no tardó en aparecer, fantasmal, rojo, iluminando
artificialmente todo el cementerio. Las tumbas se enrojecieron de pronto. Una
ráfaga de viento mecía todas las copas de los árboles, cipreses y sauces
llorones. Los árboles parecían llorar como plañideras encantadas. La aguja se
movía por sí sola, y muy rápido. Se iba posando en las letras del abecedario
formando alguna especie de mensaje. Ricardo tenía los ojos como vacíos, blancos
del todo. De su cavernosa voz de ultratumba iban saliendo amenazas. Una
fantasma le había poseído. Tenía una voz femenina, encantadora, seductora, pero
heladora. La voz se mezclaba con el susurro de los árboles, y sigilosamente una
serpiente serpenteaba entre la maleza. Me desprendí de las manos y salí
corriendo. Pegué un grito que casi despierta a todo el pueblo. Intenté salir
por la puerta del cementerio, pero las rejas estaban duras y resbalaban. Me
apoyé en una piedra y subí de nuevo la tapia. Me rajé un poco la mano con uno
de los cristales. Salté....y corrí más veloz que el viento.
No
paré hasta llegar al pueblo, a mi casa, a mi cama, cubrirme con las sabanas y
echarme a llorar. Tenía los ojos amarillos. Mi abuela entró. - ¿has visto una aparición, niño? Tienes el
rostro pálido, como de acabar de ver un fantasma.
No
dije nada. No podía decirlo. No había palabras. ¿Quién iba a creerme? Esa noche
no pude dormir y los espectros de los monjes locos vinieron a por mí. Pero en
realidad yo sabía que era Laura la que así me había amenazado.
Lo
sabia desde siempre, siempre lo había sabido, aunque no me atreviera a confesármelo
a mí mismo; Laura era una bruja. Me había hechizado y ahora me estaba
amenazando. No quería que entrara en su
vida, por eso me amenazaba. Cada vez que la recordaba, cada vez que ese
fantasma venía a posarse sobre el piano o entre mis sabanas, veía distante su
figura, susurrando “aléjate, aléjate, retrocede, no des ningún paso más” Laura
tenía miedo y recurría a la magia para alejarme de su vida. Laura era una
cobarde. Le tenía miedo al compromiso y al amor. Pero al día siguiente yo
decidí que sí la montaña no va a Mahoma, Mahoma iría a la montaña y fui a
buscarla a la salida de su casa. Allí vivía con su abuelo. ¿sería él también un
brujo? ¿O sólo lo era su madrina, doña Rosita? Pronto lo sabría.
NOTA DE LAURA; LA BRUJA
Mamá decía que había dos tipos
de magias; la magia blanca y la magia negra. La magia negra sería la de las
brujas y hechiceras que devoraban los cuerpecillos de los niños y hacían con
restos humanos sus potingues. La magia blanca es la de las hadas. Las hadas
viven siempre en lugares húmedos. Por ejemplo: en las lágrimas de los niños
inocentes y felices. O en las almohadas de las princesas adolescentes.
He empezado a escribir esta
nota para ti, quiero ser sincera, desvelarle mi secreto. Lo he llevado en
secreto muchos años, pero creo que ya va siendo hora de salir de mi armario
mágico. Mi abuela era bruja, mi madre era bruja y yo soy bruja. Y Eugenia, la
roja del pueblo, también es una bruja. Somos republicanas, somos brujas pero
brujas buenas. Pero en el paraíso siempre hay unas victimas, unos derrotados,
unos ángeles caídos, los demonios de alas rotas, los demonios rojos que
perdimos la guerra. Tu abuela, tus padres, no me entienden. Ni siquiera tu
abuelo, Zenón, o el alcalde o tus amigos, no nos entendéis. Simplemente
queremos un mundo mejor, extender la cultura por el pueblo, pero ahora nos
vamos, y esta es nuestra despedida. Yo quisiera haber sido un hada, y haré todo
lo posible porque mi magia sea siempre magia buena y blanca. Esta noche he
mirado a la luna y he visto sus tres caras. La cara de la vieja bruja Verónica,
con su aguileña nariz verrugosa y sus manos callosas y su cara venosa y el pelo
canoso, vestida en zaparrastrosos harapos y mantos negros. Esta bruja es como
las de Shakespeare, una sempiterna e inmortal hechicera, con más años que
Carracuca y Maricastaña juntas, y como los patriarcas de la Biblia. Esta gran
bruja suele aparecer cuando la luna esta vacía, ósea cuando se ve a la luna por
su lado oscuro, por el otro lado de la luna, cubierta de sombras. Cuando la luna
esta en creciente o en menguante aparece la bruja madura, que es una bruja, ni
guapa ni fea, de edad intermedia, y que siempre hacía de madrastra en los
cuentos de hadas. Esta bruja es una autentica arpía, una mujer fatal, y en
alguna época la llamaron Circe. Suele hechizar a los poetas lunáticos, les roba
su vida y les hace que se queden petrificados mirando el pálido brillo
selenita. Cuando la luna esta plena, cuando es luna llena, aparece mi
preferida, la bruja Morgana. La bruja Doncella, la virginal y vestal bruja
buena. Esta bruja completa la trilogía de las tres caras de la hechicería y a
mí me gusta porque es la más satánica de todas, aunque tiene una carita de
elfa, feerica, o de hada buena. Esa bruja soy Yo. No te enamores de mí,
enamórate de la gitana a la que besaste o de la alemana, pero no te enamores de
mí. Aún somos perseguidos y nos puede
caer el garrote vil, así que olvídate de mí, de nosotras, de este pueblo, lleva
en tu corazón mi recuerdo. Nunca más nos veremos. Vuelve a la ciudad con tus
abuelos y tus padres y no cuentes a nadie que viste a una familia de brujas en
el pueblo de Oresa. Prométemelo. Laura,
con cariño.
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